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Valores propios y valores ajenos

La última encuesta del Estudio mundial de valores deja a Chile mal parado. Salimos a competir con los valores de la modernidad, y perdimos. Entre otros asuntos, se evaluó la combinación de dos valores: autoridad y bienestar. Nuestro nivel de bienestar es modesto y nuestros modos de ejercer la autoridad y de someterse a ella son poco racionales. Quedamos ubicados más cerca de los países africanos que de los europeos.

Pero, ¿no es absurdo medirnos con los valores modernos del Primer Mundo, siendo nuestra idiosincrasia latinoamericana tan distinta? En realidad, si carecemos de un valor tanto o más importante que aquéllos, éste es el valor de la autenticidad: Chile siempre ha mendigado de las otras naciones un reconocimiento digno. Nos falta contentamiento con lo propio. Pero, por otro lado, muchas veces nos sobra invocar lo autóctono para mantener tal cual cosas que, en realidad, urge cambiar: autoritarismo, machismo, racismo, diferencias sociales abismales.

A decir verdad, si queremos ser auténticos no podemos “echar en saco roto” los datos de la encuesta. Una correcta idea de bienestar y una idea racional de autoridad, pueden enriquecer nuestro modo más genuino de ser. La identidad nacional auténtica atañe tanto al pasado, a las raíces, como al futuro, a la vocación. No porque la encuesta mida modernidad y no “chilenidad”, hemos de descartar esos valores. El asunto es qué se entiende por bienestar y qué por autoridad.

Habrá de reconocerse, por principio, que bienestar es algo muy distinto en Argentina, en Chad y en Noruega. ¿Acaso la trampa no consistirá en querer ser felices con las mismas cosas con que la moderna sociedad de consumo promete felicidad: la ostentación de gastos y la libertad sin solidaridad? Entre nosotros el bienestar verdadero tiene que ver con amar y ser amados, es decir, con compartir lo que somos y tenemos. Llegamos a ser auténticos, y no repetidores, allí donde hay alguien cuyo amor nos permite movernos con libertad, actuar con creatividad y compartir con alegría. Porque hemos sido pobres sabemos que para ser felices un bienestar material mínimo es indispensable, pero también que la expectativa de un bienestar material máximo nos hace egoístas, desconfiados y superficiales.

El mismo ejercicio racional de la autoridad puede constituir uno de nuestros sueños colectivos. ¿Cómo no aspirar a una cultura participativa? Si logramos inhibir los abusos de poder del Estado, si a hombres y mujeres, a ancianos y niños se otorga poder para expresar con libertad sus propios anhelos, también por esta vía llegaremos a ser más auténticos. Por el contrario, duele reconocer que entre nosotros persiste el ejercicio prepotente de la autoridad, el cual nos hace miedosos, esclavos del “qué dirán”, víctimas del clasismo, seres carentes de imaginación y de personalidad. Más doloroso aún es oír de algunos que el autoritarismo es característica cultural nuestra.

En realidad, en nuestro caso, sin un bienestar suficiente y sin un ejercicio democrático del poder, el valor de la autenticidad se convierte en un concepto vacío e incluso perjudicial. ¿Por qué la chilenidad auténtica habría de ser la causa de la enorme desigualdad económica y de las segregaciones que padecemos? Si la consecución de aquellos valores nos hace más creativos, más solidarios y más dignos de respeto, seguramente es porque ellos pertenecen a lo más profundo de nuestra identidad, a la historia hecha pero también a la historia por hacer.

Bienvenida la diversidad

Hace poco vi a un “pelado” con barba azul. Caminando por la playa me crucé con un joven que se había teñido la cabellera de azul. Pero no es el azul el asunto. Pelos rojos, amarillos, cortes insólitos, aros, tatuajes, vestimentas de cualquier tipo. Asistimos a una explosión de la diversidad. Todo está permitido. ¡Cuánto nos faltaba perderle el miedo al ridículo!

Un fenómeno de la época, pero único en cada caso. Dado que las motivaciones son a fin de cuentas personales, no ha de significar lo mismo andar con los calzones al aire para una chiquilla que para otra. Valoro la libertad, la audacia, la protesta, la ruptura con los padres que los adolescentes necesitan para desarrollar su individualidad. Sin duda no todo es tan sano. Pero reclamo para esta diversidad un minuto de admiración. Qué está sucediendo, no sé. Quiero creer que de este pluralismo saldrá una sociedad más auténtica. Por el contrario, enjuiciar prematuramente este fenómeno, no dejarlo desplegar sus búsquedas, nos puede privar de la fuerza y de la imaginación indispensables para el futuro.

La diversidad nos complica, eso sí, cuando pasamos de la moda a la ética. La multiplicidad de decisiones hoy posibles topa con la necesidad de acordar los hábitos que posibiliten la justicia y la paz. Conversábamos con unos colegas profesores al almuerzo cuando una estudiante de música, a dos metros de distancia, se puso a cantar a voz en cuello. Repasaba su tarea. Le pedimos, luego le mostramos los dientes para que se callara. Ocurre que asistimos a una revolución de las costumbres que, sin embargo, debiera terminar en la gestación de una nueva urbanidad que evite la discordia, la violencia, la imposición de los viejos a los jóvenes o viceversa.

Los cambios culturales que nos afectan son tan grandes que necesitaremos mucho diálogo, paciencia e inventiva para regenerar una mejor convivencia. No será fácil. El miedo ante lo nuevo hará a algunos añorar las conductas del pasado, y las dictaduras religiosas y políticas que puedan garantizarlas. Será más difícil, pero más verdadero, vivir con cierta inseguridad, observando, probando, aprendiendo dolorosamente de los errores y procurando alcanzar una sabiduría colectiva que nos sensibilice a la legitimidad de los demás y nos exija sacrificar nuestros caprichos para entendernos con ellos.

De la censura a la autocensura

Vivimos en un mundo definitivamente abierto. La literatura, los periódicos, la televisión, la internet ofrecen una cantidad enorme de información y de estímulos positivos y negativos. ¿Deben los educadores censurar el acceso de los niños a estos medios?

Un buen libro, una película hermosa, algunos «monos animados» son indispensables para la formación de la sensibilidad, de los criterios y de las actitudes humanas que el día de mañana harán de un niño una persona sociable. Pero una exposición incauta de los pequeños a cualquier espectáculo puede hacerles un grave daño. Si no es normal que los adultos contemplen impávidos un fusilamiento trasmitido en directo por la televisión, sería extraño que a un párvulo semejante noticia no lo perturbe. La iniciación sexual de los adolescentes por internet puede estropear su maduración afectiva.

Ante estos y otros riesgos, algunos educadores pueden optar por la censura obsesiva, reiterada y ambiental. Llevando al extremo las cautelas, los padres, apoderados y profesores pueden aterrar a los niños con el mundo en que les ha tocado vivir. La vigilancia excesiva les puede restar la confianza que necesitan para crecer. La ilusión del ambiente protegido: un barrio, un colegio, una universidad exclusivas, y la prohibición absoluta de aquellos medios para eludir los contactos peligrosos, es un experimento fracasado. La censura precave de varios males, pero crea también la curiosidad por lo prohibido y puede jibarizar el desarrollo de la conciencia.

Entre la nula censura y su exageración, cabe una tercera posibilidad: la de educar para optar correctamente. En la medida que los niños crecen, parece conveniente que la pedagogía pase de la censura a la autocensura. A los niños pequeños, que no tienen más que una libertad incipiente, hay que ponerles normas claras de funcionamiento e imperárselas con autoridad. Pero en la medida que van reclamando libertad, especialmente en la adolescencia, hay que darles no sólo libertad sino también criterios para ejercerla para el bien suyo y el de los demás. Dadas las múltiples alternativas que los medios señalados ofrecen, las personas debieran llegar a juzgar por sí mismas qué ver y qué no, qué leer y qué dar por leído, qué contactos hacer y cuáles evitar. Ayudará a este fin que los educadores acompañen a los educandos en el proceso de apertura al mundo real, conversando con ellos los temas difíciles, y enseñándoles cómo informarse previamente sobre las exploraciones que se quieran intentar.

