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La presencia de la Iglesia en los medios

La presencia de la Iglesia en los espacios públicos (debate universitario, parlamentario, judicial, etc.), sobre todo su actuación en la sociedad de las comunicaciones y los medios se ha vuelto extremadamente compleja. Centrémonos en la legitimidad y la manera en que la participación de la Iglesia en el mundo de la comunicación puede realizarse desde el punto de vista dela misma fe cristiana. El otro punto de vista, es el de la sociedad en la que la Iglesia y demás religiones pueden comunicar sus creencias, lo cual es discutido por la filosofía política. No hablaremos de esto.

Esta presencia y participación de la Iglesia en el espacio público tiene al menos dos problemas. Uno, la identificación de la Iglesia con la institución eclesiástica, siendo que la Iglesia está constituida por todos los bautizados. Los mismos católicos hablan de “la Iglesia” para referirse al Papa, a los obispos y a los sacerdotes. Este error por restricción acarrea como primera consecuencia que los laicos se van desentendiendo progresivamente de su pertenencia eclesial. Muchas veces dicen no estar de acuerdo con “la Iglesia”, queriendo decir que no están de acuerdo con la institución eclesiástica, pero terminan por auto excluirse.

El otro problema es el infantilismo de los mismos bautizados; de todos, del clero y de los laicos. Estos no se sienten ni preparados ni autorizados a pensar por sí mismos y discutir con sus autoridades religiosas. El clero, por su parte, suele acudir en socorro de esta impreparación con solicitud, pero también cultivándola. Desde que los laicos, sin embargo, han comenzado a superar la minoría de edad la crisis eclesial se ha agudizado. El mejor curso posible de esta emancipación ha podido ser levantar los laicos la cabeza y pedir razones a la institución, rendición de cuenta, accountability. Y, el peor, despedirse con un portazo o profundizando el cisma blanco: las autoridades hacen como que enseñan y los laicos hacen como que oyen. Por muchas partes se percibe una licuación de la pertenencia religiosa.

Es un hecho que la participación en la Iglesia, y de la Iglesia en el foro público, hace agua. Hablo de la Iglesia con mayúscula, la de todos los bautizados. Al interior de ella misma las comunicaciones son sumamente precarias. Pero si tampoco en público esta participación es bien vista, la situación es lamentable. Para el cristianismo no se llega a la verdad más que a través de la libertad y, por vía contraria, la verdad a la que se puede llegar solo puede ser liberadora. Pero no es esta la experiencia hodierna de los cristianos, al menos de los católicos.

Puesto que el Evangelio de la libertad es responsabilidad de todos, todos los bautizados han de poder participar en el foro público sin problemas e incluso a veces por obligación. La evangelización es una responsabilidad colectiva, institucional, pero primariamente personal: son personas que han tenido una experiencia personal de Dios quienes comunican a los demás, en privado o en público, qué les ha ocurrido con Él. Esta es la clave de bóveda del asunto que estamos abordando. La Iglesia no es una familia. No corresponde aplicarle el dicho “la ropa sucia se lava en casa”, las veces que se hace público algún escándalo. Ella pretende tener una buena noticia para todos los ámbitos de la vida humana, los privados y los públicos. La jerarquía eclesiástica no debiera mirar mal que cualquier bautizado, sea sacerdote o laico, anuncie el Evangelio como le parezca y pueda discutir públicamente los modos en que los demás lo hacen. Se dirá que algo así puede generar confusión en quienes no están preparados. Exacto: en la era de la Ilustración la institución eclesiástica no puede seguir tratando a los fieles como niños. No hay vuelta atrás. Pero sí es posible quedarse abajo de la historia.

En este sentido ha sido impresionante que el Papa Francisco haya largado a los católicos 38 preguntas sobre la familia, y la vida sexual y afectiva, a través de los medios de comunicación, abriendo así un debate a todos los niveles, incluso sobre algunos temas considerados intocables. Este gesto de apertura del Papa no ha sido suficientemente bien recibido. Sirva de botón de muestra. En muchos países la jerarquía eclesiástica no ha creado las vías para la discusión de estos asuntos. Ha temido a los laicos que piensan. La jerarquía alemana, por poner un ejemplo contrario, triunfó en el Sínodo porque recogió la opinión de su Iglesia y supo fundamentar con argumentos teológicos el cambio que impulsó.

