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Colaboración entre generaciones

Presenciamos un acontecimiento impresionante: el país será gobernado por una generación de jóvenes. ¿Con qué actitud asumimos los viejos algo así? Hagamos cuenta que, en esta relación, nosotros podemos ser una ayuda, pudiendo ser un problema. Miremos.

Ante todo, debemos distinguir nuestra filiación política del asunto en cuestión. Cuesta hacerlo. Cuesta aceptar a jóvenes por quienes no se votó. Muchos los veían desde la vereda de enfrente. Pero no se trata aquí de convertirnos a las ideas políticas de la generación que nos gobernará. El asunto es que nos gobernarán y que, no por una razón utilitaria, sino por el mero hecho de ser jóvenes, merecen de nosotros los mayores cariño en vez de envidia. La nueva generación nos regenera. Moriremos, pero un poco después de lo calculado.

¿Qué más? ¿Qué necesitan de nosotros? Humildad, ciertamente. Ellos/ellas también debieran ser humildes. Si no lo son, nada impide que lo seamos los mayores. Necesitarán además nuestro orgullo, sentirnos orgullosos como los padres y madres que quieren que sus hijas/os sean mejores. Son nuestros. Cometerán errores. Los están cometiendo. No importa. Los cometimos nosotros, era que no. Les criticaremos con cuidado. El país nos seguirá perteneciendo a todos. La crítica intergeneracional es indispensable. Solo así se adquiere el conocimiento que facilita la colaboración en la misma tarea. Requieren nuestra humildad, orgullo, corrección cuidadosa, perdón, alegría, paciencia, espíritu de colaboración, magnanimidad, en una palabra, amor, del amor que construye subterráneamente la “polis”.

Esto exige evitar la actitud de los veteranos que se las saben todas. El “siempre se ha hecho así”. “Este asunto ya se trató hace veinte años y lo resolvimos asá”. “No quieran inventar la pólvora”. Estas afirmaciones, además de odiosas, son equivocadas. Nunca, jamás nunca, los problemas son los mismos.

Algo extraordinariamente nuevo y positivo está ocurriendo en el país y, para verlo, no hay que perderse en el bosque de dificultades de todo tipo. La violencia en sus múltiples versiones es una de ellas. Esto no obstante, el país vive un momento espectacular: emergencia de los pueblos originarios, liberación de la mujer, expectativas varias de justicia social y redacción de una constitución que encauce estos inmensos valores. ¿Tendríamos las y los mayores fuerzas suficientes para sacar adelante estos progresos en humanidad tan grandes? No tantas como la nueva generación. Vamos perdiendo la chispa, “chispeza”. Felizmente no encabezaremos estas verdaderas revoluciones culturales.

Ellos/ellas tienen más energía que nosotros, pero no tanta como para cargar con nuestras zancadillas. Tienen pila, ganas, pero aún nos requieren: han de satisfacer las demandas sociales que el país ha levantado, en tiempos de pandemia y de inminente catástrofe eco-social. ¿Algo más?

¿Podrían cambiar el modo de hacer política? No creo que mucho. Se trata de un arte antiguo lleno de pillerías difíciles de evitar. La sociedad, y sobre todo la prensa, han de ser críticos con los nuevos gobernantes. No les pueden dejar pasar sus yerros. Por otra parte, tampoco podemos engrosar las filas de las masas contra los políticos. Las dictaduras están a la vuelta de las esquina. Hay grandes naciones que no son democráticas que querrán hacer valer su ideología política. ¿China? La democracia norteamericana tendrá que resistir la reemergencia de Trump, el personaje más peligroso del mundo.

Pedimos respeto a la nueva generación. Si no lo conseguimos, damos por fracasada la educación que le dimos. ¿De qué serviría que los jóvenes mejoraran sus puntajes, accedieran a las universidades, se jactaran de sus cartones y nos gobernaran si nos menosprecian?

En suma, que les vaya bien. Punto. Cuenten con nuestra esperanza. Con nuestra esperanza, colaboración, buenas vibras, experiencia y cualquier cosa en que pudiéramos ayudar.

Declive de la Iglesia Católica en Chile

En muy pocas décadas la crisis de la Iglesia Católica en Chile puede conducir a un catolicismo muy diferente del que conoce la actual generación. Pero es imposible saber si la caída del número de sus miembros y la erosión de la jerarquía eclesiástica se traducirán en un nuevo tipo de cristianismo.