            También los adultos deben regular la absorción de los estímulos exteriores, so pena de intoxicarse con algunos de ellos. Nadie está obligado a terminar un libro que lo deprime. Ayuda mucho formarse una opinión previa de las películas que se ofrecen en cartelera. Para esto escriben comentarios los especialistas. Pero los adultos no aguantan más que otros los censuren, porque en esto consiste ser adultos: en tener autoridad sobre sí mismo para decidir con libertad lo más conveniente. Si la meta de la educación es formar adultos y no interdictos, habrá que educar el ejercicio de la libertad.

Para una cultura de la argumentación

Lo confieso: ¡me gusta la democracia! Entiendo que esta constituye la mejor forma de gobierno, porque supone y genera un modo de convivencia que depende del diálogo, de la discusión de las ideas y de la participación pluralista de los ciudadanos en el debate público.

Los conflictos son un hecho: en la familia hay diferencias entre los cónyuges; en la empresa, entre los dueños y los empleados; en el país, entre las distintas agrupaciones políticas y al interior de las mismas. También en las iglesias abundan las tensiones. Desconocer la realidad de una diversidad de intereses y puntos de vista en estas instituciones, es fatal para los más débiles. Reconocerla, por el contrario, es el primer paso para tejer una convivencia armónica. Y, el paso segundo, entrar en el debate con argumentos que puedan ser comprendidos por la parte contraria, la que podrá aceptarlos o rebatirlos. Es muy difícil que prospere una democracia donde no ha podido gestarse una cultura de la argumentación.

Para esta sea posible, las familias, las iglesias, las escuelas y los medios de comunicación tienen la responsabilidad de educar para la conversación, la discusión y la fundamentación racional del pensamiento propio. La regla de oro de esta educación consiste en pasar de los argumentos “de” autoridad a los argumentos “con” autoridad. A los niños pequeños hay que mandarles las cosas con argumentos “de” autoridad, como si pudieran entender aunque no entiendan: “¡no atravieses la calle!”. Pero en la medida que el niño pida razones habrá que enseñarle que “los autos lo pueden atropellar”…, y así sucesivamente, hasta autorizarlo a cruzar incluso sin permiso.

Al nivel de la convivencia política adulta, los argumentos “de” autoridad no sirven, irritan, huelen a amenaza. ¿Qué impresión dejaría en el Parlamento un diputado que se negara aprobar una ley que despenalizara la venta de cocaína, argumentando que el consumo de cocaína es pecado y Dios aborrece el pecado? Para que el debate público se alimente de las convicciones éticas de los credos religiosos o filosóficos, estos deben convertir esas convicciones a una argumentación “con” autoridad ante los que no comparten la misma creencia. Deben demostrar su racionalidad en un lenguaje que, en vez de “vencer” a los adversarios, pueda “con-vencerlos”.

En las dictaduras se llama “autoridad” al que tiene más poder que razón. En democracia, al que tiene más razón que poder. Pero la razón no la tiene nadie exclusivamente, sino todos en la medida que, argumentando, buscan aquella verdad que les permite vivir en justicia y paz.

El catolicismo ante la individualización

Se agradece el informe del PNUD 2002 sobre los cambios de la religiosidad: es respetuoso de las pertenencias religiosas, valora su contribución a la cultura y, en lo que respecta a la Iglesia Católica, su diagnóstico debe considerarse importante para la inculturación del Evangelio. Esto, empero, con una cautela: la experiencia religiosa es irreductible a una definición de la cultura que se pone al servicio del “desarrollo humano”. La religiosidad debiera contribuir a la convivencia social, pero su valor excede cualquier funcionalidad empírica.

Del informe del PNUD podrían tratarse varios puntos: aquí nos detendremos en el de la individualización como amenaza y como oportunidad para la Iglesia Católica. Del modo como se encare este fenómeno dependerá que el catolicismo represente un obstáculo o una contribución a la elaboración del Nosotros colectivo que el informe persigue.

1.- Descripción del fenómeno

El informe del PNUD 2002 señala que los profundos cambios culturales se traducen en un fenómeno de individualización de los chilenos. Esta significa que “cada  persona debe definir por sí misma las elecciones, valores y relaciones que hacen su proyecto de vida. Es el resultado de la valoración social de la autonomía personal, de la pérdida de autoridad de las tradiciones y del aumento de alternativas en los modos de vida”[1]. En principio la individualización es vista como un bien y una oportunidad. “Constituye un gran aliciente para la expansión de la libertad, la tolerancia y los derechos cívicos”[2]. Pero si ella no es sostenida por la colectividad puede ser “fuente de agobio, soledad y frustración”[3], de lo que puede seguirse un debilitamiento de la entera sociedad.

A los comienzos del siglo XXI el proceso de individualización se ha profundizado, complicando la adquisición de la identidad personal: “Las identidades de clase, religiosas o políticas, aquellas que a mediados del siglo XX permitían a los individuos definir el contenido central de su proyecto vital, han pasado a ser elementos más bien secundarios. Y ningún otro referente parece ocupar hoy su lugar”[4].

La individualización es un proceso complejo que puede acabar bien si logra integrar las demandas de socialización con las de autenticidad personal, pero puede terminar mal si ella desemboca en una exacerbación de un Yo consistente en una afirmación de sí “carente de referentes colectivos fuertes y en oposición al entorno de sistemas y opiniones al que se atribuye el origen del Yo inauténtico”[5].

En este sentido, la individualización constituye un desafío al catolicismo. El PNUD postula la siguiente hipótesis: “la experiencia religiosa está cambiando bajo el impacto de los cambios culturales generales del país y,…en general, lo hace en la misma dirección en que avanzan los otros procesos: hacia la privatización de la construcción de sentido”[6].  La práctica religiosa católica tiende a desinstitucionalizarse. No nos parece, sin embargo, que la individualización conduzca de suyo a la desinstitucionalización. Preferimos ver en ella una oportunidad que se ofrece a las iglesias de acoger las demandas más auténticas de la subjetividad de unas personas que suelen extraviarse en su solitaria búsqueda del sentido de sus vidas.

Del mismo modo como la individualización afecta de diversa manera a los distintos sectores sociodemográficos, al hablar de catolicisimo, caracterizado por el reconocimiento de la sucesión apostólica y su expresión sacramental, hay que considerar varias y a veces muy diversas experiencias religiosas. La religiosidad popular, las generaciones católicas renovadas por el Concilio Vaticano II, la piedad tradicional de los barrios altos de Santiago, las comunidades de base inspiradas por Medellín y Puebla, los movimientos laicales y el creciente número de los “católicos a su manera”, son afectados por la individualización de modos distintos.

Del catolicismo, en consecuencia, y de la mutación general de la religiosidad de la que no puede escapar, no tenemos sino una idea general. En cada caso se requeriría un estudio especial. Con todo, no se puede desconocer que la individualización en curso afecta a Occidente en su conjunto y que la Iglesia Católica debe reconocer este fenómeno si quiere anunciar el Evangelio como una auténtica “buena noticia” para los hombres y mujeres de hoy. La “metamorfosis de lo sagrado” que afecta a la religiosidad occidental es tan grande -según Juan Martín Velasco- como la que tuvo lugar en el llamado “tiempo eje”, en torno al siglo VI a.C. y durante un milenio, en China, India, Persia, Grecia e Israel, y que se caracterizó por el paso de la conciencia religiosa cósmica a la reflexiva y de la conciencia colectiva a la de la identidad personal individual[7].

2.- La individualización como amenaza y como oportunidad

a)      Como amenaza

Este despliegue de la autonomía individual de los fieles en la medida que desemboca en una desinstitucionalización de la experiencia católica de Dios, representa un menoscabo de la autoridad de la jerarquía eclesiástica. A los pastores de la Iglesia Católica no puede darles lo mismo que los católicos tomen de la tradición religiosa y de sus enseñanzas lo que les sirve y dejen de lado lo que no. No extrañará que algunos católicos, sacerdotes o laicos, vean en la individualización un “pecado” de individualismo. En su caso, la inclinación natural será condenar el fenómeno y la cultura que lo propicia. Pero tampoco extrañará que muchos fieles vean en esta y otras condenaciones parecidas, la mera defensa de un poder que se resiste a ser compartido con los que reclaman una experiencia más libre y más personal de Dios. El informe del PNUD detecta la emergencia de una mirada crítica de los fieles sobre las iglesias.

