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¿Qué pasará con la reforma litúrgica?

Los que creen que el cardenal Sarah es pintoresco, se equivocan. El intento de introducir un cambio litúrgico del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos del año recién pasado, no debe ser visto como estrambótico. ¡Cuidado! Su propuesta para que los sacerdotes celebren la misa cara al Oriente o hacia el ábside de los templos, espaldas al pueblo, no fue un traspié de un eclesiástico africano. El prefecto es uno entre otros que quieren una “reforma de la reforma” de Sacrosanctum concilium, la constitución sobre liturgia del Vaticano II.

El antecedente más importante de este principio de claudicación del cambio más visible del Concilio, es la ruptura de la unidad litúrgica de la Iglesia católica ocurrida con la reintegración del Misal de Pío V por voluntad de Benedicto XVI (Faggioli, Santiago 2017). Francisco, sin embargo, parece querer ir en la dirección contraria. Este es el primer papa que no fue actor en el Vaticano II, pero no parece ignorar que Sacrosanctum concilium fue aprobado por 2162 contra 46 votos. La Santa Sede paró en seco la iniciativa de Sarah.

Pero, ¿irá el actual Papa más lejos, continuará la reforma comenzada por el Concilio, o simplemente contrarrestará a las maniobras de los católicos que preferirían la misa en latín? El impulso de Francisco en favor de una Iglesia “en salida”, una Iglesia acogedora e integradora de otras culturas y formas de humanidad, va en dirección contraria del retraimiento antimodernista hostil al mundo de una Iglesia empeñada en afirmar su propia salvación.

Los documentos del Vaticano II se comprenden en relación unos con otros. No por nada los lefebvristas lo rechazan por completo. Lo consideran “herético”. Pero, ¿es herético el ecumenismo? ¿El diálogo interreligioso? Y la participación de los fieles, la misa como mesa fraterna (en vez de ara para sacrificios) y las guitarras, ¿desvirtúan el cristianismo? Quien va por lana puede salir trasquilado. Puede, porque el acercamiento con los descendientes de Marcel Lefebvre hace pensar que el Concilio en realidad no expresa la fe de la Iglesia y que todo da lo mismo. ¿Qué hará Francisco? ¿Romperá la unidad dogmática de la Iglesia? ¿Seguirá a Pablo VI o a Benedicto XVI?

Lo que se necesita, a mi juicio, es continuar la reforma litúrgica.

Nuevos textos litúrgicos tendrían que incorporar, aún más, dos conclusiones dogmáticas del Vaticano de extraordinaria importancia. La primera tiene que ver con haber recuperado el Concilio el carácter fundamental del bautismo. Si la dignidad fraternal del bautismo debiera regir las relaciones entre los cristianos, urge “desclericalizar” la misa. Muchas de las palabras rituales aún sacralizan papas, obispos y sacerdotes, y consagran la separación entre lo sagrado y lo profano de la que Cristo, en principio, nos liberó. Si hay algo que no se soporta ya más en la Iglesia, es el clérigo que marca su diferencia; y una clase de sacerdotes que demoniza del mundo sin reconocer su propia mundanidad.

La otra gran innovación dogmática del Concilio es la contundente afirmación de la voluntad salvífica universal de Dios. Ningún palabra de la misa ha podido expresar con más fuerza esta reiterada convicción del Vaticano II que la fórmula de consagración “por todos”. Los textos litúrgicos, además de abrogar el “por muchos” de Benedicto, tendrían que ampliar la mirada y dialogar con “todas” las expresiones de humanidad, religiosas o filosóficas, porque la Iglesia puede no saber cómo Dios salva a los “otros”, pero está obligada a creer que sí es capaz de hacerlo.

Otros ajustes litúrgicos urge implementar: los textos tienen que reformularse en un lenguaje que incluya a la mujer (actualmente ignorada); es indispensable, además, que asuman una perspectiva eco-social; debieran también ayudar a ver la historia en clave de “signos de los tiempos”; en fin, las lecturas veterotestamentarias que hablan de la violencia de Dios, de sus venganzas o castigos, debieran sacarse de los leccionarios. Se ha vuelto insufrible que el lector diga: “palabra de Dios”, después que el profeta Elías ha degollado a 450 profetas de Baal y todos repitan: “te alabamos, Señor”.

Será necesario todavía realizar un cambio mayor: suprimir el lenguaje sacrificialista de las plegarias eucarísticas que impide ver que los verdaderos sacrificios son los del amor (inspirados en el Jesús que entregó su vida por anunciar el reino a los excluidos, los despreciados, los endemoniados, los pecadores y toda suerte de infelices) y no el sufrimiento y la sangre a modo de reparación sado-masoquista del Hijo al Padre (como si Dios fuera un ser colérico necesitado de aplacamientos). El sacrificialismo es la madre de la marcada distancia entre el sacerdotes y los laicos, y el padre de las repetidas condenas de la Iglesia al mundo.

