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La catolicidad del 13

¿Qué será de la línea editorial del canal católico de Chile? Inevitablemente, tras su venta, otra vez la contribución cultural del canal entrará en conflicto con los intereses económicos en juego. La tensión es antigua y no se la podrá superar. Pero la búsqueda de rentabilidad económica que sustentará la nueva operación de este medio, bien debiera admitir la libertad de prensa. En algún caso, ésta será materia de ley. La Iglesia, propietaria del 33%, tendrá que juzgar más allá de lo que diga la ley, si, en razón de esta misma libertad de prensa, vende o no su parte so pena de comenzar a ganar dinero a costa de su misión.

En medio de esta tensión el canal tendrá que definir su identidad católica. La cultura chilena ha recibido una impronta católica neta. El 13 ha sido la televisión de la Universidad Católica. ¿Cambiará de nombre el canal? No es este un asunto menor, pero la cuestión de fondo importa más. Veo dos posibilidades: una, que se excluya de la línea editorial toda referencia a la misión evangelizadora de la Iglesia y, por tanto, ninguna autoridad eclesial podrá exigir su cumplimiento; otra, que se incluya, y en este caso, tendrá que resolverse qué papel jugará en él la jerarquía eclesial.

En este último caso, aun cuando la Iglesia se abstenga de incidir directamente en las decisiones del canal, y si “lo católico” pudiera tener algún significado real (y no meramente publicitario) en la línea editorial, el nuevo 13 tendrá que aclarar su comprensión de la presencia de la Iglesia en la cultura contemporánea. Mi deseo es que no coopere con la involución eclesial que progresivamente va dando la espalda al Concilio Vaticano II, sino que, haciendo la contra a esta tendencia, contribuya decididamente con la puesta en práctica de uno de los concilios más extraordinarios de la historia de la Iglesia.

Si algún lugar pudiera tener “lo católico” en el nuevo 13, desearía que:

(1) Ayude a los católicos a entender que Dios no los ama a ellos más que a los demás, que Cristo murió por todos y que todos, en consecuencia, pueden acceder a eso que los cristianos llamamos “salvación”. Este supuesto teológico constituye la condición básica del pluralismo y de la elaboración de una verdad que nadie posee, sino que es fruto de una búsqueda honesta, de una crítica y de un diálogo. Tanta importancia tiene esta conclusión conciliar que de ella depende nada menos que la razón misma de ser de la Iglesia.

(2) Que extraiga del acervo de humanidad del cristianismo la dignidad inalienable de la persona humana. Por esta vía el canal ofrecerá a su audiencia “libertad” y “comunidad”. Hoy nuestra cultura está cargada del lado de la libertad, lo cual debe considerarse un progreso en humanidad. Pero, como reverso de la moneda, el individualismo que acompaña a la libertad como a su sombra, socava las comunidades que acogen a las personas, acompañan a los abandonados, incluyen a los estigmatizados y contribuyen decisivamente a la felicidad de la gente. Nuestro país necesita canales televisivos que salvaguarden la libertad y el valor de la conciencia y que, al mismo tiempo, combatan todo tipo de exclusiones; canales que aporten contenidos éticos pero que, sobre todo, que enseñen a discernir, a elegir y a optar en bien propio, pero también de los otros.

(3) Que, por último, el nuevo 13 ayude a la Iglesia a continuar nutriendo la cultura del país tal como lo ha hecho hace bastante más de doscientos años. A este fin, me gustaría, lo digo abiertamente, un canal que ayudara a la Iglesia a dar cumplimiento al Vaticano II. Creo que solo bajo esta inspiración la Iglesia será un aporte real al bien común en Chile. Conforme al concilio, quiero un canal que nos ayude a los católicos a entender que en Chile hay otras tradiciones religiosas, étnicas y filosóficas que enriquecen la patria, y encauce la contribución que estas deseen hacer; que muestre en las pantallas la dignidad de los rostros de los que no tienen rostro y sea voz de los que no tienen voz; que nos enseñe a todos que los medios de comunicación no son un mero instrumento de evangelización o de proselitismo, sino el nuevo espacio en el que la humanidad conversa consigo misma, discute, se equivoca y entiende el punto de vista de los que no creen ni piensan lo mismo, lo cual, sin duda, expresa exactamente lo mejor del Evangelio.

El catolicismo social del Padre Hurtado: una lectura desde el presente

Chile lo ha reconocido como un santo y también como modelo de chileno. Porque él pensó el país desde la fe y el compromiso cristiano, su figura se eleva por encima del pensamiento de su época. Sin embargo, se hace necesario insertar sus ideas y su acción en el contexto del cual formaron parte otros católicos de su generación que lucharon por la justicia social. Han cambiado las circunstancias, pero su apelación evangélica conserva intacto su valor.

El casi medio siglo transcurrido desde que convocó a comprometerse con la pobreza material de quienes quedaban al margen de la industrialización y el desarrollo, ha sido testigo de la aparición de un nuevo Chile. El enfrentamiento ideológico de los años de la post-guerra, la penetración del socialismo y el comunismo, la ruptura cultural que posicionó a los jóvenes en situación de cambiar desde las estructuras universitarias a la misma familia, y, finalmente la dictadura militar que no solo terminó con la confianza democrática sino también impuso formas de desarrollo donde el mercado reemplazó a las antiguas certezas, son algunos de los desafíos a los cuales el catolicismo tuvo que enfrentarse. Nuevos «pobres» se agregaron: los marginados, las víctimas de la violencia social, las víctimas de la violación de los derechos humanos y del giro económico que daba el país, los excluidos del consumo y de la cultura del éxito. Indirectamente también se hicieron «pobres» los drogadictos de drogas y de cosas.

