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La libertad de Cristo

La libertad de Cristo*

La intención de este trabajo es sugerir la necesaria relación de tres aspectos de la libertad de Cristo: la libertad de Jesús de Nazaret y su orientación al cumplimiento de la voluntad de su Padre (I); el Misterio Pascual como quicio de la libertad de Cristo (II); y la conexión que ha hecho con la “liberación” que ha hecho la teología en América latina  (III).

El discurso sobre la libertad de Cristo admite diversas aproximaciones. El tema es amplio. Así como la libertad es el rasgo más típico de la personalidad de Jesús, la libertad constituye la esencia del cristianismo. La validez de las diversas aproximaciones y la amplitud del tema, obliga a desarrollar esta ponencia a modo de esbozo. A mano alzada, quisiera simplemente bosquejar una investigación e insinuar una reflexión.

El presente trabajo pretende ofrecer el panorama de tres aproximaciones posibles al tema, en todo caso complementarias. La primera describe grosso modo el tratamiento tradicional del tema. La segunda aventura una reflexión sobre la libertad de Cristo a partir del Misterio Pascual. La tercera recoge la problemática común a toda teología que quiera hacer teología en contexto, problemática que en América Latina se ha especificado justamente en relación al tema que nos interesa como Teología de Liberación.

No es intención de esta ponencia sistematizar estas tres aproximaciones a la libertad de Cristo. Con todo, podemos indicar una conexión entre ellas. La libertad de Jesucristo es la condición de posibilidad absoluta de la libertad cristiana, pero la libertad cristiana es la razón de ser última de la Encarnación libre del Hijo y de la donación libre del Mesías en la cruz. Entre la libertad de Jesús de Nazaret (I) y la mediación histórica de la libertad de Cristo (III), tiene lugar el Misterio Pascual como cúspide de la historia de libertad de Jesús y como principio de nuestra liberación y del conocimiento de lo que llamamos “libertad de Cristo”(II).

I. Discurso tradicional sobre la libertad de Jesús

Tradicionalmente se habla de libertad de Cristo a propósito de la libertad que Jesús tuvo para cumplir su misión histórica, en obediencia a la voluntad salvífica de su Padre. Los dos enfoques más comunes son uno dogmático y otro exegético o bíblico. Un tercer enfoque que pretende superar la estrechez de los dos anteriores es el que articula la libertad de Jesucristo a partir de su misión trinitaria y escatológica.

1.- La libertad de Jesús en perspectiva dogmática

Es común entre los autores abordar el tema de la libertad de Cristo en los mismos parámetros que la Iglesia definió dogmáticamente la voluntad humana de Jesús, distinta aunque sujeta perfectamente a la voluntad divina del Padre.

La argumentación oscila entre el peligro del monofisismo, en sus versiones de monoteletismo  y monoenergetismo, y el peligro del nestorianismo. Si en un caso el carácter divino de la persona de Cristo amenaza su autodeterminación humana y meritoria, en el segundo caso la defensa de esta autodeterminación libre suele sugerir la existencia separada de Jesús de Nazaret respecto del Hijo de Dios, dejando abierta la posibilidad de otorgar pecado a Cristo para hacerlo aún más cercano a nosotros.

En la perspectiva soteriológica subyacen en juego los antiguos axiomas de los Padres. A saber, que si el Verbo no ha asumido lo humano en su integridad lo no asumido no será salvado; pero, si Jesús no es uno y el mismo con el Hijo de Dios tampoco habrá salvación, pues sólo Dios puede con la salvación del hombre. Si Jesús no ha querido libre y humanamente nuestra salvación, ningún valor tiene el esfuerzo humano por alcanzar la salvación. Y, por el contrario, si la humanidad de Jesús no es la humanidad de Dios mismo, si él no es el único inocente y santo, él no será el único y auténtico salvador.

En fin, unos autores se esforzarán en probar que Jesús tuvo conciencia y libertad verdaderamente humanas y otros tratarán de corregir la impresión de un Jesús de Nazaret unido al Hijo de Dios por una mera opción libre. El quid del debate se centrará en la concepción de la unión del querer divino y de la libertad humana de la única persona del Verbo, problema que agita el desarrollo del dogma cristológico desde el concilio de Efeso hasta nuestros días.

a) La aproximación clásica: Máximo el Confesor

Después del año 553 en que el segundo concilio de Constantinopla afianzó la doctrina de los cirilianos contra los nestorianos precisando la concepción de la unidad de Cristo como unión hypostática de sus dos naturalezas, quedó abierta la cuestión de si “la operación libre provenía directamente de la persona o de la naturaleza (e indirectamente de la persona)?” [1]. Sostiene S. Zañartu: “si en Cristo no había actividad voluntaria humana, se extirpaba de raíz el problema de la pecabilidad, de tener dos voluntades opuestas, pero, por no haber sido asumida, no quedaba redimida la sede del pecado del hombre, su libertad humana”[2].

El concilio de Constantinopla III (680/681) acogió contra el monoenergetismo (una actividad de Cristo, divina) del Patriarca Sergio de Constantinopla y el monoteletismo (una voluntad de Cristo, divina) del Papa Honorio, la doctrina de San Máximo el Confesor sobre las dos voluntades y las dos operaciones naturales de Cristo. Aunque el concilio no habló de libertad humana de Cristo, ella se infiere de sus conclusiones. El concilio especificó la dualidad de naturalezas de Cristo definida por Calcedonia, en una doble voluntad y una doble operación, humanas y divinas, unidas perfectamente en la persona del Hijo, “sin mezcla ni confusión, sin división ni separación”, concurrentes a nuestra salvación y jamás contrarias. Con ello se rectificaba una vez más el mal uso del esquema del Logos-sarz, matriz teórica de todo monofisismo.

Para llegar a esta conclusión, Máximo aprovechó, por una parte, el desarrollo teológico del concepto de hypóstasis y, por otra, la atribución aristotélica de las propiedades, como ladúnamis y las energeias, a la fusis y no a la hypóstasis. A la época de Máximo, la teología había ya afinado el concepto de hypóstasis -que en otro tiempo Nicea asimiló a ousía– como “lo que existe por sí mismo” (kath’eautón einai) o “lo que existe aparte como distinto de otros”, diferenciándosela de la ousíafusis en cuanto manifestación concreta e independiente de éstas.

Pudo así Máximo distinguir en el hombre su capacidad de querer de su modo de querer; y en Cristo, su libertad humana del ejercicio divino de esta libertad. Si la voluntad humana ha podido ejercerse según el tropos del pecado (contra la naturaleza) o según el tropos de la virtud (conforme a la naturaleza), la voluntad humana de Cristo se ha ejercido según el tropos del Verbo encarnado impecable y divinamente, sin perjuicio de su humanidad, porque entre Dios y la naturaleza humana no hay en principio ninguna oposición. Al efecto, una cosa es en Cristo sulogos tes fuseos (su naturaleza humana, común con toda la humanidad) y otra el tropos kath’uparzin (su modo de existencia según la hypóstasis divina del Hijo), subsistente el primero en y de acuerdo al segundo, la humanidad con todas sus propiedades en y conforme al modo de ser del Hijo en relación filial con su Padre[3].

Por este hecho de subsistir la naturaleza humana y, en consecuencia, la libertad humana de Cristo en el modo de existencia inmutable de la hypóstasis del Verbo, Máximo introduce otra distinción muy difícil de comprender para la mentalidad moderna: Cristo tiene libertad de “autodeterminación” (autezousion), pero no “deliberación” (gnoméproáiresis), lo que comúnmente entendemos por “libre arbitrio”, pues la deliberación supone una ignorancia que es consecuencia del pecado, presente en toda la humanidad a excepción de Cristo.

Todas estas distinciones permiten a Máximo advertir la presencia de la voluntad humana de Jesús en el episodio de Getsemaní, justamente en la invocación de Jesús a su Padre que los monoteletas atribuían a su voluntad divina. En el “no se haga mi voluntad sino la tuya” ve Máximo la dualidad de voluntades, sujeta la voluntad humana de Jesús humilde y obedientemente a la voluntad divina de su Padre en un mismo giro de oración. Máximo profundiza en el misterio de la asunción de lo humano: si Cristo aceptó libre y esencialmente la pasión en cuanto castigo (epitimías) por el pecado de la humanidad -condición propia de todo hombre que viene a este mundo y por tanto irreprensible-, libremente también pero por una apropiación no esencial, sin necesidad de convertirse en pecador, sino por compasión, Cristo hizo suyo el sufrimiento proveniente de la culpabilidad (atimías) que no constituye parte de la naturaleza humana, pues la degrada. Y si Cristo no era deudor de la muerte porque no tenía pecado, quiso la muerte y los sufrimientos físicos de la pasión voluntariamente y por anticipado desde el momento en que en la encarnación el Hijo deseó someterse a todas las leyes de lo humano.

Máximo utilizó el concepto de perijóresis para pensar la unidad tanto como la diferencia de las naturalezas y, por extensión, de las respectivas operaciones naturales de Cristo. Así como entre las naturalezas, también entre las operaciones tiene lugar una compenetración vital y un entrelazarse que se traduce en una actividad teándrica (aunque no al modo de los monoenergetas). Dice: “Obraba, pues, carnalmente lo divino, porque no carecía de la operación natural de la carne; y divinamente lo humano, porque según su voluntad con autoridad, y no llevado por las circunstancias, permitía la prueba de los padecimientos humanos. Ni lo divino divinamente, porque no era sólo Dios; ni lo humano carnalmente, porque no era un puro hombre. Por esto, los milagros no iban sin pasión, y los padecimientos no eran sin milagro. Aquellos, si me atrevo a decirlo, no eran impasibles; éstos eran claramente maravillosos. Y ambos eran paradojales. Porque lo divino y (lo humano), como provenían del uno y mismo Logos Dios encarnado (quien era testimoniado de hecho por ambos), confirmaban la verdad desde ellos y de ellos”[4].

El acierto de Máximo está en haber concebido la libertad de Cristo como “autodeterminación” perfectamente humana en tanto perfectamente realizada según el modo de existencia (tropos) filial del Hijo, descartando que la libertad sea por principio opuesta al Creador. De esta manera Máximo aseguró teológicamente que la pasión por nuestra salvación fue querida y obrada humanamente por Dios, y no como un imperativo divino extrínseco y arbitrario.  En este sentido el pensamiento de Máximo tiene una enorme actualidad. Sin embargo, la sujeción humana de Jesús a su Padre aparece como una actividad resuelta a priori, es abstracta, independiente de las vicisitudes históricas de la formación de la conciencia y de la voluntad humana. La figura del Cristo de Máximo es la de un ícono bizantino, humano pero rígido. En otras palabras y en gran medida a causa de la mutación cultural, a los ojos de la cultura moderna esta imagen de Jesús recae en defectos similares a los que en su tiempo Máximo combatió.

b) Una aproximación contemporánea: Jacques Dupuis

Las aproximaciones dogmáticas modernas a la libertad de Cristo procuran corregir la abstracción de la imagen que resulta de la deducción apriorística de su humanidad a partir de las conclusiones dogmáticas definitivas, mediando éstas con los datos del Nuevo Testamento.

En un sencillo manual titulado Introducción a la cristología, Jacques Dupuis resume y ordena el debate del último siglo[5]. Dupuis sitúa la cuestión de la libertad de Cristo en el problema más amplio de su psicología humana. Las principales preguntas proceden de las conclusiones dogmáticas acerca de la divinidad y humanidad de Jesucristo. Estas son, por ejemplo: «Si la persona ontológica del Hijo de Dios comunica con la humanidad de Jesús y, en consecuencia, ésta existe por el ‘acto de ser’ del Hijo, ¿no es, acaso, impersonal su humanidad e irreal, en último análisis, su existencia humana?»[6]; «el modelo cristológico tradicional de una persona en dos naturalezas ¿no ha dejado en concreto de hacer justicia a la auténtica, histórica y concreta humanidad de Jesús? ¿Y es capaz de hacerle justicia de alguna manera?»[7]. Este autor procede a responder estos interrogantes combinando las perspectivas ascendentes y descendentes, la óptica dogmática con la bíblica.

Antes de entrar de lleno en el tema de la libertad de Cristo, Dupuis despeja el camino. Revisa tres asuntos previos y claves: en qué sentido es posible y en qué no, otorgarle al Jesús terreno un «yo» psicológico humano; en qué sentido la naturaleza humana de Jesús es autónoma y en qué sentido heterónoma; y, por último, «en qué modo el hombre Jesús era consciente de ser el Hijo de Dios?»[8]. Las alternativas heterodoxas son siempre las mismas: la yuxtaposición nestoriana o la hegemonía monofisita de la voluntad divina sobre la humana. La solución ortodoxa, en cambio, se esfuerza por articular la unidad de Jesús, habida cuenta de la dualidad de sus naturalezas.

Particular importancia tiene al respeto la consideración de la autoconciencia y del conocimiento humano de Jesús. Salvado el profundo misterio de la psicología de Jesús, Dupuis descarta en él la «visión beatífica» predominante en la teología hasta bien entrado este siglo, por la cual, en virtud de la unión hypostática, se otorga a Cristo la omniciencia de los bienaventurados en la gloria. Gracias a la «visión beatífica», Cristo se habría sabido integrante de la misma Trinidad como segunda persona. Dupuis, contra Galtier y en última instancia contra Santo Tomás, asume el pensamiento de K. Rahner, reconociendo en Jesús una «visión inmediata de Dios». Debido a ésta, Jesús habría tenido un conocimiento humano de su relación filial con Dios, acorde con los límites de la kénosis de la encarnación previa a la liberación de su conciencia obrada por la resurrección, y compatible con otros tipos de conocimiento histórico, susceptibles todos de crecimiento y desarrollo.

Estos otros conocimientos han podido ser el “experiencial”, típicamente nuestro, por el cual sabemos lo que aprendemos, y el “infuso” al modo de los profetas (pero no de los ángeles), que permitió a Jesús «conocer por Dios todo lo que era necesario para llevar a cabo su misión y todo lo que debía revelar»[9], esto es, actualizar en lenguaje comprensible el conocimiento inmediato de Dios no comunicable, permitiéndole comprender las Escrituras, el plan divino de salvación y el sentido salvífico de su muerte en cruz.

Hechas estas distinciones es posible ser fiel a la tradición evangélica que, afirmando por una parte la perfección del conocimiento de Cristo, habla también de su nesciencia, como por ejemplo, la que respecta al día del juicio (Mc 13,32). Y es posible admitir, sin escándalo, que Jesús incluso haya podido equivocarse en aquello que no tocaba directamente a su persona y misión, y compartir los errores comunes de sus contemporáneos.

Al abordar directamente el tema de la libertad de Jesús, Dupuis replantea la problematicidad de la cuestión. El concilio de Constantinopla III determinó las dos voluntades y acciones de Cristo, pero no explicó «cómo pueden y deben combinarse, de un lado, la autodeterminación de la voluntad humana de Jesús, entendida como principio que determina las acciones auténticamente humanas, y, de otro, su perfecta y firme sumisión a la voluntad del Padre»[10]. La respuesta a esta pregunta, cualquiera sea, debe respetar el estado kenótico del Jesús prepascual por el cual Jesús es igual a nosotros en todo, pero a la vez afirmar sin lugar a dudas que Jesús no pecó (Heb 4,15). «El principio-guía para una valoración teológica de las perfecciones y de los límites de la voluntad humana de Jesús -lo mismo que su conocimiento humano- es que el Hijo de Dios asumió todas las consecuencias del pecado que podían ser asumidas por él, incluidas el sufrimiento y la muerte, y a las que dio un significado y un valor positivo para la salvación de la humanidad»[11].

Dupuis repasa los datos fundamentales de la revelación y de la doctrina de la Iglesia: Jesús no pecó ni tuvo pecado original ni padeció la concupiscencia. Su impecabilidad la considera un «teologumeno» (que se deduce de la unión hypostática) y no una doctrina de fe. Recuerda además con claridad el hecho ampliamente acreditado en los evangelios de la tentación de Cristo. Ésta no le parece un hecho meramente «extrínseco» para Jesús, sino que de veras lo afectó en su interior. Y, en estrecha conexión con ella, han de tenerse presente los sufrimientos corporales y morales de Cristo. Ante la proximidad de la muerte, Jesús experimentó el sufrimiento y el miedo. No siempre la voluntad de Dios le fue patente, en Getsemaní tuvo que buscarla en la soledad y la oscuridad. Ciertamente no gozó de «visión beatífica» alguna. En la cruz, al clamar «Dios mío por qué me has abandonado» (Mc 15,34; Mt 27,46), Jesús experimentó la soledad en profundidad y sufrió la ausencia de su Padre. Aunque su Padre no lo abandona y él se abandona a su Padre, sufriendo libremente por nosotros y no por necesidad, mostró la distancia infinita entre la bondad de Dios y la maldad del pecado.

Tratándose de la libertad de Cristo, Dupuis otorga libertad de elección (libre albedrío) a Cristo en relación a las acciones que debían mejorar el cumplimiento de su misión. Jesús tuvo que definir una estrategia de acción. Pero descarta que Jesús haya podido oponerse moralmente a la voluntad de su Padre, máximamente a propósito de su pasión y su muerte.

Dupuis recoge una objeción corriente y procede a responderla. Esta es, si Jesús fue libre habrá podido desobedecer y, en consecuencia ¿qué sería de su impecabilidad?; y al revés, si no pudo desobedecer ¿de qué libertad se habla? En el sentido más profundo de su libertad, es decir, en la aptitud de autodeterminarse en razón del bien, Jesús no pudo sino determinarse en favor de su misión. Esto es posible porque a este nivel, en el caso de Jesús como en el caso nuestro, la libertad de elección expresaría, en realidad, una falta de libertad. Mientras más una persona quiere el bien y lo busca, menos alternativa moral tiene, pues más inclinada está a elegir lo que conviene. A este nivel, libertad para escoger el bien y necesidad de optar por él coinciden. «La perfección de la libertad crece en proporción directa a la autodeterminación de la voluntad hacia el bien»[12]. Este concepto de libertad no es meramente filosófico, pues concuerda con el concepto bíblico de libertad. El nuevo testamento asocia la libertad a la vida en Cristo y la esclavitud al pecado.

La libertad de Jesús fue perfecta. Cuando no fue determinado por su Padre, ejerció la posibilidad de elegir entre muchos bienes éticamente indiferentes. El ejercicio de esta libertad denota precisamente que Cristo está aún en camino a la gloria. Que en última instancia se haya sometido a la voluntad de su Padre yendo a la muerte, que no haya podido elegir otra cosa prueba exactamente que hizo lo que más quería. El testimonio es claro en el Nuevo Testamento. La muerte de Jesús es designio del Padre, Jesús no eligió morir, su Padre eligió por él (cf. Mc 14,36; Mt 26,53; Heb 5,7). Sin embargo, Jesús hizo suya la voluntad de su Padre y se ofreció espontáneamente a la muerte (Jn 10,17-18; cf. Gal 2,20; Heb 7,27; 9,14).

2. Libertad de Cristo en perspectiva bíblica

Otra aproximación común al tema de la libertad de Cristo es la exegética o bíblica. Es el caso de Christian Duquoc en su obra Jesús, hombre libre[13], Si bien Duquoc prolonga el desarrollo del discurso sobre la libertad de Cristo más allá de su muerte, en tanto ve que Jesús resucitado «hace al hombre libre», su argumentación se centra principalmente en el Jesús libre de los Evangelios. Para Duquoc resulta imposible penetrar la psicología humana de Jesús, pero del conjunto de su actuación histórica es posible destacar su «autoridad» o «libertad» como el rasgo más visible de su personalidad.

