Archive for 29 octubre, 2012

Catástrofe política en Chile

Un 60% de abstención en las elecciones municipales constituye una catástrofe política.

Es muestra de irresponsabilidad de la gran mayoría de los chilenos. Especialmente de las generaciones más jóvenes.

Es un triunfo de la lógica mercantil. Fuimos ciudadanos, ahora somos consumidores.

Es un fracaso rotundo de la izquierda, cuya principal misión es velar por el bien común.  Por besar las manos al liberalismo, su enemigo, liberó la obligación de las urnas. 

Liberada la obligación de votar promovida por los discípulos del Dios Mercado, la derecha no vería mal que se liberara la obligación de pagar impuestos. ¡Que tribute el que quiera! ¡Impuestos voluntarios!

Vamos derecho a constituirnos en un país de voluntarios. De consumidores y de voluntarios. Los ciudadanos irán a votar, pero ahora como voluntarios. Los consumidores estarán a la espera que alguien les compre su voto. No faltará quien les haga una oferta.

¡Arrasó el liberalismo económico! Perdió Chile. Ganó el Dios Mercado.

Ataque frontal contra el "Dios" Mercado

Jesús atacó sin contemplaciones a Mammon, el “dios” dinero, y confrontó a los ricos cara a cara (“Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su recompensa”). Los obispos de Chile en su Carta Pastoral no han ido tan lejos, pero no han sido tibios para atacar frontalmente al más grande de los “ídolos” de nuestra época: el mercado.

 Los ídolos son realidades creadas, es decir, no divinas, que cumplen una función, a veces indispensable, en la vida humana. Pero, cuando se les concede un valor absoluto, terminan por reclamar a las personas sacrificios inhumanos.

 El Mercado, en nuestro tiempo, se ha convertido en “ídolo”. En el plano económico el mercado consiste en un mecanismo de intercambio muy práctico. Las personas, por medio del dinero, intercambian entre ellas bienes y servicios sin que haya un “tercero” que pudiera hacerlo en su lugar, lo cual podría complicar mucho las transacciones. Si las personas intercambian directamente lo pueden hacer con mayor agilidad y libertad. ¡Supuestamente…! En realidad, lo hacen con niveles bien disparejos de libertad. Porque, si una persona tiene a su familia hambrienta, se dejará contratar por un salario misérrimo. Porque, además, a través de la publicidad las grandes empresas dirigen las elecciones de las personas con mecanismos sofisticados de manipulación. Las personas creen que eligen. En realidad, compran, se endeudan para comprar. Eligen como ratoncitos de laboratorio. Y se convierten en esclavos de sus deudas.

El Mercado en Chile, dados los pocos controles estatales y legales con que funciona, es un “Dios” todopoderoso que rige la vida de las personas y, poco a poco, va infiltrando con su lógica intercambiaria otros ámbitos de nuestra vida: el profesor trabaja por plata, la farmacia fijas precios usureros, etc.; o la gratuidad va dejando espacio en las relaciones de amor al criterio del “pasando y pasando”. ¡Fatal!

 A continuación cito algunos párrafos de la Carta Pastoral que no llaman a eliminar al Mercado, pero lo atacan despiadadamente en cuanto “ídolo” que nos está haciendo un daño enorme. ¿Quién y cómo se lo controlará? La pregunta queda planteada. Ella merece una respuesta personal y social, individual y política.

Chile ha sido uno de los países donde se ha aplicado con mayor rigidez y ortodoxia un modelo de desarrollo excesivamente centrado en los aspectos económicos y en el lucro. Se aceptaron ciertos criterios sin poner atención a consecuencias que hoy son rechazadas a lo ancho y largo del mundo, puesto que han sido causa de tensiones y desigualdades escandalosas entre ricos y pobres. Por promover casi exclusivamente el desarrollo económico, se han desatendido realidades y silenciado demandas que son esenciales para una vida humana feliz. La tarea central de los gobiernos parece ser el crecimiento financiero y productivo para llegar al tan anhelado desarrollo. Tal vez hemos tenido la ilusión de que del mero desarrollo económico se desprenderían en cascada por rebase todos los bienes sociales y humanos necesarios para la vida. Ese modelo ha privilegiado de manera descompensada la centralidad del mercado, extendiéndola a todos los niveles de la vida personal y social. La libertad económica ha sido más importante que la equidad y la igualdad. La competitividad ha sido más promovida que la solidaridad social y ha llegado a ser el eje de todos los éxitos. Se ha pretendido corregir el mercado con bonos y ayudas directas descuidando la justicia y equidad en los sueldos, que es el modo de dar reconocimiento adecuado al trabajo y dignidad a los más desposeídos. Hoy escandalosamente hay en nuestro país muchos que trabajan y, sin embargo, son pobres.

