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Francisco, Papa todopoderoso

El Papa Francisco ha acumulado poder como para realizar importantes cambios en la Iglesia. En estos momentos es casi todopoderoso. Tener poder, sin embargo, es inquietante. El poder se puede usar para imponerse a los demás o para exponerse a los demás, para oírlos, para interpretarlos, para representarlos y dejarse vencer por sus legítimos anhelos.

Francisco ha sido elegido con una inmensa cantidad de votos. Los cardenales lo respaldan. Le han confiado la reforma la Curia romana. Habrán visto en él un hombre libre y capaz para emprender esta compleja tarea.

Además,  Francisco ha ganado la simpatía de la mayoría de los católicos. Sus gestos de humildad y cercanía a la gente le han valido un apoyo multitudinario. Su predilección por los pobres, sus ansias de una iglesia pobre y sus comportamientos de persona común y corriente, expresan infinitamente mejor el sentido del Evangelio que los salones, los oros y los inciensos. Hay esperanzas de cambio, quién lo duda. No esperanza de seguridades. De cambios y no de vueltas al pasado. El Papa ha ganado poder popular para hacer las transformaciones que la mayoría de los católicos quiere.

Francisco, por último, desencadena las expectativas de respeto y de autonomía de las iglesias locales y regionales, humilladas por el trato que les ha dado la Curia romana. Humilladas, pero sobre todo impedidas de inculturar la Iglesia Católica en sus propias culturas. Muchos obispos y presidentes de conferencias episcopales deben ver con muy buenos ojos que el Papa establezca con ellos relaciones como las que el Vaticano II propuso y no logró. El Concilio apostó por un funcionamiento colegial del episcopado mundial. El Vaticano II apostó por la horizontalidad y la comunión entre los obispos, por el diálogo y la colaboración. Lamentablemente los últimos papas no pudieron revertir el poder del monocentrismo y el verticalismo pre-conciliar. Benedicto no tuvo fuerzas para doblarle la mano a la Curia. Sucumbió a sus malas artes. Pero Benedicto sí tuvo sensatez e inteligencia para despejarle el camino al sucesor que tendrá que reformarla.

Los obispos latinoamericanos, y los demás católicos latinoamericanos representados por ellos, hemos sido víctimas de la prepotencia de la Curia. El último gran bochorno fue la adulteración que se hizo de los documentos de la Conferencia episcopal reunida en Aparecida (2007). Unos fueron los textos que los obispos redactaron, aprobaron y enviaron a Roma; otros los que volvieron de Roma, con alteraciones leves y graves. Pero, ¿cuánto más han debido soportar nuestros pastores? No lo sabemos. ¿Cuántas acusaciones anónimas? ¿Robos de papeles, espionajes, delaciones y zancadillas…? Todas las malas prácticas de que fue víctima Benedicto XVI, perfectamente han podido ser sufridas por los episcopados y conferencias de las distintas partes del mundo.

El Papa Francisco tiene en este momento un enorme poder. Lo tiene para cambiar la Curia, pero talvez también para hacer cambios muchísimo mayores. Levantemos la mirada. Francisco simboliza los cambios que reclama la Iglesia desde el Tercer Mundo. La Iglesia tercermundista tiene ansias de ser una iglesia digna y pobre. No basta con ser católicos en países periféricos e insignificantes. También en estos países hay sectores de fieles que más querrían ser occidentales y pertenecer a una iglesia de tradiciones culturales europeas. Pero los católicos animados por los impulsos renovadores del Concilio Vaticano II, especialmente los latinoamericanos convencidos de la necesidad de inculturar el Evangelio en las culturas locales del continente y hacerlo de acuerdo a la “opción de Dios por los pobres”, tienen hoy puesta su mirada en un Papa que los puede sacar de la humillación de ser tratados como cristianos de segunda categoría.

¿Cómo podría ocurrir algo así? ¿Cómo podría este Papa empezar a hacer cambios mucho más importantes que reestructurar la Curia? Lo principal será volver al Evangelio. Lo cual requerirá, en este caso, de mucha inteligencia, creatividad, paciencia y espíritu de lucha. Habrá enemigos. Los hay.

Hemos dicho que Francisco tiene en estos momentos tres grandes poderes. Es casi todopoderoso: los numerosos votos, la popularidad y el favor muy probable de los obispos locales. Lo decisivo será –no hay que engañarse- ejercer estos poderes en la clave del “poder” de la cruz. Francisco conoce el poder de la pobreza. La pobreza, la cruz y el despojo de la voluntad de poder, paradojalmente,  no solo son los medios a través de los cuales aquellos tres poderes podrían ser puestos al servicio de un anuncio del Evangelio auténticamente cristiano. Pues no basta juntar fuerzas y aplicarla contra viento y marea para cambiar la Iglesia.  La Iglesia de Cristo realmente cambiará cuando ella anticipe el Reino de Dios en comunidades en las cuales los más pobres, con su cultura y su dignidad, sean efectivamente protagonistas y dueños de la Iglesia como de su casa.

Pues bien, para que algo así ocurra se ofrece, precisamente en estos momentos, una vía de gobierno que Francisco podría tomar. Si el Papa más que gobernante de la Iglesia mundial opta por ser “obispo de Roma”; si en vez de arreglar la Curia para controlar mejor a las iglesias regionales y locales; si continúa por la senda de la humildad y evita la tentación de la papolatría, las demás iglesias podrán respirar y sacar personalidad propia. Hasta ahora las demás iglesias han sido presas del miedo. Sus representantes suelen ser vigilados y acusados. El miedo impide a muchos obispos y sacerdotes correr riesgos, inventar alternativas pastorales, prescindir de benefactores que les quitan libertad… Si Roma cambia el modo de relación con las demás iglesias, si confía en ellas, si les da libertad para inculturar su fe en categorías y símbolos propios, llegaremos a tener una Iglesia verdaderamente católica, es decir, universal y plural.

¿Qué Curia se necesita para que algo así suceda? Una Curia que renuncie definitivamente a la Cristiandad (recurso a los Estados, ánimo hegemónico y doctrinas uniformantes) y al estilo cortesano (liturgias pomposas, tradicionalismos hueros, protocolos complicados, palabras acaracoladas); una Curia que fomente el surgimiento y fortalecimiento de diversas maneras de ser católicos. Esto ocurrirá, podría ocurrir, si el Papa Francisco devuelve dignidad y libertad a la Iglesia dispersa en el planeta. Si las iglesia locales y regionales de América Latina, Asia, Europa, Africa y Oceanía se convierten en protagonistas en pleno derecho de ejercer su bautismo, de pensar con autonomía, de elegir sus autoridades,  se realizarán cambios realmente importantes. Cambios mayores. 

Jesús vs Caifás

El encuentro de Jesús y Caifás, uno de los episodios en el camino de la pasión, ha podido ocurrir en los siguientes términos

Caifás: “Has llevado las cosas muy lejos. Los romanos están alarmados. Pilatos no quiere tener problemas con Roma. Una revuelta en Palestina le puede costar el puesto”.

Jesús: “Y a ti la deportación…”.

Caifás: “Mira las cosas de otro modo. Roma no ha sido tan dura con nosotros. No nos han impedido practicar nuestra creencias”.

Jesús: “Tú, ¿en qué crees?”.

Caifás: “En lo mismo que tú. Los dos somos israelitas”.

Jesús: “Creemos exactamente lo contrario”.

Caifás: “¿No crees en el Templo? ¿No ofreces sacrificios por los pecados?”.

Jesús: “Ya sabes lo que pienso del Templo. Si no hubiera atacado el aprovechamiento que ustedes hacen de él, no estaría delante de ti. Ustedes han pervertido la religiosidad de la gente. La salvación es gratuita. Pero ustedes han hecho de ella puro comercio”.

Caifás: “¿Quién te crees?”.

Jesús: “Dice el Señor: quiero amor y no sacrificios. Si ustedes entendieran esto no condenarían a los inocentes”.

Caifás: “La religión no funciona sin sacrificios…”.

Jesús: “Tú y los principales quieren matarme como a un animal de sacrificio. Dios aborrecerá este crimen, como aborrece los sacrificios rituales que suplantan la misericordia. Ustedes continuarán en sus puestos de privilegio. Me entregarán a los romanos. Pero nuestro pueblo seguirá pagando impuestos al César y a ti”.

