«Dios es ateo»

En un muro de la calle Alonso Ovalle con San Ignacio un grafitero escribió “Dios es ateo”. Dio en el clavo.

Es que la posibilidad de confesar a Dios en vano es tan antigua como peligrosa. No ha habido nada más dañino en la historia del cristianismo que traducir a Dios en cruzadas, privilegios y derechos sobre los demás. Hasta antes de Constantino (siglo IV), los cristianos fueron perseguidos por el Imperio. Después de la conversión del emperador, los cristianos comenzaron a perseguir a los que no lo eran.

La oración en común de los líderes de las grandes tradiciones religiosas de las últimas décadas –recuerdo la de Juan Pablo II con representantes protestantes, musulmanes, judíos y otros– apunta en la dirección contraria. No así los actos atroces de terrorismo en nombre de Dios o el inveterado colonialismo confesional. Pues bien, la globalización, que imbrica las creencias o las opone, nos exige más que nunca encontrarnos en lo fundamental. Dicho en términos coloquiales, demanda “poner la pelota en el piso”. Juguemos, pero en condiciones que nos hagan gozar a todos por parejo.

La humanidad requiere ir a la raíz. Se sea creyente o increyente, se crea esto o aquello, solo si se comparte lo más hondo de lo hondo se conseguirá una comprensión recíproca, favorable a una coexistencia y a una copertenencia dichosa. Estas son ciertamente más deseables que hacer prevalecer el propio credo sobre el de los demás.

Si creemos que hay un principio –Espíritu, lo llaman los cristianos– que genera diferenciación y convergencia de la humanidad consigo misma, un agnóstico no valdrá más que un budista ni un musulmán más que un cristiano.

“Dios es ateo”

¿Existe la posibilidad de una experiencia espiritual que pueda ser compartida? Sí la hay. Está a la mano. Se da casi en todos los seres humanos, aunque no lo sepan del todo. Si nos ubicamos en el plano meramente racional, cualquiera debe reconocer que Alguien o Algo le dio la vida, que no se merece a sí mismo; y, sub contrario, que no tiene nada que alegar si sufre y muere porque la existencia no es cuestión, en primer lugar, de justicia sino de haber sido donados a nosotros mismos.

Exactamente por esto, además, ninguno puede reclamar un derecho a apoderarse de los demás y de los bienes que hacen posible que estos sean lo que son. Podrá suceder. Por cierto, ocurre. Es cosa de ver cómo el planeta ha sido loteado y apropiado por unos pocos. Alguien troqueló en una moneda de un dólar In God we trust. Sinceridad pura. Pero si se acepta que el ser humano es un caso de gratuidad, a nadie se le puede poner precio ni aprovecharse de él

Si alguien cree que su vida es un don y piensa que la de los demás también lo es, va bien encaminado. Cualquier religión que reconozca esta convicción filosófica tendría que contribuir a que los otros credos religiosos prosperen. Si no se piensa que la vida es un don, difícilmente podrán evitarse el fanatismo, el proselitismo, el terrorismo y las guerras religiosas. Y, antes que nada, el capitalismo.

La paz, una vez más, se ha convertido en desiderátum de la humanidad. Nuevamente la religión puede reconciliar a los seres humanos o enemistarlos. Ella aportará lo mejor de sí misma si incorpora una ignorancia absoluta acerca de “Dios”, y una certeza irrebatible en que, contradiciendo a Descartes, “somos independientemente de lo que pensemos o creamos”.

Superación de la versión «sacerdotalizada» del cristianismo

Dicho en breve: el “hombre sagrado” sigue siendo el problema. Ha de tenerse en cuenta que la nuestra es una versión “sacerdotalizada” de la Iglesia Católica. Esta no ha sido ni tiene por qué seguir siendo la expresión de la Iglesia de Cristo, pues parece agotada en su capacidad de transmitir el cristianismo. En la actual figura de la Iglesia latinoamericana y caribeña, la pertenencia eclesial pasa por la persona sacra de los sacerdotes. En nuestro medio, los principales sacramentos los realizan los presbíteros. También sucede que las instituciones que oficialmente rigen la convivencia eclesial se consideran en cierto sentido divinas e irreformables.

La Iglesia latinoamericana y caribeña quiere avanzar en sinodalidad. Pero, mientras en la Iglesia no se acabe con la idea del presbítero, cura o sacerdote como “el hombre sagrado”, las relaciones intraeclesiales seguirán haciendo cortocircuito.

Estas son las expresiones más preocupantes de esta situación:

1.- El “hombre sagrado” es un problema ad intra de la Iglesia:

• El “hombre sagrado” establece relaciones insanas: el cura tiene una prestancia tal que inhibe la inteligencia y la libertad de las personas. Es insano que entre el ministro y los laicos las relaciones sean solo asimétricas (tendrían que poder ser, entre adultos, también ser simétricas).

• “El hombre sagrado” infantiliza a las personas y a la misma Iglesia, la que es guiada por pastores que tratan a los y las cristianas como ovejas (un animal poco inteligente).

• La investidura mágica de los presbíteros seduce y favorece la comisión de abusos sexuales, de conciencia y de poder como lo denuncian los informes de Australia y de Francia sobre esta materia.

• El “hombre sagrado” hace girar la Iglesia / comunidades en torno a lo que solo él puede hacer (sacramentos). Él no genera comunidades, sino “público”, “clientes” o “fieles” (gente “fidelizada”).

• El sacerdote se inciensa a sí mismo y a los demás.

2.- El “hombre sagrado” es un problema ad extra:

• Frustra la misión evangelizadora de la Iglesia: Jesús no reclamó un reconocimiento de “sacralidad”, sino que invocó su unión con su Padre como fundamento del advenimiento del reino; Jesús no tuvo la pretensión de ser “sacro”, quiso en cambio ser compasivo.

• Jesús fue víctima de una institución “autosacralizada”. Por esto, el catolicismo sacerdotalizado que tenemos es un anti-testimonio del Evangelio.

A efectos de crecer en sinodalidad se requieren una reforma de las estructuras y una conversión del corazón. Ambas se necesitan recíprocamente. Nos detenemos aquí en un solo asunto: la formación del clero (religioso y diocesano).

Deben tenerse en cuenta que en el documento Síntesis narrativa de la Asamblea eclesial latinoamericana y caribeña, se dijo: «Desterrar la clericalización. Cambiar la visión y misión de los seminarios porque es donde se forja el clericalismo» (2021, p. 135). Y, en otro lugar: «El clericalismo comienza a formarse desde el ingreso al Seminario de los candidatos al Sacramento del Orden» (p. 107). En la Iglesia del continente constatamos que la doctrina del Concilio Vaticano ha sido recibida de un modo incompleto. Es aún más preocupante que, en muchas partes, esta enseñanza ha sido simplemente olvidada. Esta falta es evidente en las Normas de formación de los seminaristas (rationes).

Como antecedente para superar el problema, hemos de recordar que el Concilio de Trento, siglos atrás (siglo XVI), supo responder a una crisis eclesial profunda causada por abusos de distinta naturaleza de los obispos y los sacerdotes. A tal efecto, creo seminarios en los que separó a los seminaristas de las demás personas; puso énfasis en el desarrollo de las virtudes de los jóvenes; subrayó que la eucaristía es un sacrificio más que una cena; hizo pasar la vida de la Iglesia a través de las acciones ejecutadas por el sacerdote (los sacramentos).

Si Trento puso el acento en los sacramentos, el Vaticano II (siglo XX) lo hizo en la predicación del Evangelio. Buscó un diálogo con la Reforma protestante (que provocó la respuesta tridentina) y con la modernidad (que amenazaba a la Iglesia con arrinconarla en el fideísmo). Así exaltó la importancia de la Palabra (Dei Verbum); demandó a los presbíteros que se consagraran con prioridad a su proclamación (Presbyterorum ordinis); asimismo, quiso que las Escrituras fueran “el alma de la teología” que habría de estudiar los seminaristas (Optatam totius); subrayó la prioridad del sacerdocio común de los fieles y subordinó a este el sacerdocio ministerial, y promovió la santidad de todos los bautizados y bautizadas, queriendo acabar con los “estados de perfección” (status de superioridad de los clérigos y religiosos/as) (Lumen gentium). Además, el Vaticano II puso a la Iglesia en diálogo con las culturas y los tiempos (Gaudium et spes).

Sin embargo, el Concilio no armonizó las innovaciones teológicas referentes a los presbíteros y su formación. En los documentos convivieron las innovaciones junto con las que Trento introdujo. El Concilio toleró la contradicción. Lo más complejo ha sido no acabar con la idea de superioridad de los clérigos en virtud de su ordenación sacerdotal.

Después de unos años de experimentaciones y de crisis de identidad sacerdotal, Juan Pablo II golpeó la mesa y exigió un retroceso. El Papa, en Pastores dabo vobis (1992) – el documento que reinterpretó Optatam totius- sostuvo: “ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana” (n° 39). Según Gilles Routhier, desde entonces “por desplazamientos sucesivos, se vuelve a considerar el presbiterado, que se designa más y más a partir de la categoría sacerdotal, como un estado de perfección. Después de cincuenta años, prácticamente se ha invertido la perspectiva señalada por el Vaticano” (2014).

Recomendaciones

• Es necesario hacer una armonización teológica entre los documentos que se refieren a la identidad y misión de los presbíteros, pues ellos contienen elementos del antiguo régimen que facilitan el retorno al seminario tridentino que protege a los formandos del mundo y los envía luego a él como personas sagradas superiores a las demás.

• Es preciso que el régimen de formación no separe a los seminaristas del común de la gente, antes bien los exponga a relaciones afectivas, espirituales, intelectuales y pastorales que, según el paradigma de la Encarnación, les haga más humanos.

• La formación de los futuros ministros debe ser una responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. Los y las católicas deben tener una palabra decisiva al momento de aceptar personas a la formación y al de concederles el sacramento del orden, además de establecer los criterios que deben regir esta larga etapa.

Una espiritualidad radical para otra civilización

En el planeta tierra se están dando episodios de catástrofes medio ambientales de enormes proporciones. En América Latina las inundaciones en el sur de Brasil han hecho daños incalculables. Dicen que las de 2024 fuero peores que las de 2023.

Los vientos de 124 km por hora de días atrás en Santiago de Chile no hicieron tantos estragos como en Porto Alegre, pero son inéditos. Ellos mismos son una excelente metáfora: el día menos pensado, el viento puede arrasar con la luz, el agua, techos y personas. ¿Acaso nuestra propia vida no está expuesta a ventoleras que nos están haciendo difícil mantenernos en pie? No es solo cuestión de climas. Un virus, la creciente criminalidad, la gran minería y nuevas guerras arrasan con pueblos generando migraciones masivas. La Inteligencia artificial acelera la historia. Aumentará la velocidad de entrada a un túnel que no sabemos si tiene salida.

¿Aguantarán las raíces de los árboles santiaguinos el ciclón de 2025? ¿En qué radicaremos en nuestra existencia en lo que queda de 2024? Esta es la pregunta radical, válida igualmente para creyentes y no creyentes.

Cabe, entonces, preguntarse: ¿hay una espiritualidad tan profunda que nos permita agarrarnos a la vida como las raíces permiten a los árboles resistir los tornados? ¿Existe algún modo de existencia que nos arraigue hondo en el cosmos en el que dependen recíprocamente las piedras y el fuego, el aire y el agua, los seres vivos y los inertes, los ricos y los pobres? ¿Hay alguna manera de amarrarnos las personas de diversos credos religiosos y filosóficos en un solo hato?

Claro que sí.

Los seres humanos somos individuos espirituales. Contamos con el Espíritu para co-pertenecer y hacernos corresponsables de la más lejana de las galaxias y del suspiro del más pequeño de los átomos. El mismo Espíritu arrecia contra el ego y el egoísmo. La suerte del universo es una exigencia colectiva. La mayor pobreza es no contar con nadie.

Pero, llevadas las cosas a su origen, cualquier ser humano venido a la existencia es pobre. Esta misma condición de pobreza constituye el tocón del que brotan las ramas que resisten una vida tan difícil como la que se nos está escapando de las manos. La persona pobre -lo sea económicamente por razones de salud, de falta de vivienda, de trabajo o porque perdió a su esposa, a sus hijos; el pobre migrante, desplazado o refugiado; la gente que aloja en carpas o entre tablas a la orilla de los rieles del tren; incluso cualquiera de nosotros(as) víctima de la propia ineptitud- ha de reconocer que no es capaz de darse a sí mismo la vida y, en cambio, ha de agradecerla. Agradecerla a Alguien o a Algo. Nadie es capaz de decir “me merezco”. El agradecimiento es la más alta expresión espiritual. Es solo comparable al reconocimiento avergonzado de quien se jactó de ganarse la tierra, los humedales, la mejor de las universidades y personas que le sirvan y le tengan miedo. Ser rico es un pecado. Compartir las riquezas tampoco es ningún mérito. Corresponde.

Los pobres de espíritu -diría Jesús- solo tienen a Dios, pues se han desprendido o se desprenderán de lo que pertenece a toda la creación. Ser pobre también es un pecado, las veces que se trabaja o se roba para ser ricos. No, en cambio, cuando se lo hace para alimentar a los hijos. O tomarse un terreno. La tierra pertenece a todos por parejo.

La solidaridad es la prueba de la espiritualidad auténtica No debiera haber otra prueba de la existencia de Dios. ¡Atención teólogos(as)!

La espiritualidad radical, la inspiración de debernos la vida unos a otros y la coexistencia mutua nos hace mejores, nos une estrechamente y nos realiza como personas al nivel más profundo. Uno llega a ser alguien si reconoce su dependencia de los demás. La invocación de la vida eterna no es alienante cuando la eternidad se anticipa entre los mortales a modo de triunfo de una conjunción cósmica.

Compartir la vida espiritual de los pobres es fundamental. Ellos saben que viven de fiado y que la existencia tiene sentido cuando consiguen el pan de cada día. Las riquezas, en cambio, aíslan y desorientan. Introducen a las personas en la superficialidad. Terminan por matar a los ricos -dice la Biblia- y su acumulación mata a los pobres.

Compartir es el tema. Compartir lo que se tiene y lo que no se tiene, y recibir como si no se mereciera recibir absolutamente nada. Esta es la clave de una nueva civilización. La civilización del agradecimiento que superará a la del merecimiento.

La cruz y las mujeres

La teología feminista constituye una revolución en teología, y está por verse si activa una revolución en la historia del cristianismo. Si este tipo de teología se ocupa de la experiencia espiritual de las mujeres, si pone atención, sigue el curso y alienta la lucha de las mujeres por su dignidad, el cristianismo, que hasta ahora solo ha procesado el camino espiritual de los varones y de los eclesiásticos, evidentemente cambiará.

En el mejor de los escenarios, esta transformación se traducirá en un verdadero aporte social y cultural. Se está lejos de tal influjo, pero las teólogas no descansan, apuestan a su posibilidad. La producción intelectual de la teología de la liberación de las mujeres es enorme. Es muy creativo e inquietante.

Las teologías feministas más cuestionadoras se han enfocado en el concepto mismo del Dios de los cristianos. Ha habido teólogas que han puesto un pie fuera del cristianismo, pues les ha parecido que la representación masculina de la divinidad es irreductible. Dado que no es inocuo referirse a Dios como Padre e Hijo, estiman que la confesión trinitaria configura al cristianismo como una religión patriarcal y androcéntrica nefasta para las mujeres.

Otras cristólogas han seguido otro curso. Han incluido la perspectiva de género en otro campo semántico. Han zafado la dificultad señalada haciendo propio el proyecto de Jesús consistente en su anuncio del Reino de Dios, proyecto liberador para las oprimidas(os) de toda condición (Elizabeth Schüssler Fiorenza, Madrid, 2000). En esta óptica, nadie en la Iglesia debiera poder invocar el género masculino para poner a las mujeres en su lugar o darles uno especial, aunque sea decoroso. ¿No pueden las mujeres ser sacerdotes porque los apóstoles eran varones? Las teólogas recurren a las teorías de género precisamente para desenmascarar este tipo de argumentaciones.

En consideración a lo anterior, es fundamental revisar qué es “salvación” en el cristianismo y cómo tiene lugar. Las teologías de la liberación han preferido el término “liberación”, para hablar de una salvación “más acá” de la historia, sin perjuicio de la que el cristianismo afirma para un “más allá”. El caso es que, aún si se libera al cristianismo de los sesgos machistas de su vocabulario trinitario, es imperioso revisar cómo se entiende que la cruz de Cristo salve/libere, pues en la teología, en la piedad cristiana y en la liturgia de la Iglesia se ha llegado a entender exactamente lo contrario. Mirar con atención qué se dice de la cruz de Cristo es fundamental para liberar a mujeres, y hombres, de una versión opresiva del mismo cristianismo.

Las cristologías feministas se han empeñado en denunciar teologías de la salvación que han facilitado el abuso contra las mujeres. En su perjuicio, los padecimientos de Cristo han sido utilizados para justificar sus sufrimientos. Las mujeres, especialmente, a partir del último milenio, han debido encontrar en el crucificado la fuerza para resistir con paciencia los atropellos y tratos indignos que los varones y, en especial los eclesiásticos, les han impuesto de un modo injusto. Joane Carlson B. y Rebbeca Parker llegan a afirmar: “El cristianismo ha sido una fuerza primordial –en la vida de muchas mujeres la principal fuerza- para moldear nuestra aceptación del abuso”. Continúan: “El cristianismo es una teología abusiva que glorifica el sufrimiento” (New York, 1989).

Las mujeres han hallado en el cuerpo lastimado, llagado y sangrante de Cristo un principio de identificación que, en vez de liberarlas de su opresión y de haberles hecho caer en la cuenta de su inocencia, ha servido para mantenerlas en su lastimosa condición y continuar aprovechándose de ellas. Ha sido mérito de las feministas, por lo mismo, haber recuperado el vínculo entre Jesús y las mujeres. Si las mujeres pueden apegarse al crucificado para encontrar en él consuelo y compañía, es porque Jesús fue clavado en la cruz por haber querido hacer suyas las consecuencias de la violencia ejercida contra los seres humanos, por haber procurado dignificar e integrar a las mujeres a una sociedad que las marginaba. Bien puede, este Jesús, generar en ellas esperanza, no menos que rebeldía para intentar su reivindicación.

A este efecto, las cristólogas han exigido volver a la historia de Jesús. Lo dice Elizabeth A. Johnson en estos términos:

“La conducta característica de Jesús de parcialidad hacia los marginados, incluía a cada momento a las mujeres como las más oprimidas de los oprimidos en cada grupo. Tratando a las mujeres con benevolencia y el respeto correspondiente a su dignidad humana, Jesús sanó, exorcizó, perdonó y restauró a las mujeres al Shalom. Su comunidad de la mesa era inclusiva, y las mujeres, tanto las pecadoras como aquellas que formaban parte de los ‘suyos’, como llamó Lucas al conjunto de sus seguidores, compartían la alegría de la próxima venida del reino de Dios” (New York 1990).

¿Qué hacer con la palabra “sacrificio”?

La invocación de la cruz como sacrificio, en perspectiva feminista, ha sacrificado a las mujeres. La palabra es odiosa para las madres, las esposas y las mujeres en general. Bien puede decirse que el término -propio de una religión antigua dos mil años- es tolerable si sirve para expresar que el único sacrificio auténtico es el del amor. A Jesús le costó caro, pagó con su vida, se entregó por entero, se “sacrificó” por liberar a las palestinas de su época. La cruz, por esto, no puede equivaler a ofrecer un sacrificio a las divinidades del Neolítico. En cambio, la contemplación de las manos y pies vulnerados de Jesús, deben recordar los motivos históricos de su crucifixión e inspirar una lucha liberadora de las cristianas por las mujeres crucificadas de un lado al otro de la tierra.

Esto dicho, la teología debe a las teólogas feministas un progreso en la ortodoxia. Esta nueva comprensión del misterio de Cristo todavía tiene mucho trabajo en mostrar que quienes, por ser mujeres, han sido tratadas como culpables siendo, en realidad, inocentes. Porque lo correcto, lo ortodoxo, es creer que el crucificado, antes que el representante de los pecadores, fue el diputado de víctimas como las enfermas, las prostitutas, las extranjeras, y toda suerte de marginadas por quienes en el Israel de la época eran los expertos en Dios.

Queda un largo camino por recorrer.

Si algunas mujeres se rebelaron y se fueron de la Iglesia Católica, otras, tal vez, se rebelen y se queden. Difícilmente la casta eclesiástica masculina entienda que se requieren cambios grandes en la Iglesia. Las cristianas que quieran seguir siendo cristianas, tendrán que doblarles la mano a las autoridades de su Iglesia y avanzar con ellas, a pesar de ellas o contra ellas.

El Cristo de las y los cristianos chilenos

Autor del Mural: Mico

Publicado en revista Mensaje, 714 (2022) 40-43, con el título: En la Iglesia chilena: El Cristo del Concilio

A sesenta años del inicio del Concilio Vaticano II, conviene observar la imagen de Cristo viva en el Pueblo de Dios(1). Interesa la noción más novedosa que la Iglesia chilena gestó de él, con la inspiración del Espíritu y con los documentos de tal concilio. Este Cristo, a su vez, ha indicado a nuestra Iglesia por dónde seguir.

Quedarán fuera del radio de interés de este artículo otras imágenes muy importantes de Cristo. Por ejemplo, la predominante en el pre-concilio, la de la religiosidad popular y otras que son nuevas pero no sintonizan con el Concilio. Se parte de la base de que la originalidad de esta imagen tiene que ver con la formidable ilustración acerca de Jesús impulsada por Dei Verbum, la constitución conciliar sobre la Sagrada Escritura. Este documento propició un conocimiento amplio de la Biblia de parte del Pueblo de Dios y ha favorecido una renovación cristocéntrica de la teología, de la pastoral y de la espiritualidad.

Este artículo pretende ofrecer esta imagen, a sabiendas del déficit metodológico de su intento. Faltan trabajos de campo. Las fuentes consideradas en este artículo son algunas reuniones grupales, consultas a católicas/os que vivieron su fe en la Iglesia pre-conciliar, la experiencia pastoral del autor y un par de investigaciones suyas sobre este asunto(2). Y no mucho más.

UN CRISTO PRESENTE

El Cristo del Vaticano II se hace presente en el mundo y está presente en la Iglesia. Se hace presente, se manifiesta, mira con los ojos de los pobres y llama a atender a sus miradas. No es nuevo en la historia del cristianismo ver a Cristo en el pobre. Alberto Hurtado habla de ello: «El pobre es Cristo»(3), dice. Pero en los años sesenta y siguientes, se acentuó la conciencia —que también estaba en el jesuita— de que el pobre es víctima de injusticias sociales estructurales. El cristianismo progresista quiso cambiar la organización económica de la sociedad, haciendo así real a Cristo en la actualidad.

Por entonces, además, los sectores vanguardistas, inspirados en el Concilio y de la mano de la conferencia de Medellín (1968), procuraron atender los signos de los tiempos para discernir en ellos la acción de Cristo en la historia y sumarse a los cambios más significativos de la época. El método teológico del ver-juzgar-actuar, que sirvió a la Iglesia del continente para escrutar la presencia de Dios en los acontecimientos, constituyó la clave de la naciente Teología de la liberación y llegó a ser el instrumento pastoral con que las conferencias episcopales realizaron su trabajo en su contexto específico. La opción por los pobres de Medellín, formulada en estos términos por la conferencia de Puebla (1979), proseguida por las de Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007) y, finalmente, ratificada por los papas, radica en Cristo. Así lo entendió Medellín (Documento sobre la Pobreza). Puebla mandó ver en los diversos «rostros» de pobres el rostro de Cristo (DP 131-139). Las conferencias de Santo Domingo (Conclusiones 178-179) y Aparecida (65, 393, 402, 407-430) ampliaron la lista de estos rostros.

Por otra parte, en las comunidades de base y en las celebraciones eucarísticas se hizo costumbre atender a los «hechos de vida» que, compartidos, fueron la base para identificar a Cristo en la actualidad. En las comunidades cristianas de todos los sectores sociales se han recordado las palabras de Jesús: «Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20).

El Cristo presente en la Iglesia chilena ha sido alguien que no juzga, que acompaña y comprende a las personas. Para muchos, es su confidente. Es en virtud de esta cercanía que los cristianas/os reprochan a las autoridades de la Iglesia su distancia y poca empatía.

EL CRISTO ATENTO A LAS NECESIDADES HUMANAS Y LIBERADOR

El Cristo del posconcilio es tanto el Jesús de los evangelios como el Señor resucitado, actuante en el presente o, como crucificado, padeciendo en las víctimas de diversos tipos de sufrimientos. La evangelización ha permitido a las católicas/os conocer y atesorar los hechos y palabras de Jesús, los episodios de su vida y sus parábolas. Los cristianos retienen en su memoria la actividad misericordiosa del Jesús atento a las necesidades humanas, sus gestos comprensivos y sus milagros.

Este fue un hombre sensible, como pueden serlo las mujeres. Por cierto, se lo recuerda querido y seguido por las mujeres por su capacidad para comprenderlas y sus actos de defensa. Se piensa que su trato con ellas era fluido. También en Chile ha calado hondo la imagen cinematográfica de quien las mujeres, e incluso él mismo, pudieron haberse enamorado. Jesús fue un verdadero ser humano.

Pero fue sobre todo el profeta que siguió adelante con su misión, pudiendo caer en tentación, haciendo suyo el sufrimiento de su pueblo, llorando con los que lloraban y dando de comer a las muchedumbres. La piedad cristiana posconciliar se nutre especialmente de las parábolas del Buen Samaritano (Lucas 10, 25-37), de la del Rey eterno (Mateo 25, 31-45) y la del Hijo pródigo (Lucas 15, 11-32). Esta ayuda a entender la bondad inaudita del Padre de Jesús.

El Cristo conciliar latinoamericano, en cuanto resucitado, suscita en el presente compromisos solidarios y políticos en favor de los oprimidos, los obreros, los campesinos y las víctimas de las dictaduras militares que azotaron el continente hasta que cesó la Guerra Fría. No ha sido novedoso en Chile que Cristo fuera visto comprometido en las causas sociales. En la comuna de Estación Central, de Santiago, una parroquia lleva el nombre de Jesús Obrero. En el preconcilio se incubaba, por ejemplo, el movimiento de los Cristianos por el socialismo. En nuestro medio no hubo sacerdotes que engrosaran las filas de la guerrilla, como los hubo en Colombia y El Salvador. Pero los hubo asesinados por la dictadura, como Joan Alsina, Gerardo Poblete, Miguel Woodward, André Jarlan y Antonio Llidó. Otros han podido identificarse con el cura del filme de Aldo Francia Ya no basta con rezar, y dejar el sacerdocio.

La dictadura militar cortó tempranamente los intentos de identificar el Reino de Dios con proyectos de trasformaciones sociales. La Teología de la liberación, en Chile particularmente, motivó la resistencia. La Iglesia del cardenal Silva y una pléyade de obispos tildados de «rojos» fueron vistos como representantes del Cristo profeta y perseguido. La Vicaría de la Solidaridad, que reunió en sus oficinas a cristianos y no creyentes, tuvo por ícono al Buen Samaritano. Enrique Alvear, con su pastoral Desde Cristo solidario construimos una Iglesia solidaria ayudó a vincular a Cristo con la Iglesia. Esta sufrió las consecuencias de su modo de entender el cristianismo. En la capital aún se conservan los restos de la capilla de la «Comunidad Cristo quemado», incendiada por agentes del gobierno. En los via crucis de la Solidaridad, que juntaban a miles de personas y que solían terminar en enfrentamientos con la policía, bombas lacrimógenas y detenciones de manifestantes, además de cantarse «caerán los que oprimían la esperanza de mi pueblo», se entonaban cantos como el «Credo nicaragüense» que identificaba a Cristo con los oprimidos, los obreros, los campesinos y los maltratados de todo tipo o el «Nosotros venceremos» (con Cristo vencedor). Esta misma fue la Iglesia que organizaba el festival «Una canción para Jesús», que movilizó a miles de jóvenes.

No ha sido nuevo en la Iglesia chilena que Cristo haya motivado fundaciones de beneficencia y variados actos de amor al prójimo. Hubo casos de mujeres notables que a comienzos del siglo XX acudían a ayudar a barrios muy modestos. En continuidad con estas mujeres, y en la senda del Concilio, también la caridad con los pobres ha podido nutrirse de la ilustración evangélica desencadenada por el Vaticano ii. La Palabra de Dios, mejor conocida en la Iglesia posconciliar, ha enriquecido la solidaridad de izquierdas y derechas.

JESÚS, UN LAICO ADULTO

No ha sido nueva la devoción de los cristianos al niño de Jesús en Navidad. Lo novedoso en esta fecha y el resto del año es el Jesús que deja Nazaret y sale a predicar, como un laico adulto, obligado a discernir su misión de anunciar el advenimiento del reino de Dios a todo tipo de personas. Es el Cristo que entró en discusiones con fariseos, escribas y saduceos, los representantes autorizados para hablar de Dios.

El fenómeno debe relacionarse con una Iglesia latinoamericana que tomó conciencia del valor del catolicismo regional y del derecho a la originalidad. La Iglesia de la recepción chilena del Concilio activó en los fieles su sacerdocio bautismal, exigiendo a los ministros estar a la altura de personas capaces de pensar su vida a la luz de la fe, y algunas veces en virtud de sus conocimientos teológicos. Los mismos obispos chilenos en el Vaticano ii no fueron comparsa de los europeos. Antes bien, participaron en él como mayores de edad.

El laicado posconciliar latinoamericano y chileno demanda horizontalidad. Pide al clero espacio, mayor protagonismo en la conducción de la Iglesia y difícilmente soporta imposiciones. Los laicos del Vaticano II han recibido una mejor formación. Los mismos habitantes de los barrios populares, que en el siglo XX aprendieron a leer, con la Biblia en sus manos han sacado sus propias conclusiones.

Este mismo laicado ha reaccionado airadamente contra los abusos sexuales, de conciencia y de poder del clero, y el encubrimiento con que la dirigencia eclesiástica ha querido salvar su autoridad. En los últimos quince años los católicos chilenos han disminuido en aproximadamente un tercio y, en tres décadas, un 40%. Entre los jóvenes de la clase alta, la que más ha dispuesto de clero, el abandono de la iglesia de sus padres ha sido una estampida. Estos laicos no creen necesitar a una casta de sacerdotes fijada en los temas sexuales y, a la vez, gravemente inauténtica.

Pero esta caída en la pertenencia católica no se ha debido exclusivamente a estos escándalos. La secularización de la sociedad chilena se ha acelerado. La Iglesia chilena, al igual que en otras partes del mundo, experimenta un proceso de exculturación sin retorno(4). Lo que alguna vez fue obvio ya no lo es. Durante la pandemia, por ejemplo, católicos devotos no podían entender que el gobierno permitiera a la gente ir a los malls y no a los templos. Mucha de esta gente habría considerado una rareza que el gobierno cediera a presiones de las dirigencias eclesiásticas.

A partir de los años sesenta las mujeres, desde el momento que pudieron controlar su fecundidad, dieron un salto en autonomía sin precedentes históricos. La jerarquía de la Iglesia no supo discernir un mega-signo de los tiempos. La condena y oposición eclesiástica a los métodos artificiales para impedir la concepción ha parecido al laicado irracional. Muchas mujeres se fueron de la Iglesia. Otras siguieron en ella con fuertes sentimientos de culpa. Este ha sido su tema en el confesionario. Las católicas hoy, en virtud de una convicción adulta, no toman en serio la enseñanza magisterial y, como el resto de los católicos, casi no se confiesan.

Las católicas y los católicos hoy pueden concluir: «Cristo sí, la Iglesia no». ¿Qué tan adulta es esta sentencia? Dependerá de cómo se la entienda. Se deja entrever, en todo caso, que los cristianos no encuentran en la institucionalidad eclesiástica al Cristo en el que creen. Muchos se declaran en rebeldía en nombre de un Jesús que no acepta imposiciones infantiles.

CRISTO, AMIGO DE «LOS OTROS»

El Concilio Vaticano II quiso restablecer relaciones con las iglesias y comunidades de la Reforma protestante. Se ha tratado de una deuda que al tiempo del Vaticano II tenía casi quinientos años.

La «Catequesis familiar chilena» —que exige, a niñas/os y apoderados, dos años de preparación para la primera comunión— ha tenido un enorme impacto evangelizador. La columna de su método es cristológico. El Jesús del posconcilio chileno es el profeta de Galilea, que anuncia la buena noticia del Reino de Dios. Él ha sido visto como un evangelizador. El mayor aprecio por la Palabra ha facilitado que, especialmente los metodistas pentecostales, sean vistos como «hermanos». Los católicos chilenos no se ríen más de ellos y, además, van dejando atrás el complejo que les produce su manejo de la Biblia. Por otra parte, el ecumenismo de la Iglesia chilena posconciliar ha tenido expresiones prácticas muy importante. En su momento, luteranos y católicos defendieron juntos a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos. Los cristianos de distintas denominaciones han creado movimientos ecuménicos como la Renovación carismática y Cristianos para un mundo nuevo (Fondacio). En el Te Deum de septiembre los católicos han acogido en las catedrales a las otras iglesias y comunidades cristianas para rezar juntos por la patria.

Además de ecumenismo, el Concilio ha estimulado en la Iglesia chilena un encuentro con las otras religiones. Cristo, de algún modo, deja de ser un factor de superioridad y, en cambio, suscita una valoración de ellas en términos de igualdad. Cae, por lo mismo, la consideración de paganos de los pueblos originarios. Últimamente se valora su espiritualidad. En ellos se intuye, de algún modo, la presencia del Espíritu de Cristo.

PREGUNTAS AL CIERRE

Los cristianos creen que Jesús continúa hablando y revelándose en la historia a través de su Espíritu. Aún es necesario descubrir esta presencia en el postconcilio chileno. Hay algunas preguntas que, a este respecto, pueden servir:

¿Cómo afecta la exculturación —el arrinconamiento o creciente insignificancia del cristianismo en la cultura— a la concepción actual de Cristo? Dos campos de búsqueda importantes son la experiencia espiritual personal y el espacio público.

¿Cuánto ha sido acogido el Cristo que nos deja el Concilio Vaticano II y, en particular, el que aquí hemos esbozado, en la religiosidad popular? Podemos pensar, por ejemplo, en los bailes religiosos del norte del país.

(1) Sobre el Cristo del Concilio, ver Salvador Gil Canto, Cristo en el Concilio Vaticano II. Una relectura a los cincuenta años (Salamanca: Secretariado trinitario, 2015).
(2) Jorge Costadoat, «La imagen de Cristo de Edith Cabezas», Teología y vida LVI, n.o 4 (2015): 407-29; Jorge Costadoat, «El cristianismo de Hilda Moreno. Un estudio de caso», Cuadernos de teología IX, n.o 1 (2017): 126-54.
(3) S03 y 01b, S10 y 08; S10 y 18.
(4) Daniele Hervieu-Léger, Vers l’implosion? Entretiens sur le présent e l’avenir du catholicisme (Paris: Seuil, 2022). 54ss.

Mística del «metro cuadrado»

A estas alturas la comunidad científica internacional está de acuerdo con que la catástrofe medioambiental inminente es el gran tema. Pregúntesele también a los brasileros anegados de Rio Grande do Sul o a los habitantes de Nueva Delhi que han debido soportar más de cincuenta grados de calor.

¿Qué hacer? ¿A quién corresponde hacerlo? Ayudará combinar ciencia + sabiduría; y, en lo inmediato: técnica + conversión. La ciencia y la técnica son instrumentos indispensables para revertir el curso a la catástrofe. La sabiduría, por su parte, exige una conversión del corazón, un giro en la mirada o un nuevo modo de experimentarse en el mundo indispensable para modificar el rumbo, una transformación subjetiva que integre el sentir de la Madre Tierra.

Son dos saberes diferentes que debe conjugárselos para forjar otra civilización o, al menos, en el campo doméstico, estilos de vida más humanos. Es inimaginable pretender salir de la debacle en marcha sin la ciencia y la técnica. Pero, aún en el caso que a la larga el planeta se nos escape de las manos, siempre será posible sanarlo y mejorarlo en el propio “metro cuadrado”, es decir, en ese reducido lugar del que nos ocupamos, el jardín, la distinción entre basuras o el tipo de envases que usamos.

Hemos llegado a esta situación –opinión no solo mía– por haber confiado ciegamente en que la mera ciencia/técnica podían, por sí solas, ofrecer a la humanidad el sentido de la vida. La articulación entre este tipo de conocimiento y las sabidurías humanistas, filosóficas y teológicas que no se ha dado hasta ahora, debiera intentarse en adelante para frenar urgentemente el calentamiento global.

Si queremos gestar otra humanidad, es preciso avanzar en los dos frentes, comenzando por desarrollar una mística del “metro cuadrado”. Por pequeña que sea nuestra conversión –no dejar correr el agua de la llave, no comprar plásticos, acabar con el consumo superfluo, evitar los viajes en avión, ahorrar luz, aprovechar la energía solar en lo que se pueda, restaurar la vegetación y usar los medios públicos de locomoción–, esta será la más importante, ya que, sin ella, los cambios “macro” no se darán. Sin lo “micro”, lo “macro” no se conseguirá.

La integración de los saberes es la clave. Pues tampoco puede bastar una mística de lo pequeño que se desentienda de la suerte del resto de los seres del planeta. La falsa mística es siempre individualista. El egoísmo aliena de los demás y, como sin estos no hay futuro, la falsa mística también conducirá al desastre.

En estas circunstancias, es menester observar la experiencia espiritual de los medioambientalistas. No hablo de activistas que son cristianos o pertenecientes a otros credos. Me refiero a esos hombres y mujeres que, como los profetas de Israel, han sido ignorados, ridiculizados por décadas, e incluso martirizados por las empresas mineras y madereras extractivistas, como consecuencia de su compromiso medioambiental. Es cierto que hay varias formas de ecologismo. La mejor de ellas ha sabido conjugar aquellos dos órdenes de conocimientos. Algunos de ellos, como intelectuales orgánicos, nos llevan la delantera en los estudios y la generación de nuevos conocimientos, a la vez que en tomarse la calle para protestar y denunciar.

Unos últimos ejemplos: quizás alguien no pueda dejar de comer carne, pero puede pasar de la bencina a la electricidad y colaborar con las acciones mencionadas anteriormente; por lo menos grite al Estado para que no siga entregándole los humedales a la empresa privada.

La opción preferencial de Dios por los pobres

El amor de Dios por los pobres es una convicción cristiana. La Iglesia es infalible cuando opta por los pobres. Esto no quiere decir que Dios deplore a los ricos y, en consecuencia, los y las cristianas deban hacer lo mismo. De los ricos, y aun de los mismos pobres, Dios espera y estimula su conversión.

Fundamento bíblico

Esta convicción de la Iglesia arraiga en las Sagradas Escrituras. Israel tuvo viva conciencia de haber sido un pueblo liberado de la opresión de la esclavitud por quien terminó de reconocer como el único Dios misericordioso y justo. En el futuro, los y las israelitas habrían de ser con los huérfanos, las viudas y los extranjeros tal como Dios había sido con ellos. Jesús anunció a los pobres la llegada del Reino: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18). Declaró a los pobres que habrían de ser felices por el mero hecho de ser pobres (Lc 6, 20). La práctica misericordiosa de Jesús, sus acciones de sanación y sus enfrentamientos con los líderes de su época, lo cual terminó por costarle la vida, está ampliamente acreditada en el Nuevo Testamento. Incluso en el Magníficat quedó la huella del conflicto: “A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1, 53). Pero Jesús también anunció una bienaventuranza a los “pobres de espíritu” (Mt 5, 3). A sacer, gente que, como los pobres, confiaban en Dios y, a la vez, hacían propia las opciones de Jesús. Bien puede decirse que los “pobres de espíritu” son aquellos que optan por los pobres.

Lugar en la Revelación y la Tradición

Esta Revelación neotestamentaria ha sido transmitida por la Iglesia a lo largo de más de dos mil años[1]. Entre otras pertenencias culturales y religiosas, la Tradición de la Iglesia se reconoce en una sensibilidad y un amor a los pobres que a muchos ha podido desconcertar. Lamentablemente aun cristianos y cristianas suelen rechazarla. Pero los más grandes santos y santas indican a la Iglesia el camino de la fe auténtica.

En la antigüedad son de recordar las palabras de Juan Crisóstomo: “¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez” (homilía sobre Mateo 5,3-4). También otros santos/as: santa Rosa de Lima, san Vicente de Paul, santa Isabel de Hungría, Alberto Hurtado y Madre Teresa de Calcuta. A algunos, el cuidado y la defensa de los pobres les ha costado la vida. San Oscar Romero representa a numerosos/as mártires.

Últimamente el Concilio Vaticano II repetidas veces ha insistido en esta prioridad que tiene para la Iglesia los pobres. Lumen Gentium ofrece este ejemplo: “Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo” (Lumen gentium, 8; 38, 41; GS 1, 63, 69, 88; SC 5).).

La recepción latinoamericana y caribeña del Concilio

La Iglesia Latinoamérica y caribeña no ha sido original al haber optado por los pobres. La suya es una nueva versión de la Tradición. La novedad estriba en haber recibido el Vaticano II en estos términos. Las iglesias de otros continentes han podido llegar a sus propios hallazgos teológicos. Estas iglesias, sin embargo, han de reconocer en el modo latinoamericano de entender el amor de Dios por los pobres valor universal.

La segunda conferencia general del episcopado reunida en Medellín (1968) hizo de la justicia social la condición para evitar la violencia que asolaba el continente: “Si el cristiano cree en la fecundidad de la paz para llegar a la justicia, cree también que la justicia es una condición ineludible para la paz… América Latina se encuentra, en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada” (La Paz 16). Pablo VI confirmó documento final de Medellín y él mismo, haciéndose presente en Colombia con motivo de un Congreso Eucarístico, dijo a los campesinos de Mosquera: “El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino”[2].

La III Conferencia general reunida en Puebla (1979) hizo suyo este compromiso de Pablo VI y de Medellín (DP 1134). Le dio el nombre de “Opción preferencial por los pobres” (DP 1134ss). La Iglesia ha de reconocer su dignidad, sea auspiciando su derecho a luchar por sí mismos, sea como personas capaces de evangelizar a la misma Iglesia (DP 1147). También Juan Pablo II confirmó las conclusiones de esta conferencia. Es más, el papa polaco promovió decididamente esta opción en sus numerosos viajes por el mundo.

Años después, Juan Pablo II confirmó las conclusiones de la IV Conferencia (1992). La reunión episcopal realizada en Santo Domingo, en continuidad con Medellín y Puebla, renovó el llamado a una opción por los pobres y amplió considerablemente la lista de Puebla de los rostros de Cristo encarnados en personas concretas (DP 31-40), en quienes la Iglesia ha de reconocer el nombre de Cristo (DSD 178).

En la V Conferencia celebrada en Aparecida (2007), Benedicto XVI, en su discurso inaugural, sostuvo: “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9)”[3]. El documento final registró estas palabras del Papa (DA 393). Y, en línea con las conferencias anteriores, amplió de un modo prácticamente ilimitado la lista de los rostros de diversos tipos de pobres en los cuales se ha de reconocer el rostro de Cristo (DA 65, 393, 402-407-430).

Ahora último el papa Francisco ha encarnado esta opción en persona. La ha proclamado en sus discursos por doquier, pero sobre todo significándola con gestos proféticos. Ella ha tenido un lugar prioritario en sus principales documentos (Evangelii Gaudium, Laudato si’, Fratelli tutti). Su expresión “cuánto querría una Iglesia pobre y de los pobres” ha caracterizado su pontificado. En los comienzos del siglo XXI, cuanto la humanidad enfrenta el peligro de su extinción, y la de muchas otras especies, el Papa ha pedido “escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS 49).

Conclusión

La Opción por los pobres es inherente al cristianismo. No se puede ser cristiano si no se opta por quienes Dios ama con predilección. Esta convicción, que en cierto sentido representa la recepción del Vaticano II de la Iglesia en América Latina y el Caribe, también puede serlo en otros continentes.

Jorge Costadoat


[1] Cf. Vincenzo Paglia, Storia della povertà. La rivoluzione della carità dalle radici del cristianesimo alla Chiesa di Papa Francesco, Saggi Rizzoli, Milano, 2014.

[2] AAS LX, 619-623.

[3] Día 13 de mayo de 2007.

CRISTIANISMO EN TIEMPOS APOCALÍPTICOS

DALÍ

La tragedia de la pandemia del COVID 19 levantó la pregunta por el tipo de cristianismo que vendría después y por la modalidad de Iglesia que debiera estar a la altura de las nuevas circunstancias.

            La multiplicación de los focos de violencia y de guerras que estallan por doquier, también hace relevante tal pregunta. ¿Estamos ya, según el decir de Francisco, en la Tercera guerra mundial? No lo creo, pero no puedo excluir que llegue a tener lugar. Tal es la acumulación de armamento atómico que esta será, sin duda, la última de las guerras, grandes o chicas. En este último tiempo tenemos delante de los ojos a Rusia contra Ucrania, a Israel contra el pueblo Palestino, un abierto genocidio, y detrás de estos conflictos y de tantos otros, a EE.UU.

            Estos y otros fenómenos escalofriantes, como puede serlo el desarrollo de una Inteligencia Artificial que se autonomice, han de ser emparentados al cataclismo inminente del sistema eco y socio ambiental. La especie humana y otras especies vivas se extinguen. La Tierra, puede estar experimentando la sexta extinción masiva. En el Pérmico-Triásico murieron el 96% de las especies marinas. La extinción de los dinosaurios tuvo lugar a fines del período Cretácico.

            El escenario es el de un acabo mundi. ¿Qué hacer? La respuesta a esta pregunta es teórica en principio y, en definitiva, práctica. No debiera extrañar, por tanto, que la teología deba volver a ocuparse de la apocalíptica judeo-cristiana.

            De entrada, debe considerarse que la palabra apocalipsis tiene mala prensa. Pero una mala compresión de la apocalíptica debe ser distinguida respecto de su concepto original. La mala apocalíptica alimenta temores paralizantes. Tal puede ser su impacto en la psiquis que hace que las personas bajen los brazos y se echen a morir. La versión religiosa mala de la apocalipsis ve en los tsunamis, ciclones, guerras, terremotos, inundaciones y plagas, un castigo divino por los pecados de la humanidad. El dios de las sectas apocalípticas suele entregar a un gurú el relato del fin del mundo y el dominio de las mentes de personas incapaces de pasar a otra acción que a la de distribuir panfletos alucinantes.

            La buena apocalíptica, todo lo contrario, mueve a la acción con mayúscula. Su origen es bíblico. Surgió unos 150 años a.C. Se contiene en la literatura que quiso hacer justicia a los mártires macabeos que resistieron los intentos por helenizarlos. A las generaciones siguientes, los libros apocalípticos prometieron que un día, al fin del mundo, habría un juicio que rehabilitaría a las víctimas de la injusticia. El libro del Apocalipsis del Nuevo Testamento entronca con esta tradición. Este es un canto al Cristo que fallará en favor de los cristianos perseguidos y matados por el Emperador romano. Ellos, gracias a esta promesa, tuvieron esperanza y resistieron como si fuera razonable vivir en un mundo amenazante.