Jesús es libre de su entorno social, Muestra una gran libertad frente a su familia: frente a su madre y hermanos. Tiene la misma actitud ante las castas religiosas: los escribas, fariseos y saduceos, Es más, Jesús cuestiona directamente su autoridad. Si estos habían asfixiado al pueblo, particularmente a los pobres y pequeños con sus leyes y orden religioso, «Jesús le devuelve a Dios su libertad, transgrediendo el poder de los escribas y de los fariseos y rechazando los fundamentos de su ‘autoridad'»[14].

De un modo desafiante, Jesús se relaciona con los «sospechosos» de su época: los publicanos y las prostitutas y los pobres en general. Libre de prejuicios sociales, anuncia a los guardianes de la ley que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el reino de los cielos. Jesús escoge a sus amigos, Lázaro por ejemplo, Tiene incluso amigas: Marta, María, la Magdalena quizás. Y demuestra una enorme libertad para cuestionar el libelo de divorcio, en pro de las mujeres. No tiene miedo del poder político, desafía a Herodes, Pero también es independiente de los celotas, Algún contemporáneo se refiere a él diciéndole: «Maestro, sabemos que eres sincero y que ense­ñas de verdad el camino de Dios, y no te importa de nadie, pues no miras la personali­dad de los hombres» (Mt 22, 16).

Jesús es libre en su modo de enseñar. Habla con autoridad, como un creador, no como los escribas y fariseos (Mc 1, 22). Disputa con ellos por los ritos y por la ley. Cuestiona el modo de observancia del sábado. Lo transgrede. «La libertad de Jesús ante las leyes la que le confiere sentido a esa ley»[15]. Su libertad «es una forma de amor al prójimo» (Mt 7, 12)[16]. El sermón del monte manifiesta con nitidez la autoridad de Jesús, al decir: «Habéis oído que se dijo… Pero yo os digo…» (Mt 5, 43-44). No promulga una nueva ley, pero con su modo de expresarla elucida su sentido más profundo: su actitud filial ante Dios y su amor efectivo al prójimo. Su comportamiento irrita especialmente a los representantes de la religiosidad de la época, los que no pueden tolerar su libertad.

La libertad de Jesús se manifiesta también en poder para curar enfermos y para perdonar pecados. La autoridad invocada en estos casos otorga a su persona un carácter todavía más inquietante y misterioso.

La imagen de Jesús proveniente de los Evangelios es, en suma, la de un hombre libre, pero no la de uno que inspire miedo, menos aun entre los pobres y los pequeños. Su libertad es sencilla como la de un niño. De ahí que tantos le buscasen y acercasen por ayuda. Su figura no es la de un «aristócrata» ni la de un «superhombre» ni tampoco la de un «asceta». Convive con todos compartiendo sus usos y costumbres.

La palabra que mejor resume la impresión que Jesús produce en la gente es «autoridad», cuya traducción general a nuestra época es «libertad» y cuyo significado concreto es el de un «hombre libre». Este dato histórico tiene mucha importancia tanto si se trata de explicar a Jesús en categorías religiosas, bíblicas por ejemplo, como en categorías contemporáneas. La suprema autoridad de Jesús mueve a sus contemporá­neos a identificarlo con un profeta o con el mesías.

Pero Jesús no cabe en ninguna de estas categorías. Cuando se trata de inferir qué conciencia pudo Jesús tener de sí mismo, los títulos de mesías, hijo de Dios, hijo del hombre, siervo, todos le quedan chico. Sólo es posible intuir aquella interioridad -de la cual nunca habló mucho- a partir de la autoridad y libertad con que se desenvolvió. El estudio de los documentos siempre deja una incógnita acerca de la personalidad de Jesús. Los jefes religiosos lo interrogan: «Dinos con qué autoridad haces esto o quién es el que te dio esta autoridad» (Lc 20, 2). Precisamente esta autoridad manifestada en su actitud y manera de proceder, ligada a su relación filial con Dios, es la que mejor describe su personalidad y explica, en última instancia, el conflicto con la ortodoxia judía que lo condujo a la muerte.

El mensaje de Jesús de una fraternidad entre los hombres incompatible con todo tipo de barreras raciales, jurídicas y sociales, agudizará el conflicto con sus contemporáneos. Su actuación con autoridad causó tal desconcierto «en la organización judía de la religión, de la moral y de la política, que no fue ya posible ningún compromiso cuando se vio que Jesús se convertía en un maestro escuchado y, por consiguiente, peligroso para el equilibrio social y religioso»[17]. El análisis en detalle -hasta donde es posible hacerlo- de las causas de la muerte de Jesús, revelan que Jesús desafió y exasperó al orden religioso, a las autoridades políticas y al pueblo mismo hasta el punto que su muerte, no obstante su inocencia, resultó inevitable.

La muerte de Jesús, dada la autoridad con que había hablado, resultará un hecho escandaloso. Por el contrario, su resurrección ha significado precisamente que Dios «aprueba su palabra, su actitud, su libertad»[18]. Duquoc destaca la importancia del grito de Jesús en la cruz, grito de rebeldía de un inocente y de un justo, porque en la resurrección se evidencia que «ha sido su justicia, su inocencia, su libertad, las que han vencido al poder del mal, y no el poder que Dios podría haberle entregado para borrar de la faz de la tierra a todos los malhechores y los opresores»[19]. Desde entonces la liberación de la esclavitud de justos e inocentes no depende más del mero uso de la fuerza, sino de la resurrección de Cristo y esta en tanto culminación del combate histórico de Jesús y a su modo. La resurrección de Jesús significa en última instancia que no es lo mismo el que construye en la libertad y en el amor que el que destruye en el odio y, segundo, que el resucitado no se impone a sus adversarios destruyéndolos, sino que únicamente manifiesta su poder «mediante el don del Espíritu que concede la libertad»[20]

Jesús hace al hombre libre. El término que desde antiguo expresa esta realidad ha sido el de «redención», que originalmente significó pagar el precio necesario para liberar a un esclavo. Esta imagen dio origen a explicaciones extrañas de la obra de Jesús. Se dijo que la humanidad era esclava del demonio y que al demonio había sido necesario pagar con Jesús el precio de nuestra liberación. Otros imaginaron que el precio se pagaba a Dios mismo. En realidad, la redención alude a la situación de esclavitud del pecado a la cual está sometida la humanidad ya quien nos ha hecho libres, Jesucristo. Jesús hace al hombre libre por una muerte que tiene causas históricas. Lo mataron por su actitud. Chocó con los intereses de los poderosos, los mismos que, para garantizar sus intereses, hacían de Dios un enemigo del hombre. La causa de la muerte de Jesús es el pecado. Más precisamente, el pecado religioso con que el hombre forja un Dios a la medida de su imaginación para oprimir y eliminar a su prójimo. Jesús no vino a «levantar nuevas barreras, sino que ha venido a destruirlas. De esta manera nos liberó del Dios que producíamos»[21].

Jesús nos ha liberado de la lógica de la utilización opresora de Dios mediante el perdón. El perdón de Jesús es un acto creador, porque genera otra forma de relación que la establecida por el malhechor. El carácter liberador del acto de Jesús se explica porque «aquel que fue injustamente crucificado y que ha perdonado es Señor y donador del Espíritu. Jesús, por su resurrección, atestigua la eficacia infinita del perdón, ya que este se convierte en el principio activo de la historia hasta que desaparezca el poder del odio»[22]. En definitiva, «Jesús es suficientemente libre para no hacer suya la lógica del adversario. El no se hizo verdugo del verdugo. Su perdón es el acto más elevado de su libertad. Al morir, venció al odio»[23]. Con su perdón Jesús rompe la cadena de pecado que oprime a la humanidad, creando un nuevo modo de relación, modo que no autoriza al opresor a seguir oprimiendo pero tampoco exime al oprimido de tomar en sus manos la causa de su liberación. Su perdón nos libera de la cerrazón dentro de nosotros mismos, a partir de la cual hacemos de Dios un Dios opresor. Dios es todo lo contrario, Dios libera. Dios no está contra nosotros, sino por nosotros (Rom 8, 31-39).

Este Jesús nos revela su identidad última no directamente, sino a lo largo de su vida ya través de su historia. Él es el Hijo de Dios que actualmente ejerce las funciones de «señor» y de «mesías». En Jesús de Nazaret El se ha revelado como Hijo y su Dios como Padre. El Hijo no es el Padre, diferencia que en la práctica histórica Jesús la vive debiendo construir su propia libertad sin darse origen a sí mismo, sino siendo liberado por el único que es su propio origen, su Padre. Jesús no resuelve su historia con magia, no se declara Dios. Por el contrario, enfrenta libremente la muerte y no como una fatalidad natural o social. «En esta lucha por cambiar el sentido de nuestra historia, de forma que no sea ya condescendencia cobarde con el destino, sino creación con riesgo de la propia vida, se revela hijo de Dios»[24]. Es el Espíritu que hace libres (cf. 2 Cor 3) el que mueve a reconocer en este hombre libre al Hijo de Dios.

3.- La libertad de Jesús en la perspectiva de su misión[25]

Hans Urs von Balthasar aborda el tema de la libertad de Cristo a partir del concepto de misión, buscando un equilibrio entre la aproximación exegética y la dogmática. Este intento supone aceptar una misión escatológica y universal en Jesús, abarcante de toda la creación, tan única e irrepetible como único e irrepetible es el enviado a realizarla. Al modo del Nuevo Testamento, también von Balthasar pretende inferir la descripción del ser de Cristo, su persona, de su función y misión. Su misión implica su persona: como en los profetas ambas son inseparables, pero a diferencia de los profetas Jesús es el enviado desde siempre. Si a partir de una «cristología desde abajo» es posible establecer las condiciones de posibilidad de la actuación empírica de Jesús, a partir de una «cristología desde arriba» se concluye que tal es la identificación de la persona de Jesús con su misión que su «papel» en el drama de la humanidad no puede ser intercambiado con ningún otro.

Von Balthasar recuerda que, a propósito del conocimiento de Cristo, salvo raros casos, la patrística y la escolástica otorgaron a Cristo la omniciencia. Recién Herman Schell desarrolla el tema de la escasa aceptación escolástica de una cristología de la misión en referencia al conocimiento pre-pascual de Jesús. Schell sostiene que pertenece a la integridad de la humanidad de Jesús no saberlo todo desde un comienzo, sino, llegar a saberlo con esfuerzo y libremente. La medida de la perfección de su conocimiento debe ser conciliable con el cumplimiento meritorio de su misión. No puede ser lo mismo el conocimiento de Jesús en su estado de abajamiento que en el de consumación. Por esto, Schell rechaza la posibilidad de una “visión beatífica” (scientia visionis).

Pero, por otra parte, Schell rechaza una concepción de la kénosis consistente en una elucidación progresiva en la conciencia de Jesús de su mesianismo y de su identidad divina. “La conciencia humana de Jesús como Hijo de Dios es un saber consumado y rico de inteligibilidad y sólo puede aclararse a partir de la iluminación completa de su alma humana, gracias a la íntima automanifestación de su yo divino y de su circumincessio en el Padre y el Espíritu Santo”[26].  Con esto Schell vuelve a acercase a una “scientia visionis”: Jesús conoce a Dios en la intimidad de la Trinidad y el plan divino de salvación desde siempre, por un influjo e iniciativa directa de Dios, pero como conocimiento a priori que se especifica a posteriori en la comprensión de las Escrituras.

Siguiendo a Schell, Von Balthasar hace coincidir en la encarnación la libre determinación de la decisión trinitaria previa, con la expansión de la misión y de la autoconciencia de Jesús. «Se puede decir entonces que Jesús desde el principio en su destino conocía también su identidad como Hijo de Dios (como testimonia de modo suficiente el carácter único de su relación al “Abba, Padre”), pero que no era consciente de esta identidad más que gracias a la tarea que le era comunicada por el Espíritu y que excluía (al menos de cuando en cuando) una “visión beatífica” de Dios”[27]. La conciencia filial de Jesús, inseparable de la conciencia de su misión, es im-pre-pensable en un sentido cualitativamente único. Pues, siendo inherente a la universalidad de su misión, ella se explicita en relación suya, aunque en última instancia no dependa de ella.

En esta perspectiva de la misión, es posible una amplia posibilidad de conocimientos de Jesús (conocimiento profético, obediencial, místico) atingentes a la acción salvífica de Dios en el mundo y también la posibilidad de ignorancia, como la famosa de Mc 13,32.

Tratándose de la libertad de Jesús, resulta esencial, pero aquí todavía más, lo dicho acerca del carácter im-pre-pensable de su conciencia de misión. Porque es a este propósito que el hombre Jesús aparece en la historia humana como una decisión divina y ajena, que él nada más ratifica a lo largo de su existencia, o puede efectivamente con su libertad humana hacer valer el legítimo privilegio de una decisión personal (como afirma la ortodoxia desde el conflicto monoteleta).

Von Balthasar precave de representarse la decisión salvífica de la Trinidad y la decisión de Jesús como si entre ambas se diera una sucesión cronológica, un antes y un después. Más bien habría que pensar en el fenómeno de la inspiración. No en la falsa teoría de la inspiración según la cual los profetas han podido ser simples instrumentos pasivos del Espíritu Santo. Sino al modo de la inspiración artística. «Nunca un artista es más libre que cuando no tiene (ya) que elegir vacilando entre distintas posibilidades creadoras, sino que está (como) ‘poseído’ por la verdadera idea que por fin se le ofrece y sigue sus órdenes imperiosas; si su inspiración es auténtica, nunca llevará más claramente su obra un sello tan personal»[28].

Esta analogía «puede enseñarnos que Jesús, al captar y al ir dando forma a su misión, no está prestando obediencia a ningún poder extraño. El Espíritu Santo que le inspira es no sólo el Espíritu del Padre (con el que el Hijo es ‘uno’) sino también su propio Espíritu. Y si su misión es im-pre-pensable, lo es igualmente respecto a su propio y libre haber-captado-desde-siempre su misión”[29]. Su misión desde siempre era la suya. No en el sentido que estaba ya lista y prefabricada y que él nada más le tocaba montarla, «sino que era suya en el sentido de que él debía configurarla por sí mismo y con toda su libre responsabilidad e incluso en el sentido de que en un aspecto verdadero debía inventarla»[30].

Todavía más. Jesús en su vida terrena no está en comunicación con «Dios» (el trinitario) sino con su Padre. Su misión la recibe del Padre por el Espíritu. No hay dos decisiones coordinadas cronológicamente, la del Hijo desde la eternidad y la humana en el tiempo. «La decisión eterna del Hijo incluye en sí la temporal, y la temporal aprehende la eterna como la única que interesa. Pero la eterna no está dictada por el Hijo en soledad, sino que es siempre trinitaria; en ella se conserva la jerarquía de las procesiones trinitarias…»[31]. Así el Hijo hecho hombre no capta su propia voluntad como Dios, sino como la voluntad de su Padre y asimilando la voluntad de su Padre capta su propia identidad de Hijo eterno.

Pero, al no contemplar al Padre en visio beatifica, sino que su voluntad le es representada en el Espíritu, Jesús puede experimentar la tentación. No como desconfianza en su misión o como indiferencia a quererla o no quererla. «La ‘capacidad de pecar’ no pertenece a su libertad»[32]. Jesús se mantiene en su misión. Pero debe buscar en libertad las particularidades que la realizan, dándose la posibilidad de considerar la «evitación del ‘camino de abajo’, de la humillación y del fracaso terreno como un atajo hacia la meta o como algo humanamente digno de ser tenido en cuenta o incluso como algo atrayente»[33]. El mérito de su obra tiene que ver con su obediencia a su Padre en esta particular situación de tener que evaluar «los valores parciales que se le ofrecen a la luz de la totalidad de su misión, de la voluntad del Padre»[34], pero que sólo brillan en el interior de su libre y plena disponibilidad, indicándole seguir siempre el camino más difícil, camino que no le es posible cumplir por anticipado. De este modo Jesús se constituye para nosotros en modelo de paciencia, de esperanza y de fe.

II. El misterio pascual: quicio de la libertad de Cristo

El tratamiento tradicional del tema de la libertad de Cristo no es sistemático, por cuanto se restringe a la libertad de Jesús de Nazaret, siendo que el Cristo libre por excelencia es el resucitado. La libertad de Cristo también se extiende, y sobre todo, a la liberación definitiva que experimenta el Cristo crucificado en sí mismo por el hecho de triunfar sobre el pecado y la muerte, y a la liberación que desde entonces ejerce el resucitado sobre el cosmos hasta doblegar todas las dominaciones y fuerzas del mal. Pero este dato tan importante sobre la libertad de Cristo no es desarrollado por los autores directamente. Los teólogos vinculan el tema de la resurrección de Cristo al de su libertad, pero como un efecto entre otros y no como una gracia mayor que requiere atención aparte y sistemática. En adelante solamente esbozo lo que estaría en juego en un planteamiento de este tipo.

En esta perspectiva, el Misterio Pascual es el quicio de la libertad de Cristo, tanto en el orden de su ser  (óntico) como en el del conocimiento de su ser (ontológico). En el orden del ser de Cristo, el misterio pascual supone la historia del Jesús terreno, el Hijo hecho hombre, en cuanto camino de liberación e historia de su libertad. El misterio pascual es la cúspide de la libertad de Jesús. Pero, además, es su principio por cuanto, a partir de la resurrección Jesús radicaliza su influjo, a modo de gracia, en la obra pendiente de  liberación de la historia universal del sufrimiento, del pecado y de la muerte. La libertad de Cristo no se agota en el itinerario de Jesús de Nazaret hasta la cruz o, dicho de otra forma, en el envío del Hijo en obediencia a su Padre hasta la muerte. Todo esto es condición y antecedente histórico de la libertad escatológica que Cristo obtiene en la resurrección, la que “ya” ahora es para sí y para nosotros liberación, aunque “todavía no” verifique todo su alcance cósmico. En otras palabras, la historia de Jesucristo está incompleta mientras su libertad vencedora de la muerte no sea también nuestra plena libertad, mientras nuestra libertad, alentada por la promesa de la resurrección futura y ungida por el Espíritu del hombre libre, no se atreva a hacer su propia historia en esperanza y con creatividad. La libertad de Cristo se frustra, en cambio, en la falta de originalidad de los cristianos, en el fatalismo histórico o en la evasión de la historia.

Pero el Misterio Pascual es también, y en primer lugar, el quicio del conocimiento de la libertad de Cristo. Nada sabríamos de ella fuera de la confesión que de ella hace la Iglesia, tras experimentarlo en Pascua vivo y liberador.  Sin la experiencia eclesial de la libertad de Cristo la libertad del Jesús terreno sería ininteligible. Carecería de todo sentido. Sería la historia del fracaso de la libertad y, en el mejor de los casos, una epopeya romántica de frutos románticos, hermosos pero precarios. Incluso la misma resurrección de Jesús se convierte en un concepto hueco si ella no fuera experimentada como la causa eficiente y final de nuestra propia libertad. El conocimiento de la libertad de Cristo proviene de la experiencia pascual tanto en el caso de la Iglesia primitiva como en el de la Iglesia contemporánea, y no llega a su integridad y razón de ser más que a través de una mediación recíproca. La misma expresión “libertad de Cristo”  importa un feliz doble sentido: ella remite a la libertad de Jesús resucitado y a la libertad de los cristianos, dos tipos de sujetos distintos, pero una misma libertad que en el caso de Cristo se tiene como propia y alcanzada, y en el nuestro como recibida y por recibir hasta que Cristo sea todo en todos.

