Ansias de una Iglesia que acompañe

Late en la emocionalidad de los católicos la urgencia de ajustes que revitalicen su pertenencia eclesial. Es patente un malestar por un desempeño pastoral que es percibido cada vez más alejado de la vida ordinaria de los fieles. Pero esta constatación puede impedirnos ver como germina la semilla de mostaza de la que nos habló Jesús. Se da entre los católicos un hondo deseo de una Iglesia que acompañe. Se dan, por cierto, experiencias de acompañamiento cercano, comprensivo, paciente, dialogante y efectivamente orientador. Germina y brota algo nuevo.

Apartando los escándalos por los abusos que nos estremecen, dejando por un momento de lado las lamentaciones habituales acerca de la Iglesia, debemos reconocer que todos por parejo, independientemente de las creencias propias, experimentamos transformaciones culturales gigantescas que no hemos podido integrar bien. Las mutaciones de la religiosidad son equivalentes a las del tiempo eje, esos siglos antes y después de Cristo en que surgieron las grandes religiones monoteístas. Hoy los creyentes buscan por su cuenta, quieren ser protagonistas de sus vidas, necesitan argumentos, consejos, compañía cálida y comprensiva para salir adelante, pero no quieren ser adoctrinados.

Hay desorientación sin duda, y no servirá cualquier enseñanza. No porque un aprendizaje haya sido útil en el pasado, lo será tal cual en el presente. Pero también se advierten señales de esperanza. Estamos en camino. Lo antiguo convive con lo nuevo, van juntos cristianos tradicionales y progresistas, y dentro de cada uno de ellos se dan procesos de cierre y de apertura. Una religión milenaria vivida por pueblos concretos toma tiempo en adaptarse a las épocas y en nutrir de humanidad las culturas. La Iglesia “acompañante” recibió un espaldarazo en el Vaticano II, hace 45 años. Es grande la tentación de volver a antes de uno de los concilios más innovadores de la historia de la Iglesia. No faltan los ejemplos lamentables de involución. Pero, paralelamente, se va fortaleciendo un catolicismo más humano, horizontal, integrador… una Iglesia que acompaña.

Vemos señales de esperanza. Menciono dos: en la espiritualidad y en la moral. Un avance considerable es el reemplazo de la “dirección” espiritual por el “acompañamiento”. En la dirección espiritual es el director quien desempeña un rol activo. El dirigido, en cambio, se comporta como un infante. Necesita que le digan qué hacer. La dependencia que se crea entre ellos dificulta al dirigido llegar a ser adulto en la fe y, en el peor de los casos, lo deja expuesto a los caprichos de su director. En el régimen del acompañamiento, por el contrario, el protagonista es el acompañado y el acompañante juega un rol auxiliar. Este debe capacitar a su acompañado para introducirse personalmente en el Misterio de un Dios que le hará cada vez más libre, más adulto y menos dependiente.

En el campo moral ocurre parecido. En materia de moral social la Iglesia enseña principios, pero deja espacio a la libertad. Esta manera de proponer la moral, desarrollada extraordinariamente por el catolicismo social desde León XIII hasta Benedicto XVI, ha hecho respetable al magisterio en esta área. En este campo se plantea a los católicos la antiquísima obligación de observar la norma mediante un cumplimiento en conciencia. En materia de moral sexual, en cambio, la mayoría de los fieles tiene la impresión de que el Magisterio impone ajustarse a lo establecido sin necesidad de discernir nada. Es señal de esperanza, por esto mismo, que muchos católicos se den hoy el trabajo de discernir las vías -tremendamente complejas- del mejor ejercicio de su sexualidad, en conciencia y con suma responsabilidad. Es muy prometedor que haya padres y madres, educadores, sacerdotes y religiosas que, para enseñar el bien y el mal, adiestren a los niños en el arte de tomar decisiones, les transmitan los criterios del Evangelio, de la tradición de la Iglesia, de la cultura a la que pertenecen y de las ciencias modernas, y sobre todo, que los acompañen en su aprendizaje, que no se escandalicen con sus caídas y que los animen a seguir probando sin temor a equivocarse.

Las ansias de cambio en la Iglesia son muchas y puede que tomen años en concretarse. Pero lo que ha comenzado, el acompañamiento, el caminar con, junto a quien de veras se quiere, es el horizonte que debe animar las transformaciones. Hay razones para la movilización. Y esperanza de cambios importantes.

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