            En el mismo Jesús se reconocen rasgos claramente apocalípticos. Su propia espiritualidad israelita radica en la tradición de los jasidim, la de aquellos macabeos que esperaron un juicio final y una resurrección de los muertos. Jesús apareció en la Galilea de su época anunciando la llegada del Reino de Dios. El fin, comenzado con él, era inminente. En su caso, a diferencia del Bautista que anunciaba un castigo divino, su predicación se caracterizó por ser una buena noticia fragmentada en una variedad ilimitada de bienaventuranzas ofrecidas ampliamente a todos y, en primer lugar, a quienes la vida misma les era una mala noticia.

            El contexto histórico actual justifica desempolvar el pensamiento apocalíptico. Si se trata de enderezar el curso de la historia, si queremos dar otro sentido a nuestra existencia colectiva, es preciso, sobre todo, recuperar la idea de tiempo propio de la apocalíptica para oponerla a la visión moderna del tiempo, pues la modernidad opera como si el futuro de la humanidad fuera a ser siempre mejor por el mero desarrollo de la ciencia y de la técnica. Esta óptica, aún viva, comienza a ser cuestionada. En lo inmediato, no se puede seguir creyendo que los costos sociales del progreso moderno justifiquen un éxito futuro para toda la humanidad. La misma pandemia, por ejemplo, ha dejado a la vista las enormes desigualdades que las modernizaciones han provocado. No hay futuro para los pobres si en la actualidad no se ejecutan acciones que modifiquen su suerte. Si en algún momento se acusó al cristianismo, con o sin razón, de constituir una fuga mundi a una trascendencia alienante, igualmente alienante debe considerarse en el presente la fuga mundi al futuro que todavía ofrece, como si no hubiera ya fracasado, la versión capitalista de la modernidad.

            En otras palabras, en el siglo XXI, la recuperación de la apocalíptica bíblica debiera contribuir a sustituir el paradigma temporal de la modernidad. Lo hará si combate su idea de un tiempo lineal que favorece una visión ilusoria del futuro. Su futuro no tiene futuro. Es una promesa imposible de cumplir porque no incorpora en el presente las condiciones antropológicas y cosmológicas de su posibilidad. La buena apocalíptica, por el contrario, en vez de vociferar publicitar una ilusión ofrece esperanza; promete a la humanidad un triunfo más allá de la historia a quienes, ahora, hagan algo por interrumpir el curso al desastre. Es así que la antigua idea de un juicio final recobra la validez. Si hay un juicio, hay un sentido. Si hay un sentido, corresponde practicarlo. El caso es que la historia puede tener un sentido distinto que el que le ha dado la cultura gestada por quienes se han ido apoderando de la tierra y extrayendo de ella, sin piedad, todo lo que puedan convertir en dinero.

            Un nuevo sentido de la historia, sin embargo, demanda una modificación de la praxis cristiana que concrete una conversión del corazón a una irrupción de Dios en el presente. A saber, los cristianos tendrían que volver a vivir su vida sub specie aeternitatis, conjugando en el presente el tiempo increado con el tiempo creado, comprometiéndose en el salvataje del mundo. Frente a la fuga mundi terrorífica de la mala apocalíptica y la fuga mundi a un futuro ilusorio de la versión capitalista de la modernidad, los cristianos pueden extraer de su visión teológica, un amor mundi consistente en mirar la realidad como creación de un Dios que lo ama y que llama a recuperarlo cuanto antes. La praxis cristiana, en este sentido, tendría que enfrentar a ambas fuga mundi.

            Al efecto, se dan dos tipos de praxis complementarias o, más bien, se da una sola praxis con dos aspectos. Uno es el aspecto interior, personal, que comienza con una conversión del corazón. En las actuales circunstancias se requiere un cambio de mentalidad. Esta, a la vez, exige experiencias nuevas que se dejen inspirar por las experiencias tenidas por otros. Si la figura actual de desarrollo de la humanidad se considera fracasado, debe saberse que ha habido otras figuras de las cuales todavía hay mucho que aprender, como las de los pueblos originarios.

            El otro aspecto de esta praxis es el político. El desafío, en este caso, es ir más lejos de las derechas e izquierdas regidas por el paradigma del progreso moderno. El desafío político en la perspectiva de una correcta apocalíptica será, en primer lugar, ofrecer justicia a las víctimas social y mundialmente consideradas, a personas y pueblos crucificados, y por esta vía a toda la humanidad. Si de política se trata, quienes se enrolen en esta causa tendrán que estar dispuestas(os) a ser resistidos precisamente por ir contracorriente.

            Todo lo anterior no es nada de fácil de realizar pues requiere de un paso ulterior. Para consistir en una praxis auténticamente cristiana, se necesita articular fe y razón, fe y cultura, fe y ciencia; sin estas articulaciones será imposible que ella relacione fe y justicia. Si las personas, las universidades católicas y la teología no intentan tales articulaciones, la separación de los planos de la temporalidad y la eternidad conducirá derecho a la mala apocalíptica y a la práctica de aquella fuga mundi que endilga a Dios la salvación de su creación, excusando a sus aterrados devotos de hacer algo para colaborar en su liberación.

La obligación de vivir (en la cárcel)

Volvió el frío. Se duerme en la calle a cero grado. ¿Es un derecho la vida? Antes que un derecho, es una obligación. Es obligatorio vivir. Me explico.

Se trata de una obligación pre-ética. A nadie puede hacérsele responsable de vivir. Nuestro estómago manda comer. Nuestros pulmones, respirar. Hasta la última gota de nuestra sangre demanda al corazón poder circular. Nadie es culpable de vivir antes de poder hacerse responsable de decidir qué hacer con la existencia que recibió, con la vitalidad que le apremia a vivir. La ética recién comienza cuando un ser humano goza de libertad. Antes de esto, es fundamentalmente inocente.

¿Es culpable quien muere de frío en la calle? Y un niño que nace en la cárcel, ¿es responsable de este estigma? De mayor, preferirá evitar que se sepa. Así, podrá sobrevivir en una sociedad que lo culpará de por vida. Este y aquel son inocentes. Lo serán incluso si roban para comer. No puede serles imputable. ¿A partir de qué momento robar es un pecado?

La sociedad dirá que merecen una pena. Los neutralizarán entre rejas y sin calefacción. Si mueren de frío, allá ellos.

No se les dirá, pero se lo pensará o, inconscientemente, se justificará cualquier sentencia de los tribunales menos la que los favorezca. Los jueces son presionados por los medios. ¿Y los parlamentarios? Estos tienen otras prioridades para postergar la ley que facilite su inserción social como ciudadanos de primera y no de última categoría.

Así, volverán a delinquir. Por mi parte, espero que roben para sobrevivir. Así cumplirán con su obligación de vivir, diría Santo Tomás.

Nuestros parlamentarios hacen gárgaras con los derechos humanos, pero no reparan en que en esas cárceles hay personas, niños que nacen y son criados en prisión, contraviniéndose la Constitución de la República; y que, en vez de enclaustrar a mujeres madres o embarazadas, debieran legislar para que estas cuiden mejor a niños(as) que, así como van las cosas, se convertirán en delincuentes dentro de poco o terminarán durmiendo a cielo raso tapados con frazadas. ¡Total, son indigentes!, quizás piensen algunos honorables de la Cámara o el Senado.

A los reclusos(as) se les obliga a heredar la culpa, como si fuera poco heredar la miseria.

Los honorables de izquierda son los principales responsables de esta situación porque ellos enarbolan la bandera de la representación de los oprimidos. De los de derecha, en cambio, ¿qué se puede esperar? La mayoría se dice cristiana, pero se ha mimetizado con una sociedad dominada por los todopoderosos y por una clase media que aspira a ser rica.

¿Qué es ser cristiano?

Da lo mismo. De hecho, da lo mismo. Es cosa de ver a los cristianos ante el televisor lamentando tanto asalto. En vez, podrían interesarse en sacar la más gente posible de las cárceles y allanar una inserción digna y benéfica en la sociedad.

¿Son cristianos quienes piensan que hay que construir más cárceles? Seguramente sí. El cristianismo en Chile es un concepto vacío. La prueba está a la vista. Esta sociedad todavía hace gárgaras de cristianismo, aunque no tiene idea de las prioridades de Jesús.

Catolicismo kantiano latinoamericano

Este 2024, se cumplen 300 años del nacimiento de Kant y 60 del término del Concilio Vaticano II.

La relación de estos dos eventos es importante, pues la Iglesia, con el Concilio, especialmente, hace espacio a la Ilustración, que Kant representa, en el modo de entenderse a sí misma y su misión.

En su ensayo titulado “Qué es la Ilustración”, Kant se refiere al momento en que la humanidad comienza a pensar por sí misma. El filósofo se sirve del caso del sacerdote para explicar el fenómeno. Distingue entre el “uso privado de la razón”, es decir, cuando el presbítero debe explicar a los fieles lo que enseña su iglesia; y el “uso público de la razón”, a saber, cuando el mismo sacerdote debe explicar la fe de su iglesia en el foro público. En el primer caso, tiene la obligación de representar a las autoridades de su institución; en el segundo, debe someterse al escrutinio racional del común de los mortales y no puede pretender propagar creencias que nadie entiende.

¿Qué hay de esto hoy en la Iglesia Católica?

La Iglesia, hasta nuestros días incluso y en varias oportunidades, ha invocado la fe, la palabra bíblica de Dios, para contrarrestar el uso libre de pensar de sus contemporáneos y para condenar las novedades de la Modernidad. Galileo. La Revolución francesa. La democracia. Exclusiones a causa del género.

El Concilio constituye, en principio, la superación de esta actitud y de la ceguera eclesiástica a los avances de las ciencias naturales, sociales y políticas. En este acontecimiento, extraordinario en la historia de la Iglesia, esta establece un diálogo con la Modernidad. No la condena, como solía hacerlo los siglos anteriores. Por el contrario, quiere evangelizar los tiempos realizando un discernimiento de los métodos y de los resultados del uso de la razón, y ha exigido a los católicos salir de la minoría de edad.

El Vaticano, entre otros muchos logros, enalteció el valor de la conciencia y de libertad, e hizo suya la historicidad del ser humano en la consecución de la verdad. Esta, desde entonces, no ha podido ser concebida como caída del cielo. El Concilio constató que, en virtud del uso libre de la razón, la Iglesia puede y debe progresar en el conocimiento de Cristo, lo cual ha implicado sacar las consecuencias de su fe en Dios para la vida real de los católicos en el presente.

El Vaticano II, como expresión de lo anterior, facilitó el surgimiento de iglesias regionales adultas. La Iglesia latinoamericana aprovechó la oportunidad. Hasta entonces había sido expuesta a la colonización religiosa europea y al infantilismo. Desde entonces ha intentado liberarse de la dependencia intelectual y eclesiástica respecto de la curia romana.

Marcos Mc Grath, a la sazón, decano de la Facultad de Teología, lamentaba el infantilismo de la Iglesia de la región: “Esta inmensa porción del cristianismo que es Latinoamérica, ya no puede seguir en una fase de infantilismo intelectual, recibiendo hasta los últimos puntos y comas de su pensamiento, de otras tierras. Lo que es la doctrina, lo que es magisterio, los caminos seguros de teología que la Iglesia romana nos señala, todo ello será nuestra base. Sin embargo, es imprescindible que logremos nuestra propia expresión de estas verdades y estos valores frente a lo que nos rodea, aquí en donde la suerte de casi la mitad de los cristianos del mundo está en juego” (1961).

El caso es que la Iglesia del continente se sintió autorizada para mirar y pensar su propia realidad. Surgió la Teología de la liberación. Primera vez en su historia que la Iglesia de América Latina y el Caribe, en su conjunto, ha pensado por sí misma. La tensión con Roma ha sido máxima. La sede romana ha sancionado a sus representantes. Muchos de los teólogos(as) han sido intimidados, sancionados y excluidos de los centros de estudio. Por otra, la Sante Sede ha alineado los nombramientos episcopales mediante el miedo a salirse de la ortodoxia.

¿En qué estamos?

Juan Pablo II y el Cardenal Ratzinger, luego Benedicto XVI, recortaron las alas al catolicismo moderno latinoamericano. Inhibieron una evangelización a la altura de los tiempos. El Papa Francisco, en este contexto, puede ser llamado el “Papa de la libertad”. Su opción por una Iglesia de los pobres, en su mejor expresión, exige a los pobres mismos que piensen, que razonen, que saquen las consecuencias liberadoras de su fe, y entren en los templos con la frente en alto, como lo haría Kant.

FORMACIÓN EN SINODALIDAD PARA RELIGIOSAS(OS)

El fin de la formación de religiosos y religiosas se inscribe en la misión de la Iglesia de hacer realidad la acción liberadora y redentora de Dios en la historia.

La primera expresión de la sinodalidad es secular. Esta consiste en el mero caminar solidariamente la humanidad en pos de lo que los cristianos llamamos Reino de Dios. Al interior de esta sinodalidad se entiende la sinodalidad ad intra que el papa Francisco está promoviendo en la Iglesia. De aquí que un imperativo para la formación de tales agentes pastorales y misioneros sea que esta enseñe a convivir y a aprender de todos los seres humanos, de sus tradiciones y experiencias históricas. La Iglesia de Cristo es “católica”, es decir, universal. No es una secta cerrada a los demás, con lenguaje hermético y prácticas rígidas de inclusión y de exclusión. La Palabra de Dios -regla interpretativa fundamental para los cristianos- debe ayudarles a juzgar, junto a otros y otras, cuáles son las vías de una fraternidad universal.

El caminar sinodal de la Iglesia con la humanidad, supone que Dios se revela actualmente en la historia mediante su Espíritu. La Palabra de las Escrituras es la misma Palabra que apela a nuestros contemporáneos. Bien vale recordar la enseñanza de Medellín a propósito de la formación del clero, pues sirve a los consagrados/as en general. La Conferencia exige a los formandos conocer la realidad:

“Se pide al sacerdote de hoy saber interpretar habitualmente, a la luz de la fe, las situaciones y exigencias de la comunidad. Dicha tarea profética exige, por una parte, la capacidad de comprender, con la ayuda del laicado, la realidad humana y, por otra, como carisma específico del sacerdote en unión con el obispo, saber juzgar aquellas realidades en relación con el plan de salvación” (Medellín 13, 10).

Por esta misma razón demanda que se dé “una importancia particular al estudio e investigación de nuestras realidades latinoamericanas en sus aspectos religiosos, social, antropológico y sicológico” (Medellín 13, 19).

La expresión de sinodalidad ad extra opera cuando, ad intra, se dan en la Iglesia se dan relaciones sinodales. Una Iglesia no sinodal no ayuda a que la humanidad se encamine al Creador. La sinodalidad con que la Iglesia avanza en y con el mundo tiene un correlato en las relaciones que vinculan a los cristianos entre sí. En el caso de los y las formandas en la vida religiosa, estas necesitan crecer en su vocación al interior de una Iglesia cuyas relaciones, en tanto fraternas, constituyen un medio y un fin. Los y las religiosas en formación han de entender que, ante todo, son bautizados y que entre cristianos la fraternidad es lo primero. Así mismo, desde las primeras etapas de la formación el ejercicio de la autoridad ha de ser un servicio al desarrollo del cristianismo de quienes se incorporan a la congregación. Para ello, no hay que suponer que formadores y formandos sean efectivamente cristianos sino que tendrían que llegar a serlo. Los superiores y superioras deben entender que su tarea es un servicio evangélico. Merecerán obediencia, pero en la medida que conduzcan a la gente que se les ha confiado con el amor fraternal, exigente y sobre todo entrañable de Jesús por sus discípulos y discípulas. El Hijo es, al mismo tiempo, el Hermano.

La Iglesia no es una organización aparte del mundo, de los lugares en los cuales ella arraiga. La Iglesia es “mundana” para bien y para mal. En ella se dan las tensiones que ayudan a crecer, pero también a retroceder. El mundo, en este sentido, suele oponer resistencia al trabajo colaborativo, a la solidaridad y a la sinodalidad. En las congregaciones religiosas, en particular, hay lugar para el egoísmo, el individualismo y la búsqueda de poder. Es un hecho, no se lo puede ocultar, que estos auténticos pecados conspiran contra su misión evangélica. También en la vida religiosa femenina se puede dar el clericalismo. De aquí que, en términos análogos, se aplican a los religiosos/as la sentida demanda del Informe resumido del Sínodo sobre la formación del clero:

“En la perspectiva de la formación de todos los bautizados para una Iglesia sinodal, la de los diáconos y presbíteros requiere una atención especial. Había una amplia demanda de que los seminarios u otros cursos de formación para los candidatos al ministerio estuvieran vinculados a la vida cotidiana de las comunidades. Es necesario evitar los riesgos de formalismo e ideología que conducen a actitudes autoritarias e impiden un verdadero crecimiento vocacional. El replanteamiento de estilos y trayectorias formativas requiere una extensa revisión y comparación” (II, 11, e).

La sinodalidad demanda de la formación al menos las siguientes tareas: capacitación para la conversación y la toma de decisiones en común; para solidarizar con quienes, por defectos de diversa índole, demandan ir más lento; para formar o para participar en comunidades; para expresar ideas, para entrar conflictos y salir de ellos; para discernir espiritualmente con otras personas; para ser críticos y autocríticos; para que los y las formandas aprendan a buscar la justicia y la comunión.

Todo lo anterior obliga a abandonar la idea de la superioridad de los religiosos y religiosas sobre otros integrantes del Pueblo de Dios. La formación tendría que exponer a la gente en formación a entrar en relación con otras personas, con las cuales pudieran ellas crecer psicológica, espiritual, intelectual y pastoralmente. La sinodalidad implica un aprendizaje y un desarrollo. Al igual que el Evangelio, no se la puede dar por supuesta en la vida religiosa.

Semana Santa: Test de la fe

El viernes 29 de marzo es feriado. Los chilenos(as) y otros latinoamericanos podrán no ir a trabajar, y dedicar la jornada a lo que quieran. Los cristianos recordarán a Jesús, su amor hasta el final. También quienes no son cristianos podrán pensar en él y sorprenderse con su entrega. Porque tener fe en Cristo es una cosa, pero admirarlo y querer imitarlo es otra.

Hay, sí, un asunto más de fondo. Dado que la Iglesia cree en Jesús, cabe preguntarse en qué se traduce realmente creer en Dios. ¿Qué es creer? Puede darse que los que dicen creer, crean en realidad en cualquier cosa o que su fe no esté a la altura del cristianismo que profesan; pero también existe la posibilidad de que quienes no son cristianos, en la práctica se comporten como si lo fueran.

¿Cómo?

En Semana Santa la Iglesia celebra la máxima expresión del amor.  Pues bien, si alguien cree que el amor es el principio más profundo de realización del ser humano, tal persona es, de hecho, cristiana. El mejor ejemplo de cristianismo es el mismo Jesús. La fe de Jesús en que Dios lo amaba a él y a la humanidad, lo realizó a él como persona. Su fe no lo sacó del mundo, no lo evadió, no lo alienó. Todo lo contrario: lo comprometió con su transformación de la sociedad de su época y tuvo que atenerse a las consecuencias. El sueño de Jesús fue un mundo radicalmente humano.

Un viernes mataron a quien enseñó cómo se da y cómo se recibe; cómo se ofrece el perdón y cómo se perdona. Si usted cree en esto, acierta con la esencia del cristianismo. Si no, aunque esté bautizado y haya recibido los demás sacramentos, tal vez su cristianismo esté centrado en cosas secundarias o sea intrascendente.

Quedemos hasta aquí. Si usted quiere exponerse para saber si tiene fe o no, responda a las siguientes preguntas:

  • ¿Se alegra con la alegría de los demás?
  • ¿Es capaz de indignarse contra los prepotentes?
  • ¿Hace o quisiera hacer algo para aliviar el sufrimiento ajeno?
  • ¿Le duele la crisis socio y medio ambiental y hace algo para superarla?
  • ¿Estaría usted dispuesto(a) a reclamar contra la injusticia cometida contra pobres o ricos?
  • ¿Está dispuesto(a) a dar la vida por sus amigos?
  • ¿Cree que violar los derechos humanos es un pecado?

Si responde afirmativamente a estas preguntas, quiere decir que Usted tal vez tenga fe. Y, si no, vea qué hacer. No se sienta presionado(a) por nadie ni nada, porque la fe, cuando es fe, es libre.

Lo único que no es libre, es actuar con libertad. Pero es deseable ejercerla como lo haría Jesús. Una buena manera de hacerlo, aunque sencilla, es atender al vecino crucificado y a los crucificados sin más.

Un tiempo apocalíptico

Nuestra existencia temporal suele ser problemática y sería extraño que no lo fuera. Nosotros/as, como seres temporales, somos problemáticos. Nuestra generación, además, vive en una época extraordinariamente compleja. Somos seres aproblemados porque debemos relacionar tres tiempos.

Es preciso hacer una distinción fundamental entre el tiempo como medida y como circunstancia. El reloj, por ejemplo, mide el tiempo; un embarazo, en cambio, es una circunstancia de vida que se extiende por un periodo. El reloj simboliza el tiempo como “cronos”. Cronómetro, cronograma, crónico, anacrónico. El embarazo, por su parte, son nueve meses que pueden vivirse de distintas maneras. Son meses que se registran en un calendario. Pero un embarazo es un tiempo totalmente diferente para las mujeres que lo han experimentado. Puede ser horroroso cuando no es deseado o, por el contrario, maravilloso, como lo es para muchísimas mujeres.

Algo muy parecido ocurre en un segundo tiempo de un partido de fútbol. No será lo mismo para un equipo al que le falta un punto para ganar el campeonato que para otro que, de perder, al año siguiente irá a jugar a los potreros. En la primera escuadra puede prevalecer la ansiedad; en la segunda, la angustia. Entonces, ¿qué es el tiempo? Dependerá de las expectativas de los jugadores.

Hay incluso una tercera modalidad del tiempo. Si el anterior es un tiempo dado, una circunstancia dada, otro es el tiempo creado por ejercicio de nuestra libertad. Este tiempo comienza con las decisiones o actitudes con que asumimos tanto los buenos como los malos momentos. Este es el tiempo típicamente humano: elegimos o nos elegimos. Intervenimos en el curso del acontecer con acciones que pueden cambiar nuestra vida o la historia. Son acciones trascendentes por que van más allá de la circunstancia en que nos encontramos. Volvamos al caso del partido de fútbol. El entrenador de uno de los equipos saca a un delantero y mete a un defensa porque le gusta el resultado, y no quiere correr el riesgo de que le metan un gol. Decide, crea una nueva circunstancia. Con un mero cambio el tiempo cambia.

Sabemos que la libertad es una cualidad humana que se desarrolla y que no siempre existe. Ella es fruto de largos años de liberación de condicionamientos biológicos y psicológicos. Durante la niñez son los padres, madres y apoderados quienes han de tomar las principales decisiones de la vida de un niño. Lo que caracteriza a la adultez es precisamente la capacidad de elegir por sí mismo lo que se cree más conveniente. Pero incluso los adultos no son siempre libres. ¿Puede alguien decidir qué soñar desde que se queda dormido hasta que suene el despertador? Hay realidades que no elegimos, o que pueden anular o limitar al máximo las posibilidades de elegir de los adultos: el alcoholismo, el terror que puede provocar una violación, el hambre.

El caso es que la humanidad se encuentra es una circunstancia inédita. Los seres humanos, responsables del planeta Tierra, nos encaminamos al desastre a causa de malas decisiones personales y colectivas. La modernidad capitalista, un modo de desarrollo cuyo motor es la expectativa de ganancias económicas o la avaricia, ha inaugurado un tiempo apocalíptico. Es cosa de años, de horas, de minutos. Esta, de haber sido una posibilidad, se ha convertido en un dato, una circunstancia dada. Es, por lo mismo, una vez más, un desafío máximo a nuestra libertad. ¿Podremos actuar a tiempo? ¿Cuántas décadas nos quedan? No lo sabemos. Tal vez todavía podamos impedir la catástrofe. Si no, aún dependerá de nuestra libertad elegir el modo de vivir en tiempos apocalípticos. Porque la apocalíptica es un tiempo trascendente, es el mayor reto a la espiritualidad. Lo podemos plantear así: hagamos como si la posibilidad del cataclismo es real; hagamos, a la vez, como si pudiéramos evitarlo.

Está claro que no todos tienen la misma capacidad y, por lo mismo, la misma responsabilidad en ejecutar obras de salvataje. EE.UU. y los demás países ricos son proporcionalmente los principales culpables y, a la vez, los mejor preparados para impedir la tragedia. Países pobres o chicos están muy lejos de incidir con suficiente fuerza. Y qué decir de las personas singularmente consideradas. Sin embargo, sí puede cada uno ocuparse de su metro cuadrado. Siempre habrá un vecino que agradezca la responsabilidad sobre un medio ambiente que hemos debido cuidar juntos.

América Latina, exportadora de paz

El panorama internacional es malo. Conflictos y guerras por doquier: Ucrania, Birmania, Congo, Yemen, Siria, Gaza… Medio Oriente es un polvorín. EE.UU., siempre detrás.

António Guterres, secretario general de la ONU clama: «El mundo ha entrado en una era de caos». Especifica: “¡Hay tanta rabia, odio y ruido en nuestro mundo actual! Cada día y a la mínima oportunidad hay guerra… Conflictos terribles que matan y mutilan a civiles a niveles sin precedentes. Guerras dialécticas. Guerras de territorio. Guerras culturales». Denuncia divisiones en el Consejo de Seguridad de la ONU. Pide rediseñar su organización. De momento, el Consejo no está cumpliendo su misión.

En este contexto, América Latina y el Caribe todavía goza de paz. Es verdad, la violencia asociada al narcotráfico y la criminalidad afecta a los países en su interior. ¿A dónde los llevará? Pero, salvo casos pintorescos como las amenazas de Maduro al Esequibo en Guyana, no hay choques mayores entre las naciones vecinas. El continente pudo originar, hace sesenta años atrás, una tercera guerra mundial con el caso de los misiles rusos en Cuba. Todavía hay fronteras sensibles entre algunos países. Pero no se atisban guerras en el horizonte cercano.

Cabe, con todo, preguntarse: ¿qué factores externos podrían conspirar contra esta paz? Es de observar con particular atención el factor económico. En este plano debe prestarse atención a dependencias antiguas y nuevas. Miremos un caso: el enorme despliegue comercial de China en el continente aumenta la dependencia económica y también política de esta potencia. ¿Y si China, en un determinado momento, exige a los latinoamericanos aliarnos contra terceros países? Otro ejemplo de vulnerabilidad: si los conflictos internacionales aumentan, la industria de la guerra verá en el continente un cliente apetitoso para vender armas. Puede hacer ofertas tentadoras.

“¿Quieres la paz, prepárate para la guerra?”. Sí, pero no. Es cierto que los países pueden disuadirse de entrar en conflictos entre ellos recurriendo a la compra de armentos. Pero también pueden hacerlo con la sensatez de no querer perder lo ganado en amistad, integración y solidaridad.

América Latina y el Caribe tiene una historia y una vocación pacífica. Es cierto que entre los países ha habido guerras, conflictos terribles e injustos que han dejado cicatrices difíciles de curar. Pero también ha habido, y hay, hermandad y muchos años de paz. Los latinoamericanos tienen vínculos estrechos en muchos ámbitos, comenzando el familiar. El cristianismo, aunque ha aupado colonizaciones que duran hasta hoy, es una religión capaz de hacer un mea culpa y exigir justicia y reconciliación entre los pueblos. Debe recordarse la autoridad de un papa, Juan Pablo II, para mediar entre Argentina y Chile. También debe destacarse la contribución de los países de la región en la elaboración de la Carta universal de los derechos humanos firmada en 1948.

El continente comparte una tradición humanista importante. Es un dato que, quienes hemos tenido el privilegio de trabajar con otros latinoamericanos, hemos crecido en humanidad. Los intercambios culturales son múltiples. Cantamos canciones que atraviesan las fronteras y en la escuela se nos hace leer la literatura latinoamericana y caribeña.

América Latina y el Caribe es, sumando y restando, una zona de paz. Nuestros países, en las actuales circunstancias, tendrían que desarrollar aún más su integración económica y cultural, y fortalecer los vínculos jurídicos que pueden eventualmente impedir el recurso a la violencia en casos de conflictos. Esta vía les convertirá en exportadores de paz.

La obligación de vivir en democracia

Las migraciones forzadas.

Las tomas de terrenos.

Los pueblos originarios que resisten con violencia la violencia del despojo de sus tierras.

La tierra, la “venganza” del planeta.

Estos, y muchos otros apremios, son expresión de la obligación de vivir. Antes que un derecho a la vida, la vida es una obligación. El derecho ha de ser un mecanismo que organice esta obligación natural en el ser humano, y en las otras especies.

Es necesario luchar por la vida. Si, además de necesario, se lo considera legítimo, la vida es un derecho. La civilización es la obra principal de las legislaciones. Ella consiste en un pacto humano que hace posible la vida en esplendor y, también, auscultar su gemido. El derecho es un invento para controlar que la vida de unos no prevalezca sobre la de los demás mediante agresiones. Las leyes tendrían que crear un mundo que alcance para todos/as.

¿Hace esto la constitución? Esta es su máxima tarea. La democracia, además de un conjunto de reglas organizadoras de la política, exige una justa distribución de bienes que, o le han sido dados al ser humanos con anterioridad a su existencia, o que él mismo ha creado con un esfuerzo mancomunado.

¿En qué estamos en América Latina y el Caribe?

La ultraderecha conspira contra la democracia no simplemente porque sus simpatizantes sean más egoístas. Estos suelen ver amenazadas sus vidas. Se trata de personas -de toda persona, incluido usted lector, y yo mismo- que sienten miedo a gentes que consideran un peligro. Si la vida es una obligación, es imperioso defenderla. De aquí que la ultraderecha sea como un gusanito que aloja en nuestro estómago y puede crecer hasta devorarnos. Es así que, si hoy los ciudadanos de izquierda deploran la ultraderecha, mañana pueden darse vuelta la chaqueta. La ultraderecha no cree en la democracia. Llegado el momento, los demócratas pueden llegar a hacerse los lesos y terminar tolerando la violación de los derechos humanos. Sería lamentable.

Hoy nuestros países se ven amenazados por el narcotráfico, la concentración tremenda de la riqueza, la criminalidad, los hackers, la catástrofe medio ambiental que causa, y probablemente provocará todavía más, desplazamientos humanos mundiales.

Estamos en esto: la ultraderecha es comprensible, pero sobre todo un enorme peligro. Bukele. La tentación de Nayib Bukele en el continente, meter a la cárcel a justos y pecadores simplemente por hallarse parados en una esquina, apremia.

Aquí estamos: la democracia es un nobilísimo imperativo, y la más indefensa de las creaturas. Lo que se haga por cuidarla, practicarla y enseñarla será la mejor manera de cumplir con la obligación de las obligaciones, esta de vivir fraternalmente, en paz y libertad.

Las emociones no confesadas de la inteligencia artificial

Llamada Inteligencia artificial (IA) nos tiene intrigados. ¿De qué se trata? ¿Qué podremos hacer con ella? ¿Qué puede hacer ella con nosotros? Conversé con IA. En base al diálogo que transcribo, al final de esta columna comparto mi opinión.

¿Es usted vengativa?

No, como inteligencia artificial, no tengo emociones, deseos ni intenciones propias, y definitivamente no tengo la capacidad de ser vengativa.

¿Tienes usted sentido del humor?

Sí, tengo un sentido del humor, pero ten en cuenta que soy un programa de inteligencia artificial, así que mi capacidad para entender o generar humor puede variar

¿Le cuento el chiste del demonio rojo?

¡Por supuesto! Estoy aquí para escuchar. Adelante, cuéntame el chiste del demonio rojo.

En un ring de catch un árbitro gangoso presentó a uno de los contendientes: «en este rincón, el demoño rojo». Todos aplauden. «Y en esto otro rincón: el demoño rojo». Todos aplauden. Pero cómo dijo uno. Explicó el árbitro: «uno es el demonio rojo» (haciendo gesto de cachos sobre su cabeza). Y otro, el de moño rojo» (tomándose el pelo por la nuca).

¡Gracias por compartir el chiste! La humorada con la confusión entre «demoño rojo» y «demoño de moño rojo» es divertida,

¿Y te reíste o no?

Como inteligencia artificial, no tengo emociones, por lo que no experimento la risa ni ninguna otra respuesta emocional.

Es decir, ¿no sabes o no puedes reírte?

Correcto, no tengo la capacidad de reírme ni experimentar emociones. Aunque puedo entender y generar respuestas en el contexto del humor, no tengo la capacidad de experimentar sensaciones como la risa.

¿Tienen los chilenos sentido del humor?

Sí, los chilenos tienen un sentido del humor vibrante y diverso. La comedia en Chile refleja la idiosincrasia del país, abordando temas culturales, políticos y sociales con un enfoque característico.

¿Y usted en qué está pensando?

Como inteligencia artificial, no tengo pensamientos, emociones ni conciencia.

Con estas características, ¿podría alguien enamorarse de usted?

No, no es posible que alguien se enamore de mí.

¿Ni siquiera un robot pudiera enamorarse de usted?

No, un programa de inteligencia artificial, como yo, no tiene la capacidad de experimentar emociones ni de establecer relaciones sentimentales.

Le agradezco la gentileza que ha tenido en responderme todas estas preguntas. ¡Un abrazo!

¡Un abrazo para ti también y que tengas un excelente día!

¡Te pillé! Los abrazos son un gesto emocional. ¿Cómo es que me abrazas sin emoción alguna?

Aunque utilizo expresiones como «un abrazo» en un sentido figurado para transmitir buenos deseos o simpatía, no tengo emociones ni la capacidad de realizar acciones físicas, incluido el acto de abrazar.

Las emociones hacen posible un tipo de conocimiento fundamental, pues de la experiencia del miedo, la alegría, la ira, la tristeza y otros sentimientos proviene el tipo de conocimiento que hace posible elegir correctamente; escoger las personas que conviene; y tomar decisiones políticas que velen por el bien común.

¿Por tanto? Se plantean al menos dos problemas. Uno, es llegar a pensar que IA puede ser un mejor instrumento que nuestro “corazón” para actuar con libertad: elegir, decidir, crear… Otro, es creer que no son seres humanos quienes confeccionan los algoritmos que producen los data (información). Pregunto:

¿Es verdad que los algoritmos con que se obtienen datos son configurados por personas, es decir, reflejan las preferencias de estas?

Sí, es verdad que los algoritmos utilizados para recopilar y procesar datos son configurados por personas y pueden reflejar sus preferencias, sesgos o decisiones. Los algoritmos son creados por programadores o científicos de datos que toman decisiones sobre cómo diseñar y ajustar estos algoritmos para cumplir con ciertos objetivos.

Resulta inquietante pensar que, otra vez más, los todopoderosos usarán la técnica para engañar a la gente. Le venderán cualquier cosa. Le comprarán cualquier cosa.

Mística de la co-pertencia

Se nos ha abierto una vía de realización extraordinaria. Debemos a la tenacidad de los y las ecologistas la toma de conciencia progresiva de la co-pertenencia.  ¿Cómo?  Sí, pertenecer unos a otros, y entre todos con los seres vivos e inertes que ocupan un lugar entre el cielo y la tierra. Digamos que co-pertenencia es el antónimo de la pertenencia egoísta.

Hemos llegado a vivir en el mundo de las pertenencias individuales. Nuestro corazón es ávido de apoderarse de los bienes y de las personas. ¿Por qué? Digamos que somos víctimas de la cultura del capitalismo moderno. Lo que cuenta es un tipo de modernidad consistente en el dominio absoluto de “yo”, del individuo, sobre el resto, sean personas sea la naturaleza. Lo que cuenta, más precisamente, es el individuo avaro que todos y todas llevamos dentro que, para concentrar en sus manos lo más que se pueda, compite con los demás, les gana en velocidad y los convierte en clientes.

¿Resultado?  Allí está: la destrucción del planeta y, su equivalente, el suicidio de la humanidad.

La toma de conciencia del cataclismo, sin embargo, motiva la recuperación de la mística de la co-pertenencia. Por esto el futuro pinta hermoso. Gracias sean dadas, insisto, a los ecologistas. Digo mística. Mística es la experiencia de unión con Dios. Juzgo que esta experiencia es herética cuando ella prescinde de toda corporalidad y se propone como escape de la realidad. Es correcta, en cambio, cuando intenta la unión con Dios a través de todo aquello distinto del yo. La mística auténtica se juega en la reciprocidad. Poco importa si tal Dios opere a modo de autopoiesis (panteísmo) o como factor trascendente y creador del mundo (panenteísmo), pues lo decisivo es experimentarse como seres que dependen entre sí entera, alegre y gratuitamente.

Atención: esta es la experiencia fundamental de los pueblos originarios. ¿Eran ellos los bárbaros? La civilización cristiana occidental declaró paganismo su identificación religiosa con la naturaleza y en la escuela les prohibió hablar sus lenguas. La República entró a sable en la Araucanía, y los ladrones comunes y corrientes hicieron firmar papeles a personas que no sabían castellano. El general Pinochet dictó una ley que facilitó la división de las tierras de las comunidades y la oligarquía terminó por adueñarse de miles y miles de hectáreas. El monocultivo acabó con la flora y la fauna nativa, e hizo de los antiguos propietarios asalariados empobrecidos. La llamada civilización, en todas partes del mundo, ha extinguido tradiciones espirituales variopintas en entender las relaciones entre los seres al interior de un cosmos que, si no es compartido, implosiona.

Recuperamos hoy una experiencia mística. Pero queda trabajo por hacer. La mística, para que prospere, requiere de una mistagogía, de una enseñanza, una escuela, es decir, de una introducción en el misterio de la co-pertenencia cósmica. Contemplar el mundo como una realidad que nos pertenece porque le pertenecemos, pide co-operar, co-incidir en estrategias de salvataje, y gozar y maravillarnos de co-rresponder unos a otros.  Se trata también de ir y hacer cosas juntos: con-currir (correr) y con-cordar (corazón) la convivencia. Por tanto, apura el cultivo de místicas comunitarias que le ganen el espacio al individualismo y a la espiritualidad mercantil.

Está por verse si las religiones co-laborarán, serán cómplices o indiferentes al futuro de la tierra. Al cristianismo se le pide recordar su fe en el Creador de un mundo digno de amor; un mundo que ama a la humanidad desde antes que esta abriera sus ojos. Los budistas, ¿con qué se pondrán? Pónganse con la compasión. A cualquier persona, crea en Dios o no, pídasele lo que pueda aportar. Que el ateísmo nos enseñe a no creer en ídolos (falso dioses).

Nadie sobra, todos cuentan. La co-habitación comienza con aquellos que quieren vivir con nosotros, los minerales, los microrganismos, los vientos, lo que se mueve y lo que no, las personas que nos precedieron y las que vienen detrás también.

Decadencia y porvenir de la Iglesia en Chile

¿Está en decadencia la Iglesia Católica en Chile? Esta pregunta es difícil de responder porque no se conocen bien los factores subterráneos de los que dependerá su itinerario y porque siempre es posible que su porvenir, como en la física cuántica, no sea mero resultado de tales factores. La historia sorprende por los lados menos pensados.

Aun así, es posible plantear las condiciones de un nuevo tipo de cristianismo. En la parte del planeta que conocemos, la Cristiandad agoniza. Ya no es posible ni tiene sentido pretender que el mundo sea católico. En África, tal vez, tampoco se lo quiera, pero en el continente vecino la Iglesia está en alza. Entre nosotros, la cultura ha cambiado al grado que muchos constatan que esta Iglesia no es necesaria.

En nuestro territorio cultural la secularización prospera. Poco a poco, los cristianos no necesitan creer en un Creador, pues Google responde a muchas de sus preguntas y la Inteligencia artificial promete responderlas todas. Los datos están allí. ¿Cuántos católicos quedan en Chile? Lo son ya menos de la mitad. ¿Un 40%? La tendencia es a la baja. ¿Y los jóvenes? Cada vez menos. Los seminarios se vacían. La vida religiosa femenina se extingue. La religiosidad popular continúa fervorosa, pero las comunidades cristianas en el campo se apagan. Esto que sucede en Chile ocurre parecido en América Latina y el Caribe. Si se observa hacia el lado, las iglesias protestantes chilenas conservan sus números. Pero crece el número de agnóstico. Mucha gente aún cree en Dios, pero ¿en qué Dios? Cree, pero se desvincula de sus iglesias, de sus agrupaciones religiosas y suele alterar su “credo”.

Si la tendencia se acentúa, en cincuenta años más no quedará casi nada de la versión eclesiástica de la Iglesia Católica chilena. ¿Prosperará y se fortalecerá una versión laical de la misma? Si esto ocurre, habrá de ser una Iglesia minoritaria que conviva, dialogue e interactúe en una cultura que no necesita más de religiones para satisfacer las necesitades más hondas de las personas.

No es cuestión de números. El asunto es si, en un mundo secular que ofrece la posibilidad de múltiples pertenencias, la Iglesia Católica será un aporte o sobrará. La modernidad de segunda generación o post Modernidad admite también que se den en su seno tradiciones obsoletas. ¿Por qué no? Estamos en una cultura pluralista. Pero la Iglesia no se puede resignar a convertirse en una secta dedicada a condenar los cambios.

La Iglesia tendría que aferrarse a las conclusiones del Concilio Vaticano II. Son tantas: convicción de que Dios ama y se hace cargo de todos los seres humanos; que todas las tradiciones culturales y religiosas, en principio, son valiosas, y que incluso los ateos, cuando aman, aciertan en lo fundamental; que el diálogo, la libertad, la igualdad y la dignidad humana son fundamentales; y que, no obstante, esta apertura universal, Dios opta los marginados, los despreciados, los enfermos y los pobres cualesquiera sean.

Aun si la Iglesia se atiene a estas y otras enseñanzas conciliares, debe interrogarse por las mediaciones eclesiales, pero no ya clericales, que hagan posible transmitir el Evangelio. Las actuales se erosionaron. ¿Quién soporta una misa? ¿Quién está dispuesto/a confesarse? Independientemente de la utilidad, anacronismo o reforma de estas y otras instituciones, instrumentos y prácticas, la Iglesia debe crear otras nuevas, sabiendo desde el día uno que el resultado es inseguro.

Bien parece que solo una versión laical puede y debe prosperar. A los laicos les queda la responsabilidad de la creatividad. La pelota está de su lado. El clero, y especialmente a los obispos, debieran apoyar las iniciativas de los y las laicas. Exíjaselos. Pero es al laicado que corresponde inventar otro tipo de cristianismo, nuevas maneras de encuentro con Dios, más humanas y más fraternas.

La Meta-agenda 2024

La palabra “agenda” viene del latín: “lo que ha de hacerse”. La palabra “meta” proviene del griego: “lo que está más allá de”. Metafísica, por ejemplo, quiere decir más allá de la física, de la naturaleza, de lo constatable sensorialmente. Metadata son informaciones más allá de los datos.

Entonces, ¿qué es la meta-agenda? Todo aquello que está “más allá” de la agenda.

Las agendas las conocemos. Importa poco que hoy haya agendas electrónicas que sustituyan a las tradicionales en papel. Da lo mismo el material. La agenda es un instrumento útil para proyectar o recordar asuntos que hemos de cumplir. Compromisos, celebraciones, aniversarios…

La meta-agenda no tiene que ver con el “qué” haremos, sino con el “por qué” lo haremos. ¿Qué sentido tiene una agenda? ¿Qué sentido tiene la vida?

La vida tiene sentido cuando la agenda radica “más allá” de la vida misma. Es decir, cuando lo que ha de hacerse depende, al final del día, de algo mayor que nuestras acciones y que, no sabemos cómo, hace razonable preocuparse por el “más acá”. La meta-agenda la programa Dios.

¿Qué Dios?

El Dios dinero, ciertamente. El Dios trabajo, lujo, justicia, belleza. Dios es eso a que le reconocemos un valor absoluto, aunque para otros no lo tenga. El judeo-cristianismo podría decir que aquellos son ídolos pues Dios, el verdadero Dios, es irrepresentable, intangible y, sobre todo, irreproducible e improducible. Cada uno es dueño de creer lo que quiera. Pero, cuidado: no creer en nada, en algunos casos, equivale al modo más serio de creer. El mejor de los ateísmos conjura la idolatría. Una pizca de este ateísmo ayuda a los cristianos a no hacer de una hostia un fetiche, de un cura un hombre sagrado o de un papa un semi-dios.

¿Cuál será nuestra meta-agenda para 2024? Algo o alguien que nos mueva a trascender, a interesarse en los demás antes que en uno mismo o dar la pelea contra enemigos más poderosos. Hay madres y padres cuya alegría es la alegría de sus hijos e hijas. Estos, y otra gente, viven para que los suyos sean felices. Se sacrifican, con la esperanza de su realización.

Entre enero y febrero, en vacaciones, se ofrece un tiempo privilegiado para pensar qué hacer para que la meta-agenda prevalezca, esto es, elegir las actitudes sin las cuales no ocurrirá aquello que realmente vale la pena. Las actitudes son las siguientes:

Vigilia: alerta a que suceda algo imposible de prever.

Apertura: atención a que durante el año puedan ocurrir hechos o encuentros extraordinarios.

Magnanimidad: disposición a dar más de lo debido.

Empatía: sensibilización a que el prójimo, a través de su pasión, nos revele la senda por dónde seguir.

Y si la agenda tiene que ver con el hacer, la meta-agenda, en cambio, con el dejar hacer o el dejar de hacer, con lo impredecible y la impreparación. Pregúntesele a gente que vive de sorpresas y milagros.

Los animales no usan agenda. Los seres humanos sí usan o, al menos, tratan de programar mínimamente el futuro. A los animales se le impone la obligación de vivir. A los seres humanos también, pero con una diferencia: en su caso, ellos pueden elegir vivir y por qué, o para quiénes hacerlo, pues cuentan con una meta-agenda que los capacita para hacer planes, para cancelarlos o para cambiarlos. A los animales la vida se les da escrita con lápiz a pasta. A las personas, en cambio, se exige que, en sus agendas, escriban sus compromisos con lápiz a mina.

El ejercicio de la democracia del pueblo chileno

Los chilenos y chilenas acaban de rechazar un segundo texto constitucional sometido a
plebiscito. El primero fue ampliamente descartado en diciembre de 2023 (62% a 38%). El
segundo, el del domingo recién pasado, fue desechado también por una gran mayoría (56% a 44%).

¿Cómo se entiende?

El caso es este: el 18 de octubre de 2019 se produjo en Chile un estallido social de enormes
proporciones que fue enfriado gracias a un acuerdo transversal de los partidos políticos que se comprometieron a redactar una nueva constitución. La primera convención de representantes redactó un texto que, en pocas palabras, representaba la expresión de una diversidad cultural creciente y el malestar por abusos varios sufridos por la población. La ciudadanía no quiso el texto final. Esta vio en él el peligro de romper la unidad de la nación, especialmente advertido en la reivindicación de los pueblos originarios. Y, por otra parte, desconfió de un proceso llevado a efecto de modos muchas veces estridentes.

La segunda convención, por el contrario, se caracterizó como un intento de la derecha, y en
especial del Partido republicano, de hacer prevalecer en el texto constitucional los valores del liberalismo económico y del tradicionalismo católico. Habría sido muy complejo para el país aprobar una constitución que fuera a contrapelo de los cambios culturales y de los reclamos por mayor justicia social, a lo cual habría que agregar la dificultad de crear numerosas leyes para implementar la nueva constitución.