En este sentido, la reflexión que procede de la experiencia de liberación actual del resucitado arrojará luz sobre la libertad de Jesucristo, corrigiendo la concepción de esta libertad proveniente de la perspectiva encarnacionista y metafísica, perspectiva que está condenada a repetir la incompatibilidad de la libertad infinita (divina) con la libertad finita (humana), sea en el caso del monofisismo que hace prevalecer el carácter trascendente de la libertad de Cristo en perjuicio de su historicidad, sea en el del nestorianismo que por salvaguardar su carácter histórico postula su separabilidad de Dios. Ambas herejías cristológicas son causas remotas del ateísmo contemporáneo, en la medida que hacen competir en Cristo, y en nosotros, a Dios con nuestra humanidad, en vez de mediar a fondo lo uno y lo otro. Pero la Encarnación, más allá de su conceptualización teórica, es radical e irreversible: no es posible concebir nuestra libertad al margen de la libertad del hombre que se dio en la cruz hasta el extremo; pero tampoco es posible concebir la libertad de Jesucristo sin experimentarlo resucitado, verificando su resurrección en la acción de su Espíritu como liberación actual del mal y de la muerte.

El Misterio Pascual, sin embargo, no sólo es principio de conocimiento de la libertad de Cristo gracias a la experiencia del resucitado. Desde entonces la experiencia del evento escatológico cualifica la historia humana de un modo radicalmente nuevo, pues la fecunda de esperanza. La Iglesia primitiva no solamente creyó que el crucificado había sido exaltado y en la actualidad ejercía su señorío por la acción de su Espíritu, sino que también la comprometía activa y creativamente en la espera de la parusía de su Señor, anticipando con su libertad el advenimiento definitivo de su Reino. ¿Qué es la libertad de Cristo? Una verdad escatológica que aún está por convertir la historia del hombre y del cosmos en la historia querida por el Creador, el Padre de Jesucristo. En consecuencia, la libertad de Cristo está aún por conocerse.

De no considerar que Cristo es no sólo la causa eficiente de la libertad de la Iglesia, sino también su causa final, es posible prever en el cristianismo desviaciones lamentables. A semejanza del Jesús hierático y triunfante a priori de la óptica encarnacionista, la mera presentización de la resurrección de Cristo hace posible imaginar que algunos cristianos pretendan excusarse del pasado y eximirse del futuro, desembocando en la abstracción liberal que en la teoría reduce la libertad a la omnipotencia y en la práctica naturaliza su propia historia, incluidos sus hechos más atroces.  Si la libertad de Cristo no es también la causa final de la libertad humana, si el sentido de la libertad deja de ser el Reino que está por llegar y que llega en la progresiva liberación del mal, la pura mediación presente de su virtud termina en la ilusión liberal que olvida que Cristo ha llegado a ser Señor porque primero ha sido Siervo; que no hay libertad humana auténtica sin que el hombre ungido por el Espíritu haya hecho suya la historia humana, con tiempo y desde su reverso, cargando pacientemente con las consecuencias nefastas del abuso del poder. El Reino escatológico es el lugar de los hijos de Dios, no el lugar de los esclavos; pero el Reino se verifica porque el Hijo se ha hecho esclavo para que los esclavos lleguen a ser hijos.  La cruz de Cristo es inherente a la llegada del Reino de la libertad de los hijos de Dios. Si la consideración de la libertad de Cristo no incorpora a fondo el dato de su suma impotencia, será inevitable que se establezca una vez más un nexo causal entre la omnisciencia y omnipotencia del Hijo encarnado, y la prepotencia de la Iglesia. Si no se admite que la libertad de Cristo también se elabora en la paciencia de Dios, la impaciencia eclesiástica urgirá la resolución de la historia antes de tiempo y de cualquier manera: como fuga del mundo, cuyo revés se expresa siempre en sacralizaciones varias de cosas y hechos mundanos inmaduros; como exigencias morales abstractas que no tienen cuenta del crecimiento de la libertad humana concreta; o como identificación lisa y llana de la Iglesia con el Reino, y en autocomplacencia.

Reconozco en buena parte de esta reflexión la influencia del ensayo de Paul Ricoeur titulado “La libertad según la esperanza”[35]. Ricoeur asume el pensamiento de Moltmann, que piensa la resurrección en una perspectiva escatológica, destacando que ésta es sobre todo un hecho futuro, en oposición a las religiones epifánicas que, como hace ver M. Buber, afirman la presencia de Dios en la naturaleza, acabando en la idolatría. El judaísmo y aún más el cristianismo al concebir la promesa como resurrección, esperan la irrupción de Dios en un futuro que el hombre apura con su acción histórica. Afirma Ricouer: “El ‘ya’ de la resurrección agudiza el ‘todavía no’ de la recapitulación final. Pero este sentido nos llega enmascarado por las cristologías griegas, que convirtieron la encarnación en la manifestación temporal del ser eterno y eternamente presente, disimulando así la significación principal, a saber, que el Dios de la promesa, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se ha aproximado, se ha revelado como Aquel que viene para todos. Así, enmascarada por la religión epifánica, la resurrección ha llegado a ser la garantía de toda la presencia de lo divino en el mundo presente”[36].

Ricouer se interroga: “¿Qué es la libertad según la esperanza?”. Responde: “es el sentido de mi existencia a la luz de la resurrección, es decir, reubicada en el movimiento que hemos llamado el futuro de la resurrección de Cristo. En este sentido, una hermenéutica de la libertad religiosa es una interpretación de la libertad conforme a la interpretación de la resurrección en términos de promesa y esperanza”[37]. Este es el núcleo “kerigmático” de la libertad según la esperanza.

Si el valor de la exposición de Ricoeur estriba en rescatar el “todavía no” de la resurrección y de la libertad, se echa de menos sin embargo la valoración del “ya” de la liberación del pecado y de la muerte, como condición de una praxis histórica que pretenda no pisarse los talones. Al menos para los católicos, la gracia de la libertad proveniente del Misterio Pascual no es un don meramente futuro y extrínseco, sino que irrumpe en la sede del pecado, la voluntad humana, sanándola para que una vez más se haga cargo de la historia.

Esto no obstante, la reflexión de Ricoeur aumenta en riqueza en la medida que desentraña el kerigma fundamental de la libertad según la esperanza, a partir de sus expresiones psicológicas, éticas y políticas.

En la Escritura es posible detectar, en términos psicológicos, una elección en favor o en contra de la vida (Dt 30, 19-20). El Bautista y el mismo Jesús exigen una decisión. Pero una interpretación existencial de esta elección corre “el riesgo de reducir el rico contenido de la escatología a una suerte de instantaneísmo de la decisión presente, a expensas de los aspectos temporales, históricos, comunitarios, cósmicos contenidos en la esperanza de la resurrección”[38]. Ricoeur adopta la fórmula de Kierkegaard de la pasión por lo posible como la mejor expresión de una libertad según la esperanza. Con ésta será posible apartarse de todo helenismo que, como las religiones epifánicas, subraya en Dios que “El Es” en perjuicio de la noción de Dios como “El viene”, propia del judeo-cristianismo. En esta distorsión de la idea de Dios, ve Ricoeur la desviación hacia una ética del eterno presente, típicamente estoica y latente por diversas vías en la filosofía contemporánea, la cual incorpora la contradicción entre, por una parte, un desprendimiento de lo pasajero para refugiarse en lo eterno y, por otra, “un consentimiento sin reservas al orden del todo”[39]. Contra el primado de la necesidad, la esperanza, en cambio, en tanto pasión por lo posible, se expresa en términos psicológicos como imaginación creadora de lo posible.

En términos éticos, la libertad consiste en un escuchar y obedecer: es un “seguir”. La Ley se subordina a la promesa, “la Ley impone (gebietet) lo que la promesa propone (bietet)”[40]; pero después de la resurrección es ésta, y no más la Ley, el signo de la efectividad de la promesa. Entonces la nueva ética, contraria a la ética del deber, puede llamarse ética del “envío”, porque la promesa encierra una misión. “En el envío, la obligación que compromete el presente, procede de la promesa y abre el porvenir”[41]. Este es el equivalente ético de la esperanza, así como su equivalente psicológico lo es la pasión por lo posible. La ética del envío, alejándose de las interpretaciones existenciales, tiene implicancias comunitarias, políticas y aun cósmicas, que la decisión existencial, centrada en la interioridad personal, tiende a ocultar”[42]. Y continúa la cita: “Una libertad abierta a la nueva creación está menos centrada en la subjetividad, en la autenticidad personal, que en la justicia social y política; llama a una reconciliación, que exige ella misma inscribirse en la recapitulación de todas las cosas”[43].

En una ulterior caracterización de la libertad según la esperanza, Ricoeur desarrolla dos aspectos suyos, ambos cristológicos, uno reverso del otro. A saber, las fórmulas paulinas del “a pesar de…” y el “cuanto más…” (Rom 5,12-20). Es inherente a la libertad que pertenece al orden de la resurrección afirmarse como una apuesta contra la muerte. Es decir, la libertad cristiana incorpora en sí misma el hiato entre la muerte de Cristo y su resurrección, cuando ella contradice la realidad actual encaminada a la muerte y procura el futuro “a pesar de…” de la muerte, descifrando los signos de la resurrección. “Pero el desafío a la muerte es a su vez la contrapartida o el revés de un impulso de vida, de una perspectiva de crecimiento, que viene a expresar el cuanto más de San Pablo”[44]. La libertad según la esperanza incluye esta lógica del excedente y del exceso que, por una parte es locura de la cruz y, por otra, sabiduría de la resurrección. “Esta sabiduría se expresa en una economía de la sobreabundancia, que es necesario descifrar en la vida cotidiana, en el trabajo y el ocio, en la política y en la historia universal. Ser libre es sentir y saber que se pertenece a esta economía, estar ‘como en casa’ en esta economía”[45].

En la medida que la libertad así entendida se abre a la espera de la resurrección universal, ella se distancia aún más de la interpretación existencial de la libertad.

III. Mediación histórica de la libertad de Cristo

Una tercera aproximación al tema, la más difícil de todas, es la que intenta verificar la libertad de Cristo en un contexto histórico, cultural y eclesial determinado. Pudiera hablarse aquí de “libertad cristiana” a secas. Esta aproximación pretende mediar la libertad de Jesucristo, Jesús histórico y Cristo de la fe, con lo que la humanidad situada en un contexto preciso entiende por libertad.

Al decir “mediar”, se quiere evitar dos discursos aparentemente cristianos. No se trata de poner la etiqueta de cristiano a cualquier discurso sobre la libertad, simplemente por darse una identificación terminológica de ésta con el bien más preciado del cristianismo. La asunción ingenua que la Teología de la liberación ha hecho del concepto de praxis marxista, en este sentido, ha reducido la libertad cristiana a su pura capacidad de cambio de estructuras, en perjuicio de la originalidad y creatividad personales. Tampoco puede ser cristiana la mera oposición de un discurso teológico sobre la libertad de Cristo al concepto secular de libertad por el hecho de provenir éste de un mundo que se constituye autónomamente. El rechazo indistinto que sectores eclesiásticos hacen de la modernidad paradójicamente se traduce en una evangelización que, por una parte, critica al mundo y se fuga de él y, por otra, lo avala y, sin confesarlo, se aprovecha de él.

Al mediar la libertad de Cristo con las búsquedas de libertad y liberación del mundo contemporáneo se pretende, en cambio, acoger la creatividad de Dios prolongada en toda cultura humana, corrigiendo sus distorsiones y plenificándola a partir de la libertad auténtica revelada en el Misterio Pascual. Lo que se trata en definitiva es de articular cristológicamente la libertad humana en vista a verificarla en la práctica histórica como liberación de todo tipo de abuso del poder y como experiencia de gozo fraternal por la participación común en la filiación de Jesús.

En la mediación de la libertad de Cristo se juega la relevancia de su virtud y la pertinencia de su concepto. Ella depende en última instancia de una experiencia del resucitado como liberador, pero exige también aclarar téoricamente tanto su alcance escatológico como su relatividad concreta a la historia actual que la reclama. En este sentido, la noción de libertad cristiana que se espere alcanzar no podrá ser sino provisoria. Lo que interesa no es el concepto de libertad de Cristo de una vez para siempre sino por una sola vez; la vez que su elucidación sea necesaria en orden a suscitar una historia siempre nueva y mejor.

La mediación alcanzará este objetivo al superar la tentación de aplicar un concepto abstracto de la libertad de Cristo a la vida de los cristianos. Una tal mediación no tendrá lugar mas que por el largo camino recomendado por Ricouer para establecer qué entienden las ciencias modernas por libertad, como presupuesto de una reflexión filosófica con la cual la teología tendría que dialogar[46]. Sin este diálogo la teología corre el riesgo de permanecer en la ininteligibilidad y el esoterismo de su lenguaje y, peor aún, el de respaldar de un modo fundamentalista no el ejercicio, sino el abuso de la libertad. Este “camino largo”, sin embargo, supera por completo las posibilidades de esta ponencia.

En adelante nada más se ofrecen, a mano alzada, algunas consideraciones generales sobre el contexto próximo que hoy por hoy demanda a la teología reformular su concepto de libertad de Cristo. Nos situamos en América Latina. A partir del discurso sobre la liberación que ha tenido lugar en América Latina los últimos treinta años, establecemos algunos supuestos histórico-culturales y teológicos de la mediación buscada.

1.- La pista liberacionista latinoamericana

La Teología de la liberación latinoamericana plantea la cuestión de la libertad en términos de escándalo: ¿cómo es posible que en América latina, continente en que se concentra la mayor parte de los católicos del mundo, la injusticia social sea la causa de la pobreza y opresión de la inmensa mayoría de su población? América Latina obliga a pensar la libertad de Cristo en la perspectiva de un mundo no libre, pero que lucha por su liberación.

Recientemente Juan Noemi y Fernando Castillo en su obra común Teología latinoamericana, recogen la hebra de un debate inconcluso[47]. A continuación seguimos, en la óptica que más nos interesa, el curso de sus reflexiones.

Según Noemi, la Teología de la liberación, bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, ha pretendido ser  “teología de la historia”. Esta es en última instancia la intención de la definición que G. Gutiérrez ha dado de la Teología de la liberación como “reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la fe”. Pero los tres tópicos en torno a los cuales se articula el pensar ni son desarrollados con suficiente rigurosidad ni parecen bastar por sí mismos. La Teología de la liberación ha asumido acríticamente el concepto marxista de praxis; cuesta entender cómo los pobres puedan ser exclusivamente los depositarios y los gestores del futuro; y, por último, no se entiende que la verificación de la trascendencia en la historia sea reductible a los socio-económico y a lo macro-político.

Noemi rescata de esta teología su interés inédito por “asumir lo latinoamericano no como un accidente sino como un antecedente de la teología”[48]. Pero descarta que la aproximación a “los signos de los tiempos”, a la propia vivencia y experiencia cristiana, pueda ser captada solamente mediante el recurso a las ciencias sociales. Antes bien, exige el desarrollo de una filosofía latinoamericana que pueda dar cuenta de las intuiciones más profundas escondidas en la cultura y particularmente en la riquísima literatura latinoamericana.

Tres son los desafíos -según Noemi- que la teología latinonamericana tiene por delante: historicidad, catolicidad y creatividad.

La Teología de la liberación ha asumido el desafío de anunciar el mensaje de Jesús como buena nueva para una situación histórica concreta desgarradora. Pero no es claro que el latinoamericano tenga de hecho experiencia histórica de su vida, es decir, que se sepa sujeto activo de la constitución de su existencia entre un pasado ya dado (e influyente) y un futuro todavía por hacer (y que no se le imponga sin más). Lo corriente es que haya sido espectador pasivo y objeto de la historia (como queda manifiesto en Cien Años de Soledad). Lo que está pendiente para la teología es “testimoniar y dar razón de un Dios que es evangelio precisamente al hacer suya, en concreto y desde dentro, la historia de todos y de todo el hombre”[49]. Un segundo desafío, estrictamente relacionado con el anterior, es el de la catolicidad. Para superar el doble vicio del concepto como “imperativo abstracto de universalidad” y como mera extensión sociológica de la Iglesia, es preciso recordar que la auténtica catolicidad tiene dos fuentes: un único Dios y toda la humanidad a la cual este Dios se ofrece plenamente en Jesucristo, no como destinataria pasiva sino culturalmente activa e histórica. El desafío de una cristianismo enraizado en todas las culturas, pero sin perjuicio de ellas, es hoy más apremiante que nunca. Las exigencias de las últimas Conferencias Episcopales Latinoamericanas (Puebla y Santo Domingo) pretenden mediar evangelio y cultura. Una teología latinoamericana que realmente quiera responder a este desafío deberá evitar todo provincialismo. No podrá, por ejemplo, negar su dependencia cultural occidental y europea, pero tampoco cerrarse a un cambio cultural futuro que interpela a nuestra creatividad e inteligencia.

Tercero, el imperativo de creatividad en que desembocan los anteriores, recupera, asume y actualiza la fe en Dios-Creador. Pero no en el mero sentido objetivo de salvar la continuidad entre el Dios Salvador y el Creador por la concepción de una misma historia de salvación. Sino sobre todo como recuperación positiva del hombre mismo, imagen de Dios, en cuanto sujeto capaz de creación. Pues sucede que, si la fe en Dios Creador no considera al hombre como criatura creadora, prevalece entonces la tentación de contraponer burdamente a Dios y al hombre, a la Iglesia y al mundo, al evangelio y la cultura. Por el contrario, urge concebir a Dios como condición de posibilidad de la subjetividad humana; establecer una relación dialéctica positiva entre la Iglesia y el mundo; y verificar el evangelio en la cultura como “civilización del amor”.

Fernando Castillo prolonga la reflexión de Noemi, buscando un concepto de historia como obra de Dios y de los hombres. Un proyecto así de complejo exige, por una parte, aclarar las tensiones propias de la historia en su mundanidad característica, para luego dar razón de cómo es posible sostener que una tal historia pueda ser en primer lugar historia de Dios, sin que este recurso a Dios perjudique su originalidad humana, sino que sea la condición precisa de su perfectibilidad.

Castillo, estableciendo las tensiones que articulan la historia, descarta que ella sea obra de la fatalidad. Paradójicamente la historia se caracteriza por ser “relativa” (condicionada y transitoria), pero de valor “absoluto” (en ella se verifica lo real y el sentido de las cosas); ella proviene de la “libertad” del sujeto que es capaz de crear sus relaciones sociales, pero también de la “necesidad” con que éstas regulan su propio comportamiento; más precisamente, proviene de la “praxis”, del trabajo por el cual el ser humano se hace a sí mismo y constituye su mundo, así como de las “estructuras” antecedentes cuyas leyes de funcionamiento y transformación los sujetos nada más reproducen.

En tales condiciones, Castillo pone en cuestión la posibilidad de hablar de un contexto latinoamericano único y de un sujeto latinomericano único. La pregunta por un “identidad latinoamericana” es un asunto de difícil resolución. ¿Quién podría ser el sujeto de la liberación? ¿El “pueblo”, “el pueblo oprimido y creyente”, “los pobres”? Castillo declara a la Teología de la liberación en doble crisis: crisis del contexto estructural y crisis del sujeto o de los sujetos de la liberación. La “globalización” en curso dificulta aún más lo que desde un comienzo fue difícil de sostener.

Pero la fe en el Dios que se revela en la historia, sin embargo, abre nuevamente la posibilidad de hablar de una historia latinoamericana. La revelación divina, la Palabra, tiene una estructura histórica, llama a hacer historia en tanto confronta la historia humana con lo definitivo, con Dios, sujeto último de la historia en tanto historia de salvación y libertad. “Para la fe cristiana, lo plenamente definitivo en la historia es Jesucristo. La historia de Jesucristo arroja esa luz que permite discernir lo auténticamente liberador en la historia humana”[50]. Jesucristo “es la clave de la historia de la libertad”[51].

La historia de Jesús hace posible reconocer otra historia humana, la historia del sufrimiento de toda la humanidad (y no sólo de América latina), como reverso de la historia del “progreso” . La historia no es simplemente la sucesión de logros humanos, ni siquiera cuando éstos han sido emancipatorios en el plano individual y social. La misma modernidad que actúa con esta noción de historia ha sido causa de un reguero de víctimas, los vencidos y los marginados. Que los pobres sean sujetos de la praxis histórica es una afirmación teológica –no es moral ni sociológica ni política-, que hunde sus raíces en la Cruz de Cristo, lugar donde fragua la verdadera historia de Dios con los hombres en tanto historia de liberación. La praxis histórica es, en definitiva, un “misterio” que tiene un aspecto activo (acción) y una dimensión “páthica” (pasión). “La praxis de liberación se articula desde la solidaridad con los que sufren”[52].

