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Viernes Santo (2008)

VIERNES SANTO

Retiro Semana Santa
CVX
2008

1.- Nuestra finitud

a) La finitud en Jesús

– Lo sorprendente de la Encarnación es que Dios nos ha salido al encuentro en un ser finito como Jesús de Nazaret, alguien capaz de crecer y de envejecer, de gozar, de sorprenderse y de indignarse, de reír y de llorar, alguien que tuvo que aprender para enseñar; que necesitó comer, dormir, ponerse a la sombra.

– Jesús resumió en su cuerpo la evolución de las especies: fue célula dotada de cromosomas, compartió la información genética de una humanidad con 4 o 7 millones de años sobre la tierra.

– A Jesús le costó la vida. Tuvo que ganársela. Aprendió una profesión y la ejerció. José le enseñó la carpintería. María le enseñó los límites de la vida y se los impuso.

– Jesús sufrió. No hizo teatro: no hizo como si sufriera para enseñarnos a sufrir. Sufrió hasta perder la conciencia. Sufrió el abandono y la más cruda de las soledades.

– Tuvo los mismos motivos para creer y no creer en Dios que los que tuvo su pueblo. Por eso fue representativo. Su anuncio del reino despertó expectativas mesiánicas.

– Creyó en Dios como no ha creído nadie. Ignoró el futuro y, cuando la pista se le puso cada vez más difícil, no pudo confiar más que en su Padre. En algún momento su fe solo significó “aguantar” hasta sudar gotas de sangre (Getsemaní).

– Jesús tuvo una vocación / misión a la que apostó su vida: el advenimiento del Reino de Dios. Pero tuvo que discernirla y ser fiel a ella paso a paso. Tuvo que inventar su realización.

– Su identidad divina hizo que fuera más hombre que ninguno: sensible, intuitivo, consciente de sus límites, experto para reconocer la tentación y sus peligros. Si no hubiera sido Dios, no habría sido tan humano. Porque tuvo una unidad completa con su Padre, aguantó ser hombre, solo hombre, perfectamente hombre.

– En la humanidad de Jesús descubrimos que el pecado es inhumano: Jesús compartió con nosotros todo, menos el ser pecador. Gracias a Jesús sabemos que el sufrimiento es anterior al pecado. Jesús sufrió, pero no pecó. Experimentó una consecuencia del pecado: el sufrimiento. Pero igual habría sufrido. Porque sufrir es condición del ser humano. Precisamente porque sufrimos es que pecamos, aunque no estamos obligados a hacerlo, como en el caso de “este hombre” se nos ha revelado. En Jesús sufriente, descubrimos que no estamos condenados a pecar ni al mal, si no una plenitud de humanidad que solo se consigue mediante una confianza y una unidad total con el Dios del amor. Jesús, como verdadero hombre, impotente e ignorante, nos enseñó que no hay que desesperar de nuestra propia humanidad, sino amarla con su finitud propia.

– Hay sufrimientos que no vienen del pecado. Es entonces que surge la pregunta: ¿quién tiene la culpa del dolor inocente? Si no fuera por Jesús, si no creyéramos que él que sufre es Dios, lo más fácil sería echarle la culpa al Creador y, por tanto, cuidarse de él. Llegamos así a la máxima de las paradojas: no es posible creer más que en un “crucificado”.

– Todos los descargos del mundo los podemos hacer contra Dios, porque no todos los sufrimientos son consecuencia del pecado, pero lo que resulta imposible es pedirle cuentas al “crucificado”. El es el representante del dolor inocente. A Cristo crucificado rezan los que tienen una buena razón para desesperar pero aguantan la tentación de no creer en Dios o de arreglárselas sin él.

– Jesús experimentó fuertemente la tentación porque sufrió hasta el extremo. Pero no pecó. El suyo es el sufrimiento de los inocentes.

b) Nuestros límites, caducidad y tentación

– La creación es una realidad finita. Dios es infinito, eterno y bueno. La creación también es naturalmente buena. Es el pecado del hombre que la ha desordenado o corrompido. Pero hay un tipo de corrupción que no proviene directamente del pecado. La podemos llamar finitud y que se manifiesta en un comenzar y un dejar de existir corporal o materialmente en el tiempo y el espacio.

– De esta finitud tomamos conciencia especialmente cuando vemos descomponerse, deteriorarse, enfermar y morir a los seres animados e inanimados. Por cierto el pecado incide muchas veces en el fracaso de la creación. Pero esta no fracasaría si no estuviera en ella el principio de su propia descomposición.

– Tomemos por ejemplo: los terremotos, las erupciones volcánicas, los huracanes, las sequías, las inundaciones, los fríos o calores imposibles de soportar. Estos fenómenos naturales normalmente arrasan con la vida de las especies vegetales y animales, y curiosamente favorecen también el surgimiento de nueva vida.

– La ciencia moderna ha podido conjurar una serie de males naturales. Por lo menos ha posibilitado protegerse de ellos. Pero la ciencia moderna tiene claramente el propósito de controlar la finitud de la naturaleza y, porque no decirlo, de la finitud en cuanto tal. ¿No es este uno de las virtudes y de los pecados de la modernidad?