Aun en el caso que la demanda de una experiencia subjetiva de Dios tenga mucho de individualismo, aun cuando la jerarquía eclesiástica no condene el fenómeno, el catolicismo no es inmune a la fuga persistente de adeptos, al descontento de algunos católicos con el modo de ejercer la autoridad de ciertos pastores, a la prescindencia de las normas de la moral sexual y familiar de hombres y mujeres, a la obtención de la identidad personal en el mercado y mediante el consumo, y a la pérdida del sentido trascendente de la Iglesia especialmente entre los jóvenes.

En un mundo vapuleado por cambios rápidos y profundos que crean mucha inseguridad, es probable que la Iglesia Católica conserve (no sin oscilaciones) un alto nivel de confianza entre otras instituciones. Pero no cualquier modo de asegurarse en la vorágine sirve. La religiosidad puede facilitar fugas hacia el pasado y el futuro, u ofrecer un refugio presentista. Es decir, falsas seguridades. Si el “libre examen” luterano ha pasado a ser un ingrediente cultural que muchos católicos hoy no tienen ante sí, sino dentro de sí, la Iglesia Católica ofrecerá verdadera seguridad a las búsquedas personales de Dios en la medida que integre positivamente este dato en su esfuerzo evangelizador. Al efecto ella debiera discernir en la metamorfosis “liberal” de la religiosidad contemporánea la acción del Creador, para corregirla y encauzarla en la dirección que el mismo Creador quiere darle. Por el contrario, el catolicismo como principio de identificación meramente contracultural no parece tener futuro. Podría tenerlo, pero como by pass del dogma de la Encarnación, si obliga a los sujetos a cargar con una escisión irreconciliable entre fe y cultura.

b)      Como oportunidad

La individualización o subjetivación es una amenaza, pero también una oportunidad para el cristianismo y para el catolicismo en particular. Aún más, al discernir en este fenómeno aquella libertad personal que por un título particular el cristianismo ha introducido en la historia de la cultura universal, la individualización representa una apelación “cristiana” a las iglesias cristianas. Al menos en este sentido la modernidad golpea las puertas de las iglesias como quien llama a su propia casa. Por el contrario, la importancia de la libertad para el cristianismo es tan grande que una condena indistinta de la individualización que hoy la enarbola significaría para las iglesias una especie de suicidio. Precisamente porque se trata de un proceso que merece discernirse en su valor, dado que no asegura que los individuos consigan su realización por sí solos y menos mediante la exacerbación de un Yo contestatario de la tradición común, se ofrece a las iglesias una posibilidad extraordinaria de mediar con sus tradiciones y comunitariamente una experiencia religiosa que de otro modo podría seguir cualquier curso privado posible.

Por cierto, lo que hoy se entiende por libertad no coincide exactamente con la libertad cristiana. La matriz de la libertad los cristianos la heredan de la fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. El mismo Dios que ha liberado a Israel de Egipto es quien ha creado libremente el mundo y ha dotado al hombre y a la mujer de libertad creadora. Un Dios trascendente y liberador, es el Dios que establece una Alianza de co-pertenencia con su pueblo, de acuerdo a la cual Israel, su elegido, debe responder de sus actos ante Dios mediante la observancia de unos mandamientos que actualizan su bondad.

Esta libertad, inseparable de la misericordia de Dios, los cristianos confiesan que ha hecho irrupción en la historia en Jesucristo, la autocomunicación libre más plena de Dios mismo y condición de posibilidad última de la respuesta libre del hombre al Dios que lo ama. La salvación cristiana recibe muchos nombres.  Uno de ellos es el de “libertad” y de “liberación”. “Para la libertad nos libertó Cristo”, sostiene San Pablo (Gal 5, 1ss). Cristo comunica su libertad. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17). La libertad cristiana tiene una estructura cristológica, a saber, pascual y trinitaria. Como hijos en el Hijo, los cristianos vienen del Padre y vuelven al Padre, por el camino del amor crucificado abierto por Cristo, el hombre verdadero, pero no sin su libertad y creatividad que el Espíritu Santo del resucitado infunde en sus corazones para conducirlos a la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

En virtud de su fe los cristianos saben que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2, 4), que Cristo ha revelado que la verdad de Dios es amor (cf. 1 Jn 4, 8) y que el Espíritu impulsa interiormente a los seres humanos sin exclusión a practicar esta verdad mediante el diálogo y la cooperación. Nada debiera ser más contrario al cristianismo que la pretensión de poseer exclusivamente la verdad, porque los testigos auténticos de la verdad la buscan en libertad en una historia que se hace con otros hombres y la historia no ha terminado. Dios aún no es “todo en todos” (1 Cor 15, 28).

En lo inmediato, el reclamo de libertad de la individualización de la experiencia religiosa es una oportunidad para que la Iglesia de Cristo, testigo de la verdad a lo largo de los siglos, acoja “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren…” (GS 1). Al deseo de protagonismo de los hombres y mujeres de hoy es inherente el desamparo, la enfermedad, la soledad, el fracaso laboral y matrimonial, la ruptura de familias y de naciones, la vergüenza de la marginación, como también el anhelo de un mundo más justo y fraterno. Las enormes transformaciones culturales atizadas por el desarrollo tecnológico y la globalización, estimulan en las personas búsquedas de respuestas nuevas a problemas nuevos. La mentalidad y la sensibilidad han cambiado. La oportunidad de que se trata exige de las iglesias una apertura a los sujetos concretos de este cambio de época, para lo cual será necesario hacerlos participar activa y creativamente en el discernimiento de la liturgia, la moral y el gobierno de sus iglesias que mejor represente la nueva humanidad que el Espíritu de Cristo está gestando en ellos.

Dicho en forma sintética: las iglesias se encuentran ante la oportunidad paradójica de reconocer que sus fieles son “personas”. Si la libertad en la cultura occidental tiene una poderosa raigambre judeo-cristiana, Occidente debe a la tradición cristiana el concepto de “persona” como uno de sus mejores aportes. En virtud de su origen cristológico y trinitario, es “persona” humana un sujeto distinto que, en libertad y verdad, se estructura “a partir de otros” y “para los otros”. Del espacio que los fieles católicos tengan en su Iglesia como “personas” dependerá, nos parece, la  inculturación del Evangelio de la libertad y el futuro de la misma Iglesia.

3.- El catolicismo como obstáculo y como contribución

 

a)      Como obstáculo

 

El informe del PNUD analiza “los cambios de las identidades y pertenencias religiosas” en la perspectiva del aporte que la religiosidad institucionalizada puede hacer a la elaboración del Nosotros colectivo nacional. De la privatización de la religiosidad, de la atomización de la sociedad en general, no se espera nada bueno. “Las formas asociales de la individualización pueden verse reforzadas por una tendencia privatista de la religión, y hacer aún más difícil la construcción de imaginarios colectivos”[8]. Por el contrario, de la mediación religiosa comunitaria de la subjetividad personal con todas sus expectativas y contradicciones ideológicas y emocionales, depende el aporte que la Iglesia puede hacer al país en su conjunto.

