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Importancia política de los miedos

Al momento de votar Apruebo o Rechazo, los miedos tendrán gran importancia.

Nuestras decisiones muchas veces son tomadas por miedo. Temerosos de la salud de la población, los gobiernos la han protegido con medidas sanitarias. Bien. Un amigo no se atrevió nunca a pedir matrimonio a su pareja y terminó perdiéndola. Mal. Los equipos que juegan a no perder, a que no les metan goles, no pueden aspirar a encabezar la tabla. Mal.

En los miedos habitan las razones con que se toman las decisiones. En cualquier persona sana, digo. Pues es patológico no tener temor a nada. ¿Y si viene el león?

También es patológico decidir de un modo meramente racional. Quien actúa sin empatía nunca entenderá que las motivaciones de los demás pueden ser razonables y, por ende, que urge presentirlas para conversar con ellos hasta concordar una convivencia pacífica. Hay actuaciones impulsadas exclusivamente por los traumas del pasado. Pesa, en el caso chileno, el quiebre del 11 de septiembre del setenta y tres. Es normal que pese. Pero su evocación no debiera nublar el juicio como para evitar de malas maneras otro desastre histórico.

Intuir las motivaciones políticas del prójimo es fundamental. Adivinarlas prepara el entendimiento con las otras personas. Pensar The day after al plebiscito de un modo empático, tendría que moderar la ansiedad sobre el futuro. Lo mismo, un ejercicio de introspección, analizar en nosotros la conjunción de emociones y razones ayudará a acertar. Partamos de la base de que nadie tiene un punto de vista absoluto, tampoco nosotros, como para saber exactamente lo que nos conviene como país. El fanático cree tenerlo. Las personas sensatas saben que su óptica es relativa. Juzgamos desde el lugar del mundo en que la vida nos puso. Las biografías son siempre fuentes únicas de conocimiento, y por lo mismo limitadas. Es básico entender, por esto, que al resto de los ciudadanos les pasa lo mismo. Y que sus miradas nos son indispensables. Ciertamente sus posturas son relativas, pero también ellos pueden tener alguna buena razón que hacer valer en una discusión política.

Las campañas ayudan a defender un punto de vista con entusiasmo. Las campañas del terror, en cambio, convierten el miedo en pánico, fanatizan y transforman a los adversarios en enemigos.

No soy neutro. Mi opinión, basada evidentemente en mi propia vida, es que se hace necesario correr riesgos. En la actual situación hago fe en el elan de las generaciones más jóvenes, y apuesto por cambios profundos. Sintonizo con la larga historia de colectivos humanos oprimidos; los pueblos originarios y las mujeres. Hago mías las diferencias de género y que se reconozcan varias maneras de ser familia. Lamentaría que perdiéramos la oportunidad de acabar con estas discriminaciones. ¿Puedo dar por supuesto que los jóvenes, en tiempos de individualismo, serán solidarios con los excluidos? Ojalá que lo sean.

Audentes fortuna iuvat: a los audaces les ayuda la fortuna, decían los antiguos. Sería penoso que se apoderara de mi generación el miedo a dar un paso en falso. Nosotros los mayores nos volvemos con los años más conservadores. Podemos, por lo mismo, cerrarle el futuro a los que vienen detrás en nombre de nuestras experiencias. Si nuestras y nuestros jóvenes aun careciendo de experiencia se lanzan a la piscina sin más, que ellos mismos nos ayuden a completar nuestros serios discernimientos con algo de arrojo. “Que se vayan los viejos y que venga juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y de esperanza”, proclamaba Huidobro en su Balance patriótico. Será bueno que pasemos las riendas a la juventud y galopemos mejor al anca.

Cuidado con la viruela constitucional

Vistas las cosas desde el futuro, vamos haciendo lo que hay que hacer. Estalló el país. Los políticos crearon una vía democrática para salvarlo. Se votó una Convención Constitucional que hizo el trabajo de acuerdo a las reglas que se le impusieron. Redactaron un texto y lo entregaron al Presidente. ¿Qué queda? El plebiscito de salida. Hasta aquí el país ha hecho una performance democrática impresionante. No se puede decir que estamos “como la mona”.

Hay que tener en cuenta, sí, que el texto de la futura Constitución es un medio y que la convivencia es un fin. El dato es que la convivencia nacional entró en crisis por al menos dos razones. Una, injusticias en muchos ámbitos. Dos, la emergencia de sujetos colectivos que han tomado conciencia de su dignidad y la harán prevalecer contra viento y marea. Es la hora de la diferencia. La igualdad conseguida por la fuerza de los poderes económicos (ejemplo: neoliberalismo), políticos (ejemplo: la Constitución del 80), culturales (ejemplo: machismo y colonialismo) y religiosos (la prevalencia de una religión sobre la espiritualidad de los pueblos originarios), no da para más. Ha sido una igualdad abstracta, uniformadora. Se requiere reconfigurar aquello que nos iguala. Necesitamos una unidad que integre a los diferentes. Una refundación, reconstrucción o como quiera llamársela.

No estamos “como la mona”. Es este un momento extraordinariamente importante. Hasta hermoso. Requiere, de todos, que saquen del alma lo mejor para hacer un espacio digno y justo a los excluidos.