La Iglesia Católica ha experimentado una disminución de sus miembros impresionante. Solo en los últimos 15 años los católicos son prácticamente un tercio menos. Lo que las encuestas no pueden medir es qué está ocurriendo en el corazón de cada católico/a, y probablemente tampoco estos lo sepan con exactitud. ¿Alguien puede excluir que haya personas en quienes, en este contexto, ha crecido la preocupación por el prójimo y la paz del mundo? Si así fuere, el panorama no es necesariamente tan malo. Esto puede ser germen de otra versión de la Iglesia. Las hubo en el pasado. La tradición monástica, por ejemplo. Las hay en el presente, las varias familias protestantes. Otro ejemplo.

Las causas de la caída, según parece, son varias. Una, y probablemente la principal, es el acelerado proceso de secularización. Muchos connacionales no necesitan de la religión para ir adelante en la vida. La ciencia y la técnica hacen más “milagros” que la fe y los santos. Por lo demás, ¿qué misa puede serle a los jóvenes más profunda que una buena conversación por celular? También debe influir el anacronismo de las instituciones católicas. Las vestimentas y las ceremonias religiosas, sobre todo las más solemnes, parecerán esotéricas incluso a la gente mayor. Otro motivo del declive es la concentración absoluta del poder en la jerarquía eclesiástica. Laicos y laicas no participan en ninguna decisión importante en su Iglesia. No eligen a sus autoridades. Estas tampoco les dan cuenta (accountability) de su desempeño. Y, como si lo anterior fuera poco, los abusos sexuales del clero y su encubrimiento ciertamente han podido provocar una estampida.

Sean estas y otras las razones, es un dato duro la disminución de los ministros. Las congregaciones religiosas femeninas se apagan, los seminarios y noviciados se vacían, y muchos curas dejan el sacerdocio. El caso de los sacerdotes merece una atención aparte. Si pasa por ellos la estructuración de la Iglesia y ellos inciden poderosamente en la experiencia de Dios de las personas, su mengua tendrá un enorme impacto. Pero, aun en el caso que la escasez de obispos y presbíteros se revirtiera, hay un problema de fondo. La versión sacerdotal de la Iglesia se agota. Tal vez surjan otras versiones. Estas exigirían distintas modalidades de eclesialidad, nuevos tipos de líderes e innovaciones en las maneras de formarlos. Este punto es clave.

El seminario tridentino actual, aunque con importantes modernizaciones, continúa formando aparte a sus líderes. Los separa de la gente, de su sentir, de sus modos aprender y de padecer, e instala en ellos una distancia entre lo sagrado y lo profano que han de representar y ejercitar. El Concilio Vaticano II abrió la posibilidad de formar de otras maneras a sus autoridades. Se ensayaron nuevas modalidades, pero el gobierno de Juan Pablo II frenó las innovaciones, mejoró el seminario del concilio de Trento y ordenó sacerdotes a personas que volvieron a considerarse superiores a los demás. El mismo Vaticano II impulsó un progreso en materia de crecimiento humano, intelectual y espiritual de los seminaristas, pero no desmontó el sistema de separaciones estructural que pone de un lado y otro a la Iglesia y el mundo, a los clérigos y el laicado, escisiones que alojan en la psiquis del sacerdote y le hacen vivir con un estrés complicado de soportar.

En Chile la crisis de la Iglesia Católica es enorme en relación a los otros países latinoamericanos. Además de la caída inédita en la pertenencia religiosa, también el desprestigio de su dirigencia es incomparable. Todo indica que la iniciativa ahora la tienen los laicos y laicas que crean que una tradición de humanidad de dos mil de años todavía puede inspirar la creación de comunidades cristianas, con nuevas autoridades, con renovadas formas de caridad y de lucha por la justicia a través de las cuales las personas recreen una fraternidad universal.

Transformaciones culturales de grandes proporciones

El país asiste a transformaciones culturales extraordinarias. Es de ver que el uso de los celulares, la internet y otros recursos electrónicos nos están cambiando la vida de un modo difícil de evaluar, aunque evidente de suponer. La toma de conciencia de la crisis eco-social, otro ejemplo, ha comenzado a modificar nuestras costumbres de un modo importante.

Algunos movimientos deben considerarse revolucionarios. En cosa de décadas, Chile ha experimentado una lucha por la reivindicación de la dignidad de las mujeres y numerosas iniciativas por darles la participación que merecen. La superación de las trabas culturales y jurídicas que las han mantenido atadas a formas de vida androcéntricas y patriarcales nos están beneficiando a ellas en primer lugar, y a todos en última instancia. Muy cerca de esta revolución, de su mano, el reconocimiento de la diversidad de géneros enriquece a un pueblo machista.

