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La mortalidad del cristianismo

Navidad otra vez. En esta, y tantas otras partes del mundo muchas personas vuelven a creer en el amor. Lo hacen, a menudo, después de un año duro o frustrante. En un año nos puede pasar de todo. A más de uno ha podido morderlo la desesperación.  Volver a cantar “noche de paz” lo puede consolar o irritar.

Ha habido muchas navidades. Habrá otras más. ¿Cuántas? Cualquiera sea el número, lo que importa es que la humanidad crea de nuevo en sí misma no obstante su vulnerabilidad. La Navidad tiene sentido cuando la vulnerabilidad de la humanidad,  su precariedad y su mortalidad, en vez de constituir meros límites, se convierten en los accesos precisos al misterio definitivo de los  seres humanos.

En Navidad, año a año, está en juego la mortalidad del cristianismo. El cristianismo puede morir porque su fundador nació mortal. Murió, porque podía morir. La mortalidad le era inherente a él como a nosotros, como al cristianismo, como a la Iglesia. ¿Podemos los cristianos imaginar un real acabo mundi? ¿Tenemos la valentía de asomarnos a la finitud de nuestra cultura y religiosidad? Digámoslo sin rodeos: ¿podrá alguna vez la Navidad ser algo más que un juego de niños y atrevernos a mirar la vida a fondo?

El cristianismo en la antigüedad desapareció del norte de África. Dejó de existir en tierras donde alcanzó su cúspide moral e intelectual. Hoy los cristianos huyen de lugares del Medio Oriente donde han estado por dos mil años. Pero no hay que ir muy lejos para asomarse a la posibilidad de la mortalidad del cristianismo y del catolicismo. La última encuesta Adimark / P. Universidad Católica de Chile arroja resultados inquietantes. En 6 años los católicos chilenos han disminuido de 70% a 63%.  Si esta tendencia, y su aceleración, se mantienen, en 6 años más los católicos seremos 56 %; en 18, 42%; 30, 28 %.  Y llegará el momento en que desapareceremos como ocurrió en Efeso, Calcedonia y Nicea. Las estadísticas hay que tomarlas con cuidado, cierto. Los evangélicos son cada día más. Con todo,  ¿quién podría, en este plano de la realidad, negar la mortalidad del cristianismo?

En otro plano, en el de la fe en el niño Jesús, el cristianismo es inmortal. Admito que esta es una opinión creyente.  Creo que Jesús es inmortal. Es más, opto por cambiar la realidad con la luz del acontecimiento de Cristo. Para ser exacto, creo en la inmortalidad que estuvo en juego en ese niño inerme y perecible porque lo que entonces estaba en cuestión, y en ello creo, era el “amor”. Creo que el amor es inmortal. Lo digo aun con otras palabras: podrá desaparecer la Iglesia Católica, podrán dejar de existir las otras iglesias cristianas, podrá llegar a 45º la temperatura media del planeta hasta que se extinga la raza y en algunos millones de años -se sabe – se apagará el sol y la tierra dejará de existir, pero la oscuridad no devorará un gesto de amor por pequeño que sea: un vaso de agua, una palabra de perdón… El cristianismo es inmortal en este sentido. Solo en este sentido. Como magnitud sociológica aparece y desaparece igual que las ideas y las culturas, igual que los ricos y quienes se creen inmortales. Como magnitud íntima del cosmos, como el Cristo en que radica, en cambio, es inmarcesible. Esto es lo que creo.

Algún día en estas tierras nadie sabrá que el 25 de diciembre se celebraba la Navidad. ¿En un millón de años más? ¿Antes? Tampoco, digámoslo con humor, que el Viejito Pascuero y el Amigo Secreto le disputaban la importancia al niño Jesús.  ¡Juegos de niños! ¡Qué importa ser niños! Importará, sí, que antes que termine el mundo haya al menos un adulto que sepa que en la noche de Navidad hubo seres humanos que tuvieron que definirse: ¿creyeron o no creyeron en la inocencia? ¿Creyeron que la paz proviene de la justicia y del perdón, y que la única religión verdadera es la del amor?

Pero, ¿es inmortal el amor? Tomar en serio esta pregunta merece máximo respeto.  La fe en Jesús, la fe en “el amor”, es fe y no se fuerza. ¿Quién podrá decirles a los padres de los niños asesinados estos días en EE.UU. o a los refugiados que huyen de la violencia en el Congo que crean que “Dios es amor”? ¿Hubo alguien que pudo consolar a las madres de los inocentes eliminados por Herodes en tiempos de Cristo?

La noche de Navidad tiene un alcance mayor. No es cosa solo de cristianos. Admirar a Jesús en el pesebre equivale a creer que el amor efectivamente revoluciona la realidad. Que vaya a triunfar en la vida eterna podría ser una forma de escape, suele serlo, cuando en el presente no se ama.

Lo que tenemos delante de los ojos es a un niño mortal, representante de la mortalidad de todos sin distinción.  Su mortalidad alude a la eternidad, pero no a cualquiera. Pues si el cristianismo reclama alguna inmortalidad, solo puede reclamarla para un Jesús que nació pobre y murió por los pobres; para el grito de los inocentes que en esta vida tal vez no lleguen a entender nunca que Dios los ama. Porque en Navidad  los cristianos no celebramos simplemente que la esperanza haya entrado en la historia, sino que esta es esperanza en un crucificado. Porque en Dios cree cualquiera. Cualquiera puede también no creer en Dios. Esto y aquello interesa poco. Lo único  decisivo es creer que los que se tienen por “inmortales” perecerán en Sudamérica como perecieron los cristianos en Asia Menor y que los inocentes, sus víctimas, no morirán jamás;  creer que esta tierra es para compartirla y gozarla con toda la humanidad.