Una mala mediación eclesial de la experiencia religiosa, además de bloquear el despliegue de la individualidad de los fieles, puede constituir derechamente un estorbo a la convivencia nacional. Evidentemente que no se trata de un “todo o nada”. No existe la institución perfecta. En el extremo de las posibilidades, la Iglesia y la sociedad no pueden sino mirar a las sectas con desconfianza. La pretensión de posesión de una verdad que se impone absolutamente a la libertad de las personas, representa un peligro pequeño o grande para la entera sociedad, dependiendo del poder de la agrupación y de su voluntad política. Entre este extremo a veces posible y la imposible perfección de la institucionalidad eclesial, el PNUD detecta una molestia con la Iglesia Católica por “el ejercicio de las influencias tradicionales en los círculos de poder”[9] que los católicos no podemos pasar por alto.

b)      Como contribución

Desembocamos aquí en un punto clave. Legítimamente el informe del PNUD reclama por más democracia. El deseo de protagonismo que unos mismos sujetos tienen por el doble título de ser cristianos y de ser ciudadanos en una sociedad abierta, exige hoy que la Iglesia Católica reconozca que la democracia constituye un valor cultural por sí misma, y no un mero medio entre otros medios de organización política. La importancia de este reconocimiento tiene valor precisamente en el evento que nos convoca: necesitamos una democracia que permita a todos, también a las minorías religiosas o filosóficas, entrar en el debate de los mínimos culturales y jurídicos que garantizan la convivencia en justicia y paz. Sólo la democracia salvaguarda el pluralismo. El tema es complejo, pero más vale apostar a la posibilidad de un entendimiento entre los que pertenecemos a diversas tradiciones religiosas y humanistas, que entregar la configuración ética de la democracia al libre juego de fuerzas en el mercado de las creencias.

Nuevamente vemos en esto una oportunidad para la Iglesia Católica. También la democracia debe sus mejores valores, al menos remotamente, al cristianismo. La libertad, la igualdad y la fraternidad son valores centrales del Evangelio. La opción preferencial de Dios por los pobres proclamada  por los obispos latinoamericanos engarza con la sensibilidad social de la democracia contemporánea. El concepto cristiano de “persona”, mencionado más arriba, puede dotar a la democracia de un principio de respeto trascendente por el ser humano individual y de articulación de la convivencia a través del diálogo y la búsqueda de la comunión.

Los índices de adhesión a la democracia en Chile son preocupantes. Los distintos credos no debieran desentenderse de este dato. La Iglesia Católica puede hacer un aporte decisivo a la cultura democrática, si no a la democracia directamente. Lo hará si ella misma llega a ser más democrática[10]. No es cuestión de importar acríticamente un modelo político. La Iglesia no carece de fuentes propias para inventar los mecanismos de acogida de la individualización que de hecho ocurre en los fieles católicos y dar a ellos mayor participación en lo que atañe a su experiencia religiosa y en la organización de su propia Iglesia.

Al término del Vaticano II el Papa Pablo VI, navegando entre los que acusaban una inclinación antropocéntrica del Concilio y los que no veían en la fe cristiana más que una alienación, afirmaba: “que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre” (diciembre de 1965). Al tenor de estas palabras, creo que los católicos debiéramos colaborar hasta instalar la democracia en la idea del Nosotros colectivo, como condición de posibilidad de una sociedad en la que podamos vivir en justicia y paz creyentes y no creyentes, judíos y cristianos.

Jorge Costadoat S.J.

Esta ponencia fue presentada en el VII Encuentro de diálogo interreligioso organizado por la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el 20 de noviembre de 2003. En esta ocasión el título de la convocación fue “La identidad y experiencia religiosa en el Chile de hoy”.


[1] PNUD 2002, p. 189.

[2] Ibidem, p. 189.

[3] Ibidem, p. 189.

[4] Ibidem, p. 190.

[5] Ibidem, p. 202.

[6] Ibidem, p. 239.

[7] Cf. Juan Martín Velasco “Metamorfosis de lo sagrado” y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander, 1998 p. 10ss.

[8] Ibidem, p. 241.

[9] Ibidem, p. 240.

[10] Cf. Gastón Pietri El catolicismo desafiado por la democracia, Sal Terrae, Santander, 1999, p. 203.

Observación espiritual de los cambios culturales

El presente artículo es un esfuerzo por escrutar los cambios culturales en nuestra experiencia de cristianos comprometidos con el Señor en la vida religiosa.  Hemos recibido el Evangelio como buena Noticia y buscamos caminos para anunciarlo también a otros.  La cultura no la tenemos delante sin tenerla adentro, sin que ella nos reciba y sin que nosotros la reproduzcamos sucesivamente.  Nosotros mismos somos la cultura que debe ser discernida.   En la medida que constatamos esta verdad hemos de reformular la pregunta a partir de la cual nos aproximamos a la cultura.  Ya no nos preguntamos qué está ocurriendo en el mundo en que vivimos, sino qué “nos está ocurriendo”, a nosotros, religiosos latinoamericanos en este mismo mundo. Descubrir en nosotros cómo ocurre la inculturación del Evangelio, lo cual es condición para su anuncio.  De ahí el valor e importancia de responder con profundidad a esta pregunta.

Lo hacemos en la perspectiva teológica de los signos de los tiempos.  Nuestra postura es esperanzada: Dios actúa y actuará en la historia a través de Cristo y de su Espíritu.  Según la mente de Benedicto XVI, podríamos decir que el Verbo continúa haciéndose en nosotros “historia y cultura”.  Juan XXIII nos advertiría en contra de los “profetas de calamidades”, quienes añoran el pasado y ven siempre el futuro en decadencia.   Nuestro deseo es ser profetas de esperanza y ofrecer una mirada que ayude a combatir el malestar ante novedades o involuciones que pueden atemorizarnos.

Nuestra postura quiere ser lúcida.  Hacemos el esfuerzo de entender los fenómenos, discerniéndolos hasta donde podemos hacerlo. Nos ayudamos para esto de las explicaciones científicas de la cultura, que nos servirán en la medida que las comprendamos a la luz de la fe.  Aún así, humildemente debemos reconocer la dificultad de comprender está ocurriendo en nosotros en un mundo cuyo futuro nos resulta bastante impredecible y que vemos disputado entre fuerzas favorables y contrarias al Reino de Jesús, fuerzas que nos tironean de lado a lado.  Sin embargo, reconocer esta limitación no nos libera de la responsabilidad de ofrecer, dentro los límites de lo posible, una mirada que nos permita situarnos comprometida y responsablemente como religiosos en el mundo presente.  Es lo que este escrito quiere favorecer.

A continuación analizamos a la luz de la fe nuestra propia experiencia bajo cuatro aspectos, los correspondientes a cuatro signos de los tiempos.

1.- Experiencia del tiempo como “presente”

La época actual acentúa el valor del presente y ello supone tanto una oportunidad como una amenaza para la vida consagrada.  Por un lado constatamos que el presente lleva las de ganar.  Bajo muchos respectos los tiempos pasados no fueron mejores que los actuales, incluso para algunos ellos fueron muy malos.  No los echamos de menos. Pero al mismo tiempo está en muchos de nosotros la nostalgia de gestas heroicas.  Guardamos el recuerdo de un “relato”, una misión que daba en el clavo en lo que se necesitaba, hubo pastores…

Integrar la tensión que existe entre el valor del pasado y el amor al presente es un desafío que como vida religiosa debemos enfrentar.  Los viejos tienden a vivir de los recuerdos, esto es así y es justo permitírselos.  Pero no habría derecho a impedir que los demás, especialmente los más jóvenes, amen la vida que tienen, prueben y se equivoquen, y vayan explorando nuevas posibilidades de evangelización.  Es un asunto de justicia, pero sobre todo un reclamo cultural.

Junto con reconocer la legitimidad de vivir el presente, hemos de buscar caminos para transmitir la sabiduría contenida en la historia vivida.  Puede ocurrir que los jóvenes no quieran mirar al pasado porque se han cansado del “cuento” de los mayores. “Siempre lo mismo: el 11 de septiembre, Pinochet…”.  En este caso, sin embargo, se corre el riesgo de no trasmitirse a la generación siguiente una experiencia importante.  El hombre solo aprende de sus errores.  Por otra parte, la fuga del pasado puede deberse a las culpas que nos persiguen. Tampoco están libres los jóvenes de heredar la culpa -y el disimulo- de sus padres.  En Chile hay tantos que lograron pasar desapercibidos en su postura frente a las violaciones de derechos humanos, que se ha hecho normal escabullirse. Se dirá que la vida necesita del olvido; que no habría que despreciar el presente, porque seríamos injustos con la vida que se nos ofrece hoy, y que sería inútil ir a recuperar el tiempo perdido.  Cabe argumentar diciendo que el presente reclama lo suyo y es justo dárselo.  Que Dios nos quiere felices ya, que el placer no es pecado y que Dios nos ha hecho gozadores.  Y, aún cuando hay mucho de verdad en todo esto, el olvido del pasado es arma de doble filo.  Si bien no podríamos recordarlo todo, de hecho nadie tiene capacidad psíquica para algo así, no podemos olvidar que somos lo que llegamos a ser.  Sin actualizar el pasado nos desmoronamos.

