Tag Archive for espiritualidad

El retorno de la sabiduría

soubletteLos pueblos de la antigüedad tuvieron una ciencia que mientras el ser humano no se rinda a los monstruos que está creando, seguirá siendo necesaria: la sabiduría.

La sabiduría en todos los pueblos ha consistido en un saber vivir. Es un saber fruto de una reflexión sobre la propia experiencia, un “saberse” por dentro y en el contexto en el cual se interactúa. Los sabios fueron personas conectadas consigo mismas y con el cosmos, capaces de vivir místicamente una unión con todos los seres, de admirar su belleza y de hacerse cargo de su cuidado. Judíos, chinos, incas -la lista abarca a todas las expresiones culturales civilizadas- han desarrollado un acervo sapiencial con el cual han podido transmitir, no sin hermosura, orientaciones a la felicidad a las nuevas generaciones.

¿Hoy qué? ¿Qué puede llamarse sabiduría?

El horizonte está sumamente fragmentado. Las grandes tradiciones religiosas y filosóficas han entrado en contacto, y se relativizan unas a otras; han experimentado el impacto de la cultura secularizadora científico-técnica; son socavadas por la lógica mercantilista que incluso las vende con tal de hacer crecer la economía. Los conocimientos que los sabios de Occidente y Oriente afinaron por milenios, fácilmente son olvidados o ridiculizados.

La situación mundial es apocalíptica. Las previsiones son pésimas. El cuadro medio-ambiental es el peor de todos. Si los pobres consumieran como los ricos necesitaríamos más de siete planetas para solventar los costos. La economía financiera se liberó de la economía productiva, ¡se automatizó!, nadie la controla, pero sirve a la acumulación de la riqueza del 1% de la población que ya controla el 99 % de los bienes. La competencia entre los grandes se replica en la batalla cotidiana por “ganarle el quien vive” al prójimo. Todo se acelera. El aumento descomunal de los conocimientos, y la avidez por sacarles un partido comercial, ha obligado a la vida humana a desarrollar una velocidad que la mayoría no puede sostener. El tiempo se traga al espacio. Cronos devora a sus hijos. Pareciera que mientras nos quede el cuerpo, lo ocuparemos en comprar y consumir, y exhibirnos porque, si alguna vez se trató de “ser alguien”, ahora todo se juega aparecer físicamente antes de ser definitivamente descartados. Falta poco para que los robots hagan mejor, y sin cansarse, lo que nosotros hacemos con dificultad, y mientras tanto.

Los muchos conocimientos, los controles biológicos, mecánicos y algorítimicos no nos han hecho más sabios. Solo “la experiencia es la madre de la ciencia”. Cuando la ciencia nos desconectó del universo, de la tierra, de los demás y de nuestra propia interioridad, dejó de ser ciencia propiamente tal. La sabiduría sí lo ha sido, por esto la volvemos a necesitar.

Pero hay un aspecto sapiencial de la apocalíptica que convendría recuperar. El pueblo de Israel en circunstancias especialmente catastróficas y humillantes, supo extraer de su propia historia una palabra trascendente que le hizo esperar y luchar por un futuro distinto. Los israelitas se sobrepusieron. Apostaron a que la historia tenía sentido, que habría un juicio final y que Dios rehabilitaría a los mártires. Se podía ser distintos a sus opresores. Había, sí, que mantenerse firmes y resistir.

¿Cómo ser sabios hoy? No se trata de arremeter contra la tecno-ciencia. La batalla se juega a otro nivel. La sabiduría busca la felicidad cualquiera sean las circunstancias. Estas pueden cambiar. Es sabio comprometerse políticamente, siempre que se tome partido por el bien de todos, en vez que del propio. Salomón, el rey, fue en su época el modelo de la sabiduría. Pero, en lo inmediato no se ve cómo estas circunstancias puedan ser modificadas. Talvez no lo sean nunca. Pero nada impide en plantarnos en la vida de un modo protagónico: observar, pensar, sentir el mundo que habitamos en el propio corazón, admirarse, tomarle amor a los minerales, a los vivientes, situarse en la galaxia, inspirar y expirar, oír las voces mejores y elegir un estilo de vida.

Porque a fin de cuentas de esto se trata, de una decisión. El sabio lo examina todo y “escoge”. El sabio “se” escoge. Elige “ser elegido” por la humanidad a la que tanto le debe y a la cual se debe por entero.

La dimensión incluyente de la espiritualidad cristiana

La espiritualidad cristiana, en cuanto expresión en Cristo de la salvación de Dios, es necesariamente incluyente de quienes el pecado del mundo excluye.

 El hecho de que Dios salve al mundo a través de su Hijo excluido entre los excluidos, es un dato esencial (no accidental) del cristianismo, ya que no hay salvación sin cruz y la exclusión es uno de los nombres de la “cruz” (Aparecida, 65). Jesús murió a las afueras de la ciudad, murió expulsado y desamparado. Vale aquí recordar el salmo que registró proféticamente el acontecimiento: “La piedra que desecharon los arquitectos se ha convertido en la piedra angular…” (Sal 117, 22).

 Conflicto de las espiritualidades

 El cristianismo busca la paz, pero no rehúye el conflicto, cuando es necesario enfrentarlo. En su impulso por incluirlos a todos, “excluye” a los excluyentes. De aquí que entre las diversas espiritualidades cristianas puedan darse conflictos. La raíz más profunda del conflicto que atraviesa a todas las espiritualidades cristianas hay que hallarlo en la historia del mismo Jesús.

 Mi opinión es que en el cristianismo se replica la antigua dialéctica de la fe israelita entre quienes se creen puros, porque tienen los instrumentos de su purificación, y los que son marginados como impuros. Jesús fue víctima del celo por la pureza de los fariseos y saduceos. Estos la obtenían principalmente mediante el templo y aquellos mediante un cumplimiento obsesivo de una infinidad de prescripciones que habían extendido las reglas de pureza del templo a la vida cotidiana. Jesús, al ofrecer tan fácilmente el reino a los pobres y a los pecadores, entró en conflicto con las autoridades legítimamente investidas para administrar la santidad de Dios, siendo entonces eliminado.

 Mi hipótesis es que esta dialéctica es inherente al cristianismo. Los cristianos recaemos incesantemente en la tentación de diseñar procedimientos de purificación para alcanzar la santidad, con lo cual nos separamos del común de los mortales y terminamos por excluirlos de la salvación. Pero Cristo, que recurrentemente nos recuerda la gratuidad de la salvación, suscita testigos y profetas que rompen los muros de la exclusión.

 El caso es que la Encarnación supera la separación entre lo sagrado y lo profano. El misterio de Cristo tiene un dinamismo incluyente e integrador extraordinario. La Encarnación que termina en la cruz constituye el acto mayor de superación de toda separación del hombre y de Dios. Dios no necesita sacrificios para salvar. Salva gratis. En vez, como muestra el evangelio, aborrece a los hipócritas que se auto-canonizan mediante interesados sacrificios  de sí mismos y de los demás. Pues hay que notar que Dios no pide incendiar el mundo para su mayor gloria, sino amarlo como creación suya que es y hacerlo con su misma gratuidad.

 La Encarnación es el movimiento de inclusión, de implicación y de imbricación con el mundo que Dios realiza en sí mismo y para siempre. Después de ella Dios ha llegado a ser humano de un modo irreversible. Así, el cristiano que obra en contrario peca contra su credo.

 Espiritualidades de la “santidad”

 La larga historia del cristianismo acarrea de todo. Las contradicciones han sido numerosas.  ¿Desde cuándo la religión de los cristianos cultivó el sectarismo, la intolerancia y la exclusión? Probablemente los primeros cristianos en su proceso de dejar de ser judíos, formaron especies de sectas, agrupaciones depositarias de una revelación que les hizo sentir privilegiados. Pero seguramente su sectarismo fue más bien defensivo. El mundo les fue tremendamente adverso.

 Ha habido, creo, otro factor de sectarismo endógeno al cristianismo. El cristianismo, una religión judía, en algún momento tuvo que re-configurar el sacerdocio, y lo hizo, desgraciadamente, como si el sacrificio de Cristo fuera el mejor de los sacrificios y no el término de todos ellos. El sacerdocio tuvo un surgimiento paulatino, y tal vez irritante, entre los primeros cristianos. Los sacerdotes habían condenado a muerte al Maestro. Jesús había socavado la importancia del Templo, lo que no pudieron permitir. Según opinión de los historiadores, tomó tiempo que los presbíteros que presidían la eucaristía fueran llamados sacerdotes.

 Con el paso de los años el cristianismo dejó de ser sociológicamente una secta. Una vez convertido en Imperio, pasó de la intolerancia pasiva a la intolerancia activa. La Iglesia, gracias al imperio, en muchas ocasiones arrasó con el paganismo. A menudo, el monoteísmo cristiano ha sido, hasta hoy, sumamente excluyente.

 En el plano de los ritos y de las espiritualidades asociadas a ellos, se da en los sacerdotes la tendencia a regular desmedidamente la pureza del pueblo de Dios y la propia, en virtud de la celebración de la eucaristía y las otras formas de consecución de la pureza como, por ejemplo, la confesión de los pecados. Por siglos, hasta hoy, esta tendencia se nutre de una interpretación del sacerdocio de Cristo que se aleja del misterio de la Encarnación. En virtud de esta, Dios suprime para siempre la separación entre lo “sagrado” y lo “profano”, pues el Hijo de Dios supedita su éxito a su propia “secularización”. Solo el amor, en toda su profanidad, salva. El verdadero sacrificio de Cristo consiste en su amor al mismo mundo que Dios ama hasta las últimas consecuencias. Desde entonces la fe en Cristo no ha de vivirse fundamentalmente en espacios y tiempos “separados”, administrados por un ministro de la pureza que incluye y excluye, sino puertas afuera del templo, allí donde se incorpora a los que no merecen nada ni por sus obras (pecadores) ni por su condición social (los pobres).

 De aquí que la vertiente sacerdotal-ministerial del cristianismo corre el riesgo, incesantemente, de arruinarlo todo. Esto ocurre, por ejemplo, cuando el sacrificio eucarístico suplanta el amor e invierte el sentido de la cruz, de modo que en misa comulgan solo las personas en “regla”. Bernard Sesboüé habla de una “desconversión” en la historia de la comprensión del sacrificio en el cristianismo. El dogma pasa por acentuar la gratuidad del amor de Dios por “todos” (como afirma el Concilio Vaticano II). Y la desviación, en subrayar la índole penitencial del sacrificio de Cristo; como si Dios necesitara castigar para salvar, como si la sangre de su Hijo y la sangre de las flagelaciones fueran gratas e indispensables para reconciliarnos con él.

 Cuando la espiritualidad sacerdotal empalma con el narcisismo psicológico del sacerdote, la separación entre lo sagrado y lo profano lo aleja aún más del mundo. El “escogido” se vuelve sobre sí mismo. En su caso, su cercanía a los demás tiene algo de amenaza a su integridad y, por lo mismo, puede convertirse en un riesgo para su función. Él se identifica con su rol a un grado tal que frena la necesidad de asomarse a su propia humanidad y, así, deshumanizándose, difícilmente podrá humanizar a los otros. Pero esto cuenta poco. Él se debe al Misterio. No está para contaminarse con las vicisitudes de la historia corriente. Su oficio no pasa por la empatía ni por una auténtica compasión con su prójimo. Estas valen, pero en cuanto nutren su avidez de santidad; es decir, de su separación del resto; es decir, de su ego; es decir, de su auto-canonización.

 Espiritualidades de la inclusión

 En el otro extremo de las posibilidades, pero como su filón sano, se desarrolla en la Iglesia un cristianismo que extrae su fuerza de la imitación y seguimiento del Cristo del reino ofrecido a pobres y pecadores. Si ponemos atención al reino comenzado con Jesús, con su predicación y misterio pascual, este no se deja circunscribir a tiempos y espacios sacralizados. Por tanto, no se juega en mantener o recuperar una pureza actual. A este reino ha sido llamado un pueblo sacerdotal. Todos los bautizados son sacerdotes en virtud de Cristo, sacerdote del sacrificio del amor al prójimo. Este reino, en consecuencia, se deja comprobar en espiritualidades inclusivas, empáticas y amistosas, hondamente eclesiales y sociales.

 La fe cristiana es propiamente inclusiva. En el Nuevo Testamento se ilustran unos a otros los episodios de inclusión de los excluidos, tanto de Jesús como de la Iglesia primitiva. La celebración de la eucaristía de las primeras comunidades fue antecedida por las comidas de Jesús con los pecadores. Jesús incorporó a quienes correspondía apartar, por ejemplo, los leprosos, de un modo semejante al día de Pentecostés en que pasaron a formar parte de la Iglesia personas originarias de los pueblos más distintos.

 A lo largo de la historia, tal vez nunca ha sido más transparente el testimonio de Cristo que cuando hubo hombres y mujeres que optaron por los más pobres como si ellos fueran realmente Cristo, y no oportunidades para congraciarse con él. Los verdaderos santos no han estado centrados en sí mismos, sino en su prójimo y en la suerte de un mundo que amaron como propio.

 Hoy, cuando el “signo de los tiempos” en clave sociológica es la inclusión-exclusión, la espiritualidad cristiana tiene una oportunidad única de comunicar que el Cristo, en cuanto da la vida “por todos”, es el signo perenne de los tiempos. En estas circunstancias no es la “santidad” de los cristianos la que importa, sino la reconciliación del mundo.

 La espiritualidad cristiana auténtica participa en la obra de Cristo. Se articula trinitaria y pascualmente. Ella deriva su relevancia de la amplitud del amor del Padre por toda su creación y por su conducción de esta creación a la unidad en sí mismo; obra que se inicia con el misterio pascual de Jesucristo y que terminará de cumplirse gracias a la acción del Espíritu. En este sentido, las espiritualidades de la inclusión tematizan el conflicto y pueden aun expresarse como espiritualidades “políticas”. El mundo que Dios ama está en disputa. Los cristianos entran en el conflicto escatológico, a la escala que sea, o no son cristianos. ¿Cuáles son hoy los frentes de la exclusión? Allí han de estar los cristianos, acortando las distancias, tendiendo puentes o entrando derechamente a la pelea con las armas de la fe, la esperanza y la caridad.

 El problema de la espiritualidad cristiana ni hoy ni antes ha sido la pureza, sino la reconciliación: la superación de todas las separaciones, divisiones, odiosidades y privilegios que los hombres levantan, a veces incluso en “nombre de Dios”. La participación en la exclusión, en la cruz del excluido, es condición de posibilidad de la inclusión anhelada. Pablo habla de esto en términos de gracia y de tarea: “Y todo esto procede de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por medio de Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; a saber, que Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo mismo, no tomando en cuenta a los hombres sus transgresiones, y nos ha encomendado a nosotros la palabra de la reconciliación. Por tanto, somos embajadores de Cristo, como si Dios rogara por medio de nosotros; en nombre de Cristo os rogamos: ¡Reconciliaos con Dios!” (2 Cor 5, 18-20).