Esta Navidad, ¿qué tipo de cristianismo nos traerá de regalo el niño Jesús?

Hermandad chileno – peruana

Ha sido dolorosa la relación con los peruanos. Nosotros chilenos preferimos no recordar, tal vez nunca siquiera hemos caído en la cuenta de lo tremendo que debe ser que hayamos invadido el territorio peruano.

Terminada la guerra quedaron en la memoria de los pueblos algunos hechos gloriosos. La mayoría, sin embargo, son hechos lamentables que aún duelen a nuestros vecinos cuando los recuerdan. Ellos, lo sabemos, nos quieren poco. Muchos no nos quieren, quizás la mayoría. No todos, también lo sabemos. Quienes tenemos amigos o amigas peruanas no los perderíamos por nada del mundo. Los peruanos son gente de primera. Las heridas siempre quedan, pasan de una generación a otra. Pero estas no tienen la fuerza de contaminar el cariño que ha nacido entre nosotros.

Los últimos años -hablemos  ya de décadas- la inmigración peruana en Chile ha sido una ocasión para conocernos mejor y querernos. Los inmigrantes compiten con los nacionales por puestos de trabajo. Nada nuevo. Se da en todas partes del planeta. Por eso se dan fricciones. Palabras hirientes. Recelos. Pero esta cara triste de la realidad no oscurece lo positivo.

Muchas mujeres peruanas han cuidado con amor y han educado a niños chilenos. Estos han llegado a quererlas entrañablemente. Han aprendido de ellas a hablar, a expresarse bien; han memorizado historias de tierras lejanas y más de una rareza que alguna vez en la vida los niños recordarán con simpatía.

Hay niños peruanos que estudian en colegios chilenos. A veces son discriminados. Incluso en estos casos, a poco andar, se generan entre los compañeros de curso lazos de amistad notables. Ocurre también, y a menudo, que nacen niños chilenos de padres peruanos. Se dan familias en las cuales hay de todo. Y no faltan los matrimonios mixtos. Matrimonios felices y difíciles como en todas partes.

Incluso en el plano religioso los chilenos hemos recibido el influjo peruano. A los católicos chilenos nos impresiona la piedad de nuestros hermanos peruanos. El Señor de los Milagros, San Rosa de Lima, por no hablar de los místicos laicos como Vallejo. No me detengo en la literatura y en la comida. Sería largo considerar cómo los peruanos nos han alegrado la vida.

Es triste ver reducidas nuestras relaciones con Perú a una cuestión de guerras y fronteras. Esta es una realidad problemática que no podemos ocultar. El problema existe. Pero también existen otros aspectos de una relación que debiera fortalecerse aún más.

Tal vez ahora nos toque perder a los chilenos. Los debates en torno a la frontera marítima que tienen lugar en La Haya serán irritantes. Comienzan a serlo. Dudo que haya un ganador absoluto de la contiende jurídica. Espero, sí, que ambos países, puesto que han aceptado el tribunal, acepten también su fallo. Espero, sobre todo, que esta contienda remueva un obstáculo a la concordia y favorezca relaciones entre personas que, para los cristianos, han de ser  relaciones fraternas.

Ataque frontal contra el "Dios" Mercado

Jesús atacó sin contemplaciones a Mammon, el “dios” dinero, y confrontó a los ricos cara a cara (“Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su recompensa”). Los obispos de Chile en su Carta Pastoral no han ido tan lejos, pero no han sido tibios para atacar frontalmente al más grande de los “ídolos” de nuestra época: el mercado.

 Los ídolos son realidades creadas, es decir, no divinas, que cumplen una función, a veces indispensable, en la vida humana. Pero, cuando se les concede un valor absoluto, terminan por reclamar a las personas sacrificios inhumanos.

 El Mercado, en nuestro tiempo, se ha convertido en “ídolo”. En el plano económico el mercado consiste en un mecanismo de intercambio muy práctico. Las personas, por medio del dinero, intercambian entre ellas bienes y servicios sin que haya un “tercero” que pudiera hacerlo en su lugar, lo cual podría complicar mucho las transacciones. Si las personas intercambian directamente lo pueden hacer con mayor agilidad y libertad. ¡Supuestamente…! En realidad, lo hacen con niveles bien disparejos de libertad. Porque, si una persona tiene a su familia hambrienta, se dejará contratar por un salario misérrimo. Porque, además, a través de la publicidad las grandes empresas dirigen las elecciones de las personas con mecanismos sofisticados de manipulación. Las personas creen que eligen. En realidad, compran, se endeudan para comprar. Eligen como ratoncitos de laboratorio. Y se convierten en esclavos de sus deudas.

El Mercado en Chile, dados los pocos controles estatales y legales con que funciona, es un “Dios” todopoderoso que rige la vida de las personas y, poco a poco, va infiltrando con su lógica intercambiaria otros ámbitos de nuestra vida: el profesor trabaja por plata, la farmacia fijas precios usureros, etc.; o la gratuidad va dejando espacio en las relaciones de amor al criterio del “pasando y pasando”. ¡Fatal!

 A continuación cito algunos párrafos de la Carta Pastoral que no llaman a eliminar al Mercado, pero lo atacan despiadadamente en cuanto “ídolo” que nos está haciendo un daño enorme. ¿Quién y cómo se lo controlará? La pregunta queda planteada. Ella merece una respuesta personal y social, individual y política.

