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Mucho más que un cuento

Hércules González González, obrero de la construcción, fue detenido por sospecha cuando circulaba ya tarde en pleno barrio alto de Santiago. Ese invierno lo penetraba todo. Los policías lo condujeron a la comisaría y de allí, al día siguiente, a un juzgado de menor cuantía. El juez, viendo que se trataba de un hombre bueno, que nada malo habría hecho, lo dejó ir sin problemas. Pero, antes de soltarlo, se encargó de precisar un asunto:

 – “¿De dónde sacó Usted que lo recogió el Padre Hurtado?”

El pobre hombre infló el pecho de orgullo y contó su historia:

– “Nunca tuve papá ni mamá. Lo primero que recuerdo de mi vida son las fogatas bajo los puentes. El Padre Hurtado me sacó de allí y me llevó al Hogar”.

– “Perdóneme, Señor González, pero una cosa es que Usted haya dormido una o muchas veces en el Hogar de Cristo y otra que haya conocido al Padre Hurtado en persona…”

– “No, no. El ‘patroncito’ me sacó de allí, lo recuerdo muy bien. Yo era niño. Primera vez que dormí en una cama. El ‘patroncito’ me quería mucho. Al principio yo era lobo y me resistía. Pero al final, me ‘aguaché’. La ‘tías’ dicen que yo mismo le pedía a los Carabineros que me trajeran en la ‘cuca’ al Hogar”.

– “Oiga, don Hércules, déjese de cosas: ¡hay que decir la verdad en la vida…!”

– “¡Le digo la verdad! Todavía quedan ‘tías’ en el Hogar que se acuerdan de mí. Ellas le pueden contar cómo fue. Siendo muy pequeño, la ‘mami’ María -María González era su nombre-, ella me contaba todas las noches cómo el mismo padre, con lluvia y todo, me traía en brazos. Al principio me traía a la fuerza, arrastrándome. Las señoras amigas suyas me arropaban y me daban de comer. Yo no pertenecía a nadie…

– “Eso es lo que sucede: es un cuento de la ‘mami’. Esta historia que Usted repite no es verdadera. Cuando se es niño, uno cree cualquier cosa.

– “Pero, ¿cómo va a ser un cuento? Si cuando voy a la tumba a darle gracias, mi padre insiste que él me recogió y que me quiere más que a nadie…”

– “Mire su carnet, Señor González. Aquí dice claramente que Usted nació el ’56 y el Padre Hurtado murió el ’52. ¿Cómo lo pudo conocer? Imposible. Los papeles no mienten”.      

– “Si yo no tuviera a quien agradecerle no estaría vivo, señor juez. Los ‘carneces’ los llena cualquiera”.

– “Es cierto que los errores son muy humanos. Pero las matemáticas no fallan. Dígame, Señor González, cuántos años tiene Usted”.

Hércules se apuró en responder correctamente:

– “¡39 años, Señor!”

– “¿No ve mi amigo? Cuente Usted mismo. Estamos en el ’95. Quítele 39 y da 1956. Como lo voy a engañar, Señor González, el Padre Hurtado murió en 1952. Usted no pudo conocerlo”.

Antes de abandonar el juzgado, el pobre hombre se doblegó ante la evidencia de las fechas. El juez le recomendó no creer nunca más en cuentos. Bajó Hércules las escalinatas del local con una  confusión brutal.

Vagó por días, triste hasta las lágrimas. Frecuentó los puentes para domeñar el vértigo y acabar de una buena vez con el concho de ilusión que a estas alturas nada más dilataba su tragedia. Pero cuando estuvo a punto de encomendar su sino al demonio, unos mocosos desnutridos exigieron de su bondad un último gesto.

Los chiquillos disputaban a palos y punzones un tarro de pegamento. Hércules sacó grandeza de su pena y descendió el Mapocho con autoridad:

– “¡Qué sucede aquí!”, gritó.

La pandilla se le alzó amenazante:

– “¡Y a vos quien te llamó, viejo curado!”

Hércules bajó el tono y, casi con ternura, puso a prueba uno de sus sueños:

– “Soy el secretario del Padre Hurtado. Tengo un amigo en la Vega. Les cambio el pegamento por un plato caliente de guatitas con arroz”.

Los niños comieron como nunca. No sabían qué era un secretario, pero habían oído del Padre Hurtado y estaban admirados que él mismo les hubiera mandado al Sr. González.

Hércules González nunca más dudó de su origen ni de su vocación.

Alberto Hurtado: apóstol de la justicia

Hay pocas cosas que duelan más en la vida que la injusticia. La injusticia duele y hace daño. Nos duele que no se reconozca el valor de nuestro trabajo, que nos paguen una miseria. La injusticia hace daño. Humilla. Lesiona nuestros esfuerzos por vivir y por sobrevivir con dignidad. Injusticias hay de muy diversos tipos. Las injusticias familiares (violencia física y verbal), laborales (maltrato en el trabajo, sueldos miserables), sociales (falta de acceso al sistema de salud y de oportunidades de educación), judiciales (cárcel solo para los pobres) y políticas (violación de derechos humanos y democracia «a medias»), cualquiera de ellas nos indigna. Pues, la injusticia causa pobreza y la pobreza destruye a las personas, el matrimonio y deteriora las posibilidades de desarrollo y paz social.

 El Padre Hurtado, habiéndose preguntado qué haría Cristo en su país herido por la miseria, fue un apóstol de la justicia. No sólo consiguió recursos para socorrer a los más pobres de los pobres: los niños sin hogar y los vagabundos. Luchó contra la injusticia, rescató la dignidad pisoteada de los pobres, denunció el abuso de los malos patrones y procuró la asociación sindical de los obreros para la defensa de sus derechos. Escribió libros, creó la Asociación Sindical Chilena, fundó la revista Mensaje y el Hogar de Cristo. Quería un país cristiano.

Alberto Hurtado se dio cuenta de los grandes peligros de su época. En contra del capitalismo y de la revolución comunista en curso en varios países del planeta, él, inspirándose en la enseñanza social de la Iglesia, promovió un camino distinto: un Orden Social Cristiano, basado en las dos grandes virtudes del amor y la justicia. Pero no quiso caridad sin justicia. Decía: «Muchas obras de caridad  puede ostentar nuestra sociedad, pero todo ese inmenso esfuerzo de generosidad, muy de alabar, no logra reparar los estragos de la injusticia. La injusticia causa enormemente más males que los que puede reparar la caridad».

El Padre Hurtado tuvo la esperanza de que los hombres de su tiempo alcanzarían la paz social, uniendo la benevolencia a la justicia. Eso sí, le parecía una hipocresía limosnear a los pobres, pero no pagarles un sueldo justo. En su obra Humanismo Social concluye: «Los hombres son muy comprensivos para saber esperar la aplicación gradual de lo que no puede obtenerse de repente, pero lo que no están dispuestos a seguir tolerando es que se les niegue la justicia y se les otorgue con aparente misericordia en nombre de la caridad lo que les corresponde por derecho propio. Debemos ser justos antes de ser generosos».

Incomodidad del Padre Hurtado

Es incómodo recordar al Padre Hurtado. Alberto Hurtado reclama algo de nosotros y contra nosotros. Si lo hiciera a título personal no importaría. Lo hace a nombre de Dios y nosotros sabemos, lo sabe la Iglesia, que Dios está de su parte.

Hoy se ha casi domesticado su figura haciéndolo el patrono de la beneficencia. Pero habrá que mover mucha tierra para sepultar su predicación contra la injusticia. ¿Cómo es posible dar como caridad lo que se debe por justicia? Recomiendo la lectura de Humanismo Social. Alberto Hurtado sacó roncha especialmente entre algunos católicos de condición acomodada. Llamó a su catolicismo “paganismo con un manto social de cristianismo”. ¿Con qué derecho? ¿Qué tipo de “buena nueva” es ésta? El amor de Dios tiene un reverso: la ira santa. Cuando alguien ama tanto a los pobres tiene plena autoridad para poner el grito en el cielo al ver las consecuencias atroces de una pobreza causada en definitiva por lo que Alberto Hurtado llamaba “insensibilidad social”.

¿Incomoda sólo a los cristianos? No es necesario ser creyente para sentirse interpelado en favor de los pobres. Cristo resucitado también mueve a los hombres y mujeres de buena voluntad a reconocerlo en los más postergados. Por lo mismo, tampoco extraña que haya no creyentes que eviten el tema y, al revés, que otros crean en el P. Hurtado más que en Dios mismo.

¿Qué hacer para que Alberto Hurtado no incomode? Hay dos salidas: una buena y otra mala. Algunos católicos recurren a una antigua treta pagana: la separación de lo sagrado y lo profano. El procedimiento es simple. Se resta la presencia de Dios y de su Cristo de todo lo que no interesa o parece pecaminoso, los pobres por ejemplo, y se concentra esa presencia exclusivamente en capillas, libros y cosas sagradas, en catálogos de mandamientos y ritos purificatorios. Para esta religiosidad quien no va a misa comete “pecado mortal”, pero el que vive en la abundancia y con exceso mientras los pobres gimen crucificados no peca ni siquiera venialmente. ¿Cómo es posible alterar tan a fondo el cristianismo? No es posible. Para ello se recurre a la beneficencia: dinero, ropa, alguna cocina que si se la arregla puede servir… La beneficencia es una mala salida cuando utiliza a los pobres como medios de la propia santificación. ¡Falsa santificación! Nadie puede santificarse aprovechándose de los demás: las personas son fines, nunca medios. Ni las empresas ni el Estado ni ninguna organización altruista, nadie puede honestamente pretender ayudar a los pobres si con ello procura, en realidad, otra cosa: una inversión en dinero, fama o poder delante de los hombres o de gracia delante de Dios.

La otra manera de superar esta incomodidad es acoger el Evangelio. Cuando alguien recibe a Cristo en el pobre, cuando el Cristo pobre toca el corazón y perdona la egolatría camuflada de generosidad, la incomodidad se transforma en pasión de amor incontrolable por cambiar la suerte de los que la sociedad usa y desusa. Desde entonces ya no habrá que dar limosnas para satisfacer el “qué dirán” ni tampoco para captar la simpatía de Dios. Una vez que el pobre deja de ser mero objeto de ayuda, una vez que se le reconoce como persona capaz de influirnos y enriquecernos con sus ganas de vivir, su pena, su lucha y su esperanza, entonces sí es posible hablar de caridad. Un amigo no me entiende: que los pobres puedan evangelizarnos, le parece una opinión ideológica. Le podría replicar con la teología de San Pablo. Pero, en definitiva, es ésta una tesis de la fe en sentido estricto y, antes que nada, una gracia. Sólo pregunto: ¿acapararían los ricos los bienes que Dios creó para todos y no sólo para ellos, si los pobres les comunicaran su esperanza? No. Si creyeran de veras en el amor de Dios no les sería necesario asegurarse la vida rebajándole el sueldo a los demás o aprovechándose de su miserable oferta de trabajo.

El amor auténtico tiene dos vías: dar y recibir. Pero esta costumbre de dar sin querer recibir y de recibir sin poder dar, arruina tanto a los que piden con indigno lloriqueo como a los que dan cosas preservándose en lo personal. En la medida que Chile convierte a sus pobres en mendigos en vez de hacerlos seres dignos, capaces de participar personalmente en el destino común, el país envilece por arriba y por abajo. El cultivo de la mendicidad nos está haciendo un daño enorme. En Chile la distribución de los bienes mejora en algunas cosas y en otras empeora. Pero el modo de compartir es deletéreo: chorreo, asistencialismo, paternalismo y limosna indolora.

Cuando la incomodidad del Evangelio es acogida con amor todo cambia. Ganan todos, nadie pierde. El que se convierte a Jesucristo descubre que lo que hasta ahora lo fastidiaba y era motivo de maldición, el pobre, desde ahora le causa una alegría enorme y es motivo de bendición. En tantas instituciones humanitarias Dios recicla lo que ha podido ser beneficencia interesada en caridad auténtica. Si la meta de la beneficencia pura consiste en compartir entre el que da y el que recibe -caridad que sana la sociedad en la raíz-, la beneficencia por descargar la conciencia o para reparar una injusticia se encamina a esta meta en la medida que sirve a Cristo en el pobre, porque Dios es el autor de una y otra, y Dios es capaz de sacar amor incluso de nuestra ambigüedad.

¡Bienaventurados los pobres de espíritu! Los que a imitación de Jesús se despojan con sacrificio de lo que necesitan, no de lo que sobra, para que los crucificados de hoy sean los resucitados de mañana. La conversión se expresa en milagros: el indigente que comparte su pan con el indigente; los universitarios que en vez de calcular su jubilación por anticipado gastan sus vacaciones trabajando con los pobladores; los profesionales que viven al justo y no con lo que les asigna el mercado, porque lo único que les interesa es entregarse con alma y cuerpo a cargar con quiénes más lo necesitan; los fieles cristianos que dan el 100% a su Iglesia en lugar de dar plata y poca; una Iglesia que acoge con infinito amor el dolor y el pecado de pobres y ricos, y con incansable paciencia tiende entre ellos puentes de solidaridad y reconciliación.

No es fácil. Creer que “el pobre es Cristo” como creía el P. Hurtado es, antes que una obligación, una intuición mística que si no se ha recibido habrá que pedir con insistencia.

Alberto Hurtado hoy

Cuarenta y cinco años de su muerte. Sus contemporáneos poco lo escucharon. Hablaba claro, a veces golpeado. El Padre Hurtado nos diría hoy: “No tengo nada que decirles. Pregúntele a Cristo. O mejor, pregúntese cada uno qué haría Cristo en su lugar”. Nos diría: “Cada época tiene sus hombres, sus glorias y sus fallos; este tiempo les pertenece a Uds., no a mí”.

 Desde entonces nos han pasado tantas cosas. Si Chile hubiese sido un país justo no habría sobrevenido el desastre del marxismo y la crisis más honda de la nacionalidad: el quiebre de la hermandad y el despojo de todo honor. Alberto Hurtado lo previó, ¡gritó para que no sucediera! Nos hemos recuperado a tientas, por las buenas y las malas. ¿Aprendimos la lección?

 Hoy nos alegramos de tanto crecimiento, orden, disminución de la cesantía y de la pobreza. De la recuperación de la democracia. Pero la mala distribución de la riqueza, la desigualdad en las oportunidades, la injusticia y la explotación lisa y llana persisten. Si afinamos la mirada advertimos que se nos viene encima un mundo cada vez más complejo. Lo enfrentaremos dando puñetes a diestra y siniestra? ¿Haremos una pelea limpia o recurriremos a golpes bajos? ¿Nos aprovecharemos también nosotros de otros más débiles tal como nos trata el Amigo del Norte? Con Cristo podríamos preguntarnos qué queremos, adónde vamos, quiénes somos. Preocupa notar que la identidad se juega en el Mercado: nos identificamos unos a otros “comprando”. Curioso: mientras más luchamos por la comodidad la vida se nos hace más infeliz. ¿Pero no quiere Dios que seamos felices? ¿Qué pasa?

 Hay que volver a la inspiración cristiana original: si la pobreza impuesta por egoísmo es una maldición, la pobreza elegida por amor es una bendición. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu como Jesús que escogieron ser pobres y compartir su destino! Nunca fue más feliz el Padre Hurtado que cuando trabajó de incógnito en una salitrera, a pleno sol, blandiendo un combo de 15 kilos hasta poner en peligro su vida. Tenía  ya más de 50 años. Pero hoy, ¿quién quiere ser pobre? En cambio, los padres corrompen a sus hijos complaciéndoles todos sus caprichos; la delincuencia aumenta estimulada por las expectativas de consumo que la publicidad aventa sin tregua;  los empresarios y el Estado se hacen favores clandestinos. ¿Y los curas obreros qué se hicieron? ¡Nos faltan más que nunca!

 Nadie se ofenda. Sólo quiero avivar la memoria de uno de los “padres de la patria” porque en el ambiente hay una sensación de orfandad atroz. De orfandad combinada con la sospecha del peor oportunismo: nunca antes hemos estado más cerca de superar la miseria, pero como pocas veces nos ronda la tentación de hacer un “pacto con el diablo”. ¿Qué impresión se habrá llevado el Premio Nóbel de la Paz, insigne defensor de la independencia de Timor, al no ser recibido por autoridades que prefieren proteger los intereses comerciales con Indonesia? Si ofendo al Gobierno lo hago para que no claudique de su inspiración ética.

 Que el Padre Hurtado nos recuerde las advertencias de Jesús: “Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará a otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero”. Palabras fundamentales que por cierto requieren una interpretación, pero jamás una negociación. Que el “patroncito” nos fustigue a querer e imaginar un país mejor compartido. Que nos ayude siquiera a hacernos las preguntas difíciles que una época superficial como ésta elude por principio.

¿Y qué fue del catolicismo social del Padre Hurtado?

¿Qué fue? Parece que el mundo que el Padre Hurtado trató de cambiar cambió por vías distintas a la suya. La sociedad chilena del bicentenario es tan distinta. Los cientistas sociales nos dicen que las transformaciones de Chile no se deben a la acción católica, a los sindicatos o a la política sino a la globalización, al mercado o a la autorregulación. ¿Quién escucha hablar hoy de “destino universal de los bienes”? ¿Alguien reclama contra la burguesía como lo hizo Hurtado? El país se ha hecho sensible a la realidad de los pobres, en gran medida por influjo de nuestro santo. Pero él mismo todavía nos recordaría que el pobre es la víctima de una sociedad inmoral y no solo alguien digno de caridad.