– Se asoma ya aquí una causa de pecado. El pecado del hombre moderno consiste en no aceptar su finitud, lo que en términos teológicos equivale a no aceptar ser “criatura”, con lo cual desembocamos derechamente en el ateísmo: luchar por la vida y prosperar como si no hubiera Dios. Por más que nos consideremos cristianos y espirituales, en la medida que confiamos más en la ciencia que en Dios tendemos al ateísmo.

– A los occidentales cada vez nos cuesta más enfermar y morir como los animalitos, así no más, callados y sin drama. Por cierto que no somos meros animalitos y no podemos extinguirnos tan fácilmente. Los animales no tienen la sed de eternidad cuyo reverso es la angustia por esta vida. Pero, en cuanto “modernos”, carecemos de esa simpatía cósmica de que gozan los pueblos indígenas o campesinos. La ciencia nos ha hecho depender demasiado de nosotros mismos. Para cambiar el mundo no necesitamos a Dios. Nos desvinculamos de él. Además, para explotar el mundo también necesitamos desvincularnos del mundo: así lo haremos sin mala conciencia. Al rechazar nuestra condición de criaturas, al rechazar nuestra finitud, quedamos más solos. El desastre ecológico es prueba del divorcio del hombre con Dios y con el resto de la creación.

– La creación es finita. Somos finitos. Apreciar esta condición es un modo de reconocer que Dios es Dios, que a él y solo a él le debemos la vida. ¿Acaso no debiera consistir en esto y nada más la vida espiritual? Vivir como si fuéramos criaturas, en constante acción de gracias. ¡Bastaría!

– No extraña, por lo mismo, que a veces queramos morir. Sufrimos y no queremos sufrir más. Hay ancianos que piden morir. ¿Por qué no? No están despreciando la vida: simplemente están queriendo que se cumpla en ellos una posibilidad inscrita en su carne.

– Algo parecido ocurre con las enfermedades. Nos cuesta estar enfermos porque nuestra relación con nuestro cuerpo está mal ajustada. Creemos ser algo distinto de nuestro cuerpo. Tenemos una impresión de infinitud que se lleva mal con ese cuerpo que nos recuerda que no somos inmortales. Pero cabe la posibilidad de tomarse a bien la enfermedad y decir, por ejemplo, “soy un cuerpo que ama y que sufre”. ¿No pudiera ser la enfermedad una ocasión de agradecer a Dios la vida?

– El mundo es una organización “atómica”, “celular”. El hombre tiene un código genético. El genoma humano permitirá intervenir en nuestro “soma” para evitarnos el sufrimiento y, quien sabe, para alcanzar la perpetuidad. ¿Cuántos años vivirán las generaciones en 100 años más? Pero, por más que vivamos no por ello nos acercaremos más a Dios y, por tanto, seremos más felices.

– Esta situación de finitud-fragilidad y vocación a la infinitud-omnipotencia, es ocasión de pecado. Estamos llamados a “poder”, pero solo podremos si Dios puede en nosotros. Sin Dios, querremos superar nuestra condición, pero fracasaremos.

Instrucciones de oración

– Getsemaní (Lc 22, 39-46): contemplación del “hombre”.

– Preguntas:

– ¿Cuáles son los límites o sufrimientos de la vida que me “tientan” o dificultan creen en Dios?

– ¿Cuál es mi relación con mi cuerpo? ¿con la naturaleza?

– ¿Quiénes son mis enfermos y mis muertos? ¿Mis “muertes”?

2.- El Pecado

a) Jesús, víctima del pecado

– En Jesús se nos ha revelado “el hombre” y “Dios”.

– En la plenitud de humanidad de Jesús se revela que el pecado no es constitutivo nuestro; sino exactamente lo contrario: el principio de la ruina de nuestra humanidad. En la plenitud de la humanidad de Jesús se revela quién es Dios: el Amor que es factor de humanización y de reparación de la deshumanización.

– En Jesús se revela la inocencia y la culpa. En su cuerpo crucificado conocemos un tipo de sufrimiento capaz de redimir la culpa del que lo causa; el sufrimiento del inocente, el Cordero, que quita el pecado del mundo porque carga con el pecado del mundo. Jesús comparte nuestra humanidad hasta el colmo del sufrimiento y del pecado; del pecado como víctima capaz de amar y perdonar a sus victimarios. Nadie ha sido más libre que Jesús: ama a los que lo odian a él y a los suyos. Nadie ha sido más hombre que Jesús, porque la medida del hombre es el perdón. “Dime cuánto perdonas y te diré quién eres”.

– Podemos contemplar a Jesús torturado y muerto en cruz. San Juan juega a la paradoja y a veces con la ironía.
o Jesús, que no parece hombre, es “el hombre”.
o La corona de espinas es la corona del “rey de los judíos”.
o San Juan juega con la imagen de Jesús sometido a juicio. Los jueces juzgan culpable al inocente Pero él, el inocente, como un juez que ejerce su trabajo sentado, juzga a sus acusadores.

– Jesús crucificado “grita” antes de morir y muere. El cristianismo es una religión extraña. Pide creer en un “hombre crucificado”. Creer en un hombre es difícil y, en definitiva, imposible. El hombre en cuanto ser mortal no es “confiable”. Creer en un hombre crucificado parece de locos. Parece, pero no lo es del todo. Parece de locos, porque el crucificado representa al fracasado, al que no puede probar que tiene razón alguna. Sin embargo, en la confianza en el hombre coherente hasta la muerte, en el hombre que respalda con su cuerpo su propia fe y la pasión de su vida, está el fundamento de la ética y de la fe en Dios.