A propósito de otro asunto, no han faltado eclesiásticos que han lamentado que las víctimas de los abusos del clero hayan recurrido a los medios de comunicación pidiendo justicia. Pero, si estas víctimas no lo hubieran hecho no habríamos sabido lo ocurrido. Si estas víctimas no hubieran ventilado su drama en los medios, la institución eclesiástica no habría abierto los ojos ni habría comenzado a aprender de sus errores, cosa que sí está haciendo. Si alguna institución quiere elaborar protocolos de cuidado de menores, que acuda a las oficinas o a los colegios de Iglesia. Allí encontrará una opinión experta.

Otra razón teológica que obliga a la Iglesia (a todos los bautizados) a evangelizar y a revisar su evangelización en público, es el mandato del Concilio Vaticano I (1869-1870) de articular fe y razón. El cristianismo no exige fe de carbonero. Es cierto que la fe en el Dios de los cristianos sobrepasa la mente humana; por cierto, no es fácil creer en un mundo tan sufrido que el secreto último de la realidad es el amor y que este amor triunfará al final de la historia. Pero el cristianismo cree en el Creador de la razón humana con la cual los cristianos tienen que pensar qué significa amar en las circunstancias privadas y públicas de su vida. Los cristianos deben pensar, argumentar y dar razón a los demás de cómo el amor puede ser el primer motivo de la vida en sociedad. Ellos no tienen la receta, sino la obligación de pensar con otros, y aprender de otros, cómo vivir todos juntos.

La racionalidad es patrimonio de la humanidad. La fe no la suple ni nadie la posee con exclusividad. La razón opera a través del diálogo interpersonal y socio-cultural y, en el caso de los bautizados, a través de un Magisterio que, para orientar la participación de los cristianos en el mundo de los medios, debiera celebrar que lo hagan con libertad.

La primavera eclesial de Evangelii Gaudium

Tras una primera lectura de la Exhortación Apostólica del Papa Francisco, comparto algunas impresiones. Son impresiones. No ofrezco un resumen. Se trata de las resonancias que causan en mí algunos asuntos centrales del documento. Ecos que a mí y a mi modo me hacen pensar. El ámbito de libertad creado en esta Primavera eclesial hace posible compartir ideas e impresiones sin temor a equivocarse. Hay aire para la espontaneidad.

 + El Papa Francisco pone a la Iglesia “en salida”. Le exige una conversión personal y una revisión estructural, en vista de la misión de anunciar el Evangelio. La misión cobra una importancia decisiva. De la “salida” depende el futuro. Se trata de llegar a todos. No hay, sin embargo, señas de ajustes doctrinales. ¿Son estos necesarios para cumplir la misión? No se abordan a fondo los temas ruidosos. Talvez no sea el momento de echarles de menos. Ya volverán…

 + A la vez, la Iglesia “en salida” es la que “se abre” sin miedo a todos sin excepción. La apertura es la condición de la salida; el modo de llegar a todos, es procurando que en la Iglesia cualquiera encuentre un lugar. En ella cada cual debiera sentirse “en su casa”. Aquí y allá el Papa lamenta una Iglesia encerrada, vuelta sobre sí misma, poseedora absoluta de la verdad. Francisco parece pensar que “se llega” a todos cuando “se recibe” a todos. El planteamiento es más pastoral que doctrinal.

 + El Papa transmite una convicción: el Evangelio experimentado personalmente es causa de un gozo que debiera impulsar su anuncio. La Exhortación rezuma alegría, deseos de ser cristianos… En una palabra: entusiasmo. Queda atrás, y a veces se critica, un estilo de ser Iglesia temeroso, funcionario, falto de fe. Francisco critica el clericalismo. Sacude al predicador flojo, que se extiende en el púlpito como si tuviera algo que decir y que ya nadie soporta. Le da consejos de homilética. Ataca el pragmatismo eclesiástico que ha terminado por espantar a tanta gente. Todo depende, en última instancia, de una experiencia de encuentro con Cristo. Cristo es el Evangelio. Un Evangelio que debiera impactar todos los ámbitos de la vida personal y social, y transformarlos.

 + De principio a fin los pobres son los principales protagonistas del Evangelio y de la Iglesia. Esto es, al menos, lo que Francisco desea. Una “Iglesia pobre y para los pobres”. Ellos tienen un conocimiento de Dios que debiera incidir en la Iglesia en su conjunto. La opción de Dios por los pobres, y la correspondiente opción de los cristianos por ellos, es ratificada innumerables veces. Se presagia un cristianismo “al revés”. ¿Será posible algún día? Talvez alguna vez la organización eclesiástica, la moral, la liturgia y el derecho canónico arraiguen en la experiencia espiritual de los pobres. Esta es ya opinión mía. La Exhortación no va tan lejos.