Lo que la Iglesia necesita no es “reformar” la reforma litúrgica, sino “continuarla”. La implementación de Sacrosanctum concilium aún debiera poder impulsar mejoras que hagan más comprensible el amor de Dios; en vez de traicionar su impulso a celebrar la eucaristía en una lengua y símbolos comprensibles a las distintas culturas en las que la Iglesia quiere arraigar.

Más Iglesia y menos Papa

¿Por qué América latina celebra el nombramiento de Francisco? Porque es natural ser algo niños. El chovinismo es infantil. Estamos felices de que haya “ganado” uno de los nuestros. Pero hay una razón más importante. Con Francisco está en juego que se nos considere adultos, y no más niños. Los latinoamericanos estamos cansados de ser tratados como menores de edad. Con quinientos años de historia creemos que podemos hacer las cosas a nuestra manera. Llegó la hora. Justo cuando nuestra adolescencia amenazaba una ruptura fatal con la paternidad europea.

Hasta hace poco, y aún en buena medida, hemos padecido a la Santa Sede como una monarquía absoluta. Los últimos papas cuadraron la Iglesia con la doctrina. Los nombramientos episcopales, en su gran mayoría, recayeron en personas inobjetables desde un punto de vista doctrinal pero muy poco audaces, sin todo el arrojo evangélico necesario. Las presiones y el control de la curia romana han hecho que no pocos parezcan obispos asustadizos. Cuántos de ellos llegaron a las oficinas romanas acoquinados, pidiendo permiso y perdón, como si no fueran pastores en propiedad de sus diócesis. Hubieron de ser ortodoxos doctrinalmente, porque les pareció peligrosa la ortopraxis: discernir qué hacer ante los signos de los tiempos de América latina y crear, imaginar alternativas y correr el riesgo de implementarlas.

El vértigo a la libertad que el Vaticano II generó, ha sido probablemente la causa del encogimiento de nuestras iglesias. Recién cuando empezábamos a forjar una Iglesia auténticamente latinoamericana, con nuestra teología propia, comunidades y liturgias adecuadas a nuestra realidad cultural, nos cortaron las alas. Castigaron a nuestros teólogos. Encerraron a los seminaristas en claustros que los protegían de sus contemporáneos, cuando no de su propia humanidad. Todo debió ajustarse milimétricamente a una sola visión, a la única manera de pensar posible, la de la Curia, que explotó el nombre del Papa a tal grado que terminó por corromper el prestigio de la Santa Sede. En pos de la unidad, todos debimos ser iguales. Se nos obligó a cerrar filas frente a un mundo adverso y en contra del pluralismo; debimos, así, neutralizar nuestra propia diversidad.  Nos habíamos ilusionado con el Concilio, pues respondía a nuestro anhelo de Iglesia católica más profundo. A fuerza de miedo, empero, se nos hizo retroceder a antes del Vaticano II. Los pontífices no parecían deberle nada a nadie. Por el contrario, los demás debían considerarse deudores de su beneplácito.

Francisco, en cambio, asume pidiendo la bendición del pueblo de Dios. No se cita a sí mismo. Cita a las conferencias episcopales de todas las regiones eclesiásticas del planeta. La diferencia es radical. Como “obispo de Roma”, restringiéndose a su diócesis hará posible que los demás obispos del mundo puedan respirar y hacerse cargo de las suyas sin temor a equivocarse. Él, el Papa, habla sin papeles. Puede equivocarse. Las improvisaciones y gestos espontáneos son ocasión de errores, quién no lo sabe. Pero así da el ejemplo contrario. Un Papa falible libera a los cristianos, a la jerarquía y al clero de la necesidad de ser infalibles y de la maldición de aparentarla. Francisco, no teme ponerse una nariz de payaso para identificarse con quienes transmiten el Evangelio jugando, alegrando la vida a niños y personas devorados por la tristeza. Un papa que juega, con una pelota roja en la cara, sí es infalible. Atina con la libertad cristiana, cuando el criterio último de su actuación es el amor. La infalibilidad evangélica estriba en el amor. Busca la manera de liberar a los demás para que también estos puedan hacerse responsables de sus vidas y de la de los demás con inventiva, con más discernimiento que con anatemas.