Caifás: “Es mejor que muera uno a que perezca toda la nación. Tal vez a Dios no desagrade tanto que tu muerte sirva para salvar a Israel”.

Jesús se mantiene en silencio. Mira a Caifás a los ojos. El Sumo Sacerdote también lo mira de frente. Está convencido de lo que dice. No se tiene a sí mismo por una mala persona. Solamente cumple con pragmatismo su oficio religioso y  político.

Caifás: “¿No te das cuenta del problema que has generado? Velo de otra manera. Has sobrepasado el punto de no retorno. Alguien debe pagar las consecuencias. Quien más que tú, que eres el responsable. Te has atribuido un poder que no te corresponde. No tienes autoridad para hablar de Dios y tapar la boca a escribas y sacerdotes. Si solo hablaras de Dios, te lo concedo. Estás en tu derecho. Pero tú hablas en nombre de Dios, con una autoridad que no te podemos reconocer porque, además, lo haces en contra nuestra”.

Jesús: “No soy yo, son ustedes los que han puesto en peligro a la nación”.

Caifás: “A estas alturas, tú tendrás que salvarla. ¡Qué tanto drama! Así quedaremos bien tú y nosotros. Ambos habremos colaborado con la nación. ¿No ves que creemos en el mismo Dios? Lo que importa ahora es proteger al pueblo”.

Jesús: “Soy inocente”.

Caifás: “Date a la razón. Si hubieras sido un buen profeta habría bastado. Nos has puesto a todos en peligro. Ahora lo único que queda es “sacrificarte””.

Jesús: “El único sacrificio válido es el del amor”.

Caifás: “¿No amas a Israel?”.

Jesús: “Ustedes me “sacrificarán” fuera del Templo. No tienen el coraje de hacerlo dentro. Pero igual lo hacen en nombre de Dios. El Señor está con Israel, no contigo”.

Caifás: “Tu inocencia no cuenta”.

Jesús: “Si tú creyeras en Dios sabrías que el Señor no necesita derramamiento de sangre  para salvar a su pueblo”.

Caifás: “Tú harás de chivo expiatorio aunque no lo quieras. Dices bien: ‘creemos exactamente lo contrario’. Ahora entiendo. Tu “dios” divide y acarrea la guerra, el nuestro pacifica y une”.

Jesús: “Tu “dios” es sanguinario. Sin sacrificar a los inocentes, él no reconcilia. Mi Señor no divide, une. Pero lo hace con justicia y misericordia”.

Caifás: “Tú no eres inocente. Has sido causa de discordias entre padres e hijos, tienes enemistados a los miembros del Sanedrín, los romanos están a punto de pasarnos por la espada. No quieren un levantamiento en Palestina… ¡Carga con tu pecado!”.

Jesús: “No sabes qué es la inocencia. ¿Cómo vas a saber lo que es el pecado? No distingues entre los sacrificios del Templo y los crímenes con que haces las paces con Roma. No se puede servir a dos señores”.

Caifás: “No entiendes nada”.

Jesús: “El único sacrificio que cuenta es el del amor. El Señor no necesitará mi sangre para perdonarte. Tú “dios” no es mi Dios. El mío es capaz de abandonar el rebaño con tal de encontrar a la oveja perdida. No sabes lo que haces. ¡Bellaco!, date cuenta, abre los ojos, para que el Señor tenga compasión de tu miseria”.

Caifás: “No me digas bellaco”.

Jesús: “El fin de los sacrificios humanos está cerca. Dentro de poco también los ritos sacrificiales dejarán de ser eficaces. Estos despejan la vía a los otros”.

Caifás: “En esto algo de razón tienes. También la violencia puede ser sagrada. Si a veces es necesaria, ¿por qué no puede tener una liturgia? El poder merece veneración, incluso cuando recurre a la espada. Míralo así, no insistiré más: te crucificarán, pero tus discípulos recordarán que, aunque pusiste a tu pueblo en peligro, a fin de cuentas pagaste con tu vida. Tu muerte habrá calmado al Imperio”.

Jesús: “No quisiera que hicieran de mi asesinato un culto. Lo único que me interesa es que mis discípulos recuerden el amor que el Señor me tuvo a mí y a Israel. Ellos sabrán qué hacer. Compartirán el pan en sus casas y recordarán mis palabras. Cuando yo muera ellos enseñarán que lo único que une a la humanidad es la misericordia y la justicia. Para entonces habrán aprendido que Dios estuvo en un hombre que no se desquitó en contra sus enemigos. Asumió las consecuencias de su maldad en su carne. Impidió así que el abuso del poder dañara a los demás”.

Caifás: “No eres inocente, sino ingenuo. El amor sin algo de violencia no opera. Misericordia sí, pero castigo también. Sin expiación por los pecados no hay salvación”.

Jesús: “Aborrezco la sangre”.

Caifás: “Como todos los ingenuos…”.

Jesús: “Aborrezco a tu ‘dios’ y las víctimas sangrientas que se le ofrecen dentro y fuera del templo”.

Caifás: “Y yo al tuyo”.

Jesús: “Llegará el día en que del Templo no quede piedra sobre piedra”.

Caifás: “¡No me amenaces!”.

Jesús lo mira de nuevo. Caifás vacila.

Jesús: “No seré yo ni el Señor quien derrumbe el Templo. El Reino lo socava día a día. En la nueva era los verdaderos adoradores adorarán en Espíritu y en la verdad”.

Caifás titubea.

Jesús: “Un día tus aliados se volverán contra ti y te traicionarán. Yo, en cambio, doy mi vida por mis amigos. ¿Conoces la diferencia entre los aliados y los amigos? Mis discípulos no necesitarán víctimas ni victimizaciones. No pasarán por la vida culpabilizándose de pecados ajenos. A nadie pedirán permiso para existir. Con su amor revelarán que la inocencia existe. Enseñarán que Dios no necesita derramamientos de sangre para mantener la paz”.

Caifás da vuelta la cara. Comprende que el “dios” de los aliados no es el Dios de los amigos. Siente miedo. Entra en el Templo y ofrece en sacrificio un macho cabrío por la paz en Palestina. Acto seguido, él y los saduceos entregan a Jesús. Una sola cosa piden a los romanos: que lo lleven fuera de los muros de Jerusalén.

Semana Santa: ¿marcará Francisco la diferencia?

Con ocasión de Semana Santa auguramos al Papa un feliz pontificado. Puesto que existe una relación entre el modo de gobernar la Iglesia y la crucifixión del inocente Jesús, esperamos que el Papa Francisco relacione el gobierno con la cruz en línea como ha comenzado a hacerlo con sus gestos de humildad.

 Jesús fue víctima de una religión que administraba mezquinamente la relación entre Dios y las personas de la época. Fue asesinado por los expertos en Dios, quienes consiguieron de los romanos su ejecución: los fariseos (representantes de la Ley) y los sacerdotes (representantes del Templo). ¿Por qué estos grupos, tan distintos entre ellos, convinieron en su condena? Ambos compartían una manera de entender la religión de Israel contraria a la de Jesús.

 Los fariseos eran laicos que querían ser “puros”, “perfectos”, observantes “impecables” de la Ley. Se apartaban, por tanto, de los pecadores. Juzgaban a los demás de “impuros”, se alejaban de ellos o los excluían. Los sacerdotes, además de pertenecer a la clase aristocrática, organizaban las actividades del Templo. Cobraban impuestos por los sacrificios que se ofrecían a Dios para el perdón de los pecados. Fariseos y sacerdotes, rivales entre ellos por razones históricas y teológicas, sin embargo colaboraban en el edificio religioso que los privilegiaba a ellos por encima de los demás. Esta religiosidad mató a Jesús. Jesús la desenmascaró. Lo mataron.

 ¿Cuál fue el núcleo teológico de la confrontación total entre Jesús y los expertos en Dios? Dicho en breve: la separación de lo sagrado y lo profano que estos establecían y administraban.