 + La Iglesia debe llegar a los más diversos pobres, y en particular al pobre en cuanto “pueblo”. Es esta una convicción propia del mejor catolicismo social argentino. Bergoglio depende y es testigo del amor del sacerdote por la gente de los barrios de la periferia del Gran Buenos Aires. El evangelizador debiera ser alguien que comparta la vida de las personas comunes y corrientes; uno que se considere a sí mismo parte de un mundo de personas que tienen sueños comunes y luchan sufridamente por alcanzarlos. La noción de “pueblo” resuena de distintas maneras en América Latina. En otros catolicismos del mundo el término probablemente no dirá nada. Como nos ha sucedido tantas veces a los sudamericanos, cuando los pontífices europeos nos hablan de crisis que no son nuestras crisis.

 + Llama mucho la atención que el Papa cite a las conferencias episcopales de todas las partes del mundo. Talvez este sea la novedad mayor del documento. El Papa no se cita a él mismo nunca, como ocurría en los discursos del Invierno eclesial. Da la palabra a los católicos de todos los continentes. ¡Los toma en cuenta! Desea descentralizar el gobierno de la Iglesia. Abre la posibilidad del catolicismo policéntrico deseado por las iglesias no-europeas, augurado y auspiciado por Karl Rahner. ¿Llegará a ser la Iglesia, por fin, culturalmente universal? ¿Vendrán los cambios estructurales que harán posible este desplazamiento? Los latinoamericanos los queremos. Tal vez mucho más los asiáticos, los africanos y los pueblos de Oceanía.

 + La necesidad de la Iglesia hoy es enorme. Los pobres más que nadie necesitan que, en un contexto de individualismo egoísta y estructurado económicamente, la Iglesia se ponga de su parte. No pueden seguir siendo excluidos. El destino universal de los bienes y la búsqueda del bien común, debieran a ser los grandes principios organizadores de la sociedad. De esto depende el efectivo respecto de la dignidad de todos. Por cierto, Francisco anima a los católicos a reconocer que en la actualidad la Iglesia es solidaria. Lo es de tantas maneras. Pero pide más. Exhorta a descubrir en el cristianismo una religión esencialmente fraternal. En este contexto la Iglesia debiera aportar modos comunitarios de existencia.

 + Francisco habla claro, es directo, hasta confrontacional. No quiere herir a nadie. Pero no tiene tiempo que perder. Dice lo suyo. Lo dice sin ánimo de ser infalible. El asunto no es primariamente la verdad, sino la realidad del prójimo, comenzando por los últimos. Por lo mismo, como ya venimos viendo desde hace un tiempo, él mismo se expone a la opinión de los demás. Pareciera no temer la crítica. Cree en el diálogo. Si alguien lo rebatiera no cometería pecado. Pero encontraría a alguien que le interesa la verdad de veras. La verdad que equivale a la “realidad” de la vida de las personas.

 + Cambió el interlocutor. El Papa Francisco no habla al filósofo, al agnóstico, al católico ilustrado, al obispo que tiene que controlar a su grey con la teología. El nuevo interlocutor es el evangelizador, los intelectuales “de a pie”, la gente común y corriente, el sacerdote desencantado o en crisis que necesitaba que alguien creyera en él y le sacara trote.

 Estas son mis impresiones. Son estrictamente personales. Son algunas. Basta por ahora. No se puede dar fácilmente razón de un texto tan rico.

La determinación misionera de Aparecida

Aparecida ha sido un acontecimiento eclesial. Disponemos de un Documento conclusivo. Pero Aparecida fue también un encuentro de la Iglesia latinoamericana representada por sus obispos y en colaboración con sacerdotes, diáconos, religiosos, expertos e invitados ecuménicos.

No es intención aquí dar cuenta cabal de lo ocurrido. Tocamos un solo punto, un solo tema, porque la V Conferencia ha querido darle importancia: Aparecida llama a la Iglesia de América Latina y del Caribe a misionar. Benedicto XVI, en la carta que autoriza la publicación del Documento final, respalda esta motivación de la Conferencia: “ha sido para motivo de alegría conocer el deseo de realizar una Misión Continental que las Conferencias Episcopales y cada diócesis están llamadas a estudiar y llevar a cabo, convocando para ello a todas las fuerzas vivas, de modo que caminando desde Cristo se busque su rostro”.