Catolicismo social

La inserción de Chile en un mundo globalizado, donde la diversidad se impone incluyendo actores, culturas y situaciones sobre las cuales probablemente el Padre Hurtado nunca tuvo que pensar, ha creado nuevas formas de marginación. En consecuencia, en las proximidades del Bicentenario de la república, se impone repensar el catolicismo social e intentar comprenderlo en el nuevo contexto cultural chileno. Aunque Chile aún sea mayoritariamente católico, los bautizados han ido distanciándose crecientemente de las normas y recomendaciones eclesiásticas. Vale la pena preguntarse con el Padre Hurtado: ¿es Chile un país católico? Pero, ¿tiene sentido hoy hablar del «destino universal de los bienes»? ¿Es válido reclamar contra la burguesía como lo hizo Hurtado?

En 1891 el Papa León XIII promulgó la encíclica Rerum Novarum, documento clásico del Magisterio eclesiástico sobre temas sociales. Haciéndose eco de un amplio y significativo movimiento ya extendido por varios países de Europa durante el siglo XIX, el Papa asumió la dramática «cuestión social». Junto con una profunda preocupación pastoral por la difícil situación de los trabajadores, la naciente doctrina social de la Iglesia reflejaba también una toma de conciencia acerca de las consecuencias que estaban teniendo para la Iglesia y para la fe de los proletarios la acción concientizadora de los representantes del socialismo y comunismo.

Hacia l930, quienes dentro del Partido Conservador chileno propiciaron el compromiso activo del Estado con la justicia social y que se organizarían más tarde políticamente en torno a la Falange, entraron en abierto conflicto con las posturas más tradicionalistas que continuaban confiando la solución a iniciativas privadas. Esta juventud católica, miembros de la Asociación Nacional de Estudiantes Católicos, ANEC, que dirigía Oscar Larson, integró también la Liga Social del Padre Fernando Vives. El resultado fue una ruptura de la cual se desprendieron varias corrientes, unas más políticas, otras más sociales, unas vinculadas a orientaciones ideológicas y otras a prácticas solidarias y a diversos tipos de asociaciones.

Entre éstas, el corporativismo católico, con un discurso antioligárquico y profundamente crítico del orden liberal, fue muy influyente en las décadas del 30 y 40, apoyado en la encíclica Quadragessimo Anno de l931.

El corporativismo perdió vigencia en la segunda mitad del siglo XX, a causa del éxito de la democracia liberal. No obstante, elementos socialcristianos corporativistas pervivieron incluso en la Democracia Cristiana de los años 60. Las posturas políticas asumidas por estos sectores del Catolicismo Social que exigían medidas redistributivas que permitieran mejorar la situación de los más pobres ocasionaron más de una crisis al interior de la sociedad chilena católica.

El legado del Padre Hurtado

¿Qué queda hoy del padre Hurtado y de esa generación de «católicos sociales»? Queda la porfía de la Iglesia en la opción por los pobres. Desde la Conferencia de Medellín (1968) hasta la de Aparecida (2007), los obispos han insistido en que no se puede ser cristiano sin optar por los preferidos de Dios. Los documentos afirman que en el rostro del pobre encontramos a Cristo y en el rostro de Cristo, el de los pobres. ¿Qué pobre? Como nos recuerda la última Conferencia, hoy el pobre es el excluido: el sobrante y el desechable (DA 65). El documento llama por ello a contrarrestar los aspectos más negativos de la globalización, la miseria que se recicla en todas partes del mundo y que asume diversos rostros: de ávidos de consumo, de reconocimiento, de evasión y de poder. También de respeto, de participación, y de oportunidades. ¡Carentes en tantos sentido!

Del Catolicismo Social de Hurtado todavía queda mucho. No sabemos exactamente si la apuesta del santo chileno por cambios sociales estructurales -apuesta que los obispos latinoamericanos y Benedicto XVI han renovado en Aparecida (Brasil, 2007)-, será capaz de enderezar la historia. En lo inmediato, persisten varios signos de esperanza, provenientes especialmente de católicos comprometidos con el servicio social y político como mandato cristiano. De este modo, el catolicismo refuerza la solidaridad que se nutre de la lucha por la justicia, de la compasión (pasión con el pobre) y de la misericordia (acción por el pobre) que inspiran a los cristianos desde los orígenes de la Iglesia.

«El pobre es Cristo». Esta convicción es el legado de Alberto Hurtado. Este legado tiene tres expresiones. Primero, el Catolicismo Social de Hurtado da por supuesto que la sociedad es reformable por sujetos que se empeñan en su trasformación; en otras palabras, que ningún orden social se impone a la libertad humana como un hecho necesario, natural o fatal. Queda, en segundo lugar, la reivindicación católica de «lo social», de la solidaridad en el Cuerpo de Cristo, frente al individualismo, particularmente el individualismo capitalista, que devora a nuestros contemporáneos. Y, por último, queda la práctica de un discernimiento de los «signos de los tiempos» que ha obligado a la Iglesia a dialogar con la modernidad para evangelizar a las nuevas generaciones.

Hoy, cuando se habla de «ocaso de las ideologías» y se incentiva la autonomización de la sociedad civil organizada en torno a la eficiencia y la eficacia, y, en consecuencia, a la despersonalización de la vida social, es difícil imaginar un campo de acción para el catolicismo social donde la persona se manifieste en plenitud. El desafío actual para el pensamiento social católico es posicionarse en el ámbito de la cultura, con un mensaje comunicacional que interpele a las preocupaciones contemporáneas de los fieles a través de un lenguaje donde la ortodoxia no parezca una admonición moral negativa sino un incentivo al uso de la libertad humana para discernir y actuar ante las diversas pobrezas de la modernidad. De esa manera podrá resistir y contra-restar al pesimismo que mueve a pensar que ni la política ni las acciones humanas pueden ya alterar el curso de la historia.

