Archive for Jorge Costadoat

¿Conmemoración del 11? No basta: el retorno a la barbarie está a la vuelta de la esquina

La agitación continúa. ¿Qué nombre dar al 11 de los próximos días? ¿Qué nombre dar a este 11 distinto al de 50 años atrás? Se propone usar la palabra conmemoración. Estoy de acuerdo en parte, pero no en todo.

Celebrar este 11 de septiembre, como si en 50 años no hubiera pasado nada, es una locura. Incluso personas que estuvieron de acuerdo con el golpe han sufrido al ver las atrocidades cometidas contra sus mismos compatriotas. Ellos/ellas no celebrarán y lamentarán que haya personas que lo hagan.

¿Conmemoración?

Es un buen nombre. Los protagonistas de entonces, legítimamente, pueden recordar sus luchas y ser fieles a su gente. Los estudios más serios de izquierdas y derechas indican que debe respetarse el derecho de quienes están en la otra orilla a conmemorar a su manera. En cambio, la imposición de una versión oficial de lo ocurrido bloquea el avance y la reflexión indispensable en la búsqueda de la verdad y la justicia. Conmemorar tiene algo de paz pactada. Los últimos 33 años el país ha vivido de un pacto social implícito que debe ser valorado.

Conmemorar no es suficiente. La democracia requiere irrigar sus raíces culturales permanentemente. El próximo 11 es una ocasión para regar la planta de la democracia, nuestra organización política más querida y, en cierto sentido, también nuestro modo de ser. La democracia en Chile no solo es un sistema tolerante que impide que nos maltratemos entre quienes pensamos diferente. Ella es más exigente. Permite conmemorar e ir más lejos. Si de refundaciones se trata, facilita un reseteo del país a nivel del disco duro. En esto, los historiadores deben aclararnos lo más posible qué fue lo que pasó, pero lo principal no son los libros de historia, sino ser protagonistas de la historia.

¿Cómo ir más lejos? ¿Trascender? ¿Cómo conjurar la maldición de repetir la historia? El punto de partida podría ser la empatía política; esta ha de comenzar, evidentemente, por aquellas generaciones que participaron en aquel septiembre del 73, en los acontecimientos que acabaron en el desastre total. Personas de lado y lado tendrían que abrir el corazón y dejar entrar en él a aquellos y aquellas que estuvieron, y siguen estando, al frente. Es preciso permitirles que nos habiten con lo que traigan, no para juzgarlos. Necesitamos entender por qué no nos soportamos, qué nos pasa, dónde nos duele. Se necesita coraje para reconocernos como personas que pueden cambiar y cambiarnos. Este es un ejercicio espiritual que, sin embargo, no se puede forzar. El voluntarismo, en esta materia, conlleva culpar de nuevo a quienes, siendo inocentes, se los trató como culpables. Hay perjuicios irreparables que impiden perdonar o pedir perdón. Esta misma imposibilidad requiere empatía y comprensión.

Además de esta empatía horizontal se requiere una vertical. Las nuevas generaciones, sin haber sido protagonistas del golpe, también han forjado relatos con lo que han llegado a saber de los mayores. Los(as) jóvenes han de ponerse en el lugar de sus padres y madres, y viceversa. Este diálogo ya comenzó. Debe proseguir. Ellos y ellas difícilmente van a conmemorar algo que no vivieron; los mayores, por su parte, tienen que reconocerles el derecho a interpretar la historia de un modo protagónico. Hay muchas conversaciones pendientes. Son necesarias y decisivas.

Quizás a las nuevas generaciones todo esto les da lo mismo. Les rogamos que se interesen en el próximo 11 de septiembre y el de hace cinco décadas, porque la humanidad suele, lamentablemente, involucionar. El retorno a la barbarie y a las cavernas está a la vuelta de la esquina.