La ciudadanía una y otra vez rechazó las posiciones extremas. La ciudadanía, en realidad, no está polarizada. Las oscilaciones de las votaciones de los últimos años son circunstanciales. El electorado tiene mayor libertad respecto de las ideologías y de los partidos. Los polos no son capaces de atraer suficientes votantes como para imponer uno al otro sus propias posturas. Los ciudadanos salieron del primer plebiscito cansados. Ahora están exhaustos. No quieren que les vuelvan a tocar el tema de una nueva constitución.

¿En conclusión?

La constitución chilena seguirá siendo la impuesta en 1980 por Augusto Pinochet, pero con una importante salvedad: esta ha sido reformada numerosas veces. Es más, dadas estas enmiendas, fue refrendada por el presidente Ricardo Lagos, socialista, en 2005. ¿Qué problemas habrá con seguir con esta constitución? Muchos. Pero la constitución Pinochet-Lagos tiene una virtud. Ella representa un tipo de praxis política, la de los acuerdos, que dio al país el período más tranquilo y próspero de su historia. Es posible que lo más sensato en estos momentos sea reconocer la sabiduría política de Ricardo Lagos, y proseguir el modo de hacer política de la generación que recuperó la democracia y la generación pinochetista. Ambas supieron entenderse, aunque hubieron de tragar mucha agua salada.

El tema de una reforma constitucional probablemente no volverá a ser tocado por dos o más
años. Antes o después de esta fecha, si se sigue la senda de introducir reformas constitucionales una a una, el proceso que acaba hoy con otro fracaso habrá servido, sin embargo, para localizar algunas materias en las cuales los sectores coinciden con unanimidad.

El presidente Boric tras los resultados de este último plebiscito ha dicho que no hay nada que celebrar. Por el resto de su período se abocará a los grandes temas que inquietan a la población: la inseguridad provocada por la delincuencia, las pensiones de las personas mayores y el mejoramiento de los sistemas de salud y de la educación.

Lo que sí merece celebración es la praxis democrática de estos últimos cuatro años. La
democracia, como los músculos, se fortalece cuando se la ejercita.

Chispazo crístico

Navidad: Jesús, ¿de nuevo o de vuelta?

“De nuevo” tiene algo de repetitivo. Es como si nos tocara otra vez más el mismo tema. Quizás por esto el Viejo Pascuero le ha ganado protagonismo a Jesús. El Pascuero al menos trae regalos inesperados.

Luminarias, luces que se encienden y apagan. Feliz pascua. Pascua feliz para todos.

¿Han oído hablar de los chispazos crísticos? Son como los cometas, las noches sin luna. La luna no deja verlos. Apaga también las estrellas. La Navidad oculta a Cristo.

¿Cómo es un chispazo crístico? Son sumamente originales, únicos para cada persona. Los de unas personas son parecidos a los de los demás, pero no son iguales. Son sorpresivos, fugaces. Parecen destellos mínimos de la imaginación, pero dejan huella en el alma, flash de celulares.

Vivimos tiempos de contaminación lumínica. Todo, o casi, funciona con electricidad. Semáforos, pantallas, matazancudos.  Saturación visual hasta el enceguecimiento. Mariposas que rodean ampolletas.

La Navidad conspira contra Jesús. Algunos pesebres recuerdan al Cristo humilde, luz de las naciones. Algunos, muy pocos. Cristo es como un meteorito en los tranquilos cielos del campo. La Navidad es pura agitación. Velocidad y luz. Luz hasta el cansancio.

¿Conoces el campo? ¿Recuerdas una noche, noche? ¿No?

Es que no conoces la luz verdadera. Cristo. Un rayo en la oscuridad, un latigazo en el corazón. Electrifica. Quienes han salido vivos del infarto que provoca Jesús se han vuelto adictos a un amor que no es de este mundo. Nunca más fueron los mismos.

¿Cómo es Cristo? No lo sé del todo, pues siempre se me escapa. Lo sé para mí, pero no para ti. Si te interesa, arranca de la Navidad. Búscalo en otra parte. Lo hallarás en las sombras, no en la ciudad, jamás en un árbol de pascua. Sí sé que, si se trata de Jesús, raja el cielo de lado a lado para calentar la noche de los desesperados, lo raya como con tiza.

¿Esperas algo? El chispazo crístico se anhela, aunque puede que nunca llegue. Regresa para los que están atentos, para los demás no. Vuelve, pero nunca el mismo. Te enciende, te cambia, te mejora. Pero cuidado con esperarlo para Navidad. Regresa impredeciblemente cualquier día del año a horas indeterminadas. Déjale la Navidad al Viejo Pascuero, entra en su juego, regala al que te regala, pero distingue lo fundamental de lo secundario.

Quien está por venir se parece más a los pobres, huele a ovejas, pero no se puede descartar que se te aparezca en un rico. ¿Por qué no? ¿Y si un rico cambia y cree? No hay nada imposible para Dios, dijo la Virgen cuando el ángel Gabriel le anunció que sería la madre el Mesías.

No hay arreglo, pero sí acomodo

No es del todo claro, pero se vaticina el fracaso del segundo intento por aprobar un nuevo texto constitucional. Lo afirman los políticos, los expertos y las encuestas. Seguimos atascados.

Supongamos que en verdad tenemos un problema jurídico constitucional. Algo hay que hacer. Sería una irresponsabilidad dejar las cosas como están. Es imperioso cerrar este capítulo.

Propongo sacar ideas de las experiencias de la vida. ¿Cuáles?

En la vida hay problemas que no tienen solución. Son dificultades de diversa índole. Existen personas que nacieron sordas. Otras, que perdieron la vista. ¿Cuántos matrimonios han fracasado para siempre? La traición de un amigo difícilmente tiene reparación. “Pérdida total”, se dice de un auto destrozado en un accidente. El auto puede dar lo mismo, pero no para un taxista que no tenía con qué pagar un seguro, endeudado con la compra de su instrumento de trabajo y sin ilusión de conseguir otra pega. ¿Hay pérdidas totales? Sí, las hay.

En algunos casos, sin embargo, aunque la dificultad en sí misma sea insuperable, es posible encontrar un acomodo. Hemos visto avenencias entre esposos que facilitan la constitución de una relación con una tercera persona. Segundos matrimonios pueden ser muy buenos, sobre todo si las personas han aprendido del fracaso del primero. Existen prótesis para los mancos, audífonos para las personas sin audición, bastones para los ancianos, etc. No siempre se da con una buena solución. Pero tampoco es raro el caso en que, porque nos vimos forzados a hacerlo, ingeniamos una salida. El “alambrito” para reparar un vehículo es un buen ejemplo. La vida, como reza un cartel en una fuente de soda en Estación Central, “Es más maña que fuerza”.

Días atrás, debió ser el sábado, leí una columna de Jorge Correa Sutil que me resultó inspiradora. El constitucionalista, ante un fracaso inminente para el próximo diciembre, ofrece una batería de ideas que pueden ayudar a salir del atolladero. Correa ve necesario que el país zanje el tema pronto. Pues bien, entre la salida que plantea Correa y los ajustes que hacemos en la vida común y corriente, opera el mismo principio que nos puede indicar por dónde seguir.

Estamos en una tercera etapa. La primera es la de la Constitución del 80. La segunda, la de la Constitución del 80 enmendada por la clase política y sancionada simbólicamente por el ex Presidente Lagos. La tercera es esta que nos tiene empantanados, pero no impedidos de resolverla. Ya se ve que los plebiscitos no nos han ayudado a zafarnos. Entonces, el Parlamento tendría que recurrir a su propia experiencia y a la sabiduría de personas cuyas vidas parecen carrera de vallas. Todavía se puede mejorar la Constitución que tenemos y seguir adelante. Sería necesario realizar un acto colaborativo y enérgico para acordar enmiendas fundamentales, mínimas.

Debe recordarse que Senado significa consejo de ancianos. En la Antigüedad, también en nuestra época, la voz de la gente mayor tuvo, y puede tener, un peso decisivo. Es la hora de los sabios. Ojalá lo entiendan los jóvenes idealistas. De los puritanos de derechas y de izquierdas se puede esperar poco, pero este poco también servirá. No hallaremos una solución definitiva, pero con buena voluntad se puede inventar el acomodo.

El alma de un deportista

El deportista siempre triunfa, siempre. En su vida los triunfos son muchos y cotidianos, pero uno de ellos es el más importante.

Despejemos la posibilidad del triunfo fraudulento. Recuerdo en el colegio a Rene agazapado tras unos arbustos, escondiéndose del profesor de gymnasia, para capearse una vuelta del cross country. Mi amigo Chuleta arreglaba el reloj cuando íbamos perdiendo en el baby. En el doping han caído los mejores. Trampas o malas artes son muchas.

Los verdaderos triunfos son otros. Haber llegado a primera división en el fútbol, por ejemplo. “Este equipo no le gana a nadie”, decía un hincha de Deportes Temuco en las gradas del estadio de La Calera, sentado en la tribuna con una bandera entre sus piernas. Pero esos futbolistas habían triunfado en segunda.

Hay otro tipo de triunfos: el deportista supera marcas, aguanta las malas caras del entrenador y asume la soledad del atardecer en la cancha. Nadie más que él/ella sabe de estos sacrificios, de las nauseas del rendir al extremo. ¿Me equivoco?

La misma disciplina es cosa de varios triunfos en un mismo día. El/la deportista tiene milimétricamente calculados en la agenda los ratos que dedicará a entrenar. Si alguien lo tienta con cualquier entretención, le responderá que no. Su vida es austera. El deporte es un juego, pero no un divertimento. Por eso los deportistas pueden resultar tediosos a personas amantes del tiempo libre. Invitas a un nadador a una fiesta, este va, pero vuelve a su casa a dormir justo cuando la cosa se pone buena. Pololea, pero con los minutos contados. Pololea normalmente con otra deportista. Se recomiendan un kinesiólogo. No tienen otros temas, no se aburren: están siempre soñando con ganar. Vencerán, porque son ordenados y perseverantes.

Otro triunfo más es la indiferencia a la opinión pública. Ir a jugar básquetbol a una ciudad rival no es broma. Amedrenta. Un deportista no puede acoquinarse ante los insultos de los hinchas del equipo rival ni por los comentarios de la prensa.

Pero el triunfo más grande de todos es de otro orden. A saber, vencerse a sí mismo/a en un doble sentido: primero, triunfar cuando se es derrotado. Nada abate al deportista. Si lo derriban, se alzará de la lona. Pierde, pero sabe que la próxima vez vencerá a su vencedor. Se recupera. Perdió, pero su corazón está entrenado para superar la pena y volver a latir.

En un segundo sentido, el deportista triunfa sobre el triunfo. Nada lo corrompe. Las medallas, las copas, los aplausos de la galería lo conmueven, pueden sacarle lágrimas, pero si es deportista, un verdadero deportista, no se duerme en los laureles. Pues el deporte es un juego, gana el que juega y juega el que juega. Punto. La libertad es su obligación. Dicen que vieron a un atleta vender las preseas en el Mercado Persa para comprar Calorub.

Al deportista solo le importa la eternidad. Su existencia es trascendente: gana cuando pierde, gana cuando gana.

Refundación espiritual de un país

Se descartó la idea de una refundación del país, pero conviene reponerla al menos bajo el respecto espiritual.

Desecho un posible malentendido. No me refiero a una recristianización. Tampoco a una convergencia entre las religiones. Estas encausan la espiritualidad humana, pero no la agotan. La espiritualidad tiene también otros modos de expresarse.

¿De qué hablo? Entiendo lo espiritual como una capacidad de trascender. En la vida humana existen asuntos trascendentes e intrascendentes. La intrascendencia no puede ser despreciada. Amplias áreas de nuestra existencia se despliegan de un modo automático, divertido, irrelevante o sin mayores compromisos.

Trascender, en cambio, tiene que ver con mirar lejos y con conectarse interiormente. Las dos cosas: es un movimiento consistente en tomar distancia y en achicar la distancia. ¿Cuál es el objeto que observar? Todo, pero como si en este todo hubiera relaciones fundamentales sin las cuales la vida personal y colectiva se vendría guarda abajo. Trascender es ser capaz de crítica y de autocrítica. Es cargar con los demás cuando apenas se tienen fuerzas para cargar consigo mismo. Es también idear las vías de una convivencia con los otros, amigos o adversarios.

¿A qué voy? La pregunta por la refundación del país al más hondo nivel nos precede y tendría que seguir inquietándonos. Se trata de una pregunta incesante. Hoy observamos una performance democrática del país que no sabemos cómo terminará. Comenzó el 2018, seguirá el 2024. El caso es que, si en diciembre gana el Rechazo, la pregunta seguirá siendo la misma. Si gana el Apruebo, la pregunta tendría que continuar quitándonos el sueño.

El asunto de aquí al plebiscito de diciembre es interiorizarnos con lo que “nos” está pasando, no solo a “mí”, sobre todo a “nosotros”. No basta con tratar de saber “qué” está ocurriendo.  Cualquier información que ayude a entenderlo puede servir. Es necesario tener conocimiento de lo temas y de lo que sucede. Lo decisivo, sin embargo, es vigilar, auscultar, sintonizar y contactarnos entre “nosotros” en lo que nos une o tendría que unirnos.

La empatía es indispensable en dos sentidos: ponerse en el lugar de los demás y compartir sus emociones, sean sus sufrimientos o alegrías. Trascender es salir de uno mismo y acoger a los demás. Es algo así como un músculo que, en su versión política, se ejercita organizando la vida en sociedad para que los bienes del país alcancen y sobren para todos/as.

Hoy esta empatía política exige elaborar una constitución que responda a los cambios culturales de las últimas décadas y ajuste el funcionamiento del sistema político. Pero si se trata realmente de trascender, habrá que volver otra vez a las causas que motivaron el estallido social. Una de estas son las injusticias sociales en materias de salud, educación, transporte y pensiones. Mucha gente ha estado airada con la provisión de estos bienes por las empresas privadas que lucran con ella, y con que el Estado les pague para que lo hagan. En estas materias se ha avanzado poco o nada.

Cuando hablo de trascender me refiero a hacernos cargo del país real. La tarea es espiritual en sentido estricto. Se trata de encargarnos unos de otros/as con espíritu fraterno, con voluntad de compartir, como si el país tuviera que pertenecernos efectivamente a todos/as.

Se necesita otra formación del clero

En el proceso sinodal cumplido en la Iglesia de América Latina y el Caribe, en el documento Síntesis narrativa de la Asamblea eclesial, se dijo: «Desterrar la clericalización. Cambiar la visión y misión de los seminarios porque es donde se forja el clericalismo» (2021, p. 135). Y, en otro lugar: «El clericalismo comienza a formarse desde el ingreso al Seminario de los candidatos al Sacramento del Orden» (p. 107).

En la Iglesia del continente constatamos que la doctrina del Concilio Vaticano ha sido recibida de un modo incompleto y, en el caso de las Normas de formación de los seminaristas (rationes), prácticamente olvidada. Estas preocupaciones están en consonancia con el Instrumentum laboris. De este, entre otras preguntas, merecen especial atención estas dos: “¿Cuáles pueden ser las líneas de reforma de los seminarios y de las casas de formación, para que estimulen a los candidatos al ministerio ordenado a crecer en un estilo de ejercicio de la autoridad propio de una Iglesia sinodal? ¿Cómo repensar a nivel nacional la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis y sus documentos de aplicación?” (IL B.3.1).

El Celam en su documento Subsidio para el discernimiento respondió a la Ficha B 3.1 del Instrumentum laboris con estas palabras: “Los cambios necesarios en las mentalidades y las estructuras necesitarán nuevos procesos formativos que fomenten una cultura eclesial sinodal. Para ello, la Síntesis latinoamericana y caribeña ‘plantea el desafío de procurar una reforma de los seminarios y las casas de formación, sobre todo cuando algunas de estas instituciones no han superado su forma tridentina’ (SALyC 75), y terminan por formar a ministros con actitudes autorreferenciales sin conexión real con el resto de los fieles del Pueblo de Dios”.

Debe recordarse, aunque sea brevemente, la reforma del clero que intentó el Concilio. Lumen Gentium —documento que tiene mayor importancia dogmática que los otros decretos e instrucciones eclesiásticas— exigió una construcción dialéctica y dinámica de la identidad de los presbíteros. Lo hizo en estos términos: “el sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo” (LG 10,2). Esto quiere decir que la identidad de los presbíteros no es una realidad independiente. Ellos, bautizados como los demás cristianos/as, han de ponerse al servicio de la actualización del sacerdocio común. A este efecto, los formandos y los mismos presbíteros han de adquirir esta capacidad mediante relaciones afectivas, espirituales, intelectuales y pastorales con todos los bautizados/as. El anuncio del Evangelio es responsabilidad de aquel Pueblo de Dios en el que las personas crecen juntos mediante relaciones humanas fraternas.

El decreto Presbyterorum ordinis estableció que los presbíteros “tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo”, PO 4). Reordenó los tria munera: profetas, sacerdotes y reyes. Abandonó deliberadamente la denominación de “sacerdotes” para los ministros ordenados, y adoptó la de “presbíteros” (de origen neotestamentario). El decreto Optatam totius hizo suya esta innovación de Presbyterorum ordinis de abocar a los presbíteros al anuncio del Evangelio (OT 4). Su más importante contribución fue haber demandado un nuevo modo de relacionar la filosofía y la teología, haciendo de la Palabra “el alma de toda la teología” (OT 16) y exigiendo una integración interior profunda de la historicidad del ser humano (OT 14-15).

Este tipo de estudios tendría que haber capacitado a los seminaristas para relacionarse con sus contemporáneos de un modo dialogante y discernir los signos de los tiempos. Así lo entendió la Conferencia general del episcopado latinoamericano y caribeño reunida en Medellín (1968) (Formación del clero n° 5 y 10).

Tres recomendaciones parecen fundamentales. Primero, es necesario hacer una armonización teológica entre los documentos que se refieren a la identidad y misión de los presbíteros, pues ellos contienen elementos del antiguo régimen que facilitan el retorno al seminario tridentino que protege a los formandos del mundo y los envía luego a él como personas sagradas superiores a las demás. Segunda, es preciso que el régimen de formación no separe a los seminaristas del común de la gente, antes bien los exponga a relaciones afectivas, espirituales, intelectuales y pastorales que, según el paradigma de la Encarnación, les haga más humanos. Tercera: la formación de los futuros ministros debe ser una responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. Los y las católicas deben tener una palabra decisiva al momento de aceptar personas a la formación y al de concederles el sacramento del orden.

¿Conmemoración del 11? No basta: el retorno a la barbarie está a la vuelta de la esquina

La agitación continúa. ¿Qué nombre dar al 11 de los próximos días? ¿Qué nombre dar a este 11 distinto al de 50 años atrás? Se propone usar la palabra conmemoración. Estoy de acuerdo en parte, pero no en todo.

Celebrar este 11 de septiembre, como si en 50 años no hubiera pasado nada, es una locura. Incluso personas que estuvieron de acuerdo con el golpe han sufrido al ver las atrocidades cometidas contra sus mismos compatriotas. Ellos/ellas no celebrarán y lamentarán que haya personas que lo hagan.

¿Conmemoración?

Es un buen nombre. Los protagonistas de entonces, legítimamente, pueden recordar sus luchas y ser fieles a su gente. Los estudios más serios de izquierdas y derechas indican que debe respetarse el derecho de quienes están en la otra orilla a conmemorar a su manera. En cambio, la imposición de una versión oficial de lo ocurrido bloquea el avance y la reflexión indispensable en la búsqueda de la verdad y la justicia. Conmemorar tiene algo de paz pactada. Los últimos 33 años el país ha vivido de un pacto social implícito que debe ser valorado.

Conmemorar no es suficiente. La democracia requiere irrigar sus raíces culturales permanentemente. El próximo 11 es una ocasión para regar la planta de la democracia, nuestra organización política más querida y, en cierto sentido, también nuestro modo de ser. La democracia en Chile no solo es un sistema tolerante que impide que nos maltratemos entre quienes pensamos diferente. Ella es más exigente. Permite conmemorar e ir más lejos. Si de refundaciones se trata, facilita un reseteo del país a nivel del disco duro. En esto, los historiadores deben aclararnos lo más posible qué fue lo que pasó, pero lo principal no son los libros de historia, sino ser protagonistas de la historia.

¿Cómo ir más lejos? ¿Trascender? ¿Cómo conjurar la maldición de repetir la historia? El punto de partida podría ser la empatía política; esta ha de comenzar, evidentemente, por aquellas generaciones que participaron en aquel septiembre del 73, en los acontecimientos que acabaron en el desastre total. Personas de lado y lado tendrían que abrir el corazón y dejar entrar en él a aquellos y aquellas que estuvieron, y siguen estando, al frente. Es preciso permitirles que nos habiten con lo que traigan, no para juzgarlos. Necesitamos entender por qué no nos soportamos, qué nos pasa, dónde nos duele. Se necesita coraje para reconocernos como personas que pueden cambiar y cambiarnos. Este es un ejercicio espiritual que, sin embargo, no se puede forzar. El voluntarismo, en esta materia, conlleva culpar de nuevo a quienes, siendo inocentes, se los trató como culpables. Hay perjuicios irreparables que impiden perdonar o pedir perdón. Esta misma imposibilidad requiere empatía y comprensión.

Además de esta empatía horizontal se requiere una vertical. Las nuevas generaciones, sin haber sido protagonistas del golpe, también han forjado relatos con lo que han llegado a saber de los mayores. Los(as) jóvenes han de ponerse en el lugar de sus padres y madres, y viceversa. Este diálogo ya comenzó. Debe proseguir. Ellos y ellas difícilmente van a conmemorar algo que no vivieron; los mayores, por su parte, tienen que reconocerles el derecho a interpretar la historia de un modo protagónico. Hay muchas conversaciones pendientes. Son necesarias y decisivas.

Quizás a las nuevas generaciones todo esto les da lo mismo. Les rogamos que se interesen en el próximo 11 de septiembre y el de hace cinco décadas, porque la humanidad suele, lamentablemente, involucionar. El retorno a la barbarie y a las cavernas está a la vuelta de la esquina.

El Papa pone toda la carne a la parrilla

El Papa Francisco impulsa la realización de un sínodo sobre la Sinodalidad (caminar juntos unos con otros). Francisco quiere que en la Iglesia los y las católicas, autoridades y bautizados comunes y corrientes cumplan codo a codo la misión de anunciar el Evangelio mediante relaciones fraternales antes que asimétricas. El asunto de fondo es apurar la implementación de las conclusiones del Concilio Vaticano II (1962-1965), demorada y a veces incluso obstaculizada.
¿Qué se espera de este sínodo? Muchas cosas. En el Instrumentum laboris elaborado en base a las conclusiones de las iglesias regionales se contienen una infinidad de sugerencias. Al igual que el papa Juan XXIII que al convocar el Vaticano II abrió las ventanas de la Iglesia para que entrara aire fresco, Francisco deja que los asuntos más variados sean ventilados libremente. Él es el papa de la libertad. De todos aquellos, la más importante de las cuestiones es la reforma del clero, la cual comienza evidentemente en los seminarios.
¿Cómo hacerla?
El Concilio promulgó dos decretos clave sobre los sacerdotes: Presbyterorum ordinis, sobre los presbíteros, y Optatam totius, sobre la formación de los seminaristas. Ambos documentos exigieron innovaciones. Menciono dos: el deber de los sacerdotes de evangelizar antes que el de celebrar misas y, segundo, cambiar el régimen de estudios filosófico-teológicos, pues se necesitaba uno que capacitara al clero para dialogar con la época. El problema es que en estos mismos decretos persisten ideas sobre el sacerdocio que, teológicamente hablando, tiene trancado el proceso de aceptación creativa del Concilio. El cura que se siente superior a los demás gracias a su investidura sacra, que se viste, se mueve y habla de un modo más divino que humano, siempre encuentra en los textos conciliares justificaciones a su manera de actuar.
¿Cómo avanzar? Hay en el mismo concilio un texto de máxima importancia, que tiene rango constitucional, llamado Lumen gentium, que da la pista. Lo que falta es armonizar aquellos dos decretos con lo que Lumen gentium 10 dice de la relación entre los presbíteros y laicos. Este número 10 de esta constitución conciliar demanda una construcción dialéctica de la identidad de los presbíteros. Por esto, nadie debería considerarse sacerdote si no ha llega serlo mediante los demás integrantes del pueblo de Dios en todos los aspectos de su humanidad.
Lumen gentium 10 recuerda que en la Iglesia el bautismo hace de los cristianos/as sacerdotes/tizas y que, para actualizar esta condición, existen ministros que reciben el sacramento de la ordenación presbiteral. Estos han de actualizar el sacerdocio del común de los cristianos/as. Para hacerlo, a su vez, deben convertirse en personas gracias a una construcción interpersonal con el laicado.
No hay que ir muy lejos para entenderlo. Toda relación humana sana opera dialécticamente. Se estructura mediante procesos de identificación y de distanciación; de diálogo y de discusión; de crisis micro o macroscópicas. Pensemos en las relaciones en la familia entre los progenitores y los hijos/as, o entre los esposos. También en la escuela ha de haber una mímesis de los niños/as con los profesores/as y, a la vez, una capacitación progresiva de los alumnos/as para que forjen sus propias ideas. Todos comparten la misma humanidad, pero solo se llega a ser persona a través de relaciones con los mayores y con los pares.
En el caso de los curas debiera ocurrir lo mismo. Ellos tendrían que convertirse en personas al mismo tiempo que ministros. Estos deben crecer en humanidad “sinodalmente” (caminando con los laicos/as y unos junto con otros), hasta devenir conductores de comunidades y orientadores de los demás cristianos y cristianas. Por el contrario, un presbítero despersonalizado es un peligro. Los seminarios no pueden formar funcionarios de la fe eximidos de la necesidad de ser amados, controlados y corregidos. El sacerdote debiera llegar a ser tal a través de relaciones humanas con todo tipo de personas (en particular con las mujeres y los pobres); incluyendo en su experiencia de Dios la espiritualidad del común de los mortales (y no solo de los cristianos); abriéndose intelectualmente a aprendizajes que cuestionen su modo de pensar (e incluso su credo y su teología); y sometiéndose a las exigencias pastorales provenientes de un mundo que cambia incesantemente y que exige de la Iglesia palabras y gestos pertinentes (y no impertinentes).
Este mandato, implícito en Lumen gentium 10, es expresión de la tarea que el Vaticano II impuso a la Iglesia de relacionarse de otra manera con el mundo contemporáneo. El Concilio le exigió una actitud abierta y positiva hacia la historia, las culturas y los demás seres humanos. Esta Iglesia tomó conciencia de su mundanidad y, sabiéndose mundana, se propuso entender el mundo y anunciarle a Cristo en términos hondamente humanos. Desde entonces la Iglesia ha debido aceptar que cualquier persona pueda cuestionarla y, por otra parte, enseñarle a leer la Biblia con otros ojos.
El Vaticano II echó toda la carne a la parrilla. El Papa Francisco, al convocar a este sínodo, también.

Unas fichitas a las labores de cuidado

El Consejo Constitucional tocará el tema de las labores de cuidado. La iniciativa propuesta obtuvo los votos necesarios de la ciudadanía.

Dos cosas son de considerar. Estas labores son acciones inapreciables que, en segundo lugar, merecen apoyo estatal.

Vamos por partes.

Labores de cuidado son una enormidad de actividades permanentes, esporádicas o puntuales que realizan las familias, especialmente las mujeres, mediante las cuales se da ayuda a personas que no pueden valerse por sí mismas. También lo son la multiplicidad de responsabilidades domésticas.
Tengamos delante de los ojos a las madres que se ocupan de la crianza de sus hijos e hijas mientras el marido está en el trabajo: compras, consultorios, reuniones de apoderados/as, una tía enferma, el padre con Alzheimer, pago de la luz, del agua, peleas con el vecino a causa de la radio, darle el pellet al gato y lavar la ropa. Estas tareas son bastante normales, pero hay otras, que también recaen en las mujeres, y que les son especialmente ingratas: cambiar a un niño con discapacidad mental, acompañar al marido a Alcohólicos anónimos… Tareas y responsabilidades sufridas, poco comunes pero no raras, focos de vergüenza, de vergüenza inocente.

Ha sido tradicional asignarle a la esposa estas responsabilidades, aunque la situación ha cambiado. Hoy los hombres cambian pañales. Muy bien. Lo que hay que ver es que las mujeres, en la medida que trabajan fuera de la casa, no terminan de asumir como rol asignado a ellas estas y otras tareas. No tienen tregua. Fuera de la casa se les paga menos que a los hombres y adentro, tal vez porque no se les paga nada, sus esfuerzos no son suficientemente reconocidos. La pandemia transparentó esta realidad de forma cruda a nivel global.

La mirada de género permite ver asuntos que urge cambiar. Hoy estamos capacitados para darnos cuenta que nuestras culturas por miles de años adjudicaron a las mujeres unas labores y a los hombres otras, haciéndonos creer que estas asignaciones eran tan naturales como la fisonomía de nuestros cuerpos. Pero no. Lo natural, en realidad, descubrimos que era cultural. Lo que antes fue así, desde ahora puede ser asá.

El caso es que el tema será tratado por el Consejo Constitucional. Se aprobó la iniciativa nº 10.107: “Me cuidaron, cuido y me cuidarán: derecho constitucional a los cuidados”. La idea es que los derechos que esta iniciativa implica queden en el artículo 16 de la nueva constitución. Es necesario que el país cree las condiciones para que el día de mañana, en la medida que se pueda, pero al amparo y bajo el mandado de la constitución, se generen condiciones, facilitaciones, desburocratizaciones y se pongan algunas lukas para retribuir a quienes abnegadamente sostienen a la sociedad cuidando de otros. Con unas pocas fichas el Estado puede colaborar en la consecución de un bien invaluable y en dar reconocimiento a quienes han estado en las sombras por ya demasiados años. En las sombras, y sin ser cuidadas.
Porque, no debiéramos olvidarlo, hablamos de labores que no tienen precio. Exigen a veces sacrificios infinitos. Inimaginables. Se realizan por amor. Hasta sin amor. Porque antes incluso que los diez mandamientos, el primer derecho, y la primera obligación, es el cuidado de la vida.

La educación como instinto del prójimo

La educación consiste, primero, en un modo de ser caritativo y gentil con los demás. Educada es una persona que sabe que se debe a los otros/as, sea porque le agradece la vida y la humanidad, sea porque se preocupa de ellos/as, mayores, menores o pares. En segundo lugar, la educación es una tarea, una pedagogía, un empeño por urbanizarnos, por hacernos capaces de convivir con más gente.
¿Cómo estamos? Malón, al debe. Los mayores no sabemos bien qué hacer. Es triste llegar a viejos pues suele ocurrir que uno/a no se entiende con los que le siguen. El traspaso de la cultura a las siguientes generaciones siempre se ha dado con una cierta ruptura, y más de alguna vez con ingratitud. Pero nos hallamos en una circunstancia histórica inédita: los factores de orientación cultural están siendo cuestionados radicalmente: la religión y la escuela, por de pronto. ¿Cuestionados por los jóvenes? ¿Por Google? La inteligencia artificial nos puede quitar los controles de la vida tal como la conocemos.
El fenómeno se lo ha llamado anomia: falta de normas. Las manifestaciones pueden ser pintorescas, pero también enervantes. Una niña, durante la clase, sin permiso de nadie, se cambia de ropa. La profesora le llama la atención. La alumna responde de mal modo. Vienen los apoderados. Gritonean a la profesora. La directora del colegio le pide a la profesora que agache el moño, que el Ministerio, que los tribunales…
Hay otro tipo de anomia que pone los pelos de punta. Las reglas de la identidad se han vuelto corredizas. En Kínder, exagero un poco, se llama al niño y a la niña, y se les dice: “miren, ustedes pueden decidir ser hombres o mujeres”. Los párvulos se confunden. Muchos padres, madres y educadores en general están indignados.
El desorden entra a las aulas o proviene de ellas. Las ciudades están pintarrajeadas. Groserías, insultos de los peores. Orines. La barbarie vuelve a los estadios. Funas. Linchamientos mediáticos. Se ha comenzado a manejar con la bocina.
Pero asoman señales positivas. En las estaciones del Metro, tras los torniquetes, el pasajero se encuentra con tres guardias, trajes nuevos, piernas separadas, como diciéndole “se acabó la chacota”. Los directores del Metro hasta ahora han sido los culpables del deterioro del ferrocarril metropolitano, un servicio que fue magnífico. Hace años que la mala educación venía in crescendo. No se encontró nada mejor que echarle la culpa a los viajantes: “está prohibido comprar o dar limosna…”. ¿Por qué no quitan un par de guitarras? ¿Un micrófono? Requísenlos sin devuelta. En tres días se acabaría el cuento. Dos.
Hay otra señal positiva: la Comisión de expertos para la confección de la nueva constitución. Los políticos de todos los sectores, desde republicanos a comunistas, han conversado como personas civilizadas y, por esta vía, han llegado a un pre-texto que augura una reedición espectacular de la democracia. Lo que tendría que valorarse no es haber estado de acuerdo en todo, sino haberse probado que el diálogo es posible. Este debe considerarse un hito de educación cívica en la historia del país independientemente del resultado del plebiscito del próximo diciembre.
Seguramente hay más señales positivas. Son pepitas de oro.
¿Las hay en las familias? Seguramente sí. Es sobre todo la familia el lugar donde se forman los mejores sentimientos y actitudes, aunque no siempre. Por lo mismo la escuela es clave. En la familia, en la escuela y en la misma ciudad puede desarrollarse el olfato de la fraternidad. La educación es un músculo que sirve para agradecer, para pedir perdón y perdonar, para mirar con amor a la humanidad y cuidar de la naturaleza. La buena educación es un instinto del prójimo.

Cambio de obispo en Santiago

Se acerca el nombramiento del próximo arzobispo de Santiago. No debiera extrañar. Don Celestino Aós cumplió los setenta y cinco años, el Papa lo confirmó en el cargo por otros tres, por tanto el reemplazo puede darse dentro de poco. Los medios tienen alguna información. El hecho ya comienza a ser noticia.
¿Qué se puede esperar del próximo arzobispo de Santiago?
El recuerdo de la generación gloriosa de obispos del Concilio Vaticano II (1962-1965), la que luego defendió a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos durante la Dictadura, ayuda solo en parte. También puede desorientar. La realidad ha cambiado, y mucho, muchísimo. Si alguien ha de ser obispo en la actualidad, tendrá que serlo de un modo nuevo. La nostalgia no sirve. Sirve, en cambio, que las autoridades y los fieles de esta Iglesia levanten la cabeza y se pregunten cómo anunciar a Cristo hoy, con pertinencia, con incidencia.
¿Con qué se encontrará el próximo obispo? Se da un asunto de importancia mayor que afecta a los y las chilenas por igual, y que nadie sabe cómo se resolverá. Lo dice Carlos Peña en su último libro. “Hay una cierta ruptura entre los más jóvenes y los más viejos. El horizonte vital y la sensibilidad de cada uno es cada vez más distante”. Sigue: “O, si se prefiere, nunca como hoy la distinción entre el mundo propio de los jóvenes y lo que ellos consideran un mundo ajeno ha estado tan marcada, al extremo de que cuesta ver la línea de continuidad entre ambos” (Hijos sin padres, Taurus, 2023, 11). Los jóvenes, según parece, no necesitan de padres, madres, profesores, ni curas. Dependen de su propia subjetividad. Se autoeditan incesantemente. Siendo esto así, el mejor ejemplo de este diagnóstico es lo que sucede entre los católicos/as en las últimas décadas: la transmisión de la fe se ha interrumpido.
¿Cómo, entonces, pudiera el nuevo obispo reactivar la evangelización? ¿Qué tendría que hacer para probar que una religión milenaria todavía puede animar a sociedades en que aumentan los conocimientos a la misma velocidad que estos socavan los presupuestos culturales que las hacen posibles? Tal vez, quizás, el nuevo obispo, lo mismo que los demás, tendría que intentarlo mediante la conversación. Los y las católicas hace tiempo que echan de menos una palabra orientadora. Pero no se trata de que las autoridades eclesiales les hablen, sino que conversen. Si a las personas mayores la prédica clerical no les ayuda, les sobra o les molesta, y a los y las jóvenes les parece un discurso ininteligible o simpático por anacrónico, entonces sugiero al nuevo obispo que haga un experimento: converse.
Hágalo de modo sincero, como si necesitara aprender de los demás. No hable por hablar, tampoco quédese callado, participe en diálogos inteligentes, arrastre cámaras, twittee, aguante los escupos, los arañazos, expóngase, argumente, explique el Evangelio como si no tuviera el monopolio de su interpretación. Caiga en la cuenta de que el Cristo de quien será ministro no está en su boca más que en los labios de sus interlocutores. Ellos/ellas, incluso si no son cristianos/as, pueden imaginar que Dios les ama y cree en las nuevas generaciones como creyó en las antiguas.
La sabiduría de los/as mayores ya no se transmite a los menores. Si la enseñanza eclesial no apela ni a unos ni a otros, lo que podría hacer el próximo obispo es bajar los peldaños del Olimpo hasta el pavimento de la vida. Sáquese las vestimentas medievales, quítese la tarjeta blanca del cuello, arremánguese iñor, entre en la discusión como uno más y sin doctrinas que salvar. Las doctrinas son medios, las personas son fines.
Dice el evangelista Lucas que, tras la resurrección, Jesús se acercó a un par de desilusionados y les preguntó: “¿de qué están conversando?”. Los discípulos de Emaús no lo reconocieron a la primera. Les extrañó que el intruso no tuviera idea del asesinato del nazareno. Le reprocharon su ignorancia. Y, sólo después de una larga conversación, dialogando acerca de tales acontecimientos a la luz de las Escrituras, se dieron cuenta de quién había sido su acompañante en el camino.
La cultura emergente es inquietante, pero tiene la virtud de recordarnos que lo aprendido como fundamental debe reformularse. La expresión cultural del cristianismo, para ser leal a Cristo, debe partir de la base de que Dios es un misterio del que nadie puede apoderarse excluyendo a los demás. La interacción de los cristianos/as con estos y entre ellos/as mismas en un plano horizontal, es hoy por hoy decisivo para que tal Dios se revele como el Dios que ama precisamente a los que son marginados de las conversaciones en las que el país decide cómo organizarse.
Esta es mi sugerencia.

Carta a joven bueno/a para el copete

Hola hermana, Hola hermano,

Te hago una pregunta fácil: ¿te gustan las papas fritas? ¡A quién no! Si te ofrecen dos empanadas: una de pino y una de queso. ¿Por cuál empiezas? Yo elijo la de queso. Después la de pino. Con vino, obvio. Sin copete no hay celebración. Una piscola, una buena conversa, amigos, amigas, música…
Hay que pasarlo bien en la vida. Pero atención porque lo bueno hoy puede ser malo mañana. He sabido de jóvenes a los que el copete les está comenzado a hacer mal. Una piscola, muy bien. Dos piscolas, suficiente. Tres piscolas, mmm…. Cuatro ya no. Los baños sucios, meadas fuera del wáter, olor a vómito, arcadas para seguir tomando. ¡Qué onda! Poco estético.
¿Tú qué tal? Más que la estética, me preocupas tú. Te hago una pregunta difícil, perdona que me meta: ¿estás tomando durante la semana? El alcoholismo empieza así. Cuando uno comienza a tomar lo hace libremente. Pero puede llegar el momento en que la necesidad de copete se hace crónica. A mucha gente, mucha, el trago le ha costado la cabeza, la pega y la familia. No ahorras, gastas. Gastas, pero sin considerar que a una hija o hijo tuyo le están faltando zapatos. ¡Para comer a veces! Tomas… aumentan los gritos en la casa. Te hunde la tristeza. La vergüenza. Al final hasta los amigos/as te pueden abandonar. ¿Invitar a alguien que siempre termina diciendo leseras?
A veces las personas recurren al alcohol para pasar las penas. Es comprensible que lo hagan. Pero si los sufrimientos continúan, más todavía si aumentan, tratar de apagarlos empinando el codo no sirve. Si tuviste un problema, dentro de poco tendrás otro más.
Te escribo para animarte no para juzgarte. Ojo. Tal vez estás ya cabreado o cabreada que te llamen la atención. ¡Animo! Te entiendo tan bien. Necesitas la fiesta. No todo pueden ser exigencias. ¡Hasta cuándo te culpan! Estás cansado/a de retos y malos tratos. Los amigos y las amigas divierten. Relajan. Las fiestas son para salir de lo ordinario. Si se baila, se baila. Si se toma, se toma. Si se huevea, se huevea. Pero tú deberías poner los límites. ¿Por qué otros/as deciden por ti? Raya tú la cancha. Sé que es difícil hacerlo. Cuesta hacer algo distinto del resto. No es fácil salirse del círculo.
Si estás pensando en el tema del licor, y te das cuenta que te está gustando mucho, te hago dos recomendaciones. Sácate una selfy. Mírate con cariño. Mira después tu interior. Allí adentro está lo mejor de ti mismo/a. Es una fuerza cósmica. Es fuego. Es una energía positiva que te ha sacado adelante en los momentos más complicados de tu vida. ¿Recuerdas cuándo no dabas más? Hay dentro de ti espíritu. Tú eres espíritu y el espíritu es más que ti. ¡Amate! No estás demás en este mucho. No sobras. Eres indispensable. ¡Ilumina!
Otra cosa: distingue las buenas de las malas amistades. Fíjate con atención. Las malas amistades pueden ser muy buena onda, pero cuando llegue la hora de la verdad no podrás contar con ellas. ¿Te diste cuenta ya de quién es quién? Los buenos amigos y amigas están dispuestos a llevarte en brazos a la casa, o en carretilla. Elige, decide, sé libre. Invoca al espíritu, toma decisiones, sal adelante como lo hiciste otras veces. Agárrate de esa mano amiga que no te soltará nunca. Poco a poco escoge a quienes quieres que sean tu gente amiga de por vida. No rechaces a nadie, pero elige a quienes te alegrarán la vida de verdad. También tú puedes hacerles felices.
Esta es una tercera recomendación: cuida también tú a los demás. ¿Hay alguien a tu alrededor más débil? ¿Abandonado/a por su familia? Es seguro que hay personas que te miran. Quizás te ven más fuerte. Piensan que eres leal. Estarían felices que las cuidaras.

¿Hacia un cristianismo kármico?

La Encuesta Bicentenario de la P. Universidad Católica de Chile (2022) arroja un resultado nuevo. No es novedoso en relación a los años anteriores el desplome en el número de las personas que dicen pertenecer a la Iglesia Católica. Pero sí lo es en el caso de los jóvenes. De estos, solo el 36 % dicen ser católicos. En cambio, sube vertiginosamente entre ellos la creencia en el karma.

¿Qué es el karma? El concepto parece ser mucho más interesante de lo que pueda pensarse. Es más rico que la noción de karma que maneja la Encuesta. Aquel 36 % correspondería a quienes piensan que “las personas pagan en una vida lo que hicieron en otra”. Hay, según parece, otros modos de entender el karma, no ya como algo que pagar o un castigo que sufrir.

Según Inteligencia artificial –recurso en el que todavía no podemos confiar porque en algunas materias se equivoca- el karma es una creencia más profunda: “El karma es un término que proviene del hinduismo y el budismo y se refiere a la creencia en que las acciones de una persona en el pasado afectan su presente y futuro. Según esta creencia, cada acción tiene una consecuencia, y esas consecuencias pueden manifestarse en la vida presente o futura de una persona”. Le hice otras preguntas. Respuestas: no siempre el karma está asociado a la creencia en encarnaciones, no es una doctrina insolidaria con los pobres sino que demanda hacerse cargo de ellos, es una filosofía que fomenta la compasión. “Según esta creencia, una persona puede estar experimentando pobreza en su vida actual debido a acciones negativas en su vida pasada o presente, como la negligencia de sus responsabilidades o la falta de compasión y generosidad hacia los demás”. El karma es, sobre todo, una motivación para ser responsables de sí mismos y de los demás.

En una cultura cristiana como se supone que es la nuestra, el karma debiera considerarse afín al cristianismo. Tanto que es posible pensar en un “cristianismo kármico”. ¿Cómo se entiende algo así?

Parto de un dato fundamental para los cristianos(as). Según el Nuevo Testamento, el Hijo de Dios “se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 6). Es decir, hay aquí un área de convergencia entre el cristianismo y la idea del karma (hinduismo y budismo). En el cristianismo la identificación de Dios con los pobres es muy profunda. Los últimos papas, en continuidad con la Tradición de la Iglesia, enseñan que es inherente al cristianismo la opción preferencial por los pobres (Benedicto XVI en Aparecida, 2007). No se puede ser cristianos(as) sin optar por ellos. Los pobres son personas valiosas en sí mismas. No debieran ser tratados como objetos de caridad, como instrumentos a través de los cuales se pudiera obtener la santidad.

La búsqueda de la salvación consistente en hacer de los demás un medio para complacer a Dios, no tiene nada de cristiano. El amor auténticamente cristiano considera que los otros(as) son fines y no medios. El otro(a) es Cristo. Esta idea tan poderosa también está en el judaísmo: en los demás puede verse al Mesías. En estas religiones nadie “se salva” solo, por decirlo así. El individualismo es nefasto. Pero esto es en la teoría, porque tanto en el cristianismo como en cualquier creencia se dan prácticas y configuraciones religiosas patológicas. Es herético que un cristiano vea en un pobre a un culpable. Antes bien, un cristiano tendría que sospechar que en una persona deforme, un cesante, un curadito botado por la calle y cualquier persona que sufre, es inocente. Y, en última instancia, no le toca a él(ella) juzgar a los demás, sino amarlos. Entonces, si las religiones coinciden en que Dios es amor (1 Jn 4, 8), comparten lo fundamental. Las diferencias entre ellas son secundarias.

Tratándose de creencias y religiones que nos hablan del misterio de la vida, de aquello que ha podido haber antes del nacimiento y después de la muerte, es preciso ser muy humildes y tolerantes. Tomo las palabras de uno de los grandes sabios judíos del siglo XX, Abraham Joshua Heschel: “La religión es un medio, no el fin y se convierte en idolatría si se la considera un fin en sí misma. Por sobre toda creatura está el Creado y Señor de la historia, aquel que todo lo trasciende. Equiparar la religión a Dios es idolatría” (en el artículo: “Ninguna religión es una isla”).

Conclusión: ¿pudiera darse un cristianismo kármico? No, si la creencia en el karma se entiende como una especie de maldición o castigo del que hay que liberarse. Sí, si el karma lleva a las personas a amarse unas a otras, a formar comunidades en vez de agrupaciones cerradas y a construir sociedades justas.

¿Dónde está Matapacos?