Liberado lo religioso de la hegemonía de unos pocos, liberado el catolicismo de ser justificación de determinadas tradiciones que se oponían a lo moderno, el cristianismo puede ser social, abierto a la diversidad y también plural. Este mismo fue el llamado del Concilio Vaticano II que hombres como Alberto Hurtado anticiparon, y que a los nuevos católicos corresponde continuar

Publicado con Ana María Stuven

Anglicanos y católicos, en camino a la única Iglesia

La anunciada creación en la iglesia católica de un tipo de prelatura especial para acoger a cristianos anglicanos descontentos con su iglesia, tiene enorme importancia. Se rompe el anglicanismo, pero sobre todo se los recibe con respeto de muchas de sus tradiciones. Pasarán a ser católicos con sus obispos y sacerdotes casados, entre otras cosas. Lo que es de subrayar es que este acontecimiento representa un triunfo de la unidad de la Iglesia de Cristo, triunfo que no debido al trabajo ecuménico de años impulsado por el Concilio Vaticano II.

La unidad de la única Iglesia tiene un valor superior. El Concilio entiende que esta Iglesia “subsiste en la Iglesia católica”, pero que no se agota en ella (Lumen gentium 8). También las otras iglesias y comunidades cristianas forman parte de la Iglesia de Cristo. De la unidad de esta única Iglesia, de los progresos en comunión de los cristianos, depende el testimonio que estos pueden dar del amor de Dios por todos los hombres. Dios ama igualmente a protestantes y católicos, a coreanos, indios y congoleses. Si la Iglesia está dividida ella se convierte en principio de división de la humanidad. Si, por el contrario, afianza su unidad, ella es efectivamente sacramento de unión de los hombres entre sí. Esta fue la convicción del Concilio (Lumen gentium 1). De aquí que los cismas de la Reforma, junto con el de la iglesia ortodoxa siglos antes, deben ser vistos como los fracasos más grandes del cristianismo en su historia. El odio y la violencia que hicieron enormes daños, persisten hasta hoy como un trauma que opaca la misión de la Iglesia que Cristo encomendó a sus discípulos. Por esto, la recuperación de la unidad debe ser aplaudida por los cristianos cualquiera sea su iglesia. Celebrar lo acontecido como una derrota que los católicos infligen a los protestantes, se aleja en la dirección exactamente contraria a lo acontecido.

Lo ocurrido, el modo en que han sucedido las cosas, es fruto del trabajo ecuménico. Este paso ha sido acordado por las autoridades de ambas iglesias. Para muchos anglicanos será una transición dolorosa, pero los pastores han tenido cuidado de que no sea atarantada, odiosa, desgarradora. El tema se ha conversado entre el actual arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, representando a los anglicanos y Benedicto XVI, a los católicos. Habrá un respeto por el estilo y las costumbres anglicanas. Se creará la institucionalidad adecuada que las salvaguarde. Tal vez nunca en la historia religiosa de Occidente ha sucedido algo así. Por esta razón debe relevarse el esfuerzo del ecumenismo que anglicanos y católicos han mantenido por décadas.

No se puede pasar por alto, por otra parte, el cruce de posibilidades que abre este acontecimiento. Además de la recuperación de la unidad, quedan planteados los siguientes interrogantes: Lo anglicano relativiza lo católico: ¿se alzará, a la larga, el celibato sacerdotal?; ¿acaso los sacerdotes anglicanos casados, ahora católicos, no pasarán a ser “lo más normal”?; es probable que la sensibilidad común refuerza la idea de la “anormalidad” de los curas no casados. Pero también lo rigidiza o puede hacerlo: ¿se excluirá el sacerdocio femenino, razón de la ruptura anglicana?; ¿quedará la Iglesia católica definitivamente imposibilitada tocar el tema? La demanda por mujeres sacerdotes no es exclusiva de grupos feministas, sino un reclamo cultural incontrarrestable. Estamos ante asuntos disciplinares y teológicos complejos. Sería largo analizar todos los asuntos concernidos. Hemos de tener presente al menos dos cosas: la humanidad experimenta una auténtica revolución sexual que incluye una nueva valoración de la mujer; y, segundo, los sacerdotes, por una parte, no son ajenos a esta situación y, por otra, experimentan demandas pastorales extremas.

A este respecto, la misma paciencia del trabajo ecuménico debiera servir de aprendizaje. Hay cambios que hacer, quién lo duda.  Pero los grandes cambios toman tiempo y hay que hacerlos con otros, ojalá con todos. El Concilio le ha dado a la Iglesia motivos y procedimientos. El lefebrismo rechazó el Concilio: se cerró al ecumenismo, al diálogo con la modernidad y las otras religiones. Anglicanos y católicos, en cambio, han querido recorrer el camino largo de la conversación, del discernimiento y del entendimiento. Para los católicos, en particular, la conducción de su iglesia merece un voto de confianza. Y Benedicto XVI, un especial reconocimiento.

La competencia de los católicos con otras fuerzas morales de la sociedad

Enrique Barros en su texto “Los sentidos del pluralismo y la pretensión de catolicidad. La Iglesia Católica en un Chile pluralista” (www.centromanuellarrain.cl), sostiene que los católicos no “compiten” con otras fuerzas morales de la sociedad. Barros entiende que lo distintivo del espíritu evangélico es una disposición hacia el prójimo y hacia Dios, una apertura al absoluto como diría Rahner. A este planteamiento se le objeta lo siguiente: ¿es esta apertura lo único que debiera distinguir la pretensión ética-política de los cristianos? Si la historia del cristianismo es la de un Dios que no solo se hace hombre, sino que concretamente se hace “pobre”, Jesús de Nazaret, ¿no aporta la fe cristiana contenidos específicos? ¿Acaso los cristianos no luchan por hacer prevalecer estos contenidos?