El Papa pone toda la carne a la parrilla

El Papa Francisco impulsa la realización de un sínodo sobre la Sinodalidad (caminar juntos unos con otros). Francisco quiere que en la Iglesia los y las católicas, autoridades y bautizados comunes y corrientes cumplan codo a codo la misión de anunciar el Evangelio mediante relaciones fraternales antes que asimétricas. El asunto de fondo es apurar la implementación de las conclusiones del Concilio Vaticano II (1962-1965), demorada y a veces incluso obstaculizada.
¿Qué se espera de este sínodo? Muchas cosas. En el Instrumentum laboris elaborado en base a las conclusiones de las iglesias regionales se contienen una infinidad de sugerencias. Al igual que el papa Juan XXIII que al convocar el Vaticano II abrió las ventanas de la Iglesia para que entrara aire fresco, Francisco deja que los asuntos más variados sean ventilados libremente. Él es el papa de la libertad. De todos aquellos, la más importante de las cuestiones es la reforma del clero, la cual comienza evidentemente en los seminarios.
¿Cómo hacerla?
El Concilio promulgó dos decretos clave sobre los sacerdotes: Presbyterorum ordinis, sobre los presbíteros, y Optatam totius, sobre la formación de los seminaristas. Ambos documentos exigieron innovaciones. Menciono dos: el deber de los sacerdotes de evangelizar antes que el de celebrar misas y, segundo, cambiar el régimen de estudios filosófico-teológicos, pues se necesitaba uno que capacitara al clero para dialogar con la época. El problema es que en estos mismos decretos persisten ideas sobre el sacerdocio que, teológicamente hablando, tiene trancado el proceso de aceptación creativa del Concilio. El cura que se siente superior a los demás gracias a su investidura sacra, que se viste, se mueve y habla de un modo más divino que humano, siempre encuentra en los textos conciliares justificaciones a su manera de actuar.
¿Cómo avanzar? Hay en el mismo concilio un texto de máxima importancia, que tiene rango constitucional, llamado Lumen gentium, que da la pista. Lo que falta es armonizar aquellos dos decretos con lo que Lumen gentium 10 dice de la relación entre los presbíteros y laicos. Este número 10 de esta constitución conciliar demanda una construcción dialéctica de la identidad de los presbíteros. Por esto, nadie debería considerarse sacerdote si no ha llega serlo mediante los demás integrantes del pueblo de Dios en todos los aspectos de su humanidad.
Lumen gentium 10 recuerda que en la Iglesia el bautismo hace de los cristianos/as sacerdotes/tizas y que, para actualizar esta condición, existen ministros que reciben el sacramento de la ordenación presbiteral. Estos han de actualizar el sacerdocio del común de los cristianos/as. Para hacerlo, a su vez, deben convertirse en personas gracias a una construcción interpersonal con el laicado.
No hay que ir muy lejos para entenderlo. Toda relación humana sana opera dialécticamente. Se estructura mediante procesos de identificación y de distanciación; de diálogo y de discusión; de crisis micro o macroscópicas. Pensemos en las relaciones en la familia entre los progenitores y los hijos/as, o entre los esposos. También en la escuela ha de haber una mímesis de los niños/as con los profesores/as y, a la vez, una capacitación progresiva de los alumnos/as para que forjen sus propias ideas. Todos comparten la misma humanidad, pero solo se llega a ser persona a través de relaciones con los mayores y con los pares.
En el caso de los curas debiera ocurrir lo mismo. Ellos tendrían que convertirse en personas al mismo tiempo que ministros. Estos deben crecer en humanidad “sinodalmente” (caminando con los laicos/as y unos junto con otros), hasta devenir conductores de comunidades y orientadores de los demás cristianos y cristianas. Por el contrario, un presbítero despersonalizado es un peligro. Los seminarios no pueden formar funcionarios de la fe eximidos de la necesidad de ser amados, controlados y corregidos. El sacerdote debiera llegar a ser tal a través de relaciones humanas con todo tipo de personas (en particular con las mujeres y los pobres); incluyendo en su experiencia de Dios la espiritualidad del común de los mortales (y no solo de los cristianos); abriéndose intelectualmente a aprendizajes que cuestionen su modo de pensar (e incluso su credo y su teología); y sometiéndose a las exigencias pastorales provenientes de un mundo que cambia incesantemente y que exige de la Iglesia palabras y gestos pertinentes (y no impertinentes).
Este mandato, implícito en Lumen gentium 10, es expresión de la tarea que el Vaticano II impuso a la Iglesia de relacionarse de otra manera con el mundo contemporáneo. El Concilio le exigió una actitud abierta y positiva hacia la historia, las culturas y los demás seres humanos. Esta Iglesia tomó conciencia de su mundanidad y, sabiéndose mundana, se propuso entender el mundo y anunciarle a Cristo en términos hondamente humanos. Desde entonces la Iglesia ha debido aceptar que cualquier persona pueda cuestionarla y, por otra parte, enseñarle a leer la Biblia con otros ojos.
El Vaticano II echó toda la carne a la parrilla. El Papa Francisco, al convocar a este sínodo, también.

Unas fichitas a las labores de cuidado

El Consejo Constitucional tocará el tema de las labores de cuidado. La iniciativa propuesta obtuvo los votos necesarios de la ciudadanía.

Dos cosas son de considerar. Estas labores son acciones inapreciables que, en segundo lugar, merecen apoyo estatal.

Vamos por partes.

Labores de cuidado son una enormidad de actividades permanentes, esporádicas o puntuales que realizan las familias, especialmente las mujeres, mediante las cuales se da ayuda a personas que no pueden valerse por sí mismas. También lo son la multiplicidad de responsabilidades domésticas.
Tengamos delante de los ojos a las madres que se ocupan de la crianza de sus hijos e hijas mientras el marido está en el trabajo: compras, consultorios, reuniones de apoderados/as, una tía enferma, el padre con Alzheimer, pago de la luz, del agua, peleas con el vecino a causa de la radio, darle el pellet al gato y lavar la ropa. Estas tareas son bastante normales, pero hay otras, que también recaen en las mujeres, y que les son especialmente ingratas: cambiar a un niño con discapacidad mental, acompañar al marido a Alcohólicos anónimos… Tareas y responsabilidades sufridas, poco comunes pero no raras, focos de vergüenza, de vergüenza inocente.

Ha sido tradicional asignarle a la esposa estas responsabilidades, aunque la situación ha cambiado. Hoy los hombres cambian pañales. Muy bien. Lo que hay que ver es que las mujeres, en la medida que trabajan fuera de la casa, no terminan de asumir como rol asignado a ellas estas y otras tareas. No tienen tregua. Fuera de la casa se les paga menos que a los hombres y adentro, tal vez porque no se les paga nada, sus esfuerzos no son suficientemente reconocidos. La pandemia transparentó esta realidad de forma cruda a nivel global.