La otra cara de la moneda es una reminiscencia del pasado que puede conspirar contra un reconocimiento del valor del presente.  No se puede descartar que algunos disfrutemos mirando al pasado, celebrando las antiguas batallas. Pero esta posibilidad no autoriza a negar la importancia de poner la mirada en los signos de “estos” tiempos.  Ante todo se trata de contemplar la acción sorprendente, pero a menudo humilde, de Dios en los nuevos acontecimientos.  Y, si de esto se trata, también puede haber jóvenes que, asustados con los cambios, piensen en reeditar una vida religiosa estereotipada, “más santa”. El conservadurismo puede darse en los jóvenes incluso más que en los viejos.

La experiencia del tiempo puede, además, considerarse bajo otro respecto. Los religiosos, al igual que los contemporáneos, queremos que ya ahora nuestro trabajo sea exitoso y placentero. Tal vez como nunca antes la frustración estriba en “no ser” o “no tener” lo que se quiere en el presente. La rutina es tolerable, pero no necesaria. Somos capaces de postergar la felicidad con tal de disfrutar el momento. La entretención determina el rating. La televisión es, sobre todo, diversión.  Puesto que esta constituye un fin muy estimado en nuestra cultura, también nosotros preferimos entretenernos con nuestros apostolados. Hoy, en “tiempo real”, cuando el sector privilegiado de la humanidad cuenta con los medios para comunicarse inmediatamente con los demás, podemos tener un trabajo apostólico “sensacional”. En principio es legítimo. Si se puede, por qué no desearlo. La vida, las clases, el trabajo, bien pudieran serlo. No hay razones para despreciar esta posibilidad. Es perfectamente digno quererlo e intentarlo. Buscar éxito apostólico inmediato, nada tiene de malo. ¿Para qué postergar la eficacia? La formación nos tomó tantos años… Los años que nos quedan son para rendir al máximo. Lo antes, mejor. Nuestra cultura nos pide resultados ahora (ventas, puntajes, metas). Si estos están a la mano, sería absurdo renunciar a ellos.

Los tiempos nos imponen ser divertidos. Queremos ser simpáticos. Pero los aplausos suelen corromper. Más aun cuando no solo se trata de divertir a los demás, sino de divertirnos con nosotros mismos. La pretensión de entretención puede ser corrosiva de la disposición a la obediencia, de la aceptación de los trabajos que nadie quiere, de las iniciativas más inseguras, de los riesgos de la fama y demás asperezas de la misión. El inmediatismo puede arruinarnos. El “presentismo” puede segarnos el futuro.

Además de lo anterior, el presente reclama su derecho porque el futuro es incierto: el trabajo es inseguro; los compromisos definitivos fallan; el progreso se ha vuelto peligroso; las guerras están siempre a la espera; la manipulación genética da escalofríos; las posibilidades de involución económica y cultural están a la puerta. No se puede mirar hacia adelante más que con anteojeras, oteando selectivamente lo que cada cual pueda buenamente forjar para sí y los suyos más cercanos. No es fácil pedir a todos que piensen en clave de “bien común”. Si no fuera por la fe, tendríamos poderosas razones para desanimarnos: la lenta renuncia al Concilio Vaticano II y una Iglesia seca en pastores y profetas; congregaciones que se pasman; centros de formación que se concentran. No nos faltan documentos orientadores… Pero el mal espíritu nos convence de que estamos en retirada.

¿Para qué entonces pensar en el futuro si ahora podemos sacar partido a lo que tenemos? Podemos agachar la cabeza y trabajar… Podemos hacernos de una parroquia personal, crear un archivo de direcciones que nos contacten a diario, incursionar en las páginas web o generar algunas amistades más jóvenes que nos mantengan al día… Porque si lo que manda es el presente, si lo que nos mueve es la obsesión por el reconocimiento actual, no podemos soñar a 100 años plazo. Y no podemos hacerlo, porque el futuro a 100 ó 200 años, más que nunca, es un albur.

En esta clave cultural de temporalidad una inculturación del Evangelio tiene mucho paño que cortar. ¿Cómo anunciar en este tiempo al Señor de la historia? Esta es la pregunta. El mismo Señor podría respondernos, “buscad el Reino y su justicia, y el resto se les dará por añadidura”. A lo cual se podría agregar: el Reino es el kairós cumplido con la Encarnación, el acontecimiento decisivo que redime el pasado y abre el futuro porque revela que este mundo no es mero mundo, sino creación de un Dios providente y responsable de sus criaturas; el Reino es Jesús que ama sin arredrarse ante la muerte, y es Cristo que, resucitado, ubicado ahora al centro del universo y de la historia, por medio del Espíritu, abre la cultura a su dimensión trascendente; el Reino es la eucaristía como memoria passionis, como recuerdo de las víctimas del pasado, y como anticipo del perdón y de la reconciliación que redimen a la experiencia egoísta, mezquina y timorata del presente. El Señor podría también decirnos, el Reino de los cielos se parece a una semilla de mostaza o a un hombre que buscaba perlas finas…

 2.- El pluralismo

El pluralismo es signo de estos tiempos.  La emergencia de nuevos sujetos humanos y el reconocimiento de sus derechos civiles y sociales no puede no ser visto como una señal de la Providencia.  Incluso  donde el pluralismo no es resguardado jurídicamente, representa un valor cultural considerable. Hoy se tiene alta estima de la opinión de los demás y de sus estilos de vida, lo cual supone un aprecio por la apertura mental y el diálogo como vía de entendimiento. La tolerancia se erige como una expresión precisa del reconocimiento que cada cual merece en virtud de su diferencia personal, racial, cultural o religiosa. La actitud de aprecio de las diferencias gana los corazones y produce variados modos de convivencia. Pero cuando no se llega a tanto, nuestra cultura valora la tolerancia como una virtud mínima que favorece el entendimiento pacífico. Concomitante con todo esto, quiéraselo o no, en Occidente prevalece el “libre examen” y el reciente “giro hermenéutico de la razón”. La verdad que nutre la libertad, exige una interpretación y quien dice tenerla, es sospechoso de querer imponerse a los demás.

Muchos religiosos nadamos bien en estas aguas, sintonizamos fácilmente con el reclamo a la libertad de conciencia y los movimientos sociales liberacionistas. Nos gusta que la gente sea protagonista de sus vidas y no nos asusta, al contrario, promovemos que las personas lo intenten probando y equivocándose. La verdad, en definitiva, es Jesucristo, el acontecimiento escatológico que nadie puede acaparar y que todos sin excepción deben encontrar en sus propias vidas y culturas a lo largo del tiempo.

Pero nosotros mismos comenzamos a experimentar las consecuencias de un pluralismo que, mal entendido, llevan al individualismo y, de este, a la fragmentación anímica y social, al relativismo y a la pérdida del sentido de la vida. El pluralismo es signo de los tiempos pero, sub contrario, también lo es la crisis de la unidad. El signo de los tiempos es la libertad, la búsqueda de la autonomía, su reivindicación y su reconocimiento político y jurídico. Pero, en el reverso de esta moneda, las sociedades naturales o elegidas, las autoridades y las instituciones, experimentan una presión que compromete a veces esa unidad que, en última instancia, es condición de posibilidad de aquella misma libertad y de los derechos que la salvaguardan.