La perspectiva ilustrada ayuda a la fe cristiana a sacar partido del valor universal de Cristo, en contra del peligro de absolutizar lo particular de Jesús de Nazaret. Al intentárselo, empero, suele desvalorizarse lo histórico, corporal y concreto de la revelación divina. Así, la apertura radical del hombre al Misterio de Dios en que consistiría lo propio del cristianismo, parece poco para caracterizar su originalidad. En realidad, esta apertura se basa en última instancia en la concepción de Dios como amor (1 Jn 4, 8), un amor incondicional de Dios por el hombre, un amor que, por una parte, obliga a tomar en serio la historia y, por otra, a no quitarle nada a nadie. La fe en el Dios trino es fundamento último de un sano pluralismo, porque hacia dentro Dios es en sí mismo uno y distinto y hacia fuera de sí mismo, en virtud de la encarnación, obliga a ser identificado en todo prójimo, en particular en el pobre, el radicalmente otro (Mt 25, 31ss). Es aquí donde la formalidad y la materialidad de la revelación cristiana se encuentran.

La competencia de los cristianos por una sociedad y un mundo mejor pareciera deber ubicarse en este plano, y no en el de la ética y menos en el de las luchas político-jurídicas. Cuando se identifica la fe cristiana con una causa ética, legal o política determinada, ¿no se abusa de ella? ¿No opera así la ideología? Las reducciones de la fe a discursos jurídicos, estrechos, rígidos, absolutos, inmutables o lejanos a la vida de las personas concretas no solo son percibidos como inútiles, sino también como funcionales a un movimiento o a una institucionalidad que tiende a reproducir incesantemente posiciones de privilegio y de dominio sobre los demás.

Más aún, cuando la Iglesia institucional realiza esta reducción compite y pierde. Pierde contra otros muchas veces, pero sobre pierde la oportunidad de aportar lo más propio suyo. Entonces se hace patente una contradicción muy triste. Desde la orilla contraria se reclama a la Iglesia pluralismo, siendo que su fe es eminentemente pluralista pues, en lo más profundo, proviene de un amor que crea la unidad en la diversidad. ¿No debiera ser todo al revés? Nadie como el cristianismo tiene la cura de la ideología. A saber, que los cristianos puedan tener opiniones diversas sobre su existencia mundana y, en virtud de la misma fe, deban tolerar que otros también las tengan.

Pero el problema es más complejo. Otros no cristianos podrían perfectamente llegar a las mismas conclusiones éticas que los cristianos, aunque con una distinta motivación. En los primeros tiempos del cristianismo los cristianos asumieron las costumbres de la época y las vivieron en su óptica particular. El problema es que la misma fe cristiana mueve a concluir, por ejemplo, no solo que hay una diferencia entre abortar o no abortar, sino que no da lo mismo que otros lo hagan. Y, entonces, ¿cómo lo impide? ¿Cómo la Iglesia convence del valor de la vida de los inocentes y sale al paso de legislaciones abortistas?

De la práctica de Jesús de Nazaret se extrae un principio de respuesta. Jesús responde a situaciones concretas. Lo mueve el amor a las personas que encuentra en el camino. Su discurso es fragmentario. Su proclamación del reino no es un mega-relato. Él revela que el amor de Dios desencadena comportamientos éticos puntuales. De aquí que el cristianismo opere éticamente a través del testimonio que inspira, contagia, arrastra y cambia la sociedad por su influjo interior, por un “más” que gana a los demás con la fuerza de las obras del amor. De este testimonio nos habla el mismo texto de Enrique Barros cuando afirma que los católicos pueden, “sin dejarse dominar en sus convicciones”, “intervenir internamente como agentes de cambio de las costumbres y de los valores, respetando la estructura pluralista de la sociedad”.

Y, sin embargo, todavía queda un asunto pendiente. Si no fuera excusable la intervención directa de la Iglesia institucional en cuestiones políticas, sí sería comprensible. Parece ser inevitable que la institucionalización de la Iglesia acarree un cierre en la universalidad de su enseñanza. Es como si la misma dinámica histórica de una fe encarnatoria, empujara a las instituciones cristianas a especificar oficialmente las modalidades de la vida en sociedad, a competir por ellas en el mismo plano contra otros agentes sociales y a convertir su mensaje en otra cosa. Es así que, el intento de conjugar la infinitud del amor de Dios con la finitud de nuestros modos de encargarnos unos de otros, suele acabar en un empeño por dominar unos a otros. Este límite proviene de la condición histórica y finita de la humanidad. En consecuencia queda replanteada la pregunta: ¿cómo hace la Iglesia institucional para que su testimonio del amor permanezca en el tiempo y no apague la llama de la libertad de los hijos e hijas de Dios?

El catolicismo ante la individualización

Se agradece el informe del PNUD 2002 sobre los cambios de la religiosidad: es respetuoso de las pertenencias religiosas, valora su contribución a la cultura y, en lo que respecta a la Iglesia Católica, su diagnóstico debe considerarse importante para la inculturación del Evangelio. Esto, empero, con una cautela: la experiencia religiosa es irreductible a una definición de la cultura que se pone al servicio del “desarrollo humano”. La religiosidad debiera contribuir a la convivencia social, pero su valor excede cualquier funcionalidad empírica.

Del informe del PNUD podrían tratarse varios puntos: aquí nos detendremos en el de la individualización como amenaza y como oportunidad para la Iglesia Católica. Del modo como se encare este fenómeno dependerá que el catolicismo represente un obstáculo o una contribución a la elaboración del Nosotros colectivo que el informe persigue.

1.- Descripción del fenómeno

El informe del PNUD 2002 señala que los profundos cambios culturales se traducen en un fenómeno de individualización de los chilenos. Esta significa que “cada  persona debe definir por sí misma las elecciones, valores y relaciones que hacen su proyecto de vida. Es el resultado de la valoración social de la autonomía personal, de la pérdida de autoridad de las tradiciones y del aumento de alternativas en los modos de vida”[1]. En principio la individualización es vista como un bien y una oportunidad. “Constituye un gran aliciente para la expansión de la libertad, la tolerancia y los derechos cívicos”[2]. Pero si ella no es sostenida por la colectividad puede ser “fuente de agobio, soledad y frustración”[3], de lo que puede seguirse un debilitamiento de la entera sociedad.