El Centro Teológico Manuel Larraín se ha ocupado recientemente del Catolicismo Social en Chile. Dieciocho expertos en abril pasado expusieron su punto de vista sobre la historia de este movimiento, sus expresiones y figuras más representativas, su crisis y su futuro. Este estudio ha servido precisamente para distinguir lo que queda de Hurtado y lo que puede darse por superado de una sociedad como la que soñó él y hombres como Francisco de Borja Echeverría, Fernando Vives, Juan Francisco González, Jorge Fernández Pradel, Martin Rücker, Guillermo Viviani, Manuel Larraín y otros.

Una respuesta a la “cuestión social”

En 1891 el Papa León XIII promulgó la encíclica Rerum novarum, documento clásico del Magisterio eclesiástico sobre temas sociales. Haciéndose eco de un amplio y significativo movimiento de Catolicismo social extendido por varios países de Europa durante el siglo XIX, el Papa León asumía, en representación de toda la Iglesia, la dramática “cuestión social” asociada a los procesos del capitalismo industrial y, sobre todo, a las duras condiciones de trabajo y de vida de las muchedumbres de obreros. Junto con una profunda preocupación pastoral por la difícil situación de los trabajadores, la naciente doctrina social de la Iglesia refleja también una toma de conciencia acerca de las consecuencias que estaban teniendo para la Iglesia y para la fe de los proletarios la acción concientizadora de los representantes de la “fantasía del socialismo” (Rerum novarum, 11). No se trataba simplemente del temor de un menoscabo en las filas del catolicismo, sino de una preocupación mucho más profunda: la Iglesia debía sensibilizarse ante la cuestión social y contribuir, desde su visión de fe, a un orden de convivencia más acorde con las enseñanzas del Evangelio. La caridad debía expresarse en la justicia social y política. Ya no bastaban las acciones de beneficencia hacia los pobres. Había que pensar cómo restituirles su dignidad de hijos de Dios a partir del reconocimiento de sus derechos.

En Latinoamérica se dio también un Catolicismo social previo a la encíclica de León XIII, que tuvo que responder, en un principio, a las características peculiares del contexto local, tradicionalmente más próximo a un modelo patriarcal y agrario. Pero ya a comienzos del siglo XX este marco social iría variando. En Chile el Catolicismo social respondió a las grandes migraciones de origen rural y, más tarde, a las provenientes de la caída de la industria salitrera nortina. Entre nosotros el Catolicismo social pasó por la ruptura del Partido Conservador, del que se desprendieron varias corrientes, unas más políticas, otras más sociales, unas vinculadas a orientaciones ideológicas y otras a prácticas solidarias y a diversos tipos de asociaciones. Este quiebre fue especialmente significativo por cuanto el surgimiento del pluralismo católico en política ha representado un paso más, aunque no el último, en la superación de la mentalidad de cristiandad.

Por los años sesenta, setenta y ochenta, sin embargo, el Catolicismo Social chileno fue criticado y entró en crisis. Tres factores lo cuestionaron a fondo. Los cristianos motivados por la Teología de la liberación encontraron en esta una vía más radical de cambio social. No bastaba el catolicismo reformado. Se planteó la necesidad de un cristianismo revolucionario. En reacción a la vía revolucionaria, a su vez, se impuso luego a la fuerza la revolución neoliberal que sepultó los ideales sociales católicos. Y, por último, ha entrado en nuestra generación la idea de que no es posible transformar la realidad, pues esta es enormemente compleja. Al decir de la ciencias sociales, la sociedad actual se organiza en subsistemas de regulación autónoma que hacen muy difícil pensar que la política u otras acciones humanas puedan alterar el curso de la historia.

El legado

¿Qué queda entonces de Hurtado y de esa generación de “católicos sociales”? Queda la porfía de la Iglesia en la opción de Dios por los pobres. Desde la Conferencia de Medellín (1968) hasta la de Aparecida (2007), los obispos han insistido en que no se puede ser cristianos sin optar por los preferidos de Dios. En Aparecida el mismo Papa ha recordado a la Iglesia latinoamericana la índole cristológica de esta opción. Los documentos afirman que en el rostro del pobre encontramos a Cristo y en el rostro de Cristo, el de los pobres. ¿Qué pobre? Hoy el pobre, nos recuerda la última conferencia es el excluido: el sobrante y el desechable. Pero, el documento no se contenta con la mera caridad con los pobres, con la beneficencia, los voluntariados u otras formas de misericordia. Los obispos latinoamericanos llaman a contrarrestar los aspectos más negativos de la globalización, la miseria que se recicla en todas partes del mundo.

Del Catolicismo Social de Hurtado todavía queda mucho, al menos en los documentos. No sabemos exactamente si la apuesta del santo chileno, que es la misma que la de los obispos latinoamericanos y de Benedicto XVI (Spe Salvi y Deus Caritas est), será capaz de enderezar la historia. Pero, en lo inmediato, no se ha perdido la esperanza y, de todos modos, esta versión del catolicismo refuerza la solidaridad que se nutre de la compasión (pasión con el pobre) y de la misericordia (acción por el pobre) que inspiran a los cristianos desde los orígenes de la Iglesia.

“El pobre es Cristo”. Esta convicción es el legado de Alberto Hurtado. Este legado tiene tres expresiones. Primero, el Catolicismo Social de Hurtado da por supuesto que la sociedad es reformable por sujetos que se empeñan en su trasformación, en otras palabras, que no se impone a la libertad humana como un hecho necesario, natural o fatal. Queda, en segundo lugar, la reivindicación católica de “lo social”, de la solidaridad en el Cuerpo de Cristo, frente al individualismo, particularmente el individualismo capitalista, que devora a nuestros contemporáneos y a las comunidades que los acogen y les dan identidad. Y, por último, queda la práctica de un discernimiento de los “signos de los tiempos” que ha obligado a la Iglesia a dialogar con la modernidad para evangelizar a las nuevas generaciones. En este sentido, “católicos sociales” como Alberto Hurtado nos han dejado nada menos que la tarea que el Concilio Vaticano II dio a la Iglesia. Esta es, la de obedecer al Dios que actúa en la historia y que se reconoce en las acciones humanas que anticipan el Reino de Dios.

El catolicismo social del Padre Hurtado: una lectura desde el presente

Chile lo ha reconocido como un santo y también como modelo de chileno. Porque él pensó el país desde la fe y el compromiso cristiano, su figura se eleva por encima del pensamiento de su época. Sin embargo, se hace necesario insertar sus ideas y su acción en el contexto del cual formaron parte otros católicos de su generación que lucharon por la justicia social. Han cambiado las circunstancias, pero su apelación evangélica conserva intacto su valor.

El casi medio siglo transcurrido desde que convocó a comprometerse con la pobreza material de quienes quedaban al margen de la industrialización y el desarrollo, ha sido testigo de la aparición de un nuevo Chile. El enfrentamiento ideológico de los años de la post-guerra, la penetración del socialismo y el comunismo, la ruptura cultural que posicionó a los jóvenes en situación de cambiar desde las estructuras universitarias a la misma familia, y, finalmente la dictadura militar que no solo terminó con la confianza democrática sino también impuso formas de desarrollo donde el mercado reemplazó a las antiguas certezas, son algunos de los desafíos a los cuales el catolicismo tuvo que enfrentarse. Nuevos «pobres» se agregaron: los marginados, las víctimas de la violencia social, las víctimas de la violación de los derechos humanos y del giro económico que daba el país, los excluidos del consumo y de la cultura del éxito. Indirectamente también se hicieron «pobres» los drogadictos de drogas y de cosas.

Catolicismo social

La inserción de Chile en un mundo globalizado, donde la diversidad se impone incluyendo actores, culturas y situaciones sobre las cuales probablemente el Padre Hurtado nunca tuvo que pensar, ha creado nuevas formas de marginación. En consecuencia, en las proximidades del Bicentenario de la república, se impone repensar el catolicismo social e intentar comprenderlo en el nuevo contexto cultural chileno. Aunque Chile aún sea mayoritariamente católico, los bautizados han ido distanciándose crecientemente de las normas y recomendaciones eclesiásticas. Vale la pena preguntarse con el Padre Hurtado: ¿es Chile un país católico? Pero, ¿tiene sentido hoy hablar del «destino universal de los bienes»? ¿Es válido reclamar contra la burguesía como lo hizo Hurtado?

En 1891 el Papa León XIII promulgó la encíclica Rerum Novarum, documento clásico del Magisterio eclesiástico sobre temas sociales. Haciéndose eco de un amplio y significativo movimiento ya extendido por varios países de Europa durante el siglo XIX, el Papa asumió la dramática «cuestión social». Junto con una profunda preocupación pastoral por la difícil situación de los trabajadores, la naciente doctrina social de la Iglesia reflejaba también una toma de conciencia acerca de las consecuencias que estaban teniendo para la Iglesia y para la fe de los proletarios la acción concientizadora de los representantes del socialismo y comunismo.

Hacia l930, quienes dentro del Partido Conservador chileno propiciaron el compromiso activo del Estado con la justicia social y que se organizarían más tarde políticamente en torno a la Falange, entraron en abierto conflicto con las posturas más tradicionalistas que continuaban confiando la solución a iniciativas privadas. Esta juventud católica, miembros de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, ANEC, que dirigía Oscar Larson, integró también la Liga Social del Padre Fernando Vives. El resultado fue una ruptura de la cual se desprendieron varias corrientes, unas más políticas, otras más sociales, unas vinculadas a orientaciones ideológicas y otras a prácticas solidarias y a diversos tipos de asociaciones.

Entre éstas, el corporativismo católico, con un discurso antioligárquico y profundamente crítico del orden liberal, fue muy influyente en las décadas del 30 y 40, apoyado en la encíclica Quadragessimo Anno de l931.

El corporativismo perdió vigencia en la segunda mitad del siglo XX, a causa del éxito de la democracia liberal. No obstante, elementos socialcristianos corporativistas pervivieron incluso en la Democracia Cristiana de los años 60. Las posturas políticas asumidas por estos sectores del Catolicismo Social que exigían medidas redistributivas que permitieran mejorar la situación de los más pobres ocasionaron más de una crisis al interior de la sociedad chilena católica.

El legado del Padre Hurtado

¿Qué queda hoy del padre Hurtado y de esa generación de «católicos sociales»? Queda la porfía de la Iglesia en la opción por los pobres. Desde la Conferencia de Medellín (1968) hasta la de Aparecida (2007), los obispos han insistido en que no se puede ser cristiano sin optar por los preferidos de Dios. Los documentos afirman que en el rostro del pobre encontramos a Cristo y en el rostro de Cristo, el de los pobres. ¿Qué pobre? Como nos recuerda la última Conferencia, hoy el pobre es el excluido: el sobrante y el desechable (DA 65). El documento llama por ello a contrarrestar los aspectos más negativos de la globalización, la miseria que se recicla en todas partes del mundo y que asume diversos rostros: de ávidos de consumo, de reconocimiento, de evasión y de poder. También de respeto, de participación, y de oportunidades. ¡Carentes en tantos sentido!

Del Catolicismo Social de Hurtado todavía queda mucho. No sabemos exactamente si la apuesta del santo chileno por cambios sociales estructurales -apuesta que los obispos latinoamericanos y Benedicto XVI han renovado en Aparecida (Brasil, 2007)-, será capaz de enderezar la historia. En lo inmediato, persisten varios signos de esperanza, provenientes especialmente de católicos comprometidos con el servicio social y político como mandato cristiano. De este modo, el catolicismo refuerza la solidaridad que se nutre de la lucha por la justicia, de la compasión (pasión con el pobre) y de la misericordia (acción por el pobre) que inspiran a los cristianos desde los orígenes de la Iglesia.

«El pobre es Cristo». Esta convicción es el legado de Alberto Hurtado. Este legado tiene tres expresiones. Primero, el Catolicismo Social de Hurtado da por supuesto que la sociedad es reformable por sujetos que se empeñan en su trasformación; en otras palabras, que ningún orden social se impone a la libertad humana como un hecho necesario, natural o fatal. Queda, en segundo lugar, la reivindicación católica de «lo social», de la solidaridad en el Cuerpo de Cristo, frente al individualismo, particularmente el individualismo capitalista, que devora a nuestros contemporáneos. Y, por último, queda la práctica de un discernimiento de los «signos de los tiempos» que ha obligado a la Iglesia a dialogar con la modernidad para evangelizar a las nuevas generaciones.

Hoy, cuando se habla de «ocaso de las ideologías» y se incentiva la autonomización de la sociedad civil organizada en torno a la eficiencia y la eficacia, y, en consecuencia, a la despersonalización de la vida social, es difícil imaginar un campo de acción para el catolicismo social donde la persona se manifieste en plenitud. El desafío actual para el pensamiento social católico es posicionarse en el ámbito de la cultura, con un mensaje comunicacional que interpele a las preocupaciones contemporáneas de los fieles a través de un lenguaje donde la ortodoxia no parezca una admonición moral negativa sino un incentivo al uso de la libertad humana para discernir y actuar ante las diversas pobrezas de la modernidad. De esa manera podrá resistir y contra-restar al pesimismo que mueve a pensar que ni la política ni las acciones humanas pueden ya alterar el curso de la historia.

Liberado lo religioso de la hegemonía de unos pocos, liberado el catolicismo de ser justificación de determinadas tradiciones que se oponían a lo moderno, el cristianismo puede ser social, abierto a la diversidad y también plural. Este mismo fue el llamado del Concilio Vaticano II que hombres como Alberto Hurtado anticiparon, y que a los nuevos católicos corresponde continuar

Publicado con Ana María Stuven

El legado del Padre Hurtado

El legado de cristianismo del P. Hurtado es enorme. ¿Qué nos enseñaría hoy?

Hace tanto y tan poco, el Padre Hurtado estuvo entre nosotros y se fue. Nació hace más de cien años, murió hace más de cincuenta. Aunque la mayoría de nosotros no lo conoció, aún lo sentimos cerca.

He escuchado decir que en el Hogar se respira su presencia. He sabido de auxiliares y personal de servicio que atienden a los pobres como Cristo mismo lo haría. Se comenta que en ningún otro lugar los enfermos son tratados con tanto respeto y cariño. ¿No es esta la mano del Padre Hurtado?

He preguntado a los mayores por qué murió tan joven. Después de la larga formación del jesuita, recién a los treinta y cinco comenzó a trabajar. Sus años de servicio sacerdotal fueron apenas dieciséis. ¿Cómo hizo tanto en tan poco tiempo? Me dicen que esos escasos años los trabajó a toda máquina. Educador de jóvenes, predicador de ejercicios espirituales, sacerdote a tiempo completo, apóstol de la justicia social, promotor del sindicalismo, intelectual atento a los signos de su tiempo, gran lector y escritor a toda carrera, entre varias otras cosas más… ¡Reventó! ¿No pudo tomarse las cosas con calma? Parece que no. Parece que hay hombres tan poseídos de Dios que no se reservan nada para sí mismos, se dan hasta que mueren. En un siglo en que la miseria de Chile alcanzó cotas intolerables, un santo no podía esperar. Como si así, llevándoselo joven, Dios dejara bien claro que ama a los pobres y se impacienta con su miseria.

¿Qué nos dejó? ¿Cuál es su legado?  El Hogar de Cristo destaca en todo el país. ¡Cuántos chilenos han recibido del Hogar asilo, sanación, promoción y sobre todo dignidad! ¿Cómo habría sido nuestra historia sin este esfuerzo enorme de caridad? Más de 600.000 socios colaboradores cuyo aporte sustenta millones de atenciones anuales… un techo, unas sábanas limpias, un plato de sopa caliente en invierno, una mano cariñosa. La revista Mensaje continúa el propósito del Padre Hurtado de entrar en el debate cultural contemporáneo, de formar a los católicos y de luchar contra la injusticia, causa última de la pobreza. Otras obras desaparecieron, como la Acción Sindical Chilena. ¡Cómo lamentaría el Padre Hurtado la indefensión en que se encuentran hoy los trabajadores chilenos! Desapareció la Acción Católica, que él lanzó a las nubes, pero otros voluntariados, tantos, se nutren de su espíritu: En todo amar y servir, Un techo para Chile. Ultimamente la Universidad Alberto Hurtado, que obtuvo su autonomía justo el día que celebrábamos su cumpleaños, el 22 de enero, como obra póstuma suya se empeña en pensar un país más justo y forma alumnos con espíritu de servicio.

Pero no se puede pensar en las obras, sin pensar en las personas. Alberto Hurtado marcó a una generación entera de laicos. Unos todavía viven. Otros ya murieron. Ellos, santos seguramente varios, hicieron contacto con Dios mediante el “patroncito” y Dios les cambió la vida: los mandó a vivir modestamente, a instalarse en una población para servir a los pobres, a entrar de lleno en la política, a admitir en su familia a niños recogidos o a luchar por sacar adelante una toma de terreno. ¡Un laicado extraordinario dispuesto a «dar hasta que duela»!