Este artículo ofrece una reflexión que ayude a comprender esta intención misionera. Se lo hace acogiendo las sugerencias más ricas del Documento Conclusivo, teniendo en cuenta el contexto que reclama de la Iglesia una acción evangelizadora y las intuiciones de fondo de las últimas conferencias episcopales.

Necesidad de misionar

No es nuevo que la Iglesia quiera embarcarse en una tarea evangelizadora. Hay un impulso originario en el cristianismo por anunciar la salvación a todos los pueblos y a bautizarlos en el nombre del Dios trino.

En el presente concreto de América Latina, sin embargo, la necesidad urgente de misionar dice relación con una percepción de desgaste del catolicismo latinoamericano. La fe cristiana ha penetrado la cultura del continente. El cristianismo ofrece una religiosidad que alimenta la vida de nuestros pueblos. Los católicos siguen siendo una inmensa mayoría. Pero algo está cambiando. El Papa dijo al inicio de la Conferencia: “Se percibe (…) un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo, al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de religiones animistas y de nuevas expresiones seudoreligiosas” (nº 2).

Esta situación proviene de cambios avistados hace ya cuarenta años atrás por el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 4-10). Estos cambios se han agudizado. Aparecida sostiene que, en la sociedad del conocimiento, en tiempos de globalización, las personas necesitan mucho más información para funcionar, pero a la vez sufren la fragmentación de la información política, económica, científica, etc., resultándoles muy difícil unir tanta información y no frustrarse. El discernimiento de este signo de los tiempos se apoya firme en las ciencias sociales, pero no se reduce a ellas. El texto recuerda que Dios debe seguir constituyendo el fundamento de la unidad de la vida humana. Pero el problema es hoy aún mayor. En la medida que la transmisión de la fe de una generación a otra es alterada por estos fenómenos, el catolicismo latinoamericano tradicional ha comenzado a diluirse. Y, aunque el Documento no lo diga, las autoridades de la Iglesia en una sociedad pluralista y democrática no logran representar la unidad que, en nombre de Dios, están llamadas a fomentar. La misma institución eclesial tiende a ser desplazada de la arena pública. Sus noticias no son noticia. Una sociedad que funciona en otros registros parece no necesitar de una autoridad superior que la unifique.

Necesidad de un texto

Las noticias llegadas de Brasil nos hablaron de un clima espiritual de gran concordia, lo cual se debió, probablemente y entre otras cosas, al contacto con la feligresía sencilla reunida en el templo mariano y a la celebración cuidada de la Eucaristía.

Una experiencia así de rica no puede pasar inadvertida. En Aparecida primó el espíritu de comunión de una Iglesia que goza con verse reunida, rezando y bien dispuesta a anunciar a Jesucristo. En Aparecida la Iglesia recuperó algo de la identidad latinoamericana que, desde los tiempos de Helder Camara y Monseñor Larraín a nuestros días, ha debido conquistar paso a paso.

La Conferencia se realizó ensombrecida por Santo Domingo. En la IV Conferencia la interferencia del Vaticano fue traumática. El Documento que sintetizó los resultados de las conferencias locales llegó a poner entre paréntesis su “recepción”, es decir, la acogida que el pueblo de Dios hace de un concilio o de una doctrina. Aparecida no podía transformarse en otro Santo Domingo. Queda la impresión, por ello, que el resultado de la Conferencia tiene mucho que ver con la reconquista del derecho a una Iglesia latinoamericana.

La redacción del Documento fue una opción. Pudo no habérselo escrito. Pudo haber bastado el Documento recién señalado, que había dejado una muy buena impresión. Pero se prefirió escribir un texto nuevo. El texto impulsa a una misión. Y, tal vez sin quererlo la Conferencia expresamente, la unidad, la comunión y la intención ecuménica de la Iglesia vivida en Aparecida, no solo es necesaria para misionar sino que por sí misma, en tiempos de individualismo, fragmentación y exclusión social, tiene fuerza misionera.

Una misión posible

Aparecida nos manda a misionar. El texto fue aprobado de un modo prácticamente unánime. El Espíritu sopla en esta dirección. Debemos plantearnos seriamente cómo nos convertiremos en misioneros. Si Dios ha hablado, la Iglesia latinoamericana entera tendrá que renunciar a su complacencia, revisar las modalidades pastorales que impiden la acogida del Evangelio y crear otras nuevas que lo hagan posible.