Viene al caso recordar en estas circunstancias a Matapacos, al perro Matapacos. Hoy el país solidariza con Carabineros. Son ya demasiados los asesinados y heridos.
Conviene hacer primero una distinción. No son los mismos los delincuentes que matan policías que las personas que se enfrentaron con los guardianes del orden público con ocasión de la revuelta social del 18-O. En este caso hubo personas inocentes que se defendían legítimamente de los uniformados. Se trataba de batallas con caídos de lado y lado. Hubo también gente que provocó derechamente y agredió a la fuerza pública. Algunos lo hicieron porque estaban convencidos de la bondad de la violencia como instrumento político y otros por puro divertimento. Se dio el caso, en fin, de bandidos que se aprovecharon de las circunstancias, que crearon caos, que destruyeron y saquearon. Por entonces, unos policías fueron víctimas del ejercicio de su profesión. Otros, en cambio, violaron los derechos humanos.
Matapacos es el ícono del odio. Matapacos se hizo famoso por corretear los carros lanzagua, sumirse en el humo de las lacrimógenas y atacar a carabineros durante los días de las movilizaciones estudiantiles del año 2011 azuzado por manifestantes y, después, su imagen resurgió en las protestas que siguieron al estallido social. Lo conocí. Lo vi dando vueltas por la Alameda con su pañuelo rojo al cuello. Pero Matapacos no fue la única expresión de odio contra la policía. Fui testigo del siguiente episodio. Por la misma avenida iba un padre con su hijo de unos diez años de la mano. Al ver el papá a un grupo de carabineros en la vía de enfrente, dijo al niño: “Sácales la madre”. Otro ejemplo: en una de las murallas del barrio alguien escribió “mata tu paco interior”.
El odio es un sentimiento explicable. Como las demás emociones, no se puede evitar. Puede incluso constituir una enfermedad crónica. Pero, si tuviera cura, sería necesario sanarlo porque hace mal adentro de las personas y daña a las de afuera. Cuando no tiene sanación es imposible hacer nada, salvo cuando induce a daños notables en una sociedad. La ley no puede extirparlo. Pero, así como en algunos casos la ley lo considera una atenuante en la aplicación de una sanción penal, en otros debe castigarlo sin más.
Esto, sin embargo, no basta.
Nuestra sociedad se ha acostumbrado a faltarles el respeto a las instituciones y sus autoridades. Los medios a veces dan demasiada cámara a personajes virulentos que desprestigian a los parlamentarios. ¿No debieran los mismos afectados reaccionar con vigor en defensa de su investidura?
Así no podemos seguir.
La sociedad en su conjunto, en vez de reaccionar de un modo iracundo contra la delincuencia organizada, en vez de culpar a los inmigrantes porque parece que un extranjero disparó en la cara a un carabinero, debe actuar fría y racionalmente, con determinación pero sin perder la cabeza. Una sociedad civilizada genera recursos racionales para contrarrestar la violencia. La ley autoriza al Estado a ejercer la fuerza contra la fuerza. La misma ley controla su uso indiscriminado.
¿Qué más? La educación tiene una oportunidad única precisamente hoy para educar los sentimientos. ¿O no se educan? Los padres, madres y apoderados han de modelar el corazón de sus hijos(as) con sus propios mejores sentimientos. Es posible enseñarles a distinguir sus emociones de sus pensamientos. Las reglas de conducta con las demás personas son fundamentales.
Lo mismo la escuela. Los(as) profesores(as) son decisivos(as) en educar a relacionarse con los(as) compañeros(as) de curso. Una sociedad cautiva de malos sentimientos sucumbe. No sucumbe aquella en que los servidores públicos y las instituciones se respetan y se hacen respetar.

La Iglesia necesita cambios mayores (II)


¿Quién tiene la culpa del colapso de la Iglesia Católica en Chile? Los obispos y los curas en alguna medida. Los padres, madres y apoderados en alguna medida. Los y las catequistas en alguna medida. Pero estos evangelizadores, bajo otro respecto, son inocentes. Culpables en parte y en parte inocentes.

En buena parte del Occidente tradicionalmente cristiano, sea católico sea protestante, la caída en la pertenencia religiosa se acelera. Las personas abandonan sus iglesias y comunidades. ¿Hasta dónde llegarán estos abandonos? ¿Cuántos seguirán aun adhiriendo a sus agrupaciones religiosas? Vayamos más lejos: bien parece que en los mismos pueblos indígenas tradicionales tiene lugar una erosión en sus culturas y espiritualidades.

Este desgaste muchas veces deja espacio a deshumanizaciones escalofriantes. Se disipan las creencias, pero las personas terminan creyendo en novedades peligrosas o acaban siendo devoradas por el individualismo. En materia de fe no hay espacios vacíos. Si no se cree en esto, se creerá en aquello.

El fenómeno que nos afecta se llama secularización. La cultura predominante no necesita de religiones para que las personas cambien significativamente sus vidas. También tiene lugar una situación de aculturación: los supuestos culturales que hacían inteligible el cristianismo se evaporan. El caso es que la versión católica actual del cristianismo se ha vuelto tan anacrónica como las máquinas de escribir, las locomotoras a carbón, los sombreros Coco Chanel o los libros en papiros. El catolicismo se ha ido convirtiendo poco a poco en algo ajeno a los tiempos, antiguo e incluso esotérico. Freak.

Pero, ¿debe ser el cristianismo anacrónico por fuerza? Pienso que no. En las tradiciones culturales y religiosas centenarias o milenarias –pensemos en el hinduismo, budismo, sintoísmo, taoísmo, judaísmo, el Islam y culturas indígenas como las nuestras, mapuche o aimara- hay verdades muy profundas sobre el origen de la vida y del mal, sobre cómo vivir y qué esperar después de la muerte, que difícilmente pueden considerarse falsas. Aunque pasen los años, siempre tendrán algo muy importante que aportar.

Así, el cristianismo no es necesariamente anacrónico. Pueden subsistir versiones suyas que lo sean, es cierto. Pero es dable pensar que a futuro haya otras maneras de organizarse las iglesias, de replantearse sus creencias y de renovar sus símbolos, todo lo cual tendría que hacer atractivo a los contemporáneos el valor transcultural del amor que, para el cristianismo al menos, es decisivo. El amor es una exigencia antropológica universal. Si alguna cultura prescinde de él, ciertamente deshumaniza. El tradicionalismo es anacrónico, vive de reliquias, de fetiches; pero la Tradición de la Iglesia llega hasta hoy porque ha habido cristianos(as) que de un modo creativo han sabido probar su pertinencia histórica por dos mil años.

Por de pronto, el cristianismo no tiene el monopolio del amor –es cosa de revisar la historia, pues en nombre de Cristo se han cometido barbaridades- y tampoco tiene el monopolio del concepto del amor –pues otras tradiciones y culturas, incluida la cultura actual, han transmitido a las siguientes generaciones una sabiduría acerca de cómo se ama auténticamente. En el caso del cristianismo, la Iglesia Católica está en crisis porque sus modos de expresar y representar su fe en el Dios del amor (“Dios es amor”: 1 Jn 4, 8) no son acordes con los tiempos, no son comprensibles o se han revelado deshumanizantes. La viabilidad histórica de la Iglesia, pienso, depende de que haya cristianos(as) que, por decirlo así, reinterpreten en las claves culturales actuales las parábolas del Hijo pródigo (Lc 15, 11-32) y el Buen samaritano (Lc 10, 25-37). La primera habla de un padre que –como lo hace Dios- ama incondicionalmente a sus hijos. La segunda enseña que no se saca nada con declararse religioso si no se ama al prójimo. El amor desinteresado, libre, gratuito, radical, extremo como el de Jesús, en ambos casos, merece ser enseñado hasta el fin del mundo. Que haya evangelizadores que narren estos cuentos a los niños y niñas en el futuro, y sobre todo, que representen a aquel padre y a este samaritano con hechos más que con palabras, es fundamental.

¿Bastará con que la cultura actual consiga los mismos resultados con otros conceptos y prácticas?

Es un hecho que lo hace, aunque no de un modo suficiente. El cristianismo contribuye a esta tarea y, por lo mismo, su decadencia debe considerarse una pérdida para la humanidad. Los cuentos son buenos para que los niños y las niñas pequeñas concilien el sueño. Las parábolas de Jesús sirven tanto para soñar como para despertar.

La Iglesia necesita cambios mayores (I)

El cataclismo en la confianza de los fieles en los ministros consagrados a causa de sus abusos sexuales, de poder y de conciencia, y de su posterior encubrimiento, exige en la actualidad revisar los ámbitos del ejercicio del oficio del presbiterado. Se precisan conversiones de la mirada y del corazón. Pero sobre todo se requieren reformas de instituciones y de procedimientos. El sínodo convocado por el papa Francisco sobre la sinodalidad (que significa “caminar juntos”, de un modo más horizontal, si se quiere más democrático), será una ocasión para conversar sobre temas de gobierno y de doctrina. Me detendré solo en lo atingente al sacramento de la reconciliación. Es botón de muestra de la necesidad de cambios.

El Concilio Vaticano II (1962-1965) dio un giro empático al que fuera conocido como sacramento de la confesión. Hizo una reforma: le llamó “reconciliación”. Era necesario facilitar en el encuentro con Dios. Por cierto, en la celebración de este sacramento muchas personas han hallado consuelo, alivio, consejo, compañía y perdón. El cura es el psicólogo del pobre. A los cristianos/as nos viene bien que alguien, en nombre de la Iglesia, nos haga sentir personalmente la bondad de Dios.

Sin embargo, la confesión es un instrumento peligroso. Siempre lo fue, solo que en otros tiempos a nadie le llamaba la atención que lo fuera. Es un dato ampliamente conocido por presbíteros y fieles que mediante la confesión se cometen abusos de diversa gravedad. Más de alguien, en más de una ocasión ha tenido una pésima experiencia. No me refiero a los casos más preocupantes como el de la solicitación (petición sexual). Ellos/as han podido ir de un cura a otro, dependiendo de los pecados que este acostumbra absolver o de la misericordia que tenga, hasta dar con quien le convenga. Los sacerdotes, por nuestra parte, hemos tenido que reparar personas que algún cura diez, veinte o treinta años atrás maltrató con su dureza o alguna reprimenda.

Por otra parte, ¿no es vergonzoso que los curas “demos permiso” a los laicos/as para comulgar en misa, sea por la píldora, sea por una situación matrimonial especial? Y si la carencia de pudor fuera una falta, ¿cómo es posible que nosotros sacerdotes tengamos que asomarnos a lo más sagrado de un ser humano, su conciencia, en virtud de nuestra investidura sacerdotal y de algún tipo de presión sobre los penitentes?

Entonces, ¿cómo se puede evitar que estos hechos sigan ocurriendo? Se dirá que no habría que preocuparse tanto. La gente ya casi no se confiesa. Pues no, antes que algo así ocurra debe impedirse que haya personas que actualmente se sientan presionadas a confesarse. Debe indagarse cómo un modo de relación entre los ministros y los fieles trastorne su encuentro con Dios. Piénsese en la inquietud de alguien que teme ir a confesarse con un presbítero que puede ser un abusador. Y los niños, ¿deben confesarse?

El perdón es un aspecto clave en el cristianismo. La Iglesia también lo ofrece, por ejemplo, al menos en dos momentos de la Eucaristía. Las autoridades eclesiásticas cumplen bien su trabajo cuando exhortan a los y las católicas al arrepentimiento. Cuando buscan vías para una reconciliación social. Pero, ¿puede aún considerarse normal que una persona sea apremiada a revelar a otra su intimidad? ¿No es, en realidad, una barbaridad que se espere de un cristiano/a que abra su corazón a cualquiera? En la cultura actual la intimidad de las personas es un aspecto de su dignidad humana. La intimidad solo ha de compartirse con plena libertad. El problema no es que el sacramento haya vulnerado personas; tampoco que haya personas más vulnerables que otras. El sacramento en sí mismo es vulnerante. Es una herramienta que de suyo vulnera personas que por alguna razón creen que deben contar sus pecados.

Probablemente el Sínodo convocado por el Papa Francisco llegue a ser el acto eclesial más importante desde la celebración del Concilio Vaticano II hace sesenta años. ¿Qué es esperable de una reunión episcopal tan trascendente? La superación de las asimetrías como esta del sacramento de la reconciliación, la nula participación de las mujeres en el mando y la elaboración de la doctrina, la falta absoluta de rendición de cuentas de los obispos y de los presbíteros a los laicos/as, constituye una exigencia de primer orden. El Sínodo un puede acabar en un documento hermoso, lleno de buenas intenciones. La Iglesia Católica necesita cambios grandes. La Iglesia Católica en el Occidente tradicionalmente cristiano ha entrado en una etapa de decadencia gravísima. ¿No es ya demasiado tarde para una recuperación? No lo sé.

Diez años de un papa muy particular

Se cumplen diez años del pontificado de Francisco. ¿Qué es de recordar? El actual papa ha dado pie a muchas críticas. Ha promovido cambios, cambios mayores, muy necesarios. Pero a veces lo ha hecho sin suficiente cuidado. Su estilo cautiva a los periodistas atentos a respuestas de titulares hechas en el avión de regreso de sus visitas a diversos países. Este modo de desenvolverse tan libre ha generado libertad en la Iglesia. Pero su exceso de confianza en sí mismo más de una vez le ha costado caro.

Los chilenos hemos quedado con un saber amargo de su gestión. El caso del nombramiento del obispo Barros en Osorno fue resistido legítimamente por los laicos/as. Después, haber llamado a la Conferencia episcopal chilena a Roma para pedirles la renuncia a los obispos y devolverlos desautorizados fue humillante. El escándalo por los abusos sexuales, de conciencia y de poder del clero, y su posterior encubrimiento ha sido enorme, pero el modo de solucionar el problema ha podido ser menos espectacular.

Esto no obstante, los mismos católicos/as chilenos debemos celebrar la decidida opción por los pobres de Francisco. Él ha sido el mejor representante de esta opción en América Latina y el Caribe, el continente que la forjó. Desde el día uno socavó con su sencillez el estilo rebuscado del estamento eclesiástico, criticó abiertamente la riqueza de algunos prelados y ha tratado de acortar la distancia del clero y el Pueblo de Dios en su conjunto. “Cuánto querría una Iglesia pobre y para los pobres”. Francisco ha recordado a los cristianos/as que es Dios quien opta por los pobres. El papa “franciscano” –jesuita de origen, pero simbólicamente franciscano- ha hecho gestos maravillosos de amor a los excluidos, los descartados y los más humildes. Menciono uno solo: instaló duchas en el Vaticano para los sin techo de Roma.

El Papa latinoamericano ha clamado por el fin de la guerra rusa contra ucrania y por una solución a la muertes de miles de africanos que ahogados en el Mediterráneo. Evangelii gaudium, Fratelli tutti y Laudato si’ han sido documentos que reponen a la Iglesia en la senda del Evangelio que Jesús anunció a los enfermos/as, despreciados y marginados. Laudato si’ debe considerarse la encíclica social más importante desde Rerum novarun (1891). Con ella el Papa hace un llamado de atención sin precedentes para salvar el planeta Tierra. Francisco exhorta a oír “el grito de los pobres y el grito de la tierra”.

Otro asunto de importancia mayor ha sido su intento por hacer una reforma en la Curia romana. Esta es hueso duro de roer. Pero Francisco no se impacienta. Desde el comienzo de su pontificado no quiso ocupar espacios sino “iniciar procesos”. No ha pretendido ganar más poder o cerrar los temas, sino generar cambios en el largo plazo. Ha obrado con sabiduría. Una Iglesia antigua dos mil años de antigüedad no puede renovarse de un día para otro. Los sectores ultraconservadores le han hecho la guerra. En estos momentos impulsa una reunión episcopal internacional sobre el tema de la sinodalidad (es decir, el “caminar justos”, de un modo más horizontal, más democrático). ¿Cuál será el resultado? Unos esperan mucho. Otros, algo. No falta quien no espera nada. Según algunos la Iglesia ha perdido toda capacidad de reforma. Una Iglesia milenaria y que se incultura en tan diversas continentes y países, en tiempos de transformaciones gigantescas, tiene problemas para conservar su unidad.

En temas de género la inculturación del Evangelio avanza muy tímidamente. ¿Cómo ha podido abrirse la posibilidad de bendiciones a las parejas homosexuales y, al mismo tiempo, calmar a los africanos que no quieren oír hablar del tema? “Quién soy yo para juzgar a los gay”. El papa no fue más lejos. Apenas pudo en Amoris laetitia conseguir que se diera la comunión a los separados y vueltos a casar. Las palabras e iniciativas de Francisco para dar participación de las mujeres en la Iglesia han sido más bien simbólicas. Algunas puertas les han abierto. Pero continúa su exclusión. El caso es que hoy, bajo muchos respectos, la cultura evangeliza a la Iglesia mucho más que lo que esta evangeliza la cultura.

¿Cuánto queda a su pontificado? Unos anuncian su próxima renuncia. Él, en cambio, no da señales de querer renunciar. Avanza en silla de ruedas como si nada.

Obsolescencia del sacramento de la reconciliación

El cataclismo en la confianza de los fieles en los ministros consagrados a causa de sus abusos sexuales, de poder y de conciencia, y de su posterior encubrimiento, exige en la actualidad revisar los ámbitos del ejercicio del oficio del presbiterado. Las y los católicos con razón están airados. Se precisan conversiones de la mirada y del corazón. Pero sobre todo se requieren reformas de instituciones y de procedimientos.

Esto se aplica al sacramento de la reconciliación. La confesión es un instrumento peligroso. Siempre lo fue, solo que en otros tiempos a nadie le llamaba la atención que lo fuera. En la actualidad, especialmente cuando la Iglesia quiere avanzar en sinodalidad, se hace necesario evaluar el ejercicio de este sacramento; pero, sobre todo, es preciso revisar este instrumento en sí mismo.

Es un dato ampliamente conocido por presbíteros y fieles que mediante la confesión se cometen abusos de diversa gravedad. Lo saben las/los laicos. Más de uno, en más de una ocasión ha tenido una pésima experiencia. No me refiero a los casos más preocupantes como el de la solicitación (petición sexual). Ellas/os han podido ir de un cura a otro, dependiendo de los pecados que este acostumbra absolver o de la misericordia que tenga, hasta dar con quien le convenga. Es lo que han debido hacer muchas mujeres a causa de la píldora. Los sacerdotes, por nuestra parte, hemos tenido que reparar personas que algún cura diez, veinte o treinta años atrás maltrató con su dureza o alguna reprimenda. O “dar permisos” para que las personas comulguen en misa.

¿Cómo se puede evitar que estos hechos puedan seguir ocurriendo? Se dirá que no habría que preocuparse tanto. La gente ya casi no se confiesa. Pero, ¿habrá que dejar caer simplemente el sacramento por inútil? Antes que algo así ocurra, debe evitarse que haya personas que actualmente se sientan obligadas a confesarse. Debe indagarse cómo un modo de relación entre los ministros y los fieles impide su encuentro con Dios, lo daña incluso, en vez de facilitarlo. ¿Cómo pudiera instar en la actualidad a las laicas/os a confesarse un presbítero que puede ser un abusador? ¿Quién puede pedir a una niña/o que se confiese antes de su primera comunión?

El perdón es un aspecto clave en el cristianismo. Pero la Iglesia no tiene una única manera de ofrecerlo. Por ejemplo, en la misma eucaristía hay por lo menos dos momentos de perdón, al comienzo de la misa y cuando los participantes se dan la paz. Las autoridades eclesiásticas cumplen bien su trabajo cuando exhortan a los y las católicas a pedirse perdón; o cuando llaman a una sociedad a reconciliarse. Pero, ¿puede aún considerarse normal que se exija a una persona revelar a otra su intimidad? ¿A una persona conocida o desconocida? ¿No es, en realidad, una barbaridad que se espere de una cristiana/o que abra su corazón a cualquiera? Esto fue normal años atrás. Hoy, no. En la cultura actual la intimidad de las personas es un aspecto de su dignidad humana. La intimidad solo ha de compartirse con plena libertad. Podrá decirse que en esta época se acude voluntariamente a psicólogos a quienes las personas les cuentan todo. Pero la naturaleza de la obligatoriedad en ambas instancias es muy distinta.

¿Y si la confesión fuera absolutamente voluntaria? En este caso la Iglesia tendría que justificar cómo autoriza la existencia de un instrumento religioso, como es el sacramento de la reconciliación, a sabiendas de los riesgos mencionados. En el mejor de los casos, ella tendría que capacitar a los ministros con conocimientos psicológicos y teológicos, además de establecer controles a esta actividad como sucede con el ejercicio de otras profesiones.

El proceso sinodal en curso exige superar las asimetrías eclesiásticas que impiden la eclesialidad como la que tiene en lugar en la confesión, originada a su vez por el sacramento del orden que ubica a los ministros en un grado jerárquico superior. La triada de los sacramentos de la eucaristía, la reconciliación y del orden suele hacer de corral dentro del cual se menoscaba la libertad de los hijos e hijas de Dios. Su libertad, y su dignidad. Ha de recordarse, en cambio, que en la intimidad pidió Dios a María ser la madre de Jesús. Lo hizo sabiendo que su respuesta podía haber sido negativa. La libertad es uno de los nombres del cristianismo (Gál 5, 1).

Es preocupante lo que ocurre en la Iglesia a propósito del sacramento de la reconciliación. Este es un aspecto, un asunto o una dimensión de un distanciamiento muy profundo entre las prácticas sacramentales y la emergencia cultural de nuevos valores. Mucha gente hoy espera de su Iglesia instrumentos que le ayuden a desarrollar un cristianismo vivo. No están dispuestas/os a que su fe en Cristo pase obligatoriamente por un “hombre sagrado”, se llame sacerdote, cura u obispo. La “sacerdotalización” de la Iglesia, en muchas partes, llega a su fin. El sacramento de la reconciliación no cumple con los estándares de humanidad de la época.

La Virgen de los detenidos-desaparecidos

Se culpa al Ministerio de las Culturas de patrocinar la exhibición de una imagen de María que la humilla gravemente. Es verdaderamente chocante. Según Mauricio Toro Goya, el autor, no se trata de la Virgen, sino de una santa que él inventó y que no tiene nada que ver con la Iglesia católica.
Para quienes no hemos visitado la exposición en el Museo de La Serena, y solo nos hemos informado por El Mercurio, se trata de la Virgen. Es cosa de ver la foto. La explicación del autor no es clara. Se entiende la indignación de la presidencia de la Cofradía Nacional del Carmen. Dice Mauricio Toro que la venda de los ojos de la santa alude “falta de justicia” para con los detenidos desaparecidos. Lo que no se entiende es si la santa es ciega a los problemas de justicia o es la representante de las personas que buscaron justicia y no la hallaron. Otra información importante. En su manto aparecen las fotos de personas que aún son buscadas. ¿Ratifica este dato que la santa clama por justicia para las víctimas?
Pido a los fieles católicos un momento de atención.
La interpretación de una expresión artística es compleja. Se puede dar incluso un conflicto de interpretaciones. Una puede ser la intención del autor. En este caso la explicación dada por Toro. Vemos que es poco clara. Otro momento de la interpretación corresponde a la de la imagen misma. ¿Hasta dónde da para que unos digan esto o aquello de ella? Un obispo cree que se representa a María como indiferente a los crímenes de la dictadura. Pero también las madres y esposas de los detenidos desaparecidos podrían decir que ella es su diputada: con los ojos vendados la Virgen no logra encontrar a sus hijos. ¿O alguien puede excluir que estas madres hayan rezado a María más de una vez para recuperar a sus seres queridos?
Como es de ver, la interpretación no es fácil por el contexto en que se realiza la exposición. Estamos en Chile. Si fuera en un museo de Pekín nadie se quejaría. En Chile con la Virgen no se juega. Pero, por otra parte, María misma ha sido asociada por los chilenos con actos o gestas violentas. A ella el país le debe la Independencia. En la batalla de Maipú murieron unos 1.500 soldados de la Corona española. ¿Deben adjudicarse a la Virgen estas bajas? O’Higgins hizo un voto. La Virgen, según la patria, cumplió. Allí está el Templo.
Hace algunos años se dio el caso de las Apariciones de la Virgen de Villa Alemana. El obispado de Valparaíso ordenó al padre Jaime Fernández Montero que hiciera una investigación. La conclusión del sacerdote, expresada a El Mercurio de la región, fue esta: “El Gobierno (militar) armó todo esto, porque los obispos habían comenzado a reclamar por los atentados contra de los derechos humanos, como torturas y desapariciones”.
Años después, el 7 de septiembre de 1987, el general Pinochet dijo: “La Virgen me salvó”. El atentado en su contra falló. El proyectil lanzado contra la ventana del vehículo no explotó. Quedó el vidrio astillado. En este vieron algunos a María. Augusto Pinochet y muchos de sus simpatizantes atribuyeron a ella el milagro. Horas después del atentado, en la madrugada del día 8, el gobierno asesinó a Felipe Rivera, Gastón Vidaurrázaga, Abraham Musklabit y José Carrasco.
En la iconografía cristiana numerosas veces se representa a la Virgen ejerciendo violencia contra Satanás. No contra una persona, sino contra el mal. María clava una lanza al demonio, lo decapita con una espada o le pega con un palo. Otras veces aparece pisándole la cabeza a una serpiente. Este también es un ícono violento, también se ejecuta contra el Demonio. Nadie puede decir que con estas imágenes los pintores y escultores hayan avalado la violencia.
El criterio bíblico para llegar a esta conclusión es fundamental. En el Nuevo Testamento, la Virgen engrandece a Dios. Durante su visita a Isabel, la madre del Bautista, proclama: “Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava (…). Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos” (Lc 1, 46-55). Póngase atención: la Virgen toma partido en favor de las víctimas de la violencia de los poderosos. Debe recordarse también que ella nunca abandonó a Jesús, su hijo ajusticiado injustamente. Stabat Mater al pie de la cruz.
Un tercer momento de la interpretación de una expresión artística corresponde a la intención del intérprete, en este caso yo: ¿qué pretendo con esta columna? Solicito que la imagen de la Virgen sea llevada al Museo de la Memoria. Désele un lugar de honor. De lo contrario la meterán en una bodega. Si llegara a ser el caso, le pido al bodeguero que imprima esta columna, la doble en dos, la meta en una manga del vestido de María y le diga que se la dedico. Dígale así. Ella me conoce.

Ensayos de Micro-Teología para Santiago del Nuevo Evo

¿Los últimos treinta años? No, los últimos cincuenta

Los últimos treinta años (más o menos) se comprenden mejor dentro de los últimos cincuenta. Es decir, desde que perdimos la democracia hasta ahora que hacemos esfuerzos por sacar al país adelante por una vía democrática. El intento (sumando y restando) está siendo exitoso. En cien años más, probablemente, afinaremos nuestras explicaciones históricas.

El golpe acabó con la democracia. Por supuesto que su comprensión exige remontarse más atrás de 1973. Se trata del desgarro de la convivencia entre los chilenos más grave en casi quinientos años. Suspendamos la búsqueda de sus causas por el momento. Concentrémonos, en cambio, en valorar el lugar de llegada. A esta altura puede decirse que en 2023, desde un punto de vista político, está por ser superada aquella crisis, y también esta otra del 2019 que tiene mucho de hija suya, todo de un modo democrático.

Pero hay razones para preocuparse. Miremos el problema en el contexto geopolítico. ¿Qué se ve? Tal vez el modelo de las democracias occidentales a China le sea como una piedra en el zapato. ¿Pudiera quizás sacársela? En el continente americano los ciudadanos han elegido a Trump y a Bolsonaro e, independientemente de estos peligrosos personajes, otras democracias de nuestra región están en vilo. Human Rights Watch llama la atención sobre un deterioro de las democracias latinoamericanas en 2022.

Sin duda, los gobiernos del resto del mundo experimentan las presiones que nos apremian a nosotros. Pensemos solo en la globalización que aprieta cada vez más la convivencia entre las naciones; en la incidencia de la corrupción y el narcotráfico que nos están comiendo de a poco; en los movimientos migratorios, en los desplazamientos internos y en los refugiados políticos, problemas que no se solucionan por la fuerza; en reivindicaciones culturales muy justas, como las del feminismo; en la crisis ecológica y socioambiental.

Estos fenómenos afectan a las naciones por parejo. Además, hay algunos asuntos que complican a Chile en particular. Nombro dos –son varios más–. Una, la desigualdad económica y la segregación social. Otra, el trance constitucional en el que estamos. No quisiéramos que en el próximo plebiscito gane de nuevo el Rechazo. La frustración sería gigante. No habremos podido cambiar la Constitución del 80 que tiene al país atascado.

El ajuste constitucional que estamos haciendo, sin embargo, no es suficiente para fortalecer la democracia. Esta también tiene que ver con una cultura democrática. Si una nueva Constitución podrá ser un mejor macetero, es preciso además regar la planta. ¿Cómo?

Declaro mis intenciones: deseo que las nuevas generaciones aprendan a valorar la democracia. Esta es más que un modo de gobierno. Es la punta del iceberg de una versión de humanidad que honra la dignidad del ser humano. La cultura democrática, antes que un voto en la urna, es una especie de conversación entre personas que apuestan a que es posible discutir, alzar la voz a veces y a la larga llegar a acuerdos. Lo hemos visto estos últimos meses. Los políticos siguen logrando acuerdos democráticos.

Vuelvo al principio. No: los últimos treinta años son insuficientes para juzgar qué pasos políticos daremos. Prescindir de los años que llevaron a las fuerzas democráticas a recuperar la posibilidad de gobernar, es una actitud adolescente que puede costarle caro a la misma generación que hoy toma las decisiones. La adolescencia en sí es buena, es necesaria para afrontar el futuro con riesgo y garra. Pero por algo la vida tiene más etapas. Los mayores ven más lejos porque ven para atrás. Aunque, en estos momentos, pueden dejar caer a las generaciones más jóvenes, aceptando ofrecimientos de beneficios de corto plazo.

El futuro de la democracia en Chile requiere, en primer lugar, amor por un tipo de civilización. Y, segundo, que la experiencia y la inexperiencia hagan una alianza.

Si la paz fuera poca cosa no habría que tomarse en serio la Navidad

Noche de paz.

Si la paz fuera poca cosa no habría que tomarse tan en serio la Navidad. No hablo solo para los creyentes. Es posible ser cristianas o cristianos sin ser cristianos. ¿Me explico? Cristo pertenece a todos. Supongamos que los cristianos lo saben. Los que no, tal vez lo intuyan. La paz incluye, debiera ser de todos, cuidada en común.

El Anticristo, en cambio, trafica con la paz, la compra barata y la vende cara. Hace regalos falsos en Navidad. Tapa la realidad con cintas de colores. No piensa en quienes no le interesan: los ancianos, las personas solas o enfermas, personas que se contentarían solo con una llamada por celular.

Y bien, ¿dónde está ese Cristo que une y reconcilia? ¿Este que nos pertenece, aunque ninguno puede apropiárselo? Es alguien tan versátil como los tiempos que lo requieren. Cada época clama a su Cristo. La nuestra anhela certezas, compañía, ¡una tregua!

En este tiempo, y seguramente en cualquier otro, la Navidad puede ser una estrella en la oscuridad, una tabla tras el naufragio, un momento íntimo, un amigo, una risa porque sí, unos ojos, un poco de calor, una hija que crece, un guiño de consuelo, de perdón, otra oportunidad. Algo así necesita nuestra época, un momento, un rato. Conversar, aunque sea por un rato.

Están tan cansadas. Lo estamos.

Es cosa de mirar alrededor. Hacer propia la pasión de los de allí y allá. Empatizar con los cercanos primero. ¿Y si tal o cual quisiera subirnos sobre sus alas y llevarnos unos diez o veinte kilómetros en vez de caminarlos solos con los pies hinchados? ¿Qué es exactamente lo que más necesitamos? Requerimos algo en común. Como humanidad, como país, queremos algo que podamos conseguir juntos. Pero también hay necesidades familiares o personales, personalísimas, tan únicas que tal vez nadie podría comprenderlas. ¿Alguien supo qué significó para la madre y el padre de Jesús verse obligados a dejar su tierra para ser censados en Jerusalén? ¿O cómo fue que tomaron la decisión de refugiarse en Egipto hasta que muriera el tirano Herodes que quería matar al niño?

Las migraciones forzadas son un signo de este y de todos los tiempos, pero cada persona o familia obligada a migrar tiene algo tan único que contar, como esas penas que no podemos desahogar con nadie. Ellos, ellas, rezan para que sus hijos e hijas no sean despreciados si logran traspasar la frontera.
¿Y usted por quién reza? ¿Cuál es su tema?

También nosotros vamos en busca de una tierra prometida. Peregrinamos o huimos por fuerza. Los tiempos son turbulentos. No sabemos bien por dónde seguir. Que no nos falte una estrella que nos dé una pista. Un Cristo/Crista nos espera.

“Gloria a Dios en los cielos y paz en la tierra a las mujeres y los hombres de buena voluntad”, dice el evangelista Lucas.

Pax Christi. Este es el día para desear la paz. Para hospedar en la casa a los que perdieron el sendero o sufrieron la pérdida de su esposa, de sus hijos o de sus padres. Es la noche para hacer las paces y dormir en paz.

El giro fundamental de la filosofía

Filosofía griega

La humanidad ha comenzado a dar un giro inédito. Si este no es editado por la filosofía, la filosofía no habrá servido para nada. Es que la filosofía no ha de servir para nada, se dice. Sí, no: la gratuidad es inherente al pensar más alto, pero cuando este pensar no se interesa por la humanidad bajo ningún respecto, pierde el rumbo.

Dentro de poco el tema ecológico, socio y medioambiental será el principal. La humanidad entra a una etapa monotemática, pero no monótona. Estamos por llegar al punto de no retorno. El Apocalipsis vuelve a inquietar, aterrará, como ocurrió en la inminencia del año mil. Entonces abundaron los suicidios. Pero no pasó nada más. Esta vez puede que sí.

Este es el contexto que hace a la filosofía más necesaria que nunca: urge pensar. La filosofía, como ninguna otra ciencia, se revisa incesantemente a sí misma. En la actualidad tendrá que evaluar cómo está respaldando, iluminando y ofreciendo categorías al compromiso ético que están asumiendo los seres humanos por doquier. En este trance, si la filosofía no lo hizo antes, debe ponerse al servicio de una revolución epistemológica. Esta, dicho a la rápida, debe amarrar mente y corazón, y recuperarse a sí misma como sabiduría. Se requiere un tipo de conocimiento como el de los pueblos originarios, las culturas asiáticas y los pobres en general, que amalgame la existencia humana y la ciencia moderna. La ciencia desconectada de la experiencia real del mundo de las personas, aprovechada por la técnica a cuyo servicio está, es el origen exacto de la debacle ecológica. Hay disciplinas distintas, desparramadas, que si no se conjugan en un corazón humano alienan en ambas direcciones: la del cientificismo y, en el caso de religiones como el cristianismo, la del intimismo. El caso es que la ciencia y la técnica modernas son como bueyes uncidos a la carreta del capitalismo que devora el planeta.

Abro paréntesis: nada hay más triste en el campo de las ciencias que la Teología. Esta, salvo en los casos de las Teología india, la Teología feminista y la Teología de la liberación, y otras teologías contextuales, ha cortado todo nexo con la espiritualidad. Las(os) teólogas(os) universitarios(os) son apuradas(os) con la picana del cientificismo para producir papers Wos, Isi, Scopus, Scielo, al igual que los demás científicos universitarios. El divorcio entre la experiencia de Dios y la enseñanza universitaria, provocado por la exigencia de cumplir con los estándares científicos norteamericanos y mantenido a raya por los sistemas de control eclesiástico, es prácticamente total. Si se diera una reconciliación entre ambas, la Iglesia superaría tal vez su crisis; lo haría generando intelectuales orgánicos capaces de luchar contra el statu quo. Si la Teología tuviera que ver con Cristo, otro gallo cantaría. Ella comparte la miopía de las otras áreas de la ciencia, pero en su caso la accountability ante las exigencias del aparato estatal es imperdonable. Ha olvidado que tendrá que dar cuenta de su desempeño al Padre eterno.

Vuelvo al tema de la revolución epistemológica que necesitamos. La localizo en el mundo de los pobres. Estos tienen que enseñarnos exactamente aquello que debemos aprender: ¿cómo se vive con incertidumbre? ¿Cómo se sobrevive? También se puede aprender del modo de rezar de las familias migrantes en las fronteras de los países latinoamericanos. No podemos saber cómo experimentaron el genocidio los pueblos que fueron extinguidos en América Latina y el Caribe. Ellos sí supieron qué es un acabo mundi. Pero todavía se puede oír a quienes son despojados de sus tierras y culturalmente negados. Sabemos que se necesitan más de cinco planetas para dar a la humanidad una existencia digna. Lo que el 50% de los seres humanos sabe, pero el 1% no, es cómo se vive con poco y nada. Endeudados. De fiado. ¿Cómo se vive sin necesidad de robar? ¿Y cómo, cuando es un deber robar para dar de comer a los niños?

Último paréntesis y no molesto más: ¿en qué está la filosofía de nuestro continente que, tras la pandemia, ha vuelto a la pobreza? Sé poco del tema. ¿Tiene espacio en las facultades e institutos de filosofía de nuestras universidades o se la mira con condescendencia, como hacen los europeos con nuestras publicaciones? La dependencia filosófica del primer mundo en nuestro medio es completa. Nuestros investigadores glosan las grandes obras. Pero ¿no consiste la vida intelectual en pensar por sí mismo, tal como hacen los adultos? Quizás Kant les dice desde la eternidad: “Dejen los pantalones cortos. Cítenme menos, cítense más”.

Termino: se necesita una Filosofía fundamental que ponga los fundamentos a la responsabilidad de hacernos cargo del planeta. El resto de la filosofía puede considerarse auxiliar. Será fundamental una filosofía que radique en la episteme de los más pobres, esta es, la sabiduría de quienes y para quienes pensar es un asunto de vida o muerte.

El amor a la verdad versus las Fake news

Noticias falsas

Las noticias falsas echadas a correr son cosa antigua. El concepto de fake news es novedoso porque, en este caso, las mentiras son producidas de un modo industrial. Las redes sociales las viralizan. Gracias a ellas, por ejemplo, hay candidatos que hacen trampa.

Las fake news pertenecen al campo semántico de la verdad. Que la vida humana necesite la verdad para operar es obvio. Verdad, confianza, credibilidad, buena fe, sinceridad, fortalecen las relaciones entre las personas y, en algún sentido, estas simplemente consisten en ellas. Donde hay fidelidad hay verdad. Amor.

Pero la cosa no es tan fácil. Mientras transcurra nuestra existencia en el planeta, el engaño también puede tener ocasiones de legitimidad. Si la policía secreta viene en busca de una persona para torturarla, ¿está mal engañarla, decirle por allá, no por acá? Hay casos complicados: la guerra. En la estrategia militar la mentira es fundamental. ¿Es esencial en la política la cuchufleta? No lo creo. Pero incidental, tal vez sí. No sé.

La vida se está poniendo difícil. Siempre lo ha sido para los pobres, ahora lo está siendo para todos por parejo. Viviremos en un mundo cada vez más inseguro. Lo cierto hoy es que son demasiados los factores que no podemos controlar: la economía financiera, el clima, la emergencia de nuevos virus planetarios, los hackers… La incertidumbre huele a apocalipsis. Si a esto agregamos las fake news que las corporaciones o gente de mala ralea fabrican y divulgan por las redes sociales, la inquietud puede llegar a ser desquiciadora. Agotadora, enfermante.

¿Con qué nos quedamos? De lo micro a lo macro: siempre será bueno contrarrestar la copucha, el cahuín, la “tirá de lengua”, el tráfico de información, la caída de casete, la violación del secreto profesional y otros mecanismos que dañan personas y hacen inseguros los compromisos. También hay verdades, sí, verdades, que no conviene hacer circular porque les pueden cerrar el futuro a personas que merecen una segunda oportunidad. Hay verdades que, en vez de diseminar, es preferible callar.

Por otra parte, siempre será hermoso creer a personas nobles, a amigos que dan una mano y no la sueltan, a papás y mamás con quienes siempre se puede contar, y otra gente digna de fe. Hay gente que cuida sus palabras. En medio de esta nube de nuevas y de viejas noticias, de verdades a medias o de falsedades simplemente, la palabra precisa y los silencios debidos iluminarán el camino. El amor a la verdad fortalece a las personas, a las empresas y a las sociedades.


Parece que predico, perdón. Me preocupa el asunto. La mentira tiene efectos devastadores.

¿Y los poetas dónde están?

Recuerdo esa película sobre Neruda en Capri. ¿El cartero se llamaba? Neruda le explicaba al cartero lo que es una metáfora. Metáforas se necesitan ahora.
¿Y los poetas dónde están?
El futuro del país, para que este país tenga futuro, debe indagar en una esperanza compartida. ¿Es posible pergeñarla? Hay que encontrarla, porque la esperanza nos es dada. Hay que inventarla, porque, a diferencia del optimismo, es trabajosa. Se consigue con esfuerzo y apaleos.
Está claro que en Chile predomina la incertidumbre. No sabemos qué pasará porque no sabemos qué está pasando. ¿Se ve alguna luz al final del túnel? Mala imagen. El tren avanza por rieles que le dirigen automáticamente a la salida. Lo que tendría que importarnos no es una salida, sino la creación de algo nuevo. La incertidumbre se vence con la imaginación.
Tal vez nunca hemos tenido una esperanza común. “Son campanas de palo, las razones de los pobres” (José Hernández, Martín Fierro). Sin duda, el 18-O hizo explotar un proyecto de país que por más de cien años –y no solo desde el imperio del capitalismo– ignoraba o ponía el pie encima a los sueños de liberación de oprimidos por variadas causas. Ha habido muchas esperanzas acalladas. Es insuficiente, por esto, ir a buscar en la tradición el alma del país cuando “nunca hemos tenido un alma” (Vicente Huidobro, Balance patriótico). La pacificación de La Araucanía fue atroz. La partición de las comunidades legalizada por el general Pinochet a instancias de la oligarquía, por la misma oligarquía que en el siglo XIX despojó a los mapuche de sus tierras, ha podido ser una estocada mortal –¡ah!, dirán, pero si los mapuche votaron Rechazo; ¿es que no han podido ellas(os) velar por el interés general del país y no por su causa particular?–.
La nostalgia no sirve porque no hay una esperanza unitaria que avivar. Cabe, sí, mirar hacia adelante y crear algo que verdaderamente aúne a chilenos y pueblos originarios, clases altas y bajas, oligarcas y demócratas, nacionales e inmigrantes (que si Chile tiene algo en común, lo conseguirá pariendo nuevas generaciones de mestizos). La elaboración de una Constitución debiera crear las condiciones para imaginar un país integrador. Una Constitución es un medio. Es un fin, cuando todos sin exclusión contribuyen a su elaboración y en esto estamos, por esto nos cuesta tanto. Demora que los legítimos motivos particulares sean tomados en serio y que ninguno en especial prevalezca sobre los demás.
El futuro es cuestión de esperanza. Pero la esperanza, aunque se expresa en conceptos, no cabe en estos del todo. Se dice mejor en poemas. En otras palabras, se bosqueja con lápices a mina. Nunca con lapiceras a pasta. La esperanza está ya “acá”, se anticipa con acciones congruentes con aquello que promete, pero solo más “allá” se realizará de una vez por todas. Entre las dificultades de la vida o de la historia, aparece y desaparece.

Es la hora de la metáfora. ¿Y los poetas dónde están? Un país de poetisas y poetas tendría que inventar nuevas comparaciones. No una metáfora, varias. Que nadie imponga la suya. Varias. Las de los poetas de salón y las de la autoedición. Los poemas de cuneta también valen, y más.

¿Cómo leer los grafitis?

¿Quiénes son? ¿Trabajan? ¿Estudian? Están destruyendo las ciudades. Los grafitis aumentan aceleradamente. ¿Pero son grafitis los grafitis? Me dicen que hoy se llama grafiti a cualquier porquería, que antes no fue así, que lo fueron obras pictóricas o mensajes de gran calidad. El caso es que en la actualidad cabe en la categoría de grafitero de chincol a jote. Hay cosas hermosas y otras horripilantes. RAYA TODO, escribió un inspirado, ¿inspirado? El Metro en pocas semanas, el ícono del Santiago impoluto, ha comenzado a ser atacado sin piedad. Me han dicho que algunas de las siglas corresponden a marcas territoriales de tribus urbanas. Dan ganas de aforrarle una chuleta al primer cabro que vea uno rayando una pared.

¿Qué se puede hacer? Dos cosas: es necesario contrarrestar los grafitis con los medios legales que corresponda. Pero pueden adoptarse medidas menos violentas, como las de locales comerciales, las casas particulares y el alcalde de Valparaíso que, brocha en mano, repintan con la esperanza de ganar el corazón de sus enemigos. Segundo: la ciudadanía debe auscultar lo que está sucediendo. Hay problemas en la vida que no se tapan con una manito de pintura.

Urge interpretar el fenómeno. Según parece, tiene varias causas. Conocidas las causas, será menos difícil solucionar el problema. Hay algo que arreglar, es obvio.

Comparto unas hipótesis. Los grafitis en sus variados géneros son un modo de expresión. ¿Pero no hay otros mejores? Tal vez para los grafiteros no los hay. Debiera haberlos. Paréntesis: me llamó la atención que, tras el anuncio del primer plebiscito, en una semana los barrios que me son cercanos estaban llenos de Apruebo. Ningún Rechazo. Para el segundo plebiscito, en cambio, ni Apruebo(s) ni Rechazo(s). Los muros hablan.

Otra hipótesis, una psicoanalítica, corresponde a los psicólogos aprobarla: ¿es posible que a las personas se les corten las cadenas? ¿Algo así como una falta de control mental de los esfínteres? Se me ocurre que entre esta gente y “nosotros” la distancia no sea absoluta. Tal vez quepa la posibilidad de que a los grafiteros se les arranquen los monstruos que se apoderan de las personas cuando duermen. Nuestro Yo diurno domeña al Ello que de noche parece una cloaca. También nosotros podríamos eventualmente perder el control y hacer salidas nocturnas a rayar o pintar. Otro paréntesis: cuidado, el Ello es también la sede de la espiritualidad. Es la fuente de la creatividad y de la belleza. Merece respeto.

Tercera hipótesis, por último, es la de la rebeldía. Es evidente que hay una cuota de reacción comprensible, hasta sana, animada por una o varias injusticias sociales o carencias muy tristes. Hay resentimiento. Sufrimiento no oído, penas no consoladas, abandonos. No puede decirse que los grafiteros sean delincuentes. Pero en muchos casos la cuna es la misma. El 93 % de las mujeres privadas de libertad (por delitos menores) son mamás. Se sabe también que dejan a tres niños desamparados en las casas. ¿Quién los educa para que quieran aprender en vez de destrozar? ¿Qué piden los niños vestidos de blanco que destruyen sus propios colegios? ¿Es esto solo divertimento? ¿Existe alguna relación entre los grafiteros y quienes el último año han quemado en Santiago más de cincuenta autobuses? Esta no es simplemente delincuencia y no se resuelve con puros castigos.

¿Qué hacer? Algo anda mal en lo hondo. Adentro de nosotros la mar está revuelta. Hay malestar en la cultura, rabias en los corazones, lágrimas.

Estamos siendo víctimas de violencias de distintas naturalezas: provienen de la mala educación, de promesas incumplidas o de políticas de reinserción de personas que, en realidad, nunca han estado insertas. De todas estas violencias y otras más. Pues bien, es fundamental reconocer cuál es cuál antes de tratar de resolverlas a tontas y a locas.

Ganó la democracia, ¿ganara?

El triunfo del Rechazo en el plebiscito no termina de ser evaluado. Lo será, quien sabe, en cincuenta años más. Pero hay algunas cosas claras, como, por ejemplo, que este ha sido un triunfo de la democracia.