Chile ha sido uno de los países donde se ha aplicado con mayor rigidez y ortodoxia un modelo de desarrollo excesivamente centrado en los aspectos económicos y en el lucro. Se aceptaron ciertos criterios sin poner atención a consecuencias que hoy son rechazadas a lo ancho y largo del mundo, puesto que han sido causa de tensiones y desigualdades escandalosas entre ricos y pobres. Por promover casi exclusivamente el desarrollo económico, se han desatendido realidades y silenciado demandas que son esenciales para una vida humana feliz. La tarea central de los gobiernos parece ser el crecimiento financiero y productivo para llegar al tan anhelado desarrollo. Tal vez hemos tenido la ilusión de que del mero desarrollo económico se desprenderían en cascada por rebase todos los bienes sociales y humanos necesarios para la vida. Ese modelo ha privilegiado de manera descompensada la centralidad del mercado, extendiéndola a todos los niveles de la vida personal y social. La libertad económica ha sido más importante que la equidad y la igualdad. La competitividad ha sido más promovida que la solidaridad social y ha llegado a ser el eje de todos los éxitos. Se ha pretendido corregir el mercado con bonos y ayudas directas descuidando la justicia y equidad en los sueldos, que es el modo de dar reconocimiento adecuado al trabajo y dignidad a los más desposeídos. Hoy escandalosamente hay en nuestro país muchos que trabajan y, sin embargo, son pobres.

 La economía ha ocupado una centralidad en desmedro de otras dimensiones humanas. Se han desarticulado muchas redes sociales, se ha acentuado la competitividad, se han descuidado los aspectos políticos de la realidad, se ha afectado el fondo de la vida familiar.

 La participación en el consumo febril es más importante que la participación cívica o la solidaridad para la realización de las personas. Se presenta ese consumo como lo único capaz de dar reconocimiento público y felicidad. Todo se convierte en bien consumible y transable, incluida la educación. Es natural que en este cuadro los menos favorecidos en el presente se sobre endeuden hasta lo inhumano para participar del producto del desarrollo, destruyendo por ese camino el bienestar familiar e hipotecando su futuro. Se trata de una nueva forma de explotación que termina favoreciendo a los más poderosos y aislándonos.

 En esta concepción del desarrollo tan fuertemente orientada por el mercado, es natural que el Estado vaya cediendo muchas de sus funciones y pierda sus instrumentos de intervención hasta convertirse sólo en un ente regulador. Incluso esta misma función reguladora se ve disminuida porque se considera finalmente que toda regulación imposibilita la eficiencia y la libertad del mercado. El Estado ha quedado con las manos atadas para la prosecución del bien común y sobre todo para la defensa de los más débiles.

 Con eso, la subsidiariedad que puede focalizar adecuadamente la acción estatal se entiende mal y se desarticula así la correcta relación entre lo privado y lo público. En todas las esferas de la vida se ha privilegiado excesivamente lo privado por sobre lo público. Quienes están más desfavorecidos en el mercado quedan desamparados y padecen esta ausencia del ente que debe velar por el bien común. La carencia de adecuados controles en un mundo competitivo se ha prestado a fuertes abusos, tal como lo hemos podido experimentar en nuestro medio.

 En un país marcado por profundas desigualdades resulta extremadamente injusto poner al mercado como centro de asignación de todos los recursos, porque de partida participamos en ese mercado con desigualdades flagrantes. El barrio en que vivimos, el colegio y la universidad en que estudiamos, la redes sociales que tenemos, el apellido que heredamos, distorsionan radicalmente lo que en teoría debería ser un escenario donde todos tengamos las mismas oportunidades. La partida desigual y la competencia descontrolada no hacen sino ampliar la brecha cuando se llega a la meta. El resultado final es que nos encontramos en un país marcado por la inequidad.

 En este contexto social, el “lucro” desregulado, que adquiere connotaciones de usura, aparece como la raíz misma de la iniquidad, de la voracidad, del abuso, de la corrupción y en cierto modo del desgobierno (22).

 A todo lo anterior habría que añadir que una avanzada tecnología manejada por el mercado y orientada primordialmente al crecimiento económico, puede tener efectos gravísimos para la conservación de la naturaleza que es nuestro hábitat. Esto no sólo es grave en sí mismo sino que destruye el futuro y es muy doloroso para las culturas ligadas a la tierra, como son las de los pueblos originarios de nuestro país, que consideran a la tierra como a una madre.

El Vaticano II en América Latina

Se cumplen 50 años del inicio Concilio Vaticano II. Los cambios que este concilio produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber despejado la posibilidad de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas… Digo “despejado”, porque lo que ha brotado como real no siempre ha podido prosperar.

El Vaticano II impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el concilio entendió lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo debe importarle como cosa propia.

¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa. La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: OPCIÓN DE DIOS POR LOS POBRES. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como una dimensión de sí misma. La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales.

Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Se ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). ¿No podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por vocación. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva y única en la historia de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia original de Dios.

La Iglesia necesita cambios. El Cardenal Martini, al momento de su muerte, ha señalado que la Iglesia está atrasada 200 años. ¿No sería la crisis actual la ocasión para que la Iglesia Latinoamericana pida que los cambios se hagan “desde los últimos”?