En fin, según Castillo, Dios interpela la historia humana a través de los “signos de los tiempos”, signos históricos que en última instancia escapan no sólo a la percepción de las ciencias sociales, sino también a las aproximaciones narrativas y filosóficas. Ellos reproducen como seguimiento de Cristo y como comunidades cristianas que buscan la vida a través de sus prácticas de liberación, el signo escatológico por excelencia que es Jesús y su praxis mesiánica en favor el Reino.

2.- Supuestos de una mediación histórica de la libertad de Cristo

La pista latinoamericana arroja luz para establecer algunos supuestos para la mediación histórica del concepto de la libertad de Cristo.

a) Supuesto histórico-cultural

La mediación del concepto de la libertad de Cristo ha de tener en cuenta y formularse en atención a esta doble condición de la humanidad de ser a la vez histórica y cultural, y no mera “naturaleza” (fusis) hipostaseable en la “persona” divina del Verbo. La libertad de Cristo no puede oponerse indistintamente al hecho de que el hombre se hace a sí mismo con el tiempo y a partir de su propia tradición, antes bien debiera auspiciar este despliegue, corrigiendo su tendencia a encierros que se expresan en manipulación cultural y abuso de poder.

1. Historia de la cultura

La cultura tiene una historia. La humanidad en su conjunto y cada ser humano en particular tiene una génesis biológica, psicológica y social, una pre-historia que se convierte en historia propiamente tal sólo cuando surge un espíritu que se apropia de estos condicionamientos y determinismos y actúa con ellos y más allá de ellos. La cultura es la historia de la libertad; la historia de sujetos y colectividades que, evolucionando en conciencia y voluntad, superan en el tiempo lo meramente dado e incluso sus propias elaboraciones, en vista de un destino mejor.

Algunos podrán negar la libertad, reduciendo al ser humano a su química o a estructuras de funcionamiento psíquicas y sociales antecedentes. Sin embargo, la cultura no avanza sino bajo la hipótesis de la libertad. No es posible a la cultura humana dar paso adelante alguno si a ésta no le es posible discernir el bien que la orienta (escogiéndolo) y el mal que la degrada (repudiándolo). Pero la bondad o maldad cultural no se establece a priori sino a posteriori, siendo siempre relativa a la circunstancia precisa de una libertad que se abre un futuro entre tantos elementos que la constriñen y radican en un pasado material y moral influyente o esclavizante.

La cultura tiene una historia sinuosa. No todo ser humano llega a ser libre ni cultura alguna está exenta de involucionar a niveles variados de barbarie. De suyo la tradición cultural es para las generaciones sucesivas, al mismo tiempo, condición de crecimiento y causa de opresión.

La “globalización” en curso en nuestra época constituye un desafío mayor al pensamiento de la libertad cristiana, toda vez que la interacción cultural obliga a relativizar lo que las diversas culturas han creído ser el mejor modo de estar en el mundo. El imperativo es imaginar un nuevo orden, bueno y justo para todos.

2. Cultivo de la historia

Si ya para los griegos “el hombre es la medida de todas las cosas”, desde la modernidad se nos ha hecho aún más claro que el mundo que el ser humano tiene por delante es un mundo histórico, es decir, un mundo suyo, hechura de su libertad. Aun cuando pueda discutirse hasta qué punto la “naturaleza” sea reductible a la modificación humana, hoy por hoy tenemos la firme impresión que la ciencia y la técnica pueden alterar significativamente la naturaleza. El mundo humano es producto del trabajo del hombre. No sólo su propia naturaleza es histórica, sino que su vocación es historizar la naturaleza del mundo que lo alberga.

Pero, ¿cómo es la praxis que de veras hace historia?  La misma modernidad ha caído en la cuenta que la libertad no es un dato obvio. Las ciencias modernas han puesto al descubierto los mecanismos psico-sociales que soterradamente orientan, cuando no suplantan, cualquiera decisión humana libre.

Fernando Castillo afirma: “La praxis histórica está enmarcada y condicionada por sus propios resultados acumulados. La libertad del sujeto, que es consustancial al concepto de praxis histórica, queda bajo un signo de interrogación”[53]. Marx simplemente niega la libertad a la historia humana. Levi-Strauss piensa el conjunto de condiciones que regulan la conducta humana en términos de “estructura”, es decir, “sistema”: conjunto de elementos en el cual la modificación de uno de ellos altera a todos los demás. Se supone que las estructuras tienen “leyes” propias de funcionamiento e incluso de autotransformación. En esta óptica la praxis es vista como el resultado de una estructura. El estructuralismo craso niega todo espacio a la libertad del sujeto respecto de su propia praxis y de su historia. Castillo rechaza un paso en falso que da el estructuralismo cuando, al relacionar la “historia” con su “logos”, no sólo le otorga primado al “logos” en el plano del conocimiento (epistemológico) sino también en el del ser (ontológico).

Desde un punto de vista psicológico la praxis se revela todavía más compleja. El psicoanálisis freudiano como ciencia y terapéutica del sujeto y sus deseos parece asentarse sobre la convicción de un determinismo psíquico que invalidaría todo discurso sobre la libertad humana. Según Juan Pablo Jiménez en la extensa reflexión de Freud hay muchos elementos para afirmar que “los fenómenos psíquicos no son ni arbitrarios ni caprichosos y que, de este modo, estos fenómenos están regidos por leyes mentales y por condiciones antecedentes tan estrictos que, los seres humanos, al igual que las cosas, son sujetos pasivos a merced de las fuerzas que operan en y sobre ellos”[54].

Sin embargo, el mismo Freud concibe el psicoanálisis como terapéutica de liberación cuya meta es aumentar la autonomía y el desarrollo de la iniciativa del paciente, de modo que “la capacidad de deliberar, el autocontrol y el poder de elección de la voluntad pasan a ser indicios de un yo maduro y sano”[55]. ¿Cómo se explica esta paradoja?

Sucede que, para Freud, el determinismo psíquico no consiste en otra cosa que sostener que todo fenómeno mental o conducta humana tiene una causa, que estos fenómenos no son azarosos ni arbitrarios. La novedad del psicoanálisis estriba en postular la existencia de razones inconscientes que, llevadas a la conciencia, permiten a su sujeto una actuación más libre. Dice Jiménez: “El yo, en sus aspectos conscientes e inconscientes, tiene a su disposición variadas razones para optar entre una u otra conducta. Lo que sí es claro es que esta opción se verá más restringida -y consecuentemente será menos libre- mientras más inconscientes sean los motivos en cuestión, mientras más fuerte sea la represión que los aleja de la conciencia. Esta situación se da, precisamente, en las neurosis y en las demás condiciones psicopatológicas”[56].

En fin, podemos concluir que la libertad de la praxis es una realidad psico-social sumamente concreta y compleja.

b) Supuesto teológico

De nada servirá, sin embargo, atender al contexto histórico y cultural si consideramos al mundo como una realidad extrínseca a Cristo y paralela a la acción liberadora de su Espíritu. Toda libertad depende en última instancia del Cristo paulino que ha muerto “por mí” y por cada persona querida singularmente por Dios. En sentido estricto, antes de Cristo no hay ni persona humana ni libertad auténtica. Ni el mundo ni la Iglesia se constituyen libremente más que a partir del Espíritu de Cristo resucitado que toca a cada ser humano en lo más hondo de su interioridad, sacándolo de la esclavitud de la generalidad al señorío de la originalidad. Ni la ciencia ni la teología podrán dar jamás cuenta del  amor irrepetible e impredecible de Cristo que hace de un ser humano común una persona humana irremplazable. Ellas podrán dar razón de las manifestaciones de la libertad, pero nunca preverla o predestinarla.

1. Espiritualidad e imaginación

Si el quicio de la libertad de Cristo es el Misterio Pascual, la experiencia que un ser humano pueda hacer de esta libertad es la condición sine qua non de la historia en cuanto tal. Muchas son las experiencias de mundo en sus diversas concepciones del espacio y del tiempo; muchas son la experiencias de Dios mediadas en ellas; pero seguramente pocas puedan llamarse cristianas. La experiencia de la libertad de Cristo sitúa a los cristianos en la historia de un modo singular o, mejor dicho, de un modo radicalmente histórico.

La mediación del concepto de libertad de Cristo exige atender en primer lugar a la experiencia espiritual de los cristianos, a la obra en ellos de su Espíritu. Esta es punto de partida y punto de llegada de la libertad de Cristo. En tanto punto de partida, la experiencia espiritual de la libertad es condición de su conocimiento. Como dice Jon Sobrino, “conocer a Cristo es, en último término, seguir a Cristo”[57]. Este conocimiento, a su vez, se ordena a imaginar una historia diferente y a suscitarla de un modo responsable. En este sentido y en la perspectiva latinoamericana, Jon Sobrino exige a la cristología traducirse en una cristopraxis de liberación[58].

La categoría de Reino de Dios con toda su fuerza parabólica conserva su doble alusión a la historia como don de Dios y como tarea de la libertad humana. Tal vez la imaginación pueda soñar con otras categorías mejores para expresar la realización histórica que sueñan los cristianos. Sea cual sea, ella no debiera ser sólo liberación de la historia sino también creación de la historia. Liberación histórica y creación histórica son el anverso y el reverso de la libertad de Cristo. La Teología de la liberación ha criticado abundantemente la frustración de la historia humana a causa de la opresión y la injusticia, pero ha sido pobre en establecer el vínculo entre libertad y creatividad. Este desequilibrio la ha llevado o a recaer en el fatalismo que ella misma ha procurado erradicar o a respaldar proyectos de futuro muy poco originales e inviables. A las crisis de sujeto y de contexto mencionadas por Fernando Castillo, hay que sumar una crisis de imaginación.

Pero, aunque la experiencia espiritual de la libertad y la imaginación de un mundo libre son la raíz más importante de la mediación histórica de la libertad de Cristo, ésta sin embargo no se verificará como un bien universal más que por el “camino largo” reclamado por Ricoeur, integrando el saber que las ciencias humanas como la sociología y la psicología tienen que decir acerca de la libertad humana. En la medida que el Cristo cósmico conduce a toda la creación a su liberación definitiva, la razón humana también favorece el acceso a la libertad de Cristo por vías no religiosas.

2. “Necesidad” y “relatividad” de la Iglesia

La Iglesia ha sido querida por Dios como sacramento de la libertad de Cristo en el mundo y, en tanto querida, “necesaria”. Su presencia no es prescindible: ella hace presente al mundo el camino de la liberación y la libertad de Cristo, mediante el anuncio y la práctica de su Misterio Pascual, con su vida y con sus sacramentos. Es así que el mundo necesita de la Iglesia como necesita de lo que Dios ha establecido como necesario para su realización definitiva.

Sin embargo, esta “necesidad” de la Iglesia se cumple en una doble “relatividad”: la Iglesia es necesaria en tanto ella es “relativa” a la historia y cultura de la cual forma parte y “relativa” a Jesús y al Reino que la constituyen escatológicamente. En la medida que la Iglesia ignora esta “relatividad” fundamental, su presencia en el mundo es superflua pero no inocua.

Desgraciadamente en la práctica, la Iglesia ha sido factor de opresión. Razones para esto son a la vez prácticas y teóricas. La psicología contemporánea nos hace sospechar que las justificaciones teóricas responden a intereses de omnipotencia práctica. Ejemplos no faltan de casos en que la Iglesia ha negado la libertad humana dentro y fuera de ella. No es arbitrario imaginar que tales hechos tengan que ver con una insuficiente mediación del concepto de la libertad de Cristo.

No son necesarias muchas averiguaciones para constatar que la fe del pueblo cristiano tiene acentuados rasgos monoenergetas y monoteletas. ¿No es acaso una curiosa paradoja la imagen de un Cristo omnisapiente y omnipotente, por una parte, y, por otra, la de un Jesús inerme, pusilánime, que va obligado a una muerte que sella la fatalidad de su existencia? Posiblemente esta paradoja no sea sólo curiosa, sino también funcional a un modo de “hacer historia” no cristiano. El pueblo creyente en una amplia mayoría se identifica con el crucificado no para imitarlo en una discernida obediencia en el Espíritu a la voluntad de su Padre, sino con la esperanza de que Dios lo favorezca con su poder de hacer milagros. No extraña, en consecuencia, que una lucha por la liberación de la pobreza y la injusticia sea vista como pecado contra la resignación cristiana y no como inspiración de un Cristo auténticamente liberador.

La Iglesia es relativa al mundo para bien y para mal. La Iglesia promueve en el mundo la libertad de Cristo si reconoce que la mundanidad le es inherente. Ella sólo es factor de libertad en tanto arraiga en un contexto histórico y cultural determinado. Encarnada en el mundo, la Iglesia conoce la libertad de Cristo como un proceso de liberación de lo que el mundo tiene en ella de pecado. Cristo libera en la Iglesia el pecado del mundo, pero no la libera del mundo simplemente. La mundanidad en su autoconstitución correspondiente, ha de ser asumida y rectificada por la Iglesia en el camino de la libertad, pero jamás suprimida. La historia próxima del occidente cristiano permite suponer que la Iglesia no hará de este mundo un mundo más libre si no hace suyos los requerimientos y posibilidades de la modernidad. Pero tampoco si ella no representa el modo de estar en la historia de los excluidos de todos los tiempos, los pobres y las víctimas del abuso de la libertad en general.

La Iglesia cumple lo anterior siendo “relativa” al Reino de Dios. La Iglesia actualiza el Reino y, sin embargo, no lo agota en el tiempo histórico ni en la creatividad cultural que él exige de toda la humanidad. El Reino hace que la santidad de la Iglesia consista en su conversión a la libertad creadora de Cristo. La verificación del Reino en la Iglesia la levanta en el mundo como constructora de la “civilización del amor” que surge, a su vez, como negación precisa de toda forma de opresión. Sólo en la medida que la Iglesia conserva una distancia dialéctica y escatológica con el Reino, distancia debida en parte a su mundanidad original y en parte al amor de un Cristo que libera incluso más allá de sus fronteras, la Iglesia evita la tentación de la autoconstitución triunfalista, sectaria y pelagiana. Sólo así la Iglesia es católica y sacramento de libertad.


* Este artículo fue publicado en “La libertad de Cristo”, Teología y vida, Vol. XL (1999) 110-134

[1] Sergio Zañartu Historia del dogma de la Encarnación desde el siglo V al VII, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 1994, 82.

[2] O.c.,  82-83.

[3] Esta distinción equivale a comprender a Cristo en las categorías tomistas de esencia y existencia, por cuanto la encarnación del Hijo habría significado asumir nuestra esencia humana en su integridad, otorgándole en su caso una existencia que no tendría de suyo.

[4] Ep 19, PG 91,593A.

[5] J. Dupuis, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Pamplona 1994.

[6] O.c.,  182.

[7] O.c.,  183.

[8] O.c.,  186.

[9] O.c.,  205.

[10] O.c.,  214.

[11] O.c.,  215.

[12] O.c.,  228.

[13] C. Duquoc, Jesús, hombre libre, Sígueme, Salamanca 1976.

[14] O.c.,  30.

[15] O.c.,  33.

[16] O.c.,  33.

[17] O.c.,  67.

[18] O.c.,  80.

[19] O.c.,  89.

[20] O.c.,  91.

[21] O.c.,  98.

[22] O.c.,  102.

[23] O.c.,  102.

[24] O.c.,  118.

[25] H. U. von Balthasar “La misión como criterio del conocimiento y de la libertad de Jesús”, Teodramática 3., Ediciones Encuentro, Madrid 1993,  180-189.

[26] O.c.,  183.

[27] O.c.,  184.

[28] O.c.,  186.

[29] O.c.,  186.

[30] O.c.,  186.

[31] O.c.,  187.

[32] O.c.,  187.

[33] O.c.,  188.

[34] O.c.,  188.

[35] Paul Ricoeur Política, sociedad e historicidad, Editorial Docencia, Buenos Aires 1986,  193-214.

[36] O.c.,  196.

[37] O.c.,  196-197.

[38] O.c.,  197.

[39] O.c.,  198.

[40] O.c.,  198.

[41] O.c.,  198.

[42] O.c.,  199.

[43] O.c.,  199.

[44] O.c.,  200.

[45] O.c.,  200.

[46] Paul Ricoeur, “Existence et herméneutique”, en Le conflit des interprétations, Éditions du Seuil, Paris 1969, 10;  “Une interprétation philosophique de Freud”, o.c,  169.

[47] Juan Noemi y Fernando Castillo Teología Latinoamericana, Centro Ecuménico Diego de Medellín, Santiago de Chile 1998.

[48] O.c.,  46.

[49] O.c.,  52.

[50] O.c.,  113.

[51] O.c.,  113.

[52] O.c.,  116.

[53] Juan Noemi y Fernando Castillo Teología Latinoamericana, o.c.,  106.

[54] Cf. en el mismo número de Teología y Vida,  11.

[55] O.c.,  6.

[56] O.c.,  8.

[57] Jon Sobrino, Jesucristo Libertador, Trotta, Madrid 1991,  57.

[58] Jon Sobrino “Cristología sistemática. Jesucristo, el   mediador absoluto del Reino de Dios”, en I. Ellacuría y J. Sobrino Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid 1990, 575-599.

Evangelización de la cristología popular

La Iglesia latinoamericana, desafiada por la situación de injusticia y pobreza de las grandes mayorías y estimulada por el Concilio Vaticano II, desde hace unos treinta años ha dado inicio a una nueva y profunda evangelización sin precedentes en la historia del continente. En esta empresa, tanto el Magisterio episcopal latinoamericano como la reciente Teología de la liberación han contribuido, influenciándose recíprocamente, a subsanar las deficiencias de la cristología popular. También ha incidido en este logro, el respaldo pastoral y teológico de los últimos Pontífices. Los ensayos pastorales, las intuiciones teológicas, las nuevas catequesis, las politizaciones, las exageraciones y los errores cometidos, todo el inmenso movimiento eclesial posibilitado por la participación popular en la Iglesia, ha desembocado, sumando y restando, en un mejor conocimiento de Jesucristo y en una Iglesia extraordinariamente viva, además de introducir en la cultura de los países respectivos el valor trascendente de la “opción por los pobres”, opción cuyo carácter evangélico ha sido reconocido y acogido en ultramar e incluso por culturas muy distintas.

A continuación doy cuenta sumaria de la contribución del Magisterio y de la Teología de la liberación a la evangelización de la imagen de Cristo, y termino con mis propias conclusiones acerca de algunos criterios cristológicos-pastorales que pueden orientarla.

1. El Magisterio Episcopal Latinoamericano del Post-Concilio

Medellín sostiene que Jesucristo es el Hijo encarnado para liberar a los hombres de todas sus esclavitudes provienentes del pecado: “la ignorancia, el hambre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano» (Justicia, 3). Este Cristo se ha identificado profundamente con los pobres (Pobreza de la Iglesia, 7). En consecuencia, Medellín invita a  reconocer a Jesucristo en los pobres explotados y rechazados (Paz, 14). Y señala su presencia en la historia, otorgando los criterios de su reconocimiento: «Cristo, activamente presente en nuestra historia, anticipa su gesto escatológico no sólo en el anhelo impaciente del hombre por su total redención, sino también en aquellas conquistas que, como signos pronosticadores, va logrando el hombre a través de una actividad realizada en el amor» (Introducción, 5).

