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Cuestión de oración

La sola palabra “oración” nos pone nerviosos. En muchos, oración sabe a Edad Media, esa era lejana que extiende sus tentáculos hasta nuestros días, asfixiándonos. En otros, atiza el instinto que busca “algo más” entre los imperativos intrascendentes de la Modernidad. La oración no nos deja indiferentes, aunque no a todos. A muchos posmodernos entretenidos en cosas varias o aburridos ya de ellas, les llama la atención a ratos y luego les da lo mismo.

La oración es palabra mayor. Gandhi liberó la India porque rezó. Jesús no fue Jesús sin su Padre y sin las montañas. Fueron hombres auténticos, abnegados, grandes porque hicieron contacto íntimo con el Amor a la humanidad. La Madre Teresa y sus mujeres han vivido el despojo completo, porque sólo tuvieron en propiedad una capilla donde componer un mundo recogido a pedazos.

¿Valdrá la pena que Chile quede en la historia de la humanidad? ¿Cómo? ¿De cualquier manera? Nuestra sed de reconocimiento acusa una tremenda carencia de interioridad. La oración nos ayudará a prescindir de “la galería” para abocarnos a la noble misión de ser simplemente humanos.

La vocación mística de Chile

Chile, pueblo joven de raíces poco profundas, es vulnerable como nunca a los medievalistas, modernistas, posmodernistas y toda ralea de mercaderes. Esta raza minoritaria aunque orgullosa se empina con los mayores, pero olvida lo principal. ¡Aquí falta un alma!, dirá Huidobro. Conforme los cambios históricos se aceleran, no hemos podido sustraernos a la tentación de refugiarnos en el moralismo retrógrado, de subirnos sin discreción al carro del progreso o afirmarnos como adolescentes en un presente de tono literario. No hemos alcanzado la adultez para vivir de un modo creativo el vértigo de pertenecer a todas las dimensiones de la temporalidad, y a la muerte. Si hasta ahora no hemos sido capaces, ¿qué asegura que podremos librarnos del matonaje variopinto que nos inhibe? ¡Vivimos aterrados! ¿Haremos de nuestra pasión un estilo o seguiremos extraviados en los vericuetos del resentimiento? Recuperamos la democracia: ¡qué alegría!, pero la política sirve cuando sirve a aquellas cosas que no se negocian. ¿Cuáles?

Si no fuera por nuestros poetas no sabríamos cuáles. Pero los nuestros han sido poetas porque, si no rezaron, contemplaron. No sé si Neruda rezó. Puedo imaginar a la Mistral con una plegaria en las entrañas, empollando versos piadosos. Neruda estuvo absorto en las rocas y los caracoles, el cielo y las muchedumbres. Se hizo a todas las cosas, fue todas ellas. Si no rezó, hizo algo muy parecido: estuvo en el Origen y fue original. La mística es la madre de la poesía porque es la madre de la autenticidad. A más contemplación, mayor creatividad y mejor poesía. No se trata de que todos seamos poetas, ni tampoco que sólo los poetas atinen con nuestro sino, pero a los chilenos los poetas nos revelan el alma y la vocación. Lo hacen, en la medida que, superando el miedo, principalmente un inveterado complejo de inferioridad, han soñado una historia propia. Lo han hecho pero no siempre, pues también ellos cuando no miraron a Francia para convertirnos en franceses se hurguetearon el ombligo y despreciaron a América Latina.

Dificultad de la oración

La buena poesía cuesta porque es difícil contemplar.

No es fácil orar. La hondura espiritual es una cualidad que se desarrolla sólo cuando se ejercitan los sentidos, sintiendo infinitas veces hasta sentir el sentido que nos promueve y haciéndole caso. A veces toma treinta minutos, una hora entera, recoger piedras en una playa desierta hasta que las piedras sueltan el habla. Discernir las piedras, escudriñar los periódicos, los noticiarios, examinar las motivaciones de la acción y ungir la acción con amor… La cuestión es dejar resonar el mundo con toda su bulla en la concavidad del espíritu, permitirle afectarnos, para volver sobre el mundo como el ceramista contra la greda. Es esencial el silencio. La inclinación natural será saturar los pocos espacios callados que tenemos con televisión, con trabajo. La soledad, aunque duele, es la principal condición de la individualidad y de la configuración personal del entorno.

