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Vaticano II y signos de los tiempos

Hace cincuenta años, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. En 1959 el “papa bueno” encendió una fogata solo comparable a los concilios de Jerusalén (siglo I), Nicea (siglo IV), Calcedonia (siglo V) y Trento (siglo XVI).

 Su realización no fue fácil. Uno tras otro, los documentos preparados por la curia romana fueron descartados. La teología de que dependían no sirvió ya para comprender la época. El Papa abrió la ventana al pensamiento de una generación de teólogos que por esos años ya destacaban, aunque algunos de ellos habían sido sancionados. Los nuevos expertos profundizaron en el dogma del alcance universal de la salvación en Cristo y en la actuación histórica del Espíritu Santo. Se otorgó un estatuto positivo a la historia humana. El mundo, en principio «salvado», debió considerarse lugar de la redención actual de Dios. Lo decisivo para la salvación, en esta óptica, pasó a ser el amor.

 La Iglesia del Vaticano II miró el mundo con ojos nuevos. Por los rieles tendidos por el primer concilio Vaticano (siglo XIX) que había exigido compatibilizar la fe y la razón, este segundo concilio Vaticano, en vez de condenar los cambios culturales y los resultados de las ciencias modernas, quiso comprenderlos. Y, yendo aún más lejos, en vez de fijarse en los errores de los no cristianos, miró a estos con simpatía, quiso dialogar y aprender ellos.

Fue una revolución teológica que implicó una recomprensión de la Iglesia. Esta tomó mayor conciencia de ser “sacramento” y “pueblo de Dios”. Con lo primero se indicó que la Iglesia debía ser signo e instrumento de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Con lo segundo, ella se ubicó en un plano de humildad, caminando con toda la humanidad hasta el final de la historia.

Desde entonces, el Vaticano II ha dividido las aguas entre quienes desean cambios en la Iglesia y los que no. Pero es difícil situar a unos aquí o allá. Los documentos del Concilio fueron aprobados por abrumadora mayoría. Su recepción entre los fieles también ha sido muy mayoritaria. En cualquiera de los católicos, sin embargo, pueden aflorar actitudes pre-conciliares, dependiendo del asunto de que se trate. Pero cuando ellos deploran el mundo sin más, rechazan lo fundamental del Concilio.

Esta postura se evidencia en ideas intolerantes o sectarias. Así, algunos creen que si la Iglesia posee la verdadera salvación, a los otros –miembros de otras religiones o etnias, los agnósticos o los ateos, modernos o postmodernos– solo cabe convertirse al cristianismo. Probablemente, muchos no se identifiquen con esta postura. Pero, en línea con ella, se suele dar una concepción de la relación de la Iglesia con el mundo de tipo unidireccional de enseñanza-aprendizaje que, sin mala voluntad, los católicos traducen en exigencias de comportamientos o en acciones que los no católicos perciben como impositivos. Y, cuando no se trata de imposición sino de defensa, los mismos católicos enfrentan a la Iglesia con la época, como si la Iglesia tuviera a la época delante de ella, y no dentro de ella. Los que piensan de este modo, no reparan en el alto costo que tiene el repudio de la propia humanidad.

 La postura conciliar, en cambio, entiende que la Iglesia ha participado de la salvación del mundo. Ella, por tanto, debe discernir en la ambigüedad de las acciones humanas los signos de los tiempos inspirados por Dios. Esto, en el supuesto de que los católicos no tienen “la verdad”. Tienen a Cristo, pero como Evangelio que, vitalizando a la humanidad sin exclusión, obliga a explorar con todos las vías de la conversación y comunión universales.

A cincuenta años de la convocación del Vaticano II, cabe discernir nuevos signos de los tiempos: la libertad y el pluralismo, la operación de los medios de comunicación, la informatización del conocimiento, los despliegues de la tecnociencia, la economía del crecimiento ilimitado, el cambio de paradigma en la moral sexual, las metamorfosis de la religiosidad y la sustentabilidad ecológica de la Tierra. La aceptación del concilio exige –a diferencia de la mirada condenatoria– descubrir en estos acontecimientos la voluntad del Creador de unos y otros.

La crisis del sacerdote

La actual crisis de la Iglesia afecta al sacerdote. El sacerdote está en crisis, puede estarlo y puede incluso ser conveniente que lo esté. Hay casos y casos. La crisis tiene que ver con la ruptura entre fe y cultura detectada por Pablo VI, con la crisis institucional que afecta a la Iglesia (como a otras instituciones de esta época) y con la desconfianza que despierta el sacerdote (por los escándalos de abuso espirituales, psicológicos y sexuales).

 Todo esto, sin embargo, es ocasión de un crecimiento espiritual significativo para los mismos sacerdotes. Tengo las siguientes razones para pensarlo:

 1)      La investidura sobrenatural del sacerdote ha podido cubrirlo de un orgullo sacro que no corresponde a la humildad evangélica. En la medida que ya no cuente con este tipo de orgullo, podrá trasparentar mejor el Evangelio.