También hay que nombrar a una generación completa de jesuitas, entre varios otros sacerdotes y religiosas que le deben su vocación. Jóvenes que fueron los privilegiados de su tiempo, dejaron todo por seguir a Jesucristo. Convencido del sacerdocio, el Padre Hurtado promovió las vocaciones sacerdotales. No se quedó en la lamentela típica por la falta de vocaciones sino que, habiendo experimentado él mismo que gana la vida el que la da generosamente, entusiasmó a muchos a dar el salto mortal. El Padre Hurtado ha sido un auténtico fundador de la Compañía de Jesús en Chile, por el camino que le abrió y los numerosos jóvenes que, tras sus pasos, se hicieron jesuitas.

El legado del Padre Hurtado es visible en obras y personas, pero es todavía más profundo. La herencia dejada es sobre todo espiritual. Alberto Hurtado nos dejó a Jesucristo. Abrió a Chile la mente para entender que el Dios de Jesús es amor. Este jesuita fue, como Ignacio de Loyola, un “contemplativo en la acción”, un hombre capaz de mirar su época con los ojos de la fe y descubrir en los acontecimientos históricos la llamada de Dios a «poner el amor en acciones más que en palabras». Enseñanza poderosa que nos debiera ayudar a romper con una religiosidad limitada a los sacramentos y a la capilla, para abrir el alma a los hombres y mujeres de nuestro tiempo y acogerlos, consolarlos, animarlos y entusiasmarlos a creer y a trabajar por un mundo mejor. Sin Jesucristo nada del Padre Hurtado habría sido posible. Jesús dedicado por completo a la llegada del Reino de Dios, explica el despliegue de toda la energía de nuestro santo. Este Jesús fue, en la intimidad, la compañía última que lo animó a seguir adelante ante las adversidades e incomprensiones.

Lo más original de su espiritualidad fue su “mística social”. A muchos cuesta creer que él fuera un místico. La idea clásica del místico es la de hombres y mujeres que encuentran a Dios en la oración, y que en la oración tienen de Él experiencias extraordinarias, raras al común de los mortales. No consta que Alberto Hurtado haya tenido este tipo de experiencias, pero sí sabemos que él vio a Cristo en el pobre. De allí sus palabras: “El pobre es Cristo”. A la luz del mandato de Jesús de encontrarlo en los enfermos, los encarcelados y los pobres en general (Mt 25, 31-46), no hay duda que Alberto Hurtado fue un místico cristiano auténtico, un místico de la acción social. El mayor legado a nuestra generación es su amor al Cristo prójimo y al Cristo pobre.

Si el Padre Hurtado nos visitara hoy, ¿qué nos diría? Estoy seguro que nos hablaría de Dios: “Dios es lo único absoluto. Todo lo demás es secundario: lo primero es amar a Dios y hacer su voluntad”. Añadiría: “¿para qué se afanan tanto por asegurarse la vida? La vida es para regalarla. Se puede ser feliz con muy poco. Sean austeros. Lo único importante es hacer feliz a los demás”. Me lo imagino hoy día. Lo veo alegre, sonrisa de oreja a oreja, abrazando a sus amigos, recogiendo en sus brazos a los niños, admirándose de tantos servicios nuevos del Hogar: rehabilitación de drogadictos, viviendas, casas de acogida.

Le alegraría mucho saber que el Hogar es como la Iglesia en chico. “Qué hermoso”, diría, “que haya aquí tanta diversidad. Mayores y niños. Gente de los más diversos movimientos, también evangélicos y otros a los que les cuesta creer”. Con pudor habría visitado su propio santuario. Tal vez nos confesaría: “En un primer momento no estuve de acuerdo con que me hicieran un santuario. Pero, luego, al ver tanta gente que encuentra aquí al Señor y se vuelve más generosa, he venido yo mismo a atender a los peregrinos y paso horas escuchando y consolando”.

Lo imagino hablándole a los universitarios. Los llamaría al heroísmo y la santidad: “Este mundo tiene necesidad de gente joven que en vez de acumular privilegios y certificados de pureza, se lance a interrogar a Jesucristo: ‘qué quieres de mí, Señor’. Necesitamos universitarios que en vez de calcular con cuánto van a jubilar, se pregunten cómo servir más con sus propias carreras. Más que profesionales el país necesita hombres y mujeres que amen”.

A los ricos los animaría a leer el Evangelio sin defensas, exponiéndose a las duras palabras de Jesús contra ellos, que en realidad no son contra ellos, sino en su favor: “Hay más alegría en dar que en recibir, enseña Jesús. Felices los que empobrecen para enriquecer a los demás. El Reino también es para ustedes. No sean lesos. Crean en Dios, no se van a arrepentir. Den limosna, pero sobre todo paguen sueldos justos, porque los sueldos que asigna el mercado a los pobres o el sueldo mínimo legal son la fábrica más grande de pobreza y de deshumanización».

A los pobres que bajan los brazos y no quieren vivir más, les recordaría que ellos son los privilegiados del Reino. A los que logran salir de la miseria, les advertiría: “No se conviertan en nuevos ricos, cuidado con la ambición, no olviden que han sido pobres, en la pobreza está la dignidad, la confianza hay que ponerla en Dios y no en el dinero”.

Si tuviera la oportunidad de hablar por Televisión, en cadena a todos el país, pienso que el Padre Hurtado diría: “Vienen tiempos de cambios grandes y rápidos. Habrá mucha incertidumbre. Los enormes descubrimientos de la ciencia, los fabulosos inventos de la técnica, no son garantía de nada. Hoy la ciencia y la técnica están a disposición de los mismos que concentran la riqueza y el poder en todo el mundo. El quinto más rico de la población mundial dispone del 80% de los recursos, mientras el quinto más pobre dispone de menos del 0,5 %. Ningún país del planeta es capaz de sustraerse a este movimiento. La pobreza crece, la libertad disminuye. ¡Pero no pierdan la esperanza! Jesús ha resucitado y lucha por dar a la historia el rumbo contrario”. En su época, como apóstol de la doctrina social de la Iglesia, el Padre Hurtado litigó contra el comunismo y el capitalismo, promoviendo un “orden social cristiano”. Ahora combatiría el neoliberalismo. Terminaría sus palabras inspirado en las enseñanzas de los obispos latinoamericanos de los últimos años: “Los tiempos se pondrán difíciles, pero no se desesperen. Miren a Cristo en el pobre. Si  Cristo anunció a ellos el Evangelio, ellos antes que cualquiera tienen algo que enseñarnos. No se puede dar a los pobres sin recibir de los pobres. Para que el mundo cambie, déjense evangelizar por los pobres”.

El sueño de país del Padre Hurtado

¿Cómo hemos cumplido hoy el sueño de país propuesto por el Padre Hurtado? Esta pregunta tiene otra cara: ¿cómo no lo hemos cumplido…? 

En su tiempo él preguntó: ¿Es Chile un país católico? El libro sacó chispas. Los acusaron de pesimista. La mayoría pensaba que Chile era católico. El Padre Hurtado lo puso en duda. 

En ese libro él lamentó dos aspectos deficitarios del catolicismo chileno: la gran ignorancia religiosa de los católicos chilenos y la injusticia con los pobres. En vista de lo primero reclamó la necesidad de más sacerdotes que pudieran instruir a la gente. El Padre Hurtado despertó numerosas vocaciones sacerdotales. En nuestra época él estaría preocupado por el mismo problema. ¿Y sobre la injusticia con los pobres? Ciertamente celebraría la elevación general de las condiciones de vida de la población: agua, luz, alimentación, vivienda, educación… Pero reclamaría por los sueldos miserables y las injusticias laborales que continúan ocurriendo. Le dolería mucho la falta de trabajo para los jóvenes. 

En aquella época el Padre Hurtado impulsó la asociación sindical. Sabía perfectamente que los males de Chile no se resolverían con pura caridad. Se debía apoyar la lucha sindical de los obreros. El quiso ser cura obrero. Deseó ardientemente compartir su suerte. Hoy los sindicatos están muy debilitados. Los trabajadores, empleados, obreros e incluso gerentes, se hallan indefensos. Se los puede despedir con suma facilidad. Nada más lamentaría Alberto Hurtado que las enormes dificultades que tienen los trabajadores para organizarse y exigir sus derechos. 

Él quería un país más cristiano. En estos años Chile ha avanzado y ha retrocedido en sensibilidad social. Piénsese que el Hogar de Cristo tiene más de 800 sedes. Tantas otras obras sociales se han creado, entre estas Infocap y Un Techo para Chile. Pero también es cierto que se han olvidado principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia que Hurtado tanto enseñó. Por ejemplo, el principio fundamental de “derecho al uso universal de los bienes”. En la actualidad casi todo es privado. La concentración de la riqueza, cada vez mayor. 

Un país más cristiano como él lo habría querido contaría con una generación de jóvenes mucho más religiosos. ¿Los tenemos? A Alberto Hurtado le gustaría ver a hombres y mujeres apasionados por Cristo, rezadores y comprometidos con los más pobres, y que incesantemente se preguntaran: “qué haría Cristo en mi lugar”.

El talante social en la espiritualidad del P. Hurtado

La vocación social del Padre Hurtado tipifica su modo de vivir y de concebir la misma espiritualidad que él comparte con los jesuitas desde San Ignacio hasta nuestros días. Por una parte el talante social de la espiritualidad del Padre Hurtado es expresión de la espiritualidad ignaciana pero, dada su raigambre evangélica y en la medida que es acento original suyo, Alberto Hurtado hace también avanzar la tradición ignaciana.

 Preámbulo

 Creemos que el Bienaventurado Alberto Hurtado es un santo de nuestra época, y así esperamos que un día lo reconozca la Iglesia Jerárquica. Santo, en el sentido fuerte de la palabra: al modo como Cristo fue santo y del modo como Cristo lo santificó. Pero, además, porque pensamos que su santidad es indisociable de la época en que vivió y esto tiene directamente que ver con una santidad auténticamente cristiana que se inscribe en el dinamismo de la Encarnación del Hijo de Dios en un tiempo y lugar determinado de la historia, en vista a la salvación de los hombres. Su manera original de concebir el cristianismo como amor a Dios y a los hombres que transforma la vida humana y social en su integridad no es, pues, adjetivo, sino esencial a su santidad. Cuando el Cristo total es el analogatum princeps de la santidad -y no una idea abstracta e individualista de ella-, la solicitud del Padre Hurtado por los pobres en una época en que la miseria amenaza a inmensos sectores de la humanidad no hace del Padre Hurtado menos santo, sino más santo.

El estudio de la espiritualidad de un hombre es complejo, más todavía tratándose de un hombre tan completo. En definitiva, sólo Dios conoce el «espíritu» de Alberto Hurtado. A esto se añade el hecho que el autor de este estudio no ha conocido al Padre más que de oídas y por sus escritos. Pero, como dice el Señor, «por sus frutos los conoceréis» y, en otra ocasión: «en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». La espiritualidad del Padre Hurtado es accesible a nosotros por el testimonio de sus obras y sus palabras. Es no obstante, una investigación a fondo de este tema queda pendiente. Este estudio se presenta con carácter de ensayo. Queremos sobre todo hacer ver dónde está la originalidad del místico Alberto Hurtado, destacando lo más sobresaliente de su experiencia de Dios. Muchos aspectos de su rica espiritualidad aparecerán como menos importantes, sin serlo, y algunos quedarán inevitablemente en el olvido.

I. Presupuestos de su espiritualidad

1. La historia

Si nadie más que Dios puede dar razón del origen de la santidad de Alberto Hurtado, la historia que lo precede, su familia, su Iglesia, su país también son antecedentes próximos de su santidad porque el mismo Dios se ha manifestado en ellos desde hace tiempo. Es hermoso caer en la cuenta de que nuestra tierra ha sido capaz de parir un santo. Teresita de los Andes y Laura Vicuña tampoco son una casualidad.

Alberto Hurtado Cruchaga recibió la mejor formación que Chile podía ofrecerle. Nació y fue educado en una familia aristocrática y empobrecida. Por raigambre familiar heredó una cultura riquísima en valores humanos y religiosos. En su caso, las penurias económicas no lo dañaron más de lo que lo acendraron en su estatura espiritual. Los estudios realizados en el Colegio San Ignacio -uno de los mejores de su tiempo- completaron significativamente su formación. El padre Fernando Vives -predicador incansable de la Doctrina Social de la Iglesia- dejó una huella profunda en su alma. Los estudios de leyes en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, amén de orientarse al sustentamiento de su familia, fortalecieron su vocación de servicio al bien común de su patria.

Pero Alberto se formó también en la calle y en la plaza. Atento a los acontecimientos sociales del Chile de su época, Alberto Hurtado salió al encuentro de las necesidades de los pobres que en ese tiempo colmaban los conventillos de Santiago y participó en política. No obstante sus obligaciones de estudiante, se dio tiempo para ocuparse de las obras sociales del Patronato de Andacollo y ser prosecretario del Partido Conservador. Además de la educación formal, la acción social fue su maestra. El contacto de primera mano con la dramática realidad de su país, y su afán por transformala cara a Dios, es la fragua espiritual de lo que el Padre Hurtado llegó a ser y de todo lo que hizo.

2. La doctrina del Cuerpo Místico, la Doctrina Social de la Iglesia y la devoción al Sagrado Corazón

En segundo lugar, recordamos como presupuesto de la espiritualidad de Alberto Hurtado la importancia que para él tuvo la teología del Cuerpo Místico, la Doctrina Social de la Iglesia y la devoción al Sagrado Corazón, que él supo combinar en una misma dirección. De la primera, el mismo Padre nos dice:

            «En este amor a nuestros hermanos que nos exige el Maestro nos precedió El. Por amor nos creó; caídos en culpa, por amor -lo que parece a muchos aún ahora una inmensa locura- el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos a nosotros hijos de Dios. El Verbo se unió místicamente al encarnarse a toda la naturaleza humana. Cristo ha querido ser el primogénito de una multitud de hermanos a quienes hace participantes de su naturaleza divina y con quienes quiere compartir su propia vida divina. Los hombres, por gracia, pasan a ser lo que Jesús por naturaleza, hijos de Dios. Aquí tenemos la razón íntima de lo que Jesús llama su mandamiento: desde la Encarnación y por la Encarnación los hombres están de derecho al menos unidos a Cristo, llamados a ser uno con El en la unidad de su Cuerpo Místico. De esta unión no está excluido ningún viviente, que si no está unido a Cristo puede estarlo: sólo los condenados quedan excluidos de esta unión» (19,27,1).

Con esta palabras, su autor asegura en una charla dada a unos 10.000 jóvenes de la AC (1943) que «ser católicos equivale a ser sociales».

Otra vertiente de inspiración perenne del Padre Hurtado es la Doctrina Social de la Iglesia, de la que se considera apóstol, en particular las encíclicas Rerum Novarum de León XIII y Cuadragessimo Anno de Pío IX. En ella fundamentará sus reflexiones sobre la propiedad y del trabajo de los obreros, la necesidad de reformas estructurales de la sociedad chilena.

Por último, también influye en su espiritualidad la devoción al Sagrado Corazón de Jesús (y al de María) a la que el joven estudiante de Sarriá quiere consagrar su vida apostólica con la perfección del beato, hoy santo, P. La Colombière. Para él esta devoción es «el Amor de Nuestro Señor desbordante, que el Amor que Jesús como Dios y como hombre nos tiene y que resplandece en toda su vida» (62,96). Ella constituye la clave de su felicidad, pues «si Jesús me ama, ¿qué me importa, pues, de lo demás?» (34,4,4-5). De acuerdo a su devoción al Sagrado Corazón se pregunta cómo amar. La convicción profunda de que Dios lo ama provoca en Alberto el deseo de hacer la voluntad de Dios amando a su vez a sus compañeros:

            «Leer cada día en una visita… un trozo del S.Evangelio y procure ver en él al S. Corazón. Gustar de preguntar y hacer hablar sobre el S. Corazón… Ver al S. Corazón en el pecho de mis hermanos (pues están en gracia) obrando por ellos, viviendo y reinando en su interior, sirviéndome, amándome, probándome por ellos. Pero en El, mi amigo divino, el que me ama, sirve y prueba. ¡Con qué amor he de responder!» (18,2,3).

Y se propone propagar esta devoción.

3. La espiritualidad ignaciana

La vida y la obra de Alberto Hurtado es la de un sacerdote de la Compañía de Jesús. En esta tradición espiritual, él perfeccionó su amor a Dios y al hombre, su servicio incondicional a la Iglesia, su devoción a María, su piedad y su oración. Alberto Hurtado fue un jesuita hecho y derecho, un jesuita sobresaliente. Su espiritualidad es la espiritualidad ignaciana realizada a la perfección. Cualquier miembro de la Compañía de Jesús podría imaginar al mismo San Ignacio ocupándose de lo que al Padre Hurtado desvelaba.

Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio son, por cierto, la matriz teológica y espiritual más determinante de su santidad. Alberto Hurtado entiende su vida entre Dios y los hombres, gracias a la clave de los Ejercicios Espirituales ignacianos. Toda su predicación, toda su actividad, son expresión y recreación de estos ejercicios: su deseo de la mayor gloria de Dios expresado en la búsqueda de su voluntad; su amor a Jesucristo y sus ansias de ser otro Cristo; la pasión por la salvación de los hombres de carne y hueso, y no sólo de sus almas; su apertura a las inspiraciones nuevas del Espíritu; su devoción a María, Madre de Jesús en su propio corazón; su respecto y amor por la Jerarquía de la Iglesia, el saberse colaborador en el apostolado de la Iglesia; su conciencia de pecado y su deseo de la santidad; su mortificación, su humildad y su alegría; la fortaleza de su voluntad y su paz interior; la búsqueda de una oración personal y afectiva. Tantas otras características de su modo de seguir a Jesucristo el Padre Hurtado las hizo suyas de los Ejercicios Espirituales, particularmente, y de la espiritualidad ignaciana en general.