Tenemos por delante otros pasos democráticos. Del plebiscito saldrá un Apruebo o un Rechazo. Las posiciones más sensatas saben que, a partir de entonces, comienza otra etapa que aún exigirá mucho trabajo. Necesitamos un texto constitucional e innumerables textos legales que consigan el fin buscado: la unidad que nos haga reconocernos en la mirada de los otros como un solo pueblo.

La viruela del mono hay que evitarla a toda costa. Uno de sus síntomas es un alza súbita de la temperatura a más de 38,5. No sé de alguien que quiera que suba la fiebre en el país, entremos en trance, veamos a los otros como enemigos y los borremos del mapa. Nadie lo quiere, pero somos monos, y los monos son porfiados. Si no enfriamos la cabeza y la levantamos, volveremos a la selva. Si no invocamos el amor político que tenemos en el corazón para hacerles un espacio a los demás, podemos entrar en la espiral de violencia. Hay que frenar en seco el curso al desastre. Andan monos con gillette aullando, cuidado. Tienen cara de mono. No hay cómo perderse.

Nuevamente nos convoca la democracia. Nunca debimos perderla. La mejor forma de fortalecerla es practicándola. Sabemos sus reglas, pero se trata de un sistema político que funciona cuando es aceitado permanentemente con buena voluntad. Es un medio pero también un fin, porque consiste en un modo de convivencia que supone que nos pertenecemos unos a otros. La convivencia respetuosa, empática, justa, es madre e hija de la democracia. Necesitamos poner atención. No podemos seguirles el juego a las campañas. Más que arengas, son precisos argumentos.

La Convención y los papers

Todos saben qué es la Convención. Qué son los papers, lo saben solo los académicos. Son las publicaciones en revistas científicas nacionales e internacionales. Sostengo que la Convención pudiera dar al menos algunas orientaciones gruesas para el desarrollo de ciencia. En todo caso, alguna ley sobre esta materia debiera proteger a las universidades de la jibarización científica en que las ha metido la actividad comercial.

Publica o muere

La exigencia a la academia de estándares científicos internacionales ha sido muy positiva. El intercambio de conocimientos es enorme. Los especialistas controlan el valer de las publicaciones mediante sistemas sofisticados de evaluación independiente. Este sistema ha demandado a los universitarios correr. Trotar no basta. Menos grasa, más músculos. Nadie hoy tiene asegurada la cátedra. En este siglo se hace ciencia así y no asá. Pero esta apretura tiene también efectos perniciosos. Puede agotar la imaginación de los académicos y distraer a la ciencia.

En las privadas, que es el terreno que mejor conozco, la competencia entre ellas es enorme. Algunas de estas quieren conseguir un lugar entre las 300 o 100 mejores universidades del mundo. Pero, ¿cómo podemos nosotros competir con las millonarias universidades norteamericanas si no estresando al máximo a nuestra gente, haciéndoles sacar papers como se hace poner huevos a las gallinas no-libres? Esta competencia se concretiza en los sistemas regulatorios y de acreditación que velan por la calidad de las universidades, pero que pueden también acabar con el ocio inherente a la actividad intelectual.

Para algunas personas la presión por publicar las angustia e incluso les induce a la corrupción. Se nos dice: “Es una pena: los papers son lo único que vale”. Pero existen otras habilidades intelectuales, la de los artículos es solo una… Se nos repite: “Es una pena: si no publica, se va”. Pero si a un académico las universidades extranjeras le piden una conferencia. Estas toman tiempo. ¿Y si otros científicos le invitan a formar parte de colectivos de cooperación en investigación? Publish o perish.

Además, los papers no son el único tipo de publicaciones que debieran valorarse. Un académico puede publicar un libro que recoge sus trabajos de una década, pero los libros, le dirán, si quiere usted llegar a ser titular, sirven poco o nada. Pues si algo verdaderamente sirve son los papers WOS, Scopus, Scielo… Tampoco valen los capítulos de libros que suelen ser solicitados a modo de contribución por organizadores de publicaciones. Es divertido constatar, por ejemplo, que mucha de la mejor teología de la liberación en América Latina y el Caribe se ha escrito en libros y revistas no indexadas. He aquí que los teólogos universitarios usamos esta producción y la citamos con fruición.

¿Debe la Convención hacerse cargo del perfil de científico y de ciencia de Chile? Esperamos que la futura constitución no baje a detalles. No puede tomar partido en el debate sobre la metodología de la comunidad científica internacional. Pero pudiera tal vez ayudar a precaver a las universidades de la alienación que se ha introducido en ellas. ¿De qué sirve pavonearse nuestros investigadores entre los nóbeles, etc., etc., si olvidan que por acá hay asuntos que urge abordar intelectualmente? Si un intelectual requiere ciencia, bien parece necesario que la actividad científica universitaria radique en el territorio y la época que hace pertinente su trabajo. La vida intelectual y la academia no son lo mismo aunque se parezcan, pues requieren tiempos, aptitudes y actitudes diferentes. La mente mira cerca, con lupa. El intelecto usa telescopio. ¿O se dirá que todo científico es un intelectual?