 Ellos separaban tajantemente cosas, ámbitos, tiempos y personas sacralizadas, produciendo necesariamente excluidos. No era extraño, sino también necesario, que una elite religiosa se apreciara a sí misma y menospreciara a los demás. Unos debían ser tenidos por profanos, para que otros se encargaran de su redención.

 Jesús hizo todo lo contrario: ofreció la salvación a manos llenas. Marcó la diferencia. Desarmó a los pecadores al ofrecerles el perdón sin condiciones. Optó por los pobres, profanos y sospechosos por excelencia. Para lo cual atacó el fuego en la base. Se estrelló frontalmente contra la torre religiosa de la exclusión, pues anunció el advenimiento de un reino fraterno. En Cristo resucitado, la Iglesia naciente descubrió la irrupción en la historia de un Dios secular, un Dios radicalmente humano. También ella marcó la diferencia.

 Desde entonces el cristianismo, la nueva religión, la del judío Jesús, superó la separación de lo sagrado y lo profano. En Israel los profetas habían ya anticipado esta superación. Los cristianos, en adelante, fueron reconocidos, más que por sus ritos, por la fuerza espiritual y ética con que se desenvolvieron en el mundo antiguo.

 Pero no siempre el cristianismo ha estado a la altura de esta originalidad suya. Las involuciones siempre lo han seducido. Ha ocurrido que el cristianismo ha traicionado su diferencia. Por ello han sido necesarias reformas y ajustes doctrinales y disciplinares que recuperen la senda perdida. A este efecto, el Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, recordó que lo único infaltable para la “salvación” es la caridad. Sostuvo que Dios ama a todos los seres humanos, y que el amor es la única condición absoluta para alcanzarlo. La intuición antiquísima, también judía, es que la fe en Dios se vive, en primer lugar, puertas afuera del templo, en actos de misericordia y justicia a secas.

 ¿Habría que revisar hoy la relación entre el rito y la vida corriente de los cristianos? Hoy y siempre. Porque una separación entre ambos tarde o temprano lleva matar a Jesús de nuevo.

El cristianismo es una religión extraña. Es secular. Es religión. Es la religión que promete encontrar a Dios en el seculo (mundo) sin más. El cristianismo, si algún lugar merece en la historia de las religiones, es la de tener como misión anunciar y practicar sacramental y efectivamente la implicación de Dios con los crucificados, los excluidos, los difamados y los desamparados.

 Esta Semana Santa, cuando los católicos miran con esperanza a Francisco, los católicos, y cualquier ser humano, puede pedirle al Papa estructuras y modos de gobierno en la Iglesia que cuiden a las personas, sobre todo si estas se encuentran marginadas o avergonzadas, si han fracasado en su matrimonio, en el trabajo, la escuela, tengan fe o no la tengan. Francisco ha ofrecido cuidado. La recuperación de la confianza en la Iglesia pasa hoy por confiar en la palabra del Papa, pero también por poder cobrarle la palabra.

 La institución eclesiástica en las últimas décadas se ha alejado considerablemente de sus contemporáneos. Una callada re-sacralización institucional primero y escándalos de abusos innombrables después, han creado una penosa distancia entre las autoridades y los fieles. Que el nuevo Papa haya querido llamarse Francisco –el santo más parecido a Jesús- augura para los cristianos un retorno a los tiempos de la primera Iglesia; aquella Iglesia que creció explosivamente porque en ella los huérfanos, los extranjeros y las mujeres fueron cuidados y dignificados, pues pudieron participar, ser protagonistas de sus vidas y de sus comunidades, como no lo habían hecho nunca.

Un papa de América Latina

La elección Jorge Mario Bergoglio tiene un altísimo significado simbólico. Es latinoamericano y ha escogido el nombre de Francisco. ¿Hacia dónde llevará a la Iglesia? Puedo equivocarme en el pronóstico. Levanto una hipótesis. El nuevo Papa tal vez no quiera lo que yo quiero; y, si lo quisiera, puede ser que no lo logre. Independiente de esto y aquello, el elegido es representante del Tercer Mundo, si aún podemos hablar en estos términos, y, tendencialmente, de una Iglesia policéntrica.

 Bergoglio ha querido llamarse Francisco. Este nombre retumba en la Iglesia. Se estremece la pompa, el oro y el oropel. ¿Augura una liturgia más cercana y menos cortesana? Francisco de Asís, con su sola pobreza, impactó eficazmente en la Iglesia de su tiempo. Al aparecer al balcón, el nuevo papa hizo gestos nítidos de humildad. Vestidura blanca, petición de bendición a los fieles…

 Por otra parte, Francisco es jesuita. El sabe que San Ignacio quiso parecerse a San Francisco y en cuanto a la pobreza el primer jesuita llegó a ser extremo. Como jesuita del postconcilio, además, ha asimilado la definición de la misión de la Compañía de Jesús en términos de “Servicio de la fe y promoción de la justicia”. El voto de pobreza de los jesuitas, a partir de la Congregación General XXXII (1975), amplió su significado, involucrando a los jesuitas en todas las luchas sociales contemporáneas a favor de los pobres y los movimientos de reconocimiento de los excluidos.

 El nuevo Papa es, en fin, latinoamericano. Un argentino que conoce la miseria de los barrios de  Buenos Aires y del resto del continente. Es un obispo de América Latina que ha participado en la formulación de la “opción preferencial por los pobres”, la convicción mística colectiva y teológica que ha pasado a distinguir nuestro catolicismo. El fue redactor del documento de Aparecida (2007) en el que nuevamente se confirmó esta opción. El sabe, por lo mismo, que Roma alteró el texto final, justamente en los temas sociales. En suma, Francisco es un Papa para el Tercer Mundo. De su elección deben alegrarse no solo los católicos, sino los pobres del mundo entero.

 Además de simbolizar al Tercer Mundo, Francisco representa un giro extraordinario hacia fuera de Europa. Todos los papas han sido europeos u oriundos de la cuenca del Mediterráneo. Occidentales. Bergoglio también es occidental, pero con él se abre la posibilidad de cristianismos africanos, asiáticos, etc. El asunto es que la Iglesia Católica experimenta la tensión mayor de un pluralismo geográfico y cultural. Lo decía Karl Rahner a propósito de los que se dejó ver en el Vaticano II. Por primera vez, sostenía Rahner, la Iglesia se constituyó al más alto nivel y en términos de enseñanza de la fe, con representantes de todos los lugares de la tierra. Lo que está en juego con un Papa de América Latina, además de una retorno a la pobreza evangélica, es la posibilidad del despliegue de una Iglesia policéntrica.

 Esto no es del todo nuevo. En la Antigüedad hubo cinco patriarcados: Roma (Occidente), Constantinopla, Antioquía, Jerusalén y Alejandría (cuyo patriarca también era llamado papa). Entre ellos, el papa de Roma velaba especialmente por la unidad y la comunión entre las iglesias, para lo cual muchas veces tuvo que zanjar cuestiones teológicas. En la actualidad, el pluralismo que se insinúa es mucho mayor. Hace rato que Roma hace enormes esfuerzos por contener a los católicos en la unidad. No ha habido cismas, salvo el de Lefebvre. Insignificante. Pero sí ha habido «cisma blanco»:  el descuelgue masivo de católicos que no comparten ya la cultura en la cual la Iglesia continúa operando, tanto en el plano del mando como de la doctrina; una generación completa de jóvenes perplejos con una enseñanza sexual que no comprenden; y con los abusos sexuales del clero.

 Lo que despunta, y que no sabemos por cuanto más Roma puede impedir, es el surgimiento de un catolicismo de iglesias regionales y locales culturalmente distintas. Por tanto, con propios modos de elegir a sus autoridades y con formulaciones originales de los contenidos de fe del Evangelio. ¿Llevará Francisco la Iglesia a un policentrismo? No lo sabemos, pero lo representa. ¿Volveremos a los antiguos patriarcados o algo equivalente? Es muy probable que si no se avance en esta dirección la Iglesia dejará de ser “católica”, esto es, “universal”, para quedar reducida a un grupo pequeño de fieles refractarios de la cultura moderna e inmunes a inculturaciones plurales del Evangelio.