El nefasto individualismo nos ha entrado en la sangre, debemos reconocerlo. La pluralidad convertida en individualismo nos arrastra a relativizar las relaciones con los demás, hasta desinteresarnos por ellos o simplemente utilizarlos. En este caso el pluralismo, paradójicamente, se devora a sí mismo.  El relativismo nos amenaza cuando absolutizamos un valor que solo es tal en referencia a otros valores.  Entonces, perdemos de vista que nuestra historia es un camino de humilde tras una verdad que verdaderamente dé consistencia y sentido a nuestra vida.  Por el contrario, la atomización pluralística de la verdad, y subrepticiamente, la apropiación de toda verdad sirve a nuestros mezquinos intereses. Es curioso advertir que el relativismo moral se amiga con un tipo de tolerancia que, a corto plazo parece deseable, pero a fin de cuentas resulta deletéreo. Allí donde se pasa del respeto a los demás a la indiferencia ante los demás, con mayor razón cuando se desvirtúa un principio neutral y universal que regule sus relaciones, el tan querido pluralismo acaba en el predominio de los fuertes sobre los débiles.

La verdad y la justicia exigen la relatividad y excluyen el relativismo. Ellas relacionan a unos con otros, son el resultado de la relación de unos y otros, y sucumben en cambio cuando unos prescinden o se imponen a otros. En realidad, no hay auténtico pluralismo fuera de los cauces del bien común, esto es, de la unidad como comunión.

El pluralismo se adentra en nosotros y nos exige tomar una posición política. En primer lugar, produce efectos benéficos en personas a las que la sociedad ofrece ser miembros suyos, reconociéndoles el derecho a un lugar digno, a condiciones morales y materiales mínimas para desempeñarse, y a mecanismos para progresar. En segundo lugar, el pluralismo consigue estos bienes mediante una articulación política democrática. En una sociedad pluralista y democrática las personas, por lo general, se sienten consideradas y capacitadas para participar en algún grado en la toma de decisiones acerca del bien común. El pluralismo mengua, en cambio, en los regímenes políticos dictatoriales o autoritarios, con las conocidas secuelas de miedo e inhibición en las personas. El pluralismo y la democracia se dan la mano, especialmente cuando en la sociedad los medios de comunicación social hacen de ágora en el cual los ciudadanos pueden enterarse de los asuntos comunes y formarse una opinión en relación a las posiciones en disputa. Por supuesto que las sociedades, aun siendo pluralistas y democráticas, no gozan de toda la transparencia que las personas necesitan ni están libres de la manipulación mediática de los dueños de los medios. Pero en ella los motivos de malestar y frustración son más visibles, y dan menos pie a los rumores que tanto enrarecen la confianza que la convivencia requiere.

El pluralismo, ni siquiera asegurado democráticamente, garantiza la realización que las personas demandan. Pues en sociedades en las que lo plural acaba en la atomización, allí donde los procesos de individuación conducen a la conversión de las personas (relacionadas) en individuos (aislados), el paso a soledad y a la exclusión está muy cerca. Las sociedades latinoamericanas malamente integradas, con o sin democracias, experimentan la pobreza como exclusión. Esta, según Aparecida, no es cosa solo de “‘explotados’, sino ‘sobrantes y “desechables’” (DA 65).

Esto se aplica tanto al interior de nuestras comunidades como en el modo de situarnos como religiosos en el mundo actual.  Podemos hacer de nuestras instituciones espacios de pluralismo y diálogo fecundo, capaces de fortalecer la pertenencia de nuestros miembros, potenciar a las personas y comprometernos en un proyecto común o permitir que nos gobiernen tendencias autoritarias que inhiben y marginan.  Podemos contribuir con una sociedad democrática o hacernos cómplices de sistemas que no lo son y que finalmente conducen a la pobreza que excluye y margina a muchos.  Lo que no podemos es pensar que lo propio nuestro es la neutralidad frente a estos dinamismos: necesariamente siembro o desparramo.

La polaridad entre la pluralidad y la unidad es estructural en el ser humano. En la filosofía remonta a la clásica distinción entre lo uno y lo múltiple. En las religiones el problema se replica y, en el cristianismo, encuentra en la respuesta trinitaria su mejor articulación. En la Encarnación el Hijo asume la creación en toda su diversidad; bajo otro respecto, en Dios las personas no son anteriores ni posteriores a la comunidad, sino que esta se constituye por una comunión recíproca, mutua y perijorética, en virtud del amor que Dios es y que le permite manifestarse.  Constituirnos en espacios que afirmen la pluralidad en la unidad, es el gran desafío.  Solo seremos constructores de aquello que seamos como vida religiosa.  A nosotros religiosos nos toca vivir este misterio y anunciarlo a las personas y a la sociedad.

3.- La era de la tecnociencia

Uno de los signos de los tiempos más poderosos de nuestra era es la tecnociencia, su capacidad para transformar la realidad e impactar en las personas. La tecnociencia consiste en la amalgama de la investigación científica y la tecnología, y, a la vez, de ésta con la economía de producción de bienes. La técnica siempre buscó eficacia (capacidad transformar) y eficiencia (optimización de los recursos). En la modernidad la técnica se sirve de una ciencia que objetiviza la realidad en cifras matemáticas. La industria invierte en investigación con el propósito de trasformar la realidad en bienes que se transan en el mercado. La realidad, en virtud de la capacidad de la tecnociencia, tiene un valor tasable en cifras económicas.

Si bien el desarrollo tecnológico, bajo el impulso económico, ha mejorado inmensamente las condiciones de vida de la humanidad, también ha traído para la ciencia una pérdida de gratuidad.  Uncida al carro de la técnica, que a su vez está al servicio del capitalismo, la búsqueda desinteresada de la verdad y la contemplación de la verdad, en definitiva, ocupan un lugar marginal en la cultura. Lo real es mensurable, controlable, manipulable y, por último, comercializable. Lo que vale es el producto de la tecnociencia que se transa en el mercado. Por esta vía, los medios se transforman en fines. Las metas de la vida humana -metas que en la perspectiva de la antropología cristiana no pueden ser sino gratuitos- se desdibujan. La ingeniería genética, por ejemplo, promete lo imposible a los desafíos de la salud, tras lo cual las personas quieren vivir a cualquier costo. Y así en otros campos. Los padres y las madres, otro ejemplo, trabajan horas extras, con horarios cambiados, ahorrando para que sus hijos sean universitarios, pero dejando a veces a sus hijos en el más completo abandono. La sustitución de los fines por los medios, por los instrumentos, por lo “secundario”, desquicia a nuestra sociedad. La utopía materialista se nutre de la máxima capitalista del progreso ilimitado, todo lo cual tiene efectos profundos en la psiquis de las personas. Y, de paso, aun elevando la calidad de vida de las masas, necesariamente excluye a los que no pueden pagar su participación en esta cultura.

La cultura científica y técnica funciona en clave teleológica. Se mueve por utopías intramundanas. Concibe el futuro como mera transformación de una realidad que excluye el don gratuito que son las personas para sí mismas y es, por definición, aun cuando no lo sea por declaración, atea. No extraña, en consecuencia, que los cristianos más lúcidos de su condición vivan incómodos en este mundo. El cristianismo opera en un registro escatológico. Para la fe cristiana el fin de la historia se cumplió ya en Cristo, de un modo completamente gratuito, y está por verificarse en plenitud a través de un progreso que depende del uso de la razón, de la ciencia y de la técnica, pero que se ordena a la gloria de Dios, a la alabanza del creador, que ocurre mediante un compartir gratuito entre los seres humanos. Los cristianos no son optimistas ante el futuro, tienen esperanza, que no es lo mismo. Construyen el futuro, pero incardinando la óptica teleológica del progreso en la matriz escatológica que requiere la tendencia secular a la utopía, la corrige y la lleva a plenitud. Para los cristianos la muerte, la enfermedad, el deterioro no son males absolutos. Tiene una dimensión creatural que, en Cristo, hace las veces de condición para alcanzar una vida más plena.

También a los religiosos la tecnociencia nos seduce. Aunque la espiritualidad cristiana abunda en recursos para centrar las cosas en la gratuidad del amor de Dios, algo sucede que nos fascinan los medios. No podemos carecer del computador de última generación. A veces nos consideramos tan necesarios que nuestro gasto per capita puede alcanzar para sustentar a más de una familia pobre. Se nos puede olvidar que el éxito que verdaderamente importa no se ha debido nunca a los instrumentos sino a la gracia de Dios, la cual a menudo necesitó más el martirio que muchos aparatos.