Cervantes en el prólogo de la historia de don Quijote critica la ciencia de su época. Advierte contra quienes recurren a famosos para hacer valer sus escritos: “no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos”. El caso no es el mismo del de nuestros tiempos. La ciencia hoy requiere de citas a pie de página precisamente porque es un arte humilde. Parte de la base de las deudas recíprocas en el mundo del saber entre los investigadores. Pero un mismo pecado asola a ambos modos de hacer ciencia, a la de 1605 y a la de 2022: la alienación.

¿Debe la Convención hacerse cargo de los papers? Por supuesto que no. Pero alguien debiera impedir que la competencia contra, en vez de la colaboración con, determine las condiciones en las que se hace ciencia en el país. Necesitamos superar la mayor oligofrenia de nuestra época.

Cristo adentro de la convención

El siglo XX ha sido el siglo de las víctimas. Los judíos conocieron el infierno del Holocausto. También se han dado genocidios en otras partes del mundo y otras formas de violencia no tan extremas. Lo que tiene lugar en Chile es una rebelión de las víctimas.

Las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura nos abrieron los ojos. “No puede ser”. El despojo de los pueblos originarios de parte del Estado, de la oligarquía chilena y de las iglesias cristianas tampoco ha debido ser. La dominación centenaria, milenaria, de las mujeres termina tras años de luchas de los movimientos feministas. Los/as LGBTQIA+ insisten, ¡somos personas! Los abusados por el clero claman al cielo. La tierra se queja, gallinas, vacunos, también los ríos. ¿Tiene derechos? No los tienen, a crearlos entonces. Nuestra sociedad para llegar a ser tal ha sacrificado seres a destajo. “Piedra en la piedra, el hombre, la mujer, los niños, la flores, ¿dónde estuvieron?”.

La Convención es hoy el lugar de un reformateo del país que se haga cargo de la rebelión de las víctimas. Chile estalló. ¿Era necesaria la revuelta que destruyó las ciudades? ¿Necesaria? Era evitable, pero lamentablemente los dueños de la unidad no quisieron mantenerla por las buenas. Han debido ahora soportar la recuperación de la armonía social por las malas. (Atria tiene razón).

Por esto es tan difícil sacar adelante una nueva constitución. En un espacio cerrado, por un tiempo muy limitado, el país ensaya una configuración de la unidad que no solo integre las diferencias sino que haga justicia a las demandas de las víctimas. La tarea es titánica. Pues, como si fuera poco, la Convención tiene el viento en contra de gente poderosa que la rechazó desde la primera hora.

Pero la Convención, para sacar adelante una constitución decente, no debiera imponernos un texto por el mero hecho de querer acoger las demandas de las víctimas. El país no puede ser víctima de las víctimas. De víctimas iluminadas con el arder de sus víctimas. Es imperioso romper el circuito de los sacrificios humanos. Una constitución nunca dejará contentos a todos porque debe forjar las herramientas para solucionar los conflictos en vez de suprimirlos directamente. (La pretensión de legalizar constitucionalmente el aborto tiene aterradas a personas de izquierdas y de derechas).

La rebelión de las víctimas, mereciendo el máximo respeto, no debiera convertirse en la tiranía de las víctimas. Las víctimas merecen un cuidado fino, amoroso, mejorador. Deben ser sanadas mediante la recuperación de su dignidad atropellada. Han de ser precavidas de una re victimización, situaciones que activan el trauma de haber sido violentadas o violadas, de volver a sufrir lo sufrido. Pero este proceso debe ser animado por la posibilidad de una reconciliación entre opresores y abusadores en esta vida o en la otra.

Nuestra sociedad, además de una nueva constitución necesita una reconciliación y una rearticulación de su unidad a partir de víctimas que, a la vez, no conviertan a los demás en víctimas suyas. No porque las victimas hayan ganado un espacio adentro de la Convención van a tener razón en todo. Escuchen a los de fuera y venzan con argumentos.

(Semana Santa: se crucificó a un rebelde. Jesús fue el abogado de los últimos y, al mismo tiempo, el juez de la reconciliación entre dañados y dañinos. Los cristianos tienen por misión hacer de cristos y cristas que construyan la unidad que el país, hasta ahora, ha conseguido con sangre inocente).

Estado laico con gas y sin gas

El Estado debe ser neutral, y para indicarlo se hace uso del adjetivo laico. Pero hay dos maneras de entender esta laicidad, dos maneras complementarias. Si el mozo pregunta “agua mineral con gas o sin gas”, al Estado le corresponde decir “con gas y sin gas”. “¿Cómo?”, dice el mozo confundido. Lo explico.

Sin gas. La neutralidad del Estado moderno es un valor que hay que custodiar a brazo partido. La modernidad nos ha dejado mecanismos formales de organización de la sociedad como la democracia, la custodia de los derechos civiles y humanos, y la defensa de libertad. El Estado chileno, como cualquier otro Estado que haya asumido la modernidad como una tradición humanizadora, no se puede identificar con la Iglesia Católica ni ninguna otra religión o etnia. No puede ser confesional y, por lo mismo, tampoco antirreligioso. No le corresponde declararse ateo y, por idéntica razón, denominarse católico.