A los comienzos del siglo XXI el proceso de individualización se ha profundizado, complicando la adquisición de la identidad personal: “Las identidades de clase, religiosas o políticas, aquellas que a mediados del siglo XX permitían a los individuos definir el contenido central de su proyecto vital, han pasado a ser elementos más bien secundarios. Y ningún otro referente parece ocupar hoy su lugar”[4].

La individualización es un proceso complejo que puede acabar bien si logra integrar las demandas de socialización con las de autenticidad personal, pero puede terminar mal si ella desemboca en una exacerbación de un Yo consistente en una afirmación de sí “carente de referentes colectivos fuertes y en oposición al entorno de sistemas y opiniones al que se atribuye el origen del Yo inauténtico”[5].

En este sentido, la individualización constituye un desafío al catolicismo. El PNUD postula la siguiente hipótesis: “la experiencia religiosa está cambiando bajo el impacto de los cambios culturales generales del país y,…en general, lo hace en la misma dirección en que avanzan los otros procesos: hacia la privatización de la construcción de sentido”[6].  La práctica religiosa católica tiende a desinstitucionalizarse. No nos parece, sin embargo, que la individualización conduzca de suyo a la desinstitucionalización. Preferimos ver en ella una oportunidad que se ofrece a las iglesias de acoger las demandas más auténticas de la subjetividad de unas personas que suelen extraviarse en su solitaria búsqueda del sentido de sus vidas.

Del mismo modo como la individualización afecta de diversa manera a los distintos sectores sociodemográficos, al hablar de catolicisimo, caracterizado por el reconocimiento de la sucesión apostólica y su expresión sacramental, hay que considerar varias y a veces muy diversas experiencias religiosas. La religiosidad popular, las generaciones católicas renovadas por el Concilio Vaticano II, la piedad tradicional de los barrios altos de Santiago, las comunidades de base inspiradas por Medellín y Puebla, los movimientos laicales y el creciente número de los “católicos a su manera”, son afectados por la individualización de modos distintos.

Del catolicismo, en consecuencia, y de la mutación general de la religiosidad de la que no puede escapar, no tenemos sino una idea general. En cada caso se requeriría un estudio especial. Con todo, no se puede desconocer que la individualización en curso afecta a Occidente en su conjunto y que la Iglesia Católica debe reconocer este fenómeno si quiere anunciar el Evangelio como una auténtica “buena noticia” para los hombres y mujeres de hoy. La “metamorfosis de lo sagrado” que afecta a la religiosidad occidental es tan grande -según Juan Martín Velasco- como la que tuvo lugar en el llamado “tiempo eje”, en torno al siglo VI a.C. y durante un milenio, en China, India, Persia, Grecia e Israel, y que se caracterizó por el paso de la conciencia religiosa cósmica a la reflexiva y de la conciencia colectiva a la de la identidad personal individual[7].

2.- La individualización como amenaza y como oportunidad

a)      Como amenaza

Este despliegue de la autonomía individual de los fieles en la medida que desemboca en una desinstitucionalización de la experiencia católica de Dios, representa un menoscabo de la autoridad de la jerarquía eclesiástica. A los pastores de la Iglesia Católica no puede darles lo mismo que los católicos tomen de la tradición religiosa y de sus enseñanzas lo que les sirve y dejen de lado lo que no. No extrañará que algunos católicos, sacerdotes o laicos, vean en la individualización un “pecado” de individualismo. En su caso, la inclinación natural será condenar el fenómeno y la cultura que lo propicia. Pero tampoco extrañará que muchos fieles vean en esta y otras condenaciones parecidas, la mera defensa de un poder que se resiste a ser compartido con los que reclaman una experiencia más libre y más personal de Dios. El informe del PNUD detecta la emergencia de una mirada crítica de los fieles sobre las iglesias.

Aun en el caso que la demanda de una experiencia subjetiva de Dios tenga mucho de individualismo, aun cuando la jerarquía eclesiástica no condene el fenómeno, el catolicismo no es inmune a la fuga persistente de adeptos, al descontento de algunos católicos con el modo de ejercer la autoridad de ciertos pastores, a la prescindencia de las normas de la moral sexual y familiar de hombres y mujeres, a la obtención de la identidad personal en el mercado y mediante el consumo, y a la pérdida del sentido trascendente de la Iglesia especialmente entre los jóvenes.

En un mundo vapuleado por cambios rápidos y profundos que crean mucha inseguridad, es probable que la Iglesia Católica conserve (no sin oscilaciones) un alto nivel de confianza entre otras instituciones. Pero no cualquier modo de asegurarse en la vorágine sirve. La religiosidad puede facilitar fugas hacia el pasado y el futuro, u ofrecer un refugio presentista. Es decir, falsas seguridades. Si el “libre examen” luterano ha pasado a ser un ingrediente cultural que muchos católicos hoy no tienen ante sí, sino dentro de sí, la Iglesia Católica ofrecerá verdadera seguridad a las búsquedas personales de Dios en la medida que integre positivamente este dato en su esfuerzo evangelizador. Al efecto ella debiera discernir en la metamorfosis “liberal” de la religiosidad contemporánea la acción del Creador, para corregirla y encauzarla en la dirección que el mismo Creador quiere darle. Por el contrario, el catolicismo como principio de identificación meramente contracultural no parece tener futuro. Podría tenerlo, pero como by pass del dogma de la Encarnación, si obliga a los sujetos a cargar con una escisión irreconciliable entre fe y cultura.

b)      Como oportunidad

La individualización o subjetivación es una amenaza, pero también una oportunidad para el cristianismo y para el catolicismo en particular. Aún más, al discernir en este fenómeno aquella libertad personal que por un título particular el cristianismo ha introducido en la historia de la cultura universal, la individualización representa una apelación “cristiana” a las iglesias cristianas. Al menos en este sentido la modernidad golpea las puertas de las iglesias como quien llama a su propia casa. Por el contrario, la importancia de la libertad para el cristianismo es tan grande que una condena indistinta de la individualización que hoy la enarbola significaría para las iglesias una especie de suicidio. Precisamente porque se trata de un proceso que merece discernirse en su valor, dado que no asegura que los individuos consigan su realización por sí solos y menos mediante la exacerbación de un Yo contestatario de la tradición común, se ofrece a las iglesias una posibilidad extraordinaria de mediar con sus tradiciones y comunitariamente una experiencia religiosa que de otro modo podría seguir cualquier curso privado posible.