A Francisco le falta una sola cosa: desaparecer. Hasta el momento ha hecho las cosas bien, porque a causa de su audacia probablemente ha cometido más de un error. Sus errores autorizan a ensayar y a equivocarse. ¿Tendrá su sucesor que parecérsele? Ojalá que sea él mismo y no un imitador de Francisco. Lo decisivo será que Francisco mengüe en importancia para que prosperen las iglesias de todo el mundo. Que lo haga ahora, que deje  instalada la tendencia. Para que su sucesor no se angustie con “salvar” la Iglesia en vez de inventar, no sin todas las iglesias, un mundo nuevo, mejor, más hermoso, más libre.

El Vaticano II para los jóvenes

He sabido que algunos jóvenes, cuando oyen hablar del “Concilio”, piensan que se trata de algo antiguo e, incluso, anticuado. Mi generación, en cambio, considera que al Vaticano II se debe la gran renovación de la Iglesia actual. ¿Qué renovación?, dirán los jóvenes. Tampoco yo podría explicarlo del todo, pues en ese entonces era muy niño. Solo he conocido esta Iglesia, que a unos parece vieja o incomprensible y que para mí necesita renovarse aún más.

 Así las cosas me pregunto: ¿qué tengo yo en común con las nuevas generaciones como para explicarles que el Concilio Vaticano II ha impulsado cambios enormes en la Iglesia, y cambios que todavía tienen que darse? Me cuesta referirme a las generaciones más jóvenes. Tengo la impresión de que vivimos en mundos distintos. Pero, si me detengo a pensar con más profundidad, si miro a mis sobrinos pequeños, cincuenta años menores, caigo en la cuenta de que tenemos en común al menos dos cosas: primero, tanto para ellos como para mí el amor es algo muy importante; segundo, a mí y a ellos nos gustan las papas fritas. Me perdonarán la comparación. Esta me anima a explicar que, a gracias al Vaticano II podemos imaginar que la Iglesia, si se renueva, tiene un enorme porvenir.

El desafío de los tiempos

Cuando los obispos del Concilio (1962 a 1965) fijaron la mirada en el mundo de esa época descubrieron que el gran signo de los tiempos era los grandes y acelerados cambios históricos, derivados del desarrollo de la ciencia y de la técnica, de la expansión del capitalismo y de las luchas por los derechos sociales. También hoy las nuevas generaciones pueden constatar que estas transformaciones continúan siendo el gran signo de los tiempos. Los jóvenes lo experimentan con mayor serenidad. Están mejor preparados que los mayores para surfear las agitaciones de la vida. Tal vez no sienten la angustia de sus padres ante el futuro. Pero, aun así, pueden avizorar que las extraordinarias posibilidades de la actual globalización tienen un reverso: el individualismo, la impersonalización, la provisionalidad de las relaciones humanas y el sentimiento de abandono correspondientes a una inseguridad en las comunidades de pertenencia.

El Vaticano II enfrentó una pregunta muy parecida a la que enfrentamos hoy todos, jóvenes y mayores: ¿cómo viviremos a futuro cambios tan grandes y acelerados? ¿Quiénes serán las principales víctimas de las transformaciones en curso y quién se hará cargo de ellas? ¿Qué reformas tienen que darse en la Iglesia para que ella efectivamente ofrezca orientación a los que buscan sentido a sus vidas y refugio a los que hayan sido excluidos?

Hace cincuenta años la Iglesia hizo un esfuerzo enorme por ajustar su realidad a las     preocupaciones  de su tiempo. Quiso ponerse al día. Lo hizo, curiosamente, yendo hacia atrás. Volvió a las fuentes primeras, al Evangelio y a su propia historia. Así pudo distinguir lo esencial de lo transitorio, la gran Tradición de los tradicionalismos asfixiantes, para intentar luego nuevas respuestas, nuevas maneras de entender y organizarse ella misma de acuerdo a las necesidades que iban surgiendo. Esto que el Vaticano hizo tantos años atrás es lo que la Iglesia tendría que continuar haciendo hoy. En ello han insistido los últimos papas. El Concilio nos ha dejado tarea para rato. La tarea es la misma. Pero, además, son los mismos los aportes del Vaticano II para cincuenta años atrás y para los futuros cincuenta, cien o quinientos por venir. Señalo algunos.

Aportes del Concilio

a)      Una idea dominante fue que Dios quiere y puede la salvación de todos los seres humanos. Esto es fácil de entender para los jóvenes ya que tienen una noción más positiva de Dios y de las demás culturas y religiones. Para los católicos de principios de siglo XX, incluida la jerarquía de la Iglesia, no era tan fácil admitirlo. Entonces se pensaba que “fuera de la Iglesia no había salvación”. Algo así hoy, además de equivocado, parece insoportablemente mezquino. El Vaticano II obligó a creer, por el contrario, que el amor es el principal criterio de la salvación. Fue extraordinariamente audaz. Al afirmar que los fieles de otras religiones o los ateos podrían “salvarse” si amaban y, por el contrario, “condenarse” los católicos por no hacerlo, relativizaron la necesidad de la Iglesia. Lo sabían y, sin embargo, quisieron correr el riesgo de ajustar el discurso y la organización de la Iglesia a esta extraordinaria convicción.