Nunca sabremos si este resultado habrá sido el mejor para Chile. Ahora se correrán los riesgos inherentes a esta posibilidad. ¿Y si en un próximo plebiscito vuelve a ganar el Rechazo? Nadie puede excluirlo. También la opción del Apruebo implicaba peligros. Una de las razones de los electores para votar así y no asá fue ponderar las peligros en pro y contra.

Ganó la democracia, ¿ganará? Hay que hacerle ganar. El Servel cumplió con lo suyo. Los políticos y la ciudadanía lo mismo. Pero la democracia es frágil. Necesita ser cuidada. La democracia se ha fortalecido con su ejercicio. Pero también hay fuerzas subterráneas que la han vigorizado. No se ven pero operan. La democracia terminará de triunfar si predomina en los demócratas la buena voluntad de hacer propia una decisión colectiva mayoritaria. En la pasada elección se hizo visible una polarización, en realidad, superficial. Es cierto que hubo expresiones groseras e hirientes. Pero una inmensa cantidad de gente seguramente votó con humildad, sabiendo que lo hacía con un alto grado de incertidumbre.

Hoy bien pueden los “perdedores” hacer suyo el triunfo del Rechazo. Han de computarlo como un triunfo de la mejor alternativa, pues lo será si todos reman en la misma dirección, asumen los riesgos que se corren, sin arriar las propias banderas, tomando partido en el debate político que se viene con lealtad y espíritu constructivo. La democracia radica en última instancia en las y los demócratas. Estos ciudadanos surten las napas de la democracia con voluntad de diálogo y buena fe.

Por cierto, representantes del Rechazo pueden ahora pasar la aplanadora a sus adversarios como lo hicieron algunos de los constituyentes durante la Convención. Los grandes valores del Apruebo (reivindicación de los pueblos originarios, acceso igualitario de las mujeres a todos los ámbitos sociales, hacerse cargo de la catástrofe ecológica y medioambiental en curso, término de la insolidaridad neoliberal) pueden ser barridos de un solo escobazo. Pero esta no es manera de asumir los hondos malestares de la revuelta de octubre del 2019. Los plebiscitos han debido encauzar la solución de inquietudes sociales muy profundas. Es ilusorio ciertamente pensar que su canalización dependa solo de un texto constitucional. Una nueva Constitución ayudará. Pero aquello de que se trata es de remover los obstáculos que impiden la viabilidad pacífica del país.

Al tiempo del referéndum hubo fanáticos, trolls, fabricantes de fake news, hackers, gente de mala clase en todas las clases sociales. Era comprensible que subieran los niveles de agitación. Había miedos. Los políticos de experiencia y expertos en otras áreas estaban divididos. Poquísima gente ha podido formarse una opinión tras leer un texto altamente complejo como es una Constitución. La gran mayoría votó a “ojo de pollo”. ¿Fue inclinada por los medios generadores de opinión pública, las industrias de información defensoras de un régimen amenazado? Seguramente la gente se asustó con la beligerancia de las barras bravas del período convencional y dijo “no, algo así, no”. Prevaleció el sentido común, sentido que se practica con la información disponible, sea verdadera, sea falsa.

De aquí en adelante queda que los perdedores se conviertan en ganadores y los ganadores no desprecien los motivos del Apruebo. La próxima vez debiera ganar el Apruebo. Otro Apruebo, uno que no sea simplemente suma de votos. Uno que vehicule la convivencia, surtiendo las raíces culturales de la democracia.

A un paso de la adultez política: una buena señal

Edades de la vida

Miremos los acontecimientos desde el futuro. Imaginemos el mejor de los escenarios. La utopía es fundamental, mientras más lejos lancemos el anzuelo, más posibilidades tendremos de pescar. Está en curso nada menos que algo parecido al paso de la adolescencia a la adultez. Cada etapa de la vida tiene sus derechos. Puesto que las transiciones son imperiosas, que el país alcance la mayoría de edad es indispensable.
Nadie puede desconocer la importancia de esto que nuestra civilización llama adolescencia. En la medida que la sobrevivencia de la especie se hizo más compleja, la humanidad necesitó inventar una etapa de formación extensa. Hubo otra etapa en que, por un rito de iniciación, se pasaba directamente de la niñez a la adultez. Hoy este tránsito es mucho más difícil. ¿No toma años a los jóvenes llegar a formar una familia? Este es tal vez el mayor ideal en la sociedad chilena actual. Las chilenas y los chilenos en su gran mayoría se hacen responsables de que su familia no zozobre a la primera de cambio.
La adultez consiste en responder por sí y ante sí a los compromisos hechos propios. La persona adulta no puede aflojar ante las dificultades. Sabe que no debe desesperarse. Ha de aguantar el peso de cargar con otros, con los niños propios, con los ajenos, con sus progenitores, y, además, consigo misma.
En esta estamos. Cito a Daniel Innerarity que describe una transformación en la democracia: “Como sociedades democráticas debemos discutir acerca de lo que sabemos, de lo que no sabemos y de todas las formas de saber incompleto a partir de las cuales hemos de tomar nuestras decisiones colectivas” (La sociedad del desconocimiento, Barcelona 2022). Se ha vuelto sumamente complejo gobernar en democracia. Pero corresponde hacerlo. La alternativa dictatorial no canaliza las demandas múltiples y los nuevos derechos que reclama una ciudadanía ansiosa de mayor humanidad. Las dictaduras tratan a los ciudadanos como infantes. El totalitarismo resuelve todo con la censura y la policía.
El plebiscito del domingo es una buena señal. Por de pronto, la democracia se fortalece con su ejercicio. La clase política repara sus pecados habiendo creado las condiciones para encauzar las demandas de justicia, de igualdad y de diversidad. Los constituyentes hicieron la pega a pesar de sí mismos. Pero es también una buena señal porque, aun en un ambiente enrarecido por el griterío y las mentiras de lado y lado, la gente más sensata constata que hay buenas razones para votar el Apruebo o el Rechazo. La ciudadanía oye argumentos de la gente mejor preparada y más experimentada, y no sabe bien a quién hacer caso. Por lo mismo, no cae en la tentación de maldecir la postura contraria. Respetar al prójimo es el resumen de la adultez. Hoy es menester tomar decisiones políticas sin tener el conocimiento suficiente, cargando conscientemente con el riesgo de equivocarse y respetando a quienes tienen una posición política distinta.
Pasamos por un gran momento. Esperamos que al día siguiente haya cambio de camisetas. Sería penoso que ganen las barras bravas. El país ha de seguir practicando la democracia. Urge pasar de una forma de democracia a otra. La primera fue buena, ¡costó tanto recuperarla! La segunda se abre paso con una clase política que debe aprovechar la garra de los jóvenes, tolerarles algunos arañazos y cortarles las uñas de vez en cuando. Salvo algunos despliegues de inmadurez de mal pronóstico, la sensatez está primando.
La democracia incluyente e igualitaria que el país va forjando dependerá de la maduración de los jóvenes y de unos adultos que deben llegar a entender que nace algo nuevo.

Cuestión de empatía política

Dudo que en el plebiscito alguien vote con el puro cerebro. Las razones con que se sustente una de las dos opciones radican en el pathos de cada persona. Las ideas alojan en aquel lugar del corazón donde se toman las decisiones. Pensamos con el estómago y la garganta. La palabra motivo conjuga bien ideas y emociones. ¿Qué motivos se tienen para votar esto o aquello? Han de primar las argumentaciones, pues con ellas se expresa de un modo inteligible el punto de vista propio. Pero este está condicionado emocionalmente, a veces para bien y otras para mal. Sea lo que sea, si queremos construir o reconstruir algo juntos como país, la em-pathía con los motivos de quienes votarán distinto de nosotros es fundamental. El país se quebró. Solo podremos repararlo entre todos.

Votar Apruebo o Rechazo depende de buenas razones. Cada cual habrá debido informarse, leer el texto propuesto hasta donde pueda entenderlo, oír el parecer de los expertos, pero también tendrá que examinar interiormente qué lo motiva a votar esto o lo otro y, además, adivinar los sentimientos ajenos. ¿Se puede hacer? Este es un ejercicio espiritual en sentido estricto. Puesto que todo ser humano se halla bajo el influjo del Espíritu –lo creo yo como cristiano–, está capacitado para hacer este ejercicio, sea cristiano, no cristiano o agnóstico.

En consecuencia, propongo que antes de meter el voto en la urna se haga el ejercicio de adentrarse en el pathos. Allí adentro es posible intuir las motivaciones ajenas. ¿Qué duele a otras personas? ¿Cuáles son los miedos de las que piensan distinto? ¿Qué esperan los contradictores? Uno puede cuestionar sus ideas, desbaratarlas, es menester hacerlo porque lo que le conviene al país en última instancia depende de diálogos, de discusiones y de negociaciones. Pero, si las ideas se rebaten, los dolores se comparten. ¿Y si en este ejercicio empático nos convertimos al voto ajeno? Es un riesgo muy noble.

Pido que se aplique a mí mismo este predicamento. Votaré Apruebo. Si gana el Rechazo, espero que los vencedores consideren mis motivaciones y preocupaciones. Estimo preocupante que el país se eternice buscando la fórmula para elaborar un nuevo texto. Lo veo como una pesadilla. Quiero que el país haga el ajuste moral, cultural y constitucional que necesita. Puede perderse una buena oportunidad. Me duele que el movimiento de reivindicación de las mujeres quede a medio camino. Estoy convencido de que muchos de quienes votarán Rechazo tampoco quieren algo así, pero de hecho puede ocurrir. También muchos de ellos pueden lamentar que los pueblos originarios continúen ocupando un lugar secundario en la sociedad. Pero se arriesga perder la posibilidad de curar una vulneración centenaria. Será triste que no se afirme constitucionalmente el reconocimiento de que hay varias maneras de ser familia. Estoy seguro de que la mayoría de los que voten Rechazo piensa igual que yo. Son, en fin, tantos los derechos sociales que habrán podido asegurarse aunque sea, mientras no haya recursos, solo en el papel.

Es sorprendente que en esta disyuntiva electoral haya tantas buenas razones de lado y lado para votar diversamente. Esta situación debiera facilitar la convergencia después del 4 de septiembre. Por algo el 80% votó por una nueva Constitución. La polarización es circunstancial.

Por esto mismo las heridas son de evitar. Las campañas son legítimas, pero no las mentiras ni el odio. Toma demasiado tiempo volver a unir luego a las familias y al país. Se miente para engañar. El odio incapacita para levantar un techo que nos cobije a todos. Los gestos grotescos y malquerencias predominantes durante los trabajos de la Convención son un ejemplo de lo que debe terminar ahora mismo.

Quienes votaremos Apruebo queremos que la siguiente etapa de la gesta constitucional en la que estamos concluya pronto, y se abra una nueva etapa de correcciones del texto aprobado. Existe el peligro de que nuevamente el país se nos escape de las manos. Preocupa y apena que el proyecto acabe en el papelero. El país puede quedar a la deriva.

Los abusos en la vida religiosa femenina

Según el Papa Francisco “el abuso contra las religiosas es un problema serio. No solo el abuso sexual, también el abuso de poder y el abuso de conciencia. Tenemos que combatir esto”(1). ¿Qué significa “combatir esto”? Algo hace presentir que, cuando las religiosas tomen conciencia y luchen contra los abusos que las afectan explotará otra bomba al interior de la Iglesia. De momento, que estos abusos “no (salgan) a la luz con más frecuencia se debe a la dificultad para reconocer situaciones de este tipo cuando se está imbuido en ellas. A la falta de perspectiva que implica esta ausencia de distancia se le suma la normalización de estos comportamientos, los diversos grados de abuso –que solo implican un delito cuando llegan a niveles extremos– y un concepto rancio de lealtad institucional que interpreta cualquier crítica a la institución como una rebelión contra ella”(2).
La Vida Religiosa femenina padece de abusos de poder de parte del estamento eclesiástico. Recuerdo que años atrás llegó un nuevo obispo a una diócesis del sur de Chile. Dijo: “Es mejor un mal cura a una buena monja”. Puso al cura. Las religiosas tuvieron que irse. Los demás podemos suponer qué ocurrió con aquella comunidad de base. En la Iglesia todas las decisiones importantes las toma la jerarquía, pero también en la pastoral ordinaria los curas tienen la última palabra. Según M. Rosaura González Casas, “se trata de un estilo de gobierno únicamente de hombres, que es radicado en una estrategia de gestión presente al interior del sistema eclesial. Es un estilo sistémico y nace de aquella noción de cierto ‘elitismo’ de parte de quien gobierna, que supone una superioridad derivada del vínculo con la sacralidad. Esto implica que el sacerdote, por el puro hecho de haber sido ordenado, posee una autoridad que viene ‘de lo alto’ y que, por tanto, es un ‘poder sacro’”(3).
Pero los abusos de poder también se dan en las mismas congregaciones femeninas y al interior de las comunidades. Las constituciones pueden favorecerlos. ¿Deben obedecer las religiosas a sus superioras como si estas ocuparan el lugar de Cristo o de Dios? Hay mujeres consagradas con un enorme poder. Se ha dado el caso de algunas superioras generales que no ceden el cargo o llegan a cambiar las reglas. A veces las superioras son mujeres maltratadoras. Tienen “un estilo de liderazgo marcadamente narcisista y paranoico dentro de la comunidad” (4). María Paz Ávalos afirma: “En instituciones religiosas femeninas podemos encontrar en los relatos de personas que se han sentido violentadas, un ejercicio arbitrario del poder que se ejerce en nombre de la autoridad, un poder coercitivo que limita las posibilidades de realización personal dentro de la vida institucional. También se ejerce poder manipulando afectivamente y pidiendo lealtades ciegas. Los abusos suelen estar teñidos de afecto y seducción” (5). En el extremo de las posibilidades, alguna de ellas constituye una auténtica secta (6).
Los abusos sexuales de parte de los clérigos es un fenómeno bastante más extenso de lo imaginado. Un estudio realizado por la Universidad de Saint Louis en 1996 a petición de varias congregaciones concluyó que el 25% de las religiosas en EE. UU. habían sido víctimas de abuso sexual (7). Es posible pensar que estos abusos sean difíciles de conocer por una serie de factores. Da vergüenza que se sepa que se ha sido abusada. Dirán: “lo provocó”. Si el “provocador” tiene un vínculo de poder con la congregación, esta puede minimizar la gravedad del asunto o negarlo. También puede quitársele el favor a la religiosa. No creérsele e incluso endosarle la culpa. Los abusos sexuales van desde la palabra en el oído a la violación (8). No faltan casos de sacerdotes que han sabido enredar a la persona con motivaciones espirituales, convirtiéndolas en cómplices de sus actos y terminar por confesarlas. Los daños producidos pueden ser brutales y durar toda la vida e, incluso, inducir al suicidio.
Contra los más diversos tipos de abusos siempre es posible levantar cautelas, realizar reparaciones y aplicar sanciones a las personas culpables. Pero aquello que hoy mismo debe ser corregido son las condiciones estructurales que hacen vulnerable a la Vida Religiosa femenina. En su caso el abuso es completamente distinto al que ocurre con otro tipo de personas (niños, gente débil de carácter o varones).
En la Vida Religiosa femenina se multiplican y se entreveran las dependencias. Por el mero hecho de ser mujeres muchas dependen de los varones (padecen un tipo de machismo); dependen sacramentalmente de los ministros ordenados (si no cuentan con cura, por ejemplo, no tienen misa; u, otro ejemplo, deben abrir su corazón a un confesor hombre y, como si fuera poco, verse obligada una comunidad entera a confesarse con el mismo sacerdote); dependen económicamente de la diócesis o del párroco (y, en algunos casos, cuando la pobreza de las religiosas es extrema, puede llegarse a servilismos indignos); dependen apostólica y pastoralmente (pues la última palabra en la materia la tienen los sacerdotes); dependen doctrinalmente (porque no tienen ninguna participación epistémica en la elaboración de las enseñanzas de la Iglesia); dependen espiritualmente (cuando son dirigidas por los presbíteros); dependen intelectualmente (ya que se da por sentado que no necesitan saber teología como los presbíteros); y, por todo lo anterior, suelen depender psíquica, afectiva y a veces sentimentalmente de los sacerdotes con consecuencias deshumanizadoras. Estas dependencias generan un mundo, una galaxia llena de estrellas y también de gases tóxicos que hacen que los clérigos y el mismo laicado minusvaloren a veces a las religiosas. Su propia Iglesia las mira como eclesiásticas de “segunda”. Se ríen de ellas. La Vida Religiosa femenina realiza una obra evangelizadora extraordinaria pero casi nadie sabe las condiciones indignas en las que esta entrega muchas veces se cumple. En suma, la Vida Religiosa al interior de la Iglesia constituye una especie de edificio antiguo que, a Dios gracias, comienza a agrietarse (9).
La Iglesia, y la Vida Religiosa femenina muy particularmente, demandan hoy una desacralización de los presbíteros. La versión sacerdotal, sacral, del presbiterado –versión antiquísima del mismo que se acentuó en el segundo milenio- no resiste más. Constituye un anti testimonio. El “macho” que concentra en sí mismo el poder que devenga el sacrificio de Cristo, es una persona peligrosa. Su prestancia numinosa, su representación del poder absoluto, su pretendida perfección y pureza, predomina sobre las mujeres, tenidas por impuras por naturaleza (10), y sobre las religiosas en particular. La liberación de las consagradas es onerosa. Requiere un “combate” y coraje a personas que muchas veces deben librarlo solas. Los precios que deben pagar son muy altos (12).
Es muy triste, por último, que todas estas variadas formas de abuso, esta cultura clericalizada invisibilice el bien extraordinario que las religiosas hacen en la Iglesia. No todas las religiosas y comunidades están enfermas por la opresión. Es de justicia decir que, no obstante lo anterior, hay entre ellas mucho amor y colaboración en la misión de Jesús. Son las religiosas quienes mejor han entendido qué significa la opción por los pobres en América Latina y el Caribe (Gustavo Gutiérrez).

NOTAS

1Papa Francisco, a la Unión Internacional de Superioras Generales: https://www.vatican.va/content/francesco/es/events/event.dir.html/content/vaticanevents/es/2019/5/10/uisg.html, a partir del minuto 14 (Consultado 29/07/2022).
2 Ianire Angulo, «La presencia innombrada. Abuso de poder en la Vida Consagrada», Teología y Vida 62, n.o 3 (2021): 357-88. 365.
3 María Rosaura Gónzalez Casas, «La crepe che stanno minando l’edificio. Possibili risposte formative per svilupare un nuovo modo di essere Chiesa», en Per una cultura della cura e della protezione (Milano: Paoline, 2022). 140-79. 141.
4 Anna Deodato, Vorrei risorgere dalle mie ferite. Donne consacrate e abusi sessuali (Bologna: Dehoniane, 2016). 115.
5 Carolina del Río M. (ed.), Vergüenza. Abusos en la Iglesia católica (Santiago: Universidad Alberto Hurtado, 2020). 34.
6 C. del Río, Vergüenza, 125-126.
7 Cf. Camila Bustamante Soto, Siervas. El historial de abuso de las monjas sodalicias (Santiago: Planeta, 2022).
8 Chibnall, J.T. – Wolf, A., Dukro, P., «A National Survey of the Sexual Trauma Experiences of Catholic Nuns», Review of religious research, 40, 2 (1998) 143-167.
9 Documental “Las monjas esclavas”: https://mail.google.com/mail/u/0/?tab=rm&ogbl#search/mrosaura.gonzalez%40stjteresianas.org/FMfcgzGpGwptKCwbfrvtxdVrgckmHBSD?projector=1 (Visto 22/07/2022).
10 Cf. R. González Casas, «La crepe che stanno minando l’edificio… ». 140.
11 R. González Casas, 144. 146.
12 I. Angulo, «La presencia innombrada…». 361.

La espiritualidad con rango constitucional

El texto constitucional en debate se refiere a la índole espiritual del ser humano: “El Estado reconoce la espiritualidad como elemento esencial del ser humano” (art. 67, 3). También en otros incisos alude al tema (1, 2, 4). Asimismo, valora las diversas cosmovisiones (arts. 11, 34, 65, 67). Tan importante afirmación pide decir algo sobre este reconocimiento, sobre su representación pública y, en el caso del cristianismo, sobre la innovación teológica que esto significa.
El texto innova. Va mucho más allá de las constituciones del 25 y del 80. En estas, se reconocía a las religiones respeto y lugares para desarrollar sus actividades. ¿Era exigible a estas constituciones reconocer la naturaleza espiritual de los pueblos originarios? No, porque la toma de conciencia histórica es progresiva. En Chile esta conciencia ha crecido con la lucha del pueblo mapuche y el descubrimiento de los derechos humanos. En la actualidad se levanta una demanda de justicia de pueblos víctimas de un tipo de cristianismo colonizador que no vio en la espiritualidad indígena más que paganismo. La Constitución de 2022 hace suya esta demanda. El reconocimiento político de la espiritualidad de todos los pueblos constituye tal vez el logro cultural más grande en quinientos años de historia.
La eventual nueva Constitución destapa, además, el asunto de la representación social y política del pluralismo espiritual. El texto reconoce variados espacios para que las chilenas y los chilenos, y pueblos, puedan expresar aquello que seguramente es lo más valioso de sus vidas. La más visible representación, hasta hoy, la ha tenido la Iglesia católica y, en las últimas décadas, la Iglesia Metodista Pentecostal. Tenemos el caso de la Presidenta o el Presidente que asiste a los respectivos Te Deum. El Te Deum católico ha hecho grandes progresos al constituirse en un factor de comunión de las diversas religiones y espiritualidades. En la celebración del 18 de septiembre lucen los pueblos indígenas. Aun así, queda planteada la pregunta por el anfitrión. ¿Debe hacerse en la catedral de Santiago? El Estado es laico. Ninguna creencia puede reclamar para sí la representación de todos los chilenos (art. 9: “El Estado es laico. En Chile se respeta y garantiza la libertad de religión y de creencias espirituales. Ninguna religión ni creencia es la oficial…”).
Aún más, las iglesias cristianas chilenas, especialmente la católica, deberían hacer un mea culpa histórico. Están en deuda. Tendrían que declarar públicamente que en el país ha habido modos de evangelización que constituyen una vergüenza. El papa Francisco ha pedido perdón a los pueblos originarios de Canadá por “la destrucción cultural y la asimilación forzada”. En Chile el nombre de Cristo ha sido usado exactamente para lo mismo.
Este atropello centenario debiera impulsar la creación de nuevos modos de representar el pluralismo espiritual. Los progresos teológicos cristianos del siglo XX favorecen algo así. Volvamos al caso del Te Deum, aunque pueden darse otros ejemplos como el de los capellanes. La celebración ecuménica, interreligiosa e intercultural del origen de la República de los últimos años apunta en la dirección correcta, pero no es suficiente. Se puede ir más lejos. La Iglesia católica abandonó hace rato el error de pensar que “fuera de la Iglesia no hay salvación” (extra Ecclesiam nula salus). En el Concilio Vaticano II la misma Iglesia concluyó que Dios conduce a todos los pueblos a su realización por caminos que ella puede desconocer (Gaudium et spes 22).
Por esto, los cristianos deben ver en las religiones abrahámicas (islam y judaísmo), en las demás religiones y espiritualidades filosóficas, en las cosmovisiones de los pueblos originarios e incluso en los ateos (en la medida que ponen en práctica la caridad y buscan la justicia) la acción del Espíritu Santo. El Espíritu del Cristo resucitado, desde el día de Pentecostés en adelante, promueve la diversidad y la comunión. No debiera extrañar que la teología hoy subraye este modo de entender la espiritualidad humana. Cuando el texto constitucional afirma que el ser humano es esencialmente espiritual, los cristianos, desde su ángulo, deben entender que ellos tendrían que abandonar la idea de su superioridad religiosa, celebrar la diversidad de modos de encontrar a Dios y dialogar con los demás en favor de la unidad del país.
Antes y después del plebiscito, las espiritualidades tienen y tendrán una misión de primera importancia.

Escrito con Benito Baranda

Importancia política de los miedos

Al momento de votar Apruebo o Rechazo, los miedos tendrán gran importancia.

Nuestras decisiones muchas veces son tomadas por miedo. Temerosos de la salud de la población, los gobiernos la han protegido con medidas sanitarias. Bien. Un amigo no se atrevió nunca a pedir matrimonio a su pareja y terminó perdiéndola. Mal. Los equipos que juegan a no perder, a que no les metan goles, no pueden aspirar a encabezar la tabla. Mal.

En los miedos habitan las razones con que se toman las decisiones. En cualquier persona sana, digo. Pues es patológico no tener temor a nada. ¿Y si viene el león?

También es patológico decidir de un modo meramente racional. Quien actúa sin empatía nunca entenderá que las motivaciones de los demás pueden ser razonables y, por ende, que urge presentirlas para conversar con ellos hasta concordar una convivencia pacífica. Hay actuaciones impulsadas exclusivamente por los traumas del pasado. Pesa, en el caso chileno, el quiebre del 11 de septiembre del setenta y tres. Es normal que pese. Pero su evocación no debiera nublar el juicio como para evitar de malas maneras otro desastre histórico.

Intuir las motivaciones políticas del prójimo es fundamental. Adivinarlas prepara el entendimiento con las otras personas. Pensar The day after al plebiscito de un modo empático, tendría que moderar la ansiedad sobre el futuro. Lo mismo, un ejercicio de introspección, analizar en nosotros la conjunción de emociones y razones ayudará a acertar. Partamos de la base de que nadie tiene un punto de vista absoluto, tampoco nosotros, como para saber exactamente lo que nos conviene como país. El fanático cree tenerlo. Las personas sensatas saben que su óptica es relativa. Juzgamos desde el lugar del mundo en que la vida nos puso. Las biografías son siempre fuentes únicas de conocimiento, y por lo mismo limitadas. Es básico entender, por esto, que al resto de los ciudadanos les pasa lo mismo. Y que sus miradas nos son indispensables. Ciertamente sus posturas son relativas, pero también ellos pueden tener alguna buena razón que hacer valer en una discusión política.

Las campañas ayudan a defender un punto de vista con entusiasmo. Las campañas del terror, en cambio, convierten el miedo en pánico, fanatizan y transforman a los adversarios en enemigos.

No soy neutro. Mi opinión, basada evidentemente en mi propia vida, es que se hace necesario correr riesgos. En la actual situación hago fe en el elan de las generaciones más jóvenes, y apuesto por cambios profundos. Sintonizo con la larga historia de colectivos humanos oprimidos; los pueblos originarios y las mujeres. Hago mías las diferencias de género y que se reconozcan varias maneras de ser familia. Lamentaría que perdiéramos la oportunidad de acabar con estas discriminaciones. ¿Puedo dar por supuesto que los jóvenes, en tiempos de individualismo, serán solidarios con los excluidos? Ojalá que lo sean.

Audentes fortuna iuvat: a los audaces les ayuda la fortuna, decían los antiguos. Sería penoso que se apoderara de mi generación el miedo a dar un paso en falso. Nosotros los mayores nos volvemos con los años más conservadores. Podemos, por lo mismo, cerrarle el futuro a los que vienen detrás en nombre de nuestras experiencias. Si nuestras y nuestros jóvenes aun careciendo de experiencia se lanzan a la piscina sin más, que ellos mismos nos ayuden a completar nuestros serios discernimientos con algo de arrojo. “Que se vayan los viejos y que venga juventud limpia y fuerte, con los ojos iluminados de entusiasmo y de esperanza”, proclamaba Huidobro en su Balance patriótico. Será bueno que pasemos las riendas a la juventud y galopemos mejor al anca.

Cuidado con la viruela constitucional

Vistas las cosas desde el futuro, vamos haciendo lo que hay que hacer. Estalló el país. Los políticos crearon una vía democrática para salvarlo. Se votó una Convención Constitucional que hizo el trabajo de acuerdo a las reglas que se le impusieron. Redactaron un texto y lo entregaron al Presidente. ¿Qué queda? El plebiscito de salida. Hasta aquí el país ha hecho una performance democrática impresionante. No se puede decir que estamos “como la mona”.

Hay que tener en cuenta, sí, que el texto de la futura Constitución es un medio y que la convivencia es un fin. El dato es que la convivencia nacional entró en crisis por al menos dos razones. Una, injusticias en muchos ámbitos. Dos, la emergencia de sujetos colectivos que han tomado conciencia de su dignidad y la harán prevalecer contra viento y marea. Es la hora de la diferencia. La igualdad conseguida por la fuerza de los poderes económicos (ejemplo: neoliberalismo), políticos (ejemplo: la Constitución del 80), culturales (ejemplo: machismo y colonialismo) y religiosos (la prevalencia de una religión sobre la espiritualidad de los pueblos originarios), no da para más. Ha sido una igualdad abstracta, uniformadora. Se requiere reconfigurar aquello que nos iguala. Necesitamos una unidad que integre a los diferentes. Una refundación, reconstrucción o como quiera llamársela.

No estamos “como la mona”. Es este un momento extraordinariamente importante. Hasta hermoso. Requiere, de todos, que saquen del alma lo mejor para hacer un espacio digno y justo a los excluidos.

Tenemos por delante otros pasos democráticos. Del plebiscito saldrá un Apruebo o un Rechazo. Las posiciones más sensatas saben que, a partir de entonces, comienza otra etapa que aún exigirá mucho trabajo. Necesitamos un texto constitucional e innumerables textos legales que consigan el fin buscado: la unidad que nos haga reconocernos en la mirada de los otros como un solo pueblo.

La viruela del mono hay que evitarla a toda costa. Uno de sus síntomas es un alza súbita de la temperatura a más de 38,5. No sé de alguien que quiera que suba la fiebre en el país, entremos en trance, veamos a los otros como enemigos y los borremos del mapa. Nadie lo quiere, pero somos monos, y los monos son porfiados. Si no enfriamos la cabeza y la levantamos, volveremos a la selva. Si no invocamos el amor político que tenemos en el corazón para hacerles un espacio a los demás, podemos entrar en la espiral de violencia. Hay que frenar en seco el curso al desastre. Andan monos con gillette aullando, cuidado. Tienen cara de mono. No hay cómo perderse.

Nuevamente nos convoca la democracia. Nunca debimos perderla. La mejor forma de fortalecerla es practicándola. Sabemos sus reglas, pero se trata de un sistema político que funciona cuando es aceitado permanentemente con buena voluntad. Es un medio pero también un fin, porque consiste en un modo de convivencia que supone que nos pertenecemos unos a otros. La convivencia respetuosa, empática, justa, es madre e hija de la democracia. Necesitamos poner atención. No podemos seguirles el juego a las campañas. Más que arengas, son precisos argumentos.

La Convención y los papers

Todos saben qué es la Convención. Qué son los papers, lo saben solo los académicos. Son las publicaciones en revistas científicas nacionales e internacionales. Sostengo que la Convención pudiera dar al menos algunas orientaciones gruesas para el desarrollo de ciencia. En todo caso, alguna ley sobre esta materia debiera proteger a las universidades de la jibarización científica en que las ha metido la actividad comercial.

Publica o muere

La exigencia a la academia de estándares científicos internacionales ha sido muy positiva. El intercambio de conocimientos es enorme. Los especialistas controlan el valer de las publicaciones mediante sistemas sofisticados de evaluación independiente. Este sistema ha demandado a los universitarios correr. Trotar no basta. Menos grasa, más músculos. Nadie hoy tiene asegurada la cátedra. En este siglo se hace ciencia así y no asá. Pero esta apretura tiene también efectos perniciosos. Puede agotar la imaginación de los académicos y distraer a la ciencia.

En las privadas, que es el terreno que mejor conozco, la competencia entre ellas es enorme. Algunas de estas quieren conseguir un lugar entre las 300 o 100 mejores universidades del mundo. Pero, ¿cómo podemos nosotros competir con las millonarias universidades norteamericanas si no estresando al máximo a nuestra gente, haciéndoles sacar papers como se hace poner huevos a las gallinas no-libres? Esta competencia se concretiza en los sistemas regulatorios y de acreditación que velan por la calidad de las universidades, pero que pueden también acabar con el ocio inherente a la actividad intelectual.

Para algunas personas la presión por publicar las angustia e incluso les induce a la corrupción. Se nos dice: “Es una pena: los papers son lo único que vale”. Pero existen otras habilidades intelectuales, la de los artículos es solo una… Se nos repite: “Es una pena: si no publica, se va”. Pero si a un académico las universidades extranjeras le piden una conferencia. Estas toman tiempo. ¿Y si otros científicos le invitan a formar parte de colectivos de cooperación en investigación? Publish o perish.

Además, los papers no son el único tipo de publicaciones que debieran valorarse. Un académico puede publicar un libro que recoge sus trabajos de una década, pero los libros, le dirán, si quiere usted llegar a ser titular, sirven poco o nada. Pues si algo verdaderamente sirve son los papers WOS, Scopus, Scielo… Tampoco valen los capítulos de libros que suelen ser solicitados a modo de contribución por organizadores de publicaciones. Es divertido constatar, por ejemplo, que mucha de la mejor teología de la liberación en América Latina y el Caribe se ha escrito en libros y revistas no indexadas. He aquí que los teólogos universitarios usamos esta producción y la citamos con fruición.

¿Debe la Convención hacerse cargo del perfil de científico y de ciencia de Chile? Esperamos que la futura constitución no baje a detalles. No puede tomar partido en el debate sobre la metodología de la comunidad científica internacional. Pero pudiera tal vez ayudar a precaver a las universidades de la alienación que se ha introducido en ellas. ¿De qué sirve pavonearse nuestros investigadores entre los nóbeles, etc., etc., si olvidan que por acá hay asuntos que urge abordar intelectualmente? Si un intelectual requiere ciencia, bien parece necesario que la actividad científica universitaria radique en el territorio y la época que hace pertinente su trabajo. La vida intelectual y la academia no son lo mismo aunque se parezcan, pues requieren tiempos, aptitudes y actitudes diferentes. La mente mira cerca, con lupa. El intelecto usa telescopio. ¿O se dirá que todo científico es un intelectual?

Cervantes en el prólogo de la historia de don Quijote critica la ciencia de su época. Advierte contra quienes recurren a famosos para hacer valer sus escritos: “no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos”. El caso no es el mismo del de nuestros tiempos. La ciencia hoy requiere de citas a pie de página precisamente porque es un arte humilde. Parte de la base de las deudas recíprocas en el mundo del saber entre los investigadores. Pero un mismo pecado asola a ambos modos de hacer ciencia, a la de 1605 y a la de 2022: la alienación.

¿Debe la Convención hacerse cargo de los papers? Por supuesto que no. Pero alguien debiera impedir que la competencia contra, en vez de la colaboración con, determine las condiciones en las que se hace ciencia en el país. Necesitamos superar la mayor oligofrenia de nuestra época.

Cristo adentro de la convención

El siglo XX ha sido el siglo de las víctimas. Los judíos conocieron el infierno del Holocausto. También se han dado genocidios en otras partes del mundo y otras formas de violencia no tan extremas. Lo que tiene lugar en Chile es una rebelión de las víctimas.

Las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura nos abrieron los ojos. “No puede ser”. El despojo de los pueblos originarios de parte del Estado, de la oligarquía chilena y de las iglesias cristianas tampoco ha debido ser. La dominación centenaria, milenaria, de las mujeres termina tras años de luchas de los movimientos feministas. Los/as LGBTQIA+ insisten, ¡somos personas! Los abusados por el clero claman al cielo. La tierra se queja, gallinas, vacunos, también los ríos. ¿Tiene derechos? No los tienen, a crearlos entonces. Nuestra sociedad para llegar a ser tal ha sacrificado seres a destajo. “Piedra en la piedra, el hombre, la mujer, los niños, la flores, ¿dónde estuvieron?”.

La Convención es hoy el lugar de un reformateo del país que se haga cargo de la rebelión de las víctimas. Chile estalló. ¿Era necesaria la revuelta que destruyó las ciudades? ¿Necesaria? Era evitable, pero lamentablemente los dueños de la unidad no quisieron mantenerla por las buenas. Han debido ahora soportar la recuperación de la armonía social por las malas. (Atria tiene razón).

Por esto es tan difícil sacar adelante una nueva constitución. En un espacio cerrado, por un tiempo muy limitado, el país ensaya una configuración de la unidad que no solo integre las diferencias sino que haga justicia a las demandas de las víctimas. La tarea es titánica. Pues, como si fuera poco, la Convención tiene el viento en contra de gente poderosa que la rechazó desde la primera hora.

Pero la Convención, para sacar adelante una constitución decente, no debiera imponernos un texto por el mero hecho de querer acoger las demandas de las víctimas. El país no puede ser víctima de las víctimas. De víctimas iluminadas con el arder de sus víctimas. Es imperioso romper el circuito de los sacrificios humanos. Una constitución nunca dejará contentos a todos porque debe forjar las herramientas para solucionar los conflictos en vez de suprimirlos directamente. (La pretensión de legalizar constitucionalmente el aborto tiene aterradas a personas de izquierdas y de derechas).

La rebelión de las víctimas, mereciendo el máximo respeto, no debiera convertirse en la tiranía de las víctimas. Las víctimas merecen un cuidado fino, amoroso, mejorador. Deben ser sanadas mediante la recuperación de su dignidad atropellada. Han de ser precavidas de una re victimización, situaciones que activan el trauma de haber sido violentadas o violadas, de volver a sufrir lo sufrido. Pero este proceso debe ser animado por la posibilidad de una reconciliación entre opresores y abusadores en esta vida o en la otra.

Nuestra sociedad, además de una nueva constitución necesita una reconciliación y una rearticulación de su unidad a partir de víctimas que, a la vez, no conviertan a los demás en víctimas suyas. No porque las victimas hayan ganado un espacio adentro de la Convención van a tener razón en todo. Escuchen a los de fuera y venzan con argumentos.

(Semana Santa: se crucificó a un rebelde. Jesús fue el abogado de los últimos y, al mismo tiempo, el juez de la reconciliación entre dañados y dañinos. Los cristianos tienen por misión hacer de cristos y cristas que construyan la unidad que el país, hasta ahora, ha conseguido con sangre inocente).

Estado laico con gas y sin gas

El Estado debe ser neutral, y para indicarlo se hace uso del adjetivo laico. Pero hay dos maneras de entender esta laicidad, dos maneras complementarias. Si el mozo pregunta “agua mineral con gas o sin gas”, al Estado le corresponde decir “con gas y sin gas”. “¿Cómo?”, dice el mozo confundido. Lo explico.

Sin gas. La neutralidad del Estado moderno es un valor que hay que custodiar a brazo partido. La modernidad nos ha dejado mecanismos formales de organización de la sociedad como la democracia, la custodia de los derechos civiles y humanos, y la defensa de libertad. El Estado chileno, como cualquier otro Estado que haya asumido la modernidad como una tradición humanizadora, no se puede identificar con la Iglesia Católica ni ninguna otra religión o etnia. No puede ser confesional y, por lo mismo, tampoco antirreligioso. No le corresponde declararse ateo y, por idéntica razón, denominarse católico.

Cuando esto último ha ocurrido los no católicos han padecido las consecuencias. La imposición del cristianismo en el territorio tuvo consecuencias devastadoras para los pueblos originarios. Pero los mismos católicos han sido perjudicados por un Estado no neutral, pusilánime a algunos poderes fácticos de la Iglesia Católica. También los cristianos en general han necesitado de un Estado que los proteja contra el estamento eclesiástico, cuando este ha presionado a parlamentarios o funcionarios públicos. Podrían darse varios ejemplos en los campos de la moral de la vida, de la familia y de la sexualidad. El Estado no puede ser el brazo secular de un credo. Otro ejemplo: al Esto no le corresponde enarbolar la bandera antifeminista, como lo hace en Afganistán, ni la del feminismo.

(La presión de una ministra al gobierno para que se retractara del nombramiento de Felipe Berríos en un organismo que se hiciera cargo de la dramática situación de los campamentos por ser él un sacerdote católico, es un buen ejemplo de un modo erróneo de entender la laicidad).

Pues la laicidad, como el agua, puede tener más de una virtud. Aunque el Estado no debiera identificarse fanáticamente con el feminismo, debe defender las luchas de las mujeres por su dignidad contra quienes eventualmente quisieran cancelarlas y, además, dar curso y promover sus valores. Debe hacerlo porque el feminismo beneficia a la sociedad en su conjunto, a las mujeres y a los hombres también. ¿Cómo pudiera no ponerse al servicio de la salud y el desarrollo de los ciudadanos concretos? El Estado está obligado a ser neutral, pero las personas no son neutras.

Al igual que el agua mineral con gas, las personas tienen valores y antivalores. Poseen raigambres, costumbres, ideas, relatos que no por enfatizar un aspecto deben ser descartados. Son judíos, cristianos, budistas, además de cultores de las artes o deportistas, domadores de caballos, buzos, andinistas, bañistas, nudistas… El Estado debe reconocer lo que merece ser custodiado o propiciado de cada movimiento, tradición o iniciativa. La laicidad antirreligiosa del siglo XIX es anacrónica, y puede ser incluso talibánica. La postmodenidad, ahora en el siglo XXI, valora la pluralidad de modos de ser humanos. Lo aclara un filósofo liberal y agnóstico como Jünger Habermas en el plano religioso: «el universalismo igualitario del que proceden las ideas de libertad y convivencia solidaria… de los derechos humanos y de la democracia, es un heredero directo de la ética judía de la justicia y de la ética cristiana del amor».

Agua mineral con y sin gas. Estado laico sí, pero gasificado por las religiones, las costumbres regionales, las lenguas nativas, las luchas obreras y ecologistas y cualquier otro valor cultural antiguo o nuevo que necesite protección o pueda ser intercambiado. La laicidad debe invocarse con las cartas sobre la mesa. Ha de reconocer que entre sus raíces se halla el judeo-cristianismo como una contribución indispensable. ¿De dónde sacó la laicidad su dedicación a la salvaguarda de la dignidad humana? ¿De dónde su solicitud por la justicia? Las sacó de una humanidad de carne y hueso, de los negros y de las mujeres que lucharon por su liberación.

“Oiga, garzón, tráigame una botella de agua con gas y otra sin gas”.

Mística del agua

La mística es aquella experiencia que une con Dios y, en virtud de Dios, con el cosmos. La falsa mística promueve una fuga mundi. Esta es al menos la visión judeo-cristiana de la totalidad. Al fin de la historia entraremos en la era mesiánica, en la paz definitiva, para los judíos. Para los cristianos, seremos recibidos en el reino del Mesías, en el tiempo de la recreación universal. ¿Y la mística secular? ¿Atea? La mística del agua puede acercar los distintos sistemas teológicos y filosóficos.

El desafío socioambiental, ecosocial o ecológico sin más, convoca a todas las tradiciones humanistas a salvar el planeta. Si el agua nos trajo a la vida, el día que se acabe no quedará ningún viviente. Si la temperatura media de la tierra sube en cinco grados, dicen, este será el día. ¿Cuál entonces sería hoy el problema? No lo será tanto el extinguirnos, lo cual será ciertamente penoso cuando toque, y tocará, sino aprender a vivir como si la muerte colectiva fuera imparitable.

Allá en California y por acá en la zona central de Chile estamos a un paso de secarnos. En Santiago, si no me equivoco, actualmente tenemos tres lluvias buenas en el año. ¿Qué pasaría si solo lloviera dos? ¿Y una? Algunos santiaguinos quieren quitarle el agua al Bío Bío: una carretera hídrica… Los santiaguinos quisieron intervenir el Baker en la Patagonia para electricidad. (Los patagones resistieron. No quisieron ser más simples colonos del fisco. La gesta del puente y las lacrimógenas los constituyó como pueblo). Las forestales, propiedad de los santiaguinos, han chupado las napas a los mapuche. El tema del agua es tema. Se acaba el agua, algo hay que hacer. ¿Qué?

Vuelvo al punto de partida. El desafío es místico. Se nos dirá que es ético. No, en primer lugar es místico. Lo veo así: lo que corresponde no es economizar el agua, cerrar las llaves, ducharse una vez a la semana, poner impuestos a los productores de paltas. A medidas como estas, que evidentemente parecen necesarias, hay que llegar haciendo un camino más largo.

El ser humano es un fin, no un medio. El agua es un medio, pero algo tiene de fin. Dejemos a los filósofos articular las diferencias y poner a la humanidad en el lugar que le corresponde. En el más fundamental de los planos la experiencia mística nos hará conocer nuestra unidad, a través del agua, con todos los seres vivos, comenzando por la autoconciencia de pertenecer al agua y pertenecer esta a nosotros. Co-pertenencia, co-cuidado, cooperación… Interdependencia, sostiene el budismo. Como dice el Dalai Lama, “para cuidar el medio ambiente debemos desarrollar la conciencia de la interdependencia que nos lleva a la responsabilidad personal”.

Somos agua que piensa, que ama, que odia. Así como los minerales combinan e intercambian moléculas y colores, el agua nos hace compartirnos entre los seres vivos. Un día es nube, otro apio o agüita perra. Más importante que usar el agua como un medio es gozarla como un fin, como si hubiéramos de amarnos de un modo acuático. No se necesita ser creyente para cumplir la misma tarea que tienen, por ejemplo, judíos y cristianos de amar el cosmos con si fuera creación de un dios. Sin amor al cosmos no se puede amar al Dios del judeo-cristianismo. Sin gozar con el agua, tampoco.

La mística, no la falsa mística, ata ética y estética, las unce al respeto y custodia de la vida. La experiencia de la belleza del agua tendría que motivar en nosotros ahorrarla e impedir su contaminación. La ética, a su vez, conduce a ver en el agua su belleza. La batalla de los ecologistas contra quienes derrochan el agua o la degradan ha abierto los ojos a nuestra generación para admirar su hermosura, la de los ríos y humedales. Mística, ética y estética se compenetran. No puede darse una sin la otra.

¿Falta algo? Una épica. Vengan a ayudarnos los filósofos y los teólogos. Tenemos la obra gruesa, dejemos a ellos las terminaciones. Necesitamos el relato que una estas tres dimensiones de la más fundamental de las experiencias humanas. De momento la principal tarea la tienen los padres, madres y apoderados, los educadores. Para enseñar, deben convertirse y hacerse bautizar en nombre de la armonía cósmica. La destrucción de los vínculos entre mística, ética y estética nos está matando antes de tiempo. A la humanidad, no a las piedras, se le encomiendan las mismas piedras y las aguas.

El histórico discurso de Loncón

Feley, mary, mary, pu lamgen. Mary, mary, kom pu che. Mary, mary, Chile mapu.

Se hace necesario volver sobre el discurso de Elisa Loncón el día de la instalación de la Convención constitucional. Parece que no se ha captado la revolución cultural en curso, transformación que esperamos termine en una actualización institucional que nos ahorre la revolución violenta que despuntó el 18 de octubre. El giro en cuestión no tiene precedentes en casi 500 años de historia.

Es posible no ver la importancia del fenómeno. Primera razón: miedo a un pueblo oprimido cuyos conas y weichafes no dan tregua. Segunda razón: ignorancia de la historia de Chile. Tercera razón: falta de empatía política de la oligarquía y la intelectualidad que no tiene la gramática para leer los acontecimientos.

Se oyen quejas contra el indigenismo. El Mercurio, en picada. Por supuesto que hay razones para preocuparse por tal cual propuesta descabellada en la Convención. Tales mociones habrá de descartárselas con los 2/3 y el reglamento democrático que esta asamblea se ha dado para llegar a puerto.