También es revolucionaria la aparición en público de pueblos originarios -algunos de los cuales se los daba por extintos-, con sus diversas espiritualidades y su amistad cósmica. Ellos han puesto en jaque el provincianismo chileno, enriqueciéndonos como no lo esperábamos. Los oprimidos levantan la cabeza. Los blancos y los blancuzcos la bajan.

No puede llamarse propiamente revolución, pero hay fenómenos como la politización de los jóvenes que auguran un recambio de la clase gobernante muy positivo. Los mayores creímos ser una mejor generación, los ninguneamos por “no estar ni ahí”. Estaban ahí, allí. Ahora están acá con vigor, entusiasmo, sacudiendo anquilosados modos de ver las cosas y de hacerlas.

Es evidente que esta revolución poliédrica tiene externalidades. ¡Qué fenómenos así pudieran no tenerlas! Los efectos secundarios habrá que mirarlos con atención y controlarlos. Pero no hay que perderse. Lo primero es lo primero.

Estos tres acontecimientos de tinte revolucionario exigen definiciones. Piden sumarse como a causas que reclutan simpatizantes y colaboradores. Hasta ahora hemos podido observarlos como espectadores, asustados algunos, curiosos otros. No se puede permanecer impávidos. Es preciso involucrarse.

Sumarse es más difícil, pero también más importante, para gente mayor, los mestizos, los varones y los heterosexuales. ¿Cómo lo hacemos? Se requiere antes que nada invocar el “pathos” de humanidad que se nos dio el día que abrimos un ojo para ver que compartimos con el resto una fraternidad fundamental que requiere toda una vida para concretarla. Podemos disputarnos la vida, pero hemos sido llamados a llevarnos y a mejorarnos unos a otros. Em-pathía, en vez de anti-pathía y a-pathía. Hermandad, en vez de fratricidios. Estas son las claves, y las conversiones pendientes.

En el horizonte asoma la deseada unidad en la diversidad que esperamos acabe con las exclusiones. Algo muy hermoso cuaja en el país. Navegamos en aguas turbulentas, pues las revoluciones son así. Pueden acabar mal. No son broma. Lo importante es que conduzcan a un nuevo sentido común y a las instituciones que lo encaucen y lo enseñen.

La incesante novedad Cristo

Otra vez Navidad. ¿Otra vez? No. El nacimiento de Jesús es una parábola que nos pide barajar el cosmos con la esperanza de mejorarlo.

Los evangelios son un conjunto de parábolas. Las parábolas son cuentos que apelan a cualquier ser humano. Demandan una conversión, nos invitan a compartirnos con los demás. Creer en Dios equivale a creer en el amor y amar.

La parábola del Buen Samaritano demanda un amor por el prójimo que cuestiona al establishment sacerdotal. Tampoco un ateo puede excusarse de atender a un hombre asaltado por ladrones y a la vera del camino. Está obligado a tomar una decisión. ¿Puede alguien no conmoverse con la historia de una persona que recoge a un desconocido, cura sus heridas y le paga el hostal donde habrá de convalecer? Hay personas insensibles, sí. Pero si alguien siente compasión por su semejante, si cree que es responsable de él, debe ayudarle. En vez, abandonarlo, se lo llame así, se lo llame asá, es un pecado que conduce al fracaso de la humanidad. Las parábolas son hermosas porque abren las puertas del cielo.

La del Hijo pródigo, otro ejemplo, pide a mujeres y hombres ir más allá de sí mismos. Un padre perdona por igual a un mal hijo y al hijo que se cree mejor que su hermano. El padre de la parábola es más grande. Su amor quiebra la lógica. Representa a Dios, obvio. Pero más que exigir una confesión de fe religiosa, insta a una praxis trascendente. No somos fatalmente chicos y calculadores. Es posible vivir en otro registro, uno muy superior, uno que sabe a definitivo. Estas y otras parábolas indican que no es necesario ser cristiano para ser cristiano.

Digamos que casi no es necesario. Para serlo se necesita creer que los evangelios en conjunto constituyen una sola parábola, el relato, la narración o la imaginación del triunfo de Cristo en la historia y sobre el cosmos. Cada una de ellas apunta más lejos. El cristianismo, que comenzó en Navidad, principia la realización de todo aquello que empezó con el Big Bang. El nacimiento de Jesús, la fe de María y de José, es algo así como la somatización de Dios. El niño es Dios hecho cuerpo, “soma”. La Encarnación incorpora, hace cuerpo, la eternidad. No nos hundiremos para siempre. Un niño horada la noche como una estrella. Desde entonces lo real se hace realidad. Hasta entonces, todo estaba pendiente.