– Jesús representa a las víctimas de un mal atribuible a la libertad humana. Las víctimas inocentes solo podrían creer en alguien que ha pasado por lo que ellas han pasado. La solidaridad es el principio de la ética. Pero, además, el hombre que grita a Dios y muere sin ser escuchado, se convierte en el representante de tantos seres humanos que han pasado por lo mismo. Puede sernos difícil creer en Dios, pero si se trata de creer solo sería posible hacerlo en el Dios en el que Jesús creyó y a cuya voluntad consagró su vida hasta la muerte.

– Hay que mirar a Jesús crucificado y gritando a Dios, hasta comprender que Dios, si hay Dios, no salva sino a través de la pasión y muerte de Jesús.

b) Nuestro pecado

– Dios nos ha creado “sufridores”, pero no “pecadores”. Sufrimos porque somos seres humanos, pero también porque somos inhumanos unos con otros.

– En concreto, sin embargo, resulta muy difícil saber si lo que se sufrimos se debe a lo uno o a lo otro. Lo que no podemos descartar es que suframos a causa del pecado o que a causa del pecado suframos como sufrimos.

– Al nivel más profundo de nuestro ser, nivel que solo Dios conoce, nunca sabremos si somos o no pecadores: nos perdemos en el discernimiento de los motivos de nuestras acciones. ¿Qué fue primero? ¿El trauma, el miedo, el carácter, la ansiedad o la acción intencionalmente mala? Pero el mal del mundo y la sabiduría judeo-cristiana señala que su origen es la libertad humana y no la de Dios. La fe consiste en creer que Dios es bueno. Pero hemos de reconocer que hay un mysterium iniquitatis que antecede y supera con creces nuestra responsabilidad individual.

– De la mística proviene un dato importante: los santos tienen una fina conciencia de su pecado: Ignacio de Loyola, Hurtado, Teresa de los Andes. La mística consiste en la unión con Dios. La unión con Dios nos hace alcanzar la plenitud de nuestra humanidad. A más Dios más humanidad. Y, paradójicamente, la unión con Dios en los santos les hace reconocer su inadecuación con su prójimo. La conciencia del pecado es una gracia que se activa en los que descubren que Dios los ama y los perdona. ¿Qué es primero? ¿La conciencia del pecado o la conciencia del amor perdonador de Dios? Hemos de creer que Dios tiene la iniciativa de la conversión, pero esta no ocurre sin que nosotros queramos ver y veamos.

– ¿Cómo seguir el camino que los santos nos han abiertos? Una pista clave es la contemplación del crucificado. San Ignacio nos pone ante él y nos hacer preguntarnos: “imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (EE.53)

– Hurtado nos ofrece otra pista: “El pobre es Cristo”. La contemplación del pobre debiera llevarnos al Cristo que humillamos y que, a la vez, nos salva. El pobre es pobre porque yo soy rico: la sociedad está económica, social, política y culturalmente organizada de un modo injusto. Hay una anterioridad del mal a nuestro propio nacimiento. Nacemos en un lugar determinado de la trama social, y funcionamos de acuerdo al papel que se nos asignó.

– También Aparecida nos ofrece esta pista: contemplar en Cristo el rostro de tantos pobres latinoamericanos; y contemplar en estos el rostro de Cristo. Las enumeraciones no parecen terminar: “los migrantes, las víctimas de la violencia, desplazados y refugiados, víctimas del tráfico de personas y secuestros, desaparecidos, enfermos de HIV y de enfermedades endémicas, tóxicodependientes, adultos mayores, niños y niñas que son víctimas de la prostitución, pornografía y violencia o del trabajo infantil, mujeres maltratadas, víctimas de la exclusión y del tráfico para la explotación sexual, personas con capacidades diferentes, grandes grupos de desempleados/as, los excluidos por el analfabetismo tecnológico, las personas que viven en la calle de las grandes urbes, los indígenas y afrodescendientes, campesinos sin tierra y los mineros.” . En adelante el documento llama la atención particularmente sobre las personas que viven en la calle en las grandes urbes, los migrantes, los enfermos, los adictos dependientes y los detenidos en las cárceles .

– La última pista la debiera sugerir cada uno de nosotros a los demás. También nosotros debiéramos indicar a los demás dónde encontrar hoy al Cristo crucificado, el Cristo víctima de nuestro pecado y nuestro liberador. ¿Cómo trasparentamos el misterio pascual de Cristo, su muerte y su resurrección?

Instrucciones de oración

Mc 15, 23-37: Contemplar a Cristo crucificado.

Ignacio: “imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (EE.53)

Preguntas:

– ¿Quiénes son mis pobres? (“Pobre” es un concepto análogo. Hay muchas maneras de ser pobre).

– ¿Los pobres que son pobre “por mí” (por causa mía) y “para mí” (en mi favor)?

– ¿Los pobres que crucifiqué y que me redimen con su inocencia?

– ¿Para quiénes soy yo el pobre?, ¿el pobre herido por su prójimo y capaz, por tanto, de perdonarlo?