El encuentro con Cristo

La convicción básica de la Conferencia es que no se puede ser misionero si no se es discípulo y, por otra parte, que ningún discípulo puede eximirse de la misión, porque el mandato de anunciar a Jesucristo a todas las naciones está inscrito en su bautismo (Mt 28, 19).

La novedad de este planteamiento estriba en que, en las actuales circunstancias, el discípulo-misionero o el misionero-discípulo, no podrá ser tal si no tiene “un encuentro personal y comunitario con Jesucristo” (DA 11). El catolicismo se erosiona día a día, sin una auténtica experiencia de Dios en Cristo. Esta convicción estaba ya presente en los documentos anteriores. En el Documento Conclusivo se nos dice: “No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados” (12). Sin un encuentro vivificante con Cristo, la fe cristiana “corre el riesgo de seguir erosionándose y diluyéndose de manera creciente en diversos sectores de la población” (13).

La expresión “encuentro” para referirse a la experiencia espiritual es especialmente rica. El encuentro con Dios en uno como nosotros, el hombre Jesús y nuestro hermano, en quien se generan relaciones comunitarias simétricas y fraternas, constituye un modo muy feliz de hablar de la experiencia cristiana de Dios.

La experiencia de Dios como “encuentro” con Cristo tiene un anclaje antropológico que orienta aún mejor lo que Aparecida nos pide. Podemos decir que “encuentro” alude a lo que puede ocurrir entre dos personas. Así de simple y hermoso. Así de complejo y peligroso. Cuando el encuentro es tal que ambas personas se constituyen una a partir de la otra, se abre naturalmente a la amistad de terceras personas, constituye una comunidad y permite reconocer la comunidad que, tal vez imperceptiblemente, sostenía y posibilitaba estas relaciones.

El Documento indica dónde podremos encontrar a Cristo. En la escucha de la Palabra, en la participación en la Eucaristía, en María, en los santos, en la religiosidad popular… Todo queda supeditado, sin embargo, a un encuentro que, para ser cristiano, debe ser insustituiblemente personal. Puede faltar quien anuncie la Palabra, puede faltar quien celebre la Eucaristía, pero no puede faltar el encuentro con el prójimo. La Palabra y la Eucaristía apuntan a un encuentro de los hombres en Cristo. La lectura de la Palabra tiene una fuerza misionera extraordinaria. En torno a ella se han creado comunidades cristianas de todo tipo, en diversos sectores sociales, cuyo centro lo constituye el compartir las personas su vida. También la Eucaristía tiene una razón de ser misionera. En ella se da por excelencia la vida compartida entre hermanos en Cristo y con Cristo, que los reúne en un mismo Padre en virtud del Espíritu de amor y de comunión universal.

Pero el sello misionero último del encuentro con Cristo lo pone el encuentro con el hombre despojado y abandonado en el camino. El Buen Samaritano es el misionero cristiano (cf. Lc 10, 29-37). Pues ocurre que, de hecho, la escucha de la Palabra y con mayor razón la participación en la Eucaristía no están a la mano de tantos bautizados latinoamericanos. La Iglesia no tiene capacidad pastoral para atender tantas necesidades. Y, por otra parte, ella queda atrapada en las decisiones que ha tomado para custodiar ese encuentro con Cristo. La misa incluye y excluye. La indicación de Aparecida de encontrar el rostro de Cristo en el rostro del pobre, libera a la Eucaristía de convertirse en una reunión de privilegiados. El amor a los pobres salva a la Iglesia de sus propios límites y la encamina a su misión universal.

Encuentro con el pobre

Aparecida ha querido “ratificar y potenciar” (396) la opción preferencial por los pobres. Los pobres de hoy son sobre todo aquellos que “no son solamente explotados sino sobrantes y desechables” (65). La V Conferencia confirma la índole cristológica de la opción por los pobres. En tres oportunidades el Documento detalla in extenso cuáles son hoy los rostros latinoamericanos que merecen una atención especial (cf., 65, 402, 407-430). Estos son los rostros de Cristo. Un cristiano no puede eludirlos. Afirma el texto: “El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo. De la contemplación de su rostro sufriente en ellos y del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo nos revela, surge nuestra opción por ellos” (257). Los pobres remiten a Cristo,  porque es Cristo que se identifica con ellos: “todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo” (393).