Puebla profundiza el anuncio de Jesucristo, a la vez que corrige sus eventuales reducciones. Acogiendo la advertencia de Juan Pablo II , afirma: «No podemos desfigurar, parcializar o ideologizar la persona de Jesucristo, ya sea convirtiéndolo en un político, un líder, un revolucionario o un simple profeta, ya sea reduciendo al campo de lo meramente privado a quien es el Señor de la Historia» (178). Es decir, se rechaza toda ideologización de la imagen de Jesucristo, sea la ideologización socializante sea la ideologización intimizante. Por el contrario, Puebla nos habla de todos los aspectos de la vida de Cristo, pues espera que una liberación integral se siga de una evangelización completa y no parcial (173). Esto no obstante, Puebla destaca que los pobres son los destinatarios privilegiados de la misión de Jesús, por ser pobres no por ser buenos («cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren», 1142) y que esta misión de Jesús se verifica donde los pobres son evangelizados  (1142). Es Puebla que clama por una opción por los pobres. De paso y corrigiendo penosos paternalismos, Puebla promueve un criterio pastoral de máxima importancia cuando habla del “potencial evangelizador” que tienen los pobres para la misma Iglesia (1147).

En Santo Domingo, Juan Pablo II dio a la Conferencia y a los Documentos una fuerte tonalidad cristológica, queriendo insistir en que Jesucristo es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8), que El es la «verdad eterna», la medida de toda cultura y de toda obra humana, que El constituye una «inescrutable riqueza» de salvación.. Se insistirá en el peligro de las reducciones cristológicas. Pero la novedad y contribución cristológica mayor de Santo Domingo es la perspectiva cultural a la que se abre, desde una teología de la encarnación que afirma la presencia oculta de Jesucristo en la culturas, aún antes de cualquiera evangelización y que, en consecuencia, toda evangelización auténtica debe considerar positivamente. Dice así: «Jesucristo se inserta en el corazón de la humanidad e invita a todas las culturas a dejarse llevar por su espíritu hacia la plenitud, elevando en ellas lo que es bueno y purificando lo que se encuentra marcado por el pecado. Toda evangelización ha de ser, por tanto, inculturación del Evangelio»(13).

2. Nueva “imagen de Cristo” en América Latina

La Teología de la liberación, en comunión pero también a veces en discordia con el Magisterio latinoamericano y Pontificio, ha promovido una evangelización centrada en Jesucristo en orden a verificar en la historia del continente su salvación trascendente como liberación de todos los males que agobian a los pobres, especialmente la opresión social. Este intento ha exigido un discernimiento acerca de los “Cristos” latinoamericanos, para el cual se da como criterio interpretativo clave la reversibilidad entre Jesucristo y la liberación. Según Pedro Trigo: “Si hay verdadera liberación está Cristo. Si hay fidelidad al camino histórico de Jesús hay una verdadera liberación”[1]. Los teólogos de la liberación asumen el hecho de la conflictividad de la realidad y postulan una reconciliación escatológica que sólo es posible esperar por medio de una identificación con el Jesús histórico y con su causa, el Reino de Dios, el cual ha llegado a ser Señor de la historia luego de haber padecido en carne propia la pobreza y la injusticia, después de haber pasado por la muerte violenta y de haber sido justificado en su inocencia por su Padre en la resurrección.

En estos últimos años Jon Sobrino proclama que el hecho cristológico mayor ocurrido en América latina es el surgimiento de una nueva imagen de Jesucristo, la del “Cristo liberador”. En breve, esta imagen consiste en lo siguiente: «El tradicional Cristo sufriente ha sido visto no ya sólo como símbolo de sufrimiento con el cual poder identificarse, sino también y específicamente como símbolo de protesta contra su sufrimiento, y, sobre todo, como símbolo de liberación»[2]. Lo fundamental de esta imagen consiste en rescatar al Cristo «liberador» del Evangelio, al Jesús de Nazaret, el Jesús histórico, enviado «a predicar la buena nueva a los pobres y a liberar a los cautivos» (Lc 4,18). Pero tal vez lo más novedoso de este acontecimiento es que esta cristología exige y es indisociable de una “nueva forma de vivir la fe”: «Fe en Cristo significa, ante todo, seguimiento de Jesús«[3]. Ella ha inspirado a gente que ha llegado incluso al martirio por Cristo. Pues, habiendo sido la historia de Jesús conflictiva, habiéndose puesto él en favor de los oprimidos y en contra de los opresores, «el seguimiento de Cristo es, por esencia, conflictivo porque significa reproducir una práctica en favor de unos y en contra de otros…»[4]. Lo novedoso de esta cristología estriba, en definitiva, en que el conocimiento de Cristo no sólo impulsa a una práctica de liberación, sino que también proviene de ella. Sobrino admite que la nueva imagen de Cristo no es mayoritaria. Pero no por eso es menos importante, tanto por la relevancia histórica como por su semejanza con Jesús de Nazaret.

En América latina el nuevo anuncio de Jesucristo se ha hecho de diversas maneras, dependiendo evidentemente del contexto social y cultural preciso de que se trate. En algunas partes la nueva imagen de Cristo se ha expresado de un modo radical y dialéctico, queriendo alterar decididamente las condiciones socio-políticas de opresión. En estos casos, la ilustración acerca del Dios verdadero por medio del conocimiento de la revelación evangélica, se ha realizado con iconoclastia. Pero en otras partes la nueva imagen de Cristo ha penetrado lentamente en la fe del pueblo, sin exigencias extremas de ruptura con la fe anterior y de radicalidad en el compromiso con la nueva devoción. Juan Carlos Scannone establece la posibilidad de un vínculo fundamental entre la nueva y la vieja cristología, que no descarta las rupturas pero que subraya sobre todo la continuidad. Scannone destaca la enorme relevancia que tiene en la fe popular la imagen de Cristo Salvador e injerta en ella la nueva devoción al Cristo liberador, en orden a alcanzar una liberación de veras integral. Afirma: “Toda otra perspectiva cristológica de manual, predominantemente teórica o abstracta, toda otra que tienda a separar idealística o materialísticamente el Jesús de la historia del Cristo de la fe, o que se centre casi exclusivamente en una perspectiva política o bien prescinda espiritualísticamente de ella, no respondería a la fecunda síntesis vital encarnacionista y salvacionista que vive en el pueblo latinoamericano en su piedad. La figura nueva de Cristo Liberador cobra así su sentido pleno dentro de la mencionada perspectiva del Cristo Salvador, a la vez que rescata -a nivel de la reflexión teológica- el hecho de que es una salvación integral la que el pueblo fiel espera de Cristo y le pide a Cristo, a la par que por ella lucha y trabaja: a Dios rogando y con el mazo dando[5].

La Teología de la liberación ha profundizado en la historia de Jesús de Nazaret, lo que ha redundado en una nueva comprensión de la cruz de Cristo y de su resurreción.  En un principio, dada la gran ambigüedad que importaba la devoción popular a la Pasión de Cristo, hubo intentos por corregir este exceso con una predicación de la Resurrección alternativa a la predicación tradicional de la Cruz[6]. Pero a poco andar los teólogos de la liberación han puesto de relieve que el resucitado es el crucificado y viceversa, aun cuando es difícil encontrar entre ellos un discurso teológico que equilibre adecuadamente ambos aspectos entre sí y con el ministerio público de Jesús. El redescubrimiento de la resurrección de Cristo tiene una importancia capital para la Teología de la liberación, en cuanto ella constituye la razón de la esperanza para el pueblo sufriente y su lucha de liberación. La resurrección representa la victoria de la justicia sobre la injusticia. Ella, sin embargo, cobra toda su credibilidad en la medida que depende estrechamente del misterio de la cruz. Misterio, porque la cruz, aun cuando los teólogos de la liberación elucidan sus causas históricas, también sostienen que ella es un escándalo que en última instancia apunta a Dios mismo y, por otra parte,  que la cruz es el lugar más propio de la revelación de un Dios que no quiere el sufrimiento humano ni  la resignación ante el mal, sino que penetra la historia para liberarnos de él, revelándose a sí mismo con humildad y amor, consuelo y liberación. La Teología de la liberación, en definitiva, intenta ofrecer una nueva comprensión a la fe tradicional en el Cristo crucificado, una interpretación más lúcida respecto de las causas históricas del sufrimiento de los pobres y más cercana al Jesús de los Evangelios.

3. Criterios cristológicos para un nuevo anuncio de Jesucristo

Inspirados en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, podemos deducir un criterio cristológico-pastoral que podríamos llamar simplemente “acogida”. Un párroco de una conocida parroquia de Santiago decía que el 50% de la pastoral consiste en la acogida. Esto es, acoger a la gente con su religiosidad sea cual sea. La manera que el pueblo fiel tiene de expresar su relación con Dios es para él lo más valioso de su vida. Tenida cuenta que la religiosidad popular se desarrolla en gran medida por la nula participación que se le ha otorgado en la Iglesia, si se quiere re-evangelizar la imagen popular de Cristo será necesario no despreciar sino acoger esta devoción a pesar de sus deformidades. El punto de partida de la Encarnación es el punto de llegada de la humanidad. Dice la Escritura, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo”(Gál 4,4). Del mismo modo, la pastoral popular tiene que poner los medios que hagan sentir al pueblo fiel que la Iglesia hace suya su religiosidad, que su fe en Cristo no es ningún delito. Si Dios hace camino con la humanidad a lo largo de la historia, también la pastoral debiera acompañar a la gente sin forzar el paso, sin pedirle desde un comienzo lo que la gracia sólo produce  con el tiempo y con misericordia. La iconoclastia fracasó: las iglesias se han repoblado de sus santos. Santo Domingo, particularmente, invita a la Iglesia latinoamericana a discernir la presencia actuante de Cristo en las más diversas culturas en orden a inculturar el Evangelio en vez de aplastarlas con él.

Esto no obstante, la imagen de Cristo debe ser permanentemente anunciada. Como hemos mencionado hace poco, los límites de la devoción popular a Jesucristo son varios y se prestan a las más graves manipulaciones. ¡Cómo es posible que un continente que se confiesa cristiano sea tan tremendamente injusto! El anuncio del Misterio Pascual de Jesucristo debiera ser el principio que permita juzgar la cristología popular y, al mismo tiempo, exigir a ésta dar un paso adelante en el conocimiento del Cristo total.

El Misterio Pascual juzga no sólo la imagen deficiente de Cristo, sino también las tendencias subjetivas a utilizarlo en provecho propio o en perjuicio de los demás. La cristología intimizante (que sólo encuentra a Cristo en “el alma”), la cristología socializante (que sólo ve su presencia en el cambio de estructuras sociales), la cristología que nada más inspira resignación y sometimiento, las cristologías entusiásticas, todas ellas y otras cristologías parciales suelen ser también expresión del pecado de los que las profesan. Como bien piensa Segundo Galilea, tampoco basta la evangelización porque el pueblo entiende a Cristo a su manera. Dado que uno de los signos de los tiempos del advenimiento del  Tercer Milenio es el fortalecimiento de la religiosidad individual con menoscabo de las instituciones religiosas, es pensable que en el futuro la proliferación de imágenes recortadas y alienantes de Cristo llegue a ser muchísimo mayor que lo que hemos conocido. La exigencia de acogida será inmensa, pero todavía mayor será la de discernimiento. El juicio sin acogida no es divino, pero la acogida sin juicio no es cristiana. La pastoral popular del futuro debiera reconducir la cristología popular a la Cruz del resucitado y a la Resurrección del crucificado. El camino de Cristo exige seguirlo por todos los misterios de su vida sin quedarse parados en ninguno particular.

Es así que, tanto los últimos Papas como los teólogos de la liberación, pasando por nuestros propios pastores urgen una proclamación integral de Cristo, pues las reducciones de su figura no sólo reducen la experiencia de la integridad de su salvación, sino que son causa remota de abusos y de falsas virtudes. Para que el anuncio de Cristo sea completo, sin embargo, tampoco es suficiente que se centre en el Misterio Pascual. Es necesario, además, proclamar la Vida Pública de Jesús de Nazaret: su proyecto histórico del Reino de Dios y su intimidad con Dios Padre. Sólo en la perspectiva de la historia de Jesús y gracias a la fe en la Resurrección, es posible comprender que su muerte no es un acto macabro de Dios y que Dios no se complace con el sufrimiento humano. Tal vez la religiosidad popular intuya esta verdad, pero la acentuación unilateral de la fe en el crucificado conduce fácilmente a centrar la vida espiritual en la expiación del pecado y el temor al castigo divino, con perjuicio evidente de la vida que Dios quiere para sus hijos.

La predicación integral de Jesucristo, por último, debiera abrirse a descubrir su presencia en todo el mundo. El advenimiento del Tercer Milenio exige a la Iglesia abrirse no sólo a la diversidad cultural in crescendo, sino al entero universo de los seres. La conciencia ecológica contemporánea exigirá a la Iglesia desempolvar el anuncio del Cristo Cósmico,  para lo cual la religiosidad popular con su extraordinaria sensibilidad y fantasía podrá ofrecer nuevos símbolos y sangre nueva.

Sólo cuando la predicación de Jesucristo es íntegra, Él es la Palabra (Lógos) y la Imagen (Éikon) del Padre. Frente a los cambios culturales en curso, nos parece de suma pertinencia la recomendación pastoral del Obispo Ysern de combinar estos dos aspectos de Cristo, tal como los cánticos chilotes interpretan hasta hoy los símbolos y ritos de las fiestas religiosas.

Publicado en Revista de Ciencias Religiosas, Universidad Blas Cañas, Santiago, 1998.


[1] Pedro Trigo, Los Cristos de América Latina. Curso latinoamericano de cristianismo, Ed. Centro Gumilla, nº 10, Venezuela (s/d),  p. 3.

[2] Jon Sobrino, “Una nueva imagen y una nueva fe en Cristo”, en Jesucristo liberador,  Ed. Trotta, Madrid, 1991, p. 26.

[3] Idem., p. 27.

[4] Idem., p. 27.

[5] J.C. Scannone, Evangelización, cultura y teología, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1990,  pp. 237-238. Cf. R. Muñoz, Ronaldo Muñoz Dios de los cristianos, Ediciones Paulinas, Santiago, 1986, pp. 58-59.

[6] Cf.,  Segundo Galilea “La predicación de la cruz a los oprimidos”, Christus (México) 1975, nº 477,  pp. 36-39.

De la Sagrada Familia a la familia humana

Es asombroso que Dios haya entrado en la vida humana mediante una familia como las nuestras. Llama la atención la normalidad de Dios. ¿De qué normalidad se trata? La familia escogida fue tan pobre, tan común, como la inmensa mayoría de las familias del planeta. Pero, en realidad, la normalidad de la familia de María, José y Jesús consistió en ser tan anormal como muchas de nuestras propias familias e incluso más. Lo más sorprendente es que Dios, en vez de intentarlo todo de nuevo y de la nada, haya contado con la desintegración de la sagrada familia, con los restos de Israel, para levantar la Iglesia, la comunidad que inaugura la familiaridad de toda la humanidad.

Es difícil decir qué sea una familia “ideal”, aunque una buena idea de familia ayuda a buscarla, a encontrarla y, por cierto, a disfrutar de tantos bienes que ella facilita. Pero la familia ha cambiado mucho a lo largo de la historia. A veces pudo ser la tribu. Otras, un familión que incluía a primos, tíos y abuelos. Ahora último parece legítimo excluir a los ancianos. Los cambios que se avizoran para el futuro próximo son preocupantes. En lo inmediato, vistas las cosas de cerca advertimos que en las familias hay problemas: discordia entre los esposos, violencia con los hijos, un adolescente drogadicto, una soltera embarazada, el marido cesante, la madre estresada, más de un abuso sexual, etc. Los roles cambian. Una mujer suele hacer de pater familias de un grupo humano considerable. Tantos que viven en soledad, en cambio, consideran familiares a sus animales… ¿Cuánto dura una familia? ¿Cómo hay que considerar a los separados vueltos a casar o los que nunca se han casado y viven juntos? Aunque se diga que tales irregularidades no constituyen “familia”, a ellos la sagrada familia abre otra oportunidad.

La sagrada familia tuvo un comienzo crítico y un final dramático. Hagamos memoria. Dios mismo hizo las cosas difíciles al pedir a María ser madre virgen de Jesús. El castigo para una novia que quedara esperando de otro hombre era morir apedreada. María se arriesgó. Antes de tomarla como esposa, José pudo denunciarla, estaba en su derecho, quién sabe si quiso hacerlo. El parto fue a lo pobre. Los primeros años transcurrieron en el exilio. Dice la tradición que José murió poco después. La familia quedó trunca. Posiblemente la Virgen y el niño partieron a vivir de allegados con otros parientes, arrinconados, pidiendo permiso y perdón por cada respiro. Por último, el mismo Jesús, la luz de los ojos de María y la esperanza de liberación de su pueblo, murió condenado a muerte con la peor de las penas. A los pies de la cruz, la Virgen contempló el fracaso final de su familia. María supo en carne propia lo que significa perderlo todo, marido e hijo.

La sagrada familia compartió la suerte de nuestras familias, incluso la suerte de las familias más golpeadas. Pero en algo fue muy distinta. En ella Dios predominó de principio a fin. Por la fe de María predominó en María. Por la justicia de José prevaleció en José. Por la dedicación completa de Jesús a las cosas de su Padre, nunca antes ni tampoco después el amor de Dios estuvo tan a la mano. Pero fue a través del fracaso de la sagrada familia, así de increíble, que supimos de la familiaridad de Dios con toda la humanidad. El día que Jesús dijo a María, señalando desde la cruz a su discípulo más joven: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y a Juan: “Ahí tienes a tu madre”, la Iglesia despuntó como la nueva familia humana. Comprendieron entonces los demás discípulos, muchos de los cuales habían dejado padres, esposas e hijos por el reino, que también ellos tenían a la Virgen por madre y por Abbá al Padre de Jesús, y que su misión no era otra que anunciar al mundo su hermandad más profunda. La Iglesia representa la superioridad de la familia humana sobre la familia sanguínea. La Iglesia es la humanidad que pone en práctica la vocación de toda comunidad, grande como el entero género humano o pequeña como un piño de mendigos, a comenzar de nuevo pero no de cero, sino con los que somos, mediante la acogida y el perdón.

Para los que han tenido una familia más anormal de lo normal, para las familias quebradas y para los quebrados por su familia, la Iglesia es el Evangelio puesto al día, la mejor de las noticias. Con lo que quedó de la sagrada familia, María y el hijo muerto en sus brazos, Dios comenzó de nuevo. En Pentecostés, por la efusión del Espíritu de Jesús resucitado sobre los apóstoles reunidos otra vez con María, Dios inauguró la Iglesia para que extendiera su paternidad a todas las razas de la tierra. Partos, medos, elamitas, mesopotámicos, judíos y capadocios, habitantes del Ponto, de Asia, de Frigia, de Panfilia y de Egipto, venidos de Libia, forasteros romanos, cretenses y árabes, fueron invitados a integrarse a la comunidad naciente, la nueva sagrada familia, abierta a todos, principiando por los pobres, los predilectos del reino. Este fue y éste es el Evangelio: buena nueva también para los extraños. La Iglesia anuncia el Evangelio cuando en ella encuentran un hogar los que nunca han tenido un hogar o lo perdieron, las viudas, los huérfanos, los solteros, las temporeras, las “nanas”, los allegados, los divorciados, los exilados, los inmigrantes y los refugiados, lleguen solos o tomados de la mano, con o sin los papeles al día, creyendo ojalá o queriendo creer al menos que Dios es Padre e incluso Madre.

Jesús es coronado de espinas

Semana Santa

Canal 13  –  P. Universidad

Católica de Chile

 

http://semanasanta2009.canal13.cl/semanasanta2009/html/Videos/Momentos/375960.html

Jesús: palabra de hombre, Palabra de Dios

Cuando niño oí decir y yo mismo dije: “Palabra de hombre”. Recuerdo que era de mal gusto prometer: “Te juro por Dios”, estaba prohibido. Bastaba estirar la mano y decir: “Palabra de hombre”. Hace años que no escucho estas declaraciones de veracidad, de fidelidad. ¿Cosa de niños? ¿Dejaron de usarse? ¿Eran innecesarias?