 La economía ha ocupado una centralidad en desmedro de otras dimensiones humanas. Se han desarticulado muchas redes sociales, se ha acentuado la competitividad, se han descuidado los aspectos políticos de la realidad, se ha afectado el fondo de la vida familiar.

 La participación en el consumo febril es más importante que la participación cívica o la solidaridad para la realización de las personas. Se presenta ese consumo como lo único capaz de dar reconocimiento público y felicidad. Todo se convierte en bien consumible y transable, incluida la educación. Es natural que en este cuadro los menos favorecidos en el presente se sobre endeuden hasta lo inhumano para participar del producto del desarrollo, destruyendo por ese camino el bienestar familiar e hipotecando su futuro. Se trata de una nueva forma de explotación que termina favoreciendo a los más poderosos y aislándonos.

 En esta concepción del desarrollo tan fuertemente orientada por el mercado, es natural que el Estado vaya cediendo muchas de sus funciones y pierda sus instrumentos de intervención hasta convertirse sólo en un ente regulador. Incluso esta misma función reguladora se ve disminuida porque se considera finalmente que toda regulación imposibilita la eficiencia y la libertad del mercado. El Estado ha quedado con las manos atadas para la prosecución del bien común y sobre todo para la defensa de los más débiles.

 Con eso, la subsidiariedad que puede focalizar adecuadamente la acción estatal se entiende mal y se desarticula así la correcta relación entre lo privado y lo público. En todas las esferas de la vida se ha privilegiado excesivamente lo privado por sobre lo público. Quienes están más desfavorecidos en el mercado quedan desamparados y padecen esta ausencia del ente que debe velar por el bien común. La carencia de adecuados controles en un mundo competitivo se ha prestado a fuertes abusos, tal como lo hemos podido experimentar en nuestro medio.

 En un país marcado por profundas desigualdades resulta extremadamente injusto poner al mercado como centro de asignación de todos los recursos, porque de partida participamos en ese mercado con desigualdades flagrantes. El barrio en que vivimos, el colegio y la universidad en que estudiamos, la redes sociales que tenemos, el apellido que heredamos, distorsionan radicalmente lo que en teoría debería ser un escenario donde todos tengamos las mismas oportunidades. La partida desigual y la competencia descontrolada no hacen sino ampliar la brecha cuando se llega a la meta. El resultado final es que nos encontramos en un país marcado por la inequidad.

 En este contexto social, el “lucro” desregulado, que adquiere connotaciones de usura, aparece como la raíz misma de la iniquidad, de la voracidad, del abuso, de la corrupción y en cierto modo del desgobierno (22).

 A todo lo anterior habría que añadir que una avanzada tecnología manejada por el mercado y orientada primordialmente al crecimiento económico, puede tener efectos gravísimos para la conservación de la naturaleza que es nuestro hábitat. Esto no sólo es grave en sí mismo sino que destruye el futuro y es muy doloroso para las culturas ligadas a la tierra, como son las de los pueblos originarios de nuestro país, que consideran a la tierra como a una madre.

El Vaticano II en América Latina

Se cumplen 50 años del inicio Concilio Vaticano II. Los cambios que este concilio produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber despejado la posibilidad de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas… Digo “despejado”, porque lo que ha brotado como real no siempre ha podido prosperar.

El Vaticano II impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el concilio entendió lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo debe importarle como cosa propia.

¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa. La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: OPCIÓN DE DIOS POR LOS POBRES. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como una dimensión de sí misma. La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales.

Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Se ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). ¿No podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por vocación. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva y única en la historia de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia original de Dios.

La Iglesia necesita cambios. El Cardenal Martini, al momento de su muerte, ha señalado que la Iglesia está atrasada 200 años. ¿No sería la crisis actual la ocasión para que la Iglesia Latinoamericana pida que los cambios se hagan “desde los últimos”?