De muestra, dos botones. A la base de la vida de Alberto Hurtado, y como explicación de toda su obra, hayamos el amor gratuito de Dios y por Dios. En su mes de Ejercicios Espirituales, recién entrado al noviciado, el joven Alberto glosó la explicación del llamado «Principio y Fundamento» en términos tan radicales que merece recordarse.

            «He sido creado y para conocer y amar a Dios; no para salvar mi alma; esto es consecuencia y don gratuito. Mi fin, pues es amar y servir a Dios. Debo ser todo de Dios; no seré de Dios si retengo algo para mí» (12,3,9).

El texto ignaciano dice lo mismo, pero en otros términos:

            «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima» (EE 23).

Este es en pocas líneas el proyecto ignaciano de la santificación: el amor y servicio de Dios gratuito y desinteresado. La santidad no se busca in recto, sino que es pura obra de Dios en los que se dedican a su alabanza. Y, en tanto es buscada, no es ella el bien último:

            «Egoísmo en mis ideales sobrenaturales: no debo buscar mi perfección ni santificación por serme provechosas sino porque es el medio más seguro de glorificar a Dios y el que más le glorifica» (12,3,31).

De esto resulta que, si esta alabanza de Dios el Padre Hurtado la hizo realidad dignificando a los obreros y a los pobres, la exaltación de los obreros y los pobres no es un medio «para salvar mí alma», sino un fin buscado por sí mismo y gratuitamente. ¡Cuán contrario fue el Padre Hurtado a dar como limosna lo que se debía por justicia! Pero ni el amor ni la justicia hacia los pobres pueden ser para él medios para alcanzar la propia santidad, mas que cuando se ama y se es justo con el Cristo que nos sale al encuentro en los pobres y por puro deseo de servirlo.

En los Ejercicios de 1926, una anotación similar ancla su actividad de servicio a la voluntad de Dios en el amor antecedente de Dios, lo que equivale a fundar la ética en la mística:

            «He sido creado PARA SERVIR. Esto es consecuencia del conocimiento y amor de Dios. Es algo ACTIVO: cumplir la voluntad de Dios» (12,3,15).

Otro ejemplo de la influencia decisiva de los Ejercicios Espirituales en Alberto Hurtado es la postura que él exige de un cristiano ante el mismo Jesucristo. En un Congreso de los Sagrados Corazones de Jesús y de María (1944), luego de acicatear a los jóvenes para acudir en socorro de los desheredados con justicia y caridad, al modo de la triple pregunta ignaciana ante Cristo crucificado (EE 53), los interroga:

            «¿Qué he hecho yo por mi prójimo? ¿Qué estoy haciendo por él? ¿Qué me pide Cristo que haga por él?» (19,28,4).

En este caso interesa notar cómo donde en los Ejercicios dice «Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz», aquí dice «mi prójimo». Desarrollaremos esta idea capital más adelante. Baste insistir una vez más en que la espiritualidad ignaciana suministra las vigas maestras de la espiritualidad del Padre Hurtado.

II. Espiritualidad del Padre Hurtado

1. Una mística esencialmente cristiana

Toda mística tiene en común la pretensión de ser experiencia de Dios. Se podrá discutir si la experiencia religiosa es mística en tanto fenómeno excepcional, reservado a un pequeño número de hombres, o si se trata sólo de una cuestión de grados de intensidad en la experiencia de Dios. En todo caso, lo que especifica la «mística cristiana» es la experiencia de Cristo caracterizada ya sea por la visión contemplativa, ya sea por el nacimiento de Dios en el corazón. «Todo lo demás es secundario. Sin duda hay numerosas similitudes de estructura entre las místicas de las diferentes religiones, pero en el cristianismo el contenido tiene preeminencia sobre la forma»[1]. Aún más, «la mística cristiana no es esotérica…; lo que prueba que hay ‘mística’ en el sentido de visión extática particular, no es la intensidad del sentimiento experimentado, ni tampoco la magnificencia de la visión, sino el cambio práctico de vida: sin una conversión de hecho, no hay mística cristiana» (Urs von Balthasar)[2].

Místicas cristianas ha habido muchas; no a pocas de ellas las ha acosado una desviación respectiva. Por ejemplo, los dualismos del cuerpo y del espíritu, de la fe y de la política, de los ministros y del pueblo, amenazan hasta hoy día la espiritualidad cristiana auténtica que, desde el Nuevo Testamento, ha intentado vincular el escuchar con el hacer, la oración con la acción, el conocer con el amar, la persona con la comunidad. Lo mismo habría que decir de místicas «revolucionarias» que, al valorar la dimensión libertaria del cristianismo en perjuicio de su gratuidad, reducen la experiencia religiosa a la práctica de cambio social y político.

En el Padre Hurtado hallamos una mística esencialmente cristiana por un doble título. Porque en Cristo Alberto Hurtado encuentra a Dios y porque la comprensión que el Padre Hurtado tiene de Cristo es -con perdón de la tautología- íntegramente «cristiana». Cristo es para él el Hijo eterno del Padre en el seno de la Trinidad, el Verbo que hecho carne asume para siempre la humanidad y el Cordero de Dios por su muerte y resurrección redime al mundo. Por mediación de Cristo, el Padre  Hurtado ha visto a Dios en el prójimo, particularmente en el pobre. Al a concebir la transformación del mundo a partir de los que a los ojos del mundo nada valen, los miserables, el Padre Hurtado ha puesto las bases de una nueva y más cristiana forma de ser Iglesia y de ser nación que aún está por verificarse en todo su alcance evangélico.

a) Aspectos teológicos de su espiritualidad

Todo lo dicho arriba acerca de los presupuestos de la espiritualidad ignaciana no bastan, sin embargo, para comprender su espiritualidad. El Padre Hurtado no fue un teólogo, pero con su práctica y su reflexión hizo teología o, al menos, creó en su ambiente las bases para una más profunda manera de comprender a Dios.

Hoy en día conviene recordar que no toda noción de Dios es cristiana, aun cuando se presente bajo este título. Toda vez que en un discurso religioso Jesucristo nada nuevo aporta a la noción de Dios, es decir, cuando una idea previa de la divinidad modifica hasta anular la revelación que Dios ha hecho de sí en su Hijo Jesús, no estamos ante el Dios de nuestra fe, sino ante «otro dios». Muchas veces sucede que en el hablar de Dios da lo mismo decir «Padre» o «Jesucristo». Unas veces este hecho es inocuo, pero si la no diferencia entre el «Padre» y el «Hijo» se hace en perjuicio de este último sucederá que «en el nombre de Dios» se justificarán las conductas más diversas e incluso contrarias como de hecho ha ocurrido en Chile y en la historia del cristianismo desde sus orígenes. Bajo el amparo del nombre de Dios, de su Providencia y del cristianismo se han cometido los crímenes más terribles[3].

Posiblemente el Padre Hurtado no reparó teóricamente en este tipo de distinciones. Es corriente encontrar en su predicación la identificación entre Dios y Jesucristo, pero de lo que no se puede dudar es que para Alberto Hurtado Dios es Dios al modo como en Jesucristo nos ha sido revelado. Para él, conocemos a Dios en Cristo. Corrobora de paso lo anterior la molestia que él experimentaba ante un tipo de religiosidad meramente exterior e inculta, opuesta al cristianismo verdadero. A propósito de la educación religiosa, el Padre se lamenta:

            «Hoy, por desgracia, los jóvenes, con mucha frecuencia, ignoran completamente los misterios centrales del cristianismo y hasta las oraciones más comunes. Los pocos rezos que logran rezar, muchos hasta la mitad…son deformados horriblemente, lo que demuestra que no han captado su sentido: ‘Señor mío Jesucristo, yo soy hombre verdadero, Criador del padre…’ o bien: ‘Dios pecador me confieso…’ Estas expresiones no las oye uno todos los días en esa forma burda, pero sí se descubre el fondo de ignorancia que es demasiado frecuente»[4].

Pero tampoco es suficiente que Jesucristo revele cuál es el Dios verdadero. Tampoco basta decir «Cristo»: es necesario confesar al Cristo total. La predicación unilateral del misterio pascual a menudo anula la racionalidad de la imitación del Jesús terreno que pasó por el mundo haciendo el bien. Y, por el contrario, una imitación de Jesucristo que no extrae su fuerza del misterio pascual deriva en la ilusión ingenua de creer que el hombre puede alcanzar la salvación sin Dios, por sus propios medios.

Para el Padre Hurtado Jesucristo es el Cristo total. Pero en una época en que se predica la resignación ante el sufrimiento humano bajo la inspiración del Cristo Paciente, a él se le acusa de favorecer la imitación del Jesús del Reino y de la acción. En una carta de él mismo al presbítero Don Raúl Silva Silva expone una de las muchas críticas que se le hicieron en el Seminario de Santiago, con motivo de una charla sobre la Acción Católica:

            «La exaltación de Cristo Jefe, Cristo Rey en lugar del Cristo Paciente y humilde constituye un peligro para los jóvenes, pues, infiltra en sus almas el orgullo y desvirtúa la esencia del cristianismo que está en la Redención dolorosa. La predicación de las virtudes ‘heroicas’ que hace el Asesor Nacional, ese llamado al heroísmo de la juventud, debiera reemplazarse por el llamamiento a la humildad y mansedumbre…» (68,18,1-2).

Alberto Hurtado, empero, no desconoce el «hondo misterio del mal cuya razón última no acabaremos nunca de penetrar». Se pregunta: «¿no será acaso la causa más profunda del sufrimiento ‘completar lo que falta a la pasión de Cristo’, colaborar con Jesús en la redención de la humanidad?»[5]. Pero así como rechaza el «pelagianismo», rechaza sobre todo desconocer el mal del mundo y no hacer nada por suprimirlo:

            «Esta certeza de la perennidad del dolor en el mundo no nos autoriza a contentarnos con predicar la resignación y el quietismo. La resignación sólo es legítima cuando se ha quemado el último cartucho en defensa de la verdad, cuando se ha dado hasta el último paso que nos es posible por obtener el triunfo de la justicia»[6].

Alberto Hurtado da incluso otro paso adelante. En tanto educador, subraya la importancia del conocimiento «personal» de Jesucristo, y su imitación, en vez de un conocimiento meramente teórico. En Puntos de Educación (1942) señala:

            «El alma humana es un templo vivo de Dios en la cual nunca ha de faltar el cuadro de Cristo y su mirada ha de penetrar hasta el fondo de su ser moldéandolo con las virtudes propias del Redentor. El alma del joven al irse fortaleciendo ha de ir precisando también más y más la verdadera figura de Jesús. Del Jesús Niño ha de ir pasando al Jesús Adolescente, al Jesús Jefe, al Jesús Paciente. Ha de conocer un Cristo enérgico y varonil, el del sermón de la montaña, el que arroja a los mercaderes del Templo, el que calma las tempestades, el que invita a los hombres a seguirlo dejándolo todo para poseerlo a El. Y al mismo tiempo ese Cristo es el Dios bueno que acaricia al prójimo, busca la ovejita perdida, perdona a la Magdalena, defiende a la adúltera y sale en busca de Zaqueo. ¡Qué fuerzas sentirá el joven que puede dialogar diariamente con este Cristo en la Eucaristía! El director espiritual ha de procurar que los adolescentes y jóvenes conozcan la figura de Cristo no solamente de segunda mano sino directamente por medio de la Sagrada Escritura. El fin de toda dirección espiritual ha de ser sembrar el amor a Jesucristo en el corazón de los jóvenes, hacer que traben verdadera amistad con Cristo: un contacto vivo, sincero, entre El y ellos. Que se acostumbren a buscar siempre y en todo a Cristo. Jesús no ha de ser para los jóvenes un mero recuerdo, un cuadro pálido, sino una realidad viva y grande a quien someten todos sus planes, a quien descubran todas sus esperanzas y todos sus deseos, alguien que viva muy cerquita de ellos alegrándose de sus triunfos y sufriendo con ellos en sus caídas» (PE, 212-213).

El Padre Hurtado no acostumbra a teorizar sobre el Espíritu Santo, incluso lo menciona poco, mucho menos que al «Padre» y a «Cristo». Esto no obstante, el Espíritu Santo está presente en toda su concepción práctica de Dios, tal vez incluso más allá de las posibilidades teóricas de la doctrina del Cuerpo Místico. La verdadera obsesión del Padre Hurtado por descubrir la voluntad de Dios en los acontecimientos históricos y la inmensa creatividad con que responde a ella a lo largo de toda su vida, no pueden sino ser reconocidas como obra del Espíritu. Una vez al menos, él mismo confiesa:

            «Nunca he tenido una cosa menos mía que el Hogar de Cristo y la Fraternidad. El Espíritu Santo lo ha hecho todo» (64,62).

En suma, para Alberto Hurtado Dios es Amor. Pero no un amor que salva al hombre sin el hombre, sino que por el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios penetra la historia humana, como hombre vive, enseña, cura, perdona y sufre, y resucitado de la muerte continúa su misma acción redentora en los cristianos por la fuerza del Espíritu Santo. El designio último de Dios es que los hombres tengan la vida en abundancia, la vida en todos sus aspectos, que es la Vida divina: «Ego veni ut vitam habeant et abundatius habeant» (52,14,3).

b) El corazón de su espiritualidad

1.- Búsqueda de la voluntad de Dios Padre

Para Alberto Hurtado todo viene de Dios y todo se dirige a Dios. Así ve él su propia vida y cree que un cristiano debe ver la suya. La razón de ser del hombre es -según declara el Principio y Fundamento ignaciano- la alabanza y el servicio de Dios. Pero el Dios del Padre Hurtado es inseparable de su voluntad[7]. Por ello, confiesa verdaderamente a Dios quien se dispone a buscar la voluntad de Dios hasta en los acontecimientos más pequeños o tristes de la vida. En este sentido, y no otro, la búsqueda de Dios constituye la finalidad de la vida humana. En una plática a la Conferencia Episcopal (1940), afirma:

            «Esa finalidad de nuestras vidas es buscar a Dios. Buscarlo en todo, buscarlo para darnos cuenta de que es El realmente el dueño soberano, el amigo, el Padre. Quiere que lo busquemos y que lo hallemos; que lo conozcamos aquí abajo con el conocimiento obscuro de la fe; allí arriba en la luz de la gloria. Quiere que lo poseamos por el amor».

Pero esta búsqueda de Dios y de su voluntad ha de ser radical y desinteresada:

            «Pero esta búsqueda de Dios para que satisfaga el alma, ha de ser una búsqueda de Dios solo, de nada más que El. Dios solo, no sus dones, sus consuelos, los éxitos del apostolado, las almas salvadas, sino Dios y su santísima voluntad: y nada más. Buscar una creatura es buscar a Dios y algo que no es Dios, como si Dios solo no fuese suficiente»[8]

Por esta razón, la adoración es la mayor de las virtudes, en tanto el que adora renuncia a cualquier provecho y honor personal, para alabar a un Dios que sólo se lo honra cumpliendo su voluntad. Esta es la eucaristía. Para nuestro santo, existe una profunda relación entre la gratuidad de la alabanza de Dios y el empeño ético por hacer su voluntad. Una realidad es la contracara de la otra. Pero la gratuidad de la alabanza de Dios funda la segunda y no al revés, de modo que la acción humana sólo prospera en la confianza de la eficacia sobrenatural divina.

En este marco hay que entender la búsqueda apasionada de la santidad del Padre Hurtado:

            «La voluntad de Dios. La realización en concreto de lo que Dios quiere… Todo el trabajo de la vida santa, consiste en esto: en conocer la voluntad de mi Señor y Padre. Trabajar en conocerla, trabajo serio, obra de toda la vida, de cada día, de cada mañana, ¿qué quieres, Señor de mí, de mis ejercicios muy en especial? Trabajar en realizarla, en servirle en cada momento. Esta es mi gran misión, mayor que hacer milagros» (31,10,6).

Pero el horizonte de su pasión por Dios es amplísimo, se extiende a toda la historia de su época, más allá incluso de su querido Chile. En carta a Hugo Montes B. dice:

            «El olvido de Dios, tan característico de nuestro siglo, creo que es el error más grave, mucho más grave aún, que el olvido de lo social»[9].

En uno de sus últimos artículos en la revista Mensaje titulado «La búsqueda de Dios», el Padre Hurtado lamenta profundamente los males del siglo cuyo origen -a su entender- consiste en el reemplazo del sentido del Dios por el sentido del hombre: una auténtica inversión de los valores fundamentales de la vida, no ajena a los cristianos, que se traduce en múltiples aberraciones. Dice:

            «El sentido DEL HOMBRE ha reemplazado al sentido de Dios. En otros tiempos se atacó un dogma: fueron las herejías, trinitarias o cristológicas. En la época del renacimiento, el protestantismo atacó la Iglesia; el siglo XIX impugnó la divinidad de Cristo. Pero estaba reservada a nuestro siglo una negación más radical: la negación de Dios y su reemplazo por el hombre. El pecado del mundo actual, es, como en tiempos antiguos, la idolatría, ¡la idolatría del hombre!».