            Me propongo rescatar el fondo humano y divino de estas fórmulas. Lo hago a sabiendas que esta nueva época, época de lealtades a medias y mentiras razonables,  necesita más verdad y fidelidad que nunca. No tengo mejor modo de hacerlo que, gracias a Jesucristo, la Palabra de Dios.

            “Te juro por Dios”, decíamos y nos sumía la culpa. Pero, ¿en qué estaba el delito? ¿Hay algo más hermoso que refrendar las propias palabras con la autoridad divina? ¿No consiste en esto,  más o menos, el sacramento del matrimonio?

            La prohibición de jurar en nombre de Dios es antigua, remonta a la Biblia. En  términos modernos diríamos que no es digno de un hombre endilgar a Dios la vida sin más. Tanto el escritor sagrado como el filósofo moderno saben, es más ¡creen!, que la historia no está cerrada, cifrada en los astros, inteligible sólo a los adivinos, sino abierta. El cristiano occidental o el occidental a secas se sabe libre y, en consecuencia, responsable de una historia que nada más a él toca configurar conforme a su necesidad infinita de verdad, de bien y de belleza. Nadie puede cruzarse de brazos hasta que otro haga por él lo que sin él ocurriría como una imposición externa e infantilizante. No se puede tampoco vivir “echando la culpa al empedrado”. La queja crónica deshumaniza. Sólo los desesperados, tal vez, pueden invocar a Dios para que los exima de la vida.

            ¿Para qué entonces “jurar por Dios” si es posible “jurar por sí mismo”? Jesús enseña: “Di sí, si es sí. Di no, si es no. Lo demás viene del Maligno” (Mt 5, 37). Refugiarse en el Todopoderoso, renunciar a la verdad inherente a todo ser humano que sigue su conciencia y carga con ella, es cobardía y pecado. ¡Más vale ser ateos que invocar a Dios en vano! Porque si el ateo no tiene más que su palabra, el cristiano que manipula el nombre de Dios se invalida a sí mismo y priva a su prójimo del don divino más alto, el de la verdad pura y simple en toda la desnudez de su humanidad.

            Más vale decir: “Palabra de hombre”, y basta. Quizás la fórmula cae en desuso por no ofender a las mujeres. Quizás. Como sea, no creo que las mujeres merezcan menos fe que los hombres. Dejadas de lado las complicaciones del lenguaje, la cuestión de fondo es la que importa. Empeñar la propia palabra, ya para afirmar lo verdadero, ya para comprometerse con los demás, constituye un valor supremo. ¿Quién podría sostener que todos los progresos de la ciencia, desde la aspirina a la electricidad, desde la informática a la regulación de la economía, etc., o que  la más bella de las obras de Leonardo, valen más que el decir de la esposa: “Te recibo a ti como esposo y prometo serte fiel, en lo favorable o en lo adverso, y, así, amarte y respetarte todos los días de mi vida”? Desde que ha habido un hombre o una mujer que ha comprometido su libertad de un modo parecido, la humanidad ha dado muchos pasos adelante, pero ninguno equivalente a éste.

            Sin embargo, la palabra humana es frágil. Decimos “palabra de hombre”, pero, ¿quién es el hombre? Somos una triste mezcla de finitud e infinitud. Aspiramos a todo, incapaces de todo. ¿Compromisos de por vida? La tortura pudo quebrar las fidelidades más acendradas. La cesantía y el hambre han deshecho millones de familias. El mero egoísmo personal, la ambición de fama y poder, han convertido los juramentos más solemnes en mecanismos precisos de traición. Dejemos de lado el caso del apagarse de una falsa vocación, porque nadie está obligado a ser fiel a una voz imaginaria. El asunto es que el hombre por mucho que valga, vale poco. Agobiado en su precariedad, el hombre abdica de la eternidad.

            Pero, ¿no es factible invocar la eternidad? ¿Es del todo imposible conjugar la eternidad en la historia humana? Imposible para el hombre, sí. No para Dios. Para Dios no es imposible sostener a un hombre hasta el final. En Jesús la palabra de Dios se hizo palabra de hombre y en la palabra de un hombre descubrimos la palabra de Dios. Y supimos que la palabra de Dios es prueba y promesa de fidelidad incondicional.

            Se dirá que la comparación no tiene gracia, que el ejemplo no viene al caso. Que Jesús, por ser Dios, no tuvo dificultades para cumplir su misión hasta el final. Un Jesús más divino que humano, habiéndolo sabido y podido todo desde el pesebre en adelante, habría practicado su fidelidad aparentando ignorancia y simulando sufrimiento. Y ante la evidencia de su resurrección próxima, habría enfrentado la muerte como un trámite.

            La verdad de Cristo es muy diversa. Jesús fue tan hombre como Dios. Más precisamente, fue Dios a modo de verdadero hombre. Sólo en el empeño de su palabra humana, dada con nuestras mismas limitaciones de conocimiento y voluntad (excepto la torpeza que añade a nosotros la concupiscencia), ha sido para nosotros posible inferir en Él la palabra divina. Al Verbo divino lo descubrimos en el hablar y actuar de Jesús, como el factor próximo de su veracidad.

            Si atendemos a la historia de Jesús, observamos que el Espíritu y sólo el Espíritu reveló a Cristo la misión que su Padre le daba y que el mismo Espíritu le inspiró la creatividad y fuerza para cumplirla. Jesús, como nosotros, tuvo que discernir la verdad de Dios y cargar con ella. Pero, a diferencia de nosotros, arraigado en la fe y en el amor de su Padre, Jesús se mantuvo fiel en la tentación, soportó la deslealtad y la traición de los amigos, y murió acusado de charlatán y blasfemo. ¡Qué paradoja de la historia! Que un hombre veraz como ninguno haya sido condenado por impostor y embacaudor de su pueblo. Pero así, respaldando su palabra con su cuerpo, con su pura hombría, aseguró Jesús la credibilidad de Dios y abrió el camino a la credibilidad en el hombre.

            En Jesús se ha hecho patente esta otra paradoja extraordinaria: Dios cree en el hombre. Cree en este ser asustadizo, inverosímil, infiel. La fe sólo en segundo lugar consiste en creer en Dios. En primer lugar la fe es actividad divina. Dios cree en el hombre y con su promesa de fidelidad sustenta la libertad humana, las promesas humanas y las humanas muestras de la lealtad. La fe de Dios hace de un hombre cualquiera un “hijo”. Distinto del “empleado”, el “hijo” vive consciente de valer tanto como su padre y, feliz de sí, confiado, se expone a la vida y lucha por ella sin engaño. Las obras humanas, incluso la mera fe humana, por sí mismas, son inútiles, tambalean y fracasan. La fe humana atina con Dios cuando, gestada por el Espíritu que nos hace “hijos en el Hijo”, consiste en creer que somos dignos de fe entre nosotros mismos porque Dios nos ama, sostiene nuestros pasos y nos recoge de nuestras caídas.

            Desde Jesús en adelante ha quedado claro que Dios comparte su protagonismo con la humanidad. Con nosotros los cristianos, que lo sabemos explícitamente, pero también con los que no lo son. Pues si la fidelidad divina fue visible a los cristianos en la rehabilitación de un hombre crucificado, esta misma fidelidad se ha hecho extensiva al resto de la humanidad sin exclusión, y la verifica el Espíritu donde se da el hombre y la mujer auténticos. Toda persona humana es capaz de la verdad.

            Recojo el caso del padre de Jung Chang, autora de Cisnes Salvajes. Cuando en la China de Mao arreciaba la delación, la traición y los falsos testimonios, una alta funcionaria del régimen acusó al padre de Chang de dudar de las palabras del líder: “Cada palabra del presidente Mao es como diez mil palabras y representa la verdad universal y absoluta”. Aquel replicó: “Que cada palabra signifique una palabra constituye de por sí la proeza suprema de un hombre. No es humanamente posible que una palabra equivalga a diez mil”.

            ¿Tiene sentido decir “palabra de hombre”? Sí. ¿Jurar por Dios? También, depende cómo se haga. ¿Prometer los jóvenes con voto “pobreza, castidad y obediencia perpetuas”, para dedicarse por completo a la voluntad de Dios? Muchísimo. ¿Prometer lealtad a los superiores jerárquicos, al Presidente de la República, a la Constitución y las leyes? ¡Por supuesto! Nada tiene más sentido que la lealtad de los mártires, muertos como Jesús por confesar  la trascendencia de su razón para vivir.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

El sacrificio de Jesús

Cualquier persona que haya sufrido sabe que el sufrimiento no tiene justificación. Sin embargo, los cristianos recuerdan y celebran un hecho doloroso, la cruz de Jesús. ¿Por qué? ¿A quién pudiera agradar el sufrimiento de Jesús? ¿A Dios? ¿Qué Dios? ¿No se presta la cruz para legitimar dolores y sacrificios humanos muy abominables?

Es delicado hablar del valor del sacrificio. No por nada esta palabra se ha desprestigiado. Pensemos en el sacrificio de generaciones de esclavos que hicieron posible civilizaciones grandiosas, Grecia, Roma… Para nuestra mentalidad moderna, el más aberrante de los sacrificios ha podido ser la inmolación ritual de seres humanos para calmar la ira de Dios y granjearse sus beneficios. Pero el mundo moderno ha sido más cruento que cualquier religión arcaica. Recordemos el holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra, los crímenes de Stalin o la explotación capitalista. ¡Cuánto sacrificio forzoso e injusto!

También el cristianismo ha desprestigiado la palabra sacrificio. Todos los sufrimientos que los cristianos en dos mil años han infligido a otros en nombre de Cristo –¡qué bueno que un Papa pida perdón por ellos!, ocultan el significado de la cruz de Jesús. En esta larga historia, hay que notar un hecho especialmente grave. Durante el segundo milenio y hasta hoy día, se introdujo en la Iglesia una tergiversación muy grave del sentido del sacrificio de Cristo: Dios, como un ser ofendido y justiciero, habría exigido la muerte de su Hijo como pena por el castigo que la humanidad merecía por su pecado. En otras palabras, que Dios habría salvado a la humanidad a cambio de que un hombre le fuera sacrificado. No sería raro que esta imagen macabra de Dios haya servido para justificar lo injustificable: el sufrimiento humano.

El sentido del sacrificio de Cristo, sin embargo, es exactamente el contrario. En coherencia con su historia de entrega a los demás, el hombre que sacrifica libremente su vida en la cruz es Dios mismo que, cuando ama, ama con todo y no en parte, que no da algo sino a sí mismo y por entero. El sacrificio del hombre Jesús en vez de compensar a Dios, constituye la entrega de Dios para compensar, sanar y realizar a la humanidad, la más querida de sus criaturas. Toda la vida de Jesús no es otra cosa que consuelo de Dios para el hombre o la mujer que sufre, perdón por sus errores, curación de sus enfermedades, solidaridad con las víctimas inocentes, en una palabra, amor extremo.  El castigo que Jesús sufre en el Gólgota no le viene de Dios, sino de los hombres. Ese castigo es la consecuencia última de la maldad humana, no divina. Dios no castiga. Dios no necesita que nadie sea castigado o sacrificado para salvar. Dios es omnipotente: ama gratis. Es la humanidad la que ha necesitado que Dios se sacrifique por ella, que llore en su lugar y en su lugar cargue el peso que la agobia. Todo sin esperar nada a cambio.

A Dios sólo le agrada el amor, el de Jesús y el nuestro cuando consiste en amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado. Dios nos regala a Jesús, pero no es sádico. Jesús nos da su vida, pero no es masoquista. Dios goza con nuestra liberación del mal y del dolor. Goza toda vez que prolongamos el sacrificio de Jesús, sacrificándose los padres para que los hijos tengan mejor educación (sin sacarles en cara nada), ofreciendo el perdón a los enemigos (que, arrepentidos de ofendernos,  no pueden empero restituir), dando a los pobres “hasta que duela” (como diría el Padre Hurtado) o simplemente padeciendo con los que padecen.

¿Hasta dónde se entiende el sacrificio de Jesús? No sé. Pero en Semana Santa los cristianos recuerdan y celebran la resurrección de Jesucristo crucificado: no el dolor, sino el triunfo del amor sobre el dolor; el dolor del amor que triunfa sobre el pecado.

 

 

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

La humanidad de Jesús

Jesús, en síntesis, quiere decir que Dios es humano. Humano por compartir nuestra vida y destino. Humano por amar y sufrir por la humanidad hasta el extremo. Jesús ha sido hombre mucho más que nosotros. Tan hombre como sólo Dios puede serlo. Pero a unos cuesta entender que su divinidad no menoscabe su humanidad  y a otros, que un hombre como él pueda ser divino.

            Jesús es tan divino, se piensa, que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. Hoy hay tal certeza de su humanidad que resulta difícil creer que ha podido ser Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio. Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes -la divinidad y la humanidad- que parecen competir entre sí. Pero en Jesús, Dios no compite contra la humanidad, compite contra el pecado para salvar a  la humanidad del sufrimiento y de la muerte. La divinidad no menoscaba la humanidad de Jesús. La perfecciona. El hombre del corazón apasionado y traspasado, Jesús, más que cualquier otra revelación, devela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega a ser hombre en plenitud.

La psicología de Jesús

            Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de la persona del Hijo de Dios estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. Su psicología humana es expresión de su psicología divina, pero Jesús sólo humanamente se ha sabido el Hijo de Dios. El tema ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo.

            Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar ni entender palabra, que él es Dios? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible e ignoraba su futuro? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿Cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?”.

            Se equivocó Santo Tomás al conceder a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica”, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria. El Hijo de Dios ha compartido en serio, y no en apariencia, nuestra historicidad. Los teólogos actuales se esfuerzan por combinar dos asuntos difíciles de compatibilizar: que Jesús ha llegado a saber históricamente, por una evolución intelectual e incluso espiritual, aquello que en virtud de su personalidad divina ha sabido desde siempre. Esto es, que su identidad última era divina y no meramente humana. Para explicarlo, Karl Rahner sustituye el concepto de “visión beatífica” por el de “visión inmediata”, para decir que Jesús ha llegado a saber objetivamente (por medio de la experiencia y el lenguaje humano) lo que subjetivamente ha intuido desde su concepción (su unidad sustancial con Dios). De modo semejante, los hombres intuimos nuestro destino trascendente; el niño en la cuna aún no tiene cómo decir lo que le pasa pero algo le pasa, y tratará de hacerse entender gritando o riendo.

            Además del anterior, los teólogos admiten en Cristo un «conocimiento infuso», parecido al de los profetas y los grandes visionarios. Este ha permitido a Jesús comprender las Escrituras, el plan divino de salvación, el sentido salvífico de su muerte en cruz, en una palabra, su propia misión redentora y reveladora.

            Por último, como es de suponer, ha de reconocerse en Cristo un «conocimiento adquirido». Por éste cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y posibilidad de equivocarse. Por muy sabio que haya sido el niño Jesús delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). La Epístola a los Hebreos señala que “aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer» (Lc 5, 8).

            Jesús ha podido ignorar muchas cosas. ¿Cómo pudo saber que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol? En ese tiempo todos pensaban que era plana. Nada dice el Nuevo Testamento, pero desde el momento que él mismo dice:  “Mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que Jesús comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. En el año 600 el papa Gregorio Magno, sin embargo, prohibió afirmar una ignorancia privativa en Cristo, es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y su designio de salvación.

            A propósito de su voluntad y libertad caben otras preguntas: ¿pudo Jesús decir a su Padre “Este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

            El concilio de Constantinopla III (años 680/681) definió que su naturaleza humana es íntegra, y que se adecua armónicamente a las exigencias de la divinidad. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humana y divina respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo -posiblemente sin intención- que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre.

            El concilio, sin embargo, no explicó cómo se adecuaba perfectamente la voluntad humana de Jesús con la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado (cf. Hb 4,15). También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553), aquella consecuencia del pecado que, no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados, inclinándolos a pecar (Trento el 1546).

            El Salvador no pecó, fue inocente. Pero conoció la tentación. Aunque la tentación de Jesús no fue como la nuestra, contaminada de concupiscencia, la Epístola a los Hebreos señala que fue “tentado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15; cf. Hb 12,1-2). Pero, ya fueran las tentaciones mesiánicas como aquella con que Pedro invita a Jesús al triunfo sin la cruz (Mc 8,31-33; cf. Mt 4, 1-11), ya la de Getsemaní (Lc 22, 29-46), Jesús las rechazó para hacer la voluntad de su Padre.

            ¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del bien. Gracias al libre arbitrio, como en un supermercado, “elegimos” entre diversas posibilidades mejores y peores, inocuas desde un punto de vista ético. Pero existe una libertad más profunda, la de  “elegirse” y “aceptar ser elegido” para un bien mayor: la libertad de todas aquellas cosas que nos esclavizan (dinero, status, trabas psicológicas, culpa, etc.) para escoger y amar bienes verdaderos (los hijos, la esposa, el bien común, etc.). Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. ¿Acaso podríamos convencer a un enamorado emperdernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. De modo semejante, en virtud de su libre arbitrio Jesús ha podido elegir entre diversas posibilidades que favorecían la consecución de su misión; de aquí que haya sido tentado. Pero respecto de su misión su autoderminación fue completa.  Por su amor extraordinario a su Padre y a nosotros, Jesús vivió absorto en su misión y no pudo sino llevarla a cumplimiento por la entrega de su vida.

La misericordia de Jesús

            Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. Esperamos así dar razón no sólo de la divinidad del hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.

            En el lenguaje corriente, se dice de alguno que es muy “humano” por su cercanía a las personas, su trato cordial, su capacidad de comprender y perdonar. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús antes que a nadie. Porque, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. Es Jesús misericordioso y no el promedio de los hombres lo que determina qué significa “ser humano”.

            Atendamos a su historia. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios: la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios. Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (Mc 1, 14-15). Los destinatarios primeros de este reino fueron los pobres y los pecadores.

            Jesús predicó el reino a los pobres (Lc 4, 14-19). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con las víctimas de la “inhumanidad” y actuando en favor de ellas. La perfección evangélica ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6, 36; cf. Mt 5, 43-48).

            Jesús también ofreció el reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo de los fariseos y a los que violaban la Ley sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido benigno originario (Jn 8, 1-11) o ¡la cambia!, si se ha vuelto inhumana (Mt 19, 1-9).

            Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó de los marginados de su época. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas mujeres, insólito en la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con gente de mala fama, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7, 33-50). Jesús anticipó el sentido de la Eucaristía compartiendo la mesa con los “malditos”, los pecadores y los pobres.

            Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella y disipar su dolor sin compartir su dolor. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), como un pobre, inaugura el reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último llamado al arrepentimiento.

            El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos  de sus contemporáneos. El proyecto de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza y por obligación, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo y la miseria, no tuvo más alternativa que cumplir su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías, que eliminaría el mal cargando con él. En tanto Cristo subvirtió la religiosidad de su época rebelándose contra la distorsión de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte «era necesaria» (Lc 24, 26), es decir, inevitable porque querida. Que la hayan querido los que lo mataron constituye un hecho contingente. Esta muerte era necesaria porque Dios Padre quiso amar a la humanidad con un amor tan grande como el amor por su propio Hijo; necesaria, porque Jesús quiso y optó por cumplir la voluntad de su Padre hasta compartir la muerte humana en todo su abandono, hasta penetrar en la orfandad atroz del infierno, con la sola esperanza en que el Dios de la vida colmaría ese reino de soledad con la calidez de su Espíritu. Desde entonces la perfección humana auténtica se expresa en la cruz y en la cruz germina como resurrección.

            Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús. Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros; no sin nuestra opción libre, sino con nuestra libertad, ahora liberada de la inclinación a la inhumanidad y del miedo a la muerte, y con nuestra lucha.