Cuando esto último ha ocurrido los no católicos han padecido las consecuencias. La imposición del cristianismo en el territorio tuvo consecuencias devastadoras para los pueblos originarios. Pero los mismos católicos han sido perjudicados por un Estado no neutral, pusilánime a algunos poderes fácticos de la Iglesia Católica. También los cristianos en general han necesitado de un Estado que los proteja contra el estamento eclesiástico, cuando este ha presionado a parlamentarios o funcionarios públicos. Podrían darse varios ejemplos en los campos de la moral de la vida, de la familia y de la sexualidad. El Estado no puede ser el brazo secular de un credo. Otro ejemplo: al Esto no le corresponde enarbolar la bandera antifeminista, como lo hace en Afganistán, ni la del feminismo.

(La presión de una ministra al gobierno para que se retractara del nombramiento de Felipe Berríos en un organismo que se hiciera cargo de la dramática situación de los campamentos por ser él un sacerdote católico, es un buen ejemplo de un modo erróneo de entender la laicidad).

Pues la laicidad, como el agua, puede tener más de una virtud. Aunque el Estado no debiera identificarse fanáticamente con el feminismo, debe defender las luchas de las mujeres por su dignidad contra quienes eventualmente quisieran cancelarlas y, además, dar curso y promover sus valores. Debe hacerlo porque el feminismo beneficia a la sociedad en su conjunto, a las mujeres y a los hombres también. ¿Cómo pudiera no ponerse al servicio de la salud y el desarrollo de los ciudadanos concretos? El Estado está obligado a ser neutral, pero las personas no son neutras.

Al igual que el agua mineral con gas, las personas tienen valores y antivalores. Poseen raigambres, costumbres, ideas, relatos que no por enfatizar un aspecto deben ser descartados. Son judíos, cristianos, budistas, además de cultores de las artes o deportistas, domadores de caballos, buzos, andinistas, bañistas, nudistas… El Estado debe reconocer lo que merece ser custodiado o propiciado de cada movimiento, tradición o iniciativa. La laicidad antirreligiosa del siglo XIX es anacrónica, y puede ser incluso talibánica. La postmodenidad, ahora en el siglo XXI, valora la pluralidad de modos de ser humanos. Lo aclara un filósofo liberal y agnóstico como Jünger Habermas en el plano religioso: «el universalismo igualitario del que proceden las ideas de libertad y convivencia solidaria… de los derechos humanos y de la democracia, es un heredero directo de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor».

Agua mineral con y sin gas. Estado laico sí, pero gasificado por las religiones, las costumbres regionales, las lenguas nativas, las luchas obreras y ecologistas y cualquier otro valor cultural antiguo o nuevo que necesite protección o pueda ser intercambiado. La laicidad debe invocarse con las cartas sobre la mesa. Ha de reconocer que entre sus raíces se halla el judeo-cristianismo como una contribución indispensable. ¿De dónde sacó la laicidad su dedicación a la salvaguarda de la dignidad humana? ¿De dónde su solicitud por la justicia? Las sacó de una humanidad de carne y hueso, de los negros y de las mujeres que lucharon por su liberación.

“Oiga, garzón, tráigame una botella de agua con gas y otra sin gas”.

Mística del agua

La mística es aquella experiencia que une con Dios y, en virtud de Dios, con el cosmos. La falsa mística promueve una fuga mundi. Esta es al menos la visión judeo-cristiana de la totalidad. Al fin de la historia entraremos en la era mesiánica, en la paz definitiva, para los judíos. Para los cristianos, seremos recibidos en el reino del Mesías, en el tiempo de la recreación universal. ¿Y la mística secular? ¿Atea? La mística del agua puede acercar los distintos sistemas teológicos y filosóficos.

El desafío socioambiental, ecosocial o ecológico sin más, convoca a todas las tradiciones humanistas a salvar el planeta. Si el agua nos trajo a la vida, el día que se acabe no quedará ningún viviente. Si la temperatura media de la tierra sube en cinco grados, dicen, este será el día. ¿Cuál entonces sería hoy el problema? No lo será tanto el extinguirnos, lo cual será ciertamente penoso cuando toque, y tocará, sino aprender a vivir como si la muerte colectiva fuera imparitable.

Allá en California y por acá en la zona central de Chile estamos a un paso de secarnos. En Santiago, si no me equivoco, actualmente tenemos tres lluvias buenas en el año. ¿Qué pasaría si solo lloviera dos? ¿Y una? Algunos santiaguinos quieren quitarle el agua al Bío Bío: una carretera hídrica… Los santiaguinos quisieron intervenir el Baker en la Patagonia para electricidad. (Los patagones resistieron. No quisieron ser más simples colonos del fisco. La gesta del puente y las lacrimógenas los constituyó como pueblo). Las forestales, propiedad de los santiaguinos, han chupado las napas a los mapuche. El tema del agua es tema. Se acaba el agua, algo hay que hacer. ¿Qué?

Vuelvo al punto de partida. El desafío es místico. Se nos dirá que es ético. No, en primer lugar es místico. Lo veo así: lo que corresponde no es economizar el agua, cerrar las llaves, ducharse una vez a la semana, poner impuestos a los productores de paltas. A medidas como estas, que evidentemente parecen necesarias, hay que llegar haciendo un camino más largo.