Pero hay algo más. Se echa en falta la captación del alma del proceso en su nivel más profundo. A saber, la inversión del principio de la estructuración de la unidad de la nación. Hasta ahora, la unidad se la ha conseguido con uniformización. Así lo hizo la Corona, así el Estado chileno del siglo XIX. Esto y aquello con la ayuda aculturadora de las iglesias cristianas. De ahora en adelante esta estructuración de la unidad se intenta a partir de los oprimidos y excluidos.

Elisa Loncón lo dijo con una claridad meridiana. Oigo una y otra vez sus palabras: “todos”, “todas”. Kom pu = “a todos/as”. Se dirige a “El pueblo de Chile”. Este pueblo incluye a los pueblos originarios, a las mujeres, a los LGBT, a los habitantes del territorio y de las islas, a los niños, y se proyecta más allá de las fronteras a las víctimas indígenas en otros países.

Muchos convencionales se veían confundidos. Ese día vieron solo a una mujer humilde vestida de indiecita que hablaba fuerte. Fruncían el ceño. La inquietud pudo ser creciente al oír un discurso en una lengua completamente desconocida. Ellos y la inmensa mayoría de los chilenos no sabe que en la escuela a los niños mapuche y aymara (es lo que me consta) fueron castigados por hablar su lengua materna. La intellectualité no tiene categorías para entender que esta es una pieza oratoria de máxima calidad no por la retórica, sino por su capacidad performativa para cambiar el rumbo histórico de un país. A lo más sabe inglés.

“Un saludo grande a todo el Pueblo de Chile”, dice Elisa. Sigue: “Es posible refundar Chile”. “Estamos instalando aquí una manera plural, una manera de ser democráticos”. Ella no rodea la Convención como amenazó hacerlo el PC y como han prometido hacerlo “Los amarillos por Chile” días atrás. “Una manera de ser participativos”. “Establecer una nueva relación”, “entre todas las naciones que conforman este país”. “Tenemos que ampliar la democracia”. Insiste en la idea: un “Chile plurinacional, intercultural”, como si hubiera leído a los autores que nuestros ilustrados sacan a relucir los domingos. Un país “plurilingüe”, demanda una lingüista, maestra de mapudungún que sufre con la posibilidad de la extinción de su lengua.

Esta colección de máximas proviene de un inconsciente colectivo. “Este sueño, es un sueño de nuestros antepasados”. No sabíamos que habían soñado con nosotros. Soñaron la unidad del país desde su reverso. Somos un pueblo mestizo que ha vivido negándose a sí mismo para poder ser reconocido entre las naciones occidentales. Pero no. ¡No estamos condenados a la alienación! Desde antiguo, ¿desde cuándo?, ha habido un pueblo que ha imaginado un tipo de integración que se logra con el habla, parlamentando y empeñando su palabra una y otra vez. (“Cúmplaseles la palabra”, fue lo único que dijo el papa Francisco en su viaje a Chile). Reconocer a quienes han sido negados puede ser en adelante la alternativa a las pacificaciones militares y jurídicas violentas con que se nos han unido en un solo país. Reconocerlos, reconocernos. “Este sueño se hace realidad”.

¿Se entiende lo que digo? ¿Se comprende de qué refundación se trata? Si no se capta la hondura espiritual del discurso de Loncón, los chilenos seguiremos repitiendo las mismas boberías. En ningún caso busca Loncón una venganza. Antes bien trata de una reconciliación pendiente. Lo revolucionario en su caso es intentar excluir la exclusión. En este país, “todos, todas” debieran tener un espacio en una tierra, planeta, cosmos compartido en justicia y paz, viviendo bien, en equilibrio (küme mogen)

Mañúm pu lamgen. Marichiweu, marichiweu, marichiweu.

Tradición vs conservadurismos

Dos son hoy las formas de negar la historia: el tradicionalismo y el refundacionalismo. El tradicionalismo degrada tradición. El refundacionalismo, unas veces la abomina, pero otras no. El país, en el momento agita que vive, depende por entero del ejercicio de su tradición.

El tradicionalismo es antónimo de la tradición. Si la tradición consiste en invocar el pasado como un acervo de experiencias exitosas y fracasadas, el tradicionalismo pretende aplicar en el presente antiguos logros, queriendo hacerlos valer para todos los tiempos y lugares. El tradicionalismo incoa una negación de los ensayos con que los seres humanos han salido adelante para superar las adversidades de la vida. Es serio. No está para juegos ni experimentos. Demoniza la creatividad. Mistifica la repetición, el rito tal cual, enfrenta al futuro como un enemigo y ama un instante histórico, pero no el arrojo del ser humano. Pues niega que esas costumbres que idolatra tuvieron un pasado, que hubo un tiempo que las antecedió y que pudieron ser consideradas mejores porque las hubo peores y se hacía necesario superarlas.

El refundacionalismo, en cambio, tiene dos versiones, una desprecia la historia sin más y otra la aprovecha. Una es reformista, la de Elisa Loncón, y otra revolucionaria, la de la Resistencia mapuche lafquenche. Cuando Loncón en su discurso de instalación de la Convención habló de refundación precisó que su intención era hacer de Chile un país plurinacional. Los grupos mapuche radicales, en cambio, recurren a la violencia para expulsar del Wallmapu a los huincas. Ambos refundacionalismos rechazan los relatos que negaron a un pueblo, que lo despojaron de su honra y de sus tierras. El primero es reformista porque pretende cambiar los fundamentos de la sociedad, aprovechando algunas de las piedras en que se basa y agregando otras nuevas. El revolucionario, en cambio, como pariente del tradicionalismo, busca volver a una situación histórica anterior sin medias tintas.

La situación en Chile es más o menos esta. Estamos en un momento extraordinariamente importante. Peligroso, pero también apasionante.

La gesta de la redacción de una nueva constitución es del tipo reformista. Es comprensible que haya gente que se asuste con la palabra refundación. Le da miedo que se piense comenzar todo de nuevo. Aún se puede ver el video de aquel discurso de Loncón. Todos aplaudían, menos los que probablemente han preferido seguir con la constitución del ochenta. ¿Se justifica este miedo? Parece que no, aunque en algunas materias puede que sí. Nuestros representantes tienen la magna tarea de hacer historia en vez de negarla. Ellos/ellas han de abrir un futuro en base a un pasado que no se puede despreciar del todo, atendiendo las demandas de verdad y justicia. Una casa, diría Jesús, no se puede edificar sobre arenas. Ayudará al éxito de la empresa saber que el texto del plebiscito de salida, como el de las anteriores constituciones, ha de ser provisorio. Siempre será posible enmendarlo.

En otras palabras, estamos en la hora de la tradición. Bajo el respecto político, la tradición honra la historicidad del ser humano. Ella no consiste, como hace el conservadurismo, en despreciar el cambio institucional en nombre de un pasado de museos. El tradicionalismo conservador, en nombre de la historia, traiciona la historia. La tradición, en cambio, conjuga los tiempos en el tiempo. Trata de la entrega de las instituciones y costumbres, de la experiencia acumulada de humanidad, del bagaje de éxitos y fracasos, de ciencia y de ignorancia, que hacen unas personas a otras con el anhelo de que estas tomen lo que les sirva. Lo que convenga, sí. Lo que no, no.

La tradición es arte de libertad. Ella espera que alguien la haga suya a modo suo. Bajo el respecto generacional, en su virtud las chilenas/os mayores han de renunciar a ser indispensables. Sus hijos/as no pueden convertirse en fotocopias de sus vidas. A su vez, libremente estos deben rechazar imposiciones y obligarse a sí mismos a recrear, a reinventar, a resetear el mundo como si de ellos dependiera su viabilidad. Para ser protagonistas (“primer” y “luchador”) de la vida, para hacer que el país llegue a ser sí mismo y evite repetirse, la práctica de su tradición es el camino.

Colaboración entre generaciones

Presenciamos un acontecimiento impresionante: el país será gobernado por una generación de jóvenes. ¿Con qué actitud asumimos los viejos algo así? Hagamos cuenta que, en esta relación, nosotros podemos ser una ayuda, pudiendo ser un problema. Miremos.

Ante todo, debemos distinguir nuestra filiación política del asunto en cuestión. Cuesta hacerlo. Cuesta aceptar a jóvenes por quienes no se votó. Muchos los veían desde la vereda de enfrente. Pero no se trata aquí de convertirnos a las ideas políticas de la generación que nos gobernará. El asunto es que nos gobernarán y que, no por una razón utilitaria, sino por el mero hecho de ser jóvenes, merecen de nosotros los mayores cariño en vez de envidia. La nueva generación nos regenera. Moriremos, pero un poco después de lo calculado.

¿Qué más? ¿Qué necesitan de nosotros? Humildad, ciertamente. Ellos/ellas también debieran ser humildes. Si no lo son, nada impide que lo seamos los mayores. Necesitarán además nuestro orgullo, sentirnos orgullosos como los padres y madres que quieren que sus hijas/os sean mejores. Son nuestros. Cometerán errores. Los están cometiendo. No importa. Los cometimos nosotros, era que no. Les criticaremos con cuidado. El país nos seguirá perteneciendo a todos. La crítica intergeneracional es indispensable. Solo así se adquiere el conocimiento que facilita la colaboración en la misma tarea. Requieren nuestra humildad, orgullo, corrección cuidadosa, perdón, alegría, paciencia, espíritu de colaboración, magnanimidad, en una palabra, amor, del amor que construye subterráneamente la “polis”.

Esto exige evitar la actitud de los veteranos que se las saben todas. El “siempre se ha hecho así”. “Este asunto ya se trató hace veinte años y lo resolvimos asá”. “No quieran inventar la pólvora”. Estas afirmaciones, además de odiosas, son equivocadas. Nunca, jamás nunca, los problemas son los mismos.

Algo extraordinariamente nuevo y positivo está ocurriendo en el país y, para verlo, no hay que perderse en el bosque de dificultades de todo tipo. La violencia en sus múltiples versiones es una de ellas. Esto no obstante, el país vive un momento espectacular: emergencia de los pueblos originarios, liberación de la mujer, expectativas varias de justicia social y redacción de una constitución que encauce estos inmensos valores. ¿Tendríamos las y los mayores fuerzas suficientes para sacar adelante estos progresos en humanidad tan grandes? No tantas como la nueva generación. Vamos perdiendo la chispa, “chispeza”. Felizmente no encabezaremos estas verdaderas revoluciones culturales.

Ellos/ellas tienen más energía que nosotros, pero no tanta como para cargar con nuestras zancadillas. Tienen pila, ganas, pero aún nos requieren: han de satisfacer las demandas sociales que el país ha levantado, en tiempos de pandemia y de inminente catástrofe eco-social. ¿Algo más?

¿Podrían cambiar el modo de hacer política? No creo que mucho. Se trata de un arte antiguo lleno de pillerías difíciles de evitar. La sociedad, y sobre todo la prensa, han de ser críticos con los nuevos gobernantes. No les pueden dejar pasar sus yerros. Por otra parte, tampoco podemos engrosar las filas de las masas contra los políticos. Las dictaduras están a la vuelta de las esquina. Hay grandes naciones que no son democráticas que querrán hacer valer su ideología política. ¿China? La democracia norteamericana tendrá que resistir la reemergencia de Trump, el personaje más peligroso del mundo.

Pedimos respeto a la nueva generación. Si no lo conseguimos, damos por fracasada la educación que le dimos. ¿De qué serviría que los jóvenes mejoraran sus puntajes, accedieran a las universidades, se jactaran de sus cartones y nos gobernaran si nos menosprecian?

En suma, que les vaya bien. Punto. Cuenten con nuestra esperanza. Con nuestra esperanza, colaboración, buenas vibras, experiencia y cualquier cosa en que pudiéramos ayudar.

Declive de la Iglesia Católica en Chile

En muy pocas décadas la crisis de la Iglesia Católica en Chile puede conducir a un catolicismo muy diferente del que conoce la actual generación. Pero es imposible saber si la caída del número de sus miembros y la erosión de la jerarquía eclesiástica se traducirán en un nuevo tipo de cristianismo.

La Iglesia Católica ha experimentado una disminución de sus miembros impresionante. Solo en los últimos 15 años los católicos son prácticamente un tercio menos. Lo que las encuestas no pueden medir es qué está ocurriendo en el corazón de cada católico/a, y probablemente tampoco estos lo sepan con exactitud. ¿Alguien puede excluir que haya personas en quienes, en este contexto, ha crecido la preocupación por el prójimo y la paz del mundo? Si así fuere, el panorama no es necesariamente tan malo. Esto puede ser germen de otra versión de la Iglesia. Las hubo en el pasado. La tradición monástica, por ejemplo. Las hay en el presente, las varias familias protestantes. Otro ejemplo.

Las causas de la caída, según parece, son varias. Una, y probablemente la principal, es el acelerado proceso de secularización. Muchos connacionales no necesitan de la religión para ir adelante en la vida. La ciencia y la técnica hacen más “milagros” que la fe y los santos. Por lo demás, ¿qué misa puede serle a los jóvenes más profunda que una buena conversación por celular? También debe influir el anacronismo de las instituciones católicas. Las vestimentas y las ceremonias religiosas, sobre todo las más solemnes, parecerán esotéricas incluso a la gente mayor. Otro motivo del declive es la concentración absoluta del poder en la jerarquía eclesiástica. Laicos y laicas no participan en ninguna decisión importante en su Iglesia. No eligen a sus autoridades. Estas tampoco les dan cuenta (accountability) de su desempeño. Y, como si lo anterior fuera poco, los abusos sexuales del clero y su encubrimiento ciertamente han podido provocar una estampida.

Sean estas y otras las razones, es un dato duro la disminución de los ministros. Las congregaciones religiosas femeninas se apagan, los seminarios y noviciados se vacían, y muchos curas dejan el sacerdocio. El caso de los sacerdotes merece una atención aparte. Si pasa por ellos la estructuración de la Iglesia y ellos inciden poderosamente en la experiencia de Dios de las personas, su mengua tendrá un enorme impacto. Pero, aun en el caso que la escasez de obispos y presbíteros se revirtiera, hay un problema de fondo. La versión sacerdotal de la Iglesia se agota. Tal vez surjan otras versiones. Estas exigirían distintas modalidades de eclesialidad, nuevos tipos de líderes e innovaciones en las maneras de formarlos. Este punto es clave.

El seminario tridentino actual, aunque con importantes modernizaciones, continúa formando aparte a sus líderes. Los separa de la gente, de su sentir, de sus modos aprender y de padecer, e instala en ellos una distancia entre lo sagrado y lo profano que han de representar y ejercitar. El Concilio Vaticano II abrió la posibilidad de formar de otras maneras a sus autoridades. Se ensayaron nuevas modalidades, pero el gobierno de Juan Pablo II frenó las innovaciones, mejoró el seminario del concilio de Trento y ordenó sacerdotes a personas que volvieron a considerarse superiores a los demás. El mismo Vaticano II impulsó un progreso en materia de crecimiento humano, intelectual y espiritual de los seminaristas, pero no desmontó el sistema de separaciones estructural que pone de un lado y otro a la Iglesia y el mundo, a los clérigos y el laicado, escisiones que alojan en la psiquis del sacerdote y le hacen vivir con un estrés complicado de soportar.

En Chile la crisis de la Iglesia Católica es enorme en relación a los otros países latinoamericanos. Además de la caída inédita en la pertenencia religiosa, también el desprestigio de su dirigencia es incomparable. Todo indica que la iniciativa ahora la tienen los laicos y laicas que crean que una tradición de humanidad de dos mil de años todavía puede inspirar la creación de comunidades cristianas, con nuevas autoridades, con renovadas formas de caridad y de lucha por la justicia a través de las cuales las personas recreen una fraternidad universal.

Transformaciones culturales de grandes proporciones

El país asiste a transformaciones culturales extraordinarias. Es de ver que el uso de los celulares, la internet y otros recursos electrónicos nos están cambiando la vida de un modo difícil de evaluar, aunque evidente de suponer. La toma de conciencia de la crisis eco-social, otro ejemplo, ha comenzado a modificar nuestras costumbres de un modo importante.

Algunos movimientos deben considerarse revolucionarios. En cosa de décadas, Chile ha experimentado una lucha por la reivindicación de la dignidad de las mujeres y numerosas iniciativas por darles la participación que merecen. La superación de las trabas culturales y jurídicas que las han mantenido atadas a formas de vida androcéntricas y patriarcales nos están beneficiando a ellas en primer lugar, y a todos en última instancia. Muy cerca de esta revolución, de su mano, el reconocimiento de la diversidad de géneros enriquece a un pueblo machista.

También es revolucionaria la aparición en público de pueblos originarios -algunos de los cuales se los daba por extintos-, con sus diversas espiritualidades y su amistad cósmica. Ellos han puesto en jaque el provincianismo chileno, enriqueciéndonos como no lo esperábamos. Los oprimidos levantan la cabeza. Los blancos y los blancuzcos la bajan.

No puede llamarse propiamente revolución, pero hay fenómenos como la politización de los jóvenes que auguran un recambio de la clase gobernante muy positivo. Los mayores creímos ser una mejor generación, los ninguneamos por “no estar ni ahí”. Estaban ahí, allí. Ahora están acá con vigor, entusiasmo, sacudiendo anquilosados modos de ver las cosas y de hacerlas.

Es evidente que esta revolución poliédrica tiene externalidades. ¡Qué fenómenos así pudieran no tenerlas! Los efectos secundarios habrá que mirarlos con atención y controlarlos. Pero no hay que perderse. Lo primero es lo primero.

Estos tres acontecimientos de tinte revolucionario exigen definiciones. Piden sumarse como a causas que reclutan simpatizantes y colaboradores. Hasta ahora hemos podido observarlos como espectadores, asustados algunos, curiosos otros. No se puede permanecer impávidos. Es preciso involucrarse.

Sumarse es más difícil, pero también más importante, para gente mayor, los mestizos, los varones y los heterosexuales. ¿Cómo lo hacemos? Se requiere antes que nada invocar el “pathos” de humanidad que se nos dio el día que abrimos un ojo para ver que compartimos con el resto una fraternidad fundamental que requiere toda una vida para concretarla. Podemos disputarnos la vida, pero hemos sido llamados a llevarnos y a mejorarnos unos a otros. Em-pathía, en vez de anti-pathía y a-pathía. Hermandad, en vez de fratricidios. Estas son las claves, y las conversiones pendientes.

En el horizonte asoma la deseada unidad en la diversidad que esperamos acabe con las exclusiones. Algo muy hermoso cuaja en el país. Navegamos en aguas turbulentas, pues las revoluciones son así. Pueden acabar mal. No son broma. Lo importante es que conduzcan a un nuevo sentido común y a las instituciones que lo encaucen y lo enseñen.

La incesante novedad Cristo

Otra vez Navidad. ¿Otra vez? No. El nacimiento de Jesús es una parábola que nos pide barajar el cosmos con la esperanza de mejorarlo.

Los evangelios son un conjunto de parábolas. Las parábolas son cuentos que apelan a cualquier ser humano. Demandan una conversión, nos invitan a compartirnos con los demás. Creer en Dios equivale a creer en el amor y amar.

La parábola del Buen Samaritano demanda un amor por el prójimo que cuestiona al establishment sacerdotal. Tampoco un ateo puede excusarse de atender a un hombre asaltado por ladrones y a la vera del camino. Está obligado a tomar una decisión. ¿Puede alguien no conmoverse con la historia de una persona que recoge a un desconocido, cura sus heridas y le paga el hostal donde habrá de convalecer? Hay personas insensibles, sí. Pero si alguien siente compasión por su semejante, si cree que es responsable de él, debe ayudarle. En vez, abandonarlo, se lo llame así, se lo llame asá, es un pecado que conduce al fracaso de la humanidad. Las parábolas son hermosas porque abren las puertas del cielo.

La del Hijo pródigo, otro ejemplo, pide a mujeres y hombres ir más allá de sí mismos. Un padre perdona por igual a un mal hijo y al hijo que se cree mejor que su hermano. El padre de la parábola es más grande. Su amor quiebra la lógica. Representa a Dios, obvio. Pero más que exigir una confesión de fe religiosa, insta a una praxis trascendente. No somos fatalmente chicos y calculadores. Es posible vivir en otro registro, uno muy superior, uno que sabe a definitivo. Estas y otras parábolas indican que no es necesario ser cristiano para ser cristiano.

Digamos que casi no es necesario. Para serlo se necesita creer que los evangelios en conjunto constituyen una sola parábola, el relato, la narración o la imaginación del triunfo de Cristo en la historia y sobre el cosmos. Cada una de ellas apunta más lejos. El cristianismo, que comenzó en Navidad, principia la realización de todo aquello que empezó con el Big Bang. El nacimiento de Jesús, la fe de María y de José, es algo así como la somatización de Dios. El niño es Dios hecho cuerpo, “soma”. La Encarnación incorpora, hace cuerpo, la eternidad. No nos hundiremos para siempre. Un niño horada la noche como una estrella. Desde entonces lo real se hace realidad. Hasta entonces, todo estaba pendiente.

El cristianismo, cristianas y cristianos, la Iglesia no obstante la Iglesia, no es la repetición anual del ciclo de los ciclos, sino una apelación a la creatividad del ser humano. Es algo siempre nuevo, original, un lanzazo en la rutina que nos repite, que nos negocia, que asfixia y mata. Que desenmascara las religiones que sacrifican seres humanos para contentar a divinidades, y a beatas y beatos, envidiosos de la humanidad.

Jesús es la somatización de un Dios que no necesita esclavos. Su Padre confía en el ser humano, lo pone en manos de sí mismo y lo recoge como a un pequeño cuando se cae. Es un Dios que tienes las rodillas peladas de tanto agacharse. Año tras año la Navidad nos inventa. El cristianismo es la fantasía de un nazareno que nos llena de esperanza cuando parece que solo quedan motivos para desesperar. El cristianismo es una parábola del Cristo/Crista que nos da otra oportunidad.

El voto católico

Dentro algunos meses el país será gobernado por Boric o Kast. No hay otra alternativa. Siempre será posible votar blanco, nulo o no ir a votar. No faltarán argumentos respetables para sustentar estas posibilidades. Pero el votante, a propósito de la disyuntiva principal, favorecerá a uno o a otro.

La elección en curso es un asunto eminentemente ético. Pertenece al ámbito de la ética política. ¿Qué votar? ¿Qué debieran votar los católicos?

En razón de su credo, los católicos están obligados a argumentar su decisión a la luz de la fe de la Iglesia. Esto no significa que hayan de aplicar tal cual la enseñanza eclesial. Tampoco un papa tiene autoridad para decirle a un católico qué tiene que votar. Si lo hiciera, se extralimitaría en su función. De acuerdo al concilio Vaticano I, nadie puede invocar su fe para eximirse de pensar o saltarse el escrutinio de los demás. Esto se llama fideísmo. Es una herejía. El católico debe tener muy en cuenta las enseñanzas morales de su Iglesia, y oír al papa y a los obispos si estos decidieran dar una opinión política general, pero debe actuar con libertad y en conciencia. Su obligación primera es discernir y apostar por la mejor alternativa. Apostar, porque para los cristianos la historia está abierta. Nadie puede saber a priori qué será lo más conveniente. El voto libre y responsable conlleva siempre esta incógnita.

Ante la inminencia de la próxima elección presidencial, católicos y no católicos han de considerar en su decisión una serie de valores: importancia de la propiedad privada, el cuidado de los migrantes, la garantía de derechos sociales, la igual dignidad de la mujeres, el reconocimiento de las diferencias de género, la obligación de justicia para con los pueblos originarios, la preservación de la paz social, el pleno respeto de los derechos laborales, el cuidado de la casa común y de los otros seres vivos, y otros tantos valores. Pero ninguno de estos puede ser enarbolado como si fuera más importante que todos los demás. No debiera serlo la justa distribución de las aguas o de las viviendas. Tampoco la protección de vida desde la concepción hasta la muerte. Porque estos, aun siendo valores de primerísima importancia, han de ser salvaguardados políticamente, es decir, de acuerdo a la democracia; conforme a la constitución y las leyes que el candidato ganador tendrá por cargo servir.

En definitiva el voto político responsable para quienes son católicos y los demás tiene dos caras. Una es la viabilidad. ¿Qué candidato ofrece al país mejores posibilidades de acabar su período sin desmoronarse? Aunque sea por instinto, los electores han de hipotizar un éxito gubernativo de mediano plazo en base a una evaluación de pros o contras. Y, la otra, la vigilancia del bien común. Pues, en lo que estamos, hay una sola opción inmoral. A saber, votar por privilegios personales, por intereses colectivos restringidos o de religión.

Pero para que el católico actúe como cristiano, debe introducir en su juicio una diferencia. Ha de considerar en primer lugar a aquellos que Jesús llamaba “los últimos”: los enfermos, los sedientos, los desnudos, los encarcelados, las mujeres, quienes entonces eran despreciados y marginados. Hoy diríamos las personas que sufren porque para ellas no alcanza o no se reconoce su dignidad. Solo con una opción por los pobres el voto cumple con el deber del bien común y de hacer viable al próximo gobierno.

Hacia una refundación religiosa de Chile

Por los años cuarenta del siglo pasado Alberto Hurtado escribió un libro: ¿Es Chile un país católico? Título provocador. Se le vinieron encima. ¿Qué le preocupaba? La mala calidad del catolicismo chileno y, particularmente, la injusticia de la oligarquía.

Templo Bahai

¿Es deseable que Chile vuelva a ser un país católico? De ninguna manera. El país cambió. La Iglesia Católica dejó de ser mayoritaria y el Concilio Vaticano II le impuso no ser proselitista. El pentecostalismo se consolidó. Las otras iglesias y comunidades cristianas salieron a la luz del sol. Judíos y musulmanes encontraron por acá un espacio amistoso. Unas gotas de budismo también gustan. Comienza a ser valorada la naturaleza espiritual de las culturas originarias. En suma, Chile ha enriquecido su acervo religioso.

Pero, ¿es la religiosidad chilena vigorosa? Está por verse. Las religiones tienen delante un desafío sin precedente. Deben ahora alentar a una humanidad al borde de un colapso diluviano. Los cambios que hemos de hacer para revertir el curso a una catástrofe medio ambiental necesitan inspiraciones espirituales. Los diversos credos y formas de relación con la divinidad debieran dejar atrás mezquindades y particularidades esotéricas, y cooperar a la salvación del planeta. Urge trascender, ir más lejos, ir más adentro. Aun cuando no seamos capaces de frenar la emisión de los gases de efecto invernadero y neutralizar sus peores efectos, las religiones, los místicos y los chamanes han de acompañarnos en morir y extinguirnos. Pues estos, y no los gobiernos ni la ONU, deben enseñarnos cómo se vive cuando la muerte quiere devorarnos de una vez para siempre.

Chile tiene la fortuna de contar con pueblos originarios que saben cómo localizar al ser humano en un cosmos que, a pesar nuestro, aún nos ama. Las espiritualidades nativas hacen que sus gentes aprendan que el planeta les pertenece no menos de lo que ellas pertenecen al planeta. ¿No es algo así lo que han perdido las grandes religiones monoteístas? Sus representantes, hasta hace poco, han presentado a la Convención constitucional una carta para asegurar la libertad de conciencia y la libertad religiosa. Ahora último los líderes cristianos, musulmanes y judíos han sumado voces de pueblos originarios. Son pasos inéditos, muy auspiciosos. Los chilenos tendríamos que celebrar la pluralidad religiosa y reivindicar la índole espiritual de las culturas indígenas.

Las relaciones políticas de las religiones con el Estado están en tabla. El año veinticinco se consagró la separación de la Iglesia Católica y de la República. Este logro constitucional favoreció el pluralismo. Una constitución con pretensión refundadora tendría que hacerse cargo del tema religioso. A una constitución no se puede pedir mucho, pero sí un mínimo. Con muy poco se conseguirá algo importante. Bastaría con que la constitución del veintidós confirme estos derechos, tan propios de la modernidad, y respalde las actividades interreligiosas que favorezcan la justicia, la paz, la diversidad y la alegría. Ayudas pueden ser muchas, distintas al financiamiento de las iglesias. Pues las religiones representan a dioses, espiritualidades e inspiraciones gratuitas por excelencia.

Conversión al feminismo

Entiendo que el feminismo es una lucha por la igualdad. Sé que es mucho más que esto, pero, si no me equivoco, su principal objetivo es superar una desigualdad, un modo de ser diferentes que hasta ahora se ha traducido en servidumbres, menoscabos y abusos de diverso orden en perjuicio de las mujeres. Mi opinión es que se hace necesario convertirse al feminismo.

Tal igualdad, me dicen, tiene por fin último un incremento en humanidad para hombres y mujeres, lo cual sería imposible de lograr sin una colaboración entre ambos. Debiera quedar atrás un modo ideologizado de entender la diferencia (que convierte a las mujeres en objetos de manipulación). A cambio, debiese prosperar una diferencia realizadora (que consista en que las mujeres sean sujetos capaces de relacionarse en términos de igualdad en dignidad y derechos con los varones, y también entre sí).

(Sé que hablo de un campo desconocido. Tengo pendiente leer a Judith Butler. Conozco, del tema, la teología feminista. Una amiga teóloga me obliga a citar mujeres. No lo hago por ser políticamente correcto. Estoy convencido de su enorme valor).

¿Dónde estamos? Hemos avanzado mucho. Tantos hombres reconocemos que la liberación de las mujeres nos ha hecho mejores. Es más, veo que hombres y mujeres en la casa y el trabajo están creando algo completamente nuevo, distinto a los productos de las relaciones asimétricas tradicionales. No es cuestión solo de cambiar pañales. Se progresa en pagar sueldos parejos, en reconocer también un valor monetario a aquello que no es posible calcular en pesos, eso que se llama amor y que hace las veces de locomotora de esta causa.

(Los cristianos tendríamos que ver en el objetivo final del feminismo una nueva creación. No basta desideologizar la relación entre Adán y Eva. Es necesario tomar en serio la intuición de San Pablo, de acuerdo a la cual en Cristo “no hay hombre ni mujer”, pues en él todos son uno (Gál 3, 28)).

Por cierto, debe reconocerse que los avances realizados son fruto de una lucha. Todos juntos tendríamos que llegar a ver que hay prácticas y actitudes que tenemos por naturales, pero que debieran dejar de serlo. Hay tironeo, obvio. Los hombres tendremos que aguantar el chaparrón. Estamos hablando de injusticias milenarias. Pero la lucha es lucha. Para que se cumpla el objetivo, los hombres no podemos tolerar demandas irracionales. Aquello de que se trata lo conseguirán los géneros juntamente y no mediante la imposición de uno sobre el otro. Ambos están obligados a un discernimiento de los mejores caminos.

(El feminismo es una actividad espiritual. Es fruto de una inspiración. El Espíritu moviliza, da fuerzas. Es una pasión animada por el mártir Jesús, dirían los cristianos).

Hablo de conversión. No se trata de cambios exteriores, de concesiones, menos aún de simulaciones. Se hace necesario un cambio que provenga del corazón. La locomotora que tire de los carros, digo, ha de ser el amor. El amor conjura miedos atávicos. Hombres y mujeres han de cambiar por dentro, dejando atrás el machismo que los barbariza y reconociendo en el otro algo sin lo cual no se llegará a ser sí mismo.

(En la Iglesia católica reina la barbarie. Cristianos y cristianas se distancian cada vez más de una institución eclesiástica masculina impermeable al Evangelio. No parece que las conversiones singulares de los sacerdotes sean suficientes para reformar estructuras fosilizadas. Lo único que parece tener futuro, según parece, es una nueva versión del cristianismo, una en que hombres y mujeres participen en su Iglesia con igual dignidad).

La liberación y dignificación de la mujer equivale a una salida de las cavernas. La lucha por esta posibilidad no es exclusiva de las mujeres. También los hombres tendrían que ser feministas. No es necesario que se vuelvan femeninos. Sería ridículo. Bastaría con que fueran los varones que están llamados a ser.

Necesidad de reconocimiento de la espiritualidad de los pueblos originarios

Las religiones abrahámicas han hecho llegar a la Convención constitucional un documento pidiendo un reconocimiento al valor de la religión y de la libertad religiosa. El hecho ha sido celebrado en la prensa. Pero, lo que debe considerarse un triunfo del diálogo interreligioso occidental, merece ser criticado desde el punto de vista de los pueblos originarios. La carta es firmada por los líderes de las confesiones religiosas católica, ortodoxa, anglicana, evangélicas, judía, islámica y la Iglesia de Jesucristo de los últimos días. Pero no la firma ningún líder de los pueblos originarios. Para los firmantes estos pueblos parecen no existir. Se les olvidó considerarlos. Estoy seguro que ha sido casual, una negación involuntaria. Pero históricamente la negación de la índole espiritual y de las mediaciones religiosas de estos pueblos se ha hecho no solo de un modo inconsciente. Ha sido también un método pastoral.

El documento no tiene en cuenta uno de los principales signos de los tiempos. Lo más extraordinario en esta materia a nivel mundial es la toma de conciencia del daño producido por las colonizaciones culturales. Recientemente la Iglesia Católica en Canadá ha hecho público su remordimiento por la muerte de miles de niños entre los años 1831 y 1996 en los internados que ella gestionaba y en los que se llevó a cabo la supresión de la lengua, la cultura e identidad de los pueblos indígenas. El gobierno canadiense ha reconocido que en estos lugares se perpetraron todo tipo de abusos. La reivindicación de las identidades oprimidas está en auge en el mundo. Se pide justicia. Se demandan reparaciones.

La Colonia en América Latina se abrió paso con el Requerimiento. El conquistador alzaba la cruz delante del indígena y, en latín, le pedía una confesión de la fe católica. Si aceptaba la fe, bien. Si no, se le hacía esclavo.

El catolicismo chileno consideró pagano al pueblo mapuche. Los esfuerzos de la Iglesia Católica contemporánea por una inculturación del Evangelio entre los pueblos indígenas, aunque constituye un aprecio de sus culturas y religiones, merece una revisión. Las comunidades evangélicas en la Araucanía exigen a sus fieles no asistir a los Nguillatún. Los ejemplos de invasión y conquista religiosa de estos pueblos pueden multiplicarse.

Los líderes religiosos firmantes de la carta a la Convención lamentan la quema de iglesias, templos y capillas. Hacen mención de algunos apoyos económicos del Estado para sus actividades porque consideran que la religión es esencial al ser humano. Pero, ¿no han debido también decir algo sobre la colonización del país desde 1541 a la fecha? ¿Sobre el daño enorme causado a los pueblos originarios? Tal vez no era el momento. ¿Lo habrá? En el Estrecho de Magallanes todavía se recuerda el caso del patagón que hicieron subir a una de las naves del navegante y lo bautizaron Pablo. Murió poco después.

Lo único que parece tener futuro en materia cristianismo en Chile es un replanteo a fondo de la evangelización. El Evangelio exige hoy un diálogo intercultural. Si se trata de emparejarle la cancha, los cristianos tendrían que promover el cultivo de las religiones originarias, hacer todo lo posible por potenciarlas, porque su Dios no es mejor que el de estos. Aún más, el Dios de los cristianos es el Dios de los pueblos oprimidos, como lo ha subrayado la Iglesia post conciliar latinoamericana y la teología de la liberación. Pues tampoco Cristo es monopolio de los cristianos.

El testimonio de Millaray Garrido Paillalef sirva como prueba de lo que vengo diciendo: “Cuando yo llegué (a la escuela) ya no había curas, había profesores del Magisterio de la Araucanía, que es como un mafia de la Educación en la Araucanía. Ellos están metidos en las comunidades indígenas y han tenido un rol importantísimo en el blanqueamiento del mundo mapuche, metiéndose como agentes pasivos con la excusa de la educación y la evangelización. Ellos nos enseñaban a cantar el himno nacional de Chile en mapudungun, a rezar el Padre Nuestro y el Ave María en mapudungun. Nos enseñaban que la Ñuke Mapu era lo mismo que la Virgen María y que Chao Ngenchen era lo mismo que Dios. Mi mamá era la única apoderada que iba a reclamar y a decir que no me podían confundir de esa manera” (Elisa García Mingo (coordinadora), Zomo newen, Lom, 2017).

Pido a los líderes religiosos de la carta a la Convención que la redacten de nuevo. También para los hijos de Abraham llegó la hora de la conversión.

La prensa libre, ¿un derecho social?

La libertad de prensa es un derecho civil. ¿Pudiera ser también un derecho social? ¿Un derecho a ser informado y a formarse una opinión en temas que importan al bien común?

Con ocasión de la etapa comenzada por la Convención, Carlos Peña en una columna reciente distingue tres tipos de derechos. Los derechos civiles, como el de movimiento y de religión, los cuales pueden ser ejercidos por los individuos aunque moleste a las mayorías. El derecho a la prensa libre cabría en esta categoría. Segundo, los derechos políticos, que salvaguardan la autonomía colectiva, como ser la posibilidad de formar un partido, aunque sea una agrupación minoritaria. Y, por último, los derechos sociales que benefician a las grandes mayorías con los bienes que la sociedad produce, derechos exigibles en la medida que ella tiene los medios para hacerlo.

Mi opinión es la siguiente. La verdad que sirve para la construcción social tiene un valor fundamental. Sin esta la sociedad democrática se desmorona en favor de los más poderosos. Sin medios de comunicación que canalice la libertad de expresión, las que pierden son las grandes mayorías. La ciudanía, para ser tal y no masa expuesta a la mentira y la maledicencia, hoy fácilmente generadas industrialmente, tiene derecho a participar en debates informados.

El caso es que nuestras sociedades están enfrentando un mismo problema. Sus instituciones son socavadas por la perentoriedad con que sus autoridades son exigidas a dar cuenta de sus actos a través de las redes digitales. Twitter y Facebook no dan tregua, no dejan espacio a las explicaciones, hacen de armas. Los políticos son sometidos a un escrutinio despiadado. Lo más grave son los ataques contra los partidos en cuanto tales, a saber, las mediaciones básicas de la democracia. Por otra parte las encuestas y el rating contribuyen a la volatilidad de las opiniones. Esto y aquello, que por cierto y a pesar de todo ayuda a la participación popular, mina los organismos sociales que tradicionalmente procesan, organizan y vehiculan sus opiniones, e impiden también que los políticos cuiden a la ciudadanía de sí misma.

Creer que se puede prescindir de la prensa porque hay redes digitales que cumplen su misión es un engaño brutal. Por cierto, sin la prensa estas redes no tendrían siquiera con qué informar a la gente. La falta de medios profesionales nos condenaría al rumor. Ocurre en las dictaduras. Las redes cumplen una labor de control indiscutible, pero lo hacen de un modo caótico y no garantizan información fidedigna. La prensa es una disciplina profesional clave de las democracias modernas.

Vuelvo al punto de partida. La prensa, si es sustentada por el Estado como un bien que la ciudadanía merece por derecho para participar responsablemente en el gobierno de sí misma, es una institución tan importante como los partidos. ¿No podría considerársela un derecho social y no solo un derecho civil?

El rector de la UDP al final de su columna se pregunta por la propiedad privada. Qué es? Ella vincula todos estos derechos. En su virtud, “el miembro de la sociedad abierta y democrática (como la que debe inspirar a la Convención) posee inmunidad frente a los demás (los derecho civiles); participa en la formación de la voluntad colectiva (derechos políticos); y en tanto ciudadano accede a los mínimos civilizatorios que la sociedad ha alcanzado (derechos sociales)”.

Me parece que, por análoga razón, la prensa cumple esta misma misión. Es más, para no depender de la mera propiedad privada, debiera ser financiada por el Estado. Una sociedad que goza de una prensa profesional sustentada por privados y por el Estado, mediante un control recíproco, tiene mayores posibilidades de ser llamada libre.

El estilo también cuenta

Me apoltroné con interés a ver los debates presidenciales por televisión, pero termine entristecido. Se dieron muy duro. Dificulto que un candidato que ha atacado brutalmente a su adversario pueda honrar al país como presidente o presidenta. ¿Es necesario ver a los candidatos tratarse como rufianes? No.

No lo fue así en el pasado, a futuro se puede mejorar. Siempre es posible sacar del alma algo de caridad con el contrincante. ¿Quién se imagina a Frei Montalva pidiéndole un certificado médico a Julio Durán? No veo a Salvador Allende acusando a otro de drogadicto. ¿Paraísos fiscales? ¿Reconocimientos de lobby? Los insultos en público salpican a medio mundo.

El maltrato hace mal para adentro y para afuera, a uno mismo, al otro y a los televidentes. En el catch el golpe indigno es parte del juego. El Ciclón del Caribe, la Momia, el Mohicano… “Todo vale”. En el box, no. El puñetazo bajo el cinturón del boxeador desprestigia el deporte. Los insultos en la política son prescindibles.

El estilo, la magnanimidad, la prestancia, marcan una enorme diferencia. Tienen una utilidad práctica. El respeto del competidor ahorra malos ratos que en política pueden ser numerosos, pérdidas de tiempo, energía gastada en curar heridas que pudieron evitarse. Pero más que esto, el estilo engrandece e ilumina en rededor. Despeja las mentes. Facilita los acuerdos. Embellece.

Por cierto, la vulgaridad tiene sus ámbitos de legitimidad. Nadie que vaya al estadio puede escandalizarse de un hincha que le saca la madre al árbitro. Ríase. ¿Puede haber alguien tan odioso como para escandalizarse por un chiste picante contado en un asado? Pero la política no tiene por qué usar la vulgaridad como método.

Esto no quiere decir que las pifias, trampas, robos, aspiradas de cocaína de los políticos no hayan de saberse. El escrutinio público de los políticos es indispensable. La ciudadanía tiene que saber lo mejor posible por quién y por quién no puede votar. Los estándares de trasparencia deben ser altos. Pero esta labor la pueden cumplir los voceros. Un jefe de campaña debiera ser implacable con los traspiés y taras de las candidaturas opositoras.

La prensa tiene una labor clave, sea para ayudar a encontrar al mejor candidato, sea para desmaquillar al peor. Los periodistas no deben soltar la presa. Pero, ¿no tiene la televisión mejores formatos que el exigido por el rating? En el primer debate los periodistas no profundizaron en las dos grandes cuestiones que enfrentará el próximo gobierno: la economía (que ha de sustentar los derechos sociales y medioambientales) y la violencia (que amenaza desplomar la Araucanía y la del narcotráfico que asuela las poblaciones). Ni tocaron el tema.

El país no puede permitirse elegir a alguien que arriesgue la gobernabilidad. Esta misma será más fácil si en las relaciones humanas se cuida la compostura. También el estilo cuenta. La elegancia en política hace bien a una ciudadanía que suele ser todavía peor que sus representantes. Así las cosas, los niños, para preparar las tareas de educación cívica, podrían ver programas pasadas las diez de la noche.

El libro del plebiscito de salida

Si el plebiscito de salida llega a aprobar una nueva constitución, espero que una gran casa editorial confeccione un libro que recoja las experiencias de nuestros representantes en la Convención. Debe quedar registro de un acontecimiento tan extraordinario. Porque esto sería una revolución, un salto adelante, una creación indeducible de los presupuestos que la han hecho posible.

Convendría que el libro tuviera dos tomos. El primero tendría que recoger la experiencia de los constituyentes. Dejarlos hablar así no más. A la libre. Pudiera darse diez páginas a cada uno. Unos 35 mil caracteres sin espacio. En estas páginas tendrían que contar qué pasó con ellas, con ellos, qué les pasó en la mente, en el corazón, cómo cambiaron, qué les hizo mejores personas. No debieran quedar fuera las heridas, los traumas, las derrotas.

Un segundo tomo pudiera dedicarse a entrevistas. Periodistas especializados con pala y picota tendrían que ayudar a los constituyentes a sacar fuera asuntos clave del proceso. La periodista tendría que preguntarles, por ejemplo, qué aprendieron de la democracia. Otras preguntas: “¿querría usted presentarse a una elección parlamentaria?”. “Usted y sus colegas, ¿qué pueden decir de lo que la prensa opinó de su trabajo?” “¿Qué medios contribuyeron, les ayudaron?”. “¿Quiénes trataron de sabotear el proceso?”.

Faltaría, en realidad, un tercer tomo. Este podría centrarse en la transmisión de un aprendizaje. ¿Qué querrían transmitir a sus hijos los y las constituyentes de lo aprendido? No digo anécdotas. Sí, también anécdotas, pero sobre todo aquello que aquilataron con amor y desearían ahora transmitir con pasión porque, pase a futuro lo que pasé, tendrá un valor imperecedero. Estoy pensando en la ponencia que presentarían en una reunión de ENADE, en el colegio de profesores, en una facultad de ingeniería o en cualquier lugar que se los quiera escuchar. Espero que el Ministerio de educación financie la publicación y convierta esta sabiduría en enseñanzas, como si la primera obligación de un país fuera aprender de su propia historia. Talvez el Ministerio tendría que duplicar las horas del curso de Educación cívica. Habría que aumentar además las de Historia.

Perdón. Debiera haber también un cuarto tomo. Este tendría que contener las palabras clave. No me refiero a los términos políticos. Para estos habrá otro tipo libros, actas. Tengo en mente lo dicho arriba. Hablo de las palabras clave de un acontecimiento de humanidad personal y colectivo que custodie el aprendizaje de 155 personas que, siendo tan distintas, tuvieron que esforzarse al máximo para sacar adelante un proyecto duradero. Palabras clave. En este mismo tomo se podría incluir reseñas biográficas de estas personas. Fotos. La foto oficial de la entrega del proyecto al Parlamento, sin duda. Sería interesante, por último, que se incluyeran las obras de referencia utilizadas, tales y cuales autores, estudios, influjos. Y no debieran quedar afuera agradecimientos a gente que no estuvo entre los elegidos, pero colaboró con diversos de trabajos.

Esta obra no debiera incluir un quinto tomo dedicado a los romances. Esto podría quedar para otro libro. Muchos cafecitos, horas extras, cabeceos… Los enamoramientos habrán podido desconcentrar a nuestros representantes, pero también facilitar acuerdos. El amor político radica en el mismo corazón con que las personas se aman y se aceptan.

Nuevo nombre para tiempos nuevos

Se oye decir que la pandemia, de la que talvez no salgamos nunca más porque de aquí en adelante los virus variarán al infinito, es la señal más clara de una crisis medio ambiental planetaria que quizás la humanidad no podrá revertir. Así de gris es el horizonte. ¿Cuál será es el nombre del tiempo en el que estamos?

Se dirá que la nueva etapa se caracterizará por la necesidad de adaptarse a cambios múltiples, provocados unos por otros y de un modo acelerado. ¿Qué más? Los nuevos tiempos tienen visos de catástrofe. Si el derretimiento de los polos hace subir el nivel de los mares, poblaciones completas migrarán a zonas más altas, quitándoles las tierras a sus vecinos. ¿Algo más? Los equilibrios geopolíticos muy probablemente se quebrarán. Las guerras pueden multiplicarse. ¿Algún otro asunto? Sí, si la mayoría de los países tienen a China como su primer socio comercial, los embajadores de las naciones democráticas se verán forzados a aplaudir de pie a los próximos emperadores en el Gran Salón del Pueblo. Adaptación, migración, guerra y dictadura pueden convertirse en el nombre de la nueva era, entre otros muchos posibles.