El cristianismo, cristianas y cristianos, la Iglesia no obstante la Iglesia, no es la repetición anual del ciclo de los ciclos, sino una apelación a la creatividad del ser humano. Es algo siempre nuevo, original, un lanzazo en la rutina que nos repite, que nos negocia, que asfixia y mata. Que desenmascara las religiones que sacrifican seres humanos para contentar a divinidades, y a beatas y beatos, envidiosos de la humanidad.

Jesús es la somatización de un Dios que no necesita esclavos. Su Padre confía en el ser humano, lo pone en manos de sí mismo y lo recoge como a un pequeño cuando se cae. Es un Dios que tienes las rodillas peladas de tanto agacharse. Año tras año la Navidad nos inventa. El cristianismo es la fantasía de un nazareno que nos llena de esperanza cuando parece que solo quedan motivos para desesperar. El cristianismo es una parábola del Cristo/Crista que nos da otra oportunidad.

El voto católico

Dentro algunos meses el país será gobernado por Boric o Kast. No hay otra alternativa. Siempre será posible votar blanco, nulo o no ir a votar. No faltarán argumentos respetables para sustentar estas posibilidades. Pero el votante, a propósito de la disyuntiva principal, favorecerá a uno o a otro.

La elección en curso es un asunto eminentemente ético. Pertenece al ámbito de la ética política. ¿Qué votar? ¿Qué debieran votar los católicos?

En razón de su credo, los católicos están obligados a argumentar su decisión a la luz de la fe de la Iglesia. Esto no significa que hayan de aplicar tal cual la enseñanza eclesial. Tampoco un papa tiene autoridad para decirle a un católico qué tiene que votar. Si lo hiciera, se extralimitaría en su función. De acuerdo al concilio Vaticano I, nadie puede invocar su fe para eximirse de pensar o saltarse el escrutinio de los demás. Esto se llama fideísmo. Es una herejía. El católico debe tener muy en cuenta las enseñanzas morales de su Iglesia, y oír al papa y a los obispos si estos decidieran dar una opinión política general, pero debe actuar con libertad y en conciencia. Su obligación primera es discernir y apostar por la mejor alternativa. Apostar, porque para los cristianos la historia está abierta. Nadie puede saber a priori qué será lo más conveniente. El voto libre y responsable conlleva siempre esta incógnita.

Ante la inminencia de la próxima elección presidencial, católicos y no católicos han de considerar en su decisión una serie de valores: importancia de la propiedad privada, el cuidado de los migrantes, la garantía de derechos sociales, la igual dignidad de la mujeres, el reconocimiento de las diferencias de género, la obligación de justicia para con los pueblos originarios, la preservación de la paz social, el pleno respeto de los derechos laborales, el cuidado de la casa común y de los otros seres vivos, y otros tantos valores. Pero ninguno de estos puede ser enarbolado como si fuera más importante que todos los demás. No debiera serlo la justa distribución de las aguas o de las viviendas. Tampoco la protección de vida desde la concepción hasta la muerte. Porque estos, aun siendo valores de primerísima importancia, han de ser salvaguardados políticamente, es decir, de acuerdo a la democracia; conforme a la constitución y las leyes que el candidato ganador tendrá por cargo servir.

En definitiva el voto político responsable para quienes son católicos y los demás tiene dos caras. Una es la viabilidad. ¿Qué candidato ofrece al país mejores posibilidades de acabar su período sin desmoronarse? Aunque sea por instinto, los electores han de hipotizar un éxito gubernativo de mediano plazo en base a una evaluación de pros o contras. Y, la otra, la vigilancia del bien común. Pues, en lo que estamos, hay una sola opción inmoral. A saber, votar por privilegios personales, por intereses colectivos restringidos o de religión.

Pero para que el católico actúe como cristiano, debe introducir en su juicio una diferencia. Ha de considerar en primer lugar a aquellos que Jesús llamaba “los últimos”: los enfermos, los sedientos, los desnudos, los encarcelados, las mujeres, quienes entonces eran despreciados y marginados. Hoy diríamos las personas que sufren porque para ellas no alcanza o no se reconoce su dignidad. Solo con una opción por los pobres el voto cumple con el deber del bien común y de hacer viable al próximo gobierno.

Hacia una refundación religiosa de Chile

Por los años cuarenta del siglo pasado Alberto Hurtado escribió un libro: ¿Es Chile un país católico? Título provocador. Se le vinieron encima. ¿Qué le preocupaba? La mala calidad del catolicismo chileno y, particularmente, la injusticia de la oligarquía.