Por cierto, lo que hoy se entiende por libertad no coincide exactamente con la libertad cristiana. La matriz de la libertad los cristianos la heredan de la fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. El mismo Dios que ha liberado a Israel de Egipto es quien ha creado libremente el mundo y ha dotado al hombre y a la mujer de libertad creadora. Un Dios trascendente y liberador, es el Dios que establece una Alianza de co-pertenencia con su pueblo, de acuerdo a la cual Israel, su elegido, debe responder de sus actos ante Dios mediante la observancia de unos mandamientos que actualizan su bondad.

Esta libertad, inseparable de la misericordia de Dios, los cristianos confiesan que ha hecho irrupción en la historia en Jesucristo, la autocomunicación libre más plena de Dios mismo y condición de posibilidad última de la respuesta libre del hombre al Dios que lo ama. La salvación cristiana recibe muchos nombres.  Uno de ellos es el de “libertad” y de “liberación”. “Para la libertad nos libertó Cristo”, sostiene San Pablo (Gal 5, 1ss). Cristo comunica su libertad. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17). La libertad cristiana tiene una estructura cristológica, a saber, pascual y trinitaria. Como hijos en el Hijo, los cristianos vienen del Padre y vuelven al Padre, por el camino del amor crucificado abierto por Cristo, el hombre verdadero, pero no sin su libertad y creatividad que el Espíritu Santo del resucitado infunde en sus corazones para conducirlos a la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

En virtud de su fe los cristianos saben que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2, 4), que Cristo ha revelado que la verdad de Dios es amor (cf. 1 Jn 4, 8) y que el Espíritu impulsa interiormente a los seres humanos sin exclusión a practicar esta verdad mediante el diálogo y la cooperación. Nada debiera ser más contrario al cristianismo que la pretensión de poseer exclusivamente la verdad, porque los testigos auténticos de la verdad la buscan en libertad en una historia que se hace con otros hombres y la historia no ha terminado. Dios aún no es “todo en todos” (1 Cor 15, 28).

En lo inmediato, el reclamo de libertad de la individualización de la experiencia religiosa es una oportunidad para que la Iglesia de Cristo, testigo de la verdad a lo largo de los siglos, acoja “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren…” (GS 1). Al deseo de protagonismo de los hombres y mujeres de hoy es inherente el desamparo, la enfermedad, la soledad, el fracaso laboral y matrimonial, la ruptura de familias y de naciones, la vergüenza de la marginación, como también el anhelo de un mundo más justo y fraterno. Las enormes transformaciones culturales atizadas por el desarrollo tecnológico y la globalización, estimulan en las personas búsquedas de respuestas nuevas a problemas nuevos. La mentalidad y la sensibilidad han cambiado. La oportunidad de que se trata exige de las iglesias una apertura a los sujetos concretos de este cambio de época, para lo cual será necesario hacerlos participar activa y creativamente en el discernimiento de la liturgia, la moral y el gobierno de sus iglesias que mejor represente la nueva humanidad que el Espíritu de Cristo está gestando en ellos.

Dicho en forma sintética: las iglesias se encuentran ante la oportunidad paradójica de reconocer que sus fieles son “personas”. Si la libertad en la cultura occidental tiene una poderosa raigambre judeo-cristiana, Occidente debe a la tradición cristiana el concepto de “persona” como uno de sus mejores aportes. En virtud de su origen cristológico y trinitario, es “persona” humana un sujeto distinto que, en libertad y verdad, se estructura “a partir de otros” y “para los otros”. Del espacio que los fieles católicos tengan en su Iglesia como “personas” dependerá, nos parece, la  inculturación del Evangelio de la libertad y el futuro de la misma Iglesia.

3.- El catolicismo como obstáculo y como contribución

 

a)      Como obstáculo

 

El informe del PNUD analiza “los cambios de las identidades y pertenencias religiosas” en la perspectiva del aporte que la religiosidad institucionalizada puede hacer a la elaboración del Nosotros colectivo nacional. De la privatización de la religiosidad, de la atomización de la sociedad en general, no se espera nada bueno. “Las formas asociales de la individualización pueden verse reforzadas por una tendencia privatista de la religión, y hacer aún más difícil la construcción de imaginarios colectivos”[8]. Por el contrario, de la mediación religiosa comunitaria de la subjetividad personal con todas sus expectativas y contradicciones ideológicas y emocionales, depende el aporte que la Iglesia puede hacer al país en su conjunto.