– ¿Con quiénes cargo y quiénes cargan conmigo?

Memoria pascual

Los cristianos recuerdan en Semana Santa el camino de Jesús a la cruz y luego su resurrección. ¿Por qué?

No lo hacen porque les guste la historia y gocen con los relatos heroicos. Tampoco porque se deleiten con el sufrimiento de Jesús o porque viéndolo así sufriente les sirva de consuelo. La diferencia de esta historia con cualquier otra historia, es que lo que sucedió con Jesús en el pasado de algún modo continúa sucediendo en el presente. No es lo mismo el recuerdo que los cristianos hacen de Jesús que el recuerdo que cualquier persona puede hacer de Gandhi, Sócrates o Arturo Prat. Los cristianos recuerdan el camino de la cruz porque creen que el crucificado resucitó y vive.

Los cristianos siguen a Jesús en su pasión para participar de su resurrección. ¿Cómo se entiende algo así? Ellos esperan la vida eterna más allá de su muerte, viviendo ya ahora de acuerdo al mismo amor que ha vencido a la muerte. Si en la cruz Jesús llevó al extremo el amor de Dios por cada uno de nosotros, incluidos nuestros enemigos, los cristianos vencen la muerte en tanto se dejan amar por Dios, perdonan a los que los ofenden y trabajan por la superación de toda enemistad. La salvación cristiana origina una vida nueva ya en esta historia nuestra, en la que normalmente predomina la desconfianza y el temor a los demás, la defensa en contra de los otros y el egoísmo. La resurrección de Jesús es reconocible allí donde surge una nueva forma de vivir caracterizada por la confianza entre los hombres, la esperanza en el futuro a pesar de cualquier dificultad y el amor por los que no parece que merezcan ser amados: los despreciables y los que más nos han ofendido. Esta es la novedad de Jesús que los cristianos recuerdan y reviven en Semana Santa, novedad que rompe con la historia tan conocida del “ojo por ojo, diente por diente”, la historia del resentimiento y la venganza.

Pero la pasión y la resurrección de Cristo no atañen sólo a los cristianos. El llamado Misterio Pascual de Jesús, la Iglesia cree, tiene alcance cósmico. Si por la Encarnación del Hijo de Dios sabemos que nada humano es ajeno a Dios, que Dios se hace solidario con la humanidad hasta las últimas consecuencias, por el Misterio Pascual de Jesucristo sabemos que allí donde hay un hombre, una mujer que sufre, es Cristo que sufre; que donde una mujer, un hombre pide perdón, es Cristo que impulsa la reconciliación. Todo el cosmos está cristificado. También en los budistas, musulmanes, ateos y los que nunca han oído hablar de Nazaret o Jerusalén, es Cristo que padece en cruz cuando cualquiera de ellos tiene hambre y es Cristo que resucita cuando un prójimo les da de comer. Atentos a las necesidades de los pobres, los obispos nos remecen con su campaña en favor de la mujer jefa de hogar que con enormes sacrificios “para la olla” a diario. No hay que averiguar si esa mujer ha cometido errores en su vida, si es católica o evangélica. Si el crucificado es el Cristo, la propaganda dice: “ella también”.

Los cristianos en Semana Santa hacen suyo el dolor de Cristo por el mundo que sufre y preguntan a Cristo mismo qué pueden ellos hacer para bajarlo de la cruz. En cada una de las misas los cristianos agradecen a Dios porque Jesús continúa luchando por la justicia y la paz del mundo, y con su oración y su acción se suman a su causa.

Jorge Costadoat S.J. Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Santiago, 2004.

Viernes Santo: meditación sobre el fracaso

¿Sirve de algo el fracaso de Jesús? Y nuestro fracaso ¿de qué sirve?

El fracaso es una realidad histórica omnipresente, que acompaña como su sombra a toda empresa y vida humana, sea como acción que no alcanza su objetivo sea como pasión impuesta e inmerecida. Aún las mejores realizaciones adolecen de alguna tara. Sería una ingratitud no reconocer los logros económicos del Chile de 1995 y, sin embargo, aunque parezca una falta de cortesía mencionarlo, fracasamos en al menos un aspecto importante: el ingreso nacional aumentó, mientras la distribución empeoró. Conclusión: la desigualdad crece. Pero al chileno militante no le gustan las críticas. ¿Adónde vamos, qué estamos sacrificando, a quiénes estamos sacrificando? Estas preguntas no se pueden honestamente eludir. El triunfalismo inmediatista yerra cuando pretende solucionar los problemas ignorándolos.

            Estas líneas no pretenden desalentar a nadie. Tampoco se refieren directamente a la realidad chilena. Su intención, más bien, es meditar la posibilidad de una esperanza adulta, fundada en el misterio del fracaso de Jesucristo. Que el fracaso sea una realidad inútil, que el dolor parezca irracional, son verdades que no necesitan demostración. El desafío es sacar un bien del mal, sin justificar el mal.

Nuestro fracaso

            No es necesario tener fe para darse cuenta que las caídas, a veces, enseñan. La pura sabiduría humana indica que, para que el fracaso sea útil, hay que dejar que nos duela y llamarlo por su nombre. Sin reconocerlo, si no le dejamos cuestionar nuestro logrado orden de vida, no vamos a parte alguna.