Templo Bahai

¿Es deseable que Chile vuelva a ser un país católico? De ninguna manera. El país cambió. La Iglesia Católica dejó de ser mayoritaria y el Concilio Vaticano II le impuso no ser proselitista. El pentecostalismo se consolidó. Las otras iglesias y comunidades cristianas salieron a la luz del sol. Judíos y musulmanes encontraron por acá un espacio amistoso. Unas gotas de budismo también gustan. Comienza a ser valorada la naturaleza espiritual de las culturas originarias. En suma, Chile ha enriquecido su acervo religioso.

Pero, ¿es la religiosidad chilena vigorosa? Está por verse. Las religiones tienen delante un desafío sin precedente. Deben ahora alentar a una humanidad al borde de un colapso diluviano. Los cambios que hemos de hacer para revertir el curso a una catástrofe medio ambiental necesitan inspiraciones espirituales. Los diversos credos y formas de relación con la divinidad debieran dejar atrás mezquindades y particularidades esotéricas, y cooperar a la salvación del planeta. Urge trascender, ir más lejos, ir más adentro. Aun cuando no seamos capaces de frenar la emisión de los gases de efecto invernadero y neutralizar sus peores efectos, las religiones, los místicos y los chamanes han de acompañarnos en morir y extinguirnos. Pues estos, y no los gobiernos ni la ONU, deben enseñarnos cómo se vive cuando la muerte quiere devorarnos de una vez para siempre.

Chile tiene la fortuna de contar con pueblos originarios que saben cómo localizar al ser humano en un cosmos que, a pesar nuestro, aún nos ama. Las espiritualidades nativas hacen que sus gentes aprendan que el planeta les pertenece no menos de lo que ellas pertenecen al planeta. ¿No es algo así lo que han perdido las grandes religiones monoteístas? Sus representantes, hasta hace poco, han presentado a la Convención constitucional una carta para asegurar la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Ahora último los líderes cristianos, musulmanes y judíos han sumado voces de pueblos originarios. Son pasos inéditos, muy auspiciosos. Los chilenos tendríamos que celebrar la pluralidad religiosa y reivindicar la índole espiritual de las culturas indígenas.

Las relaciones políticas de las religiones con el Estado están en tabla. El año veinticinco se consagró la separación de la Iglesia Católica y de la República. Este logro constitucional favoreció el pluralismo. Una constitución con pretensión refundadora tendría que hacerse cargo del tema religioso. A una constitución no se puede pedir mucho, pero sí un mínimo. Con muy poco se conseguirá algo importante. Bastaría con que la constitución del veintidós confirme estos derechos, tan propios de la modernidad, y respalde las actividades interreligiosas que favorezcan la justicia, la paz, la diversidad y la alegría. Ayudas pueden ser muchas, distintas al financiamiento de las iglesias. Pues las religiones representan a dioses, espiritualidades e inspiraciones gratuitas por excelencia.

Conversión al feminismo

Entiendo que el feminismo es una lucha por la igualdad. Sé que es mucho más que esto, pero, si no me equivoco, su principal objetivo es superar una desigualdad, un modo de ser diferentes que hasta ahora se ha traducido en servidumbres, menoscabos y abusos de diverso orden en perjuicio de las mujeres. Mi opinión es que se hace necesario convertirse al feminismo.

Tal igualdad, me dicen, tiene por fin último un incremento en humanidad para hombres y mujeres, lo cual sería imposible de lograr sin una colaboración entre ambos. Debiera quedar atrás un modo ideologizado de entender la diferencia (que convierte a las mujeres en objetos de manipulación). A cambio, debiese prosperar una diferencia realizadora (que consista en que las mujeres sean sujetos capaces de relacionarse en términos de igualdad en dignidad y derechos con los varones, y también entre sí).

(Sé que hablo de un campo desconocido. Tengo pendiente leer a Judith Butler. Conozco, del tema, la teología feminista. Una amiga teóloga me obliga a citar mujeres. No lo hago por ser políticamente correcto. Estoy convencido de su enorme valor).

¿Dónde estamos? Hemos avanzado mucho. Tantos hombres reconocemos que la liberación de las mujeres nos ha hecho mejores. Es más, veo que hombres y mujeres en la casa y el trabajo están creando algo completamente nuevo, distinto a los productos de las relaciones asimétricas tradicionales. No es cuestión solo de cambiar pañales. Se progresa en pagar sueldos parejos, en reconocer también un valor monetario a aquello que no es posible calcular en pesos, eso que se llama amor y que hace las veces de locomotora de esta causa.