Novedad e impacto del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II ha sido una de las reuniones episcopales más importantes en la historia de la Iglesia. Entre estas, destacan los concilios que tuvieron lugar en Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (449), Calcedonia (451), Constantinopla (553) y Constantinopla (680); posteriormente Trento (1545) y Vaticano (1869). El Vaticano II (1962-1965) tiene la particularidad de reunir obispos de todos los continentes. Pero, sobre todo, es importante por los temas que abordó, y el modo y la actitud con que lo hizo. La Iglesia de esos años levantó la mirada y, en vez de defenderse ante un mundo moderno que le era hostil, entró en diálogo con él en vista de anunciarle el Evangelio en términos culturalmente actualizados.

 Entre los cambios más notables que el Concilio Vaticano II impulsó, está el de haber exigido una reforma litúrgica cuya clave pasó a ser la participación en ella de los fieles (Constitución Sacramentum Concilium). Si hasta entonces se destacaba el carácter mistérico de la Eucaristía, que subrayaba la actividad del sacerdote y se basaba en una estricta separación entre lo profano y lo sagrado, la nueva liturgia pudo celebrarse en las lenguas que los participantes podían comprender. Desde entonces se abandonó progresivamente el latín. La presencia de Cristo en ella dejó de concentrarse en la hostia consagrada, reconociéndosele presente, además, en la misma Palabra de Dios y en la comunidad.

 En estrecha relación con la liturgia, el Concilio facilitó el acceso del pueblo católico a la Biblia (Constitución Dei Verbum). Hasta entonces, tras la crisis de la Reforma de Lutero, la Iglesia Católica puso demasiadas cautelas a la posibilidad de leer la Sagrada Escritura sin intermediarios. El Vaticano II, en cambio, abrió esta posibilidad como si no tuviera ningún temor a que esta fuera mal interpretada. El Concilio levantó definitivamente las precauciones que habían inhibido a los teólogos católicos de investigar las Escrituras con los métodos modernos y despejó a la Iglesia la posibilidad de muchas lecturas. Así, la Sagrada Escritura recuperó en el suelo católico la preeminencia que nunca debió perder

 En la Constitución Lumen Gentium la Iglesia se autodefinió en términos de “sacramento” y de “pueblo de Dios”. Por una parte, ella misma quiso ser un “sacramento”, es decir, “un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Con lo cual su presencia en el mundo también habría de ser significativa para la justicia y la paz. Por otra parte, en cuanto “Pueblo de Dios”, se quiso enfatizar la igualdad fundamental entre todos los bautizados. En adelante, el sacerdocio ministerial ha debido ponerse al servicio de la actualización del sacerdocio común de los fieles. Asimismo, la Iglesia del Concilio ha querido mirar a las otras iglesias, credos y culturas en términos respetuosos y amistosos. No obstante las diferencias reales en cuanto a conocer o no conocer al Dios de Jesucristo, en última instancia, lo decisivo ha pasado a ser la caridad. Puesto que Dios ha amado a la humanidad en Cristo, el amor entre los seres humanos hace de “sacramento” de la misma salvación. Sin amor, aun los católicos se apartarían de la salvación. Con amor, por el contrario, incluso los no creyentes accederían a Dios. En lo inmediato, la Iglesia intensificó el trabajo ecuménico (con las otras iglesias cristianas) y el diálogo interreligioso (con las otras religiones).

 Con esta batería de conceptos teológicos, el Concilio quiso comprender la relación de Iglesia con el mundo en términos de diálogo, y no de confrontación (como no lo había sido en el último siglo). Con la Constitución Gaudium et Spes, la Iglesia quiso responder a los signos de los tiempos, entre los cuales los cambios a todo nivel –cambios, por lo demás, acelerados-, parecían la principal característica de la época. El documento abordó los temas angustiosos y candentes, tratando siempre de ofrecer una respuesta humanamente razonable, haciendo discernimiento de ellos de acuerdo a su conocimiento de Cristo. La Iglesia, en este texto, no solo tuvo una relación cordial con el mundo, sino que ella misma se consideró parte de este mundo y, en consecuencia, tal discernimiento de lo humanizante y de lo deshumanizante tuvo que hacerlo consigo misma.

 Este documento tuvo un impacto enorme en la Iglesia latinoamericana. Los obispos reunidos en Medellín (1968), de un modo semejante a como lo hicieron los obispos en Roma, observaron la realidad de nuestro continente y declararon que el signo de los tiempos era aquí una pobreza injusta y masiva. En las sucesivas conferencias de Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), la Iglesia del continente insistió en el valor decisivo de su “opción preferencial por los pobres”. Este es el nombre, dicho en pocas letras, de la recepción del Vaticano II en América Latina.

 Las demás constituciones y decretos, en muchos casos, han sido comprendidos en la perspectiva de esta opción, con lo cual ha comenzado a surgir en esta parte del planeta una Iglesia propiamente latinoamericana. Esta ha querido ser la “Iglesia de los pobres”, presente en comunidades de bases en los barrios populares, en las cuales la celebración eucarística ha cobrado una importancia decisiva para la participación de los fieles, pues en ellas ha sido posible comprender sus vidas a la luz de la lectura de la Palabra de Dios.

 No se puede pasar por alto que la Iglesia universal, a poco del término del Concilio, puso freno a una serie de iniciativas que parecieron muy audaces. Se ha vuelto, a veces, a actitudes y planteamientos pre-conciliares. Karl Rahner, destacado teólogo alemán, llegó a hablar de un “invierno eclesial”. La Iglesia latinoamericana, como las iglesias de Africa y Asia, no ha podido realizar una auténtica inculturación del Evangelio. Ella continúa siendo muy occidental y, en particular, muy romana. Pero, a largo plazo, nuestra esperanza es que el futuro del cristianismo en América Latina consista en una inculturación del Evangelio realizada desde los pobres. En esta clave, pensamos, debieran abordarse los otros grandes asuntos: la secularización, la integración de la mujer, los cambios en la religiosidad, los reclamos ecológicos y las demandas de los pueblos originarios.