 Un último asunto –siempre en términos hipotéticos- es qué teología pudiera sostener un despliegue policéntrico de la Iglesia y un compromiso de esta Iglesia con los pueblos víctimas de la globalización del Mercado y de todo tipo de esclavitudes. El Papa Francisco representa una ruptura. Se nos dice que es conservador. Pero ha quedado puesto en un lugar en que no puede serlo. Por una parte necesitará el aporte de las teologías de la liberación y, por otra, de las teologías inculturacionistas y contextuales. Sin estas, difícilmente el nuevo Papa podrá emprender los cambios que él mismo simboliza.

Elección del Papa: ¿cuáles serán los factores decisivos?

Es difícil saber cuáles son los factores que incidirán en la elección del nuevo Papa y cuánto pesará cada uno de estos. Los cardenales electores deben estar pensándolo muy bien. El discernimiento no será fácil.

Me atrevo a mencionar algunos factores a considerar, cierto de que hay otros más.

Nacionalidad: El número de cardenales electores italianos es muy alto. Son proporcionalmente más que los de cualquier país. ¿Elegirán estos un Papa italiano? Por cierto, el argumento de nacionalidad no debiera pesar en una institución abierta, por mandato de su fundador, a todos los pueblos. Pero, al momento de decidir, los italianos pueden pensar que ellos tienen más habilidades de gobierno. Si creen que el mejor candidato es italiano, los italianos probablemente lo elegirán a él. Puede también ocurrir que el resto de los cardenales diga basta de italianos. Tienen demasiadas habilidades de gobierno, más de las necesarias.

Apertura al resto de mundo: En línea con lo anterior, pero por otros motivos, puede activarse la tensión que, desde el Vaticano II, atraviesa a la Iglesia. Esta es, la presión por abrirse espacio de un catolicismo plural. Este es el caso de la Iglesia de América Latina. ¿No pudieran los latinoamericanos, por ejemplo, elegir sus obispos? Algo parecido ocurre en otras partes del mundo donde Roma, en su tarea de velar por la unidad, frena iniciativas de inculturación de las iglesias locales y regionales. ¿Cuánta importancia tendrá en esta elección la necesidad de abrir la puerta al “resto del mundo”? ¿Querrá el “resto del mundo” sacar adelante un candidato propio? No lo sabemos.

Cultura: Para nadie es un misterio las graves dificultades que tiene la Iglesia para transmitir la fe cristiana en un contexto de grandes cambios culturales. Ya Pablo VI decía que la ruptura entre Evangelio y cultura era el drama de nuestro tiempo. La cultura occidental predominante es secular. El desgarro lo experimentan los católicos en sí mismos. Ellos son cristianos y seculares. A la mayoría de estos se les hace difícil comprender la enseñanza magisterial en materias importantes para sus vidas: sexualidad, bioética, lugar de la mujer en la Iglesia, valoración de la autonomía, segundos matrimonios, segundas familias… ¿Quién será el mejor candidato para los cardenales en estos temas?

Geopolítica: No puede descartarse que las grandes potencias vean modo de insinuar un candidato. Si uno atiende a la historia, desde Constantino hasta hace poco, desde hace exactamente 1.700 años, los emperadores y los principales reyes han sido influyentes o decisivos en la mayor cantidad de las elecciones. Juan Pablo II fue muy importante en la caída del Muro. Pío XII engañó a los espías de Hitler. ¿Qué fuerzas políticas internacionales ha puesto en juego la renuncia de Benedicto XVI? ¿Operan con hackers? Puede ser que en los salones de las embajadas corra la pregunta a acerca de la visión internacional de los probables candidatos. ¿Tomará el próximo Papa posición por Occidente u Oriente? ¿O será neutral?

Gobierno: El nuevo Papa tiene que tener dotes de gobierno. El lento desmoronarse del pontificado de Juan Pablo II heredó a Benedicto XVI una situación de gobernabilidad muy complicada. No por nada dos importantes cardenales han emitido opiniones inquietantes. No hace mucho, Walter Kasper, un hombre que tuvo máxima autoridad entre los colaboradores de la curia, ha dicho que en Roma no había gobierno. Carlo Maria Martini, poco antes de morir, dijo: “Aconsejo al Papa y los Obispos a buscar a doce personas ‘de fuera’ para ocupar los lugares de dirección. Hombres que estén cerca de los más pobres, que estén rodeados de jóvenes y que experimenten cosas nuevas”. Es esta evidentemente una metáfora. Pero, indica que Benedicto sí tuvo problemas para gobernar.

Ecumenismo y diálogo interreligioso: La Iglesia Católica tiene en su historia dos grandes quiebres: con la Iglesia Ortodoxa y con las iglesias de la Reforma. Todas juntas procuran actualmente avanzar a la unidad. Por esto, para cada cambio que un Papa quiera introducir debe mirar a ambos lados. Sucede a veces que las otras iglesias cristianas se encuentran en posiciones contrarias. Una institución con dos mil años de historia no puede ir muy rápido, pero las nuevas generaciones no están para pasos de paquidermo. En la otra frontera, los católicos se encuentran con otras religiones, filosofías o sabidurías. ¿Cuán abierto habrá de ser el próximo Papa a descubrir en el Islam, el Judaísmo, el Budismo y en las religiones étnicas interlocutores válidos?

Estatura espiritual: Siempre habrá quien pregunte, y con razón, por la salud de los candidatos. El cargo requiere fuerzas físicas. De estas, por lo demás, dependen también esas fuerzas espirituales sin las cuales, como ha dicho Benedicto en su renuncia, no se puede servir a la Iglesia. La estatura espiritual es condición sine qua non para discernir al nuevo Papa. Este será el asunto más importante de averiguar por los electores. Por esto, no será raro que quieran también testear si il papabile estaría dispuesto a renunciar, en caso de deteriorarse su salud o de envejecimiento, como lo hizo su predecesor. El gesto de Benedicto ha sido una señal neta de sensatez psíquica y espiritual. Pero esta es ya opinión mía.

Esperamos lo mejor.

Renuncia de Benedicto XVI: una decisión ejemplar

El impacto de la noticia de la renuncia del Papa nos puede hacer pasar por alto la alta calidad humana de los términos en que esta ha sido hecha. A continuación, sin ánimo de exhaustividad, detallo algunos aspectos de la decisión de Benedicto XVI.

 Una decisión tomada con conciencia

 El Papa decide renunciar porque Dios le ha pedido que renuncie. No parece que se lo haya dicho tal cual, sino que Benedicto lo ha oído en esa concavidad sagrada que todo ser humano tiene llamada conciencia en la cual solo caben dos: el Creador y su creatura. El hombre, en su máxima expresión, solo rinde cuentas a su conciencia. Esta no es un espejo de los propios deseos e intereses. Sino que, en la escucha del silencio absoluto, oye a Dios y no puede dejar de hacerle caso sin frustrar la propia razón de ser. La decisión del Papa no puede ser más libre, porque es la decisión de Dios.

 ¿No es esta una contradicción? Para nada. En la actuación del Papa se replica el misterio de la Encarnación. En Cristo el hombre nunca ha sido más hombre, porque en él Dios nunca ha sido más Amor (“Dios es amor”, 1 Jn 4, 8). En esta renuncia al ministerio de Pedro, la voluntad de Dios y la libertad de Benedicto coinciden. El Papa le ha consultado reiteradas veces. Según parece, Dios le ha confirmado su decisión; decisión que será tan suya como del mismo Benedicto. En este sentido el Papa no puede estar más lejos del “individualismo” contemporáneo. Su decisión es sumamente libre de todos los condicionamientos a su voluntad; de todo tipo de apegos al poder o a la fama; de querer, por ejemplo, que el futuro de la Iglesia pase por su personalidad. Si en la intimidad de la oración Dios le hubiera dicho “sigue, continúa”, probablemente él habría proseguido en el cargo. El mensaje trasmitido a los cardenales trasunta una disponibilidad total a la voluntad de Dios, así como la realización de la libertad de Benedicto.

 Llama la atención en el mensaje que la decisión es libre y en conciencia. Benedicto es insistente. Quiere que quede muy en claro. Nadie lo presiona. Nada. Ni los otros ni sus propias pulsiones: miedos, intereses creados, etc. Repite: “Después de haber examinado reiteradamente mi conciencia…”; “he llegado a la certeza…”; “soy muy conciente de…”; “siendo muy conciente de la seriedad…”; “con plena libertad…”. Conclusión: “renuncio”.