            Admitir que no somos tan buenos, que inspiramos temor a los zorzales, que necesariamente alguien soporta nuestros planes, nuestra caridad, es sano y hace bien. Ojalá algunos maridos reconocieran que, en realidad, sus señoras no están tan contentas como ellos avisan. ¿No convendría que la mujer de fin de siglo dejara de ostentar energía y organización, y confesara que entre el trabajo, el esposo, los niños y el tráfico, su casa es un cochambre? ¿No damos pena los clérigos que siempre tenemos la razón? Los jóvenes saben estas cosas y no atinan a quién creer.

            Además de aceptar la propia derrota, es imperativo advertir la desgracia en el prójimo. ¡Qué lamentable es no reparar en las penas de los demás! Causarlas y no verlas, puede ser riesgoso, explosivo. Es un error que el barrio alto de Santiago impermeabilice sus contactos con el resto de la población, marcando odiosas diferencias sociales. ¿Cómo pueden las limosnas al Hogar de Cristo integrar a la sociedad a los mismos pobres que se marginan con el desprecio? ¡Qué bien hizo a Chile caer en la cuenta que la transición a la democracia no había concluido! Quizás ahora podrá terminar: sin tapar los problemas, con la razón, pero no a la fuerza.

            En cualquiera de los casos, nada puede haber más saludable que amarse a sí mismo, a pesar de sí mismo. No se trata de claudicar ante los defectos. Mientras el falso idealismo urge la supresión de los errores de raíz y antes de tiempo, el idealismo auténtico es paciente: espera el triunfo del amor, avanza con las imperfecciones pero sin cambiarles el nombre. Jesús abrió este camino. A lo largo de su historia entre nosotros el Hijo de Dios se expuso a nuestro fracaso, lo apropió para sí y lo padeció hasta el fondo, con el fin de librarnos del temor a equivocarnos y animarnos a devolver bien por mal.

El fracaso de Jesús

            El fracaso de Jesús no fue inútil, pero no es fácil ni creerlo ni explicarlo. Aun así, no faltan las explicaciones fáciles que disuelven su dolor en su resurrección, minimizando sus padecimientos, trivializando su atroz sensación de haber sido abandonado por su Padre. El Jesús de la gloria, por cierto, lleva para siempre las marcas de los clavos.

            ¿Cómo fue ese fracaso? Su proyecto, el gobierno de la bondad de Dios anunciado a los pobres y a los marginados como pecadores, exasperó el sistema religioso y político de su época. A Jesús lo asesinaron los que, en ese y todo tiempo, mistifican y administran los sacrificios humanos en nombre de Dios, de la defensa o del desarrollo de la patria. “Es preferible que muera uno solo, dijo Caifás, a que perezca toda la nación”. Pero a Jesús no le quitaron la vida simplemente, él la dio, él hizo suya la suerte de todos los hombres y mujeres obligados a padecer los proyectos ajenos, pues así, sin imponer su propio proyecto, sacrificando su vida a la llegada del Reino de Dios en vez de sacrificar a otros para su consecución, lo haría prevalecer. Hay que deslindar tres responsabilidades que  concurren como causas de la cruz, porque no son causas en el mismo sentido: la entrega de Jesús por los hombres representa la crueldad del pecado; la entrega voluntaria de Jesús representa todo lo contrario, el ánimo de perdón de amigos y enemigos; la entrega que el Padre hace de su Hijo representa el amor de Dios más allá de toda representación racional. Resucitando de la muerte a Jesús, el Dios de las víctimas, de los pobres y de los pecadores ejerció una vez más su conocida clemencia y pudo probar que, en su caso, la entrega de Jesús no fue indolencia ni traición. Fue donación de lo que más quería, su Hijo, y su dolor más grande.

            La mirada de la fe profundiza la intuición del sentido común y de la sabiduría popular. Si la sabiduría popular da recetas razonables contra el sufrimiento, como por ejemplo: «quien canta su mal espanta, quien llora su mal empeora», la fe apuesta a lo imposible, no promete conformidades. La fe se atreve a mirar cara a cara al mal, para desafiar abiertamente su actividad aniquiladora. La esperanza cristiana consiste en creer que el amor triunfará sobre todos los fracasos y desgracias. Si el decir popular reza «el dolor es pa’ que duela», la fe jamás justifica el sufrimiento, sino que da fuerzas para luchar contra él, venciendo la comprensible tentación de maldecir.

            La fe cristiana invita a ver en el hombre del Gólgota a Dios quebrantado y a compadecerse de Él. No de modo masoquista. Sin mistificar su sufrimiento ni tampoco el propio o el ajeno, pues así le reconoceríamos una eternidad y un señorío que no merece, para colmo e incremento del mal común. La participación en el dolor de Dios es la condición ineludible para gozar de su consuelo y exaltación. ¿Por qué? Algún día lo comprenderemos bien. Dios es así. Sólo participando del amor extremo de Jesús que apropió la crueldad al límite de sus fuerzas, nuestra vida vencerá la superficialidad inveterada que la acecha. No sabemos por qué son así las cosas, pero si no entendemos que a la hora del fracaso Dios está de nuestra parte, y ¡nunca en contra nuestra!, ese otro «dios» pueril, como un tío rico, continuará pervirtiéndonos con favores y gauchadas. En este «dios», temperamental e indolente o del “dios” de los premios y castigos, más vale no creer.