(Los cristianos tendríamos que ver en el objetivo final del feminismo una nueva creación. No basta desideologizar la relación entre Adán y Eva. Es necesario tomar en serio la intuición de San Pablo, de acuerdo a la cual en Cristo “no hay hombre ni mujer”, pues en él todos son uno (Gál 3, 28)).

Por cierto, debe reconocerse que los avances realizados son fruto de una lucha. Todos juntos tendríamos que llegar a ver que hay prácticas y actitudes que tenemos por naturales, pero que debieran dejar de serlo. Hay tironeo, obvio. Los hombres tendremos que aguantar el chaparrón. Estamos hablando de injusticias milenarias. Pero la lucha es lucha. Para que se cumpla el objetivo, los hombres no podemos tolerar demandas irracionales. Aquello de que se trata lo conseguirán los géneros juntamente y no mediante la imposición de uno sobre el otro. Ambos están obligados a un discernimiento de los mejores caminos.

(El feminismo es una actividad espiritual. Es fruto de una inspiración. El Espíritu moviliza, da fuerzas. Es una pasión animada por el mártir Jesús, dirían los cristianos).

Hablo de conversión. No se trata de cambios exteriores, de concesiones, menos aún de simulaciones. Se hace necesario un cambio que provenga del corazón. La locomotora que tire de los carros, digo, ha de ser el amor. El amor conjura miedos atávicos. Hombres y mujeres han de cambiar por dentro, dejando atrás el machismo que los barbariza y reconociendo en el otro algo sin lo cual no se llegará a ser sí mismo.

(En la Iglesia católica reina la barbarie. Cristianos y cristianas se distancian cada vez más de una institución eclesiástica masculina impermeable al Evangelio. No parece que las conversiones singulares de los sacerdotes sean suficientes para reformar estructuras fosilizadas. Lo único que parece tener futuro, según parece, es una nueva versión del cristianismo, una en que hombres y mujeres participen en su Iglesia con igual dignidad).

La liberación y dignificación de la mujer equivale a una salida de las cavernas. La lucha por esta posibilidad no es exclusiva de las mujeres. También los hombres tendrían que ser feministas. No es necesario que se vuelvan femeninos. Sería ridículo. Bastaría con que fueran los varones que están llamados a ser.

Necesidad de reconocimiento de la espiritualidad de los pueblos originarios

Las religiones abrahámicas han hecho llegar a la Convención constitucional un documento pidiendo un reconocimiento al valor de la religión y de la libertad religiosa. El hecho ha sido celebrado en la prensa. Pero, lo que debe considerarse un triunfo del diálogo interreligioso occidental, merece ser criticado desde el punto de vista de los pueblos originarios. La carta es firmada por los líderes de las confesiones religiosas católica, ortodoxa, anglicana, evangélicas, judía, islámica y la Iglesia de Jesucristo de los últimos días. Pero no la firma ningún líder de los pueblos originarios. Para los firmantes estos pueblos parecen no existir. Se les olvidó considerarlos. Estoy seguro que ha sido casual, una negación involuntaria. Pero históricamente la negación de la índole espiritual y de las mediaciones religiosas de estos pueblos se ha hecho no solo de un modo inconsciente. Ha sido también un método pastoral.

El documento no tiene en cuenta uno de los principales signos de los tiempos. Lo más extraordinario en esta materia a nivel mundial es la toma de conciencia del daño producido por las colonizaciones culturales. Recientemente la Iglesia Católica en Canadá ha hecho público su remordimiento por la muerte de miles de niños entre los años 1831 y 1996 en los internados que ella gestionaba y en los que se llevó a cabo la supresión de la lengua, la cultura e identidad de los pueblos indígenas. El gobierno canadiense ha reconocido que en estos lugares se perpetraron todo tipo de abusos. La reivindicación de las identidades oprimidas está en auge en el mundo. Se pide justicia. Se demandan reparaciones.

La Colonia en América Latina se abrió paso con el Requerimiento. El conquistador alzaba la cruz delante del indígena y, en latín, le pedía una confesión de la fe católica. Si aceptaba la fe, bien. Si no, se le hacía esclavo.

El catolicismo chileno consideró pagano al pueblo mapuche. Los esfuerzos de la Iglesia Católica contemporánea por una inculturación del Evangelio entre los pueblos indígenas, aunque constituye un aprecio de sus culturas y religiones, merece una revisión. Las comunidades evangélicas en la Araucanía exigen a sus fieles no asistir a los Nguillatún. Los ejemplos de invasión y conquista religiosa de estos pueblos pueden multiplicarse.