Vaticano II y signos de los tiempos

Hace cincuenta años, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. En 1959 el “papa bueno” encendió una fogata solo comparable a los concilios de Jerusalén (siglo I), Nicea (siglo IV), Calcedonia (siglo V) y Trento (siglo XVI).

 Su realización no fue fácil. Uno tras otro, los documentos preparados por la curia romana fueron descartados. La teología de que dependían no sirvió ya para comprender la época. El Papa abrió la ventana al pensamiento de una generación de teólogos que por esos años ya destacaban, aunque algunos de ellos habían sido sancionados. Los nuevos expertos profundizaron en el dogma del alcance universal de la salvación en Cristo y en la actuación histórica del Espíritu Santo. Se otorgó un estatuto positivo a la historia humana. El mundo, en principio «salvado», debió considerarse lugar de la redención actual de Dios. Lo decisivo para la salvación, en esta óptica, pasó a ser el amor.

 La Iglesia del Vaticano II miró el mundo con ojos nuevos. Por los rieles tendidos por el primer concilio Vaticano (siglo XIX) que había exigido compatibilizar la fe y la razón, este segundo concilio Vaticano, en vez de condenar los cambios culturales y los resultados de las ciencias modernas, quiso comprenderlos. Y, yendo aún más lejos, en vez de fijarse en los errores de los no cristianos, miró a estos con simpatía, quiso dialogar y aprender ellos.

Fue una revolución teológica que implicó una recomprensión de la Iglesia. Esta tomó mayor conciencia de ser “sacramento” y “pueblo de Dios”. Con lo primero se indicó que la Iglesia debía ser signo e instrumento de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Con lo segundo, ella se ubicó en un plano de humildad, caminando con toda la humanidad hasta el final de la historia.

Desde entonces, el Vaticano II ha dividido las aguas entre quienes desean cambios en la Iglesia y los que no. Pero es difícil situar a unos aquí o allá. Los documentos del Concilio fueron aprobados por abrumadora mayoría. Su recepción entre los fieles también ha sido muy mayoritaria. En cualquiera de los católicos, sin embargo, pueden aflorar actitudes pre-conciliares, dependiendo del asunto de que se trate. Pero cuando ellos deploran el mundo sin más, rechazan lo fundamental del Concilio.

Esta postura se evidencia en ideas intolerantes o sectarias. Así, algunos creen que si la Iglesia posee la verdadera salvación, a los otros –miembros de otras religiones o etnias, los agnósticos o los ateos, modernos o postmodernos– solo cabe convertirse al cristianismo. Probablemente, muchos no se identifiquen con esta postura. Pero, en línea con ella, se suele dar una concepción de la relación de la Iglesia con el mundo de tipo unidireccional de enseñanza-aprendizaje que, sin mala voluntad, los católicos traducen en exigencias de comportamientos o en acciones que los no católicos perciben como impositivos. Y, cuando no se trata de imposición sino de defensa, los mismos católicos enfrentan a la Iglesia con la época, como si la Iglesia tuviera a la época delante de ella, y no dentro de ella. Los que piensan de este modo, no reparan en el alto costo que tiene el repudio de la propia humanidad.

 La postura conciliar, en cambio, entiende que la Iglesia ha participado de la salvación del mundo. Ella, por tanto, debe discernir en la ambigüedad de las acciones humanas los signos de los tiempos inspirados por Dios. Esto, en el supuesto de que los católicos no tienen “la verdad”. Tienen a Cristo, pero como Evangelio que, vitalizando a la humanidad sin exclusión, obliga a explorar con todos las vías de la conversación y comunión universales.

A cincuenta años de la convocación del Vaticano II, cabe discernir nuevos signos de los tiempos: la libertad y el pluralismo, la operación de los medios de comunicación, la informatización del conocimiento, los despliegues de la tecnociencia, la economía del crecimiento ilimitado, el cambio de paradigma en la moral sexual, las metamorfosis de la religiosidad y la sustentabilidad ecológica de la Tierra. La aceptación del concilio exige –a diferencia de la mirada condenatoria– descubrir en estos acontecimientos la voluntad del Creador de unos y otros.

La crisis del sacerdote

La actual crisis de la Iglesia afecta al sacerdote. El sacerdote está en crisis, puede estarlo y puede incluso ser conveniente que lo esté. Hay casos y casos. La crisis tiene que ver con la ruptura entre fe y cultura detectada por Pablo VI, con la crisis institucional que afecta a la Iglesia (como a otras instituciones de esta época) y con la desconfianza que despierta el sacerdote (por los escándalos de abuso espirituales, psicológicos y sexuales).

 Todo esto, sin embargo, es ocasión de un crecimiento espiritual significativo para los mismos sacerdotes. Tengo las siguientes razones para pensarlo:

 1)      La investidura sobrenatural del sacerdote ha podido cubrirlo de un orgullo sacro que no corresponde a la humildad evangélica. En la medida que ya no cuente con este tipo de orgullo, podrá trasparentar mejor el Evangelio.

 2)      La investidura sobrenatural del sacerdote encandila a muchas personas, privándolas de la autonomía que caracteriza especialmente a los adultos. En tanto el sacerdote no enceguezca a nadie con su prestancia podrá cumplir mejor su misión de hacer crecer a las personas en conciencia y libertad.