            En otras palabras, si para el fracaso y su dolor no hay justificación que valga, por la fe podemos empero invertir su negatividad en bien y alabanza. La contemplación del crucificado debiera activar en nosotros el deseo de su Padre de liberarlo de la cruz, a Él y a todos los crucificados de la historia. Dejar en la cruz a los millones de seres humanos que en nuestro mundo languidecen y expiran, sin embargo, horrorizarse del Jesús ajusticiado y no de los “detenidos-desaparecidos”, constituye una incoherencia muy profunda. Al contrario, el amor a la justicia, la justicia lograda e incluso sus meros esfuerzos por alcanzarla, son siempre un motivo de celebración.

            Pero esto es poco y de nada sirve si, en definitiva, no reconocemos que toda acción solidaria que inscribamos en este pobre mundo, extrae su virtud de la pasión del Salvador. Y el Salvador es Jesús, no nosotros. Si Jesús fuera menos hombre por ser tan divino, si Él no fuera codo a codo uno con nosotros, su salvación sería como esas limosnas que hunden al pobre en su marginación, en vez de acompañar su esfuerzo por levantarse. Pero sólo porque Jesús es uno con Dios, toda su pasión para que alcancemos la felicidad y, gracias a ella nuestro propio padecer, no es un dolor inútil, sino la condición para combatir con esperanza la tentación de institucionalizar el fracaso y la muerte.

Tríptico pascual

Cada día del triduo pascual tiene un sentido particular, pero relacionado estrechamente con el sentido de los otros días. Unos días están dentro de los otros, pero diferenciándose, explicándose recíprocamente en su propia originalidad.

El Misterio Pascual es inagotable, pero sería ininteligible si no tuviera que ver con nuestra vida concreta porque Cristo continúa en la historia y también en nuestras pequeñas vidas, orientándonos por los laberintos del reino, muriendo y resucitando, cargando con nosotros y a pesar nuestro.

Ofrezco aquí un tríptico pascual: tres imágenes, tres tiempos de la eternidad que fecunda esta vida ligera nuestra, dolorosa casi siempre y tenaz como la esperanza que la alienta.

Viernes Santo: no hay castigo divino

“Si te portas mal, Dios te va a castigar”. Más de alguna vez se ha oído esta amenaza en boca de una mamá. ¡Tremendo, pero sí! No es que la mamá le quiera un mal a su hijo. El niño nació el día más feliz de su vida. Ella ama a su hijo y lo va educando como puede. Si no lo hiciera, tarde o temprano el hijo sería devorado por la vida porque la vida pide disciplina, modales y moral. Se dirá que tal vez la madre no está tan preocupada por el futuro del niño, sino agotada de él. El chiquillo friega y friega, no hay cómo tenerlo tranquilo. Sea lo que sea, Dios es invocado en esta causa. La madre mete miedo al hijo con Dios. No quisiera hacerlo así. Pero el hijo se hace la idea de que Dios es de temer. “Castiga, pero no a palos”, le oirá en otra ocasión. ¿Con una enfermedad, con un tropezón…?

El hijo viene llorando a sus brazos. Se cayó en la vereda y se rasmilló las rodillas. La madre le enseña a aprender. Enojada dice al niño: “no viste, Dios te castigó”. El párvulo le cree: la madre es buena, lo cuida cuando se enferma. Ella sabe, ella adivina qué le va a suceder. Y piensa que Dios, tan poderoso, puede poner orden en el momento menos pensado. Nuevamente la madre, sin quererlo directamente, le ha hecho entender que el orden, las cosas como tienen que ser, la ley, son más importantes que Dios.

Pero, ¿es el orden más importante que Dios? Tantas veces la educación religiosa trasmite la misma idea: Dios está para garantizar la observancia de los mandamientos. Así entra en el alma del infante un “dios” que lo ama, que lo protege, que, como su madre, a veces premia y a veces castiga. Porque este “dios”, como ella, tiene paciencia pero no ilimitada. Tampoco él puede arreglar las cosas solo por las buenas.

La experiencia que Jesús tuvo de Dios fue muy distinta. Tuvo tal seguridad en el amor de su Padre que, actuando con confianza y libertad, terminó por desestabilizar a las autoridades religiosas de su tiempo y el edificio completo de preceptos, prohibiciones y sanciones que estas habían levantado para administrar el perdón de Dios. Jesús conoció muy bien su propia religión. Fue un fiel observante. Un judío hecho y derecho. Nadie como él ha creído en la bondad de Dios. Nunca un hombre tuvo menos miedo a Dios. Todo esto porque interpretó la Ley según su espíritu, el Espíritu del Dios del amor. El amor de su Padre lo puso entre dos fidelidades: la lealtad hacia las legítimas autoridades de Israel y los israelitas comunes como él. El Sanedrín, tironeado entre el pueblo y los romanos, vio en la libertad de Jesús una amenaza mayor al orden constituido. Juzgó prudentemente. Lo eliminó.