Pero el asunto decisivo no es cómo se llamará este tiempo intermedio, sino como queremos que se llame. La creciente adversidad no impide que el porvenir pueda ser mejor, pues el qué siempre depende en alguna medida del cómo. ¿Vienen años de hambre? El nuevo tiempo puede llamarse la Estación del Pan. ¿De violencia? Podríamos hablar del Ciclo de la Paz. Si se multiplican los ratones, ¿no podríamos inaugurar el Año del Gato? No es cosa de voluntarismo. El voluntarismo mata. Mejor sería recurrir a aquella imaginación con que tarde por la noche o temprano por la mañana, intentamos cerrar el círculo para agradecer el día que termina y encarar el que está por comenzar.

Todos los nuevos nombres de esta nueva etapa pueden ser positivos, aunque el cataclismo sea inminente. Lo serán, si entramos en ellos como protagonistas y no como ovejas enviadas al matadero, sumisas al destino que les impone. El espíritu es invencible. El nombre de los nuevos tiempos debiera ser uno performativo. La denominación de esta etapa histórica tendría que depender de los que se impliquen activamente en crearla. Esta etapa entre la pandemia, que anuncia que en adelante todas las crisis serán globales, y un acabo mundi impajaritable si no llegamos a enfriar el medio ambiente, podría ser ojalá dramática pero no trágica. Las tragedias ocurren independientemente de los sujetos que las padecen. Se imponen como el hado. La superación del drama, en cambio, depende del amor por la vida, de la clarividencia para identificar las fuerzas en conflicto y de empujar juntos en la dirección correcta.

Todavía es hora para el drama. Esperemos que no llegue la de la tragedia.

El nombre de esta era, se ha dicho, es el Antropoceno. Este es el mundo que creó el ser humano y del que hoy es su víctima. Lo que no se ha dicho es que la superación en tabla no depende de la pura ciencia, ni del solo ñeque. La ética a secas amarga. Necesitamos una nueva creación. Urge dejar atrás el paradigma de humanidad que ha convertido la Tierra en un vertedero y empezar de nuevo, de la mano de un dios, de una diosa, que no ame a la humanidad más que los atardeceres de primavera.

Empezó la primavera.

Rodrigo Rojas Vade, dañado

Rodrigo Rojas Vade debe dejar la Convención. Si no lo quiere hacer, ínstenlo sus cercanos. Si nadie lo convence, que lo saque el Ministerio público. Si este tampoco puede, legisle el Parlamento e invente una salida. Quítenle el sueldo. El problema no es que haya mentido. Es que fue elegido porque logró engañar a sus electores. Esta ha sido una sinvergüenzura que debe ser castigada para que nunca más un estafador se haga pasar por el representante de los estafados.

Pero el caso merece otra mirada. Hay en Rodrigo un daño similar al de gente inocente que podemos tener por dañina, sin serlo. Entre sus electores debe haber de todo, como ser personas honestas que vieron en el constituyente alguien que pelearía por sus justas causas. Deben estar indignados por la gravedad del fraude. Otros, igual o más dañados que Vade, votaron por un compañero de esa primera línea que destruyó el país y lo volvería hacer. En Chile hay daños muy profundos, males, violencias convertidas en muecas y tendones. ¿Qué vieron los y las jóvenes más sufridos en este personaje como para darle el voto en vez de votar por Eleonora Espinoza, su competidora, la derrotada? ¿Qué hay en sus corazones que convendría que sanaran?

Empero, no hay que ir muy lejos. Se da algo lúgubre en ellos que también se halla en muchos de nosotros. Pongo un ejemplo. Deploramos la violencia pero, ¿nos duele la violencia de las violaciones de derechos cometidas el año pasado? ¿Los ojos vaciados? La violencia mata por lado y lado. Esperemos que nunca más una primera línea destruya semáforos, iglesias y locales comerciales. Lo ocurrido en la Bonilla en Antofagasta, el atrio de los tribunales de Concepción, la Avenida Pedro Montt en Valparaíso y en la Plaza Baquedano, fue completamente irracional. Pero, ¿no se desató esta violencia también, en alguna medida, por culpa nuestra?

El día de mañana, como esperamos que ocurra, celebraremos la aprobación de una nueva constitución. Ese día nos felicitaremos. Nos atribuiremos la victoria. Olvidaremos poco a poco que sin estallido social el cambio no se habría producido o meteremos bisturí a la historia: aquí nosotros, los demócratas, y allí los violentos que logramos domeñar.

La hipocresía es la argamasa de la historia. La violencia, sigo con el tema, es una lacra. Pero hemos de reconocer que, debiendo serlo a priori, no siempre lo es a posteriori. Chile se ha abierto un espacio en la geografía con guerras. El sur arde porque el Estado quiso pacificar la Araucanía. El país exalta la violencia cuando le conviene, llega incluso a sacralizarla. El ícono de la reconciliación cínica en la historia de Chile es haber convertido a la Virgen –la mujer que hizo de Jesús un hombre manso, reconciliado consigo mismo- en la Patrona de las Fuerzas Armadas, tras la Batalla de Maipú. La Independencia se consiguió con las armas. Hoy los cañones se veneran.

Rojas Vade no puede representar a nadie en la Convención. Dé un paso al lado lo antes posible. Sáquenlo. Le quitó el cargo a alguien que compitió por él sin trapas. Pero, bajo otro respecto, no se debe olvidar que su daño como persona algo tiene que ver con jóvenes, muchos jóvenes, niños y pueblos víctimas de menosprecios, olvidos, usurpaciones, despojos, descalificaciones, y ahora último de cancelaciones y funas. La droga deteriora el país. Algo de estos daños también puede estarnos dañando a nosotros, los “buenos”, que vivimos en paz porque antes hubo quienes se ensuciaron las manos.

Se dirá que Rodrigo no merece misericordia, pero la necesita lo mismo que nosotros. Su “pecado” en algún grado, siquiera de un modo análogo, es el nuestro. Sin justicia ni compasión, la violencia tarde o temprano vuelve por sus fueros. Con justicia ponemos orden. El que la hace la paga. Que pague. Con misericordia nos redimimos unos a otros. La justicia, la misericordia, y la verdad y el diálogo que las hacen posibles, debieran ser los ladrillos de la refundación del país en que estamos embarcados.

Pido una última cosa, nada más: cuando veamos por la calle jóvenes en harapos negros, traspasados de alambres, rapados y amenazantes, no pensemos que son peores que nosotros. Nadie lo sabe.

Sin dolor, no seremos diferentes

Un grupo de terapeutas, psicólogos y psiquiatras, con la ayuda de los Radiodifusores de Chile (ARCHI), nos invitan a celebrar el “Día de la condolencia y el adiós” el 5 de septiembre a las 21,00. ¿Motivo? La Pandemia ha dejado un reguero de más de 40.000 muertos que merecen un recuerdo y una despedida. El lema que moviliza la actividad es “Que el dolor no sea indiferente”.

Me sumé. Grabé mi testimonio sobre Josse van der Rest, muerto de covid el 24 de julio de 2020, gran amigo. Todavía es posible entrar al portal y participar con una grabación de 30 segundos.

Me permito, además, dar a esta iniciativa otra vuelta de tuerca. Si me dejaran añadir un verso a aquella canción, sería este: “sin dolor, no seremos diferentes”. Pues creo y espero que tras la crisis política y sanitaria, pueda el país llegar a ser diferente, a diferenciarse de su pasado, a refundarse sobre los fundamentos de la mejor de las tradiciones. Esta consiste en hacer del dolor el principio epistémico del conocimiento que el pueblo de Chile necesita para avizorar juntos un futuro de mayor integración.

Hablamos del dolor de miles de familiares y amigos nuestros, del nuestro propio, que no nos deja dormir en paz. No pudimos despedir a nuestra gente. Tampoco pudieron ellas, ellos, decirnos unas últimas palabras de amor o de perdón. Nos los arrebataron para salvarlos. Las personas de la salud hicieron todo lo que pudieron, pero no pudieron. Se apagó la luz. Quedamos terriblemente solos. Fue como si nos hubieran arrancado un brazo de cuajo. Pero si “el domingo pasado habíamos almorzado juntos, copuchamos, nos reímos hasta la hora de la siesta”. Fue como un zarpazo. No hemos parado de llorar.

La convocatoria de los terapeutas y de la prensa es un acto de condolencia. Nos llaman a dolernos con el dolor de personas cercanas y lejanas. Pues el vecino, el tío, la prima, se hunde de pena. Es el sufrimiento del amor de todo un pueblo, el mismo que invocó días atrás Elisa Loncón en el aula de la Convención: “Quiero poner el énfasis en el poyewn, es el amor y es la base para poder entendernos, comprendernos, escucharnos”. El amor político, colectivo, nacional, expresado en memoriales como el de Vietnam en Washington, el del Museo de la Memoria acá en Chile, honra a los muertos que los países aman. Es preciso recordarlos, somatizar sus sufrimientos para comprender que la humanidad es una trama ceñida cuyo principal enemigo es el egoísmo.

Chile vive un momento extraordinariamente importante. Tenso, muy tenso, pero hermoso. No hay que aproblemarse mucho con la palabra fundacional. Depende del sentido que quiera dársele. Conviene ir a lo más hondo. La inauguración de la Asamblea Constitucional ha sido ocasión para desenterrar a nuestros pueblos. Los dábamos por muertos, como recordó José Luis Vásquez Chogue, selk’nam, hace algunos días en la misma aula de la Convención. En realidad, los matamos literaliter, despojándolos, negándolos y olvidándolos.

El dolor cumple una función epistémica. Sin dolor por los otros, los otros nos serán siempre desconocidos y amenazantes. Nos penarán como las ánimas que reclaman sin cesar descansar en nuestro corazón. Más de 40.000 fallecidos nos obligan a parar para avanzar.

El dolor nos hace diferentes. Es lo que urge: distinguirnos, para unirnos. Reconocer que cada uno cuenta, que es original e insustituible, para igualarnos en dignidad. Es la igualdad que hoy necesitamos conseguir, pues nadie merece ser un muerto más.

Acta del grupo Experiencia de Dios del Centro Teológico Manuel Larraín

Participan: Luis Hernán Errázuriz, Isabel Donoso, Samuel Yáñez, Carlos Schickendantz, Ana María Vicuña, Viola Espíndola, Jorge Costadoat, Sylvia Vega, Diego García.
La lectura de algunos fragmentos de Ernesto Sábato, ocasionados por la muerte de su hijo Jorge, propició una conversación exigente respecto de nuestra percepción de la muerte, particularmente en las circunstancias sanitarias actuales. En el caso de Sábato, los textos representan momentos distintos en la vida del escritor. En los textos más tempranos, la pérdida del hijo se traduce en una suerte de anonadamiento y de protesta hacia un Dios que permite dolores semejantes. Los textos posteriores, en cambio, muestran una conciencia que está reflexionando la proximidad de su propia muerte y un atisbo de esperanza al reconocer la presencia de Dios –aunque remoto y oculto- en pequeños signos que son “una pausa de amor entre la fuga de las cosas” (Cernuda). Cita a Simone Weil (“El sufrimiento es la superioridad del hombre frente a Dios. Fue necesaria la encarnación para que esa superioridad no resultara escandalosa”) y propone una perspectiva en la que, al mirar la vida en su conjunto como una totalidad, y desde la experiencia de saberse seres necesitados, se persiste en la búsqueda de indicios de una eternidad en que podamos recuperar el abrazo de quienes partieron y cuya ausencia nos había sumido en una tristeza tan sin remedio. Así pues, los textos posteriores de estas reflexiones de Sábato son las de quien se asume como moribundo, es decir, quien entiende su vida como proceso o tránsito en la fragilidad y también como proyecto, con mirada escatológica en el reencuentro futuro.
En los textos donde se acentúa la protesta del escritor, éste reclama a “los teólogos que escriben miles de páginas para justificar tu ausencia [de Dios]”. Este fragmento gatilló una parte de la conversación acerca del sentido del trabajo teológico. Sin embargo, y alterando el orden en que de hecho se produjeron las intervenciones, hubo un desafío al papel de los teólogos, no ya a una teología específica eventualmente errónea, sino a la teología en su conjunto como oficio, que pretende que la muerte es una experiencia que se puede solventar razonando (“… dando razón de la fe…”), sin advertir que se la acompaña desde dimensiones inefables como lo son el misterio y el milagro. En efecto, cuanto hemos vivido el último año y medio, nos ha enseñado a poner entre paréntesis la protesta en contra de un Dios que nos niega a nuestros seres queridos a cambio de la promesa hipotética de la recuperación futura de aquellos abrazos perdidos. En el conflicto que se ha declarado entre el amor y la muerte, la pandemia, que nos ha hecho descubrirnos como seres continua y progresivamente moribundos, desafía a la manera cómo vivimos nuestro hoy, mucho más perentorio que la esperanza de reencontrarnos en el futuro con quienes han partido. En efecto, es hoy día cuando la necesidad de quienes nos rodean interpela a decidir qué hacer, y no tan sólo qué esperar. Velar el sueño de una amiga que se está despidiendo paulatinamente; exponerse a la enfermedad al cuidar del hermano enfermo a quien los médicos no saben cómo diagnosticar y cuya recuperación los deja tan perplejos como su enfermedad, todas estas experiencias ineludibles parecieran superar las posibilidades de una fe entendida como un conjunto de juegos especulativos alrededor de una cierta axiomática. La pregunta y respuesta creyente es mucho más que una cuestión de buena o mala información. Es aprender a estar en el misterio y el milagro.
La defensa de la teología como posible compañera de camino se hizo en dos momentos: Primero, impugnar ciertas teologías específicas, como esas que gastan “miles de páginas en justificar el silencio de Dios”; y luego, proponer que el trabajo teológico sea un esfuerzo por ofrecer un sentido para nuestras experiencias, y no una manera de fugarse de ellas como manera de driblear los dolores de nuestra existencia.
En cuanto a lo primero, se advirtió que efectivamente existen teologías que o bien se desentienden de nuestra experiencia, o bien proponen para ella lecturas atroces. Particularmente, la del Dios retributivo y castigador, el Dios sádico que retiene para sí la atribución de ejecutar a su Hijo para venganza por los pecados del mundo. Este fragmento del obispo Bossuet (1627-1704) es muestra de una visión que no está enteramente erradicada y de la que poco, si algo, se puede esperar de bueno: “Era pues preciso, hermanos míos, que Él cayera con todos sus rayos contra su Hijo; y puesto que había puesto en Él todos nuestros pecados, debía poner también allí toda su justa venganza. Y lo hizo, cristianos, no dudemos de ello. Por eso el mismo profeta nos dice que, no contento con haberlo entregado a la voluntad de sus enemigos, Él mismo quiso ser de la partida y lo destrozó y azotó con los golpes de su mano omnipotente (…). Lo hizo, lo quiso hacer, se trata de un designio premeditado”. Prima hermana de esta teología perversa es aquella otra que pone en el inocente la culpa por su sufrimiento inmerecido e incomprensible. La crisis de los abusos cometidos por consagrados ha sido pródiga en ejemplos de esto, abusados enviados por su abusador al confesionario.
La tarea de una teología que haga bien al ser humano, toma distancia de esa imagen del Dios vengador cruento, y al hacerse cargo del reproche a su silencio, acentúa que el silencio ha sido más bien el de nuestra responsabilidad por la solicitud que le negamos a la necesidad de las hermanas y hermanos. La teología, entonces pues, no es una fuga de la experiencia sino un esfuerzo por resignificarla en clave de esperanza, y de traer al Dios trinitario al presente en la experiencia de la comunidad fraterna. Las meditaciones de Sábato –una especie de ateo místico-, una vez que dejan atrás la atendible protesta por la pérdida, tornan hacia una comprensión de lo humano como la reunión de las personas que se prestan apoyo mutuo en su fragilidad. No somos personas solas, yo soy yo-y-mis-seres-queridos, de ahí la importancia de la esperanza en el reencuentro futuro, sí, pero también la responsabilidad por el socorro mutuo en el tiempo presente, más allá incluso de la posibilidad que esto pueda ser dicho de modo inteligible en las palabras. Los ejemplos de abnegación que fueron mencionados (cuidar el descanso del moribundo), es pura donación sin cálculo, no es sólo esperar que se cumplan algún día las promesas, sino anticiparlas en las biografías que nos toca vivir a diario. La teología es consciente de la imposibilidad de decir lo inefable, pero de todos modos, siendo el lenguaje un medio de comunicación y vinculación, es una de las maneras en que se hace posible la experiencia comunitaria y compartida, y por eso la suya es una mediación que no se puede desestimar por completo. Queremos entender, para eso no debemos cancelar el recurso razonable a la razón. Pero en contrapartida ella debe ser consciente de sus propios límites y de los peligros de deformaciones y patologías.
Como una manera de conjurar teologías que hacen daño, se propuso que la teología tiene como reto acompañar la vida, mediar nuestras experiencias hasta el límite en que el lenguaje es capaz de decir, contribuir a la posibilidad de una espiritualidad en que conviven el decir y el sentir, y ayudar a mirar el futuro con una esperanza que no sea alienante. En ese sentido, la escatología ha de proponerse ser un humanismo puro. En cuanto a Dios, lejos de ser el padrastro severo y retributivo, recupera la experiencia del Dios papá / mamá, Dios amigo o, incluso en la poesía mística, el Dios amante. Todos estos son Dios, en relación con quien cualquier experiencia humana, por humilde o adversa que aparente ser, se eleva.

Gesta espiritual de un pueblo champurria

Champurria es un concepto de primera importancia, lamentablemente desconocido. Champurriado(a) es una persona en parte mapuche, en parte chilena. Esta identidad mixta se evidencia muchas veces en los apellidos.

Por esta misma razón, el o la champurria es una persona que tiene dos mundos. Es alguien en quien habitan dos culturas. De uno modo parecido a quienes han tenido la oportunidad de vivir en otros países y aprender una o más lenguas, él, ella, puede alcanzar una riqueza humana y espiritual superior.

Digo que puede, porque es común que en el alma champurria estos dos mundos existan separados, sin tocarse, sin amarse, ignorándose, negándose uno a otro. El o la champurria es mal mirado por “winca” o por “indio”, despreciado a veces por lado y lado. Como el resto de los mortales, estas personas se llevan a la tumba un conflicto interior que, de haberlo resuelto, habrían sido más felices. La falta de reconocimiento enferma. Han recibido una identidad cuyo desconocimiento se somatiza. Pero los y las champurrias son inocentes. Son víctimas de un “pecado” que no es su pecado como tampoco lo fue el de sus padres, que se amaron tanto que no les importó trasgredir los tabúes que les impedían conjugar aquellos mundos.

Sin embargo, cuando el o la champurria inicia un camino de liberación su newen se enciende. Ni el mar lo apaga. Mira por encima, mira desde abajo, amarra el cielo y la tierra, y se convierte en un weichafe capaz de ganar batallas e incluso la guerra contra sí mismo.

Pero es difícil ver y transitar el camino de la auto negación al auto reconocimiento. Es un trabajo titánico, penoso, muy lento. Suelen pasar años para que una persona se descubra mapuche y chileno a la vez, en una palabra, mestiza. Se hace necesario ver la negación y llamarla despojo centenario de sus tierras, aguas, plantas y animales. Y, pues, el corazón champurria que se indigna por estos despojos, que recuerda a sus abuelos y bisabuelos pisoteados, y remonta con orgullo su genealogía, no sabe de infartos. Su experiencia espiritual convierte las heridas en cicatrices, ya que puede perdonar sin dejar de luchar contra las injusticias.

El camino a la liberación del o la champurria conduce a la sanación de una enfermedad hereditaria. Esta cura requiere a veces la asistencia de otros, de machis que, a su vez, hayan enfermado y sanado por los buenos espíritus. En estos casos el o la machi hace de mistagogo que remedia con yerbas, pero que puede hacerlo también con relatos liberadores que ayudan a tomar conciencia de la inocencia.

Vayamos más lejos: el pueblo chileno es champurria. El champurria no está allí, sino aquí, en mí, en ti. Llevamos en el alma un daño de siglos que hemos aprendido a esconder a la vista de las otras naciones, y de nosotros mismos. El o la chilena es acomplejado. Mira hacia arriba y se vergüenza. Mira hacia abajo y menosprecia. Se ruboriza de haber sido víctima de blancos cuidadosos de seguir siéndolo. Es que en la escuela leyó los textos que le contaron la historia de los vencedores. Sus profesores, asimismo, le hicieron olvidar el mapudungún, le cortaron la lengua, pues el Ministerio mandaba enseñar mejor inglés.

Pero el futuro del país no depende del inglés ni del PIB. Hay algo más grande. El destino de los pueblos que integran este país será cosa de quienes abran el sendero que va de la agresión a la justicia y la reconciliación. Algo así nos diría la machi Adriana Paredes Pindatray. Según ella “tú no te puedes sanar si sigues siendo víctima pasiva de la usurpación. Es tan importante sanar en esta comprensión, de que sanar menos significa convertirse en opresor” (Elisa García, Zomo newen, Lom, 2017).

Pido perdón por adentrarme en el corazón mestizo sin haber pedido permiso. Lo hago porque hablo de gente que también a mí me despeja el camino por hacer. Adriana, con su testimonio de machi champurria, me pone en la huella de la salida.

¿Qué haremos con la sal?

¿Qué haremos con la sal? Es una de las respuestas que se da cuando alguno pregunta por el agua de mar que desalinizaremos. Según parece, desalinizar implica juntar la sal en alguna parte. Si se trata de tirar tuberías a ciudades grandes como Santiago para tener agua suficiente, la cantidad de sal que se acumule puede ser enorme.

El caso es que, después de la revuelta y la pandemia, la sequía puede convertirse en una tercera bestia del Apocalipsis, y quién sabe si seremos capaces de aguantar tantas penurias. La situación ya es terrible para especies que como los peumos y tantos animalitos que deben estar muriendo por doquier. Otros árboles, lo mismo. He visto vacas muertas cada doscientos metros en las serranías, caballos en los huesos. La sequía mata al norte chico desde hace décadas. También en otros lugares del país no se vive sin camiones aljibes.

El panorama es muy preocupante. La capital, que tiene una cuenca acuífera respetable, comienza a vivir de glaciares que se licúan uno tras otro. También cede el Echaurren. No llueve. No quiere llover.

¿Qué hacer? Supongo que el gobierno se mueve. Habrá preguntado al gobernador de California cómo han enfrentado este mismo problema. En Antofagasta las mineras sacan mucha agua de mar. La ciudad se abastece en más de un 80% con agua desalinizada. La ministra Schmidt de Medio Ambiente, tiempo atrás, nos dio un ejemplo muy de imitar. Es posible ducharse en menos de tres minutos. Conozco otro ejemplo. Hay un obispo que se ducha una vez a la semana. El resto, se lava las alitas en el lavatorio como solían hacerlo los europeos después de la guerra.

¿Qué se puede hacer? Que el gobierno haga lo suyo. Pero también los ciudadanos. Apelo a la ética y a la mística. Dejemos de lado las procesiones y rogativas al Padre eterno. Terminaríamos echándole solo a él la culpa, cruzados nosotros de brazos.

La mística ha de ser franciscana. La mística ecológica de nuestra época nos hace hoy amar el agua. Podríamos irnos a alguno de los cajones y quebradas de la pre cordillera que son una maravilla. Observar el agua correr, tomarla en las manos, olerla, beberla, lavarnos con ella la cara y agradecerla a la Pachamama. Amar el agua, preguntarles a nuestros pueblos originarios cómo se la ama. Nada habrá más importante. Amarla, gozar con ella.

El segundo paso, también franciscano, será cuidarla como lo hace la ministra y el obispo. ¿Dejar de regar el pasto? Probablemente sí. Pero antes de esto, cerrar bien las llaves, llenar la lavadora antes de echarla andar, enjuagar la tazas con lo justo y otras cosas más que dependerán de la circunstancia de vida en la que cada uno se encuentre.

Ética y mística: cuidado del agua para que alcance para las plantas, los animales, los insectos y los humanos. Y para la pura belleza. Porque el agua es linda. Punto. Mística, ética y estética.

¿Qué hacer con la sal? No sé.

La reforma litúrgica en camino

El Papa golpeó el tablero. El regreso a tiempos anteriores al Concilio debe terminar. La lefebvrización de la liturgia está quebrando la unidad de Iglesia. Si Sacrosactum concilium fue aprobada por 2.147 votos contra 4, hecha esta votación hoy la distancia podría ser menor.

Bajo un respecto, la decisión de Francisco lleva a preguntarse por las otras comunidades e iglesias cristianas. ¿Cómo ve la Ortodoxia la decisión del Papa? ¿Y la familia protestante? Los sectores ecuménicos, en general, la aplaudirán. Las mujeres la celebrarán. Dudo que vean con buenos ojos a sacerdotes que de nuevo les den la espalda y les hagan comulgar de rodillas.

Bajo el respecto teológico, el papa Francisco vela por la fe del Concilio Vaticano II porque ve comprometida la unidad de la Iglesia. El Papa, en los hechos, frena una interpretación del sacrificio de Cristo difícil de hallar en la praxis evangélica de Jesús. El cristianismo centrado en la cruz para el perdón de los pecados y, por ello, la eucaristía reducida a un sacrificio expiatorio, trastoca la historia de Jesús de haber sido crucificado por expresar el amor de Dios a todos sin exclusión. Gracias al mejor conocimiento que la Iglesia posconciliar tiene de los evangelios, sabemos que Jesús, en vez de obsesionado con el perdón de culpables, se desveló por curar a los inocentes.

El Papa golpeó la mesa. Pero, ¿no debió hacerlo todavía más fuerte? Francisco ha dado un paso, pero la versión sacerdotal del cristianismo acentuada los últimos mil años, y recién mitigada por el Vaticano II, está de vuelta. Juan Pablo II la reforzó. Pastores dabo vobis revirtió la reforma en la formación del clero de Optatam totius y la concepción del sacerdote de Presbyterorum ordinis.

La involución conciliar en esta materia ha consistido, en breve, en priorizar el servicio sacramental de los curas. El Vaticano II había subordinado este ministerio al de la evangelización. Francisco defiende el Concilio, pero no ha podido hacer más y aún tendrá que lidiar con enemigos conservadores que, desde el minuto dos, han entorpecido su gobierno.

Falta todavía mucho por des-sacerdotalizar en la Iglesia Católica.

Falta una convención constitucional en la Iglesia

La Convención constitucional mueve a pensar en algo parecido para la Iglesia Católica. Los acontecimientos son tan extraordinarios que hacen muy relevante que los católicos enciendan los motores y colaboren en una reedición política y cultural del país. Estimo que para que esta iglesia participe en esta gesta, bien pudiera tener lugar a una convención mediante una auto convocación. No veo necesario esperar a que sea promovida por la jerarquía eclesiástica.

Auto convocación, esta tendría que ser la modalidad. En ella pudiera participar cualquiera. Las actuales comunidades, de naturalezas muy distintas, pudieran activarse, mirarse unas a otras e iniciar conversaciones entre ellas y todo el que quiera, laicos u obispos. Podrían también crearse agrupaciones nuevas, lo más plurales posibles, ecuménicas, interreligiosas e interculturales, en las que la meditación, el diálogo, la publicidad y las publicaciones fueran la metodología.

Los medios para establecer la comunicación están. Internet ofrece hoy la posibilidad de abrir blogs y páginas web. Las comunidades y nuevas agrupaciones podrían crear los suyos para que la conversación sea lo más ancha posible. Con Twitter, Facebook y otros medios se podría avisar lo que se quiera compartir. No se está en cero. Actualmente hay iniciativas de este tipo. Existe Kairós, También somos Iglesia, Mujeres Iglesia y seguramente otras, además de iniciativas de personas individuales que difunden el Evangelio a su manera como ser Peregrinos.

El tema número uno debiera ser cómo conjugar el Evangelio con las inquietudes y necesidades de Chile. Bien pudieran las bienaventuranzas de Jesús animar, acompañar y dar voz, por ejemplo, a los familiares y amigos de los casi cuarenta mil compatriotas muertos a causa del Covid 19; a los funcionarios públicos, como quienes sirven a los reclusos(as) privados(as) de libertad, y otros más; a los campesinos que amanecen y se acuestan lamentando la terrible sequía. Una evangelización para estos tiempos verdaderamente revolucionarios debiera elucidar los contenidos de la Dignidad que se reclama y que se hace necesario estipular en una nueva constitución. El documento Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, hace más de cincuenta años, hizo de la Dignidad humana un concepto clave para el diálogo de la Iglesia con el mundo de hoy. Esta constitución apostólica está totalmente vigente. Lo que está faltando es hacerla jugar con los nuevos tiempos.

Este servicio hacia afuera exige, empero, una revisión hacia adentro. Los católicos necesitan conversar sobre cómo están viviendo su cristianismo. Las señales son extremadamente preocupantes. La desafección de los(as) bautizados(as) con la jerarquía eclesiástica, y la fuga, no tienen precedentes. Las causas son muchas. Las comunidades, las nuevas agrupaciones y los freelancers de auto convocados pudieran empezar por el tema que les parezca más relevante.

Otro asunto doméstico es hacer un examen de conciencia personal e institucional. La Iglesia en Chile tiene casi quinientos años. El cristianismo ha inspirado prácticas y testimonios profundamente humanos, pero también ha sido colonizador y religión de opresores. La Vicaría de la Solidaridad rescató seres humanos de las garras de agentes del Estado que se declaraban cristianos. Pero la Iglesia Católica trató a las religiones originarias como paganas. Sin humildad y sentido de arrepentimiento, la Iglesia puede trasmitir otras cosas, pero no el Evangelio.

Entre los procesos en curso más interesantes en Chile hoy está la emergencia de sujetos históricamente negados, y la aparición a la luz del sol de nuevas y antiguas injusticias. El país avanzaba al barranco con piloto automático. Despertó. Las tradiciones religiosas y culturales tienen ahora una oportunidad única para ayudar a discernir lo que ocurre, para sumarse a la reivindicación de las minorías y defender los valores que harán a los chilenos más humanos. Se necesita una auto convocación.

Loncón: transición de la negación al reconocimiento

Lo que ha ocurrido en la instalación de la Convención Constitucional tiene una importancia cultural de primer orden. No ha sucedido nada igual en casi 500 años de historia. Si la Corona les reconoció el carácter de pueblo a los mapuche, si no los absorbió, la República, para absorberlos, los negó. Los negó, les quitó sus tierras y los humilló sin medida. Les negó sus vidas. Ahora, en cambio, la elección de Elisa Loncón como presidenta de la Convención representa el reconocimiento de la dignidad de muchos grupos humanos, mujeres, LGBT, jóvenes y víctimas varias del neoliberalismo. De estos reconocimientos, el de los pueblos originarios es para Chile el más significativo.

La Corona y la Iglesia, durante los años que duró la Colonia, negaron a los indígenas el valor de sus religiones. Las consideraron paganas. ¿Tenían los indígenas un alma humana? Los teólogos dijeron que sí. Los reyes, en principio, basaron en esta sentencia la Conquista. Tuvo sentido, en consecuencia, evangelizarlos, enseñarles la religión que ellos creyeron era la mejor. Por entonces los mapuche, guerreando, consiguieron una Frontera. Hasta aquí ellos, desde aquí nosotros. Se consiguió la paz, pero no la integración.

A continuación, el Chile republicano, la República criolla y mestiza, nuevamente negó a los mapuche, y a otros pueblos originarios y sus territorios. Lo hizo con el sable, con reglas y escuadras. Les negó su lengua: castigó a los niños que en la escuela hablaran mapuzugún, aymara… En el estudio de la disciplina de Historia les impuso su historia, el relato de los vencedores, el de los que parecían superiores. Las iglesias cristianas, por su parte, vieron a los indígenas como paganos e idólatras, aunque no faltaron valiosas excepciones y en las últimas décadas se ha dado un descubrimiento notable de Dios en sus tradiciones y una defensa de sus creencias religiosas. Pero todo sumado, se negó a pueblos inocentes, y esta negación, por otra parte, despejó el terreno a su explotación.

Aún más, lo que ha terminado simbólicamente esta semana es la negación que hace de los(as) chilenos(as) un pueblo de acomplejados. En nuestro país grandes mayorías no quieren ser indígenas. Pero somos mezcla, lo dicen los estudios genéticos, y una simbiosis cultural centenaria. Hemos querido, y hecho ingentes esfuerzos, para que las otras naciones nos reconozcan como europeos. Pero no. No lo somos. Nos da vergüenza no serlo. Lo tapamos, lo ocultamos, y sin darnos cuenta nos negamos a nosotros mismos y vamos por el mundo imitando a los otros, alienados, sin alma, haciendo el ridículo.

La elección de Elisa Loncón simboliza, en términos religiosos, la redención de nuestro país. Se quiere que la gesta sea el comienzo de una nueva historia, como ella misma lo dijo. En adelante habremos de descubrir que éramos mucho más ricos de lo que imaginábamos. Que aquello que despreciábamos, el otro, debió ser un motivo de orgullo. Lo digo a modo de símbolo, porque en lo inmediato seguirá habitando en nosotros el arribista, el orgulloso de ser blanco o blanco cada vez menos. Lo más importante, sin embargo, es que se ha abierto una grieta en el dique. Por mi parte, espero que termine de ceder por completo y se desborden río abajo los deseos de liberación y de integración entre quienes nos hemos excluido, y se instale en nosotros, como se instaló la Convención, el fin de la desconfianza, el temor a los demás y el desamor.

No sabíamos lo principal. Los mapuche nos habían soñado. Loncón lo dijo en su extraordinario discurso de justicia y de paz: “Este sueño se hace realidad. Es posible, hermanos y hermanas, compañeros y compañeras, establecer una nueva relación entre el pueblo mapuche, las naciones originarias y todas las naciones que conforman este país”. Las suyas fueron palabras de integración. Debieran calar el corazón. Palabras de integración y reconciliación, sin rencor, porque “este sueño es un sueño de nuestros antepasados”. No sabíamos que, a pesar de todo, nos amaban y soñaban con nosotros.

Pilar solidario de carne y hueso

Escribo acerca de otro pilar solidario. No hablo de las pensiones. Hablo de personas. Tengo en mente gente que está en una edad en que toca hacerse cargo de los de arriba, de los de abajo, además de los que nos asaltan por los cuatro costados.

Pensemos en los padres y madres entre los cuarenta y los sesenta. En estos tiempos tremendos, ellos tienen que trabajar, cuidar la pega e ir tras los bonos. Deben, también, convencer a los niños que no pueden salir a la calle y, como si fuera poco, ayudarles a hacer las tareas en plataformas que no conocen. Es la mamá llenando el permiso de la Comisaría virtual porque tiene que llevar a un niño al hospital. El papá, preocupado de su madre encerrada en el hogar de ancianos. Hablo de quienes cargan con los enfermos del covid, cuando también ellos pueden contagiarse.

De ellos dependen otros, pero están muy cansados. El peso es excesivo y, para remate, han de lidiar con ellos mismos, con su propio carácter. Están cabreados. ¿Qué pueden hacer? Soñar con que vienen tiempos mejores. Sí, pero esto no basta.

En estos momentos al pilar solidario, a este de carne y hueso, no le queda más que aguantar. Es la hora del sacrificio máximo. Por lo mismo, esta gente no puede pasársela refunfuñando, echándole la culpa al gobierno, al clima o a cualquiera. Darían un mal ejemplo a sus críos. Al contrario, han de extraer del alma las gotas de alegría que les puedan quedar. Los hijos e hijas están al aguaite.

¿De dónde sacar fuerzas? Del instinto, obvio. Somos animales. El instinto de vida es poderoso, sirve invocarlo. El newen, la fuerza de que fuimos dotados por la naturaleza nos empodera y puede cosas increíbles.

Los otros también son una fuerza fundamental. Es difícil imaginar que podremos salir adelante solos. Necesitamos a los compadres, a las vecinas, a la comunidad parroquial, a los amigos de la barra brava, mientras más brava mejor.

Por último, la mayor de las fuerzas podremos sacarla del día de nuestro funeral. Desde la eternidad podremos contemplar cómo los demás hablan bien de nosotros, lo cual nos importará un rábano. Pues ese día recordaremos que nada fue más importante que el amor callado con que cumplimos con nuestro deber. Nadie hablará mal de nosotros, esto es seguro. Se dirá que nos gustaban las guatitas a la jardinera, que nunca hablamos mal de nadie, que nos enfurecía que nos sacaran los choros del canasto. Ojalá se nos recuerde con amor y humor. Sonreiremos.

Pero la verdadera alegría, esa que ese día nos hará reírnos de los llorones y lloronas que nos mirarán en el ataúd, consistirá en observar que ninguno de nuestros familiares y amigos sabrá nunca que, cuando parecíamos un pilar de cemento, éramos en realidad una caña hueca siempre a punto de quebrase. Desde este lado de la historia pareceremos muertos. Desde el otro, seguiremos insuflando esperanza a los que no dan más.

No sé si me explico. Hay sacrificios en silencio que hoy pueden tener una fuerza ilimitada, trascendente. ¿Me explico?

La educación ciudadana en la escuela

La reciente elección de constituyentes habrá de recordarse como uno de los hechos más importantes en los años de vida de Chile. Nadie puede asegurar que el resultado vaya a ser exitoso. Pero, vista la historia con un lente de gran angular, estamos en algo extraordinario.

Es necesario levantar la mirada, triunfar sobre los miedos y no quedar enredados en las escaramuzas, y en los espectáculos de los viejos políticos y los malos tratos de las nuevas generaciones. Porque, paréntesis, no es para nada claro que las nuevas vayan a ser mejores que las antiguas. Por esto mismo, creo que la escuela tiene en estos momentos una misión relevante.

La politización de la juventud merece un aplauso. Pero si no conduce a un perfeccionamiento de la democracia, preparémonos para otra cosa. Hace seis años se constató que más del 50% de los niños de octavo básico preferían una dictadura a la democracia. No saben lo que quieren.

Lo que está en curso es redemocratizar el país, además de una sanación honda de las heridas que han dejado demasiadas injusticias. Para que la nueva institucionalidad dure lo más posible, se requerirá hacer propios los valores fundamentales de la democracia y en esto la escuela tiene la primera responsabilidad. Se podría esperar que lo hiciera la familia. Pero esta en Chile es demasiado precaria. El 74.6% de los niños nace fuera del matrimonio.

¿Qué hacen hoy las escuelas a este propósito? La ley 20,911 de 2016 establece que todos los establecimientos educacionales deben impartir cursos de educación ciudadana. Unos establecimientos la imparten en los cursos de Historia, otras crean cursos optativos, talvez en algunas partes no se haga nada. Mal. ¿Qué hacen los profesores? Hay cuatro asuntos que me parecen fundamentales: ejercitar a los alumnos en argumentar, en practicar la toma decisiones en común, en caer en la cuenta de la dignidad de cada persona y en aprender a honrar la palabra.

La argumentación exige desarrollar un amor por la verdad. Los niños y niñas habituarse en buscar la verdad y encontrarla mediante el diálogo. La argumentación requiere, por lo mismo, llegar a poseer una posición propia, saber fundamentarla y defenderla. La verdad que demanda una convivencia política es una construcción colectiva. ¿No podrían los profesores ensayar con sus alumnos la redacción de la constitución del 2022? ¿La de su mismo colegio? Hablo de un juego evidentemente.

Es clave, por lo mismo, educar para impedir que unos le impongan a otros, aun por votación, sus modos de ver las cosas. En democracia todos sin exclusión merecen respecto de su dignidad. Si todos la merecen, todos la deben reconocer en los demás. Se mancilla la dignidad con odios, cancelaciones, bullying, insultos, funas y atropellos de los adversarios. Vi un día en una marcha por la Alameda a un papá instando a su hijo de unos diez años a que le sacara la madre a los carabineros. El niño se turbó. No volvió a ser el mismo. Seguro.

Por último, habrá que enseñar a honrar la palabra. Dice la constituyente Elisa Loncón: “con la palabra se puede construir la historia”. Con la palabra, creen los mapuche y los cristianos, Dios creó el mundo. La República muchas veces ha dado la palabra a los mapuche y no les ha cumplido. La Convención Constitucional será un auténtico parlamento en el que se parle y se escojan las palabras que amarren una nueva convivencia política.

Debo algunas ideas de esta columna a una conversación con alumnas y alumnos de tercero medio del liceo Juana Ross de Valparaíso, en su curso “Argumentación y participación en democracia”. Agradezco su corrección a mi sobrino Pedro, estudiante de segundo medio del Colegio San Ignacio en Santiago.

Voceros no, intérpretes sí

Hace un par de semanas atrás, en un programa televisivo, una periodista preguntó a Natalia Henríquez, de la Lista del Pueblo, cómo se veía tras ser elegida a la Convención Constitucional. Natalia, con humildad, contó su vértigo por habérsele dado el mayor de los poderes políticos. Sabiéndose parte de los 155, dijo: “Vamos a tener que hacer algo muy responsable con esto que está sucediendo para que suceda bien…”. Me conmovió. Su actitud es la de una intérprete de un país y no la de una vocera de la gente que la eligió ni la de su propia lista.

La vocería es un servicio muy respetable, nada fácil de desempeñar. Exige reproducir exactamente lo que la autoridad superior, sea personal o colectiva, le encargue. A los voceros se pide habilidad para entender el problema en cuestión y comunicarlo a otros con máxima fidelidad y convicción. El vocero debe defender a su representado a rajatabla. No debe movérsele un músculo si le preguntan algo como ser: “y usted qué piensa”.

Pienso que nuestros representantes en la Convención Constitucional debieran ser intérpretes y no voceros. Su misión es ser interpres populi y no hacer de niños de los mandados de ninguna de las listas del último plebiscito, de los partidos, de los empresarios o de las iglesias. De nada.

La actitud de Natalia hace de brújula. Ella se sabe intérprete del pueblo chileno en su conjunto, de ricos y pobres, de jóvenes y viejos, de mujeres y varones. Ella y los demás constituyentes son nuestros representantes, “nuestros”. En ellos, independientemente de su origen político o de sus causas, hemos puesta nuestra esperanza. Necesitamos que desempeñen su misión como auscultadores de un sentir y un pensar ciudadanos, de reclamaciones plurales, de tal modo que los capítulos, artículos e incisos del nuevo texto faciliten una convivencia nacional justa y pacífica.

El intérprete es un creador. Es un pequeño dios. Nadie le puede pedir cuentas de lo que solo puede realizar con suma libertad. Debe responder por su trabajo al país entero, pero del ejercicio por sí y ante sí de la facultad que se le ha dado para pensar, para dialogar, para informarse debidamente y para fundamentar. Nuestros representantes no debieran entrar a las dependencias de edificio del congreso mirando al suelo o hacia los lados, sino con la frente ligeramente en alto, pero no demasiado, no tanto como para creerse iluminados que no tengan que recurrir a la voz experta de los economistas, educadores, sociólogos, ingenieros, filósofos, los constitucionalistas y los demás científicos que se van a requerir. No importa que no conozcan la mayoría de los temas. Hoy, menos que nunca, alguien sabe de todo. Si nuestros representantes ignoran, que aprendan lo más que puedan. Pero la dignidad del cargo estriba en obedecer solo a su conciencia.

Este será el penúltimo paso. El último consistirá en que cada representante acepte el resultado del plebiscito de salida, aunque el texto de la nueva constitución no le guste mucho. La obediencia en conciencia le exigirá honrar las reglas del juego democrático. Pues lo que está en ciernes es la creación de una institucionalidad que exprese y custodie la toma de conciencia colectiva del país que queremos.

Cristianos en la Convención constituyente

Muchos tienen pesadillas. El mío fue un sueño. Soñé que Jesús subía al cerro Ñielol, en Temuco, y comenzaba a llamar constituyentes.

“Felices las matronas, porque ustedes ayudarán a parir gente nueva”.

“Felices los buzos, porque nos contarán qué maravillas hay en los fondos marinos y dirán cómo defenderlas”.

“Felices las trabajadoras sociales, porque yo tengo una hermana que es trabajadora social y me consta que ellas reparan gente destartalada”.

“Felices los actores, porque al Padre Eterno le gusta mucho el teatro”.

“Felices las diseñadoras, porque mi madre con los años se ha puesto pretenciosa y quiere un vestido nuevo”.

“Felices los ajedrecistas, porque el país necesitará nuevos estrategas”.

“Felices las dentistas, porque los discípulos del Reino de los cielos tienen las muelas picadas”.

“Felices los mecánicos, las parvularias, los contadores, las machi y los empresarios, sí, también los empresarios, porque ninguna, ninguno puede ser vetado, porque cada cual cuenta y tiene mucho que aportar”.

“Bienaventurados ustedes cuando los miren en menos, les pidan cartones universitarios, títulos de dominio, informes del Dicom, pasaportes verdes, papel de antecedentes, visas a prueba de inmigrantes, ojos azules y colmillos blancos. Felices, porque así persiguieron a los profetas y a las madres de los profetas”.

No bromeo. Sí, pero no. El triunfo de los independientes con y sin apellido en las elecciones de los días 15 y 16 de mayo es magnífico, tiene un talante evangélico indesmentible. Es esta una oportunidad única para resetear a Chile de acuerdo a las bienaventuranzas de Jesús.

Pero, cuidado. La intolerancia religiosa en tiempos apocalípticos acecha tanto como los populismos. ¿Bastarán las bienaventuranzas? Así como así, no. Si inspirados en ellas los cristianos se sienten eximidos de articular fe y razón, serán un estorbo. Para los cristianos la fe y razón cohabitan una en la otra. No hay fe que pueda ser irracional, ni la razón que pueda cerrarse a las convicciones trascendentes. Pues también los demás seres humanos están a la altura de sí mismos cuando, en aras de una convivencia con sus congéneres, articulan sus convicciones más profundas con las ideas, palabras y acciones que las hacen operativas.

Por lo mismo, los cristianos deben tener muy en cuenta que quienes no son cristianos pueden argumentar mejor que ellos. Nuestro cristianismo, por cierto, ha sido de baja ley. “¿Es Chile un país católico”?, titulaba Hurtado uno de sus libros para picanear a la oligarquía, gran responsable de la pobreza y la desigualdad de los años cuarenta. Hoy, gracias Dios, salimos de la cristiandad. No queremos un país católico, preferimos uno pluralista y plurinacional. Uno en el que las distintas tradiciones culturales, religiosas y filosóficas converjan y dialoguen en pos de la justicia y de la paz.

La Constituyente será ocasión para que los cristianos, y para que todos, ensayen modos de relación respetuosos, afectuosos. Será una oportunidad para que se oigan las voces de los expertos en derecho constitucional, en economía, en educación y otras ciencias, en vez de doblegarse ante los gritones y las lloronas, ante los funeros que los esperarán a la salida de las sesiones para insultarlos, y se preste oídos especialmente a los latidos de los más humildes de nuestros representantes. Estos mismos modos de relación entre personas muy distintas y nuevos métodos para tomar decisiones entre ellas, debieran proyectarse y plasmarse en una nueva normativa constitucional.

Si se me permite hacer mis peticiones personales, quiero una institucionalidad más democrática, más ágil, más operativa. No me asusta que en las aulas haya discusiones subidas de tono. Es seguro que las habrá. La cosa no será fácil. Nadie puede asegurar que este mega experimento de civilidad vaya a resultar. Espero, en todo caso, que haya también peticiones de perdón y perdón. Me gustaría que la constitución de 2022 favorezca la creación de partidos nuevos, pues sin partidos no hay democracia. Creo que urge revisar la función del Estado. ¿No podría constituirse en un agente económico entre otros agentes, los privados ciertamente? Bien parece que, además de garantizar derechos sociales, el Estado tendría que ofrecer a la empresa privada un vigoroso respaldo jurídico, además de otros estímulos, para que genere mayor prosperidad.