La oración cuesta porque somos flojos y preferimos copiar. La copia comienza en la escuela, se afina en la universidad y se perfecciona en la asimilación irreflexiva de todas las modas. Las ideologías y el dogmatismo son cristalizaciones de la flojera, del miedo a la libertad y a la apertura de la historia a todas las posibilidades, incluido su fracaso. Ni la oración misma se libra de la corrupción. Su desprestigio también tiene que ver con la holgazanería de los conventos. La formidable fuga mundi que desde el origen de la vida religiosa se regenera sucesivamente a lo largo de los siglos, es la madre de la oración exterior, descomprometida, mecánica, repetitiva, fría, impersonal e impermeable a la voz de Dios que llama a hacerse cargo del mundo con libertad y solidaridad. Esta oración es la causa de la separación entre la vida y la fe, separación que por lo mismo es causa próxima del ateísmo práctico de los que se dicen cristianos sin serlo y causa remota del ateísmo contemporáneo que reacciona ante semejante incongruencia. Gracias a Dios las congregaciones religiosas, hace ya rato pero no sin cambiar su modo de rezar, están purificando con su fuga mundi un compromiso todavía más profundo con el mismo mundo.

También se reza mal cuando usamos la religión para vanagloriarnos ante Dios y acusar a los otros. Jesús cuenta el caso de un hombre religioso que subió al templo y decía: “Gracias, Señor, porque no soy como los demás, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este cobrador de impuestos”. Mientras el religioso se jactaba de hacerlo todo bien, el cobrador de impuestos, en la última banca del templo, los ojos por el suelo, arrepentido confesaba su villanía. Este captó la simpatía de Jesús y no el fariseo.

Pistas de oración

Jesús desenmascaró la faramalla de oración. Razón tuvieron los fariseos para convertirse en sus principales enemigos. Jesús los llamó hipócritas, en griego también “teatreros”. Estos pretendían apoderarse del favor de Dios con su religiosidad complicada, sus ayunos ostentosos, sus plegarias públicas, y marginando a los pecadores. Jesús hizo todo lo contrario: se confundió con los pecadores e invitó a orar a puertas cerradas, con sinceridad. Jesús quiso que sus discípulos compartieran a su Abbá, “papito Dios”, un Dios cuyo Espíritu libertario y tierno provocaba en Él mismo y espontáneamente parábolas de alabanza y de ofrenda para encantar a sus adversarios con la bondad de su reino. Jesús fue un poeta.

La mística cristiana consiste en el amor. No en la alucinación intimista ni siquiera en la piedad litúrgica. El amor nos libera del miedo que nos metieron, cauteriza las heridas que nos hemos infligido unos a otros. Libera sobre todo para bendecir a Dios más con obras que con palabras. El amor en la oración imagina una tierra nueva y más justa; mucho más tiene que ver con la observancia de los derechos humanos, con la superación de la pobreza extrema, que con la proliferación de las estampitas. La mística cristiana acaba con la separación pagana entre lo sagrado y lo profano: cuando Jesús recapitule todas las cosas, la hostia no será más sagrada que el pan común y corriente. La Eucaristía está incompleta, decía Pedro Arrupe,  mientras haya hambre en el mundo.