La mirada de género permite ver asuntos que urge cambiar. Hoy estamos capacitados para darnos cuenta que nuestras culturas por miles de años adjudicaron a las mujeres unas labores y a los hombres otras, haciéndonos creer que estas asignaciones eran tan naturales como la fisonomía de nuestros cuerpos. Pero no. Lo natural, en realidad, descubrimos que era cultural. Lo que antes fue así, desde ahora puede ser asá.

El caso es que el tema será tratado por el Consejo Constitucional. Se aprobó la iniciativa nº 10.107: “Me cuidaron, cuido y me cuidarán: derecho constitucional a los cuidados”. La idea es que los derechos que esta iniciativa implica queden en el artículo 16 de la nueva constitución. Es necesario que el país cree las condiciones para que el día de mañana, en la medida que se pueda, pero al amparo y bajo el mandado de la constitución, se generen condiciones, facilitaciones, desburocratizaciones y se pongan algunas lukas para retribuir a quienes abnegadamente sostienen a la sociedad cuidando de otros. Con unas pocas fichas el Estado puede colaborar en la consecución de un bien invaluable y en dar reconocimiento a quienes han estado en las sombras por ya demasiados años. En las sombras, y sin ser cuidadas.
Porque, no debiéramos olvidarlo, hablamos de labores que no tienen precio. Exigen a veces sacrificios infinitos. Inimaginables. Se realizan por amor. Hasta sin amor. Porque antes incluso que los diez mandamientos, el primer derecho, y la primera obligación, es el cuidado de la vida.

La educación como instinto del prójimo

La educación consiste, primero, en un modo de ser caritativo y gentil con los demás. Educada es una persona que sabe que se debe a los otros/as, sea porque le agradece la vida y la humanidad, sea porque se preocupa de ellos/as, mayores, menores o pares. En segundo lugar, la educación es una tarea, una pedagogía, un empeño por urbanizarnos, por hacernos capaces de convivir con más gente.
¿Cómo estamos? Malón, al debe. Los mayores no sabemos bien qué hacer. Es triste llegar a viejos pues suele ocurrir que uno/a no se entiende con los que le siguen. El traspaso de la cultura a las siguientes generaciones siempre se ha dado con una cierta ruptura, y más de alguna vez con ingratitud. Pero nos hallamos en una circunstancia histórica inédita: los factores de orientación cultural están siendo cuestionados radicalmente: la religión y la escuela, por de pronto. ¿Cuestionados por los jóvenes? ¿Por Google? La inteligencia artificial nos puede quitar los controles de la vida tal como la conocemos.
El fenómeno se lo ha llamado anomia: falta de normas. Las manifestaciones pueden ser pintorescas, pero también enervantes. Una niña, durante la clase, sin permiso de nadie, se cambia de ropa. La profesora le llama la atención. La alumna responde de mal modo. Vienen los apoderados. Gritonean a la profesora. La directora del colegio le pide a la profesora que agache el moño, que el Ministerio, que los tribunales…
Hay otro tipo de anomia que pone los pelos de punta. Las reglas de la identidad se han vuelto corredizas. En Kínder, exagero un poco, se llama al niño y a la niña, y se les dice: “miren, ustedes pueden decidir ser hombres o mujeres”. Los párvulos se confunden. Muchos padres, madres y educadores en general están indignados.
El desorden entra a las aulas o proviene de ellas. Las ciudades están pintarrajeadas. Groserías, insultos de los peores. Orines. La barbarie vuelve a los estadios. Funas. Linchamientos mediáticos. Se ha comenzado a manejar con la bocina.
Pero asoman señales positivas. En las estaciones del Metro, tras los torniquetes, el pasajero se encuentra con tres guardias, trajes nuevos, piernas separadas, como diciéndole “se acabó la chacota”. Los directores del Metro hasta ahora han sido los culpables del deterioro del ferrocarril metropolitano, un servicio que fue magnífico. Hace años que la mala educación venía in crescendo. No se encontró nada mejor que echarle la culpa a los viajantes: “está prohibido comprar o dar limosna…”. ¿Por qué no quitan un par de guitarras? ¿Un micrófono? Requísenlos sin devuelta. En tres días se acabaría el cuento. Dos.
Hay otra señal positiva: la Comisión de expertos para la confección de la nueva constitución. Los políticos de todos los sectores, desde republicanos a comunistas, han conversado como personas civilizadas y, por esta vía, han llegado a un pre-texto que augura una reedición espectacular de la democracia. Lo que tendría que valorarse no es haber estado de acuerdo en todo, sino haberse probado que el diálogo es posible. Este debe considerarse un hito de educación cívica en la historia del país independientemente del resultado del plebiscito del próximo diciembre.
Seguramente hay más señales positivas. Son pepitas de oro.
¿Las hay en las familias? Seguramente sí. Es sobre todo la familia el lugar donde se forman los mejores sentimientos y actitudes, aunque no siempre. Por lo mismo la escuela es clave. En la familia, en la escuela y en la misma ciudad puede desarrollarse el olfato de la fraternidad. La educación es un músculo que sirve para agradecer, para pedir perdón y perdonar, para mirar con amor a la humanidad y cuidar de la naturaleza. La buena educación es un instinto del prójimo.