Según Aparecida hay muchas maneras de ser pobre en América Latina. Se podría pensar que el concepto mismo de pobre ha sido descrito hasta desvirtuárselo. Pero no. La importancia dada a los innumerables rostros de pobres corre en paralelo a la convicción de Aparecida –presente de punta a cabo en el Documento- acerca del carácter “no-optable” de la “opción”. No hay cristianismo que pueda esquivar la mirada del Cristo pobre porque es precisamente esta la primera mirada que debiera captar nuestra atención.

La V Conferencia nos lleva aún más lejos. Citando al Papa, nos recuerda que hay otra pobreza, la peor de todas, la de no reconocer la condición antropológica básica de todo ser humano ante el misterio de Dios y de su amor, que “es lo único que verdaderamente salva y libera” (405). Es pobreza no reconocer nuestra pobreza. Reconocerla, en cambio, constituye la condición sine qua non de relaciones humanas fundadas en un Dios que ama a todos sin exclusión. El encuentro con el pobre anticipa y esclarece un encuentro entre personas independientemente su origen y condición. Tiene de suyo, por tanto, un alcance universal.

La pregunta misionera es entonces cómo anunciar al pobre el Evangelio de la vida. Pero, hay una pregunta anterior. Es esta: ¿cómo dejar que el pobre nos mire y nos diga que Dios no quiere su sufrimiento? Sólo puede haber misión cristiana allí donde las personas que se encuentran se enriquecen mediante un empobrecimiento recíproco. Aún más, la misión cristiana se constituye en misión universal cuando consiste en encuentros con aquellos que evitamos encontrar, con esos rostros y esas miradas que han sido eludidos porque habría sido demasiado oneroso hacerse cargo de ellas. Esta misión tiene sentido, en definitiva, porque hay un mundo de víctimas que necesitan que se les anuncie el Evangelio. Víctimas inocentes que, por otra parte, comprenden mejor el Evangelio y son sus primeros misioneros. Para Aparecida los pobres son sujetos, son protagonistas, son capaces de evangelizarnos (cf., 398).

¿Cómo hacer…?

 El Documento puede ser releído preguntándose cómo es efectivamente posible aquel encuentro personal y comunitario con Cristo. Por lo mismo correspondería preguntarse: ¿cómo se forman misioneros, cristianos en general, seminaristas, religiosas capaces de encontrarse con los demás?  ¿Cómo se aprende a mirar a los que en la sociedad o en la misma Iglesia son mal mirados? ¿Qué tipo de comunidades facilitan encontrarse unos con otros?

Convendría tener en cuenta que allí donde la Iglesia promueva y favorezca encuentros con Cristo pobre, será de veras misionera porque, en tiempos de desintegración social y soledad, responderá a la mayor de las necesidades con comunidades solidarias y fraternas.

Muchas otras cosas se pueden decir de Aparecida. Si se lee su Documento en la perspectiva de su intención misionera, tendrá que reconocerse que mantener invariada la opción preferencial por los pobres por cuarenta años, desde Medellín hasta ahora, probablemente constituya a futuro la causa más importante de que América Latina continúe siendo cristiana. 

Evangelización de la cultura

El Evangelio del Mateo concluye con un envío de Cristo resucitado a sus discípulos a bautizar a todos los pueblos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, para que conozcan la buena noticia del reino de Dios (cf., Mt 28, 18-20). Desde entonces la evangelización constituye un imperativo para todo bautizado. Esta es nada menos que su misión. Los cristianos deben anunciar a Jesucristo como salvador del mundo en el nombre del Dios que lo creó.

El núcleo del mensaje no es otro que el proyecto de Jesús. El Hijo de Dios hecho hombre proclamó el advenimiento del Reino de Dios y, luego de su muerte y resurrección, la Iglesia anunció a Cristo mismo como triunfo de lo que Jesús trato de comunicar y por lo cual vivió. El Reino, la proclama de Jesús, consistía en el predominio de la misericordia de Dios sobre los pobres y los pecadores. Había que creer que Dios ama a unos y a otros, porque es Padre de todos como lo es de Jesús. La sentencia “felices los pobres” resume el Evangelio: Dios ama a los que padecen la miseria y injusticia, y a quienes se arrepienten de haber humillado a los demás y confían en el perdón de Dios; estos son, dicho de otro modo, los “pobres de espíritu”. Los “pobres” y los “pobres de espíritu” habrían de creer que Dios puede lo imposible: amar desinteresadamente a los que no merecen ser amados. Los sufrientes (hambrientos, enfermos, encarcelados, endemoniados, explotados, abandonados y tantos otros), que no salen adelante solos; y los pecadores, cuyas obras debieran avergonzarlos.