Conclusión

            No para salvarnos de la humanidad sino de la inhumanidad, ha entrado Dios en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre, más que salvaguardas de la fe son expresiones de fe herética.

            Si no fuera por el hombre Jesús, por su comportamiento histórico y su rehabilitación final, no sabríamos que el pecado no forma parte de la naturaleza humana ni tampoco que Dios es inocente del sufrimiento de la humanidad. Dos cosas para nada obvias. Gracias a Jesucristo conocemos quién es Dios verdaderamente, quién es el hombre y cuál es su destino. Por medio del hombre Jesús corregimos la idea de un “dios” abusador, justiciero o vengativo, y preservamos a la humanidad de los que la oprimen.

            Pero, en definitiva, no basta creer en abstracto en la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros ni tampoco basta conocer su extraordinaria actuación terrena. Es preciso tomar parte en su identificación histórica con la humanidad caída, identificándose con la pasión de su vida: su misión de anunciar la misericordia de Dios, rehabilitando a los pobres y perdonando a los pecadores. Sólo discerniendo el camino de Jesús en el Espíritu será posible reconocer en el hombre de Nazaret al Señor resucitado y al Hijo de Dios.

            Jesucristo solidario y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. Mientras más este hombre influya en nosotros, más razones habrá en este mundo deshumanizado para creer que Dios es bueno, sólo bueno, y que nos ama.

Anexo: JESÚS, HOMBRE DIVINO Y DIOS HUMANO

 

            Desde antiguo en la historia de la teología la llamada tradición antioquena que ha sostenido que Jesús es un hombre divino, destaca el aspecto meritorio que tiene la adhesión humana libre de Jesús al plan redentor de su Padre, descartando en él la omniciencia (saberlo todo), así como el recurso a facultades fabulosas “extra-humanas” u omnipotencia (poderlo todo). Esta postura preserva un criterio teológico fundamental, a saber, que lo que en Cristo no ha sido asumido tampoco será salvado; si Jesús carece en algún aspecto de humanidad (instinto, razón, libertad, historicidad) ese aspecto quedará sin redención. Su divinidad no puede anular o eximir el ejercicio de esta humanidad.

            La tradición antioquena se desvía de la fe, sin embargo, cuando postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre Jesús, sin ser Él propiamente Dios, se une a Dios por una pura decisión libre. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a Jesucristo,  como sucede con algunas versiones cinematográficas contemporáneas, se le adjudican pecados o  concupiscencia para hacerlo más semejante a nosotros.

            La tradición alejandrina, por el contrario, destaca el otro gran criterio teológico, el carácter divino de Jesús: Jesús es un Dios humano. Si Jesús no fuera Dios, de nada serviría que asumiera la humanidad, ya que sólo Dios puede con la salvación del hombre. En consecuencia, esta escuela teológica no tolerará que se predique a un Jesucristo en el que no se haga patente su divinidad, un Cristo ignorante de su identidad y misión trascendentes o un Cristo pecador.

            La desviación de la tradición alejandrina consiste en privilegiar en Jesús su “psicología divina” a costa de su psicología humana, como si se tratara de dos “partes” homogéneas que compiten entre sí. El “monofisismo”, herejía contraria al «nestorianismo», tiende a negar en Jesús una voluntad y una actividad propiamente humanas y, evidentemente, cualquier indicio de ignorancia y a veces incluso de sufrimiento. En este caso el hombre Jesús es una especie de «superhombre» o una pura marioneta en las manos de Dios.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese

Me referiré al Jesús de la película de Scorsese, es decir, ni exactamente al Jesús del libro de Niko Kazantzakis La última tentación de Cristo en el que se basa, ni necesariamente a la imagen de Cristo personal de Scorsese. Asumo otra regla interpretativa: la intención de Scorsese no es catequética, como tampoco lo ha sido la de Kazantzakis, sino artística. Es legítimo recrear la vida de Cristo, también los artistas deben hacerlo. Aunque en este caso hay que advertir desfiguraciones teológicas menores y mayores. Además de los reparos que se señalarán en adelante, resulta odioso, por ejemplo, que Pedro aparezca como un pelele y la Virgen como una más entre las madres posesivas.

La intención de este artículo es presentar y juzgar teológicamente el film. Al hacerlo, en un primer momento, me detengo en el Jesús de la Iglesia con el objeto de ofrecer a los lectores un marco fundamental de juicio que les permita discernir en esta película u otras realizaciones artísticas parecidas el valor teológico de cada una de ellas. A nadie pido que vea el film, pero si se interesa por él espero ayudarle a comprenderlo críticamente.

El Jesús de la Iglesia

 

            ¿Qué enseña la Iglesia sobre la identidad y sobre la humanidad de Cristo? ¿Cuál es su doctrina acerca de la psicología humana del Hijo de Dios? En la teología cristiana hay fundamentalmente dos modos de concebir a Jesucristo: para la tradición alejandrina, Jesús es un Dios humano; para la tradición antioquena Jesús es un hombre divino. Ambos enfoques son legítimos en la medida que conceden a Jesús enteramente, y no en parte, la divinidad y la humanidad. La tradición alejandrina subraya que la salvación es posible en cuanto la actuación humana de Jesús refleja el querer y el poder de Dios. La tradición antioquena, en cambio, enfatiza que Dios ha podido la salvación con la actuación y la libertad humana auténtica de Jesús. La postura antioquena cae en la herejía “nestoriana” cuando hace pensar que la unidad de Cristo proviene de la concurrencia en Él de dos sujetos, el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret, y especialmente cuando por hacer a Cristo más parecido a nosotros le concede la posibilidad de pecar. La postura alejandrina, por su parte, se transforma en herejía “monofisita” cuando al privilegiar la unidad del Hijo de Dios hecho hombre menoscaba en algún sentido su humanidad, en particular su adhesión libre a la voluntad de su Padre.

            La regla de oro en la concepción de Jesucristo consiste en creer que el Hijo de Dios es igual a nosotros en todo, excepto en el pecado (Hb 4,15). La dificultad, empero, crece en la medida que se busca aclarar cómo se articula en Él su conocimiento y libertad humanas con su conocimiento y libertad divinas. Contra quienes sostenían que en Jesucristo sólo hay un actividad y una voluntad divinas, las del Hijo de Dios, pues de esta manera se pensaba preservar la imposibilidad en Él del pecado, la Iglesia definió que en Jesús hay también una actividad y voluntad humanas, sujetas perfectamente a la actuación y al querer de Dios. En otras palabras, en su existencia terrena, “kenótica”, limitada y no “gloriosa”, Jesús comparte nuestra historicidad. Es decir, que las limitaciones de espacio y tiempo afectan realmente y no en apariencia el desempeño de su libertad y, por extensión, su conocimiento (Mc 13,32 y Mt 26,36-46). Pero no es necesario otorgar pecado a Jesús para hacerlo más humano, porque lo que se ha revelado en Cristo es precisamente que el pecado no forma parte de nuestra naturaleza, sino que es el principio exacto de su corrupción. “Por nosotros”, Jesús ha sido “uno con nosotros” incluso en el pecado, pero sufriéndolo, jamás causándolo.

            Por su unión perfecta con su Padre Jesús se supo humanamente el Hijo de Dios, llegó a conocer sin error su misión, gozó de una sabiduría y bondad incomparables y fue inocente, careció por completo de pecado. Sin embargo, Jesús experimentó la tentación (Hb 4,15; Mt 4,1-11; Mc 8,31-33). No una tentación como la nuestra teñida de concupiscencia, este efecto del pecado que mueve a pecar de nuevo. Jesús experimentó la angustia de tener que elegir entre un bien verdadero y otro aparente. Si es posible registrar una última tentación de Cristo, la Escritura afirma que ésta tuvo lugar en Getsemaní y que Jesús la venció diciendo a su Padre: “Que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22, 42). Jesús no pecó, pero ¿pudo hacerlo? De ninguna manera:  Jesús vivió absorto en la misión de su Padre, la liberación amorosa de la humanidad del pecado y de la muerte.

            De la sexualidad de Jesús poco nos habla la Escritura. Sabemos que fue célibe por consagrarse enteramente al advenimiento del Reino. Si aplicamos los principios explicados anteriormente al campo de su sexualidad, podemos imaginar que en el caso de Jesús su integración psicológica y afectiva ha sido lograda en plenitud. Jesús no sólo fue hombre, fue más hombre que cualquiera. ¿Tuvo una sexualidad como la nuestra? Por supuesto. Pero la ejerció de un modo radical y bastante distinto a como lo hacemos nosotros. Para amar a todos personal y radicalmente, Jesús eligió no hacer nido en parte alguna. “El hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza”, decía de sí mismo, no porque le tuviera miedo al sexo o el sexo le pareciera pecado, sino porque su entrega a los demás no podía sino ser total. Jesús no pecó, pero tampoco pudo entrar en relaciones sentimentales que menoscabaran su pasión por rescatar a la humanidad del egocentrismo y la egolatría.

La vida como misterio de Dios

 

A la luz del Jesús de la Iglesia, analicemos ahora la película. El escenario de ésta es teológico. El film se abre con Jesús colaborando con los romanos en la crucifixión de los galileos y se cierra con su propia crucifixión. Entre el Jesús obligado a crucificar a los suyos y el Mesías que se somete a su Padre en su propia cruz, se da en Él mismo todo un proceso de conversión a Dios, una lucha agónica por alcanzarlo.

Para Kazantzakis la vida es una lucha entre la carne y el espíritu, lo natural y lo sobrenatural, esta vida y el cielo, el Demonio y Dios. El hombre, el hombre Jesús en especial, es el campo de batalla. No existe tregua ni neutralidad: Jesús es llamado incesantemente a cumplir la voluntad salvífica de Dios contra los engaños del Tentador.  El designio de Dios se impondrá de un modo inexorable, pero no contra la libertad humana, sino queriendo humanamente la redención.

 

La salvación consiste en trascender de este mundo al de Dios. Da la impresión que Kazantzakis desprecia la carne lisa y llanamente como un gnóstico vulgar. Este mundo, la carne, el mero hecho de ser humano, es ocasión de tentación. Jesús procura la salvación del alma, no la del cuerpo ni de las estructuras sociales. El Demonio arguye alabando la bondad de todas las cosas,  la posibilidad de una familia,  incluso la bondad de Dios. Pero este desprecio del mundo no es tampoco absoluto. En el huerto alaba a su Padre por ambos mundos. Dios, sin embargo, lo llama a renunciar al terreno, a rehusar a sus más legítimas inclinaciones naturales, para abocarse exclusivamente a la salvación de la humanidad.

Dios Padre es trascendente, pero patético. Cruel, si no fuera porque efectivamente quiere la salvación de la humanidad. No se comunica como lo hacen los hombres. Mientras el Demonio habla a Jesús con una claridad cartesiana, Dios le explica las cosas de a poco, con voces extrañas y sombras, sin suprimir en Él la necesidad de discernir la verdad de la mentira. En la película no existen las “teofanías” del Nuevo Testamento (bautismo y transfiguración). Dios y su intención redentora por la vía de la cruz, son un misterio inescrutable y opaco. Dios es un misterio, el hombre es un misterio. La identidad de los principales personajes de este drama está por ser develada, resuelta en su ambigüedad divino/satánica: “¿Quién eres?”, se preguntan unos a otros.

El Jesús de la película

 

El Jesús de esta película es tan humano que no parece que sea divino. Pero, por otra parte, está tan absorto en el querer de su Padre que lo percibimos distinto de sus contemporáneos, en conexión mística continua con la presencia o la ausencia de Dios.

            Esta interpretación de Cristo pertenece a la tradición del hombre divino. ¿Concede a Jesús identidad divina? No la niega. Todo el énfasis teológico está puesto en la cruz y no en la Encarnación. Pero si no afirma explícitamente la divinidad de Jesús, hay varios episodios que parecen suponerla: Jesús obra milagros fabulosos como la resurrección de Lázaro, utiliza el pronombre “yo”  como sólo Yahvé hizo en el Antiguo Testamento, cuando lo interrogan por Dios en el Templo dice: “Yo estoy aquí”. Y en una escena bastante torpe se saca y ofrece el corazón, como el Cristo de la devoción moderna.

En este Jesús impresiona la tenacidad de un hombre timorato por cumplir la voluntad de Dios. Experimenta el miedo, la confusión, la ignorancia, el error y la duda sobre cosas no menores, sino sobre su identidad, sobre Dios y sobre su misión. ¿Es posible admitir tanta carencia? La cruz lo estremece, no entiende por qué Dios se la pide a Él, por qué lo persigue. Tampoco comprende cómo ella operará la salvación y, sin embargo, existe en Jesús una convicción profunda de que Dios ha hecho depender de la cruz su suerte y la de la humanidad. Hay en Él un conocimiento incondicionado de su Padre, “Dios me ama, sé que me ama”, que el dolor insoportable de la cruz no logra anular, sino que pervive a las pruebas, jalándolo desde el futuro de un cielo prometido pero todavía ignoto y oscuro.

Aunque llama la atención por su extraordinaria bondad, Jesús se considera a sí mismo un pecador. Al comienzo hace cruces para crucificar a su propia gente. ¿Por qué? Ni Él mismo lo sabe bien: ¿para desviar su misión de mesías en otros?, ¿para ganarse el odio (¿el amor?) de Dios? La cruz se ha apoderado de su conciencia, pero aún no logra discernir cómo ha de habérsela con ella. Reconoce no decir la verdad, su hipocresía, su orgullo por no consentir a las tentaciones sexuales.  Todo se resume en el miedo: “Mi dios es el miedo”. Pero es conmovedor contemplar a un hombre miedoso y débil luchar y vencer el miedo por alcanzar a un Dios que está más allá del miedo.

En suma, si Kazantzakis no descarta la divinidad de Jesús y, por otra parte, le otorga pecado, su Cristo es una rareza: ¿cómo podría el Salvador salvarnos si Él mismo necesita salvación?

La salvación por la cruz

 

Toda la salvación se concentra en la cruz. La cruz domina absolutamente la vida de Jesús y, mediante Jesús, obliga a determinarse a todos los que lo rodean. Tan acentuada está su importancia, que la vida de Jesús y la vida humana en general parecen absurdas. La cruz es un misterio en sentido estricto: irracional porque enfatiza la ausencia de razón para el sufrimiento y salvífica porque querida.

Su muerte es tres veces querida: por su Padre, por Jesús y por las autoridades de su tiempo coludidas con la chusma y asistida por Judas. Jesús querrá como un pobre hombre, dramáticamente tentado, lo mismo que su Padre: la salvación de la humanidad. Sin embargo, los responsables históricos inmediatos de la condena de Jesús son los defraudados del “mundo de Dios” (el reinado de Dios) que Él ofrece universalmente, a condición de trascender de este mundo tentador.

En un escenario histórico y teológico no neutral, disputado palmo a palmo entre Dios y el Demonio, la cruz de Jesús es consecuencia de su predicación del “mundo de Dios” que se cumple de tres modos. Al principio Jesús anuncia el amor y la misericordia de Dios; luego toma del Bautista el “hacha” que representa el juicio de Dios al mundo endemoniado (presente en los enfermos, los ricos y el Templo);  por último, le es revelado en sueños y mediante los estigmas de la cruz que ni la acción benéfica en favor de la humanidad ni la acción beligerante contra el pecado bastan, pues el auténtico Mesías es el Siervo Sufriente de Isaías,  el Cordero, que erradica el mal del mundo y trae el perdón, porque carga con el sufrimiento hasta la muerte.

 

La actuación de Judas es desfigurada de un modo genial. Ella se ubica en el plano de la Providencia. Al principio, Judas aparece como el zelota que intenta persuadir a Jesús con la rebelión violenta contra Roma. Judas es fuerte, Jesús es débil. Pero Jesús no cede a Judas y Judas sí cede a Jesús. Judas, discípulo de Jesús,  jura asesinarlo si éste se desvía del mesianismo que él  tiene en mente (“te seguiré hasta que entienda”). Cuando se hace manifiesto que el mesianismo de Jesús es el del Siervo sufriente, Jesús cobra a Judas la palabra. Así como Jesús jamás habría podido traicionar a su Padre, Judas no podrá traicionar la palabra dada a su Maestro: lo traiciona entregándolo a sus asesinos y quiere también él la muerte redentora del mesías.

La cruz sería del todo insensata, sin embargo, en el caso que no hubiera resurrección. Poco se dice de la resurrección. Pero se la insinúa. Se dice que lo primero es el dolor hasta la sangre, y luego será el cielo. Dentro del delirio de la “última tentación” Jesús combatirá a un San Pablo que proclama la resurrección de Jesús sin tener cuenta de las penalidades de su vida. Crucificado, Jesús dirá a su Padre: “Quiero morir y resucitar” .

            Aunque la cruz es resultado de decisiones libres, ella se impone a los protagonistas con la necesidad de una tragedia que excluye cualquier otra posibilidad.

La última tentación

 

En el momento “crucial” Jesús no peca. Crucificado, este Jesús tal vez no habría podido zafarse y volverse a su casa, pero sí maldecir a su Padre por la cruz y abdicar interiormente de ser el Cristo.

La última tentación llega en el momento más importante, cuando Jesús sufre la debilidad al máximo. Pero esta última tentación supone las primeras, toda una vida bajo tentación. María Magdalena lo tentó con un amor matrimonial que culminaría una amistad de niñez. Jesús optó por Dios. Lo mismo sucede con María de Betania. María su madre lo tentó como buena madre a que volviera con ella. “No tengo familia”, le dice. “Mi Padre está en los cielos”. En otros momentos Jesús pedirá perdón a la Magdalena y a su Madre por no poder consentir a deseos tan naturales. Pide perdón por pecados que no parecen tales. Se culpa a sí mismo y exculpa a Dios. Las tentaciones del Demonio en el desierto (familia, poder, divinidad) desembocan en la última. El Demonio había prometido volver. A los pies de la cruz, haciéndose pasar por “el ángel de la guarda”, una niña luminosa y dulce que habla por Dios, que aclara sus dudas y le allana el camino, lo invita a descender. Le miente con la Escritura, le recuerda que Dios libró a Isaac de las manos de Abraham, su padre, para hacer creer a Jesús que ya ha sufrido bastante, que Dios no quiere que Él sea el Mesías, que no hay necesidad de sacrificio: “Dios te dio la vida”.

En justicia con la película, es imperativo distinguir en este momento la representación de la tentación de su aceptación o rechazo. La conciencia de Jesús se despliega justo cuando está a punto de comportarse como el Mesías y el Hijo,  y el Demonio penetra en ella para hacerlo fracasar. El Demonio cuenta a Jesús una historia, la que efectivamente repercute en su interior engañándolo y confundiéndolo una vez más. Le hace contemplar la belleza de la creación. Le hace asistir a su propio matrimonio con María Magdalena. Una escena sexual provoca los sentimientos de los espectadores cristianos, constituyendo el principal motivo de escándalo del film. El delirio se ha apoderado de la mente de Jesús. Pero no parece que, sea el caso de su unión con la Magdalena, con Marta y con su hermana María, y de los hijos que decoran al Jesús que envejece con tranquilidad, consista directamente en una tentación sexual grotesca, sino en que Jesús deje su misión de Mesías por una vida “natural”, apacible y normal.

Entonces irrumpe en la conciencia de Jesús su  historia más auténtica, sus discípulos y Judas. Judas que ha cumplido su parte exige que Jesús cumpla la suya. Pide cuentas: “Tu lugar es la cruz” , “me rompiste el corazón”, “¿por qué no te crucificaron?”. Jesús señala al ángel. Judas revela a Jesús que la verdadera identidad del ángel es la del Demonio. De aquí en adelante Jesús emerge a la realidad con una oración estremecedora: “Padre, ¿me escuchas? ¿estás allí? ¿escuchas a tu hijo egoísta e infiel? Me resistí cuando llamaste. Creí saber más. No quise ser tu hijo. Perdón. Luché sin suficiente fuerza. Padre… dame tu mano. ¡Quiero traer la salvación! ¡Perdóname! ¡Da un festín! ¡Recíbeme! ¡Quiero ser tu hijo! ¡Quiero pagar el precio! ¡Quiero ser crucificado y resucitar! ¡Quiero ser el Mesías!”