El ser humano es un fin, no un medio. El agua es un medio, pero algo tiene de fin. Dejemos a los filósofos articular las diferencias y poner a la humanidad en el lugar que le corresponde. En el más fundamental de los planos la experiencia mística nos hará conocer nuestra unidad, a través del agua, con todos los seres vivos, comenzando por la autoconciencia de pertenecer al agua y pertenecer esta a nosotros. Co-pertenencia, co-cuidado, cooperación… Interdependencia, sostiene el budismo. Como dice el Dalai Lama, “para cuidar el medio ambiente debemos desarrollar la conciencia de la interdependencia que nos lleva a la responsabilidad personal”.

Somos agua que piensa, que ama, que odia. Así como los minerales combinan e intercambian moléculas y colores, el agua nos hace compartirnos entre los seres vivos. Un día es nube, otro apio o agüita perra. Más importante que usar el agua como un medio es gozarla como un fin, como si hubiéramos de amarnos de un modo acuático. No se necesita ser creyente para cumplir la misma tarea que tienen, por ejemplo, judíos y cristianos de amar el cosmos con si fuera creación de un dios. Sin amor al cosmos no se puede amar al Dios del judeo-cristianismo. Sin gozar con el agua, tampoco.

La mística, no la falsa mística, ata ética y estética, las unce al respeto y custodia de la vida. La experiencia de la belleza del agua tendría que motivar en nosotros ahorrarla e impedir su contaminación. La ética, a su vez, conduce a ver en el agua su belleza. La batalla de los ecologistas contra quienes derrochan el agua o la degradan ha abierto los ojos a nuestra generación para admirar su hermosura, la de los ríos y humedales. Mística, ética y estética se compenetran. No puede darse una sin la otra.

¿Falta algo? Una épica. Vengan a ayudarnos los filósofos y los teólogos. Tenemos la obra gruesa, dejemos a ellos las terminaciones. Necesitamos el relato que una estas tres dimensiones de la más fundamental de las experiencias humanas. De momento la principal tarea la tienen los padres, madres y apoderados, los educadores. Para enseñar, deben convertirse y hacerse bautizar en nombre de la armonía cósmica. La destrucción de los vínculos entre mística, ética y estética nos está matando antes de tiempo. A la humanidad, no a las piedras, se le encomiendan las mismas piedras y las aguas.

El histórico discurso de Loncón

Feley, mary, mary, pu lamgen. Mary, mary, kom pu che. Mary, mary, Chile mapu.

Se hace necesario volver sobre el discurso de Elisa Loncón el día de la instalación de la Convención constitucional. Parece que no se ha captado la revolución cultural en curso, transformación que esperamos termine en una actualización institucional que nos ahorre la revolución violenta que despuntó el 18 de octubre. El giro en cuestión no tiene precedentes en casi 500 años de historia.

Es posible no ver la importancia del fenómeno. Primera razón: miedo a un pueblo oprimido cuyos conas y weichafes no dan tregua. Segunda razón: ignorancia de la historia de Chile. Tercera razón: falta de empatía política de la oligarquía y la intelectualidad que no tiene la gramática para leer los acontecimientos.

Se oyen quejas contra el indigenismo. El Mercurio, en picada. Por supuesto que hay razones para preocuparse por tal cual propuesta descabellada en la Convención. Tales mociones habrá de descartárselas con los 2/3 y el reglamento democrático que esta asamblea se ha dado para llegar a puerto.

Pero hay algo más. Se echa en falta la captación del alma del proceso en su nivel más profundo. A saber, la inversión del principio de la estructuración de la unidad de la nación. Hasta ahora, la unidad se la ha conseguido con uniformización. Así lo hizo la Corona, así el Estado chileno del siglo XIX. Esto y aquello con la ayuda aculturadora de las iglesias cristianas. De ahora en adelante esta estructuración de la unidad se intenta a partir de los oprimidos y excluidos.

Elisa Loncón lo dijo con una claridad meridiana. Oigo una y otra vez sus palabras: “todos”, “todas”. Kom pu = “a todos/as”. Se dirige a “El pueblo de Chile”. Este pueblo incluye a los pueblos originarios, a las mujeres, a los LGBT, a los habitantes del territorio y de las islas, a los niños, y se proyecta más allá de las fronteras a las víctimas indígenas en otros países.

Muchos convencionales se veían confundidos. Ese día vieron solo a una mujer humilde vestida de indiecita que hablaba fuerte. Fruncían el ceño. La inquietud pudo ser creciente al oír un discurso en una lengua completamente desconocida. Ellos y la inmensa mayoría de los chilenos no sabe que en la escuela a los niños mapuche y aymara (es lo que me consta) fueron castigados por hablar su lengua materna. La intellectualité no tiene categorías para entender que esta es una pieza oratoria de máxima calidad no por la retórica, sino por su capacidad performativa para cambiar el rumbo histórico de un país. A lo más sabe inglés.

“Un saludo grande a todo el Pueblo de Chile”, dice Elisa. Sigue: “Es posible refundar Chile”. “Estamos instalando aquí una manera plural, una manera de ser democráticos”. Ella no rodea la Convención como amenazó hacerlo el PC y como han prometido hacerlo “Los amarillos por Chile” días atrás. “Una manera de ser participativos”. “Establecer una nueva relación”, “entre todas las naciones que conforman este país”. “Tenemos que ampliar la democracia”. Insiste en la idea: un “Chile plurinacional, intercultural”, como si hubiera leído a los autores que nuestros ilustrados sacan a relucir los domingos. Un país “plurilingüe”, demanda una lingüista, maestra de mapudungún que sufre con la posibilidad de la extinción de su lengua.