Cambio de obispo en Santiago

Se acerca el nombramiento del próximo arzobispo de Santiago. No debiera extrañar. Don Celestino Aós cumplió los setenta y cinco años, el Papa lo confirmó en el cargo por otros tres, por tanto el reemplazo puede darse dentro de poco. Los medios tienen alguna información. El hecho ya comienza a ser noticia.
¿Qué se puede esperar del próximo arzobispo de Santiago?
El recuerdo de la generación gloriosa de obispos del Concilio Vaticano II (1962-1965), la que luego defendió a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante la Dictadura, ayuda solo en parte. También puede desorientar. La realidad ha cambiado, y mucho, muchísimo. Si alguien ha de ser obispo en la actualidad, tendrá que serlo de un modo nuevo. La nostalgia no sirve. Sirve, en cambio, que las autoridades y los fieles de esta Iglesia levanten la cabeza y se pregunten cómo anunciar a Cristo hoy, con pertinencia, con incidencia.
¿Con qué se encontrará el próximo obispo? Se da un asunto de importancia mayor que afecta a los y las chilenas por igual, y que nadie sabe cómo se resolverá. Lo dice Carlos Peña en su último libro. “Hay una cierta ruptura entre los más jóvenes y los más viejos. El horizonte vital y la sensibilidad de cada uno es cada vez más distante”. Sigue: “O, si se prefiere, nunca como hoy la distinción entre el mundo propio de los jóvenes y lo que ellos consideran un mundo ajeno ha estado tan marcada, al extremo de que cuesta ver la línea de continuidad entre ambos” (Hijos sin padres, Taurus, 2023, 11). Los jóvenes, según parece, no necesitan de padres, madres, profesores, ni curas. Dependen de su propia subjetividad. Se autoeditan incesantemente. Siendo esto así, el mejor ejemplo de este diagnóstico es lo que sucede entre los católicos/as en las últimas décadas: la transmisión de la fe se ha interrumpido.
¿Cómo, entonces, pudiera el nuevo obispo reactivar la evangelización? ¿Qué tendría que hacer para probar que una religión milenaria todavía puede animar a sociedades en que aumentan los conocimientos a la misma velocidad que estos socavan los presupuestos culturales que las hacen posibles? Tal vez, quizás, el nuevo obispo, lo mismo que los demás, tendría que intentarlo mediante la conversación. Los y las católicas hace tiempo que echan de menos una palabra orientadora. Pero no se trata de que las autoridades eclesiales les hablen, sino que conversen. Si a las personas mayores la prédica clerical no les ayuda, les sobra o les molesta, y a los y las jóvenes les parece un discurso ininteligible o simpático por anacrónico, entonces sugiero al nuevo obispo que haga un experimento: converse.
Hágalo de modo sincero, como si necesitara aprender de los demás. No hable por hablar, tampoco quédese callado, participe en diálogos inteligentes, arrastre cámaras, twittee, aguante los escupos, los arañazos, expóngase, argumente, explique el Evangelio como si no tuviera el monopolio de su interpretación. Caiga en la cuenta de que el Cristo de quien será ministro no está en su boca más que en los labios de sus interlocutores. Ellos/ellas, incluso si no son cristianos/as, pueden imaginar que Dios les ama y cree en las nuevas generaciones como creyó en las antiguas.
La sabiduría de los/as mayores ya no se transmite a los menores. Si la enseñanza eclesial no apela ni a unos ni a otros, lo que podría hacer el próximo obispo es bajar los peldaños del Olimpo hasta el pavimento de la vida. Sáquese las vestimentas medievales, quítese la tarjeta blanca del cuello, arremánguese iñor, entre en la discusión como uno más y sin doctrinas que salvar. Las doctrinas son medios, las personas son fines.
Dice el evangelista Lucas que, tras la resurrección, Jesús se acercó a un par de desilusionados y les preguntó: “¿de qué están conversando?”. Los discípulos de Emaús no lo reconocieron a la primera. Les extrañó que el intruso no tuviera idea del asesinato del nazareno. Le reprocharon su ignorancia. Y, sólo después de una larga conversación, dialogando acerca de tales acontecimientos a la luz de las Escrituras, se dieron cuenta de quién había sido su acompañante en el camino.
La cultura emergente es inquietante, pero tiene la virtud de recordarnos que lo aprendido como fundamental debe reformularse. La expresión cultural del cristianismo, para ser leal a Cristo, debe partir de la base de que Dios es un misterio del que nadie puede apoderarse excluyendo a los demás. La interacción de los cristianos/as con estos y entre ellos/as mismas en un plano horizontal, es hoy por hoy decisivo para que tal Dios se revele como el Dios que ama precisamente a los que son marginados de las conversaciones en las que el país decide cómo organizarse.
Esta es mi sugerencia.