Los líderes religiosos firmantes de la carta a la Convención lamentan la quema de iglesias, templos y capillas. Hacen mención de algunos apoyos económicos del Estado para sus actividades porque consideran que la religión es esencial al ser humano. Pero, ¿no han debido también decir algo sobre la colonización del país desde 1541 a la fecha? ¿Sobre el daño enorme causado a los pueblos originarios? Tal vez no era el momento. ¿Lo habrá? En el Estrecho de Magallanes todavía se recuerda el caso del patagón que hicieron subir a una de las naves del navegante y lo bautizaron Pablo. Murió poco después.

Lo único que parece tener futuro en materia cristianismo en Chile es un replanteo a fondo de la evangelización. El Evangelio exige hoy un diálogo intercultural. Si se trata de emparejarle la cancha, los cristianos tendrían que promover el cultivo de las religiones originarias, hacer todo lo posible por potenciarlas, porque su Dios no es mejor que el de estos. Aún más, el Dios de los cristianos es el Dios de los pueblos oprimidos, como lo ha subrayado la Iglesia post conciliar latinoamericana y la teología de la liberación. Pues tampoco Cristo es monopolio de los cristianos.

El testimonio de Millaray Garrido Paillalef sirva como prueba de lo que vengo diciendo: “Cuando yo llegué (a la escuela) ya no había curas, había profesores del Magisterio de la Araucanía, que es como un mafia de la Educación en la Araucanía. Ellos están metidos en las comunidades indígenas y han tenido un rol importantísimo en el blanqueamiento del mundo mapuche, metiéndose como agentes pasivos con la excusa de la educación y la evangelización. Ellos nos enseñaban a cantar el himno nacional de Chile en mapudungun, a rezar el Padre Nuestro y el Ave María en mapudungun. Nos enseñaban que la Ñuke Mapu era lo mismo que la Virgen María y que Chao Ngenchen era lo mismo que Dios. Mi mamá era la única apoderada que iba a reclamar y a decir que no me podían confundir de esa manera” (Elisa García Mingo (coordinadora), Zomo newen, Lom, 2017).

Pido a los líderes religiosos de la carta a la Convención que la redacten de nuevo. También para los hijos de Abraham llegó la hora de la conversión.

La prensa libre, ¿un derecho social?

La libertad de prensa es un derecho civil. ¿Pudiera ser también un derecho social? ¿Un derecho a ser informado y a formarse una opinión en temas que importan al bien común?

Con ocasión de la etapa comenzada por la Convención, Carlos Peña en una columna reciente distingue tres tipos de derechos. Los derechos civiles, como el de movimiento y de religión, los cuales pueden ser ejercidos por los individuos aunque moleste a las mayorías. El derecho a la prensa libre cabría en esta categoría. Segundo, los derechos políticos, que salvaguardan la autonomía colectiva, como ser la posibilidad de formar un partido, aunque sea una agrupación minoritaria. Y, por último, los derechos sociales que benefician a las grandes mayorías con los bienes que la sociedad produce, derechos exigibles en la medida que ella tiene los medios para hacerlo.

Mi opinión es la siguiente. La verdad que sirve para la construcción social tiene un valor fundamental. Sin esta la sociedad democrática se desmorona en favor de los más poderosos. Sin medios de comunicación que canalice la libertad de expresión, las que pierden son las grandes mayorías. La ciudanía, para ser tal y no masa expuesta a la mentira y la maledicencia, hoy fácilmente generadas industrialmente, tiene derecho a participar en debates informados.

El caso es que nuestras sociedades están enfrentando un mismo problema. Sus instituciones son socavadas por la perentoriedad con que sus autoridades son exigidas a dar cuenta de sus actos a través de las redes digitales. Twitter y Facebook no dan tregua, no dejan espacio a las explicaciones, hacen de armas. Los políticos son sometidos a un escrutinio despiadado. Lo más grave son los ataques contra los partidos en cuanto tales, a saber, las mediaciones básicas de la democracia. Por otra parte las encuestas y el rating contribuyen a la volatilidad de las opiniones. Esto y aquello, que por cierto y a pesar de todo ayuda a la participación popular, mina los organismos sociales que tradicionalmente procesan, organizan y vehiculan sus opiniones, e impiden también que los políticos cuiden a la ciudadanía de sí misma.