El Evangelio lo resume Jesús también de otra manera cuando invita a llamar a Dios “Padre”. Hasta la época no era normal invocar a Dios de esta manera. Constituía un exceso de confianza dirigirse a Él como Abbá, papito. Este que fue el centro de la vida espiritual de Jesús, habría de transformarse en el primer motivo de la oración de sus discípulos. El Maestro les enseñó el Padre Nuestro, revelándoles la originalidad mayor del Dios de Israel. Si Él es Padre de todos sin excepción, los cristianos se distinguirían en el mundo por su fraternidad y por sus esfuerzos por hermanar a la humanidad mediante el perdón recíproco y la acogida incondicional del prójimo.

Evangelización e inculturación

El año 1975 el Papa Pablo VI constató un divorcio entre el Evangelio y la cultura. Por casi dos mil años en Occidente se había logrado formar una cultura cristiana. Independientemente de los innumerables “peros” que merece esta afirmación, el cristianismo prosperó en la cuenca del Mediterráneo, tierra adentro y en las colonias europeas en el resto del planeta. El mensaje de la Iglesia por siglos no solo había penetrado en el corazón de las personas sino que, a través de estas, había podido generar valores, símbolos, modos de vida inspirados por Cristo. El Reino de Jesús se hizo cultura, aunque lo fuera en una medida que nos es imposible de discernir del todo. Y no podía ser de otro modo. Como ha recordado recientemente Benedicto XVI, el Hijo al encarnarse se hizo de algún modo “historia y cultura” (Conferencia de Aparecida, 2007). Nunca el Evangelio se dio fuera de una cultura. Pasó del ámbito judío al helénico, y a otros. Pablo VI declaró en Evangelii Nuntiandi que la síntesis cultural de su época acusaba una ruptura dramática. Desde el ’75 a esta parte la crisis se ha agudizado. Sin embargo, al anuncio de Jesús se le han abierto otras posibilidades.

Del mismo modo como el cristianismo experimentó tempranamente una asimilación griega, hoy puede ocurrir algo parecido en las muchas culturas de la tierra. La crisis declarada por Pablo VI no es mortal. La síntesis occidental se ha roto en varios países (aquí hay que distinguir ciertamente, la situación del cristianismo europeo, del norteamericano y del latinoamericano); la cultura moderna se ha desarrollado en conflicto con la tradición cristiana. Pero entre Evangelio y Modernidad hay puntos de encuentro, y entre Evangelio y otras culturas también. No debiera extrañarnos. Es Dios mismo que actúa en la historia humana, estimulando un encuentro racional entre sus criaturas.

Esto mismo, la posibilidad de entendimiento y convivencia de la humanidad en tiempos de globalización hace más necesaria que nunca la evangelización de las culturas. Pero requiere, además, una inculturación del Evangelio. En el primer caso son los cristianos los que cumplen su misión de anunciar a Jesucristo y, como los primeros discípulos, invitar a los pueblos a bautizarse. En el segundo caso, han de ser los otros pueblos y las gentes más diversas las que han de apropiar el mensaje del Reino en sus propias categorías culturales. Tal como en la antigüedad la evangelización del helenismo supuso una helenización del Evangelio, hoy se hace necesario que la proclamación de la paternidad de Dios sea comprendida en China, India, Mozambique y otras tierras, en las categorías culturales e idiomas de estos pueblos.

La inculturación del Evangelio complementa la evangelización de la cultura. Los cristianos como personas, pero también con cultura cristiana deben dar testimonio de la hermandad universal ante otros hombres. No pueden no hacerlo. Esta es su misión. Sin embargo, el Evangelio no debiera imponerse a la fuerza. Al mensaje de Jesús es inherente una acogida libre y en el lenguaje del que se convierte a su novedad. El concepto de inculturación es reciente en la pastoral de la Iglesia. Proviene de las misión cristiana en Asia como un correctivo decisivo a la expansión colonialista occidental. India, China, Africa entera son muy concientes de la función ideológica de la religión de Occidente. No están aceptando misioneros blancos. Si el Evangelio alguna acogida pudiera tener en estos continentes, la tendrá en su cultura. Aloysius Pieris, teólogo cenegalés, piensa que para que haya fe en Cristo en Asia debiera haber una iglesia asiática. ¿Podría haber una liturgia coreana, vietnamita, indonesiana…?