¿Cómo rezar? Hay una sola oración: la propia. Cuando se trata de rezar, todo intento alcanza su objetivo, cada murmullo, cualquier braceo es ya oración. Se reza con la boca, con las manos, con los ojos, sin los ojos. Con rosario o con los dedos. Con tristeza o con alegría, con paz o con rabia, porque sí y porque no. En la iglesia y en la micro. Todo sirve. Nada sirve. Hay sacerdotes que ayudan a rezar. Hay otros que estorban. Se reza para demoler y para construir. Con La Vida Nueva de Zurita podríamos prepararnos a la celebración de la Semana Santa. Cada época tiene su oración. En la nuestra, habría que preguntar a U2, maestros en música y humanidad, cómo lo harían ellos. La Biblia inspira todas las épocas.

En la oración, como en el sueño, emerge el mundo inconsciente y emocional. En ella no cabe la censura, pues el que reza saca una vida alternativa de la ambigüedad y confusión que lo habitan. Rezando sobrevivimos el mes completo con la mitad del sueldo; imaginamos que los enemigos quieren besarnos; baleamos al sujeto que nos quita el estacionamiento y nos arrepentimos; devolvemos Antofagasta a los bolivianos y no nos arrepentimos; acatamos y transgredimos los Diez Mandamientos; soñamos que los cables de poesía entre Chile y Jesús hacen saltar todas las veredas… Todo es posible, hasta elegir la actitud evangélica con que enfrentaremos la jornada, hasta reconocer entre tanto ruido la voz de Dios.

Es que la oración es diálogo, no monólogo. No es ejercicio narcisista frente a un espejo: rendición de cuentas ante el “superyo”. La oración está bien encaminada cuando se dirige al Tú que se ama porque nos ama, nos cambia y cree en nosotros. Por eso ninguna alabanza es más alta que la oración agradecida de quien remonta los motivos de su amargura. Y ninguna confesión tan sincera como la del que, en vez de echarle la culpa al empedrado, declara con una mano en el pecho: “Perdóname, Señor, porque no sé lo que hago”.

Que el Espíritu nos sacuda e incorpore para inventar el camino hacia la Patria. Amén.

Pub: “Cuestión de oración”, La Epoca, Temas, p. 15, 5 de abril, 1998.

Cuestión de oración

La sola palabra “oración” nos pone nerviosos. En muchos, oración sabe a Edad Media, esa era lejana que extiende sus tentáculos hasta nuestros días, asfixiándonos. En otros, atiza el instinto que busca “algo más” entre los imperativos intrascendentes de la Modernidad. La oración no nos deja indiferentes, aunque no a todos. A muchos posmodernos entretenidos en cosas varias o aburridos ya de ellas, les llama la atención a ratos y luego les da lo mismo.

            La oración es palabra mayor. Gandhi liberó la India porque rezó. Jesús no fue Jesús sin su Padre y sin las montañas. Fueron hombres auténticos, abnegados, grandes porque hicieron contacto íntimo con el Amor a la humanidad. La Madre Teresa y sus mujeres han vivido el despojo completo, porque sólo tuvieron en propiedad una capilla donde componer un mundo recogido a pedazos.

            ¿Valdrá la pena que Chile quede en la historia de la humanidad? ¿Cómo? ¿De cualquier manera? Nuestra sed de reconocimiento acusa una tremenda carencia de interioridad. La oración nos ayudará a prescindir de “la galería” para abocarnos a la noble misión de ser simplemente humanos.

La vocación mística de Chile

            Chile, pueblo joven de raíces poco profundas, es vulnerable como nunca a los medievalistas, modernistas, posmodernistas y toda ralea de mercaderes. Esta raza minoritaria aunque orgullosa se empina con los mayores, pero olvida lo principal. ¡Aquí falta un alma!, dirá Huidobro. Conforme los cambios históricos se aceleran, no hemos podido sustraernos a la tentación de refugiarnos en el moralismo retrógrado, de subirnos sin discreción al carro del progreso o afirmarnos como adolescentes en un presente de tono literario. No hemos alcanzado la adultez para vivir de un modo creativo el vértigo de pertenecer a todas las dimensiones de la temporalidad, y a la muerte. Si hasta ahora no hemos sido capaces, ¿qué asegura que podremos librarnos del matonaje variopinto que nos inhibe? ¡Vivimos aterrados! ¿Haremos de nuestra pasión un estilo o seguiremos extraviados en los vericuetos del resentimiento? Recuperamos la democracia: ¡qué alegría!, pero la política sirve cuando sirve a aquellas cosas que no se negocian. ¿Cuáles?