Una mala mediación eclesial de la experiencia religiosa, además de bloquear el despliegue de la individualidad de los fieles, puede constituir derechamente un estorbo a la convivencia nacional. Evidentemente que no se trata de un “todo o nada”. No existe la institución perfecta. En el extremo de las posibilidades, la Iglesia y la sociedad no pueden sino mirar a las sectas con desconfianza. La pretensión de posesión de una verdad que se impone absolutamente a la libertad de las personas, representa un peligro pequeño o grande para la entera sociedad, dependiendo del poder de la agrupación y de su voluntad política. Entre este extremo a veces posible y la imposible perfección de la institucionalidad eclesial, el PNUD detecta una molestia con la Iglesia Católica por “el ejercicio de las influencias tradicionales en los círculos de poder”[9] que los católicos no podemos pasar por alto.

b)      Como contribución

Desembocamos aquí en un punto clave. Legítimamente el informe del PNUD reclama por más democracia. El deseo de protagonismo que unos mismos sujetos tienen por el doble título de ser cristianos y de ser ciudadanos en una sociedad abierta, exige hoy que la Iglesia Católica reconozca que la democracia constituye un valor cultural por sí misma, y no un mero medio entre otros medios de organización política. La importancia de este reconocimiento tiene valor precisamente en el evento que nos convoca: necesitamos una democracia que permita a todos, también a las minorías religiosas o filosóficas, entrar en el debate de los mínimos culturales y jurídicos que garantizan la convivencia en justicia y paz. Sólo la democracia salvaguarda el pluralismo. El tema es complejo, pero más vale apostar a la posibilidad de un entendimiento entre los que pertenecemos a diversas tradiciones religiosas y humanistas, que entregar la configuración ética de la democracia al libre juego de fuerzas en el mercado de las creencias.

Nuevamente vemos en esto una oportunidad para la Iglesia Católica. También la democracia debe sus mejores valores, al menos remotamente, al cristianismo. La libertad, la igualdad y la fraternidad son valores centrales del Evangelio. La opción preferencial de Dios por los pobres proclamada  por los obispos latinoamericanos engarza con la sensibilidad social de la democracia contemporánea. El concepto cristiano de “persona”, mencionado más arriba, puede dotar a la democracia de un principio de respeto trascendente por el ser humano individual y de articulación de la convivencia a través del diálogo y la búsqueda de la comunión.

Los índices de adhesión a la democracia en Chile son preocupantes. Los distintos credos no debieran desentenderse de este dato. La Iglesia Católica puede hacer un aporte decisivo a la cultura democrática, si no a la democracia directamente. Lo hará si ella misma llega a ser más democrática[10]. No es cuestión de importar acríticamente un modelo político. La Iglesia no carece de fuentes propias para inventar los mecanismos de acogida de la individualización que de hecho ocurre en los fieles católicos y dar a ellos mayor participación en lo que atañe a su experiencia religiosa y en la organización de su propia Iglesia.

Al término del Vaticano II el Papa Pablo VI, navegando entre los que acusaban una inclinación antropocéntrica del Concilio y los que no veían en la fe cristiana más que una alienación, afirmaba: “que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre” (diciembre de 1965). Al tenor de estas palabras, creo que los católicos debiéramos colaborar hasta instalar la democracia en la idea del Nosotros colectivo, como condición de posibilidad de una sociedad en la que podamos vivir en justicia y paz creyentes y no creyentes, judíos y cristianos.

Jorge Costadoat S.J.

Esta ponencia fue presentada en el VII Encuentro de diálogo interreligioso organizado por la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el 20 de noviembre de 2003. En esta ocasión el título de la convocación fue “La identidad y experiencia religiosa en el Chile de hoy”.


[1] PNUD 2002, p. 189.

[2] Ibidem, p. 189.

[3] Ibidem, p. 189.

[4] Ibidem, p. 190.

[5] Ibidem, p. 202.

[6] Ibidem, p. 239.

[7] Cf. Juan Martín Velasco “Metamorfosis de lo sagrado” y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander, 1998 p. 10ss.

[8] Ibidem, p. 241.

[9] Ibidem, p. 240.

[10] Cf. Gastón Pietri El catolicismo desafiado por la democracia, Sal Terrae, Santander, 1999, p. 203.

Católicos en democracia

El tema “católicos en democracia” alude a la experiencia política de pastores y laicos, en la sociedad pluralista y organizada de acuerdo a un sistema político democrático. Recuerda también la tensión entre estos y aquellos a la hora de desempeñarse libre y responsablemente en la vida pública. No es fácil para los fieles que se les reclame posturas políticas en nombre de un credo que es, en última instancia, insustituiblemente personal. A continuación se explican algunos alcances de esta tensión.

La misión de la Iglesia en tiempos de pluralismo

 

La democracia es un «signo de los tiempos», es decir, una realidad reconocible como señal o vestigio de la acción de Dios en la historia; pero para poder ser reconocida como tal ella misma requiere de una auténtica conversión al poder de Jesús.La fe cristiana empalma con la concepción moderna de la democracia como control al poder, pero corrige también su abstracción en la medida que la juzga según el poder del crucificado. La Iglesia coopera a aquella conversión cuando, consciente de su mundanidad, se deja ella misma gobernar por el Cristo cuyo poder proviene de su renuncia al poder.

La tensión principal que agita a los católicos en una sociedad como la nuestra dice relación directa con el misterio y la misión de la Iglesia. Esta no puede renunciar, y menos en un mundo pluralista que tiende a la dispersión, a representar y a buscar la unidad, comunicando al mundo la verdad que le ha sido revelada e indicando las vías de reconciliación del mundo con Dios. El problema es cómo lo hace, cómo representa históricamente esta unidad y, en concreto, con qué poder lo intenta.

La pretensión de unidad de la Iglesia exige distinguir los planos, para relacionarlos. La renuncia del crucificado al poder nos enseña que este refiere a un fundamento trascendente. El ejercicio del poder media su razón trascendente de ser en la medida que, al modo de Cristo, incluye a los que otros marginan y auspicia la libertad ajena en lugar de prevalecer sobre ella a la fuerza. La articulación del poder trascendente como ejercicio histórico del poder en favor de la unidad, exige considerar que los otros son «personas».