Carta a joven bueno/a para el copete

Hola hermana, Hola hermano,

Te hago una pregunta fácil: ¿te gustan las papas fritas? ¡A quién no! Si te ofrecen dos empanadas: una de pino y una de queso. ¿Por cuál empiezas? Yo elijo la de queso. Después la de pino. Con vino, obvio. Sin copete no hay celebración. Una piscola, una buena conversa, amigos, amigas, música…
Hay que pasarlo bien en la vida. Pero atención porque lo bueno hoy puede ser malo mañana. He sabido de jóvenes a los que el copete les está comenzado a hacer mal. Una piscola, muy bien. Dos piscolas, suficiente. Tres piscolas, mmm…. Cuatro ya no. Los baños sucios, meadas fuera del wáter, olor a vómito, arcadas para seguir tomando. ¡Qué onda! Poco estético.
¿Tú qué tal? Más que la estética, me preocupas tú. Te hago una pregunta difícil, perdona que me meta: ¿estás tomando durante la semana? El alcoholismo empieza así. Cuando uno comienza a tomar lo hace libremente. Pero puede llegar el momento en que la necesidad de copete se hace crónica. A mucha gente, mucha, el trago le ha costado la cabeza, la pega y la familia. No ahorras, gastas. Gastas, pero sin considerar que a una hija o hijo tuyo le están faltando zapatos. ¡Para comer a veces! Tomas… aumentan los gritos en la casa. Te hunde la tristeza. La vergüenza. Al final hasta los amigos/as te pueden abandonar. ¿Invitar a alguien que siempre termina diciendo leseras?
A veces las personas recurren al alcohol para pasar las penas. Es comprensible que lo hagan. Pero si los sufrimientos continúan, más todavía si aumentan, tratar de apagarlos empinando el codo no sirve. Si tuviste un problema, dentro de poco tendrás otro más.
Te escribo para animarte no para juzgarte. Ojo. Tal vez estás ya cabreado o cabreada que te llamen la atención. ¡Animo! Te entiendo tan bien. Necesitas la fiesta. No todo pueden ser exigencias. ¡Hasta cuándo te culpan! Estás cansado/a de retos y malos tratos. Los amigos y las amigas divierten. Relajan. Las fiestas son para salir de lo ordinario. Si se baila, se baila. Si se toma, se toma. Si se huevea, se huevea. Pero tú deberías poner los límites. ¿Por qué otros/as deciden por ti? Raya tú la cancha. Sé que es difícil hacerlo. Cuesta hacer algo distinto del resto. No es fácil salirse del círculo.
Si estás pensando en el tema del licor, y te das cuenta que te está gustando mucho, te hago dos recomendaciones. Sácate una selfy. Mírate con cariño. Mira después tu interior. Allí adentro está lo mejor de ti mismo/a. Es una fuerza cósmica. Es fuego. Es una energía positiva que te ha sacado adelante en los momentos más complicados de tu vida. ¿Recuerdas cuándo no dabas más? Hay dentro de ti espíritu. Tú eres espíritu y el espíritu es más que ti. ¡Amate! No estás demás en este mucho. No sobras. Eres indispensable. ¡Ilumina!
Otra cosa: distingue las buenas de las malas amistades. Fíjate con atención. Las malas amistades pueden ser muy buena onda, pero cuando llegue la hora de la verdad no podrás contar con ellas. ¿Te diste cuenta ya de quién es quién? Los buenos amigos y amigas están dispuestos a llevarte en brazos a la casa, o en carretilla. Elige, decide, sé libre. Invoca al espíritu, toma decisiones, sal adelante como lo hiciste otras veces. Agárrate de esa mano amiga que no te soltará nunca. Poco a poco escoge a quienes quieres que sean tu gente amiga de por vida. No rechaces a nadie, pero elige a quienes te alegrarán la vida de verdad. También tú puedes hacerles felices.
Esta es una tercera recomendación: cuida también tú a los demás. ¿Hay alguien a tu alrededor más débil? ¿Abandonado/a por su familia? Es seguro que hay personas que te miran. Quizás te ven más fuerte. Piensan que eres leal. Estarían felices que las cuidaras.

¿Hacia un cristianismo kármico?

La Encuesta Bicentenario de la P. Universidad Católica de Chile (2022) arroja un resultado nuevo. No es novedoso en relación a los años anteriores el desplome en el número de las personas que dicen pertenecer a la Iglesia Católica. Pero sí lo es en el caso de los jóvenes. De estos, solo el 36 % dicen ser católicos. En cambio, sube vertiginosamente entre ellos la creencia en el karma.

¿Qué es el karma? El concepto parece ser mucho más interesante de lo que pueda pensarse. Es más rico que la noción de karma que maneja la Encuesta. Aquel 36 % correspondería a quienes piensan que “las personas pagan en una vida lo que hicieron en otra”. Hay, según parece, otros modos de entender el karma, no ya como algo que pagar o un castigo que sufrir.

Según Inteligencia artificial –recurso en el que todavía no podemos confiar porque en algunas materias se equivoca- el karma es una creencia más profunda: “El karma es un término que proviene del hinduismo y el budismo y se refiere a la creencia en que las acciones de una persona en el pasado afectan su presente y futuro. Según esta creencia, cada acción tiene una consecuencia, y esas consecuencias pueden manifestarse en la vida presente o futura de una persona”. Le hice otras preguntas. Respuestas: no siempre el karma está asociado a la creencia en encarnaciones, no es una doctrina insolidaria con los pobres sino que demanda hacerse cargo de ellos, es una filosofía que fomenta la compasión. “Según esta creencia, una persona puede estar experimentando pobreza en su vida actual debido a acciones negativas en su vida pasada o presente, como la negligencia de sus responsabilidades o la falta de compasión y generosidad hacia los demás”. El karma es, sobre todo, una motivación para ser responsables de sí mismos y de los demás.