Jesús no consiente a la última tentación. Con alivio extraordinario, dice sonriendo de alegría: “Se ha cumplido”, y muere.

            El Jesús de Kazantzakis en la película de Scorsese ha sido clasificada por los expertos entre los films “escándalo”. Que esta interpretación de Cristo se aparte de la letra los textos revelados no constituye el problema principal. También los místicos meten en sus contemplaciones historias de su propia cosecha. También Jesús Christ Super Star y el Jesús proletario de Pasolini son interpretación, no copia literal de los Evangelios, y no por ello dejan de estremecernos e incluso de estimular nuestra fe en Cristo. No hay que excluir que la historia del Jesús de la película que analizamos despierte en el espectador atento, además de indignación, sentimientos de piedad humana y religiosa. Que la película enfatice la tentabilidad de Jesús a lo largo de toda su vida es su mérito. Lo hace muy parecido a nosotros. Pero, para enseñarnos que Él es el Salvador no basta con que haya vencido la última y todas las tentaciones preliminares, sino que su tentación no se contamine como la nuestra con el pecado o la concupiscencia, porque el Salvador es inocente en todo y no a medias.

Viernes Santo: meditación sobre el fracaso

¿Sirve de algo el fracaso de Jesús? Y nuestro fracaso ¿de qué sirve?

El fracaso es una realidad histórica omnipresente, que acompaña como su sombra a toda empresa y vida humana, sea como acción que no alcanza su objetivo sea como pasión impuesta e inmerecida. Aún las mejores realizaciones adolecen de alguna tara. Sería una ingratitud no reconocer los logros económicos del Chile de 1995 y, sin embargo, aunque parezca una falta de cortesía mencionarlo, fracasamos en al menos un aspecto importante: el ingreso nacional aumentó, mientras la distribución empeoró. Conclusión: la desigualdad crece. Pero al chileno militante no le gustan las críticas. ¿Adónde vamos, qué estamos sacrificando, a quiénes estamos sacrificando? Estas preguntas no se pueden honestamente eludir. El triunfalismo inmediatista yerra cuando pretende solucionar los problemas ignorándolos.

            Estas líneas no pretenden desalentar a nadie. Tampoco se refieren directamente a la realidad chilena. Su intención, más bien, es meditar la posibilidad de una esperanza adulta, fundada en el misterio del fracaso de Jesucristo. Que el fracaso sea una realidad inútil, que el dolor parezca irracional, son verdades que no necesitan demostración. El desafío es sacar un bien del mal, sin justificar el mal.

Nuestro fracaso

            No es necesario tener fe para darse cuenta que las caídas, a veces, enseñan. La pura sabiduría humana indica que, para que el fracaso sea útil, hay que dejar que nos duela y llamarlo por su nombre. Sin reconocerlo, si no le dejamos cuestionar nuestro logrado orden de vida, no vamos a parte alguna.

            Admitir que no somos tan buenos, que inspiramos temor a los zorzales, que necesariamente alguien soporta nuestros planes, nuestra caridad, es sano y hace bien. Ojalá algunos maridos reconocieran que, en realidad, sus señoras no están tan contentas como ellos avisan. ¿No convendría que la mujer de fin de siglo dejara de ostentar energía y organización, y confesara que entre el trabajo, el esposo, los niños y el tráfico, su casa es un cochambre? ¿No damos pena los clérigos que siempre tenemos la razón? Los jóvenes saben estas cosas y no atinan a quién creer.

            Además de aceptar la propia derrota, es imperativo advertir la desgracia en el prójimo. ¡Qué lamentable es no reparar en las penas de los demás! Causarlas y no verlas, puede ser riesgoso, explosivo. Es un error que el barrio alto de Santiago impermeabilice sus contactos con el resto de la población, marcando odiosas diferencias sociales. ¿Cómo pueden las limosnas al Hogar de Cristo integrar a la sociedad a los mismos pobres que se marginan con el desprecio? ¡Qué bien hizo a Chile caer en la cuenta que la transición a la democracia no había concluido! Quizás ahora podrá terminar: sin tapar los problemas, con la razón, pero no a la fuerza.

            En cualquiera de los casos, nada puede haber más saludable que amarse a sí mismo, a pesar de sí mismo. No se trata de claudicar ante los defectos. Mientras el falso idealismo urge la supresión de los errores de raíz y antes de tiempo, el idealismo auténtico es paciente: espera el triunfo del amor, avanza con las imperfecciones pero sin cambiarles el nombre. Jesús abrió este camino. A lo largo de su historia entre nosotros el Hijo de Dios se expuso a nuestro fracaso, lo apropió para sí y lo padeció hasta el fondo, con el fin de librarnos del temor a equivocarnos y animarnos a devolver bien por mal.

El fracaso de Jesús

            El fracaso de Jesús no fue inútil, pero no es fácil ni creerlo ni explicarlo. Aun así, no faltan las explicaciones fáciles que disuelven su dolor en su resurrección, minimizando sus padecimientos, trivializando su atroz sensación de haber sido abandonado por su Padre. El Jesús de la gloria, por cierto, lleva para siempre las marcas de los clavos.

            ¿Cómo fue ese fracaso? Su proyecto, el gobierno de la bondad de Dios anunciado a los pobres y a los marginados como pecadores, exasperó el sistema religioso y político de su época. A Jesús lo asesinaron los que, en ese y todo tiempo, mistifican y administran los sacrificios humanos en nombre de Dios, de la defensa o del desarrollo de la patria. “Es preferible que muera uno solo, dijo Caifás, a que perezca toda la nación”. Pero a Jesús no le quitaron la vida simplemente, él la dio, él hizo suya la suerte de todos los hombres y mujeres obligados a padecer los proyectos ajenos, pues así, sin imponer su propio proyecto, sacrificando su vida a la llegada del Reino de Dios en vez de sacrificar a otros para su consecución, lo haría prevalecer. Hay que deslindar tres responsabilidades que  concurren como causas de la cruz, porque no son causas en el mismo sentido: la entrega de Jesús por los hombres representa la crueldad del pecado; la entrega voluntaria de Jesús representa todo lo contrario, el ánimo de perdón de amigos y enemigos; la entrega que el Padre hace de su Hijo representa el amor de Dios más allá de toda representación racional. Resucitando de la muerte a Jesús, el Dios de las víctimas, de los pobres y de los pecadores ejerció una vez más su conocida clemencia y pudo probar que, en su caso, la entrega de Jesús no fue indolencia ni traición. Fue donación de lo que más quería, su Hijo, y su dolor más grande.

            La mirada de la fe profundiza la intuición del sentido común y de la sabiduría popular. Si la sabiduría popular da recetas razonables contra el sufrimiento, como por ejemplo: «quien canta su mal espanta, quien llora su mal empeora», la fe apuesta a lo imposible, no promete conformidades. La fe se atreve a mirar cara a cara al mal, para desafiar abiertamente su actividad aniquiladora. La esperanza cristiana consiste en creer que el amor triunfará sobre todos los fracasos y desgracias. Si el decir popular reza «el dolor es pa’ que duela», la fe jamás justifica el sufrimiento, sino que da fuerzas para luchar contra él, venciendo la comprensible tentación de maldecir.

            La fe cristiana invita a ver en el hombre del Gólgota a Dios quebrantado y a compadecerse de Él. No de modo masoquista. Sin mistificar su sufrimiento ni tampoco el propio o el ajeno, pues así le reconoceríamos una eternidad y un señorío que no merece, para colmo e incremento del mal común. La participación en el dolor de Dios es la condición ineludible para gozar de su consuelo y exaltación. ¿Por qué? Algún día lo comprenderemos bien. Dios es así. Sólo participando del amor extremo de Jesús que apropió la crueldad al límite de sus fuerzas, nuestra vida vencerá la superficialidad inveterada que la acecha. No sabemos por qué son así las cosas, pero si no entendemos que a la hora del fracaso Dios está de nuestra parte, y ¡nunca en contra nuestra!, ese otro «dios» pueril, como un tío rico, continuará pervirtiéndonos con favores y gauchadas. En este «dios», temperamental e indolente o del “dios” de los premios y castigos, más vale no creer.

            En otras palabras, si para el fracaso y su dolor no hay justificación que valga, por la fe podemos empero invertir su negatividad en bien y alabanza. La contemplación del crucificado debiera activar en nosotros el deseo de su Padre de liberarlo de la cruz, a Él y a todos los crucificados de la historia. Dejar en la cruz a los millones de seres humanos que en nuestro mundo languidecen y expiran, sin embargo, horrorizarse del Jesús ajusticiado y no de los “detenidos-desaparecidos”, constituye una incoherencia muy profunda. Al contrario, el amor a la justicia, la justicia lograda e incluso sus meros esfuerzos por alcanzarla, son siempre un motivo de celebración.

            Pero esto es poco y de nada sirve si, en definitiva, no reconocemos que toda acción solidaria que inscribamos en este pobre mundo, extrae su virtud de la pasión del Salvador. Y el Salvador es Jesús, no nosotros. Si Jesús fuera menos hombre por ser tan divino, si Él no fuera codo a codo uno con nosotros, su salvación sería como esas limosnas que hunden al pobre en su marginación, en vez de acompañar su esfuerzo por levantarse. Pero sólo porque Jesús es uno con Dios, toda su pasión para que alcancemos la felicidad y, gracias a ella nuestro propio padecer, no es un dolor inútil, sino la condición para combatir con esperanza la tentación de institucionalizar el fracaso y la muerte.

"El pobre es Cristo"

La campaña de la última Cuaresma impulsada por los obispos de Chile reproduce exactamente la intuición más profunda del Padre Hurtado: “El pobre es Cristo”. Y, más importante aún, expresa el fondo del Evangelio.  De una imagen de Jesús, el aviso sostiene “él es Cristo”; de una fotografía de un pobre dice “él también”.

          Pero, ¿es posible admitir algo semejante? ¿No es ésta una exageración? ¿Un exabrupto devoto?

Falsa y verdadera identificación

 

          En un sentido, no es posible identificar a Jesucristo con los pobres ni con nadie. Para los cristianos Jesús es Dios. Y Dios, si bien se manifiesta en la creación como el músico en su música, no es parte suya ni depende de ella más que en el caso de Cristo. María no es Dios. Los pobres tampoco lo son. Ya el libro del Génesis destaca la separación entre Dios y su creación, apartándose de las mitologías orientales vecinas que mezclaban a las divinidades con los sucesos mundanos, y que terminaban haciendo del mal un hecho divino y, en consecuencia, “natural”. Para la Biblia el mal, y más precisamente la pobreza, es fruto del pecado del hombre, una realidad aborrecida por Dios.

          Pero aun sucede que los seres humanos, creyentes o ateos, solemos absolutizar ciertas cosas o ideas, rindiéndoles una adoración que no merecen. Motu proprio identificamos -para protegernos o para obtener algún beneficio- realidades mundanas con Dios mismo o su equivalente en dignidad. Los poderosos, cuando les conviene, divinizan el mercado. En el campo religioso hay devotos que creen tanto que Cristo está en la hostia que ninguna otra criatura les parece que puede acercarnos a él.

          El pobre no es Cristo. Es muy sano notar la diferencia. Los pobres son los predilectos de Dios por su dolor, por la injusticia padecida. También por su pobreza moral: Dios ama con preferencia a los que no tienen ni siquiera virtudes para intercambiar con El. Ellos, como todos, tienen muchos vicios y taras. Es indispensable observar su diferencia con el Inocente que comparte el destino de los pobres para liberarlos de la pobreza porque, de lo contrario, no será posible para nosotros amarlos -ni amarse ellos a sí mismos- sin justificar su injustificable situación.

          Cuando no se observa esta diferencia se cae en mistificaciones de los pobres, del pueblo y de las causas populares que, en vez de ayudar a los pobres a salir de la pobreza, sirven paradójicamente para mantenerlos en ella. Se mistifica a los pobres cuando se los hace depositarios de toda verdad y justicia, aunque estén equivocados, como si su dolor por sí solo exculpara cualquier error y eximiera de la fatiga de inventar una sociedad igualitaria. Entonces, y aunque se desee todo lo contrario, la “divinización” de los pobres suele traducirse en una “eternización” de su miseria.

          Lo que es imposible para el hombre no lo es, sin embargo, para Dios. No corresponde identificar al pobre con Cristo, pero Cristo se ha identificado con él y ha pedido ser reconocido en el hambriento, el sediento, el forastero, el desnudo, el enfermo y el preso (Mt 25, 31-46). Se nos dice que Dios se ha hecho hombre. La cuestión es todavía más profunda: “Dios se ha hecho pobre”.

          El testimonio bíblico de la parcialidad de Jesús con los pobres es tan abundante que habría que tijeretear todo el Nuevo Testamento para dar escapatoria a los ricos. No hay escapatoria, lo que hay es conversión. No se trata de que los ricos estén condenados ni que Dios los odie o algo semejante, sino que, aunque sea difícil de entender, sólo es posible gustar el amor de Dios en la medida que se comparte la experiencia de empobrecimiento del Hijo de Dios en favor de la humanidad triste y expoliada. Jesús nació pobre, vivió como  pobre entre los pobres y murió desnudo en la cruz, todo para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9).

          ¿Por qué son así las cosas? Es esta una cuestión de fe. No es posible comprenderla más que entrando en el despojo divino: entiende el que cree y cree el que imita la generosidad de Jesús. En las cosas de la fe, la práctica lleva la delantera a la teoría: conoce a Dios el que ama al que sufre y sólo lo ama el que se perjudica a sí mismo en su favor. Al contrario, si la fe manda vestir al desnudo sin esperar recompensa alguna, la opinión común ordena huir de él, vestirlo para que no friegue o para jactarse entre los iguales.

          Creer que el “pobre es Cristo” es una paradoja de la fe, pues no depende de nosotros establecer la identificación sino simplemente reconocerla y sacar sus consecuencias. Pero tampoco en el ámbito de la fe el asunto es tan fácil. También a los creyentes ronda el espíritu mercantil que espera devengar algún provecho incluso de las intuiciones místicas más profundas. Creer que “el pobre es Cristo” no se presta al comercio con Dios sólo cuando significa, primero, recibir a Cristo en el pobre y, segundo, servirlo como merece.

Recibir y dar a Cristo en el pobre

 

          Para dar es preciso recibir. Es fácil dar a los pobres sin recibir de los pobres. Aparentemente, no tienen nada que dar. Además, está de moda ser caritativos con ellos y, mejor aún, reproduce el sistema. Pero recibir de los pobres, recibirlos, es difícil y pone en jaque el Estado del Bienestar y la Cultura de la Mendicidad.

          Cuando recibimos a Cristo en el pobre, en cambio,  somos humanizados por Él. Cuando el pobre entra en nuestra vida la desordena, nos pone en crisis, porque no es posible seguir siendo los mismos si damos espacio a su vida, a su pena, a su historia de luchas y fracasos. ¡A su esperanza! En ninguna relación humana la vanidad tiene futuro. Recibir al Cristo pobre genera una suprema humildad. El pobre arruina nuestros proyectos. Delante suyo hacemos el ridículo. Frente al pobre, ante cualquier ser humano, sólo toca la torpeza: no podemos manipular su reacción. ¿Enrostrará nuestra egolatría? ¿Acogerá nuestra propia miseria? El pobre es factor de humanización porque incorpora simbólicamente la verdad antropológica más honda: ¡todos somos pobres! No somos nada que, en última instancia, no hayamos recibido de Otro por medio de otros.  Y, en consecuencia, sólo en cuanto pobres y empobreciendo unos por otros, podemos comunicarnos auténticamente. Esta es la pobreza de espíritu, la pobreza de Jesús, gracia abundante del Evangelio y condición absoluta del mismo.

          El pobre es Cristo que carga con las consecuencias de nuestra injusticia social, amén de nuestra caridad humillante y nuestro voluntariado disfrazado de caridad. Sobre todo, en el Cristo pobre Dios nos ofrece su perdón. Recibir al pobre es exponerse a la terrible prueba de ser juzgados y redimidos por Él. Todo se invierte: ¿quién da y quién recibe? Cuando el pobre es Cristo, el que da recibe y el que recibe da.

          Nuestra sociedad está amenazada por la mendicidad, otra forma sutil y grave de deshumanización. A corto plazo es imperativo mitigar los efectos de la miseria más resistente. A largo plazo necesitamos integrar a los pobres con su participación y su derecho a equivocarse, sus dolores y sus ilusiones.

          Nada hay más grande que recibir a Cristo en el pobre, el crucificado de hoy. Cuando esto sucede, la transformación de la existencia es completa, la alegría no tiene comparación. La dadivosidad que utiliza la beneficencia a los pobres para incrementar la vanidad, es causa de alegrías discretas, puntuales, insuficientes para blanquear la fortuna acumulada con injusticia. También es precaria la alegría que produce la liberalidad destinada a puro aplacar a Dios. No es precaria, es absurda: Dios es amor. Pero cuando descubrimos que no estamos solos, que el menesteroso es persona e interpela, cuando somos acogidos por el Cristo pobre con nuestra propia finitud, la felicidad alcanza cotas de vida eterna.

          Entonces surge la caridad auténtica. En un mundo cada año más desigual, los cristianos no se quedan esperando el Santo Advenimiento. Dan hasta que duela: ¡se dan ellos mismos! Son capaces de arruinarse la vida, contentos, para rescatar a los niños, a los ancianos, a cualquiera que sucumba en la marginalidad y el abandono. Comienzan por casa: soportan al hijo limitado, por años acuden a su llanto. Toleran crucificados la rapiña del adolescente drogadicto. Cuentan con la lucha de los últimos y sus raquíticos intentos de salir adelante por sus propios medios. Disciernen la limosna: una ayuda localizada, oportuna, proporcional puede alentar una recuperación o sostener siquiera una muerte digna; pero una ayuda bobalicona, egolátrica y desmesurada puede aniquilar una personalidad incipiente y corromper los sistemas de solidaridad que los pobres tejen con sacrificio. No puede haber pecado mayor que convertir a un pobre en un mendigo. Ni habrá milagro más milagro que hacer de un mendigo un hombre digno capaz de cuestionar a fondo las seguridades, las costumbres, las asociaciones y las ideas equivocadas de santificación que hemos elaborado para utilizarlo.

          Todo lo anterior es generosidad auténtica y no a medias, en la medida que cumplimos el mandato de PauloVI de “no dar como caridad lo que se debe por justicia”. La beneficencia cínica y fraudulenta, que devuelve a los pobres lo que se ha robado a los pobres, si no es posible descartarla del todo conviene llamarla por su nombre.

En conclusión

          No podemos divinizar a los pobres. También ellos necesitan convertirse. Dios no quiere su pobreza, ella es consecuencia del egoísmo humano. Pero para erradicarla Dios cuenta con los pobres, en vez de acudir en su socorro de modo paternalista, prescindiendo de su dolor y de su lucha por levantarse. En la Encarnación Dios se identificó con el pobre Jesús, hasta el despojo radical de la cruz, para que lo reconociéramos como el Dios que reconcilia el mundo desde su revés, tomando partido por los perdedores de la historia.

          La identificación de Dios con Jesús pobre es una cuestión de fe. El que cree, cree. El que no cree, no cree. El que no cree hallará buenas razones para desentenderse del pobre o para seguir utilizándolo en pro de la hermosa idea de sí mismo. El creyente, en cambio, verificará su fe permitiendo que el pobre, sacramento de Cristo, lo empobrezca en un comienzo y lo enriquezca hacia el final.