 2)      La investidura sobrenatural del sacerdote encandila a muchas personas, privándolas de la autonomía que caracteriza especialmente a los adultos. En tanto el sacerdote no enceguezca a nadie con su prestancia podrá cumplir mejor su misión de hacer crecer a las personas en conciencia y libertad.

 3)      El nuevo planteamiento crítico/adulto de los católicos ante la Iglesia recordará al sacerdote que su sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles.

 4)      La exposición a la mirada cauta de las personas sobre él le obligará a reconocer límites entre ambos. Esto facilitará establecer entre ellos relaciones formales que encaucen debidamente la expresión ideas y la manifestación de afectos. El amor entre el sacerdote y las personas podrá ser más intenso y honesto, libre de confusiones y dependencias malsanas.

 5)      Las sospechas y aprensiones que despiertan en la gente su condición sacerdotal le harán participar de la suerte de tantas personas a las que se las desprecia siendo inocentes. El tiene culpas personales, pero la manera como se da hoy el sacerdocio y los graves abusos cometidos por otros sacerdotes no son responsabilidad suya. Por tanto, él debe tomar el maltrato como una injusticia, con lo cual se verá forzado a conectarse con la injusticia del mundo. Sin este contacto nadie está capacitado para ser sacerdote.

 6)      El sacerdote, al verse obligado a poner entre paréntesis su “rol oficial”, podrá asomarse a su propia humanidad y conectarse con la vida del común de las personas, siempre vulnerable y frágil, siempre necesitada de cura y de perdón. Así podrá aprender mejor de la vida y podrá predicar también más desde la vida que desde sus conocimientos estudiantiles.

 7)      La crisis obligará al sacerdote a recordar, reconocer o descubrir que su vocación al sacerdocio es cosa de Dios antes que suya propia. Tendrá que entender por fin que su vocación sacerdotal no es natural ni merecida.

 8)      El sacerdote, no pudiendo aferrarse a su sacralidad o a su prestigio social estará más obligado a depender de Dios. A Dios, por otra parte, le será más fácil hacerle comprender qué es realmente la vida, especialmente la de quienes son humillados en su dignidad y difamados; y podrá, en definitiva, ejercer con pertinencia su labor de conductor, de liturgo y de educador.

 9)      El sacerdote tendrá que ser culto. Habrá de estar al día en teología y atender de cerca los signos de los tiempos, lo cual se consigue estudiando y leyendo. El sacerdote ignorante desorienta. Puede ser incluso un peligro. Los laicos son hoy más cultos y más críticos que antes. No aceptarán de él cualquier respuesta o prédica. Ellos le preguntarán por lo que significa hoy el Evangelio para sus vidas. El, por su parte, tendrá que explicar cómo ha de entenderse la doctrina de la Iglesia de modo que traduzca el Evangelio en Buena noticia, en vez de ser ella una enseñanza rara o un factor de culpa.

 10)  En la medida que el sacerdote crezca en conciencia de que es Dios quien sostiene su vocación sacerdotal, tendrá que darse cuenta de que no es omnipotente y, por tanto, que no debe tratar de serlo ni de parecerlo. Liberado de ambos males, con su debilidad y su ignorancia estará en mejores condiciones de ser sacramento de la pasión de Cristo; como verdadero ser humano compartirá la impotencia de los crucificados de la vida, los entenderá “con el estómago” y los representará valientemente delante del Creador.

 11)  En la medida que el sacerdote pueda comprobar exactamente en qué estriba su vocación y en qué no; si vuelve a responder al llamado primero del Señor y termina con la rutina en que ha se ha convertido su vida; si pierde las falsas seguridades en que se había asentado su vida, triunfará sobre miedo y ganará libertad para jugarse por entero por los pobres (pobres materiales, pobres fieles y pobres infieles). Adquirirá libertad como para cumplir una función profética incluso ante las autoridades de su Iglesia.

 12)  Todo lo anterior debiera convertir al sacerdote un ser humano auténtico, lo cual no significa otra cosa que vivir el bautismo a un grado radical. Esto significa que ha de ser un hombre como lo fue Jesús, digno como cualquier hijo de Dios y hermano de cualquier persona que nace en este mundo. El sacerdote que actualice su bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, no tendrá que pedir reconocimientos de autoridad ante nadie. Al ver su autenticidad, los demás reconocerán espontáneamente su autoridad.

 13)  Un sacerdote auténtico podrá amar a rienda suelta. Su autoridad, en definitiva, no le vendrá más que de amar. Podrá establecer relaciones de amistad con mujeres sin “cartas tapadas”. Sus amistades con mujeres le harán más humano, más hombre. Podrá, en general, establecer relaciones cariñosas simétricas y asimétricas según las distintas edades, las que le llenaran el corazón de ese amor del que nadie puede prescindir sin renunciar a Dios mismo.