En una cultura cristiana como se supone que es la nuestra, el karma debiera considerarse afín al cristianismo. Tanto que es posible pensar en un “cristianismo kármico”. ¿Cómo se entiende algo así?

Parto de un dato fundamental para los cristianos(as). Según el Nuevo Testamento, el Hijo de Dios “se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 6). Es decir, hay aquí un área de convergencia entre el cristianismo y la idea del karma (hinduismo y budismo). En el cristianismo la identificación de Dios con los pobres es muy profunda. Los últimos papas, en continuidad con la Tradición de la Iglesia, enseñan que es inherente al cristianismo la opción preferencial por los pobres (Benedicto XVI en Aparecida, 2007). No se puede ser cristianos(as) sin optar por ellos. Los pobres son personas valiosas en sí mismas. No debieran ser tratados como objetos de caridad, como instrumentos a través de los cuales se pudiera obtener la santidad.

La búsqueda de la salvación consistente en hacer de los demás un medio para complacer a Dios, no tiene nada de cristiano. El amor auténticamente cristiano considera que los otros(as) son fines y no medios. El otro(a) es Cristo. Esta idea tan poderosa también está en el judaísmo: en los demás puede verse al Mesías. En estas religiones nadie “se salva” solo, por decirlo así. El individualismo es nefasto. Pero esto es en la teoría, porque tanto en el cristianismo como en cualquier creencia se dan prácticas y configuraciones religiosas patológicas. Es herético que un cristiano vea en un pobre a un culpable. Antes bien, un cristiano tendría que sospechar que en una persona deforme, un cesante, un curadito botado por la calle y cualquier persona que sufre, es inocente. Y, en última instancia, no le toca a él(ella) juzgar a los demás, sino amarlos. Entonces, si las religiones coinciden en que Dios es amor (1 Jn 4, 8), comparten lo fundamental. Las diferencias entre ellas son secundarias.

Tratándose de creencias y religiones que nos hablan del misterio de la vida, de aquello que ha podido haber antes del nacimiento y después de la muerte, es preciso ser muy humildes y tolerantes. Tomo las palabras de uno de los grandes sabios judíos del siglo XX, Abraham Joshua Heschel: “La religión es un medio, no el fin y se convierte en idolatría si se la considera un fin en sí misma. Por sobre toda creatura está el Creado y Señor de la historia, aquel que todo lo trasciende. Equiparar la religión a Dios es idolatría” (en el artículo: “Ninguna religión es una isla”).

Conclusión: ¿pudiera darse un cristianismo kármico? No, si la creencia en el karma se entiende como una especie de maldición o castigo del que hay que liberarse. Sí, si el karma lleva a las personas a amarse unas a otras, a formar comunidades en vez de agrupaciones cerradas y a construir sociedades justas.

¿Dónde está Matapacos?

Viene al caso recordar en estas circunstancias a Matapacos, al perro Matapacos. Hoy el país solidariza con Carabineros. Son ya demasiados los asesinados y heridos.
Conviene hacer primero una distinción. No son los mismos los delincuentes que matan policías que las personas que se enfrentaron con los guardianes del orden público con ocasión de la revuelta social del 18-O. En este caso hubo personas inocentes que se defendían legítimamente de los uniformados. Se trataba de batallas con caídos de lado y lado. Hubo también gente que provocó derechamente y agredió a la fuerza pública. Algunos lo hicieron porque estaban convencidos de la bondad de la violencia como instrumento político y otros por puro divertimento. Se dio el caso, en fin, de bandidos que se aprovecharon de las circunstancias, que crearon caos, que destruyeron y saquearon. Por entonces, unos policías fueron víctimas del ejercicio de su profesión. Otros, en cambio, violaron los derechos humanos.
Matapacos es el ícono del odio. Matapacos se hizo famoso por corretear los carros lanzagua, sumirse en el humo de las lacrimógenas y atacar a carabineros durante los días de las movilizaciones estudiantiles del año 2011 azuzado por manifestantes y, después, su imagen resurgió en las protestas que siguieron al estallido social. Lo conocí. Lo vi dando vueltas por la Alameda con su pañuelo rojo al cuello. Pero Matapacos no fue la única expresión de odio contra la policía. Fui testigo del siguiente episodio. Por la misma avenida iba un padre con su hijo de unos diez años de la mano. Al ver el papá a un grupo de carabineros en la vía de enfrente, dijo al niño: “Sácales la madre”. Otro ejemplo: en una de las murallas del barrio alguien escribió “mata tu paco interior”.
El odio es un sentimiento explicable. Como las demás emociones, no se puede evitar. Puede incluso constituir una enfermedad crónica. Pero, si tuviera cura, sería necesario sanarlo porque hace mal adentro de las personas y daña a las de afuera. Cuando no tiene sanación es imposible hacer nada, salvo cuando induce a daños notables en una sociedad. La ley no puede extirparlo. Pero, así como en algunos casos la ley lo considera una atenuante en la aplicación de una sanción penal, en otros debe castigarlo sin más.
Esto, sin embargo, no basta.
Nuestra sociedad se ha acostumbrado a faltarles el respeto a las instituciones y sus autoridades. Los medios a veces dan demasiada cámara a personajes virulentos que desprestigian a los parlamentarios. ¿No debieran los mismos afectados reaccionar con vigor en defensa de su investidura?
Así no podemos seguir.
La sociedad en su conjunto, en vez de reaccionar de un modo iracundo contra la delincuencia organizada, en vez de culpar a los inmigrantes porque parece que un extranjero disparó en la cara a un carabinero, debe actuar fría y racionalmente, con determinación pero sin perder la cabeza. Una sociedad civilizada genera recursos racionales para contrarrestar la violencia. La ley autoriza al Estado a ejercer la fuerza contra la fuerza. La misma ley controla su uso indiscriminado.
¿Qué más? La educación tiene una oportunidad única precisamente hoy para educar los sentimientos. ¿O no se educan? Los padres, madres y apoderados han de modelar el corazón de sus hijos(as) con sus propios mejores sentimientos. Es posible enseñarles a distinguir sus emociones de sus pensamientos. Las reglas de conducta con las demás personas son fundamentales.
Lo mismo la escuela. Los(as) profesores(as) son decisivos(as) en educar a relacionarse con los(as) compañeros(as) de curso. Una sociedad cautiva de malos sentimientos sucumbe. No sucumbe aquella en que los servidores públicos y las instituciones se respetan y se hacen respetar.