 3)      El nuevo planteamiento crítico/adulto de los católicos ante la Iglesia recordará al sacerdote que su sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles.

 4)      La exposición a la mirada cauta de las personas sobre él le obligará a reconocer límites entre ambos. Esto facilitará establecer entre ellos relaciones formales que encaucen debidamente la expresión ideas y la manifestación de afectos. El amor entre el sacerdote y las personas podrá ser más intenso y honesto, libre de confusiones y dependencias malsanas.

 5)      Las sospechas y aprensiones que despiertan en la gente su condición sacerdotal le harán participar de la suerte de tantas personas a las que se las desprecia siendo inocentes. El tiene culpas personales, pero la manera como se da hoy el sacerdocio y los graves abusos cometidos por otros sacerdotes no son responsabilidad suya. Por tanto, él debe tomar el maltrato como una injusticia, con lo cual se verá forzado a conectarse con la injusticia del mundo. Sin este contacto nadie está capacitado para ser sacerdote.

 6)      El sacerdote, al verse obligado a poner entre paréntesis su “rol oficial”, podrá asomarse a su propia humanidad y conectarse con la vida del común de las personas, siempre vulnerable y frágil, siempre necesitada de cura y de perdón. Así podrá aprender mejor de la vida y podrá predicar también más desde la vida que desde sus conocimientos estudiantiles.

 7)      La crisis obligará al sacerdote a recordar, reconocer o descubrir que su vocación al sacerdocio es cosa de Dios antes que suya propia. Tendrá que entender por fin que su vocación sacerdotal no es natural ni merecida.

 8)      El sacerdote, no pudiendo aferrarse a su sacralidad o a su prestigio social estará más obligado a depender de Dios. A Dios, por otra parte, le será más fácil hacerle comprender qué es realmente la vida, especialmente la de quienes son humillados en su dignidad y difamados; y podrá, en definitiva, ejercer con pertinencia su labor de conductor, de liturgo y de educador.

 9)      El sacerdote tendrá que ser culto. Habrá de estar al día en teología y atender de cerca los signos de los tiempos, lo cual se consigue estudiando y leyendo. El sacerdote ignorante desorienta. Puede ser incluso un peligro. Los laicos son hoy más cultos y más críticos que antes. No aceptarán de él cualquier respuesta o prédica. Ellos le preguntarán por lo que significa hoy el Evangelio para sus vidas. El, por su parte, tendrá que explicar cómo ha de entenderse la doctrina de la Iglesia de modo que traduzca el Evangelio en Buena noticia, en vez de ser ella una enseñanza rara o un factor de culpa.

 10)  En la medida que el sacerdote crezca en conciencia de que es Dios quien sostiene su vocación sacerdotal, tendrá que darse cuenta de que no es omnipotente y, por tanto, que no debe tratar de serlo ni de parecerlo. Liberado de ambos males, con su debilidad y su ignorancia estará en mejores condiciones de ser sacramento de la pasión de Cristo; como verdadero ser humano compartirá la impotencia de los crucificados de la vida, los entenderá “con el estómago” y los representará valientemente delante del Creador.

 11)  En la medida que el sacerdote pueda comprobar exactamente en qué estriba su vocación y en qué no; si vuelve a responder al llamado primero del Señor y termina con la rutina en que ha se ha convertido su vida; si pierde las falsas seguridades en que se había asentado su vida, triunfará sobre miedo y ganará libertad para jugarse por entero por los pobres (pobres materiales, pobres fieles y pobres infieles). Adquirirá libertad como para cumplir una función profética incluso ante las autoridades de su Iglesia.

 12)  Todo lo anterior debiera convertir al sacerdote un ser humano auténtico, lo cual no significa otra cosa que vivir el bautismo a un grado radical. Esto significa que ha de ser un hombre como lo fue Jesús, digno como cualquier hijo de Dios y hermano de cualquier persona que nace en este mundo. El sacerdote que actualice su bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, no tendrá que pedir reconocimientos de autoridad ante nadie. Al ver su autenticidad, los demás reconocerán espontáneamente su autoridad.

 13)  Un sacerdote auténtico podrá amar a rienda suelta. Su autoridad, en definitiva, no le vendrá más que de amar. Podrá establecer relaciones de amistad con mujeres sin “cartas tapadas”. Sus amistades con mujeres le harán más humano, más hombre. Podrá, en general, establecer relaciones cariñosas simétricas y asimétricas según las distintas edades, las que le llenaran el corazón de ese amor del que nadie puede prescindir sin renunciar a Dios mismo.

El dulce regreso de la Teología de la liberación

De la Teología de la liberación se ha dicho que murió; que se la eliminó; que hoy no tiene nada más que ofrecer; que es una herejía que la Iglesia condenó. Se dijo también que algún día regresaría porque su fondo era cristianismo puro

 Lo que nunca nadie imaginó fue que un “teólogo de la liberación” llegara al más alto puesto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la institución que vela por la ortodoxia en la Iglesia Católica. Benedicto XVI ha nombrado en el cargo –silla que él ocupó hasta antes de ser Papa- a Gerhard Ludwig Müller. ¿Cuestión de decadencia en la Iglesia, dirán algunos? ¿El Anti-Cristo…?

 No se puede decir que G. L. Müller sea un “teólogo de la liberación” tal cual los latinoamericanos. El es europeo y sus preocupaciones son también otras. Su experiencia pastoral y teológica en América Latina, sin embargo, le ha hecho amigo de Gustavo Gutiérrez, el “padre de la Teología de la liberación”, con quien es co-autor de la obra Del lado de los pobres. Teología de la liberación (Lima 2005), y de varios otros teólogos de nuestra región.