Y continúa:

            «Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de El un medio al servicio del hombre: le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos»[10].

Pero el fundador de la revista Mensaje no se queda en la queja crónica de los que sólo tienen ojos para condenar el mundo moderno. Imprimiendo estilo a la revista, descubre en este mismo mundo signos promisorios de búsqueda de Dios y de su presencia. «En el hambre y sed de justicia que devora muchos espíritus, en el deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad universal, está latente el deseo de Dios». El Padre Hurtado se admira de los trapenses que rezan en los conventos y de las religiosas del Padre Voillaume «que unen su vida de obreros en una fábrica a una profunda vida contemplativa»; de jóvenes que estudian para glorificar al Creador, de obreros de la JOC que aprenden a rezar y de intelectuales y artistas que hacen de Dios el valor supremo de sus vidas[11].

A la base de su visión sobrenatural del mundo hay en el Padre Hurtado una profunda experiencia del amor de Dios, una inmensa felicidad y un deseo por llevar a Dios a los demás:

            «Qué grande es mi vida! ¡Qué plena de sentido! Con muchos, rumbo al cielo. Darles a los hombres lo más precioso que hay: Dios. Dar a Dios lo que más ama, aquello por lo cual dio a su hijo: los hombres! Señor, ayúdame…».

Los testimonios acerca de cómo el Padre Hurtado enfrentó su enfermedad y muerte son sobrecogedores. Todo ello él lo vive como un encuentro con su Padre.

Con todo, Alberto Hurtado es conciente que no basta confesar a Dios, que aun buscándolo es posible extraviarse. Se interroga:

            «¿Cómo podemos estar ciertos de buscar realmente a Dios, de no adherir a las creaturas en medio de las cuales tenemos sin embargo que vivir? ¿Cómo saber que no nos buscamos a nosotros mismos, siendo así que tenemos en tantas cosas que tener en cuenta con nuestros intereses, nuestra salud, nuestra persona, la persona de los otros…?»[12].

La respuesta es Cristo:

            «Aquí está la clave: crecer en Cristo… Viviendo la vida de Cristo, imitando a Cristo, siendo como Cristo»[13].

2.- La asimilación íntima a Jesucristo

El Padre Hurtado encuentra a Dios en Cristo. Pero no sólo como criterio de aquello que verdaderamente conduce a Dios. Ante todo, Cristo es el amor mismo de Dios por él y por todos los hombres, su pasión más querida, el motivo ardiente de todo su apostolado. Por esto decimos que su espiritualidad es esencialmente cristiana. José Correa S.J. da testimonio de esta intimidad y de su irradiación:

            «Como en Ignacio, en el Padre Hurtado esa experiencia de Dios adquiría una connotación especial en el amor y el seguimiento de Jesucristo. Amaba a Cristo, vivía de Cristo, hablaba de Cristo. En los retiros contagiaba a Cristo; recuerdo que decía que había que ‘chiflarse por Cristo'»[14].

Con sus propias palabras, el Padre nos permite asomarnos a a sus propósitos espirituales:

            «…mi vida cristiana esté llena de celo apostólico, del deseo de ayudar a los demás, de dar más alegría, de hacer más feliz este mundo. No sólo ‘nota’ apostólica: Consagración entera en mi espíritu y en las obras… una vida sin compartimentos, sin jubilación, sin jornadas de 8 ó 12 horas. Toda la vida entera y siempre para vivir la vida de Cristo» (52,12,7).

Si el valor supremo de la vida humana es cumplir la voluntad divina, para el Padre este valor se realiza por una entrega completa a Cristo. Esta es la verdadera santificación que él busca determinadamente: la imitación de Jesucristo constituye el centro organizador de su piedad religiosa y de su vida moral. Para él, toda otra religiosidad que no se integre a partir del seguimiento personal de Cristo, aunque se diga cristiana, es insuficiente y en definitiva no sirve. Dirá:

            «Oración continua, meditación diaria, vida sacramental intensa, fervor tierno a la Madre del Amor Hermoso: sin esta vida de íntima unión con Cristo para resucitar en nosotros la responsabilidad de su misión, nada se hará»[15].

Ahora bien, el mismo Padre Hurtado plantea la pregunta: ¿qué significa imitar a Jesucristo? En una charla a los profesores de la Universidad Católica (1940), el Padre desecha cuatro posibilidades[16]. Primero, la de aquellos que se dedican al estudio del Jesús histórico e intentan repetir literalmente la vida de Cristo. Pero «el espíritu vivifica, la letra mata». Segundo, la de los que se aproximan especulativamente a Jesús, «pero no mudan su vida ante él». Una aceptación intelectual o sólo afectiva de Cristo empero «no es imitar a Cristo». Un tercer grupo de personas «creen imitar a Cristo preocupándose… únicamente de la observancia de sus mandamientos, siendo fieles observadores de las leyes divinas y eclesiásticas, escrupulosos en la hora de llegada a los oficios divinos, en la práctica de los ayunos y abstinencias». En este caso el cristianismo deriva en el fariseísmo. Pero esta tampoco es imitación de Jesucristo: «el rigorismo y el fariseísmo no son la esencia del catolicismo». Por último, hay quienes caen en el activismo apostólico y triunfalista que no tiene cuenta de la virtud oculta de Cristo en los fracasos humanos.

Para Alberto Hurtado, por el contrario, imitar a Cristo es obrar como si Cristo tuviera que obrar en su lugar. Este es el corazón de su espiritualidad en su versión activa. En su aspecto pasivo -lo veremos- su espiritualidad consiste en ver a Cristo en el prójimo, particularmente en el pobre. Esta experiencia de Dios que se traba en el Cristo que somos y el Cristo que encontramos en los demás se articula la Iglesia que en el mundo es principio de unión de todos los hombres en Dios. Sorprende cuántas veces en su predicación el Padre Hurtado insiste en proponer la pregunta «qué haría Cristo en mi lugar». El cristiano es otro Cristo. Tomamos sólo un ejemplo:

            «…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu que haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente»[17].

Para nuestro Padre, ésta es la perfección y la santidad cristiana. Si la santidad consiste en la adoración, se adora con una «disposición a ser instrumento de Cristo»[18]. Estamos ante una auténtica «mística de la acción» que, en tanto se alimenta del amor al Cristo total, sabe también ser contemplativa en el sufrimiento, la enfermedad y la muerte[19]. Alberto Hurtado, como San Ignacio, es un «contemplativo en la acción». En él no están disociadas la oración y su trabajo apostólico. No sucede como en otras espiritualidades en que la vida espiritual se distingue de la vida activa. Sin perjuicio de la necesidad de un contacto íntimo con Jesús, toda su actividad en Cristo es contemplación; su espiritualidad es su apostolado. Aun más, en la medida que la imitación de Cristo se nutre de las sugerencias del Espíritu Santo la acción cristiana es capaz de crear una historia nueva y mejor.

En definitiva, la santidad es vida que proviene de Cristo. El camino es sacrificado, pero el fruto es sabroso:

            «Vida rica, plena, fecunda, generosa. A ésta nos llama Cristo: es la santidad. Y Cristo quiere cristianos plenamente tales, queno cierren su alma a ninguna invitación de la gracia; que se dejen poseer por ese torrente invasor, que se dejen tomar por Cristo, penetrar de El. La vida es Vida en la medida en que se posee a Cristo, en la medida en que se es Cristo, por el conocimiento, por el amor, por el servicio».

Pero esta vida de Cristo ha de manifestarse en todas las dimensiones de la vida humana, incluida la social, la económica y la política. En una época en que se habla de revolución, la propuesta del Padre Hurtado es aún más revolucionaria porque retrotrae a la experiencia de Cristo el origen de todos los cambios sociales que es preciso realizar. En un discurso de 1941, llama a los jóvenes a «transformar cristianamente el mundo que nos rodea», los llama a «operar la gran revolución», pero no la de «motines armados, de sabotajes, de cañones», sino «la revolución de las conciencias que se orientarán hacia Cristo». La «gran revolución» no se dará sin la «pequeña revolución, la revolución de nuestra vida orientándola totalmente hacia Cristo» (19,22,1-2).

Con estas palabras el Padre Hurtado se adelantaba a los intentos de muchos cristianos que en los años sesenta quisieron vincular su fe al proceso de transformación social del continente, pero, a la vez los superaba por la radicalidad crítica de su proyecto.

3.- Una mística del prójimo

Si Alberto Hurtado encuentra a Dios en Cristo, encuentra a su vez a Cristo en el prójimo. Toda su espiritualidad se distingue por su amor a los demás, al punto que bien puede llamarse una «mística del prójimo». Desde que Jesús ha anunciado que el mandamiento principal de la Ley es amar a Dios y al prójimo como a sí mismo, después que San Pablo ha declarado que el que ama ha cumplido la Ley y que San Juan ha declarado mentiroso al que dice amar a Dios pero no ama a su hermano, el amor desinteresado por el prójimo tipifica al cristianismo y deviene criterio ineludible de toda mística auténtica.

La convicción de que se sirve a Cristo amando al prójimo es antigua en nuestro Padre. Desde antes de entrar en la Compañía la supo poner en práctica. Un compañero suyo dice de él: «tenía una bondad inmensa y muy delicada con los hermanos enfermos o tristes. Una mamá no lo habría hecho mejor»[20]. Como estudiante jesuita fue conocido por su compañerismo. En sus escritos espirituales él mismo se propone evitar juicios interiores contra sus compañeros, para fijarse mejor en sus virtudes. En el pecho de sus hermanos él ve al Sagrado Corazón «obrando por ellos, viviendo y reinando en su interior, sirviéndome, amándome, probándome por ellos» (18,2,3). Incluso la abnegación la entiende como servicio a los demás, y no como mera virtud abstracta (recordar viaje en tren en que el Padre Hurtado ocupa el peor asiento). Cientos de personas lo recuerdan como un hombre encantador que sabía dar oído a todos, no obstante su escasez tiempo. Un fina manifestación de su caridad la constituye su respeto por los que pensaban distinto, como ser protestantes y comunistas. Cuando fue incomprendido y criticado por sus hermanos jesuitas o por autoridades de la Iglesia, sufrió, pero al considerar a los demás como hermanos en Cristo supo decir «Contento, Señor, contento» y procuró siempre conservar la amistad.

La razón honda de este amor por el prójimo estriba en que «el prójimo es Cristo». Ya en 1926, como novicio, escribe: «…servir a todos como si fueran otros Cristos» (12,3,27). Es decir, no sólo actuar como si Cristo lo hiciera en el propio lugar, sino servir al prójimo como si éste fuera Cristo. Esta es la voluntad de Dios, ésta la santidad. El trasfondo evangélico de esta perspectiva son la parábola de Buen Samaritano (Lc 10,29-37) y la del Juicio Final (Mt 25,31-46) a las que el Padre recurre con insistencia.

Esta identificación del prójimo con Cristo, sin embargo, conviene precisarla teológicamente. Todo su vigor reside en sostener que el servicio de Dios se cumple en «el otro» como si en éste se jugara lo Absoluto. En este sentido, «el otro» nunca puede ser «medio» de la propia santificación, tentación perenne de las espiritualidades individualistas pseudo-cristianas. Pero al prójimo se lo ama en Dios, no como criatura a secas. El Padre Hurtado advierte contra este peligro contrario, que no es sino el pecado de la modernidad. Entre nosotros los hombres y Cristo debe afirmarse tanto una asimilación en virtud del Cuerpo Místico de Cristo, como una inmensa distancia y diferencia: «Es absolutamente necesario el intimar con Cristo, el sentido de una fraternidad con El, pero que nada nos haga olvidar la distancia infinita que nos separa»[21]. El «como si» de la afirmación de la identidad entre el prójimo y Cristo corrige precisamente toda lamentable confusión.

En todo caso, el aparecer de Cristo en el prójimo es el motivo que desencadena en el Padre Hurtado todo su amor y deseo de servir a los demás, porque en el prójimo como en él lo que mueve siempre es el amor universal de Dios por todos los hombres, sin exclusión:

            «Los demás hombres son amados por Dios como yo. ¡Cuánto ha hecho Jesús por salvarlos! ¿Qué será razón que haga yo por ellos? Todo sacrificio, toda oración, todo, todo hecho con amor tiene importancia y es de valor para salvar las almas» (32,4,5)[22].

4.- «El pobre es Cristo»

La gratuidad de la espiritualidad del Padre Hurtado se expresa por completo en su amor por los pobres. Si el amor al prójimo en más de un caso puede ser visto como un acto interesado, el servicio a los pobres nada más puede aparecer como un acto eminentemente gratuito. Interesarse por los pobres sólo tiene valor a los ojos de un Dios que ama lo que el mundo desprecia. Si lo que mueve a nuestro Padre es el puro deseo de la gloria de Dios, su alabanza y su servicio de Dios prueban su veracidad cuando él dedica su vida a los pobres.

Para Alberto Hurtado Cristo vive en el prójimo, pero especialmente en el pobre:

            «Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen ha muchos años del beso de una madre sobre su frente. Bajo los mesones de las pérgolas en que venden flores, en medio de las hojas secas que caen de los árboles, allí tienen que acurrucarse tantos pobres en los cuales vive Jesús. ¡Cristo no tiene hogar!» (9,7,1-2).

Para el Padre Hurtado «el pobre es Cristo». Pero no es ésta una afirmación rara, delirante, en su predicación: es común, determinada, provocativa. Su espiritualidad es una «mística del pobre». Valga aquí todo lo dicho anteriormente acerca de la identificación entre Cristo y el prójimo. Por medio de la identificación de Cristo con el pobre, inspirada una y otra vez por la parábola evangélica del Juicio Final, el Padre Hurtado se anticipa proféticamente a la «opción por los pobres» de la Iglesia latinoamericana en sus conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Quienes aman a los pobres y se abocan a sacarlos de la miseria sirven a Cristo; quienes, por el contrario, son injustos con los pobres o nada hacen por ellos, es a Cristo que desprecian. Por lo mismo, no es de extrañar que así como ha sido combatido el magisterio de la Iglesia latinoamericana por su preferencia por los pobres también lo fuera Alberto Hurtado.

Al fundar el Hogar de Cristo, el Padre Hurtado sale en socorro de los miserables que colmaban el Santiago de la época ante la pasividad y desidia del resto de sus conciudadanos. Urgía entonces dar techo, abrigo y comida caliente a niños y adultos que carecían de todo. Pero eso no bastaba. El fundador del Hogar quería para ellos un trato digno, una educación para que salieran adelante por sus propios medios, «es importante que las cosas no se regalen», decía. A los miembros de la Fraternidad del Hogar les pedía un voto de obediencia religiosa al Director, «pero sobre todo obediencia al pobre; sentir sus angustias como propias, no desansando mientras esté en nuestras manos ayudarlos. Desear el contacto con el pobre, sentir dolor de no ver a un pobre que representa para nosotros a Cristo» (64,62,3). El fundador del Hogar de Cristo es el mismo que pide justicia, lo veremos adelante.

Nuestro Padre, sin embargo, no se quedaba en palabras. El mismo bajaba los puentes del Mapocho en busca de los niños abandonados para llevarlos al Hogar. A veces le respondieron a peñascazos. El Padre se ponía a la altura de los pobres. Los abrazaba. Se quedaba a dormir con ellos. Les pedía perdón por no poder atenderlos mejor.

Al momento de su muerte, Alberto Hurtado dice: «Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de VERDADERO AMOR Y RESPETO AL POBRE, porque el pobre es Cristo»[23].

Hacia el final de su vida, en una carta al P. Arturo Gaete, expresa una intención que según parece no alcanzó a llevar a efecto, pero que -según decíamos- ha pasado a constituir el corazón del magisterio de los obispos latinoamericanos:

            «Espero escribir este verano (o comenzar?) algo sobre el sentido del pobre, yo creo que allí está el núcleo del cristianismo y cada día hay más resistencia e incomprensión a todo lo que dice pobreza» (62,93).

5.- «Contento, Señor, contento»

Pero, a diferencia de tantos defensores de los pobres que hacen de su amargura la fuerza de su lucha social, el Padre Hurtado, con el mismo corazón con que sufrió los males de su patria, el desprecio a su persona y su enfermedad, supo alegrarse en Dios en todo tiempo. Como joven se exigió a sí mismo la alegría, como adulto la estimuló en los demás; de los jefes de la Acción Católica, la urgió. Por el contrario, el Padre deploró la queja, especialmente cuando ésta consiste en lamentaciones por la fallas ajenas.

Lo característico de su alegría, sin embargo, no es su carácter psicológico. La alegría que a él sale tan espontánea y que pide a los cristianos es la que nace de la fe. Dice: «la gran receta para tener alegría es vivir de fe»[24]. Para los que tienen fe no hay razón alguna para estar tristes. Si en el momento presente se sufre, en el mismo momento hay una razón para estar contentos, pues por la fe sabemos que todo depende de Dios. Su alegría es Cristo y hacer felices a los demás. Incluso la alegría tiene en Alberto Hurtado un sentido social:

            «No basta sonreír para vivir contentos nosotros. Es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora será también de un inmenso valor para los demás. ¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da»[25].

Aún en los peores momentos, el Padre exclama «contento, Señor, contento». Ante la noticia de su muerte, el Dr. Armas afirma:

            «Lo hallé muy tranquilo, con esa misma tranquilidad que le conocí siempre y cuando me acerqué a saludarlo, me dijo: ‘El Patrón me llama y aquí estoy listo y feliz…»[26].