La Iglesia necesita cambios mayores (II)


¿Quién tiene la culpa del colapso de la Iglesia Católica en Chile? Los obispos y los curas en alguna medida. Los padres, madres y apoderados en alguna medida. Los y las catequistas en alguna medida. Pero estos evangelizadores, bajo otro respecto, son inocentes. Culpables en parte y en parte inocentes.

En buena parte del Occidente tradicionalmente cristiano, sea católico sea protestante, la caída en la pertenencia religiosa se acelera. Las personas abandonan sus iglesias y comunidades. ¿Hasta dónde llegarán estos abandonos? ¿Cuántos seguirán aun adhiriendo a sus agrupaciones religiosas? Vayamos más lejos: bien parece que en los mismos pueblos indígenas tradicionales tiene lugar una erosión en sus culturas y espiritualidades.

Este desgaste muchas veces deja espacio a deshumanizaciones escalofriantes. Se disipan las creencias, pero las personas terminan creyendo en novedades peligrosas o acaban siendo devoradas por el individualismo. En materia de fe no hay espacios vacíos. Si no se cree en esto, se creerá en aquello.

El fenómeno que nos afecta se llama secularización. La cultura predominante no necesita de religiones para que las personas cambien significativamente sus vidas. También tiene lugar una situación de aculturación: los supuestos culturales que hacían inteligible el cristianismo se evaporan. El caso es que la versión católica actual del cristianismo se ha vuelto tan anacrónica como las máquinas de escribir, las locomotoras a carbón, los sombreros Coco Chanel o los libros en papiros. El catolicismo se ha ido convirtiendo poco a poco en algo ajeno a los tiempos, antiguo e incluso esotérico. Freak.

Pero, ¿debe ser el cristianismo anacrónico por fuerza? Pienso que no. En las tradiciones culturales y religiosas centenarias o milenarias –pensemos en el hinduismo, budismo, sintoísmo, taoísmo, judaísmo, el Islam y culturas indígenas como las nuestras, mapuche o aimara- hay verdades muy profundas sobre el origen de la vida y del mal, sobre cómo vivir y qué esperar después de la muerte, que difícilmente pueden considerarse falsas. Aunque pasen los años, siempre tendrán algo muy importante que aportar.

Así, el cristianismo no es necesariamente anacrónico. Pueden subsistir versiones suyas que lo sean, es cierto. Pero es dable pensar que a futuro haya otras maneras de organizarse las iglesias, de replantearse sus creencias y de renovar sus símbolos, todo lo cual tendría que hacer atractivo a los contemporáneos el valor transcultural del amor que, para el cristianismo al menos, es decisivo. El amor es una exigencia antropológica universal. Si alguna cultura prescinde de él, ciertamente deshumaniza. El tradicionalismo es anacrónico, vive de reliquias, de fetiches; pero la Tradición de la Iglesia llega hasta hoy porque ha habido cristianos(as) que de un modo creativo han sabido probar su pertinencia histórica por dos mil años.

Por de pronto, el cristianismo no tiene el monopolio del amor –es cosa de revisar la historia, pues en nombre de Cristo se han cometido barbaridades- y tampoco tiene el monopolio del concepto del amor –pues otras tradiciones y culturas, incluida la cultura actual, han transmitido a las siguientes generaciones una sabiduría acerca de cómo se ama auténticamente. En el caso del cristianismo, la Iglesia Católica está en crisis porque sus modos de expresar y representar su fe en el Dios del amor (“Dios es amor”: 1 Jn 4, 8) no son acordes con los tiempos, no son comprensibles o se han revelado deshumanizantes. La viabilidad histórica de la Iglesia, pienso, depende de que haya cristianos(as) que, por decirlo así, reinterpreten en las claves culturales actuales las parábolas del Hijo pródigo (Lc 15, 11-32) y el Buen samaritano (Lc 10, 25-37). La primera habla de un padre que –como lo hace Dios- ama incondicionalmente a sus hijos. La segunda enseña que no se saca nada con declararse religioso si no se ama al prójimo. El amor desinteresado, libre, gratuito, radical, extremo como el de Jesús, en ambos casos, merece ser enseñado hasta el fin del mundo. Que haya evangelizadores que narren estos cuentos a los niños y niñas en el futuro, y sobre todo, que representen a aquel padre y a este samaritano con hechos más que con palabras, es fundamental.