Recuperación de la persona

 

De modo semejante a cómo se hace necesario diferenciar el sentido ontológico del poder de su ejercicio histórico, es preciso distinguir a propósito de la «persona» su índole metafísica de su mediación empírica. Esta mediación tiene en la cultura occidental una tradición filosófica y teológica. La tradición filosófica nos recuerda la doble referencia de la persona a lo «incomunicable» (original e irrepetible) y a la «comunicación» (constitución psicológica y sociológica por inter-relación). La tradición judeo-cristiana apela a su fondo teológico último, este es, el de la identidad personal del Hijo de Dios. El Hijo encarnado, muerto y resucitado crea aquella fraternidad humana que hace posible una convivencia entre personas libres e iguales en dignidad.

La modernidad ha heredado este concepto. En ella la “persona” resulta clave para comprender la vida en sociedad, porque sugiere la idea de la «síntesis de contrarios» que la moviliza: individualidad y comunidad, esencia e historia. En la modernidad reciente o en la post-modernidad, sin embargo, el concepto se ha inclinado del lado de la libertad individual, de una autonomía sin par, de una emancipación incluso de cualquier alteridad terrena o celeste, en desmedro de la comunión.

Si desde el punto de vista de la dignidad trascendente y de la libertad ganada jurídica y políticamente por las personas de nuestra época, estas constituyen un signo de nuestro tiempo, ciertamente no pueden ser voluntad de Dios las múltiples dependencias no siempre confesadas que, de hecho, condicionan gravemente el ejercicio de esta libertad y, en razón de todo lo anterior, tampoco puede serlo el lamentable abandono en que las mismas personas subsisten.

En este contexto, para cumplir su misión de unidad de la sociedad humana, la Iglesia debiera acoger con actitud «maternal» a la persona real con su demanda de autonomía y su abandono. En vista de ello la Iglesia tendría que crear las condiciones para que estas personas tengan una experiencia a fondo de su naturaleza e identidad más profunda, a saber, esta de ser ulteriormente hijos e hijas de Dios, hermanos y hermanas unidos por vínculos comunitarios que dotan de contenido real a una libertad que, de otra manera, conduce a la mera dispersión y a la soledad.

La Iglesia tiene a este propósito una oportunidad única de comunicar un mensaje que sea auténtica «buena noticia» universal. Difícilmente podrá hacerlo si en vez de abrirse a la persona real de nuestro tiempo y ofrecer a ella la experiencia de su fundamento personal y comunitario, procura prevalecer jurisdiccional o políticamente sobre la misma. Sí podrá hacerlo, en cambio, si ella facilita el reconocimiento del vínculo que constituye a los individuos en personas mediante el lenguaje correspondiente.

Necesidad de un lenguaje vinculante

Lo que nuestra época no capta, es precisamente lo que la Iglesia quiere representar y no siempre puede: la antecedencia de la comunidad a las personas. Si en la modernidad las personas pretenden elegir sus pertenencias, la Iglesia les recuerda que ello no sería posible si no hubiera un vínculo originario con Dios y entre los hombres que libera la posibilidad de estas elecciones.

Así, el reclamo que la Iglesia hace a favor de la comunidad, de aquella red de vínculos que hacen posible a las mismas personas darse recíprocamente, no constituye un simple dato revelado, pues, aunque sea un dato religioso, éste engasta en una sociabilidad antropológica acreditada ampliamente por la filosofía. En perspectiva teológica, la Iglesia y cualquier comunidad humana que haga de espacio comunicativo para que lleguemos a ser personas unos a partir de los otros, deben ser vistas como obra del Creador.

Por esto la eucaristía como acción de gracias comunitaria a Dios por el don de su Hijo y de la salvación, como reconocimiento agradecido de los hermanos por la identidad de hijos e hijas de un Padre que nos ama aun antes de nuestro nacimiento desde y por toda la eternidad entronca, por ejemplo, en la actitud básica de agradecimiento que Heidegger demanda del hombre.

La Iglesia, por ende, no hace nada indebido, muy por el contrario cumple su misión, cuando exige de sus miembros el reconocimiento del vínculo comunitario que los une a la colectividad del pasado y los proyecta a un futuro también comunitario. Sin embargo, la realidad se manifiesta en ocasiones bastante distinta del ideal. En los hechos se lamenta que la búsqueda angustiada de una vinculación reiteradamente frustrada de nuestros contemporáneos, encuentre en la Iglesia una canalización precaria y a veces incomprensible.

Son dos los desafíos: la Iglesia debe comunicar lo que ha recibido con encargo de ser transmitido, pero debe transmitirlo con el lenguaje adecuado. Así la tarea de enseñar y recordar a los fieles y a los que no lo son, que hay una unión primordial con Dios, que a la Iglesia se le ha encomendado interpretar cómo este vínculo con Dios origina vínculos de hermandad entre los seres humanos, debe ser anunciado en términos que se ajusten y expresen su realidad.

Las mismas parábolas de Jesús ofrecen una pista. Ellas nos recuerdan que, si se trata de hablar en nombre de Dios, no hay lenguaje más feliz que el que sugiere varias posibilidades, el que apela a las diversas dimensiones de nuestra humanidad y que, por dirigirse indirectamente a su interlocutor, con un desvío retórico, sin violentarlo, hace posible su aceptación libre. El lenguaje eclesiástico, en cambio, a menudo persigue un solo sentido, es abstracto, no despierta la imaginación, no deja escapatoria y no consigue convencer.

Si el mensaje de la Iglesia es universal, resulta determinante que sea comunicable en un lenguaje que sus propios fieles puedan acogerlo como una «novedad». Y, con mayor razón, los que no son creyentes. Por el contrario, un lenguaje que encierre a la Iglesia en sí misma, que imponga a la fuerza o políticamente sus contenidos a creyentes y no creyentes, la aleja de su misión.

En suma, si se trata de anunciar el Evangelio a personas que ven en la Iglesia una amenaza a su libertad, sean católicos o no, parece fundamental recuperar el habla de Jesús.

Publicado en Samuel Yáñez y Diego García El porvenir de los católicos latinoamericanos, Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2006.