Suele ocurrir que predomina en nosotros el paradigma teleológico por sobre el escatológico. Los separamos, pero luego no podemos unirlos y terminamos quedándonos con históricamente predominante. Este nos persuade: somos tan necesarios que nos cuesta enfermar, envejecer y morir. Pero también se dan casos de religiosos que no se aferran a la vida. Así significan el Reino. Nuestro mundo tiene enorme necesidad de un testimonio de gratuidad y abandono en la Providencia.

4.- La metamorfosis de la religiosidad

La humanidad, especialmente Occidente, asiste a una de las transformaciones religiosas más grandes de su historia. La metamorfosis de la religiosidad es equivalente a la del tiempo eje, aquel período que se extendió por unos mil años, antes y después de Cristo, en el que cuajaron las grandes religiones monoteístas. Los factores del cambio pueden ser muchos. La globalización ha incidido en una fluidez y una compenetración de los credos y de las prácticas religiosas.  Si bien esto es algo que no ocurre por primera vez en historia, se presenta como una fuerza que enriquece y amplía las posibilidades de encuentro con Dios acorde con las nuevas maneras de sentir el mundo como no se había visto nunca.

Las religiones tradicionales han entrado en crisis. Las instituciones religiosas se agrietan. Sus dirigentes pierden autoridad ante sus fieles. Estos quieren elegir por sí mismos qué creer y a quién obedecer. Predomina en el ambiente un amplio pluralismo. Y, como revés de la trama, un individualismo que acarrea soledad y desorientación. La cultura, los mismos cambios religiosos, han dejado a las personas sin la base cultural que da sentido a sus vidas. Rota la unidad tradicional del mundo que las acogió al nacer, las personas vagan entre ofertas de espiritualidad y agrupaciones que les otorguen contacto con Dios e identidad.  Tienen hambre de autocomprensión y de reconocimiento, pero no lo sacian solo con emancipación religiosa, eligiendo y sintetizando solas sus creencias. Han ido a buscar dentro de ellas mismas, se han ensimismado y han sucumbido al intimismo, para saltar luego afuera queriendo encontrar a Dios en aventuras colectivas novedosas (esotéricas o sectarias) o ultra tradicionales (que les ofrecen religiosidad que no está, sin embargo, a la altura de los cambios culturales en curso).

El ambiente religioso católico acusa estas tendencias. Hoy se caracteriza, sobre todo, por una enorme fragmentación. Desde el Concilio a esta parte se han abierto muchas posibilidades de identificación, de agrupación y de oración. El problema es la falta de comunicación que suele darse entre las diversas modalidades de ser católicos. Algunas veces se ha operado una suerte de sectarización de las pertenencias que conspira gravemente contra la catolicidad de la Iglesia y el espíritu de comunión en la pluralidad. El secularismo predominante ha liberalizado los vínculos tradicionales de la unidad, estimulando reacciones preconciliares de repliegue a lo conocido y de condena del mundo actual y de toda novedad. Estas reacciones se han vuelto militantes cuando encuentran en el compromiso social de la Iglesia una amenaza a posiciones adquiridas. La derechización de la Iglesia es una amalgama de miedo a los cambios y de búsqueda de reconocimiento, de amor a Dios y de necesidad de ungüento religioso a privilegios sociales injustificables.

La recepción del Vaticano II sigue siendo el gran desafío de la Iglesia Católica y, en ella, el gran desafío para nosotros como consagrados. A cincuenta años de su convocación, están aun presente las tensiones que lo requirieron; sobreviven los que ganaron y los que perdieron, y sus descendientes. El Concilio impulsó el surgimiento de una Iglesia latinoamericana, estimuló una obra de evangelización impresionante y gatilló el nacimiento de la primera teología propiamente local. La Iglesia Católica en América Latina ha cambiado de rostro.

Muy pocos discuten abiertamente los postulados dogmáticos y pastorales del Vaticano II, pero en la práctica las cosas son distintas. El predominio de la modernidad tardía y la incertidumbre acerca del futuro de la humanidad, han revitalizado, como reacción, a esa generación de  “anti-modernistas” que no se dio cuenta que la Iglesia tenía que cambiar y que hicieron lo posible por bajarle el perfil o sabotear el Concilio. Estos son los seguidores de Lefebvre, pero también muchos otros cuya actitud eclesial ante el mundo actual se caracteriza por el miedo y por insistir en la superioridad del sacramento por sobre la inculturación del Evangelio. Muy preocupante, en este sentido, es la nueva generación de obispos y de sacerdotes que actúan como si el sacerdocio ministerial fuera más importante que el sacerdocio común de los fieles. La novedad del Vaticano II consistió en lo contrario. De aquí que este olvido haya desembocado en la formación de un clero que tiene dificultades para comprender los cambios culturales. No hay duda que la actual crisis del catolicismo latinoamericano detectado en Aparecida -aunque Aparecida no lo reconozca- tiene mucho que ver con el nuevo sacerdote que ni conoce bien la doctrina ni la interpreta correctamente; que asegura la celebración de la eucaristía, pero deja caer las comunidades de base; que encara el mundo como enemigo y no como obra de un Dios que sigue creando.

En estos tiempos se presenta a la Iglesia una oportunidad única de anunciar el Evangelio a una humanidad huérfana de trascendencia y de pertenencia. La Iglesia es un punto de referencia al que, no obstante todas sus inconsecuencias, los contemporáneos dirigen la mirada esperando de ella una iluminación o un juicio. Los gobiernos quedan cortos en la oferta del sentido. A los Estados no les corresponde pedir “amor” a los ciudadanos ni tampoco ofrecer “compasión” o dar “toques de magia” a la vida humana.

En suma, a los cristianos nos une una doble lealtad, al mundo como creación de Dios y a la Iglesia como Pueblo de Dios. En este pueblo, uno entre los otros pueblos que Cristo ya ha redimido, debemos aguantar variadas tensiones. Todos estamos en camino. La impaciencia y la desesperación por la lentitud con que se avanza son comprensibles, pero no debieran apartarnos de lo fundamental: la Iglesia, los religiosos en ella, tiene que significar en el mundo su hondo deseo de unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (LG 1). Esta unidad es obra del Espíritu y se anticipa como una comunión que, no se puede olvidar, solo se alcanzará en plenitud con la Parusía.

Evangelización de la cultura

El Evangelio del Mateo concluye con un envío de Cristo resucitado a sus discípulos a bautizar a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que conozcan la buena noticia del reino de Dios (cf., Mt 28, 18-20). Desde entonces la evangelización constituye un imperativo para todo bautizado. Esta es nada menos que su misión. Los cristianos deben anunciar a Jesucristo como salvador del mundo en el nombre del Dios que lo creó.

El núcleo del mensaje no es otro que el proyecto de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre proclamó el advenimiento del Reino de Dios y, luego de su muerte y resurrección, la Iglesia anunció a Cristo mismo como triunfo de lo que Jesús trato de comunicar y por lo cual vivió. El Reino, la proclama de Jesús, consistía en el predominio de la misericordia de Dios sobre los pobres y los pecadores. Había que creer que Dios ama a unos y a otros, porque es Padre de todos como lo es de Jesús. La sentencia “felices los pobres” resume el Evangelio: Dios ama a los que padecen la miseria y injusticia, y a quienes se arrepienten de haber humillado a los demás y confían en el perdón de Dios; estos son, dicho de otro modo, los “pobres de espíritu”. Los “pobres” y los “pobres de espíritu” habrían de creer que Dios puede lo imposible: amar desinteresadamente a los que no merecen ser amados. Los sufrientes (hambrientos, enfermos, encarcelados, endemoniados, explotados, abandonados y tantos otros), que no salen adelante solos; y los pecadores, cuyas obras debieran avergonzarlos.