Una Iglesia latinoamericana

En América Latina se nos ha planteado este mismo desafío. En la Conferencia General del Episcopado tenida en Medellín (1968) la intención era aplicar los resultados del Concilio Vaticano II a la Iglesia de este continente. Pero resultó algo ligeramente distinto. La creación del CELAM liderada por hombres como Manuel Larraín y Helder Camera, ya presagiaba el surgimiento de una iglesia local latinoamericana. Los obispos en Medellín observaron con los ojos de la fe la realidad de sus países y descubrieron que el anuncio de Cristo debía hacerse cargo de la miseria y de la injusticia institucionalizada que aquí se padecía. Propugnaron así un cristianismo que volvía a anunciar “felices los pobres”.

La Conferencia de Puebla (1979) hizo suya la encíclica Evangelii Nuntiandi. Impulsó una evangelización que, ante el peligro del secularismo, tuvo muy en cuenta la cultura latinoamericana, rehabilitó el valor cristiano de la religiosidad popular y, en línea con Medellín, formuló la “opción preferencial por los pobres”. Desde entonces la Iglesia universal ha reconocido a la latinoamericana este mérito. El concepto alcanzó una difusión universal a través del magisterio de Juan Pablo II. Entre Medellín y Puebla surgieron en América Latina una multitud de comunidades eclesiales de base en las que se comenzó a leer la Biblia, relacionando la Palabra de Dios con la vida concreta de las personas. Despuntó la “Iglesia de los pobres”. Y, en relación con ella, la Teología de la liberación, hay que reconocerlo, la primera teología propiamente latinoamericana.

La Iglesia, sin embargo, no avanza en línea recta. Madura los cambios poco a poco. El Concilio significó una verdadera revolución teológica y eclesial. En cuatrocientos años, desde Trento, no hubo un concilio de la importancia del Vaticano II. Las aguas se agitaron. Se despertaron esperanzas desmesuradas. Unos quisieron ir muy rápido, otros prefirieron volver atrás. La confrontación ideológica de la Guerra fría complicó la recepción de las nuevas ideas, y el progresismo liberacionista popular fue frenado en seco. La Conferencia de Santo Domingo (1992) fue prácticamente intervenida por la Santa Sede. Los obispos reunidos difícilmente aprobaron un documento final. Este, no obstante las dificultades, tuvo la virtud de confirmar la opción fundamental de Puebla y de desarrollar el concepto de inculturación como no lo habían hechos las conferencias anteriores. Santo Domingo abrió la puerta a un cristianismo sensible a las diferentes etnias del continente. La teología latinoamericana de los últimos años ha hecho suyo este nuevo campo.

En Aparecida las aguas se han calmado. El ambiente en que se desarrolló la conferencia fue, en general, de gran cordialidad. El documento final ha dejado contentos a progresistas y conservadores. Incluso teólogos de la liberación pudieron hacer llegar sus planteamientos y fueron oídos. Aparecida tuvo ante sus ojos un escenario nuevo: los enormes cambios en la sociedad y las personas causados por la globalización. La V conferencia se abocó a discernir este fenómeno cultural, distinguiendo aspectos positivos y negativos. Los obispos constataron un serio debilitamiento del catolicismo latinoamericano. Y, estrechamente vinculado a la erosión de esta tradición, detectaron la dificultad para transmitir la fe cristiana de una generación a otra, en tiempos de individualización cultural y de libre elección de las creencias.

Aparecida ha sido una conferencia de comunión en la Iglesia latinoamericana. Ella pudo ahondar aún más la opción por los pobres. Siguiendo las palabras de Benedicto XVI ha proclamado la índole cristológica de esta opción eclesial. Ya no es posible ser cristianos sin optar por aquellos a quienes Jesús proclamó “felices”.

Esta última conferencia episcopal, cuarenta años después de Medellín, constituye un hito en el surgimiento de una Iglesia culturalmente distinta. Todavía está por verse cuánto más los sujetos latinoamericanos, indígenas, mujeres, jóvenes, intelectuales, etc., acogerán el Evangelio que la Iglesia les predica en su propio lenguaje y su condición particular.