Creer que se puede prescindir de la prensa porque hay redes digitales que cumplen su misión es un engaño brutal. Por cierto, sin la prensa estas redes no tendrían siquiera con qué informar a la gente. La falta de medios profesionales nos condenaría al rumor. Ocurre en las dictaduras. Las redes cumplen una labor de control indiscutible, pero lo hacen de un modo caótico y no garantizan información fidedigna. La prensa es una disciplina profesional clave de las democracias modernas.

Vuelvo al punto de partida. La prensa, si es sustentada por el Estado como un bien que la ciudadanía merece por derecho para participar responsablemente en el gobierno de sí misma, es una institución tan importante como los partidos. ¿No podría considerársela un derecho social y no solo un derecho civil?

El rector de la UDP al final de su columna se pregunta por la propiedad privada. Qué es? Ella vincula todos estos derechos. En su virtud, “el miembro de la sociedad abierta y democrática (como la que debe inspirar a la Convención) posee inmunidad frente a los demás (los derecho civiles); participa en la formación de la voluntad colectiva (derechos políticos); y en tanto ciudadano accede a los mínimos civilizatorios que la sociedad ha alcanzado (derechos sociales)”.

Me parece que, por análoga razón, la prensa cumple esta misma misión. Es más, para no depender de la mera propiedad privada, debiera ser financiada por el Estado. Una sociedad que goza de una prensa profesional sustentada por privados y por el Estado, mediante un control recíproco, tiene mayores posibilidades de ser llamada libre.

El estilo también cuenta

Me apoltroné con interés a ver los debates presidenciales por televisión, pero termine entristecido. Se dieron muy duro. Dificulto que un candidato que ha atacado brutalmente a su adversario pueda honrar al país como presidente o presidenta. ¿Es necesario ver a los candidatos tratarse como rufianes? No.

No lo fue así en el pasado, a futuro se puede mejorar. Siempre es posible sacar del alma algo de caridad con el contrincante. ¿Quién se imagina a Frei Montalva pidiéndole un certificado médico a Julio Durán? No veo a Salvador Allende acusando a otro de drogadicto. ¿Paraísos fiscales? ¿Reconocimientos de lobby? Los insultos en público salpican a medio mundo.

El maltrato hace mal para adentro y para afuera, a uno mismo, al otro y a los televidentes. En el catch el golpe indigno es parte del juego. El Ciclón del Caribe, la Momia, el Mohicano… “Todo vale”. En el box, no. El puñetazo bajo el cinturón del boxeador desprestigia el deporte. Los insultos en la política son prescindibles.

El estilo, la magnanimidad, la prestancia, marcan una enorme diferencia. Tienen una utilidad práctica. El respeto del competidor ahorra malos ratos que en política pueden ser numerosos, pérdidas de tiempo, energía gastada en curar heridas que pudieron evitarse. Pero más que esto, el estilo engrandece e ilumina en rededor. Despeja las mentes. Facilita los acuerdos. Embellece.

Por cierto, la vulgaridad tiene sus ámbitos de legitimidad. Nadie que vaya al estadio puede escandalizarse de un hincha que le saca la madre al árbitro. Ríase. ¿Puede haber alguien tan odioso como para escandalizarse por un chiste picante contado en un asado? Pero la política no tiene por qué usar la vulgaridad como método.

Esto no quiere decir que las pifias, trampas, robos, aspiradas de cocaína de los políticos no hayan de saberse. El escrutinio público de los políticos es indispensable. La ciudadanía tiene que saber lo mejor posible por quién y por quién no puede votar. Los estándares de trasparencia deben ser altos. Pero esta labor la pueden cumplir los voceros. Un jefe de campaña debiera ser implacable con los traspiés y taras de las candidaturas opositoras.

La prensa tiene una labor clave, sea para ayudar a encontrar al mejor candidato, sea para desmaquillar al peor. Los periodistas no deben soltar la presa. Pero, ¿no tiene la televisión mejores formatos que el exigido por el rating? En el primer debate los periodistas no profundizaron en las dos grandes cuestiones que enfrentará el próximo gobierno: la economía (que ha de sustentar los derechos sociales y medioambientales) y la violencia (que amenaza desplomar la Araucanía y la del narcotráfico que asuela las poblaciones). Ni tocaron el tema.

El país no puede permitirse elegir a alguien que arriesgue la gobernabilidad. Esta misma será más fácil si en las relaciones humanas se cuida la compostura. También el estilo cuenta. La elegancia en política hace bien a una ciudadanía que suele ser todavía peor que sus representantes. Así las cosas, los niños, para preparar las tareas de educación cívica, podrían ver programas pasadas las diez de la noche.