            Si no fuera por nuestros poetas no sabríamos cuáles. Pero los nuestros han sido poetas porque, si no rezaron, contemplaron. No sé si Neruda rezó. Puedo imaginar a la Mistral con una plegaria en las entrañas, empollando versos piadosos. Neruda estuvo absorto en las rocas y los caracoles, el cielo y las muchedumbres. Se hizo a todas las cosas, fue todas ellas. Si no rezó, hizo algo muy parecido: estuvo en el Origen y fue original. La mística es la madre de la poesía porque es la madre de la autenticidad. A más contemplación, mayor creatividad y mejor poesía. No se trata de que todos seamos poetas, ni tampoco que sólo los poetas atinen con nuestro sino, pero a los chilenos los poetas nos revelan el alma y la vocación. Lo hacen, en la medida que, superando el miedo, principalmente un inveterado complejo de inferioridad, han soñado una historia propia. Lo han hecho pero no siempre, pues también ellos cuando no miraron a Francia para convertirnos en franceses se hurguetearon el ombligo y despreciaron a América Latina.

Dificultad de la oración

            La buena poesía cuesta porque es difícil contemplar.

            No es fácil orar. La hondura espiritual es una cualidad que se desarrolla sólo cuando se ejercitan los sentidos, sintiendo infinitas veces hasta sentir el sentido que nos promueve y haciéndole caso. A veces toma treinta minutos, una hora entera, recoger piedras en una playa desierta hasta que las piedras sueltan el habla. Discernir las piedras, escudriñar los periódicos, los noticiarios, examinar las motivaciones de la acción y ungir la acción con amor… La cuestión es dejar resonar el mundo con toda su bulla en la concavidad del espíritu, permitirle afectarnos, para volver sobre el mundo como el ceramista contra la greda. Es esencial el silencio. La inclinación natural será saturar los pocos espacios callados que tenemos con televisión, con trabajo. La soledad, aunque duele, es la principal condición de la individualidad y de la configuración personal del entorno.

            La oración cuesta porque somos flojos y preferimos copiar. La copia comienza en la escuela, se afina en la universidad y se perfecciona en la asimilación irreflexiva de todas las modas. Las ideologías y el dogmatismo son cristalizaciones de la flojera, del miedo a la libertad y a la apertura de la historia a todas las posibilidades, incluido su fracaso. Ni la oración misma se libra de la corrupción. Su desprestigio también tiene que ver con la holgazanería de los conventos. La formidable fuga mundi que desde el origen de la vida religiosa se regenera sucesivamente a lo largo de los siglos, es la madre de la oración exterior, descomprometida, mecánica, repetitiva, fría, impersonal e impermeable a la voz de Dios que llama a hacerse cargo del mundo con libertad y solidaridad. Esta oración es la causa de la separación entre la vida y la fe, separación que por lo mismo es causa próxima del ateísmo práctico de los que se dicen cristianos sin serlo y causa remota del ateísmo contemporáneo que reacciona ante semejante incongruencia. Gracias a Dios las congregaciones religiosas, hace ya rato pero no sin cambiar su modo de rezar, están purificando con su fuga mundi un compromiso todavía más profundo con el mismo mundo.

            También se reza mal cuando usamos la religión para vanagloriarnos ante Dios y acusar a los otros. Jesús cuenta el caso de un hombre religioso que subió al templo y decía: “Gracias, Señor, porque no soy como los demás, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este cobrador de impuestos”. Mientras el religioso se jactaba de hacerlo todo bien, el cobrador de impuestos, en la última banca del templo, los ojos por el suelo, arrepentido confesaba su villanía. Este captó la simpatía de Jesús y no el fariseo.