Esta colección de máximas proviene de un inconsciente colectivo. “Este sueño, es un sueño de nuestros antepasados”. No sabíamos que habían soñado con nosotros. Soñaron la unidad del país desde su reverso. Somos un pueblo mestizo que ha vivido negándose a sí mismo para poder ser reconocido entre las naciones occidentales. Pero no. ¡No estamos condenados a la alienación! Desde antiguo, ¿desde cuándo?, ha habido un pueblo que ha imaginado un tipo de integración que se logra con el habla, parlamentando y empeñando su palabra una y otra vez. (“Cúmplaseles la palabra”, fue lo único que dijo el papa Francisco en su viaje a Chile). Reconocer a quienes han sido negados puede ser en adelante la alternativa a las pacificaciones militares y jurídicas violentas con que se nos han unido en un solo país. Reconocerlos, reconocernos. “Este sueño se hace realidad”.

¿Se entiende lo que digo? ¿Se comprende de qué refundación se trata? Si no se capta la hondura espiritual del discurso de Loncón, los chilenos seguiremos repitiendo las mismas boberías. En ningún caso busca Loncón una venganza. Antes bien trata de una reconciliación pendiente. Lo revolucionario en su caso es intentar excluir la exclusión. En este país, “todos, todas” debieran tener un espacio en una tierra, planeta, cosmos compartido en justicia y paz, viviendo bien, en equilibrio (küme mogen)

Mañúm pu lamgen. Marichiweu, marichiweu, marichiweu.

Necesidad de des-sacerdotalizar la Iglesia Católica

Me parece que el problema principal de la Iglesia Católica hoy no es el clericalismo, sino la versión sacerdotal del catolicismo. El clericalismo es un problema moral. La organización sacerdotal de cristianismo, no. Esta constituye una dificultad estructural. Si la Iglesia Católica no estuviera organizada sacerdotalmente, no habría los abusos de poder de los clérigos que hoy tanto lamentamos y muchos otros problemas más.

Ordenación sacerdotal

Hay sacerdotes que no son clericales. No abusan de su investidura. Son ministros humildes, que caminan con sus comunidades y a su servicio. Aprenden del laicado y efectivamente lo orientan porque tienen la apertura necesaria para aprender de la realidad y de la vida en general. De sus prédicas nadie arranca porque tienen algo que decir.

Sin embargo, ellos no han sido elegidos por sus comunidades y, en consecuencia, no les deben rendir cuenta del desempeño de sus funciones. Los presbíteros, sacerdotes, ministros o como quiera llamárselos, son escogidos por otros sacerdotes y son ordenados por los obispos para cumplir una función. En este sentido, bien puede aplicárseles el nombre de “funcionarios”, aunque no guste. Son administradores mayores o menores, de una especie de multinacional, ¿la más grande del mundo?, que nada debiera tener que ver con la Iglesia de Cristo.

La Iglesia –que, como cualquiera organización humana, requiere una institucionalidad- necesita de estos servidores para cumplir tareas que van del anuncio de la Palabra a la administración de los sacramentos, pasando por la recaudación de medios para desarrollar estos servicios, para sostener obras educativas, de caridad y de justicia, y para la sustentación de sus propias vidas. Pero esta misma organización ha podido deshumanizar a su dirigencia. De hecho lo hace. ¿Necesita hacerlo en algún grado? En más de una oportunidad nos ha parecido que sí.

El caso es que en la Iglesia Católica actual es posible ser sacerdote sin ser cristiano. Suena duro, pero a esto hemos llegado. En los seminarios de las más distintas partes del mundo se forma gente para enseñar y administrar sacramentos, y para mandar personas. A su efecto, los formandos son sometidos a procesos de aculturación. Los seminaristas son romanizados. Son reformateados. Se los viste como curas para distinguirlos de los demás. Son eximidos de pasar por las experiencias fundamentales de sus contemporáneos, como ser la intimidad afectiva y la paternidad, y en el caso de los religiosos, además, por la obligación de cualquier persona de ganarse el pan.

Los sacerdotes son seres psicológicamente escindidos en la misma medida que son separados (“elegidos” por Dios) del común de los mortales. Ellos representan la separación Iglesia-mundo. Aquí la Iglesia (“sagrada”), allí el mundo (“profano”). En tanto esta separación se acentúa, son incapacitados para entender lo que ocurre y para guiar efectivamente a un pueblo que progresivamente los considera irrelevantes. Las prédicas de muchísimos de ellos son un fracaso de principio a fin. Incluso la doctrina de la Iglesia Católica, en más de un aspecto, proviene de gente que parece carecer de la raigambre epistemológica necesaria. Muchos, especialmente los jóvenes, la consideran una rareza. El caso es que, los mismos sacerdotes, divididos interiormente, bipolarizados, terminan por reventarse. Tal vez los curas clericales logran sortear este peligro. Pero seguramente al precio de una deshumanización que no puede ser voluntad del Dios que, convertido en un ser humano auténtico y el más auténtico de los seres humanos, nos humaniza. Jesús fue un laico que supo integrar en su persona la realidad en sus más diversos aspectos, una persona humana que nos divinizó porque nos laicizó. ¿Quién puede explicar que se lo haya convertido en un Sumo y Eterno sacerdote?