 La espiritualidad cristiana es inclusiva por ser necesariamente compasiva. En vez de separarse del prójimo nos pide comprometernos con él (pobre o culpable). Y cuando nada podemos hacer por los demás o por nosotros mismos, esta espiritualidad nos enseña que el dolor del mundo tiene para Dios un valor eterno. No porque sea Él un monstruo sádico y deban las víctimas practicar el masoquismo para aquietarlo, sino porque no tiene otro modo de ser fiel a su creación por toda la eternidad que cargar por amor con el sufrimiento que la desgarra.

Tiempos de cambios…

¿Un Concilio Vaticano III? Se habla de esta posibilidad. Las opiniones están divididas. Unos dicen que se necesita hacer cambios importantes. El Concilio Vaticano II no habría solucionado algunos asuntos y, por otra parte, han surgido problemas nuevos que enfrentar. Hay quienes piensan, por el contrario, que sería inconveniente hacerlo porque la mayoría del episcopado es conservador y se corre el riesgo de una corrección involutiva de uno de los concilios más innovadores en la historia de la Iglesia.

Despejada esta duda, se me ocurre que un nuevo concilio tendría que atender algunos asuntos que necesitan ser considerados para un anuncio actualizado del Evangelio:

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en la supresión de todas las exclusiones que menoscaban la dignidad humana.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en la lucha por la igualidad de los mujeres.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en representar a quienes aspiran a participar más activamente en las instituciones y foros públicos.

– Que la Iglesia no quede a la zaga, sino que pase a la delantera en encausar los grandes procesos de metamorfosis de la la religiosidad, constituyendo comunidades que acojan  personas desamparadas y estigmatizadas independientemente de sus posiciones sociales, económicas, credos y situaciones morales.

¿Se necesita un Vaticano III? ¿Mejor no…?

 

 

LA FE DE JESÚS EN DIOS

Jesús creyó, pero le costó. Compartió las dificultades que todos tenemos para creer en Dios. Su condición de Hijo de Dios no le ahorró la experiencia de la tentación. Su estrecha e inseparable unión con su Padre fue la razón exacta de su grito en la cruz. Si no hubiera creído en Dios, este grito se habría confundido sin más con las quejas de los afligidos por dolores físicos o con el simple aullar de las fieras. Este grito es estremecedor porque es “su” grito. El del hombre que creyó en Dios. Fue el clamar auténtico de un creyente de verdad. Jesús no supo por adelantado en qué terminaría su vida. A un cierto punto habrá podido intuir que la resistencia creciente a sus palabras le costaría la vida. Pero su divinidad no fue para él una ayuda extra que lo hubiera capacitado para avanzar sin tropiezos. Jesús, como todos, tuvo que discernir la voluntad de su Padre. No se libró de las agitaciones, de los engaños y tormentos que nos turban, y nos pueden hacer fracasar.

 

La fe de la Iglesia en el creyente Jesús

Suele llamar la atención que se diga que Jesús tuvo fe en Dios. Supuesto que como “Hijo de Dios” y “Dios” debió saberlo todo por anticipado, se piensa que no pudo haber experimentado la ignorancia y el sufrimiento inherentes a nuestra fe. Por el contrario, la opinión de prácticamente todos los cristólogos del siglo XX subraya la importancia de reconocer que Jesús, también en este aspecto, ha sido igual a nosotros. Se nos dice que Jesús no solo creyó en Dios, sino que es un ejemplo de creyente.

Si comparamos la fe de Jesús en Dios con la fe los cristianos en Dios, debemos decir que son distintas, pero no tanto.  La diferencia es que los cristianos, la Iglesia, creen en el Padre de Jesús y creen también en Jesús, el Hijo de Dios. Jesús creyó en Dios  al que consideraba su Padre. La Iglesia creyó en el creyente Jesús, e hizo suya su modo filial de creer en Dios. La fe de la Iglesia, por decirlo así, contiene la experiencia espiritual de Jesús, pues se nutre del mismo Espíritu que inspiró a Jesús. En este sentido, entre la fe de la Iglesia y la fe de Jesús hay también una gran semejanza.

Por esto la Iglesia enseña a creer correctamente. Es precisamente cuando ella se aparta de la confianza y entrega total de Cristo a la voluntad de su Padre, que frustra su misión. La Iglesia trasmite la fe en Dios y en Cristo, porque Jesús le enseñó que Dios es amor, que merece por esto fe y, para no olvidarlo, ha escrito evangelios, cartas y crónicas. Durante dos mil años la Iglesia ha leído y releído las Escrituras, y con estas y nuevas experiencias ha aprendido de su propia humanidad. Así ha trasmitido a las siguientes generaciones cómo se cree. Lo ha hecho porque está convencida que esta fe, la fe en el creyente Jesús, humaniza.

 

Miramos el horizonte con seriedad. Nosotros mismos hemos de entender que perder el camino, es parte del camino. El dolor nos dolerá. No podremos controlar el proceso de conversión, se nos escapará de las manos, nos enredaremos, experimentaremos los desgarros propios de quienes están aferrados a seguridades que no quieren abandonar. La conversión es siempre fatigosa. Las reformas de las instituciones no lo son menos. Esto que viviremos personalmente, será además un recorrido eclesial. Ha ocurrido otras veces en otras crisis de la Iglesia. Es triste recordar los daños que en otras épocas nos hicimos entre cristianos. Hay heridas que todavía supuran. Para nuestra generación, por tanto, será muy importante preguntarnos como discernir, tomar decisiones aunque sean dolorosas y conservar la comunión. Pues no podremos avanzar con irenismos. Jesús no lo hizo. Solo resucitado ha podido apagar la fogata que encendió con su radicalidad.

***    ¿Dirección espiritual o acompañamiento espiritual?

Estos días, con ocasión de los abusos sexuales, psicológicos y espirituales del P. Karadima, se ha cuestionado el valor de la guía espiritual y del sacramento de la confesión. Hoy nos es patente que estos instrumentos milenarios de pedagogía del cristianismo pueden ser usados de un modo que lo desvía de sus fines. Sin embargo, es necesario hacer unas distinciones que ayuden a evitar este peligro. 

En el ámbito de la espiritualidad cristiana se ha dado un paso importante a tener en cuenta. La llamada “dirección” espiritual va siendo reemplazada por el “acompañamiento” espiritual. En la “dirección” espiritual el protagonismo lo tiene el director. Este dice al dirigido qué debe hacer. En el “acompañamiento”, en cambio, el protagonista es el acompañado. Es este quien, con el consejo del acompañante, saca las conclusiones y toma las decisiones. Puede ser que aún se conserve el término de “dirección” para referirse a lo segundo. Pero se trata de tipos de relación diametralmente opuestos entre uno que ayuda y otro que es ayudado. 

En el primer caso el dirigido queda expuesto a abusos y dependencias. Pero, aunque ello no ocurra, la relación es infantilizante porque en algún grado el dirigido hipoteca su libertad. El caso del acompañamiento no excluye que en algunas ocasiones el acompañante incida en las decisiones del acompañado, pero todo apunta a hacer de él un adulto en la fe. Algún día este adulto no tendrá que pedirle consejo a nadie. Le bastará haber adquirido la gramática que le ofrece la Iglesia para leer la voluntad de Dios. 

Jesús fue sin duda un guía espiritual que formó conciencias, que liberó a sus discípulos de miedos y pecados, y los instó a liberarse de la opresión de una religiosidad de cumplimientos y ritos hueros, exigiendo de ellos decisiones de mayores de edad.

**  Vivimos tiempos turbulentos, pero no fatales. Las agitaciones del presente también auguran que el futuro puede ser todavía mejor. ¿Quién pudiera decir que no? Si lo que en toda época toca a los cristianos es vivir el Evangelio, lo más probable es que la experiencia evangélica de nuestra generación habrá de caracterizarse por la esperanza. Habremos de creer que algo nuevo se está gestando y nacerá. Los cristianos hemos de convencernos, contra todo pesimismo, que Dios crea y recrea, que modela la historia como hace con la arcilla un alfarero, justo allí, justo las veces que la humanidad se convierte al amor o es convertida por el amor. Pero hoy no sabemos qué comienza. Solo presentimos, con pena, con gozo o con inseguridad, que muchas cosas que amamos terminan y que tienen que terminar.

**  El clero está asustado.  Los laicos le apuntan con el dedo. Lo encañonan. No por nada. El clericalismo agoniza pero no acaba de morir y en el intertanto pega unos zarpazos terribles. Se nos dice «es la hora de los laicos». Pero, este planteamiento tampoco irá lejos. Choca contra la realidad y teológicamente hace agua muy luego. No es cosa de «dar vuelta la tortilla». Lo que debiéramos hacer valer con toda la fuerza es el BAUSTIMO! Es este el sacramento principal, no el de la ordenación sacerdotal. El sacerdote ministro debiera ayudar a todos, él incluido, a vivir del misterio del Cristo que se sumergió en la muerte y emergió para la vida eterna. Curas y laicos codo a codo, hermanos y hermanas, acabarán con pirámides y privilegios. No serán necesarias las pistolas. Bastará el bautismo. ¿Será necesario seguir llamado «padres» a los sacerdotes? Puede ser hermoso que sí. A mí me gustaría que me llamaran solo por el nombre. Habrá que ver.

Tengo la impresión que la fe cristiana enfrentará cambios gigantes, tal vez incluso mayores que la primera generación de judeo-cristianos que poco a poco empezaron a inculturar el Evangelio en cultura griega.

A nosotros nos tocará romper con un catolicismo que culturalmente se a haciendo obsoleto y vertir nuestra fe en una cultura que está experimentando cambios que nadie sospecha adónde nos llevarán.

¿Seremos capaces de una nueva inculturación del Evangelio? Nosotros no. Dios sí.

Me quedan pocas páginas para terminar de leer el libro de Mönckeberg sobre Karadima. Estoy muy sorprendido por la gravedad del caso.

Me faltan explicaciones. ¿Son suficientes los reconocimientos del círculo cercano a la determinación del Vaticano? ¿No falta aquí un accountability a la altura de las exigencias culturales modernas? Me gustaría ver a personas importantes dando un paso al lado.  No puede ser que al más alto  nivel de la Iglesia chilena se haya instalado un secta, y todo siga prácticamente igual.

Nadie debiera suicidarse. Por esto es tan doloroso el intento de suicidio de Luis Eugenio Silva, sacerdote. Es doloroso porque el suicidio es un acto de desesperación que nadie debiera llegar a experimentar. La pregunta es qué podemos hacer para impedir que una persona se encuentre tan angustiada y sin salida como para querer desaparecer de la tierra y de la vista de los demás. Muchos de sus amigos habrán querido estar cerca de Luis Eugenio antes que todo ocurriera. Seguramente lo estén ahora, acompañándolo, consolándolo, haciéndole sentir que no hay vergüenza que no será disipada por el amor de Dios. Los amigos le harán sentir que su cercanía es incondicional. Así le darán la luz de esperanza que le faltó en el momento que estuvo demasiado solo.

¡Que nadie esté solo! De esto se trata, que nadie desespere. Que todos tengan una mano a mano, un  amigo que nos ame y sonría cuando hayamos perdido esa brújula que cualquiera puede perder.

La lectura del libro de María Olivia Mönckeberg Karadima, el señor de los infiernos, es impactante. Nunca imaginé que la tiranía espiritual del párroco de El Bosque fuera tan grave. La sentencia del Vaticano me había parecido muy dura. Me faltaban antecedentes para entenderla. Ahora sí la entiendo.

Uno como sacerdote nunca escucha que otro sacerdote traicione el secreto de la confesión. Alguna vez oí de un cura en Napoles que se había ido de lengua en contra de unos mafiosos. En ninguna otra ocasión he oido en los ambientes que me muevo que un sacerdote haya faltado en esto. Sé que han faltado en muchas cosas. En traicionar el sigilo del sacramento, nunca.

Por esto el abuso que Karadima ha hecho de la confesión no tiene nombre. El daño que hizo con el uso de este sacramento es enorme. Recomiendo el libro de Mönckeberg. La verdad hay que saberla, para que duela…

 

«Cristo sí, Iglesia no», se repite. El problema, en realidad, es: «Esta Iglesia sí, esta Iglesia no». Estoy seguro que esta alternativa tiene más partidarios que la anterior. Pero, además, es más real. Separar a Cristo de la Iglesia es imposible. ¿Dónde está Cristo sino en los creyentes que, como Iglesia, lo han trasmitido desde hace 2.000 años? Claro que no hay que identificar a ambos como si nada. Hay diferencias. Pero si hilamos más fino tendremos que reconocer que todo, absolutamente todo lo que sabemos de Cristo lo sabemos gracias a la Iglesia. Es cosa de tomar el Nuevo Testamento. Ninguno de los Evangelios los escribió Jesús. Ninguna de las cartas. Los Evangelios y las cartas las escribió la Iglesia para contar a las siguientes generaciones lo que le había pasado con un Jesús que ella había experimentado resucitado.

El asunto es qué Iglesia es la que mejor representa a este Cristo: ¿La del Jesús que anuncia el advenimiento inmediato de un reino para los más pobres (los «excluidos» ha dicho recientemente Aparecida), que por esta razón lo matan y por esta razón Dios lo resucita¿ ¿O la Iglesia hierática, distante, poseedora de la verdad?

Me siento a gusto en la Iglesia de los pobres, la Iglesia de Juan XXIII, la Iglesia de las comunidades eclesiales de base… Esta me parece ser la Iglesia de Cristo. No digo que las otras modalidades de Iglesia no sean cristianas. Las cosas no son blanco o negro. Pero me siento pésimo en la Iglesia pre-conciliar. El Vaticano II pidió un cambio radical: quiso una Iglesia dialogante y abierta a las transformaciones sociales y culturales, que en la liturgia abre espacio a la participación de los fieles, que entiende que el amor es el único sacrificio digno de agradar a Dios. El Concilio nos recordó que el único sacerdotes es Cristo, que todos los bautizados constituimos un pueblo sacerdotal y que los ministros-sacerdotes deben estar al servicio del Pueblo de Dios y no centrar todo en su índole sacra. No le hemos hecho caso.

No podemos separar a Cristo de la Iglesia, pero hay «Iglesias» e «Iglesias».

 

En este tiempo pascual podemos concentrarnos en el triunfo de Cristo. El Señor resucitado no se fue. Sigue con nosotros, desde los tiempos de sus primeros discípulos hasta los de nuestros días, mediante su Espíritu. El Espíritu hace real a Cristo allí donde Jesús quiso ser reconocido: los gestos de amor, las señales de esperanza, la lucha contra la injusticia… ¿Dónde? ¿Dónde hoy? Allí mismo. Han cambiado muchas cosas, pero lo fundamental no cambia para nada. Lo fundamental, en realidad, esto todavía más fundamental que antes. La resurrección de Cristo es el triunfo del amor de Dios, presente donde el Espíritu incide amorosamente en nuestro hábitat humano y social. «Vamos ganando». ¿Sí? ¿No parece que vamos perdiendo? La Iglesia se estremece. ¡No hay que engañarse! Esta agitación puede ser perfectamente obra de Cristo que ha querido intervenir decididamente contra los abusadores, en favor de los inocentes, obligando incluso a una revisión profunda de una serie de asuntos que merecen cambiarse y no se cambian. Lo que parece pura pérdida tal vez sea el revés de la trama, los dolores de parto de una nueva presencia de la Iglesia en nuestra época. «Vamos ganando», no hay que olvidarlo. Si no lo vemos, el problema somos nosotros. Habrá que pedir el Espíritu para reconocer al Espíritu.

No tendría ningún sentido creer que Jesús resucitó si no lo experimentáramos resucitado, hoy, ahora, resucitándonos, sacándonos de la fosa de la culpa, del miedo y de la descomposición física y moral. Los primeros cristianos proclamaron lo que experimentaron: Cristo les cambió la vida, los hermanó, les dio su misma valentía para insistir en la llegada del reino de un Dios diferente. La Iglesia naciente creyó en el Dios diferente que Jesús les mostró: el Dios de los pobres y de los pecadores, de los excluido por una u otra razón, de los que nunca merecieron nada de nadie.

No tendría ningún sentido creer en la resurrección de Cristo si no creyéramos que murió «por mí». La resurrección no es cosa de espectadores. Solo podemos presenciarla en sus testigos, quienes llegaron a ser cristianos porque el Señor los liberó, perdonó, sanó o llevó a la plenitud de sus posibilidades. Nadie nunca vio directamente cómo resucitó Jesús. De él nos quedan solo sus huellas, en las Escrituras, los textos que la Iglesia escribió para anunciar a otros lo que a ella le había pasado con el resucitado; las huellas en la vida de los cristianos, vidas transformadas que trasparentan al Señor e indican un «más» inexplicable. Estas son, las personas que han podido decir «por mí» (San Pablo, San Ignacio…).

Mientras no podamos decir «por mí» seremos solo espectadores ávidos de apariciones y víctimas de predicadores moralizantes. Todavía no seremos cristianos…, hijos del amor, de la libertad y el compromiso.

Encuentro con Cristo II (Aparecida)

EL “ENCUENTRO CON CRISTO”. LA CLAVE CRISTOLÓGICA DE APARECIDA

1.- Contexto de elaboración del documento

– Debilitamiento del catolicismo latinoamericano

– Los diagnósticos coinciden: el catolicismo se debilita. Lo detectaba el Documento de Participación preparatorio de la Conferencia y documentos regionales que reaccionaron a este. Lo subraya con fuerza la Síntesis que reúne el parecer de todas las iglesias.

– En el presente concreto de América Latina, el mandato de Aparecida a misionar dice relación con una percepción de desgaste del catolicismo latinoamericano.
o La fe cristiana ha penetrado la cultura del continente.
o El cristianismo ofrece una religiosidad que alimenta la vida de nuestros pueblos.
o Los católicos siguen siendo una inmensa mayoría.
– Pero algo está cambiando. El Papa Benedicto dijo al inicio de la Conferencia: Se percibe (…) un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo, al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de religiones animistas y de nuevas expresiones seudoreligiosas (nº 2).

– La constatación de esta especie de fatiga, en principio amenazante para la cultura del continente y el futuro de la Iglesia Católica en el mundo, merece ser discernida. Si efectivamente Dios actúa en la historia, y Dios es trascendente al catolicismo, los cambios pueden abrir nuevas posibilidades.

– Globalización

– Este fenómeno se inscribe en uno mayor, el de la globalización, y se debe a él en buena medida.
– La interacción recíproca entre los más diversos modos de ser hombre, a una velocidad impresionante y a través de medios nunca imaginados sorprende, espanta y remueve los cimientos de la identidad colectiva y personal hasta lo más profundo.
– La pobreza y la injusticia endémicas de América Latina son barajadas en nuevos registros.
– La religiosidad experimenta mutaciones importantes.
– La Iglesia Católica evangeliza en un proceso de acelerada desevangelización: desinterés por los sacramentos (caen el bautismo y el matrimonio; la reconciliación tiende a desaparecer; no hay sacerdotes suficientes para celebrar la eucaristía; el orden sacerdotal se mira con sospecha); secularismo, hedonismo, indiferentismo, proselitismo, de los que habla el Papa, socavan el sustrato católico de la cultura; pérdida de autoridad de los pastores a causa de un clericalismo que no se soporta o de enseñanzas que son percibidas como irracionales; éxodo de fieles a iglesias pentecostales, absorción de nuevas ideas religiosas y ambiente de “cisma emocional”.

– El Documento de Aparecida, a propósito del desgate del catolicismo, sostiene que, en la sociedad del conocimiento, en tiempos de globalización, las personas necesitan mucho más información para funcionar, pero a la vez sufren la fragmentación de la información política, económica, científica, etc., resultándoles muy difícil unir tanta información y no frustrarse.
o El discernimiento de este “signo de los tiempos” se apoya firme en las ciencias sociales, pero no se reduce a ellas.
o El texto recuerda que Dios debe seguir constituyendo el fundamento de la unidad de la vida humana.
o Pero el problema es hoy aún mayor.
– En la medida que la transmisión de la fe de una generación a otra es alterada por estos fenómenos, el catolicismo latinoamericano tradicional ha comenzado a diluirse.
– Y, aunque el Documento no lo diga, las autoridades de la Iglesia en una sociedad pluralista y democrática no logran representar la unidad que, en nombre de Dios, están llamadas a fomentar.
o La misma institución eclesial tiende a ser desplazada de la arena pública.
o Sus noticias no son noticia.
o Una sociedad que funciona en otros registros parece no necesitar de una autoridad superior que la unifique.

2.- Propuesta de un “encuentro con Cristo”

– Aparecida nos manda a misionar.
o Debemos plantearnos seriamente cómo nos convertiremos en misioneros.
o Si Dios ha hablado, la Iglesia latinoamericana entera tendrá que renunciar a su complacencia, revisar las modalidades pastorales que impiden la acogida del Evangelio y crear otras nuevas que lo hagan posible.

– La convicción básica de la Conferencia es que no se puede ser misionero si no se es discípulo y, por otra parte, que ningún discípulo puede eximirse de la misión, porque el mandato de anunciar a Jesucristo a todas las naciones está inscrito en su bautismo (Mt 28, 19).

– La novedad de este planteamiento estriba en que, en las actuales circunstancias, el discípulo-misionero o el misionero-discípulo, no podrá ser tal si no tiene un encuentro personal y comunitario con Jesucristo (11).
o Ya lo decía documento Síntesis: “La alternativa crucial es ésta: o nuestra tradición católica y nuestras opciones personales por el Señor arraigan más profundamente en el corazón de las personas y de los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante, como encuentro vivificante y transformador con Cristo, y se manifiesta como novedad de vida en todas las dimensiones de la existencia personal y la convivencia social, o corre el riesgo de seguir dilapidándose, empobreciéndose y diluyéndose en vastos sectores de la población, lo que sería una pérdida dramática para el bien de nuestros pueblos y para toda la catolicidad” (DS nº 15).
o Sin un encuentro vivificante con Cristo, la fe cristiana corre el riesgo de seguir erosionándose y diluyéndose de manera creciente en diversos sectores de la población (DC 13).

– Años atrás Karl Rahner, teólogo importante del Concilio Vaticano II, había afirmado: “el cristiano del siglo XXI será místico o no será cristiano”.
o Lo que ha valido para el catolicismo ilustrado occidental, vale también para nuestro continente.
§ La tradición cultural cristiana que ha marcado a fuego nuestra identidad, no basta a sujetos que creen poder elegirlo todo.
§ Si estos no eligen a Jesús como el único Señor al que vale la pena consagrarle la vida, difícilmente aceptarán que la Iglesia los elija a ellos como discípulos de Cristo y encauce sus vidas para lograrlo.

– La expresión “encuentro” para referirse a la experiencia espiritual es especialmente rica.
o El encuentro con Dios en uno como nosotros, el hombre Jesús y nuestro hermano, en quien se generan relaciones comunitarias simétricas y fraternas, constituye un modo muy feliz de hablar de la experiencia cristiana de Dios.
§ La experiencia de Dios como “encuentro” con Cristo tiene un anclaje antropológico que orienta aún mejor lo que Aparecida nos pide.
§ Podemos decir que “encuentro” alude a lo que puede ocurrir entre dos personas.
• Así de simple y hermoso.
• Así de complejo y peligroso.
§ Cuando el encuentro es tal que ambas personas se constituyen una a partir de la otra, se abre naturalmente a la amistad de terceras personas, constituye una comunidad y permite reconocer la comunidad que, tal vez imperceptiblemente, sostenía y posibilitaba estas relaciones.

– Para Aparecida, el “encuentro con Cristo” recuerda el llamado y la elección que hizo Jesús de sus primeros discípulos:
o Llamado a vincularse estrechamente con él, para que conocieran el misterio del reino y para que compartieran su misión de anunciar su advenimiento.
o El impacto que produjo Jesús en sus discípulos produjo en ellos una respuesta libre. El amor de Jesús por ellos los convirtió en amigos y hermanos suyos, y los impulsó a misionar.

– Esta primera experiencia de Cristo, después de la resurrección de Jesús ha abierto un acceso trinitario a Dios.
o En la experiencia cristiana de Dios el Padre tiene la iniciativa: El sale a nuestro encuentro en su Hijo y por el Espíritu.
o Cristo es el “camino, la verdad y la vida”. Jesucristo, su reino y su muerte en cruz, constituye el modelo de la vida cristiana.
o El Espíritu, por su parte, hizo que Jesús se relacionara con el Padre en la oración y el discernimiento de su voluntad.
o El Espíritu nos ha revelado que Jesús es el Hijo y que Dios es el Padre de Jesús y nuestro Padre.
o El Espíritu guía a los cristianos como “maestro interior”.

– El Documento de Aparecida indica dónde podremos encontrar a Cristo.
o En la escucha de la Palabra, en la participación en la Eucaristía, en la oración, en María, en los santos, en la religiosidad popular…
o Todo queda supeditado, sin embargo, a un encuentro que, para ser cristiano, debe ser insustituiblemente personal.
§ Puede faltar quien anuncie la Palabra, puede faltar quien celebre la Eucaristía, pero no puede faltar el encuentro con el prójimo.
§ La Palabra y la Eucaristía apuntan a un encuentro de los hombres en Cristo.
• La lectura de la Palabra tiene fuerza misionera extraordinaria.
• En torno a ella se han creado comunidades cristianas de todo tipo, en diversos sectores sociales, cuyo centro lo constituye el compartir las personas su vida.
• También la Eucaristía tiene una razón de ser misionera.
• En ella se da por excelencia la vida compartida entre hermanos en Cristo y con Cristo, que los reúne en un mismo Padre en virtud del Espíritu de amor y de comunión universal.
o Pero nada puede reemplazar el encuentro con Cristo en el prójimo, particularmente en el pobre.

– El encuentro con Cristo en el prójimo recuerda la índole eclesial de una experiencia cristiana auténtica.
o Este es precisamente el desafío ulterior.
§ No basta decir que la evangelización depende exclusivamente del “encuentro” con Cristo.
§ Es posible que a futuro se pierda la posibilidad de una experiencia de Dios en Cristo si no se realizan ajustes eclesiales mayores.
o Dicho de otra forma, sin cambios la transmisión de la fe a la siguiente generación y la proclamación misionera de Jesucristo a los que nunca han creído en él, es impensable.

– Por tanto, la atención a los “signos de los tiempos” en la que se haya la Iglesia en Aparecida, constituye una oportunidad muy favorable para preguntarle al Señor qué Iglesia facilitará, encausará y custodiará mejor aquel “encuentro” con Cristo del que depende el futuro cristiano de América Latina.

3.- El Cristo de Aparecida

El Cristo de la vida

– El Cristo que sale a nuestro encuentro y que los cristianos debe salir a buscar es, según Aparecida, el Cristo de la vida y del reino.

– El título de la V Conferencia tiene por título: “Discípulos y misioneros de Jesucristo para que nuestros pueblos tengan en Él vida”.
o Cuando se solicitó a Benedicto XVI la celebración de esta conferencia el mismo Papa añadió el “en Él”.
o Con este añadido entendemos que no se trata de la vida sin más, sino de la vida que es Cristo y que Cristo comunica a sus discípulos.

– Es así que la vida de Cristo que Aparecida resalta es sobre todo la vida eterna.
o Jesús es la puerta de la vida.
o Jesús comparte con nosotros la vida que él comparte con su Padre en el Espíritu, consistente en el amor.
o Así Jesús, el primer evangelizador, constituye él mismo el Evangelio de la vida divina que el Padre quiere comunicarnos.
o Los cristianos acceden a esta vida eterna por medio de la eucaristía.
– Esta vida eterna que Jesús mismo es, prospera en el mundo como salvación de situaciones inhumanas de vida, en contra del pecado y de la muerte.
o “Jesús es respuesta de vida ante el sinsentido, el subjetivismo hedonista, la despersonalización, la exclusión, las estructuras de muerte y la naturaleza amenazada” ( 124-128).
o Cristo en cuanto vida eterna no constituye ninguna evasión de este mundo.
§ Para Aparecida el reino de vida exige servir a los pobres y desarrollar estructuras sociales más justas.

– Cristo, en este sentido, es vida integral.
o El quiere nuestra felicidad.
o La vida nueva de Jesucristo toca al ser humano entero y desarrolla en plenitud la existencia human, la de todos los hombres y en todos sus aspectos.
o De aquí que sea necesaria la comunión fraterna y justa, la transformación de las relaciones sociales, para que esta vida alcance efectivamente la plenitud de Cristo

El Cristo del reino para los pobres y para todos

– El reino se hace presente en Jesús: en su persona Dios hace hijos a todas sus criaturas.
– El reino de Dios es un reino de vida que ha de anunciarse a todas las naciones.

– Aparecida recuerda que, al encarnarse, el Hijo de Dios nace en un pesebre, asumiendo una condición humilde y pobre.
o Desde entonces Jesús es “pobre como ellos y excluido entre ellos”.

– La V Conferencia confirma la índole cristológica de la opción por los pobres.
o En tres oportunidades el Documento detalla in extenso cuáles son hoy los rostros latinoamericanos que merecen una atención especial (65, 402, 407-430).
§ Estos son los rostros de Cristo.
§ Un cristiano no puede eludirlos.
o Afirma el texto: El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo. De la contemplación de su rostro sufriente en ellos y del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo nos revela, surge nuestra opción por ellos (257).
o Los pobres remiten a Cristo, porque es Cristo que se identifica con ellos: todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo (393).

– Según Aparecida hay muchas maneras de ser pobre en América Latina.
o La importancia dada a los innumerables rostros de pobres corre en paralelo a la convicción de Aparecida –presente de punta a cabo en el Documento- acerca del carácter “no-optable” de la “opción”.
o No hay cristianismo que pueda esquivar la mirada del Cristo pobre porque es precisamente esta la primera mirada que debiera captar nuestra atención.

– El sello misionero último del encuentro con Cristo lo pone el encuentro con el hombre despojado y abandonado en el camino.
o Pues ocurre que, de hecho, la escucha de la Palabra y con mayor razón la participación en la Eucaristía no están a la mano de tantos bautizados latinoamericanos.
§ La Iglesia no tiene capacidad pastoral para atender tantas necesidades.
o Y, por otra parte, ella queda atrapada en las decisiones que ha tomado para custodiar ese encuentro con Cristo.
§ La misa incluye y excluye.
o La indicación de Aparecida de encontrar el rostro de Cristo en el rostro del pobre, libera a la Eucaristía de convertirse en una reunión de privilegiados.
– El amor a los pobres salva a la Iglesia de sus propios límites y la encamina a su misión universal.

Encuentro con Cristo I (Aparecida)

EL “ENCUENTRO CON CRISTO”: CLAVE DE LA FORMACIÓN DEL DISCIPULO Y MISIONERO SEGÚN APARECIDA

Punta de Tralca, 26 diciembre de 2007´
Religiosas del Sagrado Corazón

a) Aparecida tendrá que ser reconocida como la conferencia de la “espiritualidad”. Más precisamente, la conferencia que promueve un “encuentro con Cristo”, es decir, una espiritualidad cristocéntrica.
b) Las orientaciones que la conferencia da para la “formación” de los discípulos y misioneros, se orientan a provocar o facilitar la experiencia de un “encuentro con Cristo”, a madurar en esta experiencia y a compartirla con los demás.

A. El “encuentro con Cristo”

1.- Contexto de Aparecida

– Debilitamiento del catolicismo latinoamericano

– Los diagnósticos coinciden: el catolicismo se debilita. Lo detectaba el Documento de Participación preparatorio de la Conferencia y documentos regionales que reaccionaron a este. Lo subraya con fuerza la Síntesis que reúne el parecer de todas las iglesias.

– En el presente concreto de América Latina, el mandato de Aparecida a misionar dice relación con una percepción de desgaste del catolicismo latinoamericano.
o La fe cristiana ha penetrado la cultura del continente.
o El cristianismo ofrece una religiosidad que alimenta la vida de nuestros pueblos.
o Los católicos siguen siendo una inmensa mayoría.
– Pero algo está cambiando. El Papa Benedicto dijo al inicio de la Conferencia: Se percibe (…) un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo, al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de religiones animistas y de nuevas expresiones seudoreligiosas (nº 2).

– La constatación de esta especie de fatiga, en principio amenazante para la cultura del continente y el futuro de la Iglesia Católica en el mundo, merece ser discernida. Si efectivamente Dios actúa en la historia, y Dios es trascendente al catolicismo, los cambios pueden abrir nuevas posibilidades.

– Globalización
– Este fenómeno se inscribe en uno mayor, el de la globalización, y se debe a él en buena medida.
– La interacción recíproca entre los más diversos modos de ser hombre, a una velocidad impresionante y a través de medios nunca imaginados sorprende, espanta y remueve los cimientos de la identidad colectiva y personal hasta lo más profundo.
– La pobreza y la injusticia endémicas de América Latina son barajadas en nuevos registros.
– La religiosidad experimenta mutaciones importantes.
– La Iglesia Católica evangeliza en un proceso de acelerada desevangelización: desinterés por los sacramentos (caen el bautismo y el matrimonio; la reconciliación tiende a desaparecer; no hay sacerdotes suficientes para celebrar la eucaristía; el orden sacerdotal se mira con sospecha); secularismo, hedonismo, indiferentismo, proselitismo, de los que habla el Papa, socavan el sustrato católico de la cultura; pérdida de autoridad de los pastores a causa de un clericalismo que no se soporta o de enseñanzas que son percibidas como irracionales; éxodo de fieles a iglesias pentecostales, absorción de nuevas ideas religiosas y ambiente de “cisma emocional”.

– El Documento de Aparecida, a propósito del desgate del catolicismo, sostiene que, en la sociedad del conocimiento, en tiempos de globalización, las personas necesitan mucho más información para funcionar, pero a la vez sufren la fragmentación de la información política, económica, científica, etc., resultándoles muy difícil unir tanta información y no frustrarse.
– Y, aunque el Documento no lo diga, las autoridades de la Iglesia en una sociedad pluralista y democrática no logran representar la unidad que, en nombre de Dios, están llamadas a fomentar.
o La misma institución eclesial tiende a ser desplazada de la arena pública.
o Sus noticias no son noticia.
o Una sociedad que funciona en otros registros parece no necesitar de una autoridad superior que la unifique.
– El problema mayor para la evangelización: en la medida que la transmisión de la fe de una generación a otra es alterada por estos fenómenos, el catolicismo latinoamericano tradicional ha comenzado a diluirse.

2.- Propuesta de un “encuentro con Cristo”

– Aparecida nos manda a misionar.
o Debemos plantearnos seriamente cómo nos convertiremos en misioneros.
o Si Dios ha hablado, la Iglesia latinoamericana entera tendrá que renunciar a su complacencia, revisar las modalidades pastorales que impiden la acogida del Evangelio y crear otras nuevas que lo hagan posible.

– La convicción básica de la Conferencia es que no se puede ser misionero si no se es discípulo y, por otra parte, que ningún discípulo puede eximirse de la misión, porque el mandato de anunciar a Jesucristo a todas las naciones está inscrito en su bautismo (Mt 28, 19).

– La novedad de este planteamiento estriba en que, en las actuales circunstancias, el discípulo-misionero o el misionero-discípulo, no podrá ser tal si no tiene un encuentro personal y comunitario con Jesucristo (11).
o Ya lo decía documento Síntesis: “La alternativa crucial es ésta: o nuestra tradición católica y nuestras opciones personales por el Señor arraigan más profundamente en el corazón de las personas y de los pueblos latinoamericanos como acontecimiento fundante, como encuentro vivificante y transformador con Cristo, y se manifiesta como novedad de vida en todas las dimensiones de la existencia personal y la convivencia social, o corre el riesgo de seguir dilapidándose, empobreciéndose y diluyéndose en vastos sectores de la población, lo que sería una pérdida dramática para el bien de nuestros pueblos y para toda la catolicidad” (DS nº 15).
o Sin un encuentro vivificante con Cristo, la fe cristiana corre el riesgo de seguir erosionándose y diluyéndose de manera creciente en diversos sectores de la población (DC 13).

– Años atrás Karl Rahner, teólogo importante del Concilio Vaticano II, había afirmado: “el cristiano del siglo XXI será místico o no será cristiano”.
o Lo que ha valido para el catolicismo ilustrado occidental, vale también para nuestro continente.
§ La tradición cultural cristiana que ha marcado a fuego nuestra identidad, no basta a sujetos que creen poder elegirlo todo.
§ Si estos no eligen a Jesús como el único Señor al que vale la pena consagrarle la vida, difícilmente aceptarán que la Iglesia los elija a ellos como discípulos de Cristo y encauce sus vidas para lograrlo.

– La expresión “encuentro” para referirse a la experiencia espiritual es especialmente rica.
o El encuentro con Dios en uno como nosotros, el hombre Jesús y nuestro hermano, en quien se generan relaciones comunitarias simétricas y fraternas, constituye un modo muy feliz de hablar de la experiencia cristiana de Dios.
§ La experiencia de Dios como “encuentro” con Cristo tiene un anclaje antropológico que orienta aún mejor lo que Aparecida nos pide.
§ Podemos decir que “encuentro” alude a lo que puede ocurrir entre dos personas.
• Así de simple y hermoso.
• Así de complejo y peligroso.
§ Cuando el encuentro es tal que ambas personas se constituyen una a partir de la otra, se abre naturalmente a la amistad de terceras personas, constituye una comunidad y permite reconocer la comunidad que, tal vez imperceptiblemente, sostenía y posibilitaba estas relaciones.

– Para Aparecida, el “encuentro con Cristo” recuerda el llamado y la elección que hizo Jesús de sus primeros discípulos:
o Llamado a vincularse estrechamente con él, para que conocieran el misterio del reino y para que compartieran su misión de anunciar su advenimiento.
o El impacto que produjo Jesús en sus discípulos produjo en ellos una respuesta libre. El amor de Jesús por ellos los convirtió en amigos y hermanos suyos, y los impulsó a misionar.

– Esta primera experiencia de Cristo, después de la resurrección de Jesús ha abierto un acceso trinitario a Dios.
o En la experiencia cristiana de Dios el Padre tiene la iniciativa: El sale a nuestro encuentro en su Hijo y por el Espíritu.
o Cristo es el “camino, la verdad y la vida”. Jesucristo, su reino y su muerte en cruz, constituye el modelo de la vida cristiana.
o El Espíritu, por su parte, hizo que Jesús se relacionara con el Padre en la oración y el discernimiento de su voluntad.
o El Espíritu nos ha revelado que Jesús es el Hijo y que Dios es el Padre de Jesús y nuestro Padre.
o El Espíritu guía a los cristianos como “maestro interior”.

– El Documento de Aparecida indica dónde podremos encontrar a Cristo: en la Palabra, la Eucaristía, en las comunidades, en María, en la religiosidad popular y en el prójimo (pobre).

– El encuentro con Cristo en el prójimo recuerda la índole eclesial de una experiencia cristiana auténtica.
o Este es precisamente el desafío ulterior.
§ No basta decir que la evangelización depende exclusivamente del “encuentro” con Cristo.
§ Es posible que a futuro se pierda la posibilidad de una experiencia de Dios en Cristo si no se realizan ajustes eclesiales mayores.
o Dicho de otra forma, sin cambios la transmisión de la fe a la siguiente generación y la proclamación misionera de Jesucristo a los que nunca han creído en él, es impensable.

– Por tanto, la atención a los “signos de los tiempos” en la que se haya la Iglesia en Aparecida, constituye una oportunidad muy favorable para preguntarle al Señor qué Iglesia facilitará, encausará y custodiará mejor aquel “encuentro” con Cristo del que depende el futuro cristiano de América Latina.

3.- Cristología de Aparecida

Cristo vida plena

– Ya en el título que llevaría la V Conferencia se nos había indicado que el tema de la vida habría de ser clave.

– El foco de todo el documento es el encuentro con “Cristo vivo”.
o Con las palabras del Papa: “Es necesario que los cristianos experimenten que no siguen a un personaje de la historia pasada, sino a Cristo vivo, presente en el hoy y el ahora de sus vidas. Él es el Viviente que camina a nuestro lado, descubriéndonos el sentido de los acontecimientos, del dolor y de la muerte, de la alegría y de la fiesta, entrando en nuestras casas y permaneciendo en ellas, alimentándonos con el Pan que da la vida” .

– En estos términos el Cristo de Aparecida es una “buena noticia”. La persona de Jesucristo en sí misma, su vida divina comunicada humanamente a nosotros, constituye la salvación.

– Se subraya que Jesucristo es la vida eterna: la vida divina que el Hijo quiere compartir con la humanidad de parte de Dios prevalecerá en los que creen en él.

– La vida eterna del Hijo, sin embargo, no se comprende independientemente de la vida que Jesús comunicó a diversa suerte de pobres. La vida eterna se anticipa por la praxis compasiva de Jesús, porque no consiste en otra cosa que en la eternidad del amor.

– Aparecida entiende la salvación como vida que supera las condiciones inhumanas en que viven los más pobres. El amor cristiano, en palabras del Papa “invita a todos a suprimir las graves desigualdades sociales y las enormes diferencias en el acceso a los bienes” .

El Cristo del reino

– Aparecida promueve un “encuentro con Cristo”, a quien considera la vida plena y a quien identifica con el reino de Dios.
o En ambos casos la salvación se concentra en la persona de Jesús, Cristo e Hijo de Dios.
o En ambos casos, la centralidad de la persona de Jesús no anula, sino que exige explicitar las consecuencias interpersonales, sociales e históricas de la salvación cristiana.

– El Evangelio tiene un carácter fundamentalmente personal.
o En Cristo Dios se da en persona a todos los hombres y todos los pueblos.
o Él es el “Dios de rostro humano” .
o Esta Buena Nueva, por otra parte, responde a las necesidades más hondas de la humanidad.

– El carácter personal del reino de Dios, sin embargo, exige una mediación recíproca entre Jesús y el pobre. Para Aparecida en el rostro de Jesús descubrimos el rostro del pobre y en el rostro del pobre se nos manifiesta el rostro de Jesús.

– “Pobre” hoy en América Latina y el Caribe debiera ser un concepto análogo y no confuso. Aparecida misma ofrece un primer analogado en palabras estremecedoras: “ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social. Con ella queda afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está abajo, en la periferia o sin poder, sino que se está afuera. Los excluidos no son solamente ‘explotados’ sino ‘sobrantes y “desechables’”.

– De aquí que Aparecida renueve la opción por los pobres lo cual tiene enorme importancia. Decir que el Hijo de Dios se hizo hombre equivale a decir que “el Hijo de Dios se hizo pobre” . Cuarenta años después de Medellín, la V Conferencia asegura la índole cristológica de la opción por los pobres.

B. La Formación

– La sección clave está en el capítulo 6. Los números más importantes: 276-284.

1.- Claves

a) Cambios en el paradigma de la espiritualidad:
– Centralidad de Cristo: “Encuentro con Cristo”.
– De la imitación y de la santidad, al seguimiento.
– De la dirección espiritual al acompañamiento espiritual.

b) Respeto de la historicidad de las personas
– La conversión como un proceso de toda una vida (“camino largo”).
– La vocación como un llamado estrictamente “personal” de Dios (por el “nombre”).
– La necesidad de una pastoral diferenciada de acuerdo a la realidad de las edades y condición de las personas.
– Necesidad de formación permanente: a través de catequesis y sacramentos.

2.- Insistencias

a) Formación de discípulos y misioneros:
– ¿cómo se forma un misionero?
– ¿cómo se forma a un “formador” de misioneros (laico, religiosa, sacerdote)?
b) Necesidad absoluta de una comunidad: ¿qué comunidad es realmente “formadora”?

Cambios en la religiosidad

Numerosos estudios detectan un cambio en la religiosidad. La que algún experto ha llamado “metamorfosis de lo sagrado”, sería de magnitud equivalente a la mutación religiosa que ocurrió en torno al siglo VI a. C., en India, China, Persia, Grecia e Israel, consistente en el paso de una conciencia religiosa cósmica y colectiva a una más reflexiva y personal.

La transformación actual de la religiosidad es parte de un fenómeno cultural que el informe chileno del PNUD 2002 denomina “individualización”. Esta impulsaría a los individuos a decidir por sí mismos en qué creer y a elegir libremente sus prácticas religiosas. La sociedad actual ofrece una pluralidad de posibilidades (literatura espiritual y de autoayuda, conocimiento de otras cosmovisiones, adhesión a creencias esotéricas, etc.), con la cual los sujetos elaboran su propia síntesis religiosa. Llevada al extremo, la individualización desemboca en una privatización de la religiosidad, en una actitud crítica ante las tradiciones y las autoridades eclesiásticas, pudiendo también concluir en la indiferencia o la deserción.

¿Cómo juzgar esta transformación? Hay que reconocer el valor que tiene el despliegue de la libertad personal. La gente quiere ser protagonista. No por un puro capricho, los fieles desean que se respete su conciencia. En lo hondo de esta demanda de autonomía suele haber mucha angustia e impotencia, la impresión de desamparo en una sociedad implacable y la urgencia de respuestas nuevas a problemas nuevos.

Pero no está claro que las personas puedan inventar individualmente lo que la humanidad sólo ha encontrado en común. Las iglesias son necesarias para que los individuos encaucen, corrijan y confirmen su fe. Sin su conducción, el ejercicio de la libertad religiosa suele acabar en los más raros o penosos extravíos.

Por esto mismo, cabe preguntarse si la individualización religiosa en curso no tiene que ver con que las personas no están encontrando en sus iglesias las ayudas intelectuales, emocionales, prácticas y místicas que necesitan para experimentar a Dios y ordenar su vida de acuerdo a Su voluntad.

Opino que, ante una desorientación cultural creciente, se ofrece a las iglesias una oportunidad única de acoger a tantas personas que buscan el valor trascendente de sus vidas. Pero no cualquier acogida sirve. Todo lo que se haga por darles espacio como protagonistas dotados de inteligencia y libertad, que puedan participar creativamente en la solución de sus dilemas morales, en el culto y en la organización de sus comunidades eclesiales, debiera contribuir en la dirección correcta.

Cuestión de oración

La sola palabra “oración” nos pone nerviosos. En muchos, oración sabe a Edad Media, esa era lejana que extiende sus tentáculos hasta nuestros días, asfixiándonos. En otros, atiza el instinto que busca “algo más” entre los imperativos intrascendentes de la Modernidad. La oración no nos deja indiferentes, aunque no a todos. A muchos posmodernos entretenidos en cosas varias o aburridos ya de ellas, les llama la atención a ratos y luego les da lo mismo.

La oración es palabra mayor. Gandhi liberó la India porque rezó. Jesús no fue Jesús sin su Padre y sin las montañas. Fueron hombres auténticos, abnegados, grandes porque hicieron contacto íntimo con el Amor a la humanidad. La Madre Teresa y sus mujeres han vivido el despojo completo, porque sólo tuvieron en propiedad una capilla donde componer un mundo recogido a pedazos.

¿Valdrá la pena que Chile quede en la historia de la humanidad? ¿Cómo? ¿De cualquier manera? Nuestra sed de reconocimiento acusa una tremenda carencia de interioridad. La oración nos ayudará a prescindir de “la galería” para abocarnos a la noble misión de ser simplemente humanos.

La vocación mística de Chile

Chile, pueblo joven de raíces poco profundas, es vulnerable como nunca a los medievalistas, modernistas, posmodernistas y toda ralea de mercaderes. Esta raza minoritaria aunque orgullosa se empina con los mayores, pero olvida lo principal. ¡Aquí falta un alma!, dirá Huidobro. Conforme los cambios históricos se aceleran, no hemos podido sustraernos a la tentación de refugiarnos en el moralismo retrógrado, de subirnos sin discreción al carro del progreso o afirmarnos como adolescentes en un presente de tono literario. No hemos alcanzado la adultez para vivir de un modo creativo el vértigo de pertenecer a todas las dimensiones de la temporalidad, y a la muerte. Si hasta ahora no hemos sido capaces, ¿qué asegura que podremos librarnos del matonaje variopinto que nos inhibe? ¡Vivimos aterrados! ¿Haremos de nuestra pasión un estilo o seguiremos extraviados en los vericuetos del resentimiento? Recuperamos la democracia: ¡qué alegría!, pero la política sirve cuando sirve a aquellas cosas que no se negocian. ¿Cuáles?

Si no fuera por nuestros poetas no sabríamos cuáles. Pero los nuestros han sido poetas porque, si no rezaron, contemplaron. No sé si Neruda rezó. Puedo imaginar a la Mistral con una plegaria en las entrañas, empollando versos piadosos. Neruda estuvo absorto en las rocas y los caracoles, el cielo y las muchedumbres. Se hizo a todas las cosas, fue todas ellas. Si no rezó, hizo algo muy parecido: estuvo en el Origen y fue original. La mística es la madre de la poesía porque es la madre de la autenticidad. A más contemplación, mayor creatividad y mejor poesía. No se trata de que todos seamos poetas, ni tampoco que sólo los poetas atinen con nuestro sino, pero a los chilenos los poetas nos revelan el alma y la vocación. Lo hacen, en la medida que, superando el miedo, principalmente un inveterado complejo de inferioridad, han soñado una historia propia. Lo han hecho pero no siempre, pues también ellos cuando no miraron a Francia para convertirnos en franceses se hurguetearon el ombligo y despreciaron a América Latina.

Dificultad de la oración

La buena poesía cuesta porque es difícil contemplar.

No es fácil orar. La hondura espiritual es una cualidad que se desarrolla sólo cuando se ejercitan los sentidos, sintiendo infinitas veces hasta sentir el sentido que nos promueve y haciéndole caso. A veces toma treinta minutos, una hora entera, recoger piedras en una playa desierta hasta que las piedras sueltan el habla. Discernir las piedras, escudriñar los periódicos, los noticiarios, examinar las motivaciones de la acción y ungir la acción con amor… La cuestión es dejar resonar el mundo con toda su bulla en la concavidad del espíritu, permitirle afectarnos, para volver sobre el mundo como el ceramista contra la greda. Es esencial el silencio. La inclinación natural será saturar los pocos espacios callados que tenemos con televisión, con trabajo. La soledad, aunque duele, es la principal condición de la individualidad y de la configuración personal del entorno.

La oración cuesta porque somos flojos y preferimos copiar. La copia comienza en la escuela, se afina en la universidad y se perfecciona en la asimilación irreflexiva de todas las modas. Las ideologías y el dogmatismo son cristalizaciones de la flojera, del miedo a la libertad y a la apertura de la historia a todas las posibilidades, incluido su fracaso. Ni la oración misma se libra de la corrupción. Su desprestigio también tiene que ver con la holgazanería de los conventos. La formidable fuga mundi que desde el origen de la vida religiosa se regenera sucesivamente a lo largo de los siglos, es la madre de la oración exterior, descomprometida, mecánica, repetitiva, fría, impersonal e impermeable a la voz de Dios que llama a hacerse cargo del mundo con libertad y solidaridad. Esta oración es la causa de la separación entre la vida y la fe, separación que por lo mismo es causa próxima del ateísmo práctico de los que se dicen cristianos sin serlo y causa remota del ateísmo contemporáneo que reacciona ante semejante incongruencia. Gracias a Dios las congregaciones religiosas, hace ya rato pero no sin cambiar su modo de rezar, están purificando con su fuga mundi un compromiso todavía más profundo con el mismo mundo.

También se reza mal cuando usamos la religión para vanagloriarnos ante Dios y acusar a los otros. Jesús cuenta el caso de un hombre religioso que subió al templo y decía: “Gracias, Señor, porque no soy como los demás, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este cobrador de impuestos”. Mientras el religioso se jactaba de hacerlo todo bien, el cobrador de impuestos, en la última banca del templo, los ojos por el suelo, arrepentido confesaba su villanía. Este captó la simpatía de Jesús y no el fariseo.

Pistas de oración

Jesús desenmascaró la faramalla de oración. Razón tuvieron los fariseos para convertirse en sus principales enemigos. Jesús los llamó hipócritas, en griego también “teatreros”. Estos pretendían apoderarse del favor de Dios con su religiosidad complicada, sus ayunos ostentosos, sus plegarias públicas, y marginando a los pecadores. Jesús hizo todo lo contrario: se confundió con los pecadores e invitó a orar a puertas cerradas, con sinceridad. Jesús quiso que sus discípulos compartieran a su Abbá, “papito Dios”, un Dios cuyo Espíritu libertario y tierno provocaba en Él mismo y espontáneamente parábolas de alabanza y de ofrenda para encantar a sus adversarios con la bondad de su reino. Jesús fue un poeta.

La mística cristiana consiste en el amor. No en la alucinación intimista ni siquiera en la piedad litúrgica. El amor nos libera del miedo que nos metieron, cauteriza las heridas que nos hemos infligido unos a otros. Libera sobre todo para bendecir a Dios más con obras que con palabras. El amor en la oración imagina una tierra nueva y más justa; mucho más tiene que ver con la observancia de los derechos humanos, con la superación de la pobreza extrema, que con la proliferación de las estampitas. La mística cristiana acaba con la separación pagana entre lo sagrado y lo profano: cuando Jesús recapitule todas las cosas, la hostia no será más sagrada que el pan común y corriente. La Eucaristía está incompleta, decía Pedro Arrupe,  mientras haya hambre en el mundo.

¿Cómo rezar? Hay una sola oración: la propia. Cuando se trata de rezar, todo intento alcanza su objetivo, cada murmullo, cualquier braceo es ya oración. Se reza con la boca, con las manos, con los ojos, sin los ojos. Con rosario o con los dedos. Con tristeza o con alegría, con paz o con rabia, porque sí y porque no. En la iglesia y en la micro. Todo sirve. Nada sirve. Hay sacerdotes que ayudan a rezar. Hay otros que estorban. Se reza para demoler y para construir. Con La Vida Nueva de Zurita podríamos prepararnos a la celebración de la Semana Santa. Cada época tiene su oración. En la nuestra, habría que preguntar a U2, maestros en música y humanidad, cómo lo harían ellos. La Biblia inspira todas las épocas.

En la oración, como en el sueño, emerge el mundo inconsciente y emocional. En ella no cabe la censura, pues el que reza saca una vida alternativa de la ambigüedad y confusión que lo habitan. Rezando sobrevivimos el mes completo con la mitad del sueldo; imaginamos que los enemigos quieren besarnos; baleamos al sujeto que nos quita el estacionamiento y nos arrepentimos; devolvemos Antofagasta a los bolivianos y no nos arrepentimos; acatamos y transgredimos los Diez Mandamientos; soñamos que los cables de poesía entre Chile y Jesús hacen saltar todas las veredas… Todo es posible, hasta elegir la actitud evangélica con que enfrentaremos la jornada, hasta reconocer entre tanto ruido la voz de Dios.

Es que la oración es diálogo, no monólogo. No es ejercicio narcisista frente a un espejo: rendición de cuentas ante el “superyo”. La oración está bien encaminada cuando se dirige al Tú que se ama porque nos ama, nos cambia y cree en nosotros. Por eso ninguna alabanza es más alta que la oración agradecida de quien remonta los motivos de su amargura. Y ninguna confesión tan sincera como la del que, en vez de echarle la culpa al empedrado, declara con una mano en el pecho: “Perdóname, Señor, porque no sé lo que hago”.

Que el Espíritu nos sacuda e incorpore para inventar el camino hacia la Patria. Amén.

Pub: “Cuestión de oración”, La Epoca, Temas, p. 15, 5 de abril, 1998.

Diversos carismas en la Universidad Católica

Nos hemos reunido diversas espiritualidades cristianas presentes en la Universidad Católica con la intención de “remar juntos”. Queremos mirar el futuro para enfrentarlo de acuerdo al carisma particular de cada uno. Nos hemos reunido algunos, en realidad somos muchos más. No somos los más importantes. Tampoco los mejores. Lo que importa es que la Iglesia sea “católica”, es decir, plural en su fidelidad a Cristo y universal en su deseo de hacer de este mundo el reino de Dios. Lo mejor que puede suceder es que con la creatividad de Cristo y con la libertad que gesta en nosotros su Espíritu podamos inventar “la tierra nueva y los cielos nuevos” según el querer de nuestro Padre.

¿Por qué diversos carismas? La Iglesia puede rastrear en su propia historia cómo se fueron dando innumerables versiones del cristianismo. Los cristianos de las diversas épocas debieron discernir los signos de su tiempo para responder con fantasía a la voluntad de Dios. En el fondo de esta historia la Iglesia encuentra en la Sagrada Escritura y en su propia Tradición las razones teológicas de tanta variedad. ¿No sería más fácil que todos fuéramos franciscanos? ¿No bastaría imitar al santo más fascinante de todos los tiempos? De ninguna manera, ¡qué aburrido! Si hubiera que hacer un resumen de resumen de las razones teológicas que impiden la uniformidad, yo diría que Dios, que nuestro Dios no es autorreferente y menos autista. Dios es trino, en Dios cabe la diversidad. El Padre no se ama a sí mismo más que amando a su Hijo y, en su Hijo, al mundo que ha creado y que pretende transfigurar porque lo ama de veras, y no por aparentar tolerancia. Si Dios no es autorreferente, si hay espacio para el juego en Dios, no hay una sola manera de ser hombre ni una sola manera de ser cristiano. Si hay algo típico del cristianismo es la multiplicidad de interpretaciones del  amor de Dios. ¿Qué es lo cristiano? Una interpretación espiritual de Cristo. Mejor, varias interpretaciones de Cristo. Nada hay más ajeno al cristianismo que el sectarismo, pensar que el propio grupo, que la propia espiritualidad es “la” Iglesia. La secta destruye a las personas porque absorbe su libertad, porque les niega la posibilidad de confesar a Jesucristo con la imaginación.

¿Por qué diversos carismas? Esta pregunta obliga a mirar al pasado, a la historia de la Iglesia y de la teología. Si se trata de mirar al futuro debemos preguntarnos: ¿Para qué diversos carismas? En breve, habría que decir que Dios suscita diversos carismas para la comunión. ¿Qué comunión? La comunión entre nosotros mismos, por cierto, la de las diversas espiritualidades y grupos dentro de la Iglesia. Pero esta comunión no basta. Jesús es el Señor de la historia, no sólo el Señor de la Iglesia. Jesús es el Señor de toda la humanidad, no sólo de los bautizados y creyentes. Hay que tener presente que es incluso riesgoso decir: “Somos cristianos, qué más queremos”. Arriesgamos “remar juntos, pero al revés”, en la dirección contraria. Cuando en la Iglesia la Jerarquía, las diversas espiritualidades y las personas singulares se cierran al amplio mundo del cual nunca dejarán de formar parte, cuando la Iglesia no es misionera en el mundo sino un modo para protegerse del mundo, su comunión es el principio de la corrupción de la misión de Jesucristo.

Si los carismas son para una comunión bastante más amplia que un compartir entre los cristianos, es preciso echar una mirada al mundo al cual la Iglesia pertenece y el cual ella debe reunir en el amor de Cristo. Y la primera constatación que salta a la vista es que el mundo está dividido y malherido. Y también la Iglesia, al formar parte del mundo, experimenta en ella misma estos males. Los diversos carismas, en consecuencia, colaboran en la misión de Cristo en la medida que persiguen la comunión trabajando por la justicia y la reconciliación. Los recelos y resquemores que puedan darse entre schöenstatianos y legionarios, entre ignacianos y Opus Dei son un “pelo de la cola”, en relación a las grandes divisiones y los enormes problemas que tiene hoy Cristo para reconciliar el mundo en el amor. ¿Con quiénes cuenta el Señor para revertir la perversa distribución de la riqueza? El dinamismo de concentración de los bienes de la tierra –tal vez sea lo único en lo que no se equivocó Marx- no se detiene, continúa. Un sexta parte de la humanidad capta el 80 % de la productividad. Los activos de las 200 personas más ricas del mundo son superiores al ingreso combinado del 41% de la población mundial. ¿Han sacado uds. la cuenta de cuántos dolares diarios gastan para vivir? 1.200.000.000 de seres humanos viven con menos de un dólar al día. Yo mismo hago cálculos y me avergüenza pensar que vivo con 13 veces más.

Sobre el problema específico de la concentración de los dones y riquezas de la creación, cabe recordar al Papa cuando en Tertio Millennio Adveniente explica los alcances del Jubileo en la Sagrada Escritura. A propósito de la obligación que existía en Israel de hacer descansar la tierra, liberar a los esclavos y perdonar las deudas a los que no podían pagar, comenta: “Si Dios en su Providencia había dado la tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de este modo al restablecimiento de esta justicia social”. El año jubilar en el que estamos es una razón de inmensa alegría para la Iglesia por muchas razones. Pero en cuanto a la situación de los pobres, es otro año para llorar y pedir perdón.

Miremos todavía más lejos. El mundo actual es aún más complejo. Hacemos nuestra aparición en el Tercer Milenio justo cuando el hombre, por medio de la ciencia y de la técnica, aspira a administrar las fuerzas recónditas de la física y los mecanismos más íntimos de la biología y de la conciencia. Pero, ¿es por ello más humano? El hombre ilustrado del Tercer Milenio es en buena medida un “nuevo rico”: no carece de ninguno de los adelantos de la electrónica, pero tiene “los pantalones rotos”. Es más individualista, más hedonista, más egoísta. Distingo a este hombre de otros hombres que no son necesariamente así, porque aunque no lo sean, la cultura y los dinamismos sociales de los cuales es prácticamente imposible zafarse, les impulsarán a ser así: ricos en medios y pobres en fines.

El mundo actual ofrece inmensas posibilidades de comunión, pero al mismo tiempo amenaza a la humanidad con rupturas nunca antes imaginadas. Algunos ejemplos:

– Se han multiplicado los medios con los cuales la humanidad puede satisfacer sus necesidades fundamentales. Para tantos crece la expectativa de vida, de educación, de salud, de comunicación. Pero los pecados del pasado, sumados a los del presente, hacen prácticamente imposible la solidaridad internacional. En Africa las pocas ayudas no llegan a los que más las necesitan: faltan caminos y sobra corrupción.

– Cuántos adelantos industriales, cuántos productos distintos en los supermercados, qué maravilla de herramientas, qué versatilidad de juegos y recreaciones… Y, sin embargo, las grandes potencias disponen de un arsenal atómico para volar la tierra varias veces. Hace veinte años escuché que 50 veces. En veinte años habremos progresado, ¿pero en qué dirección?

– Los adelantos en la biología prometen superar un sinfín de enfermedades penosísimas. Pero descifrando el código genético la humanidad tendrá en sus manos la posibilidad de alterar gravemente su propia naturaleza.

– Los medios de comunicación superan todo tipo de barreras: territoriales, espaciales, culturales, morales. Colón demoró 70 días en cruzar el Atlántico. Hoy lo hacemos en cuatro horas. A San Francisco Javier las cartas al Japón le llegaban después de 2 años. Hoy un e-mail al Asia tarda un segundo. Pero estamos cada vez más solos. No somos capaces de hacernos cargo de los que tenemos más cerca. ¿Cómo nos vamos a hacer responsables de los que habitan la otra cara de la tierra? Y contemplamos inmutables en la “tele” a los estudiantes chinos, masacrándoselos en una plaza, mientras nosotros, entre otras cosas, comemos un lomito con una Coca-Cola.

– La “pantalla” nos capta por enteros. Buenas películas, conciertos, finales del fútbol y del tenis. Si no es la “tele” que tiene embrujados a niños y adultos, es el computador. ¡Cuantas posibilidades! La “pantalla” lo ofrece todo. Internet es biblioteca y emporio, mercado de valores y zafari, capilla y prostíbulo, economía de tiempo, de dinero, artefacto de contactos, de bromas simpáticas y contagios calamitosos. A nadie que yo sepa se le ha ocurrido casarse con la “pantalla” y pedir hijos en adopción. Pero no me extrañaría que suceda.

– Algunos datos son simplemente malos. El sobrecalentamiento de la tierra hace decir a algunos científicos que bastaría que la temperatura media se elevara en 5 grados para que desapareciera todo tipo de vida.

Y sobre Chile, más precisamente, al menos dos cosas:

– Hemos avanzado como nunca en la superación de la pobreza. La Iglesia ha logrado meter en la cultura el respeto por los derechos humanos y el valor de cualquier persona. Aún cuando quedan problemas serios por resolver, progresamos en democratización. Pero el Dios Dinero, Mammón como lo llamaba Jesús, seduce los espíritus de ricos y pobres. Lo que la gente quiere es plata. Plata y seguridad.

 – Como país estamos a la cabeza de América Latina. Nos miran y se admiran. Nos admiran y nos “creemos la muerte”. Nos jactamos de ser los mejores, olvidamos a los mapuches, y hacemos penosos esfuerzos por parecer europeos. Con un solo avión F16 que queremos comprar para defendernos de los vecinos, cubriríamos de sobra el presupuesto del Hogar de Cristo durante un año entero. El Hogar de Cristo tiene en Chile 733 sedes. Cada día atiende 20.000 personas. ¿Hacia dónde vamos? Urge reconocer nuestra identidad mestiza e invertir en diplomacia y amistad con vecinos que son tan hijos de Dios como nosotros.

Nuestro contexto inmediato es la Universidad Católica. Hace más de 50 años el Padre Hurtado, egresado de Derecho y profesor de esta misma Universidad, frente a los grandes dolores de su época, en un discurso a los universitarios de la Católica les decía: “Lo que necesita el mundo hoy es una generación que ame”. En ese entonces el Padre Hurtado lamentaba lo mismo que hoy lamenta el nuevo Rector de la Católica: la universidad se ha especializado en formar profesionales, pero no personas con vocación de servicio. Lo que está faltando son personas con una profunda formación humana y cristiana, altamente capacitadas para el servicio de la Iglesia y del país.

A mi parecer es preciso conectar esta preocupación del Rector con el tema que hoy día nos reúne. Las distintas visiones cristianas para el hombre del 2000 debieran concurrir en una honda transformación de nuestra universidad con el propósito común de una reconciliación de nuestro mundo de acuerdo a las exigencias de Cristo.

¿Por dónde comenzar? ¿Cómo los distintos carismas, espiritualidades y movimientos dentro de la Universidad pueden cooperar para enfrentar este desafío? Creo que hay que empezar por Cristo. No hay otro Mediador entre Dios y los hombres que Jesucristo. Cada cual, cada persona y cada movimiento cristiano debiera articular su relación con Dios y con el mundo en Cristo. No es posible “bypasear” a Jesús. No hay espiritualidad cristiana que no pase por Cristo. Pero también en esto hay que poner cuidado. No es posible adherir a la persona de Jesús al margen de lo que constituyó la pasión de su vida: convertir este mundo en el reino de Dios. Cuando se lo intenta, se cae en el “intimismo”. Pero tampoco es posible dedicar la vida al reino, a anunciar la buena noticia del amor de Dios a los pobres y los pecadores, sin un contacto humano profundo y asiduo con la persona de Jesús. El “activismo” aleja de Dios tanto como el “intimismo”. Ni la piedad “intimista” ni la piedad “socializante” son auténticamente cristianas. En última instancia, Jesús se traduce en el reino y el reino implica a Jesús.

Las diversas espiritualidades y modos de ser cristianos solamente podremos reconocernos y “remar juntos” en la medida que, cada cual con su estilo busque al Padre común donde el Padre se deja encontrar: en su Hijo que trabaja y sufre por hermanar a toda la humanidad. Es cosa de tomar los Evangelios y ver que en ellos Jesús representa una novedad radical. Dios entra en la historia alterando por completo el modo de entender la vida y las relaciones humanas. Al hijo mayor de la parábola, hombre cumplidor y religioso que no entiende que su padre celebre el regreso del hijo pródigo, Jesús lo invita a entrar en la fiesta. Dios ama a los que los demás nos dicen que no merecen ser amados. Dios paga a los jornaleros de la última hora infinitamente más de lo que los cálculos mezquinos tienen por justo. Si Dios ama a los que normalmente son despreciados, este mundo no puede seguir siendo el mismo. Si Jesús toma partido por los que lloran, por los cojos, por los ciegos, por los lisiados, por los leprosos, por los endemoniados, por los perseguidos, por los pisoteados, por los encarcelados, por las mujeres, por las prostitutas, por los publicanos, por las viudas, por los niños, por los ladrones, por los agobiados y por los que han perdido toda esperanza, es que Dios es la mayor causa de alegría de este mundo porque son ellos la inmensa mayoría de los seres humanos. Jesús anuncia el reino como un banquete y una fiesta. Este es el jubileo que proclama al comienzo de su actividad pública. San Lucas cuenta que le entregaron el volumen del profeta Isaías y leyó: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (4,18-19).

Sin embargo, no es obvio que los distintos carismas, espiritualidades o movimientos en la Católica cooperemos en la causa de Cristo por el mero hecho de llamarnos cristianos. Para que esta cooperación tenga lugar, deberíamos vencer dos tentaciones muy nuestras: la fuga mundi y la acumulación de privilegios.

La fuga mundi fue un propósito explícito en el surgimiento de las grandes familias religiosas de las cuales nuestros actuales carismas son nietos y bisnietos. Cuando el cristianismo llegó a ser religión oficial del Imperio Romano, terminadas las persecuciones, hubo cristianos que, escandalizados por la mundanización de la fe y deseosos de expresar el “martirio” de otra manera, “dejaron el mundo” y partieron al desierto para vivir allí su cristianismo. Con el correr de los años la fuga mundi se tradujo en un desprecio y un desinterés por el mundo. Se enfatizó la importancia de la “salvación privada”, en perjuicio de la “salvación de todos”. A la espiritualidad cristiana le ha tomado siglos volver a mirar el mundo, a querer y a trabajar por su redención. Tratándose de los estudiantes de la Universidad Católica, si quieren aspirar a la perfección cristiana por la vía de los diversos carismas, tendrán que cuidarse de una fuga mundi que, en su caso, se nutre de otras motivaciones. ¿Cuáles?  Chile es un país clasista y racista. Siendo los alumnos de la Católica los jóvenes más privilegiados de Chile, llevan en la sangre la inclinación a reciclar una sociedad clasista y racista. En este país la fuga mundi se verifica como fuga de los pobres, fuga de los rotos, fuga de los mapuches…en definitiva, fuga de Cristo que no llama a huir, si no que a ir al encuentro de aquellos que la sociedad despoja y margina. La Católica no evangelizará a Chile si no entra en contacto con los pobres, los destinatarios primeros de la novedad radical del Evangelio, si no se deja evangelizar por ellos.

La otra tentación es acumular privilegios. Nuestra Universidad capta los alumnos con más altos puntajes de la PAA, los cuales a la vez provienen de los mejores colegios de Chile. Desde un punto de vista mundano, la Universidad Católica es el mejor lugar en este país para conservar privilegios y aumentarlos.¡Qué difícil es que un estudiante de la Católica, hombre o mujer, aspire a renunciar a las posibilidades futuras que le ofrece la vida y la Universidad, para dedicar su vida a terminar con la miseria, a hundirse en la investigación de las relaciones de paz entre los países, a evangelizar las ciencias, a pensar un mundo alternativo, a ser un buen funcionario público aunque sea mal pagado, a seguir a Cristo por la senda de la vida sacerdotal o religiosa! Es tan difícil como que un rico entre en el reino de los cielos. Los privilegios son una tentación poderosa contra la Universidad Católica, profesores y alumnos. La adhesión a una espiritualidad, cuando no mueve a regalar la vida a Cristo, se convierte en otro privilegio, otro recurso más para asegurarse la vida frente a un mundo que nos amenaza con su dolor.

No podemos “echarnos tierra a los ojos”. La Católica tiene mucho de colegio de barrio alto. Los colegios del barrio alto tienen algunas virtudes no despreciables. Ofrecen protecciones importantes contra un ambiente maleado. Pero la Universidad no puede ser otro colegio, no puede volver a ser una cápsula de cristal o una especie de casita de muñecas. No veo cómo los diversos movimientos puedan ser un aporte a la Universidad si no nos ayudan a abrirnos al mundo que Cristo quiere reconciliar, corrigiendo en sus miembros la tentación soterrada de acaparar la vida mediante una profesión de prestigio y una práctica religiosa impecable pero individualista.

Con todo, hago memoria y me vienen a la mente las palabras del Angel Gabriel a María: “Ninguna cosa es imposible para Dios”. Entré a la Católica a estudiar Derecho el año 1977. Otra vez ingresé el ’82 para estudiar Filosofía y Teología. El ’94 volví como profesor de Teología. En todos estos años he conocido a muchos profesores y exalumnos que se han destacado al servicio del país y de la Iglesia. El desafío que tenemos por delante es en sentido estricto imposible de alcanzar con nuestras fuerzas. Pero para el Espíritu Santo no hay nada imposible. Con su ayuda podemos inclinar esta Universidad servicio generoso de la causa de Cristo.

Los diversos carismas, movimientos e iniciativas cristianas particulares son expresión del Espíritu. El Espíritu es el amor de Dios que hace que cada uno exprese al máximo la originalidad que Dios le ha dado para compartirla con los demás. Mientras más Espíritu más originalidad. La Universidad tiene una enorme necesidad de pluralidad de carismas. Nadie puede pretender “arrancarse con los tarros”. Nada habría más insensato que algún grupo particular tratará de “tomarse” la Católica. La tolerancia es el mínimo. El máximo es la colaboración. Hay que aspirar al máximo. Para lo que tenemos por delante se requerirán muchas visiones distintas. Mientras más interpretaciones de Cristo, mejor. Pero de Cristo, no otras imágenes acomodadas de Él.

Unos mirarán el futuro a partir de una experiencia de Dios que pone énfasis en la meditación de la Palabra o en el amor a la Virgen; otros en el discernimiento de la voluntad de Dios; algunos se aferrarán más a la riqueza de la Tradición de la Iglesia;  ojalá no falten los que subrayen la importancia de la oración, de la acción social, de la liturgia o del trabajo. Una diversidad así es acervo de “sentido”: modos distintos de sentir el mundo pero convergentes en una misma dirección. Hoy se necesitan muchas ideas nuevas, y compartirlas y echarlas a la discusión. Los diversos movimientos de espiritualidad harán el juego a la Universidad en la medida que la ayuden a ser Católica: plural hacia adentro y universal en su servicio hacia fuera. Urge que surja en nuestro medio una generación que se deje cuestionar por los acontecimientos de la época, que se haga preguntas, que no se contente con cualquier respuesta, que sea capaz de entrar en el debate de los grandes problemas, que invente alternativas, que sea valiente y  desprendida. Me parece que los diversos movimientos debieran ampliar su propuesta de “camino de perfección”, animando a su gente a la batalla intelectual por un mundo mejor dentro y fuera de la Universidad.

Termino. Los diversos carismas y espiritualidades son fruto del Espíritu de Jesús para reconciliar el mundo con Dios y a los hombres entre sí. Dentro de la Universidad Católica ellos expresan la misión amplia de la Iglesia que no es otra que la misión de Cristo. La santidad no consiste en no cometer errores. Tampoco consiste en preocuparse del prójimo “por cumplir”. La santidad consiste en amar. Amar como amó Jesús, gratuita y desinteresadamente a todos, pero en especial a los que nadie ama.  “Lo que necesita el mundo hoy es una generación que ame”. La santidad consiste en buscar el reino y su justicia, aunque para lograrlo se cometan muchos errores y haya que pedir perdón muchas veces. ¡Perdón!

La espiritualidad del Padre Hurtado

Siempre es difícil hablar, escribir, acerca de la experiencia de Dios de los demás, más aún si se trata de un hombre tan completo como Alberto Hurtado. ¿Cómo rezó?, ¿cómo sufrió?, ¿cómo, cuándo fue liberado de sus pecados? Pero, “en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros”, dice el Señor, y nos remite al único modo de reconocer la trascendencia auténtica. Creemos que el Padre Hurtado fue un santo de nuestra época, y así esperamos que lo reconozca un día la Iglesia entera. Su santidad tiene que ver directamente con la imitación de ese Cristo que hace suya nuestra historia y como hombre se duele del hombre, lo consuela y lo rescata. La preocupación de Alberto Hurtado por los pobres y por la transformación de la sociedad no lo hacen menos santo, sino más santo.

 

            La espiritualidad del P. Hurtado es la espiritualidad ignaciana. Es en la tradición espiritual de la Compañía de Jesús, desde los tiempos del colegio San Ignacio y de las Congregaciones Marianas, que él aprende a orar y a dar gloria a Dios, sirviendo a la salvación de hombres, en obediencia a los Pastores de su Iglesia.

            De muestra, un ejemplo sencillo, pero decisivo: recién entrado al Noviciado jesuita y mientras realizaba lo Ejercicios Espirituales, el joven Alberto reproduce parte del llamado Principio y Fundamento en estos términos: “He sido creado y para conocer y amar a Dios; no para salvar mi alma; esto es consecuencia y don gratuito. Mi fin, pues es amar y servir a Dios. Debo ser todo de Dios; no seré de Dios si retengo algo para mí”. Este es, en pocas líneas, el proyecto ignaciano de la santificación: la santidad no se alcanza in recto, sino que es pura obra de Dios en los que se hacen disponibles a cumplir su santa voluntad. Cuando más tarde el P. Hurtado consagre su vida, entre otras cosas, a la dirección espiritual de los jóvenes, hemos de pensar que no lo hizo para “salvar su alma”, sino porque Dios ama a los jóvenes.

            La espiritualidad del P. Hurtado es la espiritualidad ignaciana pero, como toda experiencia espiritual auténtica, no se agota en ella, sino que tiene su propia originalidad. Esto es lo que más nos interesa. La originalidad espiritual de Alberto Hurtado nos inspira a hacer nuestro propio camino.

 

Una mística cristiana

            Toda mística pretende ser experiencia de Dios. Pero no toda mística es cristiana, aunque se diga cristiana. La mística cristiana es experiencia de Dios en Cristo y no se caracteriza tanto por lo extraordinario de los fenómenos psíquicos o sensoriales que la acompañan, sino por el cambio de vida. La experiencia espiritual cristiana tiene que ver con los que dan su vida por los demás. El caso del P. Hurtado es el de una mística radicalmente cristiana.

            Para Alberto Hurtado, Dios es amor. En consecuencia, él ama a Dios amando lo que Dios ama. Toda su atención a los acontecimientos de su época tiene por objeto discernir en ellos el querer de Dios. No es posible aislar en su espiritualidad a Dios, por una parte, y, por otra, la voluntad divina. La Mayor Gloria de Dios consiste en buscar y hacer lo que Dios pide en cada circunstancia de la vida y de la historia.

            ¿Cómo no extraviarse en esta búsqueda? El P. Hurtado se pregunta, y se responde: “Aquí está la clave: crecer en Cristo… Viviendo la vida de Cristo, imitando a Cristo, siendo como Cristo”.

            Para Alberto Hurtado, Dios es Dios al modo como en Jesucristo nos ha sido revelado. Pero a él tampoco le basta adherir a un aspecto de Cristo: es necesario amar al Cristo total. En una época en que se predica unilateralmente a un Cristo paciente, de lo cual se sigue que los pobres nada más deben soportar sus males sin rebelarse, el P. Hurtado es acusado por predicar al Jesús del Reino y de la acción. El no desconoce el valor infinito del Misterio Pascual de Cristo, que todo dolor humano encuentra su liberación en el Calvario. Pero, así como rechaza la ilusión de los que creen que el hombre puede liberarse por sus propios medios, llama la atención de los que desconocen el mal del mundo y no hacen nada por suprimirlo: “Esta certeza de la perennidad del dolor en el mundo no nos autoriza a contentarnos con predicar la resignación y el quietismo. La resignación sólo es legítima cuando se ha quemado el último cartucho en defensa de la verdad, cuando se ha dado hasta el último paso que nos es posible por obtener el triunfo de la justicia”.

            Al modo de la experiencia ignaciana, Alberto Hurtado articula su amor a Jesucristo como seguimiento. Alguna vez se pregunta, ¿qué significa imitar a Cristo? Antes de responder, desecha cuatro posibilidades: la de aquellos que, atentos al Jesús terreno, vanamente pretenden imitarlo al pie de la letra; la de quienes se impresionan de él como de otro gran maestro de la humanidad, pero sacan sólo provecho especulativo de su figura; la de tantos que se contentan con observar los mandamientos de la Iglesia y que acaban en el fariseísmo; por último, la de los que viven del activismo apostólico y triunfalista, pero que no tienen ojos para ver la virtud oculta de Cristo en los fracasos humanos.

            Para él, por el contrario, imitar a Cristo es actuar como si Cristo mismo tuviera que hacerlo en su lugar. Este es el corazón de su espiritualidad en su aspecto activo. En su aspecto pasivo, es ver a Cristo en el prójimo, particularmente en el pobre. Sorprende cuántas veces en su predicación el P. Hurtado propone la pregunta: “¿Qué haría Cristo en mi lugar?”. Un ejemplo: “…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu, qué haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente”.

            La espiritualidad del P. Hurtado cuaja entre el Cristo que somos y el Cristo que encontramos en los demás. Si nuestro Alberto encuentra a Dios en Cristo, encuentra a su vez a Cristo en el prójimo: “El prójimo es Cristo”, y por esto se ama a Cristo amando al prójimo. Ya en el Noviciado escribe: “…Servir a todos como si fueran otros Cristos”. Como estudiante jesuita es conocido por su compañerismo. En sus escritos espirituales él mismo se propone evitar juicios interiores contra sus compañeros, para fijarse mejor en sus virtudes. Muchas personas lo recuerdan como un hombre encantador que sabía dar oído a todos, al cien por ciento de su atención, no obstante su escasez tiempo. A los que piensan distinto, protestantes o comunistas, los trata igual con sumo respeto.

            En sus últimos años, su experiencia mística se hace todavía más concreta. De un modo determinado, insistente, para nada delirante y hasta provocativo, el P. Hurtado afirma: “El pobre es Cristo”. Su espiritualidad es una auténtica “mística del pobre”: “Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen ha muchos años del beso de una madre sobre su frente. Bajo los mesones de las pérgolas en que venden flores, en medio de las hojas secas que caen de los árboles, allí tienen que acurrucarse tantos pobres en los cuales vive Jesús. ¡Cristo no tiene hogar!”.

            Alberto Hurtado vio a Cristo en el pobre y fue Cristo para el pobre, porque fue un hombre de oración. Supo encontrar fervorosamente a Dios en la Eucaristía, en la meditación de la Palabra de Dios, en la práctica de sus Ejercicios Espirituales, en la devoción a los sagrados corazones de Jesús y de María, en la oración vocal, mental y contemplativa. En especial, cultivó una oración afectiva y amorosa con su Señor. El P. Hurtado fue un piadoso ejemplar, aun cuando seguramente otros jesuitas lo aventajaron en estas prácticas religiosas.

            Pero esta piedad suya tiene relación directa con toda su actividad apostólica. Es más, lo propio y distintivo del P. Hurtado es hacer de todo su apostolado, su oración. No hay dos “padres Hurtado”: el que rezaba y el que actuaba. Hay uno solo, el jesuita que es “contemplativo en la acción”. Para él, toda la vida tiene una dimensión sobrenatural y no sólo la de la sacristía. Con sus propias palabras nos advierte: “Adoración sobre todo en la acción (brevemente en la oración)”, pues “nuestro fin es la mayor gloria de Dios por la acción, i.e., hacer aquellas obras que sean de mayor gloria de Dios”.

            Esto no significa que toda acción sea contemplación. Así como el P. Hurtado deplora la resignación y el quietismo ante el dolor humano, rechaza todo acción apostólica o social que no se nutre de Dios y tampoco se deja cuestionar por El. Los que le conocieron de cerca dan testimonio de la confianza de Alberto en la Providencia divina. Pero, aun cuando Alberto Hurtado conoce y advierte contra estos peligros extremos, la cantidad enorme de trabajos que asume alguna vez lo llevan a un activismo que él mismo se encarga de lamentar a su Provincial, el Padre Lavín: “Esta acumulación de trabajos distintos me obliga a improvisar, terminar por dar el fastidio del trabajo y por desacreditar al operario. La irregularidad en las horas de acostarme y levantarme ha significado gran desmedro para mis ejercicios espirituales, que han andado muy mal: acortar la meditación, supresión de puntos, exámenes y breviario del que tengo conmutación… estoy reducido a correr y hablar”. Muchos santos desequilibran por algún lado. El asunto no es imitar sus desajustes y rarezas, sino el amor que los provoca.

            Lo que define al P. Hurtado, sin embargo, no es la acción sino Cristo. A diferencia de tantos defensores de los pobres que hacen de la amargura la fuerza de su lucha, Alberto Hurtado, con el mismo corazón con que padece los males de su patria, la incomprensión y el desprecio a su persona, sabe alegrarse en el Señor en todo tiempo. Su alegría es Cristo y hacer felices a los demás. Incluso en los momentos peores de su enfermedad, el Padre exclama: “Contento, Señor, contento”.

Una mística apostólica y social

            El P. Hurtado se considera a sí mismo un apóstol de Jesucristo para su época, para su país. Al Padre lo desvela la lamentable situación del catolicismo chileno y pretende elevarlo. Pero su actitud nada tiene de sectaria: lo que directamente le importa es elevar a Chile a la vida sobrenatural. Jamás podríamos imaginar que su amor a los pobres haya sido un “medio” para el crecimiento de la Iglesia. Pero así como no concibe a Dios al margen de su voluntad, no concibe a Cristo sin la Iglesia, su Cuerpo, cuya misión es la salvación integral de los hombres y en la cual todos los hombres somos y debemos ser solidarios. La del P. Hurtado es sin duda una mística profundamente eclesial y social. La Iglesia es para él, como María, una Madre, una realidad sobrenatural y no un ente meramente sociológico. Su misión es conformar las personas a Cristo e integrar la sociedad a partir de los cristianos. Alberto Hurtado es un sacerdote jesuita al servicio de la Iglesia.

            Tal es su amor por la Iglesia que llega incluso a identificarla con Cristo. “La Iglesia es Cristo”, afirma alguna vez y precisa: “La Iglesia es Jesús, pero Jesús no es Jesús completo considerado independientemente de nosotros. El vino para unirnos a El, y formar El y nosotros un solo gran cuerpo, el Cuerpo Místico de que nos habla San Pablo…”. Lo que le interesa, en realidad, no es asegurar una doctrina teológica determinada, sino llegar al corazón de personas concretas y convencerlas de que no hay cristianismo auténtico sin la Iglesia y que la suerte de la Iglesia depende de nosotros.

            Para el P. Hurtado, la misión de la Iglesia es la santificación del mundo. Por ello, “…al católico la suerte de ningún hombre le puede ser extraña. El mundo entero es interesante para él, porque a cada uno de los hombres se extiende el amor de Cristo…”. Por amor a la salvación de los hombres, la Iglesia está abierta a reconocer la verdad más allá de sus fronteras, incluso en los que atacan a la Iglesia. Este modo de ver la Iglesia en relación con el mundo será la que años más tarde asuma el Concilio Vaticano II: con una actitud de discernimiento ante los acontecimientos y problemas del siglo, la Iglesia del Concilio prefiere entrar en diálogo con el mundo moderno en vez de condenarlo sin más.

            En el cumplimiento de su misión, Alberto Hurtado advierte que la Iglesia experimenta una crisis de proporciones mayores, un verdadero desastre. Habla de “apostasía de masas”, de “paganización de las masas”. La pérdida para la fe casi completa de la clase obrera lo preocupa desde sus años de juventud. Define a su época por una “crisis de catolicismo integral”.

            ¿La causa? El pésimo ejemplo que dan de Cristo los mismos católicos, especialmente aquellos que lo han tenido todo, riquezas, educación, seguridades, en relación a los que no tienen nada. Dirá: “Los malos cristianos son los más violentos agitadores sociales”. Pero también señala un incorrecto modo de enseñar la fe, una pedagogía formal, memorística, moralizante, y, para él lo más grave, la escasez de sacerdotes.

            Pero el P. Hurtado no se queda en la queja ni en la crítica.       Tratándose de la educación de los jóvenes, él pretende formar “cristianos, imágenes de Jesucristo”; “…no omitir medio de formar ‘Cristo con sus almas’”; y, por otra parte, que sean formados para la acción. En vez de una religión de temores y de “mojigatos”(sic), el P. Hurtado reclama una religión de opciones personales libres que mueva a hacer grandes cosas por Cristo. Alberto Hurtado llama a los jóvenes a considerar la posibilidad del sacerdocio porque él cree en el sacerdocio. Pero, también los llama a un laicado de grandes ideales, heroico, santo, nutrido por la vida sacramental y de la gracia y orientado al bien común. A los jóvenes de la Acción Católica les pide de un modo especial colaborar en el apostolado de la Jerarquía de la Iglesia y en obediencia a ella. De todos espera que comprendan que “ser católicos equivale a ser sociales” y que se comprometan a su modo en la transformación de la sociedad.

            La espiritualidad de un hombre tan completo como el P. Hurtado es compleja, difícil de definir en pocas palabras. Nuestro educador y padre espiritual pretende incesantemente integrar a la persona y a la sociedad a partir de la persona, en la perspectiva de la fe entendida como imitación del Cristo total en quien el amor a Dios se verifica como amor y servicio al prójimo. Nada hay más contrario a su noción de cristianismo que las versiones individualistas, superficiales y supersticiosas de la piedad. El quiere que Cristo reine en todos los aspectos de la vida humana (la sexualidad, la vida familiar, económica, social, política, cultural), por la caridad y la justicia (en medio de los conflictos más significativos de su tiempo). Prueba de esto es la enorme diversidad de actividades a las que dedicó su interés y la pluralidad de temas de que trataron sus homilías y discursos. Para Alberto Hurtado, el cristianismo tiene que ver con todos los aspectos de la vida humana.

            Una de las características más originales de la espiritualidad del P. Hurtado es que, como apóstol de la Doctrina Social de la Iglesia, él se da por entero a la transformación de la sociedad. Acudir a socorrer las necesidades inmediatas de los pobres era urgente. Pero esto no es suficiente. Simultáneamente, y desde joven, Alberto Hurtado quiere que termine en su patria la injusticia social, causa de esta pobreza y del alejamiento de los obreros de la Iglesia. La urgencia de realizar en Chile un orden social verdaderamente cristiano lo impulsa a crear la ASICH (Acción Sindical Chilena), “el más difícil y tal vez el más importante de todos los trabajos”, y la revista Mensaje para la orientación religiosa, social y filosófica de los católicos en el mundo contemporáneo.

            En Humanismo Social (1947), su obra madura, el Padre dirige su mirada a la realidad amarga del sufrimiento humano. Se fija en el dolor de los pobres, pero no sólo en el de los pobres. Para ello se sirve del auxilio de la ciencias sociales, de las estadísticas. Es el místico cristiano que baja a detalles increíbles, se duele de todo. De la guerra europea. Del hambre: “¡El hambre! ¿Quién de nosotros ha tenido hambre? A lo más algunas veces apetito…”. De la corrupción moral. De la apostasía de masas. De los matrimonios fracasados. “Tenemos aún en Chile un 25% de la población adulta analfabeta…”. “De 420.000 obreros que hay en Santiago, 100.000 viven en conventillos, y 320.000 en piezas, pocilgas y mediaguas”. “La falta de leche en cantidad suficiente trae trastornos que producen la sordera». Ante la miserable situación en que viven las familias más pobres, se pregunta: “¿Podrá haber moralidad? ¿Qué no habrán visto esos niños habituados a esa comunidad absoluta desde tan temprano? ¿Qué moral puede haber en esa amalgama de personas extrañas que pasan la mayor parte del día juntos, estimulados a veces por el alcohol? Todas las más bajas y repugnantes miserias que pueden describirse son realidad, realidad viviente en nuestro mundo obrero. ¿Hasta dónde hay culpa? O mejor, ¿de quién es la culpa de esta horrible situación…?”.

            A todo lo anterior se suma “la tremenda crisis de valores morales y religiosos por que atraviesa nuestra patria”. Según Alberto Hurtado, se equivocan quienes siguen pensando que la fe está fuerte: “La fe cristiana…se va debilitando casi hasta desaparecer en algunas regiones”.

            El P. Hurtado concluye que el orden social existente tiene poco de cristiano. Queriendo Dios nuestra santificación, “¿cómo santificarse en el ambiente actual si no se realiza una profunda reforma social?”. Esta reforma debe proceder de una vida interior intensa que “lejos de excluir la actividad social” la haga “más urgente”. “La fidelidad a Dios si es verdadera debe traducirse en justicia frente a los hombres”. Humanismo Social pretende despertar en los cristianos el sentido social, sin el cual ningún cambio de estructuras será posible.

Una mística para el alma de Chile

            Dicen que San Francisco es el más santo de los santos y el más italiano de los italianos. De modo semejante, la santidad de Alberto Hurtado crece en proporción directa a su amor cada vez más intenso por Chile. En el Balance patriótico Vicente Huidobro afirma que lo que a Chile le falta es “un alma”. De la justicia de esta sentencia, Dios dirá. Pero nuestra intuición más querida es que el P. Hurtado ha dado a este país “un alma”, la suya propia, que, descartado todo nacionalismo enfermizo, todavía está por configurar nuestro genio entre las naciones, según la imagen de Cristo.

            Es admirable como Alberto Hurtado se hace Padre de los niños más pobres de su patria: “¡Pobres seres humanos tan hijos de Dios como nosotros, tan chilenos como nosotros! ¡Hermanos nuestros en la última miseria! Bajo esos harapos y bajo esa capa de suciedad que los desfigura por completo se esconden cuerpos que pueden llegar a ser robustos y se esconden almas tan hermosas como un diamante. Hay en sus corazones un hambre de cariño inmenso, y quien llegue a ellos por la puerta del corazón puede adueñarse de sus almas”.

            En la fe en Cristo, el P. Hurtado descubre una fuerza integradora de su país. Por el contrario, el debilitamiento de la fe es visto como una amenaza contra el  país. Ha desaparecido en Chile el uso del término despectivo “huacho” y también el cariñoso “huachito”. ¿No será que Alberto Hurtado se ha convertido en otro “padre de la patria”? ¿O es que el “patroncito” nos está reuniendo a todos bajo el Padre de Jesús?

            Para terminar y para que la paternidad de Dios nos hermane en la caridad y en la justicia, hagamos nuestro el epitafio de Gabriela Mistral: “Démosle al Padre Hurtado un dormir sin sobresalto y una memoria sin angustia de la chilenidad, criatura suya y ansiedad suya todavía”.

Cuestión de oración

La sola palabra “oración” nos pone nerviosos. En muchos, oración sabe a Edad Media, esa era lejana que extiende sus tentáculos hasta nuestros días, asfixiándonos. En otros, atiza el instinto que busca “algo más” entre los imperativos intrascendentes de la Modernidad. La oración no nos deja indiferentes, aunque no a todos. A muchos posmodernos entretenidos en cosas varias o aburridos ya de ellas, les llama la atención a ratos y luego les da lo mismo.

            La oración es palabra mayor. Gandhi liberó la India porque rezó. Jesús no fue Jesús sin su Padre y sin las montañas. Fueron hombres auténticos, abnegados, grandes porque hicieron contacto íntimo con el Amor a la humanidad. La Madre Teresa y sus mujeres han vivido el despojo completo, porque sólo tuvieron en propiedad una capilla donde componer un mundo recogido a pedazos.

            ¿Valdrá la pena que Chile quede en la historia de la humanidad? ¿Cómo? ¿De cualquier manera? Nuestra sed de reconocimiento acusa una tremenda carencia de interioridad. La oración nos ayudará a prescindir de “la galería” para abocarnos a la noble misión de ser simplemente humanos.

La vocación mística de Chile

            Chile, pueblo joven de raíces poco profundas, es vulnerable como nunca a los medievalistas, modernistas, posmodernistas y toda ralea de mercaderes. Esta raza minoritaria aunque orgullosa se empina con los mayores, pero olvida lo principal. ¡Aquí falta un alma!, dirá Huidobro. Conforme los cambios históricos se aceleran, no hemos podido sustraernos a la tentación de refugiarnos en el moralismo retrógrado, de subirnos sin discreción al carro del progreso o afirmarnos como adolescentes en un presente de tono literario. No hemos alcanzado la adultez para vivir de un modo creativo el vértigo de pertenecer a todas las dimensiones de la temporalidad, y a la muerte. Si hasta ahora no hemos sido capaces, ¿qué asegura que podremos librarnos del matonaje variopinto que nos inhibe? ¡Vivimos aterrados! ¿Haremos de nuestra pasión un estilo o seguiremos extraviados en los vericuetos del resentimiento? Recuperamos la democracia: ¡qué alegría!, pero la política sirve cuando sirve a aquellas cosas que no se negocian. ¿Cuáles?

            Si no fuera por nuestros poetas no sabríamos cuáles. Pero los nuestros han sido poetas porque, si no rezaron, contemplaron. No sé si Neruda rezó. Puedo imaginar a la Mistral con una plegaria en las entrañas, empollando versos piadosos. Neruda estuvo absorto en las rocas y los caracoles, el cielo y las muchedumbres. Se hizo a todas las cosas, fue todas ellas. Si no rezó, hizo algo muy parecido: estuvo en el Origen y fue original. La mística es la madre de la poesía porque es la madre de la autenticidad. A más contemplación, mayor creatividad y mejor poesía. No se trata de que todos seamos poetas, ni tampoco que sólo los poetas atinen con nuestro sino, pero a los chilenos los poetas nos revelan el alma y la vocación. Lo hacen, en la medida que, superando el miedo, principalmente un inveterado complejo de inferioridad, han soñado una historia propia. Lo han hecho pero no siempre, pues también ellos cuando no miraron a Francia para convertirnos en franceses se hurguetearon el ombligo y despreciaron a América Latina.

Dificultad de la oración

            La buena poesía cuesta porque es difícil contemplar.

            No es fácil orar. La hondura espiritual es una cualidad que se desarrolla sólo cuando se ejercitan los sentidos, sintiendo infinitas veces hasta sentir el sentido que nos promueve y haciéndole caso. A veces toma treinta minutos, una hora entera, recoger piedras en una playa desierta hasta que las piedras sueltan el habla. Discernir las piedras, escudriñar los periódicos, los noticiarios, examinar las motivaciones de la acción y ungir la acción con amor… La cuestión es dejar resonar el mundo con toda su bulla en la concavidad del espíritu, permitirle afectarnos, para volver sobre el mundo como el ceramista contra la greda. Es esencial el silencio. La inclinación natural será saturar los pocos espacios callados que tenemos con televisión, con trabajo. La soledad, aunque duele, es la principal condición de la individualidad y de la configuración personal del entorno.

            La oración cuesta porque somos flojos y preferimos copiar. La copia comienza en la escuela, se afina en la universidad y se perfecciona en la asimilación irreflexiva de todas las modas. Las ideologías y el dogmatismo son cristalizaciones de la flojera, del miedo a la libertad y a la apertura de la historia a todas las posibilidades, incluido su fracaso. Ni la oración misma se libra de la corrupción. Su desprestigio también tiene que ver con la holgazanería de los conventos. La formidable fuga mundi que desde el origen de la vida religiosa se regenera sucesivamente a lo largo de los siglos, es la madre de la oración exterior, descomprometida, mecánica, repetitiva, fría, impersonal e impermeable a la voz de Dios que llama a hacerse cargo del mundo con libertad y solidaridad. Esta oración es la causa de la separación entre la vida y la fe, separación que por lo mismo es causa próxima del ateísmo práctico de los que se dicen cristianos sin serlo y causa remota del ateísmo contemporáneo que reacciona ante semejante incongruencia. Gracias a Dios las congregaciones religiosas, hace ya rato pero no sin cambiar su modo de rezar, están purificando con su fuga mundi un compromiso todavía más profundo con el mismo mundo.

            También se reza mal cuando usamos la religión para vanagloriarnos ante Dios y acusar a los otros. Jesús cuenta el caso de un hombre religioso que subió al templo y decía: “Gracias, Señor, porque no soy como los demás, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este cobrador de impuestos”. Mientras el religioso se jactaba de hacerlo todo bien, el cobrador de impuestos, en la última banca del templo, los ojos por el suelo, arrepentido confesaba su villanía. Este captó la simpatía de Jesús y no el fariseo.

Pistas de oración

            Jesús desenmascaró la faramalla de oración. Razón tuvieron los fariseos para convertirse en sus principales enemigos. Jesús los llamó hipócritas, en griego también “teatreros”. Estos pretendían apoderarse del favor de Dios con su religiosidad complicada, sus ayunos ostentosos, sus plegarias públicas, y marginando a los pecadores. Jesús hizo todo lo contrario: se confundió con los pecadores e invitó a orar a puertas cerradas, con sinceridad. Jesús quiso que sus discípulos compartieran a su Abbá, “papito Dios”, un Dios cuyo Espíritu libertario y tierno provocaba en Él mismo y espontáneamente parábolas de alabanza y de ofrenda para encantar a sus adversarios con la bondad de su reino. Jesús fue un poeta.

            La mística cristiana consiste en el amor. No en la alucinación intimista ni siquiera en la piedad litúrgica. El amor nos libera del miedo que nos metieron, cauteriza las heridas que nos hemos infligido unos a otros. Libera sobre todo para bendecir a Dios más con obras que con palabras. El amor en la oración imagina una tierra nueva y más justa; mucho más tiene que ver con la observancia de los derechos humanos, con la superación de la pobreza extrema, que con la proliferación de las estampitas. La mística cristiana acaba con la separación pagana entre lo sagrado y lo profano: cuando Jesús recapitule todas las cosas, la hostia no será más sagrada que el pan común y corriente. La Eucaristía está incompleta, decía Pedro Arrupe,  mientras haya hambre en el mundo.

            ¿Cómo rezar? Hay una sola oración: la propia. Cuando se trata de rezar, todo intento alcanza su objetivo, cada murmullo, cualquier braceo es ya oración. Se reza con la boca, con las manos, con los ojos, sin los ojos. Con rosario o con los dedos. Con tristeza o con alegría, con paz o con rabia, porque sí y porque no. En la iglesia y en la micro. Todo sirve. Nada sirve. Hay sacerdotes que ayudan a rezar. Hay otros que estorban. Se reza para demoler y para construir. Con La Vida Nueva de Zurita podríamos prepararnos a la celebración de la Semana Santa. Cada época tiene su oración. En la nuestra, habría que preguntar a U2, maestros en música y humanidad, cómo lo harían ellos. La Biblia inspira todas las épocas.

            En la oración, como en el sueño, emerge el mundo inconsciente y emocional. En ella no cabe la censura, pues el que reza saca una vida alternativa de la ambigüedad y confusión que lo habitan. Rezando sobrevivimos el mes completo con la mitad del sueldo; imaginamos que los enemigos quieren besarnos; baleamos al sujeto que nos quita el estacionamiento y nos arrepentimos; devolvemos Antofagasta a los bolivianos y no nos arrepentimos; acatamos y transgredimos los Diez Mandamientos; soñamos que los cables de poesía entre Chile y Jesús hacen saltar todas las veredas… Todo es posible, hasta elegir la actitud evangélica con que enfrentaremos la jornada, hasta reconocer entre tanto ruido la voz de Dios.

            Es que la oración es diálogo, no monólogo. No es ejercicio narcisista frente a un espejo: rendición de cuentas ante el “superyo”. La oración está bien encaminada cuando se dirige al Tú que se ama porque nos ama, nos cambia y cree en nosotros. Por eso ninguna alabanza es más alta que la oración agradecida de quien remonta los motivos de su amargura. Y ninguna confesión tan sincera como la del que, en vez de echarle la culpa al empedrado, declara con una mano en el pecho: “Perdóname, Señor, porque no sé lo que hago”.

            Que el Espíritu nos sacuda e incorpore para inventar el camino hacia la Patria. Amén.


[1] Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.