 Según Mons. Müller la Teología de la liberación es teología católica. Afirma: “En mi opinión, el movimiento eclesial y teológico que bajo el nombre de ‘teología de la liberación’ surgió en Latinoamérica luego del Concilio Vaticano II con repercusión en todo el mundo, debe contarse entre las más importantes corrientes de la teología católica del siglo XX”. Más adelante en el mismo libro: “la teología de la liberación no es una sociología decorada con religiosidad ni un tipo de socioteología. La teología de la liberación es teología en sentido estricto”.

 El nuevo Prefecto de la Congregación para la Fe habla en términos generales, lo cual equivale a decir que es “católico” que una teología intente formular la fe y que, en el intento, unos ensayos resulten mejores que otros. Así se entiende que el Cardenal Ratzinger en 1984 haya publicado un documento muy crítico hacia ella y, dos años después, en 1986, haya publicado otro documento en el que acoge sustancialmente su aporte. Así podría entenderse que después de haberse limitado drásticamente su desarrollo, ahora comience a vérselo con buenos ojos.

 ¿Qué está realmente en juego? Puesto que se reconoce a la Teología de la liberación como una teología que aporta a la comprensión cristiana de Dios, la Iglesia ha de sacar las consecuencias de su propia fe en el Dios de los pobres. A saber, teológicamente hablando, que este Dios exige a los cristianos “optar por los pobres”. Recientemente en Aparecida/ Brasil (2007), Benedicto XVI dio un martillazo sobre este mismo clavo. Aseguró que la “opción por los pobres” es inherente a la fe en Cristo. Dicho sub contrario, no se puede ser “cristiano” si no se toma partido por los pobres en contra de la pobreza.

 Además, la Teología de la liberación, como teología católica que es, urge a la Iglesia a convertirse en la “Iglesia de los pobres”. Esto no solo es legítimo afirmarlo. Ya lo decía Hurtado, por lo demás. Igualmente su amigo el obispo de Talca Manuel Larraín. La Teología de la liberación, con pleno derecho, pide a los católicos una conversión a la austeridad en favor de los empobrecidos. Caridad, lucha contra la injusticia, olfato solidario… Y, sobre todo, esta teología demanda a la Iglesia que mire el mundo con los ojos de los pobres, que en ella se considere su modo de sufrir, su capacidad de lucha y de espera. Esta es la Iglesia que brotó en los barrios populares –Esteban Gumucio, Enrique Alvear, Elena Chain y las anónimas monjas de población…-, una Iglesia alegre, libre, participativa, compasiva, con apertura a la totalidad de la vida humana y exigente sociopolíticamente hablando. Cristianos y cristianas con sentido común para interpretar en conciencia las exigencias doctrinales del cristianismo. En suma, comunidades y personas creativas que, en tiempos revueltos, van abriendo a otros caminos de amor y de justicia.

 ¿No consistirá el nombramiento de Mons. Müller en una especie de “vuelta de carnero” del Vaticano para enfrentar el desprestigio que lo agobia? Lo dudo. No veo por qué haya que pensar mal. ¿O fallaron los controles de rigor como ocurrió con el lefebvrista William Richardson, negacionista del Holocausto, a quien por un reconocido error se le levantó la excomunión? No puedo creer que el Papa haya ignorado la enorme simpatía que Müller muestra en sus obras por la Teología de la liberación (cf. Dogmática. Teoría y práctica de la teología, 1998) como para nombrarle en un cargo tan importante.

 No sé bien qué pensar. Talvez haya otros aspectos que desconozco y que, sumando/restando, hacían conveniente esta nominación. El hecho es que en estos momentos la Teología de la liberación navega con viento a favor.

La simpatía del nuevo prefecto por la Teología de América Latina

He revisado la obra más conocida de Gerhard L. Müller, el nuevo Prefecto de la Congregación para la Fe, y nuevamente me sorprende su concepto tan positivo de la Teología de la liberación. Tal vez los teólogos latinoamericanos querrían que se destacaran otros aspectos. Pero sin duda admitirán la descripción que Müller hace de ella y celebrarán la enorme simpatía que le despierta.

Cito a G.L. Müller:

La teología de la liberación latinoamericana ha desarrollado una forma específicamente moderna de la soteriología. Se fundamenta en el hecho de que Dios ha creado a los hombres a su imagen y semejanza y de que su Hijo ha sido entregado a la muerte en favor de los hombres para que se pueda experimentar a Dios como salvación y como vida en todas Las dimensiones de la vida humana. La teo­logía de la liberación critica todos los dualismos y destaca que Dios no espera al hombre más allá del cosmos ni se encuentra con él en una interioridad desliga­da de las realidades exteriores. Es, por el contrario, el Dios que ha creado al mun­do y al hombre en su modo de realización espiritual-material. Se acerca al hom­bre en la unidad de la creación, de la historia y de la consumación esperada. En la soteriología se refleja la participación activa, cambiante y práctica, en las acti­vidades liberadoras globales abiertas por Dios. La soteriología es, pues, también, y a la vez, soteriopraxis. El creyente participa, comprendiendo y actuando, en el proceso de cambio de la historia que Dios ha abierto en la actividad salvífica de Jesús.