2. Una mística apostólica y social

El Padre Hurtado se considera a sí mismo un apóstol de Jesucristo enviado al mundo de su época, a su país.

Al Padre lo desvela la lamentable situación del catolicismo chileno y pretende elevarlo. Pero su actitud nada tiene de sectaria: lo que directamente le importa es elevar a Chile a la vida sobrenatural. Jamás podríamos imaginar que su amor a los pobres haya sido un «medio» para el crecimiento de la Iglesia. Al contrario, de acuerdo a la gratuidad del Principio y Fundamento ignaciano hemos de imaginar que el Padre concibe a la Iglesia al servicio de la gloria de Dios que se verifica a su vez en el servicio a la salvación integral de los hombres y, en especial, de los más postergados. Pero así como el Padre Hurtado no entiende a Dios separa de su voluntad salvífica, tampoco lo entiende sin un Cuerpo del que Cristo es su Cabeza y de acuerdo al cual todos los hombres somos y debemos ser solidarios. La Iglesia es en la sociedad principio de integración de los aspectos más diversos de la vida humana según los criterios de Cristo. La del Padre Hurtado es sin duda una mística profundamente eclesial y social. La Iglesia es para él, como María, una Madre, una realidad sobrenatural y no un ente meramente sociológico. Su misión es conformar las personas y la sociedad a Cristo.

a) Apóstol de Jesucristo y de la Iglesia

El Padre Hurtado fue un sacerdote jesuita al servicio de la Iglesia. El mismo se consideró un apóstol de Jesucristo, colaborador y partícipe en el trabajo pastoral de su Iglesia, en estricta obediencia de su Jerarquía. Por esta razón, nada lo hizo sufrir más que la acusación que con ocasión de su abandono de la Acción Católica le hicieron de «falta de respeto y sumisión a la Jerarquía». Tanto en su teología como en su espiritualidad, el Padre nunca concibió su relación con Dios sin la mediación de su Iglesia y de sus pastores.

1.- «La Iglesia es Cristo»

Tal es el amor de Alberto Hurtado por su Iglesia que llega a identificarla con Cristo a un grado, al menos hoy, teológicamente exagerado. Alguna vez el Padre, hablando de la «responsabilidad frente a la Iglesia», aserta: «La Iglesia es Cristo». Y, más adelante precisa:

            «La Iglesia es Jesús, pero Jesús no es Jesús completo considerado independientemente de nosotros. El vino para unirnos a El, y formar El y nosotros un solo gran cuerpo, el Cuerpo Místico de que nos habla San Pablo…»[27].

Pero a la espiritualidad y a la predicación se conceden derechos que a la teología no se le otorgan. El Padre Hurtado no es un teólogo: es un apóstol y un profeta. La parcialidad de sus afirmaciones no tiene por objeto asegurar una doctrina teológica determinada, sino llegar al corazón de personas concretas y convencerlas de que no hay cristianismo auténtico sin la Iglesia y que la suerte de la Iglesia depende de «nosotros». Con todas las salvedades con que aceptamos la afirmación «el pobre es Cristo, aceptamos que «la Iglesia es Cristo». Pero, sobre todo, acogemos las palabras de nuestro Padre en toda su fuerza. «¿Qué es la Iglesia?», se pregunta. Responde:

            «Lo más grande que tiene el mundo, es la Santa Iglesia, Católica, Apostólica, Romana, nuestra Madre, como nos gloriamos en llamarla. ¿Qué sería del mundo sin ella? Porque es nuestra Madre, tenemos también frente a ella una responsabilidad filial: ella está a cargo de sus hijos, confiada a su responsabilidad, dependiente de sus cuidados… Ella será lo que queramos que sea…»[28].

Por la encarnación, Dios unió a sí la naturaleza humana de tal modo que «Dios pudo decir con absoluta verdad: tengo cuerpo, tengo alma, sufro, padezco… y un hombre que caminaba por las calles y tenía hambre, sed, dolor, podía decir: Soy Dios!»[29]. Esta profunda unidad de Cristo con la humanidad tuvo, sin embargo, por objeto una unidad aún mayor: la unidad nuestra con el Padre, por la cual llegamos a ser hijos de Dios. Por el bautismo pasamos a ser miembros del Cuerpo de Cristo, «en cierto sentido pasamos a ser Cristo»[30]. Luego de estas clarificaciones doctrinales, el Padre Hurtado va a lo quiere decir:

            «La Iglesia no es algo respetable, al servicio nuestro, pero extraño a nosotros mismos como la Cruz Roja o la Asistencia Pública, no, la Iglesia somos nosotros. Cristo y yo, y Uds. el GRAN NOSOTROS»[31].

De esto extrae el Padre una serie de consecuencias, como la necesidad de la unión con Cristo, la solidaridad humana y la responsabilidad en el crecimiento numérico y de vida cristiana de la Iglesia.

Según el Padre Hurtado, la misión de la Iglesia es la santificación del mundo:

            «La razón de ser de la Iglesia es santificar al mundo. Quiere extenderse para extender en ellos la santidad. No es otra la misión de la Iglesia: no es el dominio político, la construcción de soberbios edificios, la celebración de grandes congresos… todo eso en tanto cuanto ayude a la santificación de las almas, que es el único fin propio de la Iglesia»[32].

Por ello, «…al católico la suerte de ningún hombre le puede ser extraña. El mundo entero es interesante para él, porque a cada uno de los hombres se extiende el amor de Cristo…»[33]. Por amor a la salvación de los hombres, la Iglesia está abierta a reconocer la verdad más allá de sus fronteras, incluso en los que atacan a la Iglesia[34]. Este modo de ver la Iglesia en relación con el mundo, muy típica del Padre, será la que años más tarde asumirá el Concilio Vaticano II: con una aproximación crítica a los acontecimientos y problemas del siglo, la Iglesia del Concilio prefiere entrar en diálogo con el mundo moderno en vez de condenarlo sin más. He aquí la novedad del Padre Hurtado y del Concilio.

2.- Preocupación por la Iglesia

La fogocidad de la predicación de Alberto Hurtado se explica en parte por la magnitud del desastre que él advierte en el cristianismo vivido. La ignoracia religiosa, peor aún, la falta de amor a Dios y al prójimo dominan por doquier. Muy antes del Concilio Vaticano II, nuestro Padre clama ante una verdadera «apostasía de masas» o «paganización de las masas» que está teniendo lugar en el siglo XX. La pérdida casi completa para la fe de la clase obrera lo desvela desde sus años de juventud.

La causa de tales males la atribuye él al pésimo ejemplo que dan de Cristo los mismos católicos, especialmente aquellos que lo han tenido todo en la vida, riquezas, educación, seguridades, en relación a los que no tienen nada. Dirá: «los malos cristianos son los más violentos agitadores sociales»[35]. Pero, también, es causa un incorrecto modo de enseñar la fe y la escasez de sacerdotes. Hay un modo de educación religiosa formal, memorística y moralizante que, donde no estimula el fariseísmo, tampoco suscita cristianismo, especialmente entre los jóvenes. Este tipo de educación no sirve. Que todos los chilenos estén bautizados no es suficiente. Por otra parte, la escasez en Chile de sacerdotes impide mejorar esta educación religiosa y, sobre todo, hace magra la posibilidad de que los cristianos accedan a la gracia. En su obra ¿Es Chile un país católico? (1941), el Padre Hurtado sostiene que la falta de sacerdotes es el principal de los problemas, pues el sacerdote es simplemente esencial en la vida de la Iglesia[36].

Pero el Padre no se queda en la queja ni en la crítica. A él no lo mueven los «anti». En un ambiente «antiprotestante» como era el suyo, él se atreve a decir:

            «Más que campañas contra los protestantes, lo que necesitamos es una campaña positiva de cristianismo; ir al pueblo, darle a conocer nuestra santa religión, hacérsela gustar y amar para que la viva intensamente»[37].

Tratándose de la educación de los jóvenes, él propone ante todo «hacer cristianos, imágenes de Jesucristo» (22,17,1), «…no omitir medio de formar ‘Cristo con sus almas'» (ibid., 2); y, por otra parte, que sean formados para la acción. En suma, una imitación personal y activa de Jesucristo. En vez de una religión de temores y de mojigatos, el Padre Hurtado desafía a una religión de libertad, que inspira hacer grandes cosas por Cristo (Puntos de Educación, 59-60). El Padre llama a los jóvenes a considerar la posibilidad del sacerdocio porque él cree en el sacerdocio, en particular en el de sacerdotes santos. Pero, también los llama a un laicado de grandes ideales, de heroísmo, nutrido por la vida sacramental y de la gracia y orientado al bien común: bien puede un abogado, un médico, un ingeniero, un obrero, un empleado, cualquiera, ser un santo en el lugar que le toca en la sociedad. A los jóvenes de la Acción Católica les pide de un modo especial colaborar en el apostolado de la Jerarquía de la Iglesia y en obediencia a ella. De todos espera que comprendan que «ser católicos equivale a ser sociales» y que se comprometan a su modo en la transformación de la sociedad.

No obstante lo anterior, y de acuerdo con el Magisterio episcopal, el Padre Hurtado supo mantenerse lejos de la política de partidos, en contra del parecer de miembros y simpatizantes del Partido Conservador que consideraban que la Iglesia debía seguir respaldándolos y que la neutralidad del Padre sólo favorecía a la naciente Democracia Cristiana.

3.- Sumisión a la Jerarquía

Prueba de su amor a la Iglesia la dio el Padre Hurtado con su alejamiento del cargo de Asesor de la juventud de la Acción Católica. El episodio fue triste, pero fue también ocasión de que se revelara en la práctica cuán grande era la adhesión del Padre a la Jerarquía de la Iglesia.

Con la renuncia a su cargo culminó una serie de dificultades e incomprensiones que se fueron dando entre el Padre Hurtado y el Asesor General de la Acción Católica Mons. Salinas, viejo amigo suyo desde los tiempos del colegio. Pero el conflicto personal no fue sino expresión de las tensiones mayores que afligían a la sociedad y a la Iglesia.

En poco tiempo de Asesor Nacional, el Padre Hurtado hizo crecer considerablemente la Acción Católica en número y en entusiasmo. Su nueva manera de hablar de Jesucristo a los jóvenes, su preocupación por hacer conocer la Doctrina Social de la Iglesia y por exigir de la juventud un compromiso activo en la transformación de su país, amén de la fascinación personal que el Padre irradiaba por la fuerza de sus convicciones, suscitaron en torno a él múltiples suspicacias. Se le acusó por sus ideas sociales «avanzas», por su modo de entender la obediencia a la Jerarquía (en sentido activo y no meramente pasivo), por favorecer a la Falange Nacional o por su apoliticidad, por predicar la acción y no la oración, y otras cosas. Mons. Salinas se sintió pasado a llevar por la franqueza con que el Padre Hurtado le hacía saber sus opiniones.

Cuando el conflicto entre ambos se hizo insoportable, el Padre dejó su cargo preocupándose admirablemente de no exacerbar entre los jóvenes la animosidad contra la Jerarquía, antes bien los instó a respetarla y someterse en obediencia a ella, pero, además, cuidó que su amistad con Mons. Salinas no se rompiera.

Poco después de su alejamiento de la Acción Católica, escribió al mismo Mons. Salinas:

            «En cuanto a mí he revisado repetidas veces mi actitud en este punto y en resumen puedo decirte lo siguiente… Mi estima interior sobre la Jerarquía es profunda. Nuestros Prelados son los representantes de Cristo y es esto lo que debemos ver en ellos: es Su voz la que por nuestros Prelados habla, ordena, aconseja. Otra actitud no es cristiana, y, siendo ésta nuestra mirada ¿cómo no tener un profundo respeto por quienes nos gobiernan en nombre de Cristo?»[38].

Antes de la muerte del Padre Hurtado, Mons. Salinas se reconcilió con él; después de su muerte, ha dado testimonio de la santidad de su inquieto colaborador.

4.- La Compañía de Jesús

Alberto Hurtado fue un jesuita. El mejor jesuita que ha producido Chile. Uno de los jesuitas más grandes que ha tenido la Compañía de Jesús. El Padre Hurtado es un verdadero fundador de la Compañía de Jesús en Chile y esperamos que su espíritu inspire en el futuro a la Compañía universal.

Recién entrado al Noviciado, escribió a su amigo del alma Mons. Manuel Larraín:

            «Por fin me tienes de jesuita, feliz y contento como no se puede ser más en esta tierra, reboso de alegría y no me canso de dar gracias a Nuestro Señor porque me ha traído a este verdadero paraíso, donde uno puede dedicarse a El las 24 horas del día, sirviéndolo y amándolo a todas horas y donde toda acción tiene el fruto de ser hecha por obediencia. Tú puedes comprender mi estado de ánimo en estos días, con decirte que casi he llorado de gozo»[39].

Alberto Hurtado quiso a la Compañía con un profundo sentido de pertenencia, con un amor al mismo tiempo agradecido y creativo. En carta a su Provincial, el P. Lavín, le dice:

            «Creo que si alguna vez debiera dar Ejercicios a los Nuestros una plática sería consagrada a ‘sentirnos de la Compañía’; esto es a no considerar la Compañía como algo extrínseco a nosotros, de lo cual uno se queja o se alegra, sino como algo que formamos parte íntima: una especie de Cuerpo Místico en pequeño. Esta idea yo la creo y la vivo a fondo, por eso no se extrañe si me permito exponerle algunas ideas que se me ocurren a propósito de nuestros trabajos en la Vice-Provincia. Se las sugiero filialmente» (62,33).

En una plática sobre «Nuestra vocación de jesuitas», exhorta a sus hermanos a hacer de su vocación a la Compañía de Jesús el lugar de su santificación, amándola santamente. Al Padre Hurtado resulta admirable cómo la Compañía ha sabido amoldar su espíritu a las más diversas culturas, «sin empequeñerse y sin achatar a la gente» (59,2). Es posible ser jesuitas de las maneras más diversas.

El Padre da cuatro razones para amar a la Compañía. Primero, porque gracias a su extraordinaria tradición es de esperar en el futuro jesuitas aún mejores que los que hubo en el pasado. Segundo, porque la Compañía «vive en contacto con la realidad, sabiendo hacia dónde se marcha» (59,2). Tercera razón, porque hay en ella mucho trabajo. Por último, porque «la Compañía de Jesús no envejece» ya que «no tiene nada que la ate: su finalidad es ‘estar lista a acudir a todas las necesidades de la Iglesia‘» (59,3).

También dentro de la Compañía el Padre sufrió la las tensiones de su época y la incompresión a su modo de ser y de actuar. Pero sus compañeros, incluso sus contrarios, lo recuerdan como un tipo encantador: alegre, preocupado por los demás, como un santo.

Al recibir la noticia de su muerte, el Padre Hurtado responde sonriendo: «Era lo que quería saber, doy gracias a Dios de morir en la Compañía y desde el cielo los seguiré ayudando…»[40].

b) Una mística del sentido y de la integración social

La espiritualidad de un hombre tan completo como el Padre Hurtado es compleja, difícil de definir en pocas palabras. Nuestro educador y padre espiritual pretende incesantemente integrar a la persona, a la sociedad a partir de la persona, en la perspectiva de la fe ententidad ésta como imitación del Cristo total en quien el amor a Dios se verifica como amor y servicio al prójimo. Nada hay más contrario a su noción de cristianismo que las versiones individualistas, superficiales y superticiosas de la piedad. El quiere que Cristo reine en todos los aspectos de la vida humana (la sexualidad, la vida familiar, económica, social, política, cultural), por la caridad y la justicia (en medio de los conflictos más significativos de su tiempo). Prueba de esto es la enorme diversidad de actividades a las que dedicó su interés y la pluralidad de temas de que trataron sus homilías y discursos. Para Alberto Hurtado, en una época de crisis de catolicismo integral como la suya, se debe afirmar que el cristianismo tiene que ver con todos los aspectos de la vida humana:

            «El cristianimo es una actitud total del alma que requiere mirar todas las cosas con los ojos y el corazón de Cristo. Los bienes de este mundo, las riquezas, los placeres, la pobreza, el tiempo, todo debe ser estimado por su valor sobrenatural, por su carácter de medio para el fin último de la vida humana, el servicio de Dios. La gran crisis religiosa en Chile es ante todo una crisis de catolicismo integral: los hombres no ven en los que se dicen católicos al testigo de Cristo, al hombre que ama a Dios por sobre todas las cosas y a sus hermanos los hombres como a sí mismos, por amor de Dios»[41].

De la Acción Católica, el Padre esperaba lo siguiente:

            «…modificar la actitud de una persona y de la sociedad con respecto a Cristo. A los que se han acercado mediante campañas públicas, o a los que la Acción Católica ha ido a buscar, ha de darles una formación integral e intensamente cristiana»[42].

En otro lugar hemos usado la expresión «mística del prójimo» para caracterizar su espiritualidad; la expresión «mística del sentido social» fue acuñada por el Padre Hurtado[43]. Entre las principales dimensiones de esta mística tan cristiana y profética, mencionamos la siguientes.