El Evangelio lo resume Jesús también de otra manera cuando invita a llamar a Dios “Padre”. Hasta la época no era normal invocar a Dios de esta manera. Constituía un exceso de confianza dirigirse a Él como Abbá, papito. Este que fue el centro de la vida espiritual de Jesús, habría de transformarse en el primer motivo de la oración de sus discípulos. El Maestro les enseñó el Padre Nuestro, revelándoles la originalidad mayor del Dios de Israel. Si Él es Padre de todos sin excepción, los cristianos se distinguirían en el mundo por su fraternidad y por sus esfuerzos por hermanar a la humanidad mediante el perdón recíproco y la acogida incondicional del prójimo.

Evangelización e inculturación

El año 1975 el Papa Pablo VI constató un divorcio entre el Evangelio y la cultura. Por casi dos mil años en Occidente se había logrado formar una cultura cristiana. Independientemente de los innumerables “peros” que merece esta afirmación, el cristianismo prosperó en la cuenca del Mediterráneo, tierra adentro y en las colonias europeas en el resto del planeta. El mensaje de la Iglesia por siglos no solo había penetrado en el corazón de las personas sino que, a través de estas, había podido generar valores, símbolos, modos de vida inspirados por Cristo. El Reino de Jesús se hizo cultura, aunque lo fuera en una medida que nos es imposible de discernir del todo. Y no podía ser de otro modo. Como ha recordado recientemente Benedicto XVI, el Hijo al encarnarse se hizo de algún modo “historia y cultura” (Conferencia de Aparecida, 2007). Nunca el Evangelio se dio fuera de una cultura. Pasó del ámbito judío al helénico, y a otros. Pablo VI declaró en Evangelii Nuntiandi que la síntesis cultural de su época acusaba una ruptura dramática. Desde el ’75 a esta parte la crisis se ha agudizado. Sin embargo, al anuncio de Jesús se le han abierto otras posibilidades.

Del mismo modo como el cristianismo experimentó tempranamente una asimilación griega, hoy puede ocurrir algo parecido en las muchas culturas de la tierra. La crisis declarada por Pablo VI no es mortal. La síntesis occidental se ha roto en varios países (aquí hay que distinguir ciertamente, la situación del cristianismo europeo, del norteamericano y del latinoamericano); la cultura moderna se ha desarrollado en conflicto con la tradición cristiana. Pero entre Evangelio y Modernidad hay puntos de encuentro, y entre Evangelio y otras culturas también. No debiera extrañarnos. Es Dios mismo que actúa en la historia humana, estimulando un encuentro racional entre sus criaturas.

Esto mismo, la posibilidad de entendimiento y convivencia de la humanidad en tiempos de globalización hace más necesaria que nunca la evangelización de las culturas. Pero requiere, además, una inculturación del Evangelio. En el primer caso son los cristianos los que cumplen su misión de anunciar a Jesucristo y, como los primeros discípulos, invitar a los pueblos a bautizarse. En el segundo caso, han de ser los otros pueblos y las gentes más diversas las que han de apropiar el mensaje del Reino en sus propias categorías culturales. Tal como en la antigüedad la evangelización del helenismo supuso una helenización del Evangelio, hoy se hace necesario que la proclamación de la paternidad de Dios sea comprendida en China, India, Mozambique y otras tierras, en las categorías culturales e idiomas de estos pueblos.

La inculturación del Evangelio complementa la evangelización de la cultura. Los cristianos como personas, pero también con cultura cristiana deben dar testimonio de la hermandad universal ante otros hombres. No pueden no hacerlo. Esta es su misión. Sin embargo, el Evangelio no debiera imponerse a la fuerza. Al mensaje de Jesús es inherente una acogida libre y en el lenguaje del que se convierte a su novedad. El concepto de inculturación es reciente en la pastoral de la Iglesia. Proviene de las misión cristiana en Asia como un correctivo decisivo a la expansión colonialista occidental. India, China, Africa entera son muy concientes de la función ideológica de la religión de Occidente. No están aceptando misioneros blancos. Si el Evangelio alguna acogida pudiera tener en estos continentes, la tendrá en su cultura. Aloysius Pieris, teólogo cenegalés, piensa que para que haya fe en Cristo en Asia debiera haber una iglesia asiática. ¿Podría haber una liturgia coreana, vietnamita, indonesiana…?

Una Iglesia latinoamericana

En América Latina se nos ha planteado este mismo desafío. En la Conferencia General del Episcopado tenida en Medellín (1968) la intención era aplicar los resultados del Concilio Vaticano II a la Iglesia de este continente. Pero resultó algo ligeramente distinto. La creación del CELAM liderada por hombres como Manuel Larraín y Helder Camera, ya presagiaba el surgimiento de una iglesia local latinoamericana. Los obispos en Medellín observaron con los ojos de la fe la realidad de sus países y descubrieron que el anuncio de Cristo debía hacerse cargo de la miseria y de la injusticia institucionalizada que aquí se padecía. Propugnaron así un cristianismo que volvía a anunciar “felices los pobres”.

La Conferencia de Puebla (1979) hizo suya la encíclica Evangelii Nuntiandi. Impulsó una evangelización que, ante el peligro del secularismo, tuvo muy en cuenta la cultura latinoamericana, rehabilitó el valor cristiano de la religiosidad popular y, en línea con Medellín, formuló la “opción preferencial por los pobres”. Desde entonces la Iglesia universal ha reconocido a la latinoamericana este mérito. El concepto alcanzó una difusión universal a través del magisterio de Juan Pablo II. Entre Medellín y Puebla surgieron en América Latina una multitud de comunidades eclesiales de base en las que se comenzó a leer la Biblia, relacionando la Palabra de Dios con la vida concreta de las personas. Despuntó la “Iglesia de los pobres”. Y, en relación con ella, la Teología de la liberación, hay que reconocerlo, la primera teología propiamente latinoamericana.

La Iglesia, sin embargo, no avanza en línea recta. Madura los cambios poco a poco. El Concilio significó una verdadera revolución teológica y eclesial. En cuatrocientos años, desde Trento, no hubo un concilio de la importancia del Vaticano II. Las aguas se agitaron. Se despertaron esperanzas desmesuradas. Unos quisieron ir muy rápido, otros prefirieron volver atrás. La confrontación ideológica de la Guerra fría complicó la recepción de las nuevas ideas, y el progresismo liberacionista popular fue frenado en seco. La Conferencia de Santo Domingo (1992) fue prácticamente intervenida por la Santa Sede. Los obispos reunidos difícilmente aprobaron un documento final. Este, no obstante las dificultades, tuvo la virtud de confirmar la opción fundamental de Puebla y de desarrollar el concepto de inculturación como no lo habían hechos las conferencias anteriores. Santo Domingo abrió la puerta a un cristianismo sensible a las diferentes etnias del continente. La teología latinoamericana de los últimos años ha hecho suyo este nuevo campo.

En Aparecida las aguas se han calmado. El ambiente en que se desarrolló la conferencia fue, en general, de gran cordialidad. El documento final ha dejado contentos a progresistas y conservadores. Incluso teólogos de la liberación pudieron hacer llegar sus planteamientos y fueron oídos. Aparecida tuvo ante sus ojos un escenario nuevo: los enormes cambios en la sociedad y las personas causados por la globalización. La V conferencia se abocó a discernir este fenómeno cultural, distinguiendo aspectos positivos y negativos. Los obispos constataron un serio debilitamiento del catolicismo latinoamericano. Y, estrechamente vinculado a la erosión de esta tradición, detectaron la dificultad para transmitir la fe cristiana de una generación a otra, en tiempos de individualización cultural y de libre elección de las creencias.

Aparecida ha sido una conferencia de comunión en la Iglesia latinoamericana. Ella pudo ahondar aún más la opción por los pobres. Siguiendo las palabras de Benedicto XVI ha proclamado la índole cristológica de esta opción eclesial. Ya no es posible ser cristianos sin optar por aquellos a quienes Jesús proclamó “felices”.

Esta última conferencia episcopal, cuarenta años después de Medellín, constituye un hito en el surgimiento de una Iglesia culturalmente distinta. Todavía está por verse cuánto más los sujetos latinoamericanos, indígenas, mujeres, jóvenes, intelectuales, etc., acogerán el Evangelio que la Iglesia les predica en su propio lenguaje y su condición particular.