 La teología se desarrolla a través de un triple paso metodológico: en primer lugar, en la fe participa activamente el cristiano en la praxis divina de la libera­ción del hombre para salvaguardar su dignidad y su salvación; en el segundo paso, llega, a la luz del evangelio, a una reflexión crítica y racional de la praxis; y, final­mente, en el tercer paso, acomete la modificación críticamente meditada de la rea­lidad empírica. Cambia la realidad experimental para orientarla en dirección a una liberación del hombre que le lleve hasta su propia libertad. Ésta sería, en efecto, la meta del reino de Dios en tierra. De aquí se sigue una opción en favor de Los pobres y de todas aquellas personas a quienes les ha sido arrebatada su dignidad humana. La actividad liberadora de Dios se propone, según esta teología, convertir al hom­bre en sujeto. El hombre no sería mero receptor pasivo de la liberación. Su digni­dad personal consiste en haber sido llamado a colaborar en el proceso divino de la liberación. La Iglesia en su conjunto debe convertirse en portadora, señal e ins­trumento de un proceso universal de liberación que incluye a la humanidad ente­ra. Este proceso tiene en la acción liberadora de Dios en Jesucristo su primer ori­gen y su referencia definitiva.

 Se interpretan como liberación las acciones salvíficas de Dios, tal como están testificadas, por ejemplo, en la experiencia del éxodo. Estas acciones liberadoras habrían alcanzado su punto culminante en la historia en el acto de la liberación de Cristo. Jesús habría muerto en la cruz para manifestar el amor de Dios libera­dor y transformador del mundo frente a la resistencia de los pecadores. A través de la muerte en cruz de Jesús, Dios ha cualificado al mundo como el campo en el que debe implantarse e imponerse la nueva creación. Por tanto, esta cruz sería la revelación escatológica de la opción de Dios por Los pobres. Dios se compromete­ría en favor de los oprimidos, para llevarlos a la libertad y para permitirles parti­cipar en el proceso de implantación de la salvación prometida a todos los hombres. En la resurrección de Jesús habría demostrado Dios qué es, propiamente hablando, la vida y cómo puede trasladarse la libertad a las situaciones existenciales reales y concretas mediante un poder-estar-ahí por y para los otros. Dios se mostraría así como el Padre de todos los hombres, como su hermano en Cristo y como su amigo en el Espíritu Santo.

 Es perfectamente legítimo entender la teología de la liberación como la trasla­ción, adecuada a una época, de la soteriología al horizonte de la historia de la liber­tad contemporánea. Empalma estrechamente con la nueva definición de la Igle­sia -de base cristológica y soteriológica- como sacramento de la salvación del mundo y como señal e instrumento del reino de Dios, formulada por el concilio Vaticano en la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen Gentium y en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et Spes (cf. LG 1; GS 1, 10,22 et passim).

 Cita de Gerhard Ludwig Müller, Dogmática. Teoría y práctica de la teología, Herder, Barcelona, 1998, 383-384.

El lento triunfo de la Teología de la liberación

La Teología de la liberación, como asegura G. L. Müller, es teología católica. El nuevo Prefecto de la Congregación para la Fe habla en términos generales, lo cual equivale a decir que es “católico” que una teología intente formular la fe y que, en el intento, unos ensayos resulten mejores que otros. Así se entiende que el Card. Ratzinger en 1984 haya publicado un documento muy crítico hacia ella (al menos a lo que él entendió por ella) y, acto seguido, haya publicado otro documento en el que acoge sustancialmente su aporte (1986). Este ir y venir en el pensamiento de la fe constituye a la teología cristiana en cuanto tal, y no debiera nunca dejar de ser característica suya. Por lo cual no se entiende el maltrato que han recibido los teólogos latinoamericanos del post-concilio. Pero este es ya otro tema.

Por ahora cabe destacar que es teología católica y, en consecuencia, un aporte a la teología de la Iglesia católica:

1)      Debe celebrarse, por tanto, que Dios opta por los pobres, y que esta opción debe traducirse en una opción preferencial de la Iglesia por los pobres. En Aparecida Benedicto XVI aseguró que la opción por los pobres es inherente a la fe en Cristo. En breve, no se puede ser “cristiano” si no se toma partido por los pobres en contra de la injusta pobreza. ¿Están nuestras sociedades dispuestas a renunciar a llamarse “cristianas” ya que su opción real es el consumo, la competencia, la concentración de la riqueza, todo lo cual al menor costo posible: bajos salarios y desocupación?

2)      La Teología de la liberación, en cuanto teología católica, urge a la Iglesia a convertirse en la Iglesia de los pobres. Esto no solo es legítimo afirmarlo. Ha de ser realizado. La Teología de la liberación, con pleno derecho, pide a los católicos no solo una conversión a un estilo austero a favor de los que no tienen. Los católicos deben compartir todo lo necesario para sacar de la miseria a los que viven en ella. ¡Cómo es posible que en Santiago de Chile haya gente que muera de frío en las calles, hoy que los medios sobran para evitarlo! Caridad, lucha contra la injusticia, olfato solidario… Todo esto está faltando. Pero falta lo más importante: una Iglesia que reciba de los pobres su mirada sobre el mundo, su modo de sufrir, su capacidad de lucha y de espera. Estamos, en realidad, a la espera de la Iglesia que la Teología de la liberación ha generado en los barrios populares: una iglesia alegre, participativa, compasiva, con apertura a la totalidad de la vida humana y exigente sociopolíticamente hablando. Una Iglesia con sentido común para interpretar la doctrina de la Iglesia universal y, por esto, una Iglesia que va abriendo un  camino a un catolicismo entumido.

En suma, la revalorización de la Teología de la Liberación representada en la asunción al cargo de Prefecto de la Congregación de la Fe de Müller da fuego y autoridad a la Iglesia cuando esta más lo necesita.