1.- Una mística de la acción

El Padre Hurtado fue un hombre de oración, nadie lo duda. En la intimidad de la capilla, supo encontrar fervorosamente a Dios en la Eucaristía, la meditación de la Palabra de Dios, la práctica de sus Ejercicios Espirituales, la devoción a los sagrados corazones de Jesús y de María, la oración vocal, mental y contemplativa. En especial, buscó cultivar una oración afectiva y amorosa con su Señor. El Padre Hurtado fue un piadoso ejemplar, aun cuando posiblemente otros jesuitas lo aventajaron en sus prácticas religiosas.

Pero esta piedad tuvo relación directa con toda su actividad apostólica. Es más, lo propio y distintivo suyo, es haber hecho de todo su apostolado su oración. No hay dos «padres Hurtado»: el que rezaba y el que actuaba. Hay uno solo, el jesuita que es «contemplativo en la acción». Para él, toda la vida tiene una dimensión sobrenatural y no sólo la de la sacristía. Con sus propias palabras nos advierte: «adoración sobre todo en la acción (brevemente en la oración)»[44], pues «nuestro fin es la mayor gloria de Dios por la acción, i.e., hacer aquellas obras que sean de mayor gloria de Dios»[45].

Esto, sin embargo, no significa que cualquiera acción es contemplación: «nuestra obras deben proceder del amor de Dios y deben tender a unir más estrechamente las almas con Dios. Las obras que no realicen directa o indirectamente este fin no son jesuitas»[46]. Ante el dolor de la humanidad, Alberto Hurtado deplora a los que predican la resignación y el quietismo, pero también a quienes que, por remediar esos males, caen en el activismo.

A propósito del uso de los medios divinos y humanos, el Padre invoca el clásico «como si» ignaciano, que explica con sus propias palabras:

            «Antes de determinarnos, es necesario ponernos del todo en Dios como si sólo El debiese llevar las cosas al resultado deseado, y por otra parte no hay que descuidar nada de lo que puede contribuir al feliz éxito, y en el uso de los medios debemos poner todo por obra como si el éxito dependiese exclusivamente de nuestro trabajo y de nuestra industria»[47].

El Padre Hurtado en toda actividad confió por completo en la Providencia. Aún más, la provocó. Dice un testigo:

            «El padre se lanzaba, temerariamente nos parecía a nosotros los que trabajábamos con él, en nuevas y mayores empresas, confiando en la generosa respuesta de la Divina Providencia, que nunca le faltó»[48].

En sus últimos años, el Padre Hurtado sufrió los efectos del trabajo excesivo que llevaba. Lo cuenta a su Provincial en estos términos:

            «Esta acumulación de trabajos distintos me obliga a improvisar, terminar por dar el fastidio del trabajo y por desacreditar al operario. La irregularidad en las horas de acostarme y levantarme ha significado gran desmedro para mis ejercicios espirituales, que han andado muy mal: acortar la meditación, supresión de puntos, exámenes y breviario del que tengo conmutación…estoy reducido a correr y hablar» (62,35).

El Padre ve este desgaste como una situación para nada ideal, pero ella es parte de la espiritualidad de un hombre que se ha dado a los demás hasta el extremo. No se puede decir que su «menor oración» sea «menor santidad». Los que lo conocieron dicen que no lo mató el cáncer, sino el exceso de trabajo. Esta es su manera de entender el cristianismo. Esta es su santidad.

Por el contrario, la vida del Padre Hurtado nos pone en guardia contra la falsa mística de los que rezan mucho por su salvación, pero no mueven un dedo por aliviar las penurias de sus prójimos.

2.- Una mística de la reforma social

Una de las características más originales de la espiritualidad del Padre Hurtado es que, como apóstol de la Doctrina Social de la Iglesia, él se dió por entero a la transformación de la sociedad. Acudir a socorrer las necesidades inmediatas de los pobres era urgente, el dolor que le producía en el alma la miseria de los pobres lo llevó a fundar el Hogar de Cristo. Pero esto no era suficiente. Simultáneamente, y desde joven, Alberto Hurtado quiso que terminara en su patria la injusticia social, causa de esta pobreza y del alejamiento de los obreros de la Iglesia. La urgencia de realizar en Chile un orden social verdaderamente cristiano lo impulsó a crear la ASICH (Asociación Sindical Chilena), «el más difícil y tal vez el más importante de todos los trabajos» (62,42,6) que se le pidieron, y la revista Mensaje para la orientación religiosa, social y filosófica de los católicos en en mundo contemporáneo.

En su obra Humanismo Social (1947), el Padre sostiene que «la lucha social es un hecho que no necesita demostraciones»[49]. Frente a él se dan tres actitudes. La de los que «fomentan esa contienda y hacen de la lucha un instrumento de reforma social», a saber, la de los que ven a los otros como enemigos y no como hermanos. Segundo, «la de los que se abstienen en la pelea, más aún, se despreocupan de ella… quienes llegar a erigir en sistema su indiferencia». Por último, la actitud católica «que no es de lucha ni de abstención, sino de sincera colaboración social; su meta es realizar en la práctica la verdadera y auténtica fraternidad humana»[50].

A la base de esta actitud hallamos nuevamente la mística del prójimo que consiste en ver a Cristo en el pobre y actuar en su favor como Cristo lo haría en lugar nuestro, y considerar a todos los hombres como hermanos de un mismo Padre. Alberto Hurtado fundamenta su pensamiento con el Evangelio, la enseñanza de los Padres de la Iglesia y el Magisterio reciente de los últimos Papas. Todo esto, en orden a crear una «actitud social», sin la cual será inútil hablar de los problemas y de las reformas sociales.

El Padre dirige su mirada a la realidad amarga del sufrimiento humano. Se fija en el dolor de los pobres, pero no sólo en el de los pobres. Para ello se sirve del auxilio de la ciencias sociales, de las estadísticas. Baja a detalles increíbles, se duele de todo. La guerra europea. «¡El hambre! ¿Quién de nosotros ha tenido hambre? A lo más algunas veces apetito…»[51]. La corrupción moral. La apostasía de masas. «Tenemos aún en Chile un 25% de la población adulta analfabeta…»[52]. «De 420.000 obreros que hay en Santiago, 100.000 viven en conventillos, y 320.000 en piezas, pocilgas y mediaguas». «La falta de leche en cantidad suficiente trae trastornos que producen la sordera»[53]. «La Inspección General del Trabajo estimaba a fines de 1938, en 828.000 el número de obreros que ganaban menos de $ 10 diarios»[54]. Ante la miserable situación en que viven las familias más pobres, se pregunta:

            «¿Podrá haber moralidad? ¿Qué no habrán visto esos niños habituados a esa comunidad absoluta desde tan temprano? ¿Qué moral puede haber en esa amalgama de personas extrañas que pasan la mayor parte del día juntos, estimulados a veces por el alcohol? Todas las más bajas y repugnantes miserias que pueden describirse son realidad, realidad viviente en nuestro mundo obrero. ¿Hasta dónde hay culpa? O mejor, ¿de quién es la culpa de esta horrible situación…?»[55].

Todos estos problemas se agravan por factores espirituales: «la tremenda crisis de valores morales y religiosos por que atraviesa nuestra patria»[56]. Algunos siguen pensando que la fe está fuerte: se equivocan. «La fe cristiana…se va debilitando casi hasta desaparecer en algunas regiones»[57]. La educación religiosa no sirve. Mientras no se enseñe la religión del amor al Padre y a nuestros hermanos los hombres todo será inútil. Muchos cristianos pudientes son cristianos «solamente de nombre». Rara vez van a misa y se lo pasan en fiestas: «paganismo con un manto social de cristianismo». Las disoluciones matrimoniales abundan y aumentan. Las masas vuelven al paganismo. Dice: «La gran amargura que nuestra época trae a la Iglesia es el alejamiento de los pobres, a quienes Cristo vino a evangelizar de preferencia»[58]. Frente al comunismo, la actitud del Padre es crítica, para nada ingenua, pero leal:

            «Aun al atacar al comunismo lo hemos de hacer con criterio cristiano, no por lo que perjudica nuestros intereses, sino por lo que contradice nuestros principios, por su concepción del hombre, de la vida y del más allá. Aun a este adversario que no respeta al catolicismo, lo hemos de juzgar con inmensa lealtad. Nada más contrario al cristianismo que ese ataque cerrado a todo lo que sea elevación del proletariado»[59].

Según el Padre Hurtado, el más grave de los problemas es la escasez de sacerdotes de la Iglesia chilena, ya que sin sacerdotes no se puede configurar la patria a Cristo.

De todo lo anterior, concluye el Padre que el orden social existente tiene poco de cristiano. Queriendo Dios nuestra santificación, «¿cómo santificarse en el ambiente actual si no se realiza una profunda reforma social?»[60]. Esta reforma debe proceder de una vida interior intensa que «lejos de excluir la actividad social» la haga «más urgente». «La fidelidad a Dios si es verdadera debe traducirse en justicia frente a los hombres»[61].

En adelante, el Padre Hurtado, tal vez sin mucho orden, trata de diversos temas atingentes a la reforma social que él auspicia: la práctica de la justicia, el aprecio del trabajo y del trabajador, el sentido social y el sentido de responsabilidad, la riqueza y la pobreza, la sobriedad de vida y la vida social, el trato de amistad, el primado del amor, la acción social (Acción Católica, acción política, acción cívica, acción profesional, acciones escondidas…), la vida escolar como medio de formación social y el espíritu de iniciativa y sentido social. En suma, una infinidad de aspectos que van desde los más simples modos de la buena educación a la reforma política de las estructuras de posesión y distribución de los bienes de la tierra, todo en vista a crear un orden social cristiano.

3.- Una mística para el alma de Chile

De San Francisco dicen que es el más santo de los santos y el más italiano de los italianos. De modo semejante, la santidad de Alberto Hurtado creció en proporción directa con su amor cada vez más intenso por Chile. El fue un chileno de tomo y lomo, un jesuita enamorado perdido de su patria. En alguno de sus escritos el poeta Vicente Huidobro afirma que lo que a Chile le falta es «un alma». De la justicia de esta sentencia, Dios dirá. Pero nuestra intuición más querida es que el Padre Hurtado ha dado a este país «un alma», la suya propia, que, descartado todo nacionalismo enfermizo, todavía está por configurar nuestro genio entre las naciones, según la inspiración de Cristo.

Es admirable como Alberto Hurtado se hace Padre niños más pobres de su patria:

            «¡Pobres seres humanos tan hijos de Dios como nosotros, tan chilenos como nosotros! ¡Hermanos nuestros en la última miseria! Bajo esos harapos y bajo esa capa de suciedad que los desfigura por completo se esconden cuerpos que pueden llegar a ser robustos y se esconden almas tan hermosas como un diamante. Hay en sus corazones un hambre de cariño inmenso, y quien llegue a ellos por la puerta del corazón puede adueñarse de sus almas» (10,9).

En la fe en Cristo, el Padre Hurtado descubre una fuerza integradora de su país. Por el contrario, el debilitamiento de la fe es visto como una amenaza contra la patria:

            «Todo lo que tienda a disminuir esa fe, da fuerzas a la gran bestia que ruge en el fondo de nosotros y que hace del hombre el lobo del hombre. Todo lo que debilite la fe, debilita la Patria. Luchar contra Cristo es luchar contra Chile» (19,27,4).

Pero la fe en Cristo verifica su autenticidad en la medida que se traduce en sacrificios de caridad y justicia hacia los demás compatriotas. La tarea es urgente, el peligro es inminente:

            «Querámoslo o no, en esta hora del mundo ha estallado una revolución social, la más violenta de la historia. Antes que explote en Chile, anticipémonos nosotros a quitar todo pretexto a esas querellas. Hagamos voluntariamente los sacrificios necesarios, y que los niños de hoy sean educados en un ambiente de mayor sobriedad, con un criterio de justicia social y caridad que los capacite para hacerlos constructores del mundo nuevo edificado sobre la fe de Jesucristo» (HS, 148).

Estas palabras del Padre fueron proféticas. La revolución estalló y fue sofocada. No sabemos cuán violenta pudo haber sido de haber triunfado, pero sí conocemos la violencia con que fue reprimida y el dolor e la injusticia enormes que padecen hasta nuestros días los que la perdieron.

Pero estas palabras siguen siendo proféticas. Hoy Chile se encuentra en una situación privilegiada para superar la pobreza, tal vez como nunca antes en su historia. Y, sin embargo, todavía hay millones de hijos de Dios que la sufren, mientras otros, hermanos suyos, viven para hacerse cada vez más ricos. Los que han consagrado su alma al dinero no tienen nada que ofrecer a Chile. En la fe sabemos que el Padre Hurtado sigue vivo, ayudando a Chile a salir de la miseria; aún más, dando su alma profundamente cristiana a la patria. Esta fue su santidad:

            «Dios quiere hacer de mí un santo

            quiere tener santos estilo siglo XX…

            estilo Chile, estilo abogado, pero que reflejen plenamente su vida» (52,14,5).

Por nuestra parte, hemos de soñar un país de hermanos a partir del amor y la justicia con el pobre. Hemos de soñar a nuestra propia patria viviendo en justicia, paz y colaboración con las naciones vecinas y hermanas. Es preciso apostar por la hermandad universal, aunque todos los pronósticos nos digan que es dato seguro hacerlo por una clase, raza o cultura determinada. Esto no se ha hecho, no lo suficiente. Chile es un país clasis y discriminador. Inspirados en la mística del Padre Hurtado, podemos hacer de Chile un país cristiano, porque hasta ahora no lo ha sido más que de nombre o muy poco, casi nada.

Hacemos nuestros las palabras de Gabriela Mistral: «Démosle al Padre Hurtado un dormir sin sobresalto y una memoria sin angustia de la chilenidad, criatura suya y ansiedad suya todavía»[62].

A modo de conclusión: la lucha de las interpretaciones

El Padre Hurtado no fue comprendido en su época, muchos no comprenden hoy día su santidad y otro tanto sucederá en el futuro. Su santificación tuvo relación directa con las encrucijadas sociales de su tiempo y los ataques que sufrió tuvieron como causa la originalidad de su concepción del cristianismo en una época cristiana sólo en apariencia. Se dijo que sus ideas eran demasiado «avanzadas»; se le acusó de «comunista». En nuestros días, unos conjuran su figura reduciendo su santidad a prácticas devotas que sin duda otros cumplieron mejor que él. En el futuro, muchos levantarán su retrato en los Ministerios para asegurarse el puesto. Si en dos mil años la imagen de Cristo ha sido manipulada en las direcciones más inverosímiles, no será raro que suceda los mismo con uno de sus discípulos.

El estudio realizado permite excluir una serie de interpretaciones equivocadas de su espiritualidad. El Padre Hurtado no fue un «dominico» (con todo el respeto y amor que nos merecen los que proceden «de la contemplación al apostolado»): él contempló a Dios en los pobres y su apostolado fue su contemplación más típica. El Padre Hurtado no fue un «limosnero» que ocultó la injusticia de su sociedad con obras de una caridad hipócrita. El Padre Hurtado no hizo más «milagros» que los que proceden de la caridad sin límites a todas las personas sin distinción. El Padre Hurtado no fue un «revolucionario» que pretende subvertir la sociedad por la eficacia de la fuerza armada. El Padre Hurtado no fue un «comunista». El Padre Hurtado no fue un «beato» en el sentido corriente del término, pero sí reprodujo en su vida las Bienaventuranzas de Jesús.

Los que siguen pensando que la pobreza es un elemento integrante de la Providencia divina, no comprenderán al Padre Hurtado. Para los que no ven a Cristo en el pobre, su espiritualidad seguirá siendo una herejía.

Pero, los que creemos que el Padre Hurtado fue una visita de Dios a nuestra tierra sabemos que él es un santo de los grandes, un gigante espiritual, un místico radicalmente cristiano. Su modo de entender el cristiano cuestiona a fondo todo lo que hasta ahora se ha entendido por espiritualidad, mística y santidad entre nosotros. Esperamos que Chile y su Iglesia se atrevan a reconocerlo con obras más que con palabras.

Jorge Costadoat S.J.

Publicado en Persona y Sociedad, nº 3 (1994) 120-146; y en Cuadernos de Espiritualidad, nº 93, 1995.


    [1] Dicctionnaire de Théologie, dirigido por Peter Eicher, Paris, 1988, p. 445.

    [2] Id…, p. 445.

    [3] Según el Padre Hurtado, «los malos cristianos son los más violentos agitadores sociales» (HS, p. 68).

    [4] Humanismo Social, Santiago, 1984, p. 59.

    [5] HS, p. 32.

    [6] HS, p. 32.

    [7] «¡Deus Optimus Maximus! La Grandeza inmensa de Dios dominando los mundos todos, los hombres, mi vida, y tratando de tener los oídos abiertos para conocer su Santísima Voluntad, norma de toda mi vida. Para el sacerdote, lo mismo que para el seglar, esta voluntad divina es la suprema realidad» (52,12,5).

    [8] A. Lavín, Espiritualidad del Padre Hurtado S.J., 1977, p. 22.

    [9] A. Lavín, Espiritualidad del Padre Hurtado S.J., 1977, p. 28.

    [10] A. Lavín, La espiritualidad del Padre Hurtado S.j., Santiago, 1977, p. 14.

    [11] A. Lavín, o.c., p. 17-18.

    [12] A. Lavín, o.c., p. 24.

    [13] O.c., p. 24.

    [14] «Rasgos ignacianos del Padre Hurtado», Mensaje, 411, p. 325.

    [15] A. Lavín, o.c., p. 41.