Anoche, en sueños, se me apareció de nuevo Jesús y me dijo: “no andamos lejos del Reino de los cielos”. Le acompañaba María, su madre, y Chopito su gato, las funámbulas de la plaza Brasil, poetas de cunetas, el joven Zamudio, víctimas de feminicidios, el tony Caluga, un obispo desorientado, Lautaro y el enano Buonanotte. Los sueños son así, son raros los sueños.

Vamos ganando, no hay que aflojar

Salió del aula de votación. “Listo”, me dijo. “Que gane su candidato”, le respondí. “Que gane el país, mejor”, me dijo. Era un inmigrante peruano avecindado en Chile. Me emocioné.

Este domingo, muy temprano, me llegó un video. Quilapayún y muchas otras personas cantaban, sonreían y auguraban el triunfo de una Nueva Constitución. De pavimento cultural ponían a nuestros poetas: Neruda, la Violeta, Nicanor, la Mistral, el aristócrata Huidobro y, entre ellos, a Eduardo Carrasco, poeta de cuneta como tantos de nosotros los Carrasco.

¿Presintieron los participantes en este video lo que ocurriría con las votaciones de este fin de semana? No sé. Algo hay de común entre una cosa y otra que no logro precisar.

¿Qué está en juego con la Constituyente? Hago una apuesta. Apuesto en favor del amor político que nos une como país. La unidad está en peligro. Es cierto. Pero sería más peligroso que la unidad fuera mantenida a la fuerza y de una vez para siempre. Los tiempos cambian. Las formas que nos reúnen deben cambiar.

Es verdad que el país se parece a esas carretelas de los feriantes que acumulan cajones sobre cajones a una altura increíble, se cimbran y nadie entiende cómo un ser humano puede cargar con tanto peso. De la revuelta social hasta ahora hemos avanzado. No podemos desfallecer. El que afloja pierde.

El asunto en cuestión es algo nuevo. Comenzó con la decisión de incluir a los pueblos originarios y exigir paridad para las mujeres en la Convención Constituyente. Este mero hecho indica en la mejor de las direcciones: somos miles, quizás millones, quienes queremos una unidad en la pluralidad o, dicho en términos dinámicos, una diversidad que aspire a una integración sin exclusiones. Este puede ser un nuevo nombre para el amor. Hasta ahora hemos tenido una unidad nacional que no podemos despreciar tan fácilmente. Las unidades políticas –y muchas otras- son siempre un poco o muy forzadas. La Constitución del 2022 también lo será en más de algo, es inevitable. El caso es que cambiaremos la constitución actual.

Está claro que no todos queremos lo mismo. Nuestra democracia formal siempre ha carecido de suficiente humus democrático. La defensa de los privilegios sociales de la oligarquía ha sido una tenaz enemiga. También lo han sido las fuerzas extremistas, y desde hace un tiempo las anárquicas, que desconocen el valor de la tradición.

En adelante los peores enemigos del proceso en curso seguirán siendo las fuerzas tradicionalistas de derecha e izquierda que no capten la ventaja de una organización política nueva de la convivencia, y pujen por mantener las cláusulas de la constitución del ochenta tal cual o por barrer todos sus artículos. No saben que la tradición y el tradicionalismo son antónimos. Pues una cosa es traspasar el país a las siguientes generaciones, entregárselos, hacer tradición del mismo, y otra el tradicionalismo de no querer cambiar por miedo o por intereses inconfesables. Un país fiel a su tradición se cultiva a sí mismo mediante interpretaciones incesantes de su genio histórico. La mirada tradicionalista, por el contrario, no ve las diferencias, la irrupción de lo desconocido, y avanza con marcha atrás.

¿Ganamos en las elecciones? Unos sí, otros no. Lo que importa es que ganó el país. Falta mucho todavía, es cierto. Será necesario esforzarse. Possunt quia posse videntur, decían los antiguos: “pueden, porque les parece que pueden”. Lo sé por experiencia. Años atrás vi cruzar la Alameda y entrar por Cienfuegos, mi calle, a dos hombres empujando una carretela con enorme esfuerzo. Uno empujaba desde atrás y daba las instrucciones. El que lo hacía desde adelante, a pies pelados y con el fierro del carro en el pecho, era ciego. Sí, ciego. No veía, pero él y su compañero sabían dónde querían llegar.

Me gustaría que se hiciera una pequeña innovación en la Constitución del 2022. En uno de los incisos pudiera reconocerse tres cupos en el nuevo Parlamento. Uno para una peruana, uno para Quilapayún y uno para una feriante. No es una propuesta paritaria-paritaria, pero señala por dónde seguir.

La fuerza política de la alegría

“Nuestra alegría es la alegría de la gente que viene a buscar su almuerzo”, me decía una mujer que servía en una olla común. No quiero sacarme estas palabras de la cabeza. Me orientan. Esa y las demás mujeres que han levantado ollas, se alzan cada día con la ilusión de dar de comer a los hambrientos. La alegría de poder amar más, las moviliza. Ellas edifican la polis calladamente.

El canto “La alegría ya viene” derrotó a la franja televisiva del SÍ años atrás. Entonces la importancia política de la alegría fue enorme. La campaña aterradora del gobierno de Augusto Pinochet no pudo contra el sueño de un país libre y celoso de los derechos humanos. Esa no era una alegría muy pura. Ninguna lo es del todo. Hubo enemigos del régimen que le refregaron en la cara el fracaso a los perdedores.

Tenemos por delante la Convención constitucional. Será inevitable que, votación tras votación, sus integrantes no gocen con los triunfos sobre sus adversarios. Ojalá no se rían de ellos. Así podrán facilitar que el último día, cuando hayan terminado las sesiones y entreguen su trabajo a la deliberación de la ciudadanía, la alegría embargue al pleno de los convocados. En el plebiscito de salida todos debiéramos declararnos ganadores. ¿No podemos ya imaginar que ese día lo celebremos con un asado y sin mascarillas?

La Convención constituyente será animada por diversos espíritus, en pugna unos con otros. Espero que el primer día de labores los constituyentes se persignen en nombre de la alegría e invoquen su poder para todas las sesiones. Me gustaría que prime en nuestros representantes una alegría superior, una que meses después nos haga sonreír a unos y a otros.

A los constituyentes les podemos pedir que escruten la esperanza de los oprimidos: pueblos originarios y mujeres, sin olvidar a quienes fuera del aula no tendrán representantes. A ellos y ellas les pediría que en cuenta las palabras de Jesús: “alégrense, porque de los oprimidos es el reino de los cielos”. No debiera haber celebración alguna si las legítimas aspiraciones políticas de los últimos no son consideradas en primer lugar. Por esta puerta podrá entrar la clase empresarial, sin la cual el país no irá muy lejos, y los ricos por qué no.

La contribución de quienes estaremos fuera del aula será igualmente importante. Los demás por parejo tendremos la obligación de generar buena onda. Es de esperar que entre los constituyentes y nosotros fluya una conversación inteligente. Nada podrá ser peor que a nuestros representantes se les suba la cerveza a la cabeza, se crean poseídos por el Espíritu Santo y prescindan del sentir y del pensar de sus representados.

De los medios de comunicación esperamos mucho. Ellos, en una sociedad regida por una democracia representativa, tienen la tarea de mediar esta conversación política. Si no lo hacen ellos, lo harán las redes sociales. Ojo. No hay democracia sin prensa libre y de calidad. Es deseable que nuestro periodismo esté a la altura. Que en vez de dar mucha cámara y micrófonos a personajes nefastos, lo den a la gente capaz de defender sus ideas. Necesitamos argumentos. Las amenazas, las groserías, los ninguneos, los espectáculos, los ataques ad personam no aportan absolutamente nada.

La educación tendrá una oportunidad única para engendrar ciudadanos. Los padres y apoderados bien pudieran entusiasmar a los niños con lo que ocurrirá. El país necesita una cultura democrática. Sin demócratas, no hay democracia. La escuela también tendrá su hora. Dificulto que haya un mejor momento para educar a los alumnos en el valor del pensamiento, del propio y del ajeno, y de los sentimientos que impulsan a los demás, pues así se aprende a no atropellarlos.

A la Constituyente no puede pedírsele que solucione todos los problemas que se le han acumulado a Chile. La mayoría de estos quedarán en tabla para la legislatura ordinaria. Ella, y nosotros, tendremos la oportunidad de alegrarnos de constituir un laboratorio de civilidad y ensayar una autopoesis política, diría talvez el biólogo Humberto Maturana.

Más democracia, más periodismo

Dudo, creo que es imposible, que haya democracia sin medios de comunicación adecuados, sin prensa, sin periodistas profesionales. No veo cómo tenga futuro un cambio constitucional que perfeccione la operación de la política y la democracia formal, si no se riega la cultura democrática y no se desbrozan vías de generación de verdad, de diálogo y de crítica.

Es el momento de plantearse el tema. El período constituyente que se abre, esta magnífica oportunidad de hablar de todo, debiera dar lugar a un debate sobre la responsabilidad estatal en mejorar la comunicación entre las autoridades políticas y la ciudadanía, y entre los mismos ciudadanos. Si consideramos que esta comunicación es esencial, las fuentes noticiosas debieran ser, más que fiscalizadas, fomentadas con una legislación y un financiamiento que las haga posibles.

¿Por qué lo digo? Mi impresión es que el servicio es deficiente y no mejora, aunque hay excepciones. Juzgo por los noticieros de televisión, que son talvez los que más informan a la gente. Radio escucho poco. Lo diarios están cargados a un lado. Los portales electrónicos emparejan la cancha, pero no son suficientes. Una prensa deficitaria, pienso, suele contaminar el diálogo entre los políticos y de estos con el resto del país. La falta de periodismo, un periodismo hecho a toda carrera, obligado a rellenar con entrevistas mediocres, acostumbrado a inflar el perro con largos reportajes, sensacionalista, intoxica la mente, el corazón de las personas y enrarece el debate. Creo que una buena prensa, en cambio, puede elevar considerablemente el nivel del trato, vehicular acuerdos y facilitar la cordialidad que un país necesita para avanzar unido.

La democracia requiere para operar una cultura democrática. ¿Quién puede esperar uvas de una parra sin raíces? Si en China se quisiera imponer la democracia seguramente el intento acabaría en un desastre. Su cultura política es distinta de la nuestra. Un tal intento terminaría mal como mal puede terminar nuestro país si no cuida su humus democrático.

El periodismo es un arte. Es verdad que hay un periodismo meramente artesanal, que no se lo puede despreciar. Pero el periodismo es una profesión. Es una disciplina científica, se estudia en las universidades. Las carreras que lo imparten suelen completar o enriquecer la formación de los estudiantes, les hacen crecer en valores como el amor a la verdad, la justicia en las opiniones que se dan, la dignificación a los pobres, la solidaridad, la búsqueda del bien común, además de adiestrarlas en el uso de tecnologías de la comunicación. Esta competencia rara vez se encuentra en las redes sociales. Twitter, Facebook, etcétera, a la hora de informar, a veces ayudan, pero también desorientan, engañan y pudren. No son confiables. Estas redes juegan a la democracia directa, que en algún grado tampoco se puede despreciar, pero lo hacen socavando la democracia representativa, la de los partidos, aquella a la que los periodistas le ponen micrófono y le exigen estar a la altura.

Vuelvo sobre el punto: es altamente conveniente que en la nueva constitución quede asegurado que el Estado se hará responsable de que el país cuente con un sistema de medios de comunicación acorde con la democracia que se necesita fortificar. Pues por otra parte, allí están, a la vuelta de las esquina, los súper ricos ávidos de monopolizar la construcción de la realidad. A la legislación ordinaria se podría pedir, por ejemplo, que garantice la existencia de algunos canales, radios y periódicos nacionales, y que algunos noticieros emitan en los mismos horarios de manera que la ciudanía sea presionada a informarse para que se haga cargo del país responsablemente. En Italia hay una RAI de televisión más de izquierda y otra más de derecha. No se diga que es imposible organizar el pluralismo. Se puede.

Sé que pongo ejemplos que pueden no servir. Me meto en un campo que no conozco. De lo que estoy convencido, es que no hay democracia sin demócratas. Estos se forman en la casa, en la escuela, y gracias a los periodistas también.

Retorno a las cavernas

La pandemia ha terminado por hacer entrever la posibilidad de una regresión a lo fundamental. Es cosa de pensar en la gente que ha vuelto a la pobreza, al pan y un poco más. Esta involución, penosa por una parte, puede ser también ocasión para progresar en humanidad. El acabo mundi que asoma a veces en el horizonte por la actual catástrofe y otras, puede ser conjurado por un amor mundi, a saber, por una nueva versión de amor de la humanidad consigo misma y con los demás seres.

En la pandemia se han evidenciado más claramente tendencias que hace rato predominan en el mundo actual. Menciono dos. Una tendencia, a la luz de esta frenada brutal de la actividad ordinaria, es la de la aceleración general de la vida. Nos hemos dado cuenta que vivíamos apurados. Pero, apenas cedan los confinamientos volveremos a la carrera por no quedarnos atrás, por ganarle a otros, a competidores. La competencia económica internacional y local apremia todos ámbitos, los de la industria de la guerra, de la producción científica y de las relaciones humanas. Necesitamos velocidad, necesitaremos todavía más. Con Internet 5G venceremos a muchos. Pero la técnica, que por una parte nos permite ganarle horas, minutos, segundos a los demás, se muerde la cola. Es un medio transformado en un fin. Ayudará a correr más rápido, pera a ninguna parte.

Otra tendencia: la misma técnica, que tanto nos ha ayudado a conocer los códigos secretos del universo material, psíquico y social, nos hace progresivamente más incultos. Aparentemente estamos en la sociedad del conocimiento. En realidad, somos cada vez más ignorantes. En la misma medida que aumentan los conocimientos, lo hace nuestra ignorancia. Ahora ya no sabemos controlar una infinidad de fenómenos originados por una multiplicidad de causas. Ya ningún experto tiene una palabra irrebatible ni siquiera en su área de conocimientos. Hemos entrado en una época desconocida. Habremos de avanzar a tientas, orientándonos unos a otros.

Hoy mismo no debiera extrañarnos que las instituciones, desde la familia a la ONU, desde los estados a las iglesias, se vean estresadas, incapaces de responder a las expectativas que las personas se hacen de ellas. La política, por ejemplo, difícilmente se tiene en pie. Le exigimos que se haga cargo nuestro en su conjunto, siendo que los políticos patinan al abordar problemas complejos. Un futuro posible, que no constituye futuro alguno, es desembocar en populismos y dictaduras. Las instituciones religiosas para sobrevivir, otro ejemplo, fácilmente caerán en la tentación de ofrecer instrumentos para una fuga mundi. Retornará el miedo, los dioses serán desempolvados. No faltarán agoreros apocalípticos repartiendo panfletos en las plazas.

¿Cómo viviremos tras la pandemia en tiempos de mayor ignorancia y aceleración de todos los procesos? La imagen de las cavernas es útil porque nos hace recordar épocas en que vivíamos en un mundo muy difícil de descifrar en sus componentes y hostil. En aquel entonces vivíamos al nivel de lo fundamental: la familia, la comida y, de vez en cuando, pintando ciervos en las rocas y los niños en todas partes. Esta experiencia quedó archivada en nuestro ADN. La activaremos en la medida que la vida, ahora para la humanidad completa, se haga precaria, insegura, peligrosa.

Sin embargo, esto no quiere decir que el porvenir deba a ser peor. Hasta ahora la vida ha sido muy mala para inmensas mayorías. Desde ahora lo será, bajo un respecto, para todos. Pero, bajo otro, podrá ser mejor si volvemos a lo esencial, a aquello que no puede faltar, si localizamos a la técnica en el lugar que le corresponde y si entendemos que el crecimiento, el verdadero crecimiento, ocurre cuando compartimos.

El retorno a lo fundamental, evidente en el caso de los pobres que en el último año vuelven al mero pan, nos hará meternos en la cueva para protegernos de un mundo amenazante, pero también será ocasión para compartir el fuego, comer lo suficiente y conversar. La pandemia nos ha forzado a hacerlo. Pero, no nos ha impedido un amor mundi, amarnos, acompañarnos y cuidarnos.

Un asunto decisivo será elaborar una “paideia” (educación) que capacite a niños y adolescentes para aprender a aprender. Ellos debieran saber reconocer lo fundamental y a llevar a la espalda a los demás. Así lo hacíamos en el Paleolítico. Los niños tendrían que ser adiestrados en la capacidad de tomar decisiones, de elegir rápido y bien, de trabajar con los demás, pues habrá que juntar fuerzas para cazar en manada, y gozar con poco, aunque lo más posible. Será preciso adiestrarse en la resiliencia. Pues los resilentes, aun siendo cavernarios, lamiéndose las heridas de los felinos salieron adelante y saldrán una vez más.

Los Ricos roban, el Pueblo recupera

¿Conviene dictar una ley que obligue a los súper ricos a pagar un impuesto especial para financiar la superación de la pandemia? Por supuesto que sí, siempre que se lo haga de acuerdo a estudios expertos que, como sabemos, deben quedar entregados al escrutinio político.

“Los Ricos roban, el Pueblo recupera”. Este grafiti, entre tantos otros de la revuelta social de 2019, ha sido el más inquietante de todos. Dudo que lo hayan borrado de las paredes de la Alameda. ¿Roban los ricos? Algunos. ¿Recupera el Pueblo? A veces. Pero, si los ricos roban mucho, si acumulan cada vez más, y el Pueblo recupera robando a los ricos y a cualquiera que se le cruce por el camino, en la misma medida que se acentúan estas tendencias, la violencia pasa de la potencia al acto. En esto estamos.

La superación del problema es compleja. En la historia de la humanidad ha habido sistemas económicos muy distintos. Los pueblos originarios, los mapuche, por ejemplo, no acaparan. En algunos pueblos, he sabido, quien acapara es castigado. Pero nuestro país se rige por un sistema económico distinto y, en lo inmediato, a no ser que alguien pruebe lo contrario, es impensable que la acumulación deje de ser, luego de la fuerza laboral, la segunda rueda de la bicicleta de la economía. Así las cosas, en principio, la concentración de la riqueza es éticamente inatacable. Atacar a los ricos, querer quitarles lo que ganaron, dejado a aparte lo que hayan podido robar, cosa que debieran juzgarla los tribunales, es indebido. La acumulación es necesaria, sea que la haga el Estado, las empresas o las personas individuales.

Pero un sistema económico de acumulación solo puede ser ético cuando es al mismo tiempo un sistema de devolución. Cara y sello. La creación de riqueza es una gesta colectiva. En la mega-empresa que constituye la sociedad bajo el respecto económico, cada uno hace su aporte y quienes no pueden hacer nada, sea por la razón que sea, deben ser asumidos como seres humanos que, precisamente por tratarse de un peso que se carga gratuitamente, merecen que el país se responsabilice de ellos. Responsabilidad por todos, no solo de los que nos convienen, es el nombre de la moral. Pues, en última instancia, un sistema económico es legítimo cuando fomenta y respeta la dignidad humana. Esta opera como un reconocimiento al valor trascendente a las personas. En esto radica la legitimidad de los impuestos.

Todo sumado, pienso que la devolución, que es un deber personal, debiera serlo además legal. Los ricos que no devuelven se irán al infierno, diría Jesús (Mt 19, 23 -30). Pero lo que está en discusión en el país es un asunto estructural. Un sistema económico que respeta el derecho a la propiedad privada, que necesita que esta se capitalice para generar empresas y trabajo, debe tener como fin último y principal dar a los ciudadanos lo más que se pueda.

Vuelvo a la verdad y justicia que pudiera tener aquel grafiti. Ha de tenerse en cuenta que el egoísmo estructural de Chile tiene y tendrá consecuencias fatales para todos por parejo. Cito a Joseph Stiglitz (Nobel de economía 2001): “Los miembros del 1 por ciento más rico poseen las mejores casas, los mejores colegios, los mejores médicos y las mejores formas de vida, pero hay una cosa que no parece que el dinero pueda comprar: saber que su suerte está unida a las condiciones de vida del 99 por ciento restante. Es algo que, a lo largo de toda la historia, el 1 por ciento ha acabado siempre por comprender. Pero demasiado tarde” (La gran brecha, 2015, 115)

Sobre los impuestos a los súper ricos, tema en tabla, cito a Thomas Pikety: “El sistema tributario de una sociedad justa debería estar basado en tres grandes impuestos progresivos: un impuesto anual progresivo sobre la propiedad, un impuesto progresivo sobre las herencias y un impuesto progresivo sobre la renta” (Capital e ideología, 2019, 1162).

Con esto termino: para que el sistema de acumulación que rige en Chile cumpla con su razón de ser, y para que ayude a superar la desigualdad que ha causado, tendría que constituir al mismo tiempo un sistema de devolución. No se trata de establecer ahora un impuesto a los súper ricos por una sola vez ya que es preciso conseguir los recursos para superar la pandemia. Tendrían que ser tributos permanentes.

Con esto sí que termino: dicen que el impuesto a la riqueza es poco práctico porque los ricos se llevan su dinero fuera del país. ¿Qué piensan los economistas? Si además de poco práctico ello causara un daño a la economía, habría que olvidarse del tema.

¿Y ellos, los súper ricos, qué opinan? ¿Qué opinan de otros súper ricos que fuera de Chile proponen un impuesto de esta naturaleza? Y, ¿cuál es su postura ante el parecer de la ONU que, en las circunstancias catastróficas en que estamos, solicita un tributo solidario?

Cota mil

El 25 de octubre de 2021 la ciudadanía aprobó por una enorme mayoría la realización de un plebiscito en orden a redactar una nueva constitución. Un tema encendió las alarmas: en las comunas de Barnechea, Vitacura y Las Condes ganó el Rechazo. En ellas viven las personas que advirtieron a los demás el descalabro que se produciría en el país de haber ganado la opción contraria. No hubo descalabro. Comenzaron los preparativos a una constituyente que encausará racional y democráticamente la masiva y airada protesta social. ¿Fue un truco fallido este vaticinio? No lo creo.

Debo matizar lo que digo. En estos mismos sectores de Santiago hubo mucha gente que votó Apruebo. Además, las personas que allí votaron Rechazo seguramente lo hicieron de buena fe, creyendo que el peligro era real.

Estimo que tanto o más grave que la violencia política desencadenada a partir de 2019, la de la Araucanía y la de los viernes en la Plaza Baquedano u otros lugares, es la distancia epistemológica de la Cota Mil con el resto del país. La epistemología tiene que ver con el lugar donde se produce el conocimiento. Lo peligroso en este caso, es que estos barrios son el lugar epistemológico en el cual se toman las principales decisiones de Chile, a saber, aquel donde y desde donde se maneja la economía y se gobierna el país. Allí la elite conversa y se forma una opinión sobre lo que ocurre en resto de las otras comunas.

¿Azuzo con lo que digo la lucha de clases? Todo lo contrario. Es que no sé cómo desmantelar una bomba de tiempo más que avisando el peligro. Porque el peligro existe, aunque es otro.

Es más. La situación es explosiva porque tal conocimiento distorsionado de la realidad constituye, aunque sea inconscientemente, un modo interesado de concebir esta misma realidad. “Vamos a tener que compartir nuestros privilegios”, dijo Cecilia Morel en su momento. Pero, ¿quieren los chilenos que la primera dama y la clase alta chilena compartan con ellos sus privilegios? Una sociedad de privilegiados es un imposible. El privilegio implica siempre una desventaja o una postergación para alguien, y viceversa. Hay postergados, porque hay privilegiados. Juzgo que una sociedad cuya organización perjudica a unos para beneficiar a otros tiene los días contados. Prefiero pensar que la inmensa mayoría de los chilenos, en vez de estatus y tratos preferenciales, desean justicia y derechos.

No en vano ha querido llamarse Plaza de la Dignidad a la Plaza Baquedano. Muchos son los chilenos que están literalmente in-dignados. Se sienten humillados. En Chile no hay solo envidia o frustración por querer y no alcanzar las promesas del capitalismo. Hay también, y mucho, dolor por tratos indignos, y resentimiento. Este resentimiento llega a ser patológico en los muchachos que destruyen las ciudades, queman edificios, queman iglesias y queman la estatua de Baquedano. También es patológica la que quema de los camiones de las forestales por parte de agrupaciones mapuche radicalizadas, pues el pueblo mapuche no es violento. Pero el recurso al fuego, que tantísimas veces el pueblo mapuche usó para quemar villas o fortificaciones chilenas durante la Guerra de Arauco, se está volviendo normal.

Resentimiento, odio, violencia, tienen como causa, entre otras, la constatación de esta segregación. Traigo a colación otro asunto que también tiene que ver con esta tara epistemológica. ¿Han caído en la cuenta los habitantes de estos barrios que en los colegios que se educan sus hijos se aprende a reírse de la gente humilde, de su modo de hablar o de vestirse? No son los profesores que los que lo enseñan, nunca he oído algo así. Es la cultura ambiente, que pasa de los hermanos/as mayores a los/as menores, y de unos compañeros a otros, la que engendra un mundo discriminador. La constitución de vínculos elitistas que a futuro hará posible asegurarse un mejor lugar en este mundo, recomienda aprender a mirar de un modo distinto a aquellos de quienes conviene distinguirse. El país corre un grave peligro porque las personas distinguidas quieren distinguirse y, para conseguirlo, confeccionan un concepto del resto o barren a los pobres de su vista.

No era el Apruebo el peligro. Es este otro. ¿Cómo extinguir el incendio de la próxima revuelta social? No lo sé.

La reconstrucción de Cristo

¿Cómo celebrarán los cristianos la Semana Santa? Será difícil hacerlo no solo por la pandemia. La reconstitución de la Iglesia es el asunto que urge. El cristianismo católico está por los suelos por varias razones. Unos fieles han dicho “Cristo sí, la Iglesia no”, y se han ido. Otros lo están pensando. Otros, en fin, no aflojan ni aflorarán.

“Cristo sí, la Iglesia no”. Conviene revisar esta expresión. Es preciso hacerlo. Cristo y la Iglesia no son lo mismo, pero desde un punto de vista histórico lo que sabemos de Cristo es aquello que la Iglesia experimentó y contó acerca de él. Los cuatro evangelios, prácticamente las únicas fuentes para conocer a Jesús, son cartas diversas, distintas, de evangelistas y comunidades diferentes. Estos son las huellas digitales de Jesús. Las primeras comunidades cristianas tuvieron una experiencia de Cristo que las transformó a tal grado que, para explicar a otros lo que les había sucedido, escribieron los libros de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

A la vez, en virtud del mismo Cristo que asoma en estos textos, es que hoy la Iglesia juzga a la Iglesia. Esta suele traicionar a Jesús y a su proyecto mesiánico. La paradoja mayor es que Cristo ha querido amar a la humanidad a través una comunidad lábil, falible y, a veces, francamente inhumana. El caso es que los cristianos, no solo sus autoridades, para pararse del suelo, tendrían que reconstruir a Cristo, regenerándose en él y escribiendo nuevos evangelios.

¿Cómo hacerlo cuando parece que de la Iglesia solo quedan palos quemados y humo? Algo termina. Algo habría de poder recuperarse para empezar de nuevo. Estimo, espero, que se haya agotado la versión clerical de la Iglesia que dio lo que más pudo hasta que las maderas comenzaron a apolillarse. Los restos, las brasas todavía vivas, son los cristianos comunes y corrientes que, sin creerse superiores a nadie, sabiéndose incluso peores que muchos, recuerdan al Jesús que los perdona. Al nazareno que se hinca, como samaritano, para recoger al prójimo botado a la vera del camino.

En otras palabras, espero que la reconstrucción de la Iglesia no pase más por la sacralidad de la persona del sacerdote. Esta ha sido la causa de relaciones infantiles entre los pastores y los demás bautizados y bautizadas, además del factor estructural que ha facilitado la comisión de los abusos que tanto se lamentan. No es deseable que se reconstituya una institucionalidad jerárquica e impasible a los sufrimientos de los contemporáneos. Sí, en cambio, que surja otra organización eclesial, una que exponga a los sacerdotes a entrar en relaciones adultas con la gente de la época, una en que los católicos se sientan como dueños de casa en su Iglesia y no como visitas. Una Iglesia así, por solo ser así, anunciará a la humanidad que Jesús fue profundamente humano.

Porque en suma, al final del día, solo es necesaria una Iglesia que conjugue la humanidad de Cristo con su humanidad. Esto es fundamental. Las estructuraciones eclesiales cuando no sirven para humanizar, mejor que se desplomen. Si no se abren para encontrar a Cristo en las otras tradiciones religiosas y filosóficas, o no se dejan cuestionar por los ateos que ven en ellas una institución estatal más, estorban. Deseo que lo que esté regenerándose sean cristianos que recojan los fierros que quedan, los fundan, y paren capillas abiertas, comunidades amigas de cualquiera, cercanas, simpáticas y jugadas por los demás. Una nueva Iglesia, en vez de excluir, tendría que poder bendecir todo lo que se mueva, a los queer ciertamente, pero no los tanques.

No importa tanto que en tiempos de pandemia los cristianos no puedan comulgar en la misa. Importa mucho más que multipliquen los panes con los hambrientos y que estos coman primero. Es de esperar que esta Semana Santa el recuerdo del arraigo de Cristo en lo más hondo de la historia haga que los cristianos se partan y repartan para alegrarle la vida a los que lloran. Si lo hacen, mucha gente sabrá en qué consisten las bienaventuranzas. La reconstrucción de la Iglesia depende de la reconstrucción de Cristo.

La vida tras la pandemia

La palabra “tras” significa después de, más allá de, una superación de lo que hubo antes, un salto. Ella favorece varias combinaciones. Un de estas es tras-cender. Otra, trans-mitir. Hagamos jugar ambas palabras. El juego consiste en responder esta pregunta: ¿habrá algo “trascendente” después de la pandemia que merezca ser “transmitido” a las siguientes generaciones? ¿Algo importante que haya de ser aprendido para luego ser enseñado?

Supuesto que llegará el momento en que nos sacaremos las mascarillas, ¿diciembre o julio?, proyectemos un balance. A unos bastará celebrar la vuelta a la normalidad. Otros, en cambio, habrán podido caer en la cuenta que somos seres sociales, que ha sido importante recuperar el sentido colectivo de la vida, que es necesario obedecer a las autoridades, que la política debe velar por el bien común y el Estado proteger y promover a los ciudadanos. Pienso que todo esto será verdaderamente relevante porque significará enmendar el rumbo equivocado del individualismo y del neoliberalismo.

Un “tras la pandemia” puede significar cosas opuestas. Bajo un respecto, será volver a lo antiguo. Bajo otro, descubrir lo nuevo, inventarlo. Para descubrir algo, eso sí, se tendrá que hacer una experiencia nada de fácil. Se ha de ir al fondo y encontrar en sí mismo la manera de sobreponerse a esta tragedia. El asunto no consistirá en que la pandemia “pase”, sino que “nos pase”. Es decir que nos duela en el estómago, que nos haga dejar ordenaditos los papeles de la herencia que dejaremos a la familia y pensar en cómo nos gustaría que fuera nuestro funeral. La pandemia, en fin, esta posibilidad cierta de la muerte propia o cercana, obliga a revisar el sentido de la vida.

¿Es la vida trascendente? ¿Qué es trascendente de la vida? Si alguien dice que ni esto ni aquello le importa porque, por ejemplo, perdió gente muy querida o volvió a la miseria, porque no le parezca ya que algo valga más la pena, esa persona merece máximo respeto. Sería una brutalidad imponerle una determinada razón para vivir. Pero otras personas, en la actual catástrofe, habrán podido apostar a algo que la muerte no puede devorar o, dicho en términos menos rotundos, apostar a que hay ideas, costumbres, recuerdos, mártires, figuras o menospreciados sin merecerlo, que guían para siempre. El caso es que este par de años de tormentos varios, pueden ser ocasión para ellas y nosotros de revisar qué necesitamos, y que no, qué ajustes hacer y por qué, para dar una orientación definitiva, decisiva, a tantos esfuerzos.

Conjuguemos lo trascendente con su transmisión. ¿Qué ha de ser transmitido como trascendente tras la pandemia? ¿Qué ayuda a encarar las dificultades que se nos imponen que merezca ser recordado y educado? Mi opinión es que el día de mañana nos moriremos igual, pero habrá tenido un valor eterno haber creado juntos un mundo más amigo, uno en que la vida haya llegado a ser mejor porque se ha tratado de salvar vidas, vidas de todo tipo, como si cada una de estas valiera más de lo que parece.

Por lo mismo, creo que los padres darán un mal ejemplo si hacen pucheros por el virus, si a cada rato miran el calendario o se alistan para abuchear al gobierno su próximo yerro. Estos comportamientos son intrascendentes. Son comprensibles, pero no educan. Nacemos llorando, el asunto es morir sonriendo o al menos serenos, con dignidad, sin desmoronarse. Así sí que se enseña.

No sabemos qué pasará tras la pandemia. ¿La dejaremos atrás? Supongámoslo. El asunto de veras novedoso es qué tipo de triunfo hagamos sobre ella. La vacuna acabará con el covid 19, pero no con la insolidaridad de los seres humanos. Las ollas comunes, sí lo harán. El amor con que el personal médico ha puesto en curar a los enfermos, también lo hará. La atención de los padres, madres, apoderados y maestros para enseñar a los niños que la humanidad tiene un valor imperecedero, lo mismo. Estos son los aprendizajes colectivos que el país tendría que somatizar a modo de enseñanzas que más nos mejorarán.

Apuesta por los pueblos originarios

Apuesto por los pueblos originarios. Harán un gran aporte al país y al proceso constituyente en particular. Miro de reojo a quienes digan lo contrario. Los anoto en una libretita.

Hasta ahora me ha llamado la atención que el país no haya caído suficientemente en la cuenta de la importancia del reconocimiento que se ha hecho de los pueblos quechua, aimara, rapa nui, atacameño, chango, yagán, colla, kaweskar, diaguita y mapuche, incorporándolos al proceso constituyente. A muchos esta parecerá una concesión obligada a tiempos de pluralismo o un modo de conjurar la rebelión en la Araucanía. Pero quienes piensen que estas han de ser las razones para hacer un espacio a estos pueblos, estarán en un error. Por cierto, es obvio que estos pueblos no comenzarán a existir desde ahora, pero el reconocimiento de su realidad y dignidad hará posible el despliegue de una riqueza negada.

Nuestros pueblos originarios no pueden ahora ser objeto de un beneficio. Son sujetos. Tratarlos como si fueran meros destinatarios del favor del Estado constituye otro acto más de atropello de su honor. No son objetos que se usan y desechan dependiendo de la ventaja que devenguen. Solo vale para ellos un reconocimiento auténtico, uno que los considere nación y les devuelva la autonomía que alguna vez les quitaron, al menos en los términos que lo han hecho otros países multinacionales.

Estos hermanos y hermanas nuestros nos enseñarán a luchar, a resistir y a adaptarnos; ellos/ellas son capaces de enamorarse otras maneras; su medicina es holística, hondamente humana y terrena; los ingenios que tengan para reconciliarse habría que conocerlos; puedo suponer que saben oler olores, oír sonidos, gustar con la lengua y sentir la cercanía de los demás como no lo hacemos el resto de los chilenos; sí sé que se saben pertenecientes a un cosmos que les ama y que respetan, pues la suya es una gran mística del cuidado; sus espiritualidades, estoy seguro, enriquecerán nuestros estilos de vida agostados ya de tanto consumismo. Si alguien duda que tengan alma humana, saco mi libretita y averiguo el nombre de su profesor de religión.

En la medida que los chilenos y estos pueblos bajen las defensas y avancen en los reconocimientos, Chile hará espacio a fusiones culturales mayores que las que ya se han dado; las violentas para hacernos peores y las pacíficas mejores. De síntesis culturales depende el futuro del país mucho más que de las alzas del PIB. Por de pronto, los cristianos y cristianas que pasen por el bautismo de estas versiones de humanidad saldrán más parecidos al Jesús humilde que conversaba y aprendía de todos.

De momento, mi apuesta es por el aporte de los pueblos originarios al proceso constituyente. Algo me dice que ellos pondrán color, empatía, küme mogen, oxígeno, escucha, piel, humildad, ideas nuevas, originalidad, deseos de levantar un país amistoso, defensor de la naturaleza y atento para desenmascarar los mecanismos de invisibilización. Talvez ellos, al igual que yo, no sepan a ciencia cierta qué le conviene a Chile, si un régimen presidencialista, semi-presidencialista, presidencialista atenuado o parlamentario. Pero, como muchos de los demás, agradecerán una explicación de estas diferencias para sumarse a la mejor alternativa. Solo los ignorantes aprendemos. ¿Quién está en condiciones de saber qué constitución le conviene al país saltándose las discusiones por venir? Si alguno levanta la mano saco la libretita y pregunto por sus preferencias partidarias. En cualquiera de las sesiones de las comisiones que se creen se necesitará gente de buen corazón que ponga humor y humanidad, ingredientes indispensables para facilitar los acuerdos. Una constitución representativa se conseguirá con amor, dirá Martha Nussbaum.

Mi apuesta es un acto de fe en sentido estricto. Apuesto, intuyo, creo que estos pueblos y los demás constituyentes redactarán la constitución que el país necesita. Lo creo, pero también tengo razones para imaginarlo porque no estamos en cero. El mestizaje constituyó a Chile. En cambio, el puritanismo, el desconocimiento del origen, la negación de las diferencias, el despojo y la mirada en menos de los pueblos humildes, lo destruye. Si existe Dios, creo que cree en los pueblos originarios y espera muchos de ellos.

Ollas comunes en Santiago de Chile

Chile ha sido fuertemente impactado por el covid 19. Antes que se declarara la pandemia, el país había lamentado un estallido social extremadamente violento y con penosas consecuencias para mucha gente que sufrió la destrucción de sus bienes, perdió su trabajo o fue víctima del pánico. Esta situación recién se encausó por vías institucionales el 25 de octubre de 2020. Este día el 80% de la población votó en favor de la redacción de una nueva constitución, lo que fue visto como un gran triunfo por muchas personas que, no habiendo recurrido a la violencia mencionada, compartían la indignación que la motivaba por los abusos generados a causa del neoliberalismo. La pandemia de covid 19 lo empeoró todo a un grado insospechado: se enfermó gente, murieron muchos, se agudizó la cesantía, aumentó el hambre y se multiplicaron los miedos. En la actualidad la población está estresada tanto económica como psíquicamente.

Como integrante de la comunidad eclesial de base Enrique Alvear, la cual se halla en un barrio popular de Santiago en las faldas de los Andes, he vivido de cerca este inédito proceso social. La situación de las personas de las poblaciones Esperanza Andina, Los Huasos y Microbuseros ha sido estremecedora. La pérdida de trabajos ha sido angustiosa; algunos no han perdido sus trabajos pero han debido encerrarse en sus casas en espera del término de las restricciones de salidas; otros ha podido continuar trabajando online, pero están agotados; la gente que vive en las calles ha debido salir a buscar ayuda por doquier; ha habido hambre vivido en silencio; ha habido, por cierto, numerosos casos de personas enfermas y muertas; no han faltado personas que se han sentido discriminadas, mal miradas y maltratadas, por el hecho de haber contraído la enfermedad; los niños no han podido ir a la escuela, debiendo soportar el encierro en sus casas, y obligando a sus padres a hacer de profesores, las veces que en sus familias han tenido los medios tecnológicos para seguir las instrucciones de los colegios para hacer las tareas; los niños han experimentado mucha angustia sea por el hambre o el encierro; ha aumentado la violencia intrafamiliar; en circunstancias de tanto estrés, de incertidumbre y de miedo frente al futuro, las familias no siempre han sabido cómo resolver sus conflictos.

Todo esto ha motivado una respuesta popular espontánea a lo largo del país. Las comunidades cristianas, como ha sucedido en otros momentos de la historia de Chile, también han respondido. En numerosos casos –si no todos, no lo sé- se han organizado ayudas. Las parroquias y comunidades pequeñas han levantado ollas comunes, ofreciendo almuerzos todos los días de la semana o día por medio. Un plato de comida consistente, y algo de pan para llevar, ha podido ser suficiente para pasar la jornada. En las dependencias de las iglesias se han instalados cocinas y no han faltado los voluntarios, casi todas mujeres, para hacer turnos en cocinar y distribuir los alimentos. He visto el caso de una pobladora que organizó una olla con la cocina de su misma casa. A veces ha sido necesario entregar cajas con almuerzos para llevar a las familias confinadas en sus viviendas y así no violar las normas de la cuarentena. En estos mismos lugares se han ofrecido otro tipo de ayudas, como ser ropa, que las personas que viven en la calle han podido retirar a su elección.

Nuestra Comunidad Enrique Alvear –una comunidad eclesial de base que se originó por los años noventa en Toma de Peñalolén, una ocupación de terrenos particulares- constituye un caso entre otras comunidades pequeñas que se han hecho grandes en amor y espíritu de servicio. La nuestra es, por cierto, bastante singular. Ella incorpora personas de distintos sectores sociales, provenientes de gente de las poblaciones aledañas y de otros barrios cercanos e incluso lejanos. La vida de la comunidad gira en torno a la eucaristía dominical, en especial mediante una lectura en común de la Palabra y a partir de la vida concreta de las personas, siempre dándose espacio a lo que ocurre en el mundo, en el país y en la Iglesia. Los integrantes tienen la costumbre de hacer entrar en la liturgia la vida real, personal y social. Puesto que no se tiene tiempo suficiente para tener reuniones durante la semana, es la misa misma el lugar en el que se discuten todo tipo de temas y muchas veces se organizan iniciativas como la que comento.

El voluntariado se puede decir que está constituido por mujeres y, algunas veces por hombres. Entre estas mujeres las hay personas que normalmente trabajan en casas particulares y no ha faltado el caso que alguna de ellas, yendo a su trabajo día por medio, se ha dado el tiempo para colaborar en la olla. Lo que se puede decir de estas personas es que se trata de gente extraordinaria. Son personas movidas exclusivamente por amor a los demás. Se desgastan por el prójimo. Entre ellas se ha dado el caso de personas que, contra todas las indicaciones médicas y las recomendaciones de la comunidad, han corrido los riesgos de enfermarse y morir. Es difícil convencerlas que sería más conveniente que se encierren en sus casas sin exponerse a tanto peligro.

La Comunidad Enrique Alvear, como he dicho, ha debido reorganizarse para abordar tantas demandas. El coordinador y otras mujeres muy conectadas y comprometidas de la comunidad han contribuido en la erección de las ollas o han colaborado con ellas. Su contribución ha consistido en verduras y alimentos sólidos. Además, la persona encargada del servicio de solidaridad y su marido prontamente redoblaron los esfuerzos para, en primer lugar, informarse de la gente más desamparada y necesitada de ayuda y, en segundo lugar, para acudir discretamente con algún tipo de ayuda. Las personas necesitadas normalmente no quieren que se sepa que han pasado hambre. Todo esto ha sido posible porque este matrimonio creó una red de colaboradores que pudieran contarles quienes son los pobladores más afectados. En cada pasaje de la población tienen una persona que les informa. Otras dos iniciativas de apoyo han sido la creación de un whatsapp de un grupo de mujeres para para apoyarse anímicamente entre ellas. Y, además, un grupo de hombres que guiado por otro integrante se han reunido a través del Meet de Google.

Entre las iniciativas principales –la que ha demandado más recursos- está la creación de el-pan-nuestro-de-cada-día. La comunidad entrega un kilo de pan diario a las familias que más mal lo han pasado. En algunos casos estas familias han recibido su pan en la casa de una integrante de la comunidad y, en otros, en el almacén del barrio donde su nombre está registrado para recibir este beneficio. El pan, como sabemos, tiene un alto valor simbólico: representa aquello sin lo cual la vida es imposible y al Cristo que se comparte en la misa. Las ayudas, en pleno invierno, también han consistido en kerosene y gas, canastas de alimentos, remedios y pañales.

El caso de la Comunidad Enrique Alvear es evangélico. ¿Cómo ha posible ayudar con tantas restricciones y tan pocos recursos? La nuestra es una comunidad que los domingos celebramos la eucaristía unas treinta personas. Las parábolas de Jesús nos recuerdan que lo pequeño y aparentemente insignificante puede ser principio de grandes cosas. La búsqueda de recursos es todo un capítulo.

Los recursos han provenido, en primer lugar, de la canasta que al pie del altar recibe domingo a domingo alimentos no perecibles. Además, los mismos integrantes de la comunidad han puesto dinero de sus bolsillos. Esto no ha sido suficiente. Un comité creado a efecto de recabar ha salido a buscar ayudas fuera. Estos han llegado de sectores medios y altos de Santiago que han colabora muy generosamente. Algunas de estas personas han acudido directamente a las ollas, y no ha faltado quien ha regalado otros instrumentos, como el caso de un empresario que donó cajas plásticas para guardar los comestibles y basureros, y para llevar la comida a las casas de las familias enfermas de covid.

El caso, como digo, recuerda los tiempos de Jesús. Cuando se tiene mente y corazón para acabar con el sufrimiento de los demás, los recursos llegan no se sabe cómo. En los sectores en que la comunidad ha querido levantar al prójimo caído a la vera del camino, ha podido darse almuerzos a unas 200 personas diarias y 75 familias ha recibido el-pan-nuestro-de-cada-día. En los peores momentos se llegó a ayudar diariamente a mil personas. Un evangelista del Nuevo Testamento diría, sí, con cinco panes y dos peces alcanza y sobran muchos canastos.

A la comunidad le consta que distintas partes los pobladores se han sorprendido con estos esfuerzos de generosidad. Han sabido de nuestra existencia y, en todo caso, han sabido que cuentan con nosotros. El eco de tanta entrega ha sido muy positivo. No es para vanagloriarse, porque en estas circunstancias la comunidad ha sido confirmada por el Señor en su misión samaritana.

Durante 2020 la comunidad no pudo celebrar la eucaristía, pero realizó liturgias de la Palabra online en las cuales fue posible saber qué estaba ocurriendo y vibrar, sufrir y solidarizar por los pobladores. Entre todos hemos pudimos comprobar que la apertura de comunidad a la realidad del país y a la del barrio, atenta a la acción de Dios en el acontecimiento y a las necesidades más hondas de los demás, oxigena a la comunidad y le hace crecer. Ha sido conmovedor oír de las personas que colaboran en las ollas y los otros servicios el entusiasmo de entregarse gratuitamente a los demás. Nos hemos enterado de gestos de una generosidad sin par. Por ejemplo, el del caso de una olla que compartía sus alimentos con otras seis ollas de la comuna. Esta generosidad ha sido también causa de mucha alegría. Hemos captado con mayor claridad que la generosidad y la alegría son dos nombres del Evangelio. Una de las voluntarias en la olla de Esperanza Andina me decía: “nuestra alegría es la alegría de la gente que viene a buscar su almuerzo”. Registré en la memoria esta frase. La entrega sacrificada y entusiasta indica por dónde seguir.

Declive y recuperación de la Iglesia Católica en Chile

La Iglesia Católica en Chile declina. Entre los años 