Pistas de oración

            Jesús desenmascaró la faramalla de oración. Razón tuvieron los fariseos para convertirse en sus principales enemigos. Jesús los llamó hipócritas, en griego también “teatreros”. Estos pretendían apoderarse del favor de Dios con su religiosidad complicada, sus ayunos ostentosos, sus plegarias públicas, y marginando a los pecadores. Jesús hizo todo lo contrario: se confundió con los pecadores e invitó a orar a puertas cerradas, con sinceridad. Jesús quiso que sus discípulos compartieran a su Abbá, “papito Dios”, un Dios cuyo Espíritu libertario y tierno provocaba en Él mismo y espontáneamente parábolas de alabanza y de ofrenda para encantar a sus adversarios con la bondad de su reino. Jesús fue un poeta.

            La mística cristiana consiste en el amor. No en la alucinación intimista ni siquiera en la piedad litúrgica. El amor nos libera del miedo que nos metieron, cauteriza las heridas que nos hemos infligido unos a otros. Libera sobre todo para bendecir a Dios más con obras que con palabras. El amor en la oración imagina una tierra nueva y más justa; mucho más tiene que ver con la observancia de los derechos humanos, con la superación de la pobreza extrema, que con la proliferación de las estampitas. La mística cristiana acaba con la separación pagana entre lo sagrado y lo profano: cuando Jesús recapitule todas las cosas, la hostia no será más sagrada que el pan común y corriente. La Eucaristía está incompleta, decía Pedro Arrupe,  mientras haya hambre en el mundo.

            ¿Cómo rezar? Hay una sola oración: la propia. Cuando se trata de rezar, todo intento alcanza su objetivo, cada murmullo, cualquier braceo es ya oración. Se reza con la boca, con las manos, con los ojos, sin los ojos. Con rosario o con los dedos. Con tristeza o con alegría, con paz o con rabia, porque sí y porque no. En la iglesia y en la micro. Todo sirve. Nada sirve. Hay sacerdotes que ayudan a rezar. Hay otros que estorban. Se reza para demoler y para construir. Con La Vida Nueva de Zurita podríamos prepararnos a la celebración de la Semana Santa. Cada época tiene su oración. En la nuestra, habría que preguntar a U2, maestros en música y humanidad, cómo lo harían ellos. La Biblia inspira todas las épocas.

            En la oración, como en el sueño, emerge el mundo inconsciente y emocional. En ella no cabe la censura, pues el que reza saca una vida alternativa de la ambigüedad y confusión que lo habitan. Rezando sobrevivimos el mes completo con la mitad del sueldo; imaginamos que los enemigos quieren besarnos; baleamos al sujeto que nos quita el estacionamiento y nos arrepentimos; devolvemos Antofagasta a los bolivianos y no nos arrepentimos; acatamos y transgredimos los Diez Mandamientos; soñamos que los cables de poesía entre Chile y Jesús hacen saltar todas las veredas… Todo es posible, hasta elegir la actitud evangélica con que enfrentaremos la jornada, hasta reconocer entre tanto ruido la voz de Dios.

            Es que la oración es diálogo, no monólogo. No es ejercicio narcisista frente a un espejo: rendición de cuentas ante el “superyo”. La oración está bien encaminada cuando se dirige al Tú que se ama porque nos ama, nos cambia y cree en nosotros. Por eso ninguna alabanza es más alta que la oración agradecida de quien remonta los motivos de su amargura. Y ninguna confesión tan sincera como la del que, en vez de echarle la culpa al empedrado, declara con una mano en el pecho: “Perdóname, Señor, porque no sé lo que hago”.

            Que el Espíritu nos sacuda e incorpore para inventar el camino hacia la Patria. Amén.


[1] Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.