    [16] Cf., A. Lavín, o.c., p. 30ss.

    [17] A. Lavín, o.c., p. 24-25. En otra ocasión afirma: «Y con inmenso valor -eso es tener fe- arrojar la red, lanzarme a realizar el plan de Cristo, por más difícil que me parezca… por más que me asalten temores… Seguir a Cristo y realizar sus designios sobre mí. Ser otro Cristo y obrar como El, dar a cada problema SU SOLUCIóN… Cayendo en la cuenta que Cristo y yo somos UNO: QUE TRABAJAMOS» (52,12,6-7).

    [18] A. Lavín, o.c., p. 29.

    [19] En el momento de su muerte, el Padre pide a Mons. Carlos González que le lea el texto paulino: «Para mí, vivir es Cristo. Todo lo considero basura comparado con el amor de mi Señor» (Positio, p. 490).

    [20] A. Lavín, Lo dicho después de su muerte, Santiago, 1980, p. 431.

    [21] A. Lavín, o.c., p. 29.

    [22] En un folleto sobre el Hogar de Cristo, dirá: «Cristo vive en la persona de nuestros prójimos. Nada más grande que ponerse a su servicio. Nada más noble que sacrificarse por El y por ellos» (9,7,28).

    [23] Positio, p. 338.

    [24] Positio, p. 381. En otra ocasión dice: «La alegría no depende de fuera, sino de dentro. El católico que medita su fe, nunca puede estar triste. ¿El pasado? Pertenece a la misericordia de Dios. ¿El presente? A su buena voluntad ayudada por la gracia abundante de Cristo. ¿El porvenir? Al inmenso amor de su Padre celestial» (HS, p. 166).

    [25] HS, p. 167.

    [26] Positio, p. 488.

    [27] A. Lavín, o.c., p. 37.

    [28] A. Lavín, o.c, p. 36-37.

    [29] O.c, p. 38.

    [30] O.c., p. 38.

    [31] O.c., p. 38.

    [32] A. Lavín, o.c, p. 40.

    [33] A. Lavín, o.c., p. 39.

    [34] «Esta (la Iglesia) nunca rechaza la menor partícula de verdad que encuentra en el mundo. ¿No ha hablado acaso León XIII del alma de verdad que esconde todo error? Todo lo que es verdadero interesa a la Iglesia, ella lo reconoce como suyo y se apresura a darle un lugar en la síntesis de su doctrina. Poco importa que estas doctrinas vengan de campos opuestos y aun que ellas hayan sido elaboradas con intención de dañarla» (Positio, 104).

    [35] HS, p. 68.

    [36] «La misión del sacerdote engloba la del maestro, confidente, amigo, abogado, defensor de los débiles, apoyo de los pobres. Al sacerdote se le pide todo: la formación de la piedad, la solución de los problemas más difíciles de la vida, organizar obras sociales y, sobre todo, comunicar a las almas, mediante los sacramentos, la gracia que ennoblece y eleva al hombre al plano divino. Sin sacerdotes, no hay sacramentos; sin sacramentos, no hay gracia, no hay divinización del hombre, no hay cielo. Por eso se ha dicho con razón que nada hay tan necesario como la Iglesia y en la Iglesia nada necesario como los sacerdotes» (p. 128-129). Esta última tesis teológica es muy discutible, pero que en ese entonces era común y que explica el fervor con que el Padre promovió las vocaciones sacerdotales.

    [37] O.c, p. 127.

    [38] A. Lavín, o.c., p. 46.

    [39] A. Lavín, o.c., p. 82.

    [40] Positio, p. 487.

    [41] La crisis sacerdotal en Chile, p. 12. En otra ocasión, afirma: «La espiritualidad cristiana en nuestro siglo se caracteriza por un deseo ardiente de volver a las fuentes, de ser cada día, más genuinamente evangélica, más simple y más unificada en torno al severo mensaje de Jesús. La espiritualidad contemporánea se caracteriza también por la irradiación de sus principios sobrenaturales a todos los aspectos de la vida, de modo que la fe repercute y eleva no sólo las actividades llamadas religiosas, sino también las llamadas profanas. Por haber redescubierto, o la menos por haber acentuado con fuerza extraordinaria el mensaje gozoso de nuestra incorporación a Cristo con la consiguiente divinización de nuestra vida y de todas sus acciones, nada es profano sino profundamente religioso en la vida del cristiano» (Conferencia sobre el «Cuerpo Místico: distribución y uso de la riqueza», 24,9).

    [42] ¿Es Chile un país católico? o.c., p. 177-178.

    [43] HS, 118.

    [44] Positio, p. 88.

    [45] O.c., p. 88.

    [46] O.c., p. 88.

    [47] Positio, p. 199.

    [48] Positio, p. 323.

    [49] Humanismo Social, Santiago, 1984, p. 15.

    [50] O.c., p. 16.

    [51] HS, p. 34.

    [52] HS, p. 37.

    [53] HS, p. 44.

    [54] HS, p. 45-46.

    [55] HS, p. 51.

    [56] HS, p. 53.

    [57] HS, p. 53.

    [58] HS, 67.

    [59] HS, p. 69.

    [60] HS, p. 89.

    [61] HS, 82.

    [62] Mensaje, 411, 1992, p. 308.

Hurtado, discípulo y misionero de Cristo pobre

La convocatoria a una V Conferencia General del CELAM a una gran misión del continente, tiene lugar cuando surgen algunas dudas sobre el futuro católico de Latinoamérica.

 Nuevas formas de religiosidad seducen a los cristianos. Se acentúa la diferencia y la incomunicación entre distintos modos de ser católico. Los pastores pierden autoridad entre los fieles. Y, desde un punto de vista social, nuevas formas de opresión ni siquiera son reconocidas como injustas porque se las atribuye a un sistema económico capitalista y planetario que –se dice- se reproduce independientemente del querer de las personas. En suma, la Iglesia Católica no logra evangelizar el mundo moderno y post-moderno.

Discípulos para una misión

La misión que se espera hacer a partir del 2007 obliga, por cierto, a preguntarse quién será el “sujeto” que la llevará a cabo: ¿quién será el “misionero”?

Afirma Mons. Errázuriz en la presentación del Documento: “Son tantos los desafíos al inicio del tercer milenio que marcan nuestra vida personal, familiar, pastoral, comunitaria y social, que queremos descender hasta llegar con profundidad al sujeto que les dará respuesta, después de encontrarse con el Señor”.

Los cambios que tienen hoy lugar son tan profundos que no debiéramos contentarnos con respuestas retóricas. ¿Qué está pasando en el corazón del católico que saldrá a anunciar  a Jesucristo? ¿Qué entiende por creer en Él? ¿Es cuestión de un sentimiento? ¿De una doctrina sexual, social, psicológica o  teológica? ¿De una militancia? ¿O de capacidad para imponerse políticamente a los demás o con presiones en el fuero interno? Si nadie se ocupa de estas preguntas, lo que se entienda por misionar irá a parar al mercado ya bastante competitivo del fundamentalismo.

Independientemente de la calidad del Documento de Participación, los obispos han arriesgado respuestas a algunas de estas preguntas. Y, además, nos ofrecen como ejemplo a nuestros propios santos latinoamericanos.

¿Quién será el misionero de Jesucristo en el futuro próximo de América Latina y el Caribe? Alguien que sea en primer lugar discípulo de Jesucristo, al modo como lo han sido hombres y mujeres de Dios, entre ellos,  el Padre Hurtado.

No corresponde aquí objetar la estampa que el Documento de Participación ofrece del Padre Hurtado. Todavía es tiempo para corregirla y, sobre todo, para presentar a los hermanos latinoamericanos al santo chileno como profeta de la justicia social. Alberto Hurtado representa lo mejor del catolicismo social latinoamericano. Este constituyó la aventura misionera más importante de los católicos del siglo XX. Fue el empeño más serio de la Iglesia Católica por responder a la voluntad de Dios como había que hacerlo, escrutándola en los “signos de los tiempos” y en diálogo con la modernidad.

Acerca de la evangelización del continente durante el siglo XX, otras figuras merecerían recordarse: Hélder Camara, Leônidas Proaño y Oscar Romero. Y de los nuestros, a Fernando Vives y sus discípulos Manuel Larraín y Clotario Blest. Y los más cercanos Raúl Silva Enríquez, Enrique Alvear y Fernando Aristía. Muchas mujeres y laicos debieran añadirse a esta lista.

Discípulo y misionero del Pobre

Para reconocer en Alberto Hurtado un discípulo y un misionero, es necesario recordar la centralidad que tuvo Cristo en su vida.

Aquí solo quisiera traer a la memoria aquel impacto social que Cristo produjo en la vida y el apostolado del Padre Hurtado. Lo que lo distinguió fue la experiencia de un “Cristo social”. Toda su originalidad espiritual podría resumirse en su “mística social”. Una unión con Dios cumplida en una experiencia de Cristo en el pobre y en una acción social de Cristo, realizada por Hurtado, en favor del pobre.

Esta mística típicamente cristiana, mística de la acción y mística del prójimo puede discernirse en base a dos expresiones del P. Hurtado de enorme densidad espiritual. Estas son: “el pobre es Cristo” y preguntarse ante cada pobre “qué haría Cristo en mi lugar”. Se lo puede decir también así: en virtud de Cristo el pobre es “sujeto” para nosotros y en virtud de Cristo nosotros somos “sujetos” para el pobre.

Para Hurtado la acción ética-social no se da al margen de lo espiritual. Para él el compromiso ético-activo, que podemos llamar el «ser Cristo para el prójimo», y la dimensión contemplativa-pasiva, que advertimos al asegurar que “el pobre es Cristo”, son dos aspectos de una sola experiencia en la que lo ético, por una parte, depende de lo contemplativo y, por otra, lo manifiesta.

Para él, Cristo vive en el prójimo, especialmente en el pobre. Por esto urge a los miembros de la Fraternidad del Hogar de Cristo a hacer un voto de “obediencia al pobre”. Les pide: “sentir sus angustias como propias, no descansando mientras esté en nuestras manos ayudarlos. Desear el contacto con el pobre, sentir dolor de no ver a un pobre que representa para nosotros a Cristo»[1].

Para Hurtado, sin embargo, la acción nutre a la contemplación y esta, a su vez, fecunda la acción. Lo plantea como pregunta que exige una respuesta práctica: «¿qué haría Cristo en mi lugar»? En diversas ocasiones hace exhortaciones como la siguiente: «…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu que haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente»[2].

Probablemente el P. Hurtado habría compartido la convicción profunda de la Teología de la Liberación de acuerdo a la cual es preciso estar dispuestos a “ser evangelizados” por los pobres si es que se quiere “evangelizar a los pobres”. Bien podemos imaginar al P. Hurtado hoy diciéndonos que para “misionar a los pobres” es preciso primero ser “discípulos de los pobres”. Si Cristo está en el misionero y está en el misionado –experiencia extraordinaria que tantos hemos tenido cuando misionamos-, la relación entre ambos debe estar realmente abierta a cualquier posibilidad porque no puede sino ser gratuita y libre. Es que Cristo es el Pobre. Solo en él es posible un encuentro auténticamente humano. En él, el Pobre, Dios y el hombre se encuentran: el hombre en su precariedad milenaria y Dios en su eterna generosidad. Por esto, si en el pobre podemos encontrar a Cristo que nos enseña con su miseria, su deseo de justicia, su amor por la vida y su fe en Dios, el paternalismo y la caridad vulgar que convierte al pobre en “objeto” de ayuda sin reconocerle su condición de “sujeto” que nos puede afectar y convertir, saltan por los aires.

El P. Hurtado se atrevió a encontrar a Dios en el Pobre, el Cristo obrero y huérfano. Amó también a los “ricos”. El quiso, como todo sacerdote quiere, la reconciliación del mundo con Dios. Pero la procuró de la única manera que Cristo la consiguió, tomando el lugar de las víctimas del pecado personal y social.

Y frente a un mal social, Dios lo llamó a una acción social. Dios actuó en él para cambiar la sociedad que causaba la miseria. En esto consiste la santidad por la cual fue resistido por la burguesía, la santidad que la Iglesia ha reconocido en su caso. Por su afán de emancipar, por liberar a los pobres de las estructuras de injusticia social, el jesuita chileno fue santo y fue moderno. Fue un católico moderno y santo. Creyó, en primer lugar, que Dios ni causa ni desea la pobreza. Segundo, fue un convencido de que la organización de semejante sociedad, al ser producto de la libertad humana, podía también ser cambiada por la misma libertad. Esta comprensión moderna de la persona y de la sociedad, animó a Hurtado a luchar por un mundo mejor. Se contactó con el “sujeto” de su tiempo, el Pobre, y, a la vez, usó las ciencias sociales para entender la realidad de los pobres e imaginar las vías de la superación de la miseria. En este sentido podemos decir que hizo todo lo posible por articular fe y justicia, con el auxilio de las otras dos articulaciones fundamentales, la de la fe y la razón, y la de fe y la ciencia moderna.

Alberto Hurtado todavía nos lleva la delantera. Para ser misionero del Cristo de los pobres, fue discípulo del Cristo pobre no solo socorriéndolo con caridad, sino luchando por la justicia y con la ayuda de las herramientas científicas que su sociedad le ofrecía. Hurtado fue un misionero moderno para un mundo moderno.

El apostolado social hoy

En vista de la misión que la Iglesia latinoamericana emprenderá en 2007 y a la luz de la enseñanza de Alberto Hurtado, tenemos la tarea de repensar el Apostolado Social, esta acción personal y colectiva que caracterizó al Catolicismo Social del siglo pasado.

Los tiempos han cambiado. Prevalece entre nosotros la idea de que es imposible sustraerse a una globalización económica que socava a las naciones y excluye a millones de seres humanos. Muy importantes pensadores nos dirían que el funcionamiento autónomo de diversos subsistemas impide hoy por hoy llamar injusticia al “costo social”, al migrar de los capitales, a las patentes intelectuales o al trato hacia los extracomunitarios indocumentados. Las ideas sociales del tiempo del P. Hurtado, parecerán a estos expertos obsoletas: la sociedad sigue cursos mecánicos,  “naturales”, no puede ser cambiada a voluntad; los modelos de desarrollo operan por autoreferencia, en consecuencia, lo único que cabe a las personas es adaptarse.

Este modo de ver las cosas, sin embargo, es teóricamente discutible y, en todo caso, juega a favor de los más poderosos, dejando a las inmensas mayorías expuestas a todo tipo de abusos. Pobres en nuestra actual sociedad, también son los empleados e incluso los gerentes que viven con enorme inseguridad la posibilidad de ser despedidos en cualquier momento y sin mayor explicación. Para los más pobres de los pobres -los que suman a su pobreza material, las enfermedades, la falta de contactos y la ignorancia-, un mundo con piloto automático les quita incluso la fuerza ética para tratar de cambiarlo. Ellos, y la Iglesia con ellos, no pueden sino apostar a lo contrario. Un profeta como Hurtado pondría entre paréntesis las ideologías que se alimentan de teorías semejantes y apostaría a la necesidad ética de dar rumbo a la historia, aun cuando esto sea posible solo a escala menor. ¿Cómo puede ser tolerable que el sistema se ocupe de los pobres para corregir su funcionamiento? ¿De qué ética empresarial se puede hablar cuando la justicia con los trabajadores de parte de los empresarios resulta, a la larga, un buen negocio? El único modo de probar que se puede ponerle el cascabel al gato, es poniéndoselo.

Pensemos, en otras palabras, que en esta historia son posibles los “sujetos”. El P. Hurtado promovió la condición de “sujetos” de los obreros y contribuyó a su organización sindical. Es cierto que ya no se puede esperar, como se esperó en los setenta, que los pobres por sí solos cambien las estructuras por otras más justas. Pero en algún grado los pobres sí pueden cambiar algo. Y asociados entre ellos y con otros, con  pastores dispuestos a enemistarse con los poderosos por su causa y con el auxilio de las ciencias modernas, al menos pueden defenderse o poner obstáculos a modelos de desarrollo impersonalizantes.

Hoy el P. Hurtado nos recordaría que cada ser humano es “persona”. Alguien que merece ser tratado como hijo de Dios, único, irrepetible y libre; y alguien que vive entre hermanos, que a ellos debe la existencia y a ellos también debe tratar fraternalmente, responsabilizándose comunitariamente de su suerte.

El Apostolado Social no ha cambiado en lo  fundamental: toda su fuerza estriba en que, para Dios, los pobres son “personas”. Nuestro mundo debiera ser un mundo de “personas” y no simplemente una red de funciones impersonales y, en consecuencia, irresponsables. El Cristo pobre de Alberto Hurtado nos enseña como ninguno el carácter de “persona” de cada ser humano. Porque el pobre más que nadie nos acerca a la persona humana de Cristo: humana pues Cristo comparte la condición de los que “hacen” la historia, pero también la de los que la “padecen”; humana, porque Él tiene una individualidad irrepetible y porque, al vivir en plena comunión con el Padre en el Espíritu, genera y restituye la comunidad entre los hombres. Así cambia nuestro corazón e impulsa a cambiar la sociedad en cuanto tal, con los instrumentos que los hombres han creado con la inteligencia que el Creador les dio y a partir de los pobres, los “sujetos” fundamentales del Apostolado Social.

Publicado en Mensaje nº 553 (2006) 24-27.


[1] S64 y 62.

[2] S41 y 05.