¿Bastará con que la cultura actual consiga los mismos resultados con otros conceptos y prácticas?

Es un hecho que lo hace, aunque no de un modo suficiente. El cristianismo contribuye a esta tarea y, por lo mismo, su decadencia debe considerarse una pérdida para la humanidad. Los cuentos son buenos para que los niños y las niñas pequeñas concilien el sueño. Las parábolas de Jesús sirven tanto para soñar como para despertar.

La Iglesia necesita cambios mayores (I)

El cataclismo en la confianza de los fieles en los ministros consagrados a causa de sus abusos sexuales, de poder y de conciencia, y de su posterior encubrimiento, exige en la actualidad revisar los ámbitos del ejercicio del oficio del presbiterado. Se precisan conversiones de la mirada y del corazón. Pero sobre todo se requieren reformas de instituciones y de procedimientos. El sínodo convocado por el papa Francisco sobre la sinodalidad (que significa “caminar juntos”, de un modo más horizontal, si se quiere más democrático), será una ocasión para conversar sobre temas de gobierno y de doctrina. Me detendré solo en lo atingente al sacramento de la reconciliación. Es botón de muestra de la necesidad de cambios.

El Concilio Vaticano II (1962-1965) dio un giro empático al que fuera conocido como sacramento de la confesión. Hizo una reforma: le llamó “reconciliación”. Era necesario facilitar en el encuentro con Dios. Por cierto, en la celebración de este sacramento muchas personas han hallado consuelo, alivio, consejo, compañía y perdón. El cura es el psicólogo del pobre. A los cristianos/as nos viene bien que alguien, en nombre de la Iglesia, nos haga sentir personalmente la bondad de Dios.

Sin embargo, la confesión es un instrumento peligroso. Siempre lo fue, solo que en otros tiempos a nadie le llamaba la atención que lo fuera. Es un dato ampliamente conocido por presbíteros y fieles que mediante la confesión se cometen abusos de diversa gravedad. Más de alguien, en más de una ocasión ha tenido una pésima experiencia. No me refiero a los casos más preocupantes como el de la solicitación (petición sexual). Ellos/as han podido ir de un cura a otro, dependiendo de los pecados que este acostumbra absolver o de la misericordia que tenga, hasta dar con quien le convenga. Los sacerdotes, por nuestra parte, hemos tenido que reparar personas que algún cura diez, veinte o treinta años atrás maltrató con su dureza o alguna reprimenda.

Por otra parte, ¿no es vergonzoso que los curas “demos permiso” a los laicos/as para comulgar en misa, sea por la píldora, sea por una situación matrimonial especial? Y si la carencia de pudor fuera una falta, ¿cómo es posible que nosotros sacerdotes tengamos que asomarnos a lo más sagrado de un ser humano, su conciencia, en virtud de nuestra investidura sacerdotal y de algún tipo de presión sobre los penitentes?

Entonces, ¿cómo se puede evitar que estos hechos sigan ocurriendo? Se dirá que no habría que preocuparse tanto. La gente ya casi no se confiesa. Pues no, antes que algo así ocurra debe impedirse que haya personas que actualmente se sientan presionadas a confesarse. Debe indagarse cómo un modo de relación entre los ministros y los fieles trastorne su encuentro con Dios. Piénsese en la inquietud de alguien que teme ir a confesarse con un presbítero que puede ser un abusador. Y los niños, ¿deben confesarse?

El perdón es un aspecto clave en el cristianismo. La Iglesia también lo ofrece, por ejemplo, al menos en dos momentos de la Eucaristía. Las autoridades eclesiásticas cumplen bien su trabajo cuando exhortan a los y las católicas al arrepentimiento. Cuando buscan vías para una reconciliación social. Pero, ¿puede aún considerarse normal que una persona sea apremiada a revelar a otra su intimidad? ¿No es, en realidad, una barbaridad que se espere de un cristiano/a que abra su corazón a cualquiera? En la cultura actual la intimidad de las personas es un aspecto de su dignidad humana. La intimidad solo ha de compartirse con plena libertad. El problema no es que el sacramento haya vulnerado personas; tampoco que haya personas más vulnerables que otras. El sacramento en sí mismo es vulnerante. Es una herramienta que de suyo vulnera personas que por alguna razón creen que deben contar sus pecados.

Probablemente el Sínodo convocado por el Papa Francisco llegue a ser el acto eclesial más importante desde la celebración del Concilio Vaticano II hace sesenta años. ¿Qué es esperable de una reunión episcopal tan trascendente? La superación de las asimetrías como esta del sacramento de la reconciliación, la nula participación de las mujeres en el mando y la elaboración de la doctrina, la falta absoluta de rendición de cuentas de los obispos y de los presbíteros a los laicos/as, constituye una exigencia de primer orden. El Sínodo un puede acabar en un documento hermoso, lleno de buenas intenciones. La Iglesia Católica necesita cambios grandes. La Iglesia Católica en el Occidente tradicionalmente cristiano ha entrado en una etapa de decadencia gravísima. ¿No es ya demasiado tarde para una recuperación? No lo sé.