En Viernes Santo contemplamos en Cristo crucificado a un inocente. Parece culpable, un azotado de Dios. Pero no hizo mal a nadie. Dios no lo castigó por sus pecados. Tampoco lo castigó por los pecados de la humanidad. A Jesús lo asesinaron los hombres temerosos de otros hombres y temerosos de “dios”. Temieron perder poder y los asustó el poder. Aquellos fariseos, saduceos, oficiales romanos, semejantes a los cristianos militantes de hoy que atemorizan a los demás para “salvarlos”, ellos fueron. Los conocemos, nos reconocemos en ellos: cuando el prójimo representa algún tipo de amenaza a “nuestro orden” rápidamente buscamos una buena razón –y qué razón mejor que su propio bien- para censurarlo. El Padre de Jesús, en cambio, no mueve la vida humana con amenazas. Lo hace con amor. Con el amor de Jesús que nos gana con su entrega completa, indefensa y dolorosa.

Ahí está: crucificado, expuesto a la risa y a la compasión. Allí lo pusieron los señores del miedo para aterrarnos. Y a veces lo logran. Pero por lo mismo, al contemplarlo en la cruz, se abre además la posibilidad de comprender que donde hay un hombre que parece culpable, a menudo hay un inocente. Dios no ha necesitado que le crucifiquen a un ser humano, y menos a su Hijo, para enseñar, para perdonar o restituir el orden, la ley y las buenas costumbres. Es una barbaridad que alguna vez se lo haya creído. ¡Que se lo haya agradecido! Dios Padre no se complació con la muerte de su Hijo. Privándose de “meter mano” en los acontecimientos y rescatarlo de la cruz, renunciándolo, nos reveló que ni siquiera el asesinato de su Hijo lo obliga a la venganza o a buscar culpables en los que desquitarse. Por el contrario, en la cruz se nos reveló que la inocencia existe, que el pecado mata y que el perdón, el verdadero perdón, es gratuito. Desde que el Padre resucitó a Jesús, Dios nos pertenece, porque a él, y solo a él pertenecen los inocentes y también los culpables.

El Dios de Jesús no castiga. No lo necesita. Solo sana. Solo repara. Comprende las dificultades que nos impone la vida para educarnos a vivir juntos. Comprende, entre otras cosas, que las madres pierdan la paciencia. Un día las acogerá en sus brazos, disipará sus temores, les recordará que sus dolores no fueron inútiles y escuchará sus descargas contra el marido, el trabajo, los hijos y su imposibilidad de ser mejores.

Sábado Santo: sentimientos encontrados

A quién no le ha ocurrido. Fuimos al cementerio. No era una persona cualquiera. Si no, habríamos asistido a la misa y punto. Pero no podíamos no acompañar a alguien que quisimos tanto, que le debemos mucho. Y en la procesión hacia la tumba nos encontramos con los demás amigos que en otro tiempo, con el muerto, hicimos un camino juntos. Ahora caminamos unos con otros, para despedir a una persona que se lleva un pedazo feliz de una historia irrepetible. Nos miramos, nos da pena. Pero también nos da alegría encontrarnos después de años. Nos miramos de nuevo: nos conocemos y nos desconocemos. Y de vuelta del entierro, ya no en procesión, comenzamos a reír de esto y aquello. Reímos con un dejo de culpa. No hemos salido aún del cementerio. Todavía estamos en un funeral. Y, sin embargo, las anécdotas, el cariño, algo que solo los amigos entendemos por qué, nos llena de alegría y reímos cada vez más a pesar de la circunstancia.

También nos ha sucedido, en la dirección emocional contraria, que nos encontramos en un matrimonio, en una fiesta donde las caras largas no se toleran, pero en ese mismo momento una pena, una preocupación, nos tuvo desconcentrados. Había que estar contentos. ¡Quién no merece una celebración, habiendo tanto sacrificio! Pero el niño en cama en la casa no nos dejó tranquilos. Se había caído en la calle. Quedó asustado. Nos impidió gozar como se goza en un banquete. Quisimos que sirvieran luego el “segundo”. Dijimos irritados: “¿No podrían apurarse con el postre?”. Es que era imperioso aprovechar la fiesta y, sobre todo, volver pronto a acompañar al niño que, aunque no estaba grave, seguramente necesitaría el cariño que solo la mamá podía darle.

Hay situaciones en la vida en que nos hallamos entre la alegría y la pena. Son momentos de especial seriedad. Como si solo entonces hiciéramos contacto con la totalidad de la realidad. La vida tiene de dulce y de agraz. En esas circunstancias no podemos celebrar olvidando a la gente que queremos y que lo está pasando mal. Y, al revés, seríamos inauténticos si solidarizáramos con ellos, si compartiéramos su dolor, renegando de las alegrías de la vida.

Jesús, como un muerto más, inocente para unos, culpable para otros, descendió al fondo de la tierra para solidarizar con los muertos. A ellos, justos y pecadores, muerto y bien muerto, fue a anunciar la salvación. El Sábado Santo es día de silencio, un día largo, pesado, arduo. Porque ese día Cristo entristeció a los vivos con su muerte y alegró a los muertos con su vida. No es raro que después del Viernes y antes del Domingo los bautizados en Cristo experimentemos una incomodidad sin par. La tristeza del viernes nos persigue. Todavía nos duele la cruz. Pero la esperanza de la pascua avanza en nuestro ánimo como el sol que se abre paso en la niebla. No podemos olvidar así no más a tantas personas enfermas, cesantes, separadas, abandonadas y comidas por la depresión. Pero tampoco podríamos salvarlas con nuestra pura pena por ellas. A estas también debemos darles la fuerza, contagiarles esa esperanza que de bautizados a bautizados nos hemos transmitido desde al resurrección de Jesús en adelante.