La conciencia de la importancia de “todos” a los ojos de Dios de parte del Concilio, continúa siendo clave y tremendamente actual. ¿Cómo no va a ser decisivo a futuro que haya una autoridad moral, en este caso la Iglesia, que declare que todo ser humano tiene una misma dignidad y que la religión ha de ser un factor de libertad, de justicia y de amor entre los seres humanos, y jamás de sectarismo, de fanatismo y de violencia? La Iglesia hoy, como la de hace cincuenta años, sabe que esta es su misión. No excluye que otras religiones y filosofías también la tengan. Se alegra que los credos converjan en ella. Pero ella sabe que su vocación particular es su lucha para que “todos” tengan lugar en el mundo. Sin lucha, la posibilidad de involucionar al racismo o a pensar que hay seres humanos superiores está allí esperando otra posibilidad. La humanidad conoce retrocesos atroces.

b)      Esto la Iglesia conciliar pretende alcanzarlo a través de un anuncio renovado de Jesucristo. Cualquiera que medite con calma acerca de la necesidad que tenemos de saber quién es el ser humano y qué orientación puede dársele a los increíbles desarrollos culturales alcanzados, caerá en la cuenta de que el Vaticano II tiene gran actualidad. Las ciencias y las técnicas serán siempre un aporte al nivel de los medios. Pero no puede pedírseles más. Sobre el sentido de la vida humana solo pueden decirnos algo importante algunas grandes personalidades, las personas auténticas y, sobre todo, las grandes tradiciones filosóficas y religiosas cuando se abren a la realidad y a sus cambios.

El Concilio reencontró en un estudio más profundo de la Sagrada Escritura al Hijo de Dios encarnado en Jesús de Nazaret como orientación fundamental para el ser humano. Desde entonces se ha subrayado que Cristo es el hombre que revela al hombre su propia humanidad. Pero, además, distinguió la Sagrada Escritura de la Palabra de Dios para enseñar que Dios, que habló en la Biblia, sigue hablando en la historia a través del Espíritu de Cristo resucitado. Por tanto, Jesucristo puede orientarnos con su ejemplo evangélico, pero también dándonos a conocer interiormente por dónde debemos avanzar, cuál es nuestra vocación y el sentido de nuestra vida.

c)      Termino con un tercer aporte teológico del Concilio, contribución que aún tiene que llevarse a la práctica. El Vaticano II ha querido que la Iglesia sea un sacramento de unión y de comunión entre todos los hombres y con Dios; un factor decisivo, en palabras de Pablo VI, de la “civilización del amor”. Desde entonces, ella misma ha debido ofrecer a cualquier ser humano un lugar digno en el mundo. ¡Cuánto se necesita hoy comunidades que nos reconozca como suyos! Necesitamos una que nos dé un nombre al nacer y nos ampare hasta la muerte. El Concilio ha querido que la Iglesia ofrezca una pertenencia definitiva al Cristo que, por representar al Dios que es amor, nos reconoce y reúne en una comunidad. En las comunidades de la Iglesia conciliar, ha pasado a ser decisiva la igual dignidad de las personas. La Iglesia latinoamericana, por su parte, ha llegado a la conclusión de que esto realmente se logra cuando los cristianos optan por los pobres y cuando ella se constituye en la “Iglesia de los pobres”. Allí donde los pobres se sienten en la Iglesia como en su casa.

La Iglesia que el Concilio ha querido debe ser humilde. En ella el bautismo debe considerarse el principal sacramento, de modo que los sacerdotes estén al servicio de todos los bautizados. Esta horizontalidad querida por el Vaticano II, también ha debido darse en relación a los otros pueblos y credos de la tierra. Una Iglesia humilde, en la cual todos pueden ser protagonistas y que reclama este derecho para todos los habitantes del planeta, debiera tener una gran actualidad.

En suma, intuyo que podemos entendernos las diferentes generaciones. Porque todos podemos apreciar que las principales convicciones del Vaticano II están vigentes. Pues si las papas fritas nos unen a jóvenes y a mayores, nos une mucho más el reconocimiento de que el amor es lo más grande, y lo que la Iglesia del Concilio ha querido es amar a la humanidad con un lenguaje nuevo y una organización más acorde con el Evangelio.