La Iglesia Católica no necesita solucionar el problema del clericalismo. Necesita, en primer lugar, des-sacerdotalizarse. En la Iglesia se han dado y se dan versiones no sacerdotales del cristianismo: el monacato, la religiosidad popular latinoamericana, el 70% de las comunidades de la Amazonía sin sacerdotes, las iglesias evangélicas pentecostales y otras. Todas estas versiones tienen problemas propios. Unas son más sanas, “más cristianas”, que otras. La versión sacerdotal del cristianismo se ha convertido en una expresión patológica del mismo.

Los ministros de la Iglesia Católica –que lamentablemente no dejan de ser llamados “sacerdotes”, como lo quiso el Vaticano II- debieran ser elegidos, formados e investidos de poder para conducir a las comunidades gracias a procesos en los que pueda controlarse que han llegado a tener la autoridad necesaria para desempeñar un servicio de este tipo. La autoridad, en la Iglesia de Cristo, debiera provenir, en primer lugar, de una experiencia personal del Evangelio. Las autoridades tendrían que, como testigos, poder anunciar con convicción que Dios es digno de fe y que la Iglesia misma puede constituir el Evangelio en el mundo de hoy. La Iglesia Católica necesita ministros que sean cristianos, antes que funcionarios de una organización sacerdotal internacional gestionada por una clase que se elige a sí misma y que carece por completo de accountability ante el Pueblo de Dios.

El Simposio sobre el sacerdocio que se realiza estos días en Roma será seguramente inútil. El establishment es invulnerable. En el mejor de los casos esta reunión será solo un primer paso para salir del atolladero. Lo será si, en vez de constituir una prédica moralizante a curas clericales, inicia la desconstrucción de la versión sacerdotal del catolicismo que, por angas o por mangas, impide la transmisión del Evangelio.

Tradición vs conservadurismos

Dos son hoy las formas de negar la historia: el tradicionalismo y el refundacionalismo. El tradicionalismo degrada tradición. El refundacionalismo, unas veces la abomina, pero otras no. El país, en el momento agita que vive, depende por entero del ejercicio de su tradición.

El tradicionalismo es antónimo de la tradición. Si la tradición consiste en invocar el pasado como un acervo de experiencias exitosas y fracasadas, el tradicionalismo pretende aplicar en el presente antiguos logros, queriendo hacerlos valer para todos los tiempos y lugares. El tradicionalismo incoa una negación de los ensayos con que los seres humanos han salido adelante para superar las adversidades de la vida. Es serio. No está para juegos ni experimentos. Demoniza la creatividad. Mistifica la repetición, el rito tal cual, enfrenta al futuro como un enemigo y ama un instante histórico, pero no el arrojo del ser humano. Pues niega que esas costumbres que idolatra tuvieron un pasado, que hubo un tiempo que las antecedió y que pudieron ser consideradas mejores porque las hubo peores y se hacía necesario superarlas.

El refundacionalismo, en cambio, tiene dos versiones, una desprecia la historia sin más y otra la aprovecha. Una es reformista, la de Elisa Loncón, y otra revolucionaria, la de la Resistencia mapuche lafquenche. Cuando Loncón en su discurso de instalación de la Convención habló de refundación precisó que su intención era hacer de Chile un país plurinacional. Los grupos mapuche radicales, en cambio, recurren a la violencia para expulsar del Wallmapu a los huincas. Ambos refundacionalismos rechazan los relatos que negaron a un pueblo, que lo despojaron de su honra y de sus tierras. El primero es reformista porque pretende cambiar los fundamentos de la sociedad, aprovechando algunas de las piedras en que se basa y agregando otras nuevas. El revolucionario, en cambio, como pariente del tradicionalismo, busca volver a una situación histórica anterior sin medias tintas.

La situación en Chile es más o menos esta. Estamos en un momento extraordinariamente importante. Peligroso, pero también apasionante.

La gesta de la redacción de una nueva constitución es del tipo reformista. Es comprensible que haya gente que se asuste con la palabra refundación. Le da miedo que se piense comenzar todo de nuevo. Aún se puede ver el video de aquel discurso de Loncón. Todos aplaudían, menos los que probablemente han preferido seguir con la constitución del ochenta. ¿Se justifica este miedo? Parece que no, aunque en algunas materias puede que sí. Nuestros representantes tienen la magna tarea de hacer historia en vez de negarla. Ellos/ellas han de abrir un futuro en base a un pasado que no se puede despreciar del todo, atendiendo las demandas de verdad y justicia. Una casa, diría Jesús, no se puede edificar sobre arenas. Ayudará al éxito de la empresa saber que el texto del plebiscito de salida, como el de las anteriores constituciones, ha de ser provisorio. Siempre será posible enmendarlo.

