Ataque frontal contra el "Dios" Mercado

Jesús atacó sin contemplaciones a Mammon, el “dios” dinero, y confrontó a los ricos cara a cara (“Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su recompensa”). Los obispos de Chile en su Carta Pastoral no han ido tan lejos, pero no han sido tibios para atacar frontalmente al más grande de los “ídolos” de nuestra época: el mercado.

 Los ídolos son realidades creadas, es decir, no divinas, que cumplen una función, a veces indispensable, en la vida humana. Pero, cuando se les concede un valor absoluto, terminan por reclamar a las personas sacrificios inhumanos.

 El Mercado, en nuestro tiempo, se ha convertido en “ídolo”. En el plano económico el mercado consiste en un mecanismo de intercambio muy práctico. Las personas, por medio del dinero, intercambian entre ellas bienes y servicios sin que haya un “tercero” que pudiera hacerlo en su lugar, lo cual podría complicar mucho las transacciones. Si las personas intercambian directamente lo pueden hacer con mayor agilidad y libertad. ¡Supuestamente…! En realidad, lo hacen con niveles bien disparejos de libertad. Porque, si una persona tiene a su familia hambrienta, se dejará contratar por un salario misérrimo. Porque, además, a través de la publicidad las grandes empresas dirigen las elecciones de las personas con mecanismos sofisticados de manipulación. Las personas creen que eligen. En realidad, compran, se endeudan para comprar. Eligen como ratoncitos de laboratorio. Y se convierten en esclavos de sus deudas.

El Mercado en Chile, dados los pocos controles estatales y legales con que funciona, es un “Dios” todopoderoso que rige la vida de las personas y, poco a poco, va infiltrando con su lógica intercambiaria otros ámbitos de nuestra vida: el profesor trabaja por plata, la farmacia fijas precios usureros, etc.; o la gratuidad va dejando espacio en las relaciones de amor al criterio del “pasando y pasando”. ¡Fatal!

 A continuación cito algunos párrafos de la Carta Pastoral que no llaman a eliminar al Mercado, pero lo atacan despiadadamente en cuanto “ídolo” que nos está haciendo un daño enorme. ¿Quién y cómo se lo controlará? La pregunta queda planteada. Ella merece una respuesta personal y social, individual y política.

Chile ha sido uno de los países donde se ha aplicado con mayor rigidez y ortodoxia un modelo de desarrollo excesivamente centrado en los aspectos económicos y en el lucro. Se aceptaron ciertos criterios sin poner atención a consecuencias que hoy son rechazadas a lo ancho y largo del mundo, puesto que han sido causa de tensiones y desigualdades escandalosas entre ricos y pobres. Por promover casi exclusivamente el desarrollo económico, se han desatendido realidades y silenciado demandas que son esenciales para una vida humana feliz. La tarea central de los gobiernos parece ser el crecimiento financiero y productivo para llegar al tan anhelado desarrollo. Tal vez hemos tenido la ilusión de que del mero desarrollo económico se desprenderían en cascada por rebase todos los bienes sociales y humanos necesarios para la vida. Ese modelo ha privilegiado de manera descompensada la centralidad del mercado, extendiéndola a todos los niveles de la vida personal y social. La libertad económica ha sido más importante que la equidad y la igualdad. La competitividad ha sido más promovida que la solidaridad social y ha llegado a ser el eje de todos los éxitos. Se ha pretendido corregir el mercado con bonos y ayudas directas descuidando la justicia y equidad en los sueldos, que es el modo de dar reconocimiento adecuado al trabajo y dignidad a los más desposeídos. Hoy escandalosamente hay en nuestro país muchos que trabajan y, sin embargo, son pobres.

 La economía ha ocupado una centralidad en desmedro de otras dimensiones humanas. Se han desarticulado muchas redes sociales, se ha acentuado la competitividad, se han descuidado los aspectos políticos de la realidad, se ha afectado el fondo de la vida familiar.

 La participación en el consumo febril es más importante que la participación cívica o la solidaridad para la realización de las personas. Se presenta ese consumo como lo único capaz de dar reconocimiento público y felicidad. Todo se convierte en bien consumible y transable, incluida la educación. Es natural que en este cuadro los menos favorecidos en el presente se sobre endeuden hasta lo inhumano para participar del producto del desarrollo, destruyendo por ese camino el bienestar familiar e hipotecando su futuro. Se trata de una nueva forma de explotación que termina favoreciendo a los más poderosos y aislándonos.

 En esta concepción del desarrollo tan fuertemente orientada por el mercado, es natural que el Estado vaya cediendo muchas de sus funciones y pierda sus instrumentos de intervención hasta convertirse sólo en un ente regulador. Incluso esta misma función reguladora se ve disminuida porque se considera finalmente que toda regulación imposibilita la eficiencia y la libertad del mercado. El Estado ha quedado con las manos atadas para la prosecución del bien común y sobre todo para la defensa de los más débiles.

 Con eso, la subsidiariedad que puede focalizar adecuadamente la acción estatal se entiende mal y se desarticula así la correcta relación entre lo privado y lo público. En todas las esferas de la vida se ha privilegiado excesivamente lo privado por sobre lo público. Quienes están más desfavorecidos en el mercado quedan desamparados y padecen esta ausencia del ente que debe velar por el bien común. La carencia de adecuados controles en un mundo competitivo se ha prestado a fuertes abusos, tal como lo hemos podido experimentar en nuestro medio.

 En un país marcado por profundas desigualdades resulta extremadamente injusto poner al mercado como centro de asignación de todos los recursos, porque de partida participamos en ese mercado con desigualdades flagrantes. El barrio en que vivimos, el colegio y la universidad en que estudiamos, la redes sociales que tenemos, el apellido que heredamos, distorsionan radicalmente lo que en teoría debería ser un escenario donde todos tengamos las mismas oportunidades. La partida desigual y la competencia descontrolada no hacen sino ampliar la brecha cuando se llega a la meta. El resultado final es que nos encontramos en un país marcado por la inequidad.

 En este contexto social, el “lucro” desregulado, que adquiere connotaciones de usura, aparece como la raíz misma de la iniquidad, de la voracidad, del abuso, de la corrupción y en cierto modo del desgobierno (22).

 A todo lo anterior habría que añadir que una avanzada tecnología manejada por el mercado y orientada primordialmente al crecimiento económico, puede tener efectos gravísimos para la conservación de la naturaleza que es nuestro hábitat. Esto no sólo es grave en sí mismo sino que destruye el futuro y es muy doloroso para las culturas ligadas a la tierra, como son las de los pueblos originarios de nuestro país, que consideran a la tierra como a una madre.

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