Un sábado Cristo descendió a los infiernos porque solo un muerto solidario con los muertos pudo comunicar a ellos una razón de esperanza. Este día el Hijo de Dios completó la encarnación. Nunca fue más hombre que cuando dejó de ser hombre. Nunca la humanidad experimentó a Dios tan cercano. Jamás Dios reclamó tanta autoridad como el sábado que Jesús dejó incluso de sangrar. No habrá otro día en lo que queda de historia, en que el poder de Dios nos asuste menos y más merezca fe.

Los cristianos en Sábado Santo hacemos nuestra la pena ajena porque así, solo así, los amigos podemos comunicarnos la esperanza que nos alegra y, al mismo tiempo, tomarnos la vida en serio.

Domingo de Pascua: anticipos de la resurrección

Nació una niña. El parto fue doloroso como todos. Nació una niña y todas las penas del embarazo y del alumbramiento quedaron atrás. No serán olvidadas, pero la alegría por la criatura llena de eternidad el alma de la madre. Nunca pensó que las molestias y el dolor serían tan menores en comparación… Es el día más feliz de su vida. Ha sido sorprendida por una maravilla imposible de calcular. Sabía de depresiones post-parto, de mujeres que han debido contentarse con el crecimiento de sus hijos después, superada ya la angustia atroz de los días de la lactancia. No fue su caso.

La niña es indicio de algo más. El papá la mira y no puede creerlo. Tan suya, tan ajena. No ha hecho nada mejor en su vida, pero él no tuvo que ver con el milagro. Sabe que esta vida, vida de su vida, no se debe en realidad a sus deseos o a su decisión. Lo felicitan porque se le parece. Se alegra. La niña le pertenece. Se la merece. ¡No se la merece! Esta vida como su propia vida, nunca lo había experimentado tan fuertemente, no es propiedad suya. Y continúa sus cavilaciones: “¿quién nos pertenece?, ¿a quién pertenecemos?” En este nacimiento se ha anticipado de un golpe el misterio de la proveniencia y de la vocación. Vendrán días peores, pero no es el momento de pensar en ellos. Un día la adolescente le dirá al papá “no te metas en mi vida”. Le dolerá como si para castigar su afán controlador lo fusilaran. Porque es inherente al misterio aparecer y esconderse. Pero el misterio ha comparecido inesperadamente y con tal fuerza que, si los padres renuncian a la hija, si la agradecen en vez de apropiársela, el mismo misterio les dará la fuerza para criarla y adiestrarla en el amor, y en amar la vida eterna.

El triduo santo se asemeja a un nuevo nacimiento. El Misterio Pascual se cumple en Jesús y se cumple también en los cristianos como una vuelta a la vida, mejor dicho como una vida nueva, una vida de otro orden, superior a la vida corriente.

En el caso de Jesús su muerte equivale a los dolores del parto. Su mismo paso corporal a través del túnel de la muerte, se parece al niño expulsado a un mundo mejor. Su resurrección es tan suya como ajena. Le ocurre a él. Pero no se debe a él. Su Padre lo resucita. No habría podido resucitar solo porque los muertos están muertos, ni duermen ni descansan en paz. Jesús resucitó como murió: en dependencia absoluta de su Padre y de los hombres con quienes su Padre lo compartió. Nada fue suyo que no le fuera expropiado. En él apareció y se ocultó hasta el abismo infernal el misterio último de la vida, el misterio del amor que, por medio del despojo de sí, con su vulnerabilidad, prevalece contra las fuerzas de la noche que se apoderan del mundo. Su Padre rehabilitó a Jesús. Su Hijo no vino al mundo en vano. Su proclamación de un perdón incondicional, su interés genuino y desinteresado por los miserables, el reino en suma, no dependía de él, pero sin su dolor y su muerte no habría llegado tampoco. Su amor a los pobres y a los pecadores fue indicio del reino de los cielos. Algo que ni siquiera él pudo controlar a su antojo.

El Misterio Pascual atañe igualmente a los cristianos. Su celebración anticipa este “algo” que nos recuerda que somos infinitamente “más” de lo que merecemos. Tampoco los cristianos nos la podemos con la vida. Nos castigamos para corregirnos. Oscilamos sin tregua entre la fiesta y el funeral. ¿Resurrección? ¿Resucitaremos? Tal vez nos quede grande una esperanza así. Raro sería que la comprendiéramos mejor que Jesús en su tiempo. Algunos probablemente han sido dotados de una poderosa convicción de la vida eterna. A los demás bastarán algunos indicios. La gracia está en vivir conforme a ellos. En realidad no se necesita más. Porque no es más importante creer en el amor que amar, ni creer en la eternidad que sacrificarse por los demás como si estos fueran lo único que importa. En Semana Santa los cristianos celebramos la muerte de Cristo porque pertenecemos al resucitado y celebramos su resurrección, porque no podemos olvidar que hemos sufrido más de lo que podíamos soportar y para recordar que fuimos perdonados.