En otras palabras, estamos en la hora de la tradición. Bajo el respecto político, la tradición honra la historicidad del ser humano. Ella no consiste, como hace el conservadurismo, en despreciar el cambio institucional en nombre de un pasado de museos. El tradicionalismo conservador, en nombre de la historia, traiciona la historia. La tradición, en cambio, conjuga los tiempos en el tiempo. Trata de la entrega de las instituciones y costumbres, de la experiencia acumulada de humanidad, del bagaje de éxitos y fracasos, de ciencia y de ignorancia, que hacen unas personas a otras con el anhelo de que estas tomen lo que les sirva. Lo que convenga, sí. Lo que no, no.

La tradición es arte de libertad. Ella espera que alguien la haga suya a modo suo. Bajo el respecto generacional, en su virtud las chilenas/os mayores han de renunciar a ser indispensables. Sus hijos/as no pueden convertirse en fotocopias de sus vidas. A su vez, libremente estos deben rechazar imposiciones y obligarse a sí mismos a recrear, a reinventar, a resetear el mundo como si de ellos dependiera su viabilidad. Para ser protagonistas (“primer” y “luchador”) de la vida, para hacer que el país llegue a ser sí mismo y evite repetirse, la práctica de su tradición es el camino.

Colaboración entre generaciones

Presenciamos un acontecimiento impresionante: el país será gobernado por una generación de jóvenes. ¿Con qué actitud asumimos los viejos algo así? Hagamos cuenta que, en esta relación, nosotros podemos ser una ayuda, pudiendo ser un problema. Miremos.

Ante todo, debemos distinguir nuestra filiación política del asunto en cuestión. Cuesta hacerlo. Cuesta aceptar a jóvenes por quienes no se votó. Muchos los veían desde la vereda de enfrente. Pero no se trata aquí de convertirnos a las ideas políticas de la generación que nos gobernará. El asunto es que nos gobernarán y que, no por una razón utilitaria, sino por el mero hecho de ser jóvenes, merecen de nosotros los mayores cariño en vez de envidia. La nueva generación nos regenera. Moriremos, pero un poco después de lo calculado.

¿Qué más? ¿Qué necesitan de nosotros? Humildad, ciertamente. Ellos/ellas también debieran ser humildes. Si no lo son, nada impide que lo seamos los mayores. Necesitarán además nuestro orgullo, sentirnos orgullosos como los padres y madres que quieren que sus hijas/os sean mejores. Son nuestros. Cometerán errores. Los están cometiendo. No importa. Los cometimos nosotros, era que no. Les criticaremos con cuidado. El país nos seguirá perteneciendo a todos. La crítica intergeneracional es indispensable. Solo así se adquiere el conocimiento que facilita la colaboración en la misma tarea. Requieren nuestra humildad, orgullo, corrección cuidadosa, perdón, alegría, paciencia, espíritu de colaboración, magnanimidad, en una palabra, amor, del amor que construye subterráneamente la “polis”.

Esto exige evitar la actitud de los veteranos que se las saben todas. El “siempre se ha hecho así”. “Este asunto ya se trató hace veinte años y lo resolvimos asá”. “No quieran inventar la pólvora”. Estas afirmaciones, además de odiosas, son equivocadas. Nunca, jamás nunca, los problemas son los mismos.

Algo extraordinariamente nuevo y positivo está ocurriendo en el país y, para verlo, no hay que perderse en el bosque de dificultades de todo tipo. La violencia en sus múltiples versiones es una de ellas. Esto no obstante, el país vive un momento espectacular: emergencia de los pueblos originarios, liberación de la mujer, expectativas varias de justicia social y redacción de una constitución que encauce estos inmensos valores. ¿Tendríamos las y los mayores fuerzas suficientes para sacar adelante estos progresos en humanidad tan grandes? No tantas como la nueva generación. Vamos perdiendo la chispa, “chispeza”. Felizmente no encabezaremos estas verdaderas revoluciones culturales.

Ellos/ellas tienen más energía que nosotros, pero no tanta como para cargar con nuestras zancadillas. Tienen pila, ganas, pero aún nos requieren: han de satisfacer las demandas sociales que el país ha levantado, en tiempos de pandemia y de inminente catástrofe eco-social. ¿Algo más?

¿Podrían cambiar el modo de hacer política? No creo que mucho. Se trata de un arte antiguo lleno de pillerías difíciles de evitar. La sociedad, y sobre todo la prensa, han de ser críticos con los nuevos gobernantes. No les pueden dejar pasar sus yerros. Por otra parte, tampoco podemos engrosar las filas de las masas contra los políticos. Las dictaduras están a la vuelta de las esquina. Hay grandes naciones que no son democráticas que querrán hacer valer su ideología política. ¿China? La democracia norteamericana tendrá que resistir la reemergencia de Trump, el personaje más peligroso del mundo.

Pedimos respeto a la nueva generación. Si no lo conseguimos, damos por fracasada la educación que le dimos. ¿De qué serviría que los jóvenes mejoraran sus puntajes, accedieran a las universidades, se jactaran de sus cartones y nos gobernaran si nos menosprecian?

En suma, que les vaya bien. Punto. Cuenten con nuestra esperanza. Con nuestra esperanza, colaboración, buenas vibras, experiencia y cualquier cosa en que pudiéramos ayudar.