 ¿Es acaso el recurso a la conciencia un privilegio papal? Por supuesto que no. El Papa, probablemente sin quererlo directamente, está dando un ejemplo de cristianismo. Todo cristiano, en las circunstancias cruciales de la vida, es decir, cuando no hay recetas para seguir adelante; cuando las leyes morales resultan estrechas e inhumanas; cuando da vértigo equivocarse, debe seguir su conciencia. Este es su privilegio y su deber. Su honor. Su dignidad.

 Rendición de cuentas a una institucionalidad

 Sin perjuicio de lo anterior, Benedicto XVI sabe perfectamente que su decisión debe ser comunicada y encausada en una institucionalidad que él no ha inventado para llegar al poder ni para conservarlo. Su decisión, tomada en conciencia, es comunicada a quienes se harán cargo de ella porque ellos, bajo otro respecto, están por encima de él. Los cardenales lo han elegido. Ellos tendrán que elegir otro Papa. Los cardenales no le pueden impedir que renuncie. Ellos también están obligados a acatar la voluntad de Dios que en estos momentos pasa por la conciencia de Benedicto. Pero no podrían permitir que Benedicto los sobrepase autoritariamente con esta y otras decisiones. Ellos no son “hotelería” vaticana dispuesta a escenificar las “performances” del Pontífice. Ambos, ellos y el Papa, cada cual en lo suyo, nos representan a todos los católicos. Ambos están al servicio de una Iglesia cuya institucionalidad debiera ser intolerante con los abusos del poder. En este caso, Benedicto humildemente, y a la vez con enorme dignidad, rinde cuenta de su acto a quienes él debe respecto y sometimiento.

 El Papa Benedicto es consciente de que su cargo es un servicio a una institución que no se identifica con su persona, sino que es el Cuerpo de Cristo. La Iglesia toda es la esposa de un Cristo que se entregó por entero al advenimiento del Reino de Dios. El Papa y los cardenales son servidores del Siervo de Dios. Es así que Benedicto agradece a los cardenales el amor y la ayuda. Pide perdón, ¿a Dios o a ellos? ¿Ambos? Su gobierno es un “ministerio”. Su vida es un “ministerio”. La prueba de la sinceridad de sus palabras es que terminado el cargo no dejará de servir. Él no ha servido para gobernar. Él ha gobernado para servir. Su intención última es esta. Así lo dice: “Por lo que a mi respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria”.

 Por otra parte, como otra prueba de la rendición de cuentas del Papa, es la argumentación misma de su decisión. Su decisión no es un capricho. El se ve obligado a fundamentar cuidadosamente la razonabilidad de su acto. Benedicto explica con suma seriedad por qué el buen gobierno de la Iglesia hoy requiere de un cambio al más alto nivel.

 ¿Ha querido el Papa darnos un ejemplo de ejercicio cristiano del poder? Tal vez sí. Pero seguramente esta no es la intención primera. Estamos ante un ejercicio del poder que de hecho, talvez sin quererlo, trasunta una comprensión cristiana de las instituciones humanas. Nadie puede, en cristiano, pretender un poder absoluto. El poder es servicio del que se da cuenta a Dios y a los hombres. Solo en estos términos quien detente el poder cuenta con autoridad para ejercerlo. Quien no, se expone al desacato y a la rebelión.

 Gobierno espiritual

 En la decisión de Benedicto XVI hay una sabia relación práctica de fe y razón. El gobernante no se deja seducir por la tentación carismática. El Papa sabe, por cierto, que ha sido dotado del Espíritu a través de una consagración para un cargo de una institución que no puede ser juzgada por meros criterios mundanos. Pero, si las instituciones meramente mundanas a estas alturas de la historia impiden que una autoridad se eternice en el cargo con perjuicio del servicio que debe prestar, la Iglesia, precisamente porque está obligada a articular fe y razón (Concilio Vaticano I), debe operar con sensatez. Benedicto, enfermo y sin fuerzas, actúa con la razonabilidad de un cristiano que cree que la fe en el Creador le exige actuar conforme a razón que Él le ha dado para usarla sin miedo a equivocarse.

 ¿Constituye su renuncia una abdicación de la cruz? Para Juan Pablo II lo habría sido. No nos toca juzgarlo. Si en conciencia, como pensamos, Dios le ha pedido algo así como: “sigue hasta el final porque esta será la manera en la cual tú debes participar en el misterio pascual”, bien ha hecho en llegar hasta el final como llegó. Desecho. Sin decidir, sin gobernar. Quedando el mando de la Iglesia entregado a otras personas. Juan Pablo II pudo haberse equivocado en su discernimiento. Los papas también se equivocan. Pero tampoco podemos excluir que Dios, que supera con mucho nuestros planes, le haya pedido no renunciar.

 El caso es que Benedicto, nos consta, sí ha querido obedecer a su conciencia y en ella Dios le ha pedido lo contrario. Probablemente le ha dicho: “para gobernar la Iglesia se necesitan actos y palabras, oración y sufrimiento. Tú has sufrido. Seguirás sufriendo. Seguirás sufriendo por la Iglesia, no solo por el deterioro de tu salud. No te relevo de continuar sirviendo a la Iglesia. Retírate, pero sigue rezando, sufriendo, pensando…Hazlo hasta que puedas. Pero la Iglesia necesita ser gobernada con la cruz y la razón. No solo con la cruz. En este momento histórico, en tú caso, que irás perdiendo poco a poco la mente, creo que es razonable que haya otro Papa. Renuncia”.

 No podemos juzgar interioridades. Pero, a mi parecer, en este punto, Benedicto XVI ha sido superior a Juan Pablo II. Juan Pablo II identificó su cruz con la cruz de Cristo, dejando entregada la Iglesia al desorden, a los pillos y a las luchas por el poder; en suma, a la irracionalidad. Benedicto XVI, por el contrario, ha visto que la misión de la Iglesia no es otra que la misión de Cristo, el Siervo que ha proclamado la llegada de un reino cuya razonabilidad es la del amor, y no la del sacrificio por el sacrificio. El amor, que suele ser arduo, que no opera más que a través del discernimiento y el control de las fuerzas. El Papa Benedicto, talvez sin quererlo, simplemente practicándolo, nos ha recordado que el amor y la razón van de la mano.

 Esta es mi opinión. Personalmente me inclino por Benedicto. Me es convincente su manera de tomar decisiones y la decisión tomada. Sin embargo, me veo obligado a ir aun más lejos. Si, como Benedicto, le doy suma importancia al respeto de la conciencia de las personas, no puedo excluir que otras personas, con otros esquemas mentales, con otras culturas y en otras circunstancias, lleguen a decisiones diferentes. Lo decía más arriba. Nadie puede impedir que Dios pida acciones distintas a personas distintas. A decir verdad, creo las respuestas al querer de Dios han de ser siempre únicas. Supongo que, mientras más difíciles, serán más originales, porque la originalidad del cristianismo es expresión de la originalidad de la relación que cada creatura tiene con su Creador.

 En suma, celebro la decisión de Benedicto y el modo suyo de tomar decisiones en conciencia. Creo que el Pueblo de Dios anhela que la Iglesia establezca o sugiera los vínculos entre el amor y la razón. Por todas partes detecto el deseo de una Iglesia acogedora y acompañante; que no imponga, sino que ayude a las personas a decidir sobre sus vidas.

 Por lo mismo, me parece sumamente rica la comparación entre los dos papas. ¿Por qué excluir que ambos hayan actuado bien? Independientemente de los resultados efectivos, toda persona que actúa con libertad responsable, esto es, con una libertad que “responde” a la propia conciencia, actúa correctamente

 Este campo de posibilidades augura un hermoso futuro para los católicos. Celebro, una vez más, la decisión de Benedicto. El no se dejó llevar por un precedente de 600 años. Lo rompió. Nos sorprendió a todos. Los actos verdaderamente libres son sorprendentes. Aplaudo su libertad y su seriedad. La Iglesia espera de sus pastores, en este momento de profunda crisis, gestos y decisiones de gran responsabilidad.

Renuncia de Benedicto XVI: agradecimientos y cambios pendientes

El Papa Benedicto XVI ha anunciado que renuncia a su cargo. La noticia ha sido sorprendente. Me detengo en tres asuntos: la declaración; los méritos de su mandato; los cambios pendientes.

 Primero: la declaración. En ella se expresan con una franqueza conmovedora los mejores valores humanos y espirituales del Papa Ratzinger. Estremece oír a un hombre declarar sus límites. Esto, que pudiera ser impúdico, constituye en este caso un acto de suma responsabilidad. “Ya no tengo fuerzas…”, dice. “He de reconocer mi incapacidad para…”. Quien reconoce que le falta salud, fuerzas físicas y espirituales es un hombre que ocupa uno de los cargos más importantes del mundo. En virtud de su asidua conversación con Dios, estima que el destino de la Iglesia requiere un cambio mayor.

 Estamos ante un acto de suprema responsabilidad. Por cierto, como él mismo Papa sostiene, es una decisión libre. Libre e impredecible. Hasta hoy ha sido predecible el agotamiento de una institución que, en palabras del Cardenal Martini, está atrasada “doscientos años”. Hoy, el Papa Ratzinger, con este acto de libertad, da una señal en contrario.

 Segundo: los católicos agradecen al Papa el gobierno de la Iglesia. Cualquiera puede imaginar las enormes exigencias de un cargo como este. Benedicto XVI ha sido Papa en tiempos extremadamente difíciles para hacer avanzar una religión que tiene dos mil años de historia.

 Es necesario agradecerle, además, su enseñanza. Me detengo en la encíclica Caritas in Veritate, por su enorme actualidad. Para Benedicto XVI el auténtico desarrollo de los pueblos depende de una caridad de alcance social y universal, una caridad que opera a través de la justicia y de la búsqueda del bien común. El centra su atención en la economía: “La actividad económica no puede resolver todos los problemas sociales ampliando sin más la lógica mercantil. Debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política. Por tanto, se debe tener presente que separar la gestión económica, a la que correspondería únicamente producir riqueza, de la acción política, que tendría el papel de conseguir la justicia mediante la redistribución, es causa de graves desequilibrios”(36). El Papa, en este mismo documento, revaloriza la política y al Estado; promueve la reforma de la ONU y pide “gobernar la economía mundial” mediante una “Autoridad política mundial…(67).

 Debe agradecerse al Papa Benedicto, en fin, el coraje que ha tenido para asomarse a la vergonzosa realidad de los escándalos sexuales del clero y a los intentos jerárquicos por ocultarlos. En una entrevista dada hace dos años, afirma: “Lo importante es, en primer lugar, cuidar de las víctimas y hacer todo lo posible por ayudarles y por estar a su lado con ánimo de contribuir a su sanación”. El Papa sufre con el daño hecho: “Todo esto ha sido para nosotros un shock y a mí sigue conmoviéndome hoy como ayer hasta lo más hondo”. El Cardenal Ratzinger, en su momento, no pudo hacer más para terminar con abusos tan estremecedores. Ocupaba entonces un cargo dependiente. Hoy se sabe que casos impresionantes como el de Marcial Maciel fueron encubiertos por altas autoridades eclesiásticas. El Cardenal Ratzinger, una vez convertido en Benedicto XVI, enfrentó este y numerosos otros casos. En toda la Iglesia se han visto los cambios: sanciones a los culpables, asistencia y reparación para las víctimas, nuevos cuidados para la selección del clero y redacción de protocolos de procedimiento de prevención y de sanción.

Tercero: los cambios por delante. ¿Qué viene? La elección de un nuevo Papa. ¿Qué tendrá que hacer y cómo? No nos corresponde decirlo. Tampoco tendríamos cómo saberlo. Sin embargo, hay algunos asuntos que reclaman revisiones y modificaciones por doquier. Por razón de brevedad simplemente los enuncio:

 * El Vaticano II abrió la posibilidad de un catolicismo de “varias iglesias”. En el  Concilio pudieron participar obispos representantes de las culturas más diversas. Hoy está pendiente el surgimiento o el fortalecimiento de iglesias inculturadas locales. En nuestra propia América Latina ha despuntado la posibilidad de una iglesia adulta: hemos mantenido la convicción de que Dios opta por los pobres y hemos comenzado a desarrollar una teología propia. Pero falta mayor confianza en el episcopado continental.

* Bien debiera revisarse a fondo la situación de la mujer en la Iglesia y darle un espacio en el gobierno al más alto nivel. ¿Cómo puede ser que las mujeres no participen en ninguna de las decisiones importantes que toma la jerarquía eclesiástica?

* La enseñanza moral sexual requiere de ajustes. No puede ser normal que la inmensa mayoría de los católicos no la comprenda.

 * ¿Se podrá revisar la práctica de excluir de la comunión eucarística a los separados vueltos a casar? Las voces que lo piden se hacen sentir en todas partes. Incluso el Cardenal Martini, ex papabile y recientemente muerto ha dicho: “Hay que darle la vuelta a la pregunta de si los divorciados pueden tomar la Comunión”.

* La Iglesia aún debe llegar a ser la Iglesia de los pobres. Estos debieran ser cada día más protagonistas en la gestión de sus comunidades y voces autorizadas en la comprensión de qué significa que un Pobre haya resucitado.

La extraordinaria libertad de Benedicto XVI para renunciar a su cargo constituye un precedente que debe ser continuado. ¿No debiera estipularse una edad tope de gobierno?

Este gesto del Papa, sobre todo, augura un tiempo en que, con una libertad semejante, la Iglesia se atreva a hacer los cambios que, a través de los católicos, Dios le está pidiendo.

 

Carta a amigo y hermano sacerdote

Querido amigo y hermano sacerdote,

 Quiero compartir contigo algunas reflexiones que hago urgido por los escándalos que estremecen al Pueblo de Dios. No lo hago porque tenga algo que enseñar, sino por la necesidad de reflexionar juntos, de cuestionarnos juntos, de apoyarnos y salir juntos de la crisis en que se halla sumida nuestra Iglesia. No invoco ninguna autoridad moral especial.

 Estamos viviendo una situación de hondo dolor, desconcierto, indignación y a veces incluso de rebeldía o ánimo de revancha. La razón: los abusos sexuales, psicológicos y espirituales cometidos contra personas inocentes (menores y mayores) de parte de sacerdotes, y el retardo de las autoridades eclesiásticas para prevenir o corregir debidamente estos males. El Papa lo ha dicho con todas sus letras. El Papa ha forzado al episcopado y al clero mundial a cambiar por completo la mirada, y a comenzar a ver la realidad con los ojos de las víctimas. Es un giro de 180 grados. Nos pide terminar con todo tipo de ocultamientos, los cuales muchas veces se hicieron para salvar a la institución.

 Los sacerdotes sentimos vergüenza de lo ocurrido y, sin embargo, no podemos dejar de tener una mirada respetuosa hacia nosotros mismos. Estamos pasando una de esas crisis grandes que ha tenido la Iglesia en su historia. Necesitamos hacer verdad sobre nosotros mismos, distinguiendo en qué sí y en qué no somos responsables, evitando generalizaciones y confusiones. Nuestro propio respeto y dignidad nos exige entereza para mirarnos a fondo.

 En particular, se ha generado una desconfianza sobre nuestro celibato y nuestra vida en general, que puede interferir nuestras relaciones con los demás, y descorazonarnos a nosotros mismos. Nunca ha sido fácil ser sacerdotes y célibes, pero ahora último las dificultades que enfrentamos se han exacerbado. Al menos hasta hace poco gozábamos de cierta admiración. Esto ha cambiado. Para algunas personas, bajo el manto de “lo sacro” se esconde cierta perversión. A otras parecerá que el celibato nos desequilibra afectiva y psicológicamente, y hace que establezcamos relaciones inmoderadas con las personas. Es necesario reconocer que la mística del celibato está, al menos, aboyada.

 Frente a esta situación de cuestionamiento me imagino que los sacerdotes reaccionamos o podríamos reaccionar de las siguiente maneras.

 Una posibilidad es restarle importancia a la crítica y a la crisis. Cabe la posibilidad de blindarse mental y afectivamente. De defenderse en contra del ambiente adverso. Podemos parapetarnos en nuestra identidad, re-encantarnos con nuestra “elección” y echarle la culpa a quienes nos culpan: las víctimas, los medios de comunicación… Tarde o temprano la dificultad reaparecerá. Problema tapado, problema no solucionado… Si la crisis de la Iglesia no pasa por nosotros; si no nos afecta como afectaría a cualquier persona normal; si, indolentes, negamos la vulnerabilidad de nuestra humanidad, es seguro que seremos insensibles con las personas de nuestro entorno.

 La otra posibilidad es acoger la crisis. Reconocer que no somos omnipotentes, sino frágiles. Talvez así Dios prevalezca en nosotros. No lo podemos ni lo sabemos todo. Acoger la crisis es hacer nuestra la crisis de la Iglesia; entrar en el desconcierto que afecta a tantos católicos; exponernos a las miradas agudas de quienes nunca nos han creído; creer que no siempre los medios de comunicación nos “tienen mala” sino que han hecho verdad sobre aquello que hubiéramos preferido que no se supiera. En caso de acoger la crisis de la Iglesia, la apertura puede acarrear una crisis personal. Si tal ocurre, sería muy normal. Tendríamos que dejar de pensar que la “consagración” inmuniza en contra de experiencias críticas. Toda experiencia es un riesgo. Toda, en cierto sentido, es un paso por la muerte. Dios puede, por esto mismo, sacarnos adelante por caminos inesperados. Acoger la crisis equivale a darnos la posibilidad de tener una experiencia espiritual a fondo. Nada impedirá que la crisis pueda terminar en “lisis” (la descomposición que acompaña a la muerte). Pero, si se entra en la crisis y no se la rehúye, probablemente se dará en nosotros un crecimiento en humanidad.

 Entrar en la crisis, en nuestro caso, tiene sentido como posibilidad de profundizar en nuestra vocación. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, nos llama a dar un salto a lo desconocido. Otra vez nos “llama”. Nos llamó a ser sacerdotes y nos sigue llamando a serlo. Quien nos llamó nos vuelve a llamar. No debiera extrañarnos que se repita la experiencia de que Dios venza en nosotros a pesar de nuestra ignorancia, incapacidad, miedo y pecado. ¡Cuántas veces hemos leído en misa la historia de profetas que nunca se imaginaron que iban a hablar en nombre de Dios! “Yo no nací profeta. Era solo un campesino”, dice Amós, “y Dios me llamó a profetizar”. Superaremos la crisis si Dios nos ayuda a atravesar el río. En la Escritura esto se hace ni más ni menos que con fe. Fue y sigue siendo “anormal” ser sacerdotes. Nunca debiéramos naturalizar un llamado que en el más estricto de los sentidos es un misterio. En cualquier circunstancia, nuestro sacerdocio es más problema de Dios que nuestro. El tendrá que arreglársela, si podemos decirlo así.

 La posibilidad de profundizar en nuestra vocación depende de que reconozcamos honestamente nuestra situación actual. Caben varias posibilidades:

 + Puede que nos estemos diciendo a nosotros mismos algo así como “Me engañé”. Podemos tener la impresión que de que nos equivocamos al entrar al Seminario, al emitir los votos o al recibir la ordenación.

 + Puede ser que tengamos la impresión de que las circunstancias de la Iglesia han cambiado a tal grado que no estamos en condiciones de vivir la crisis en que estamos. “Nos cambiaron la Iglesia”, dicen algunos.

 + Hemos podido llegar a reconocer que la vulnerabilidad del clero en general y la sensación de culpa compartida, “me afecta, me hace muy frágil”.  “Es más de lo que puedo soportar”.

 +Tal vez, haciendo recuerdos, concluyamos que no recibimos la formación que se requiere para ser sacerdote hoy. “Me enseñaron una religión verbal: palabras y fórmulas que ya nadie entiende”. “Hablamos en nombre de ‘la verdad’, y no nos creen”. “O de ‘la salvación’, y les resbala”. Dirá alguno: “aprendí a tratar a las personas como niños”. Y otro: “me enseñaron a cuidarme de las mujeres y he evitado que se acerquen al altar”.

 + A algún sacerdote puede darle rabia tener que enseñar una doctrina moral sexual que no convence. “Si el clero tiene dificultades, ¿cómo puedo yo exigir castidad a los demás?”.

 + Puede ser que alguien tenga problemas serios con su afectividad-sexualidad. Ha tenido caídas. Lamenta el daño que ha hecho. “No sé a quién pedir consejo”.

 + Por último, cabe la posibilidad de la resignación. Pensar que esta vida es inviable y que, sin embargo, no queda otra que seguir “arrastrando el poncho”.

 Todas estas posibilidades, sin embargo, es necesario ubicarlas en un campo de comprensión más amplio. La situación particular nuestra tiene mucho en común con las crisis de cualquier ser humano. Es raro el caso de alguien que haya llegado al fin de la vida como un turista puede hacerlo. Las personas en su vida pasan por momentos de descalabro en los cuales no saben si se las tragará el mal o tendrán la suerte de que las bote la ola. Mirar a nuestro alrededor es indispensable para ponderar qué dimensiones tiene la crisis. Así podremos afrontarla sin pánico.

 En nuestro caso, especialmente, tendríamos que mirar al Crucificado y subir con él el Gólgota. Los sacerdotes estamos mejor entrenados que otros para entrar en las crisis en clave mística. Lo que nos toca hoy es participar en el misterio de Cristo, el Verbo que se hace carne y acaba en la cruz. Aprendamos, por fin, lo que solemos enseñar. ¿No era ya hora de hacerlo? ¿Cómo hemos podido nosotros imaginar que, en virtud de nuestra investidura, íbamos a ser eximidos de vivir pascualmente la vida? ¿Cómo hemos podido hablar de la cruz sin hablar de nosotros mismos, de lo que hay en lo más hondo de nuestra alma, de las zozobras pasadas o actuales? ¿No está cansada acaso la gente de sacerdotes que hablan como si hubieran aprendido qué es la vida en los libros del seminario, pero no por experiencias reales de fracaso y de recuperación? Bien podemos recordar al obispo que nos ordenó, entregándonos la patena y el cáliz: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

 Comenzar a vivir nuestra fe pascual y trinitariamente será el primer paso para alcanzar la autenticidad en la que descansa la autoridad. ¡No nos creen! No podemos continuar engañándonos a nosotros mismos.

 Hagamos memoria de Jesús. Su perfil psicológico –lo afirman los mejores estudios- es el de su autoridad (ezousía). No hablaba como los fariseos, que repetían lo que habían aprendido en las escuelas rabínicas, sino habiéndolo pasado todo por su corazón. No enseñaba por saberse bien la Ley, sino porque la conocía como la conoce el legislador. Jesús fue un hombre conectado con su interioridad, con sus emociones y también, es indispensable suponerlo, con su sexualidad. Lo aprendió todo en su corazón. Fue auténtico.

 Dentro de sí, en su conexión con Dios, conectó el mundo fragmentado en que nació, amó a los fracasados y se encolerizó contra los hipócritas. Fue un hombre convencido de haber sido llamado.  Tan concentrado estuvo en su vocación que pudo ser célibe y sobrellevar tentaciones que lo mordieron a lo largo de la vida. Su pasión por amar a los pobres y los pecadores, como su Padre los ama, le hizo subir apasionadamente a Calvario. Temió la cruz inminente, pero el temor no le impidió seguir hasta el fin.

 Los sacerdotes, si alguna vez tuvimos la convicción de que nuestra vocación es genuina, hallamos en Cristo el camino y la fuerza para recorrerlo sin marcha atrás. Solo nos queda avanzar.

 Pienso que los sacerdotes somos sacramentos de la Pasión. Nuestra historia concreta, con nuestra fragilidad y pecado, nuestra soledad a cuestas, se nutre del misterio de la Pasión de Cristo. Es así que nuestra vida tiene un valor eucarístico. Nuestra investidura sacerdotal se justifica en orden a participar apasionadamente en el padecer del mundo. La pasión del mundo es la Pasión real de Cristo.

 La Iglesia necesita sacerdotes buenos, pero no perfectos. La perfección cristiana estriba en la com-pasión. La Iglesia necesita sacerdotes misericordiosos, que conozcan la misericordia que Dios tiene con su miseria y que la practiquen pródigamente con los que más necesiten comprensión y aliento. Si pensamos que nuestro rango nos ubica en un lugar superior al de los demás, habremos entendido todo al revés. Tendríamos que estar alertas. El fariseísmo se replica y prolonga en el cristianismo como en su casa. No nos libraremos jamás de él. Seguiremos pensando que nuestra autoridad tiene más que ver con nuestra exención para vivir la vida sin tropiezos, que con una elección completamente gratuita e inexplicable. El Señor no nos ha llamado para ser mejores, sino para padecer con los que padecen, para cargar con ellos y, de tanto en tanto, dejarnos cargar por ellos. ¿O es indigno de un sacerdote reconocer alguna vez que no puede con su vida? El sacerdote es intérprete de la pasión del mundo. Negar su humanidad, su mundanidad, no lo hace mejor sacerdote, sino que lo incapacita absolutamente para serlo.

 Hemos de ser conscientes del peligro que significa para nosotros y para los demás la mezcla de intentos morales de perfección, la tara psicológica de la omnipotencia y la autosacralización del clero. Con esta mezcla solemos negar nuestra realidad humana. Nos divinizamos en sentido herético. Lo cual se traduce en sobrecargar a las personas con exigencias que no son capaces se sobrellevar.

 Lo “sacro” auténtico tiene que ver con el darse la trascendencia en la inmanencia. Dios en la Encarnación se da a sí mismo, y por entero, en un hombre como otros hombres. Jesús fue sacro en su humanidad, jamás a pesar de ella sino en ella. Frente a Jesús tuvieron que definirse sus contemporáneos. Ellos tuvieron que discernir frente a este hombre si su proyecto del reino era de Dios o no. No les fue evidente. Unos lo siguieron, otros no; algunos lo abandonaron. Dios se nos dio en Jesús de un modo “profano”. En sentido estricto Jesús fue un laico. Su sacerdocio se hizo patente solo después de su resurrección. Pero aún así, el Nuevo Testamento sostiene, en contra de la clase sacerdotal de ese tiempo, que el sacrificio de Cristo fue existencial. Consistió en amar. Y no en autoinmolarse.

 Es este sacerdocio el que Cristo comparte con todos los bautizados. El sacerdocio ministerial se justifica en razón del sacerdocio real del Pueblo de Dios. ¡Cuánto nos ha costado entender esto! Esta es, sin embargo, una indicación principal del Concilio Vaticano II a propósito de nuestra identidad. Nuestro primer deber es concentrarnos en los otros, especialmente los más desamparados, y entregarnos a ellos apasionadamente, sin nunca tratar de salvar el “ego” o el “rango”.

 Todo lo dicho queda corto para expresar lo que san Pablo escribe a los Corintos. Pablo va a lo más profundo del misterio de su ministerio. Dice así:

 “Y dada la extraordinaria grandeza de las revelaciones, por esta razón, para impedir que me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca. Acerca de esto, tres veces he rogado al Señor para que lo quitara de mí. Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en insultos, en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7-10).

 En el desempeño de su ministerio Pablo ha experimentado adversidades que hubiera querido no tener, pero que finalmente ha aceptado porque descubre que le ayudan a no gloriarse de lo que no debe jactarse: las revelaciones con las cuales ha sido beneficiado. Una “espina en la carne”, además de hacerlo humilde, le ayuda a descubrir que la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad humana. Esto es exactamente lo que conviene que tengamos presente nosotros mismos. En orden a cumplir con nuestro ministerio, las espinas en la carne, cualquiera sean, no son solo trabas para anunciar el Evangelio sino también mediaciones para que signifiquemos que es Dios quien hace la obra. En tiempos de tanta dificultad hay algo que permanece inalterado, a saber, que Dios sostiene a Pablo, y a nosotros, en el ministerio que nos ha encomendado.

 Ha sido el Señor quien te llamó para que dieras testimonio del Evangelio hasta el último ser humano que necesita que alguien le haga saber que es hijo e hija de Dios. Ni yo ni tú tenemos autoridad propia para el ministerio que desempeñamos. Lo que nos corresponde es confiar que quien empezó con nosotros la obra del Evangelio se encargará de terminarla no sin nosotros.

 Un abrazo

Jorge Costadoat Carrasco

El Concilio en América Latina

Los cambios que el Vaticano II produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber ofrecido la posibilidad del surgimiento de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas…

 El Concilio impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica y, por tanto, las diversidades histórico-culturales son decisivas. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el Concilio hizo lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo, todo cambio histórico, debe importarle como cosa propia.

 ¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa.

 La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: Opción de Dios por los pobres. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como Dios lo mundo, mundo al margen del cual ella no podría amar a Dios como corresponde.

 La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales. Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

 ¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). La Iglesia del Cardenal, para defender a los perseguidos independientemente de sus ideas, hizo suyo el relato del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37). La Iglesia solidaria de Enrique Alvear si inspiró en la parábola del Rey que solo se lo reconoce en los hambrientos, sedientos, desnudos,  enfermos, encarcelados… (cf. Mt 25, 31-45). Hoy nos preguntamos: ¿no podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por misión. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

 Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia de Dios completamente original en la historia del cristianismo.

 Jorge Costadoat

Publicado en Mensaje, diciembre 2012.

Dios es gratis

En esta época nuestra dominada por el Mercado, no todo tiene precio. Los cristianos sabemos que hay una dimensión de la vida, la dimensión más profunda de la vida, que no se rige por el “yo te doy, tú me das”. Sabemos que la gratuidad existe. Lo hemos experimentado. Estamos convencidos de que esto es real. Tan real como que el perdón reconstruye parejas, familias y países; como que un enfermo revive cuando lo vienen a visitar.

Los cristianos sabemos que ninguno de nosotros se merece el mundo. Ni la naturaleza en todo su esplendor ni la pareja ni los hijos.  Agradecemos a Dios porque de él proviene lo que somos y tenemos. Lo nuestro es recibir y agradecer. Es dar, sin esperar recompensa. Es dar mil cuando alguien nos da cien; y recibir diez a cambio de mil, cuando al prójimo no es posible más.

La alegría más profunda del cristianismo tiene que ver con vivir la vida en el registro de la gratuidad. Los cristianos no desconocemos el valor del registro mercantil. En el ámbito correspondiente de las relaciones comerciales y laborales, por ejemplo, es absolutamente necesario que rija la justicia. Las cosas y muchos servicios tienen precios. Y está bien que los tengan. Tienen que darse y respetarse las equivalencias. Sin estas la vida en sociedad podría ser un caos. Pero hay otro orden de realidad que no puede ser descuidado porque es clave para nuestra felicidad. El orden del amor y de la misericordia. ¿Quién puede impedir que un empresario pague a sus trabajadores el doble de los precios de mercado? Puede ser que no le convenga. Esto, sin embargo, no lo obliga a nada. Lo distintivo del cristiano es pagar más, aunque se salga perdiendo. Jesús lo dio todo y salió perdiendo.

En Navidad celebramos que Dios es gratis. Nadie lo merece. Nadie podría estar en condiciones de obligar el regalo de sí mismo. Pues Dios no tiene precio. Es gratis. No simplemente que nadie tenga algo que dar a cambio suyo. Dios, en Jesús, es incomparablemente libre. En el pesebre Dios se nos da en suma pobreza. Por tanto, no hay ilusión posible. Este regalo solo se lo puede recibir. Se lo recibe, cuando lo reciben los pobres, quienes nunca tienen cómo forzar una prestación. Dios es gratis. Los ricos, en cuanto ricos, no podrían jamás comprarlo o compensarlo adecuadamente. No vendría al caso. Dios es gratuito. Se le corresponda con mucho o con poco, solo se le corresponde gratuita y desinteresadamente.

Dios en el pesebre no se ofrece a precio alguno. Simplemente se ofrece. Se ofrece como quienes no tienen nada que ofrecer más que a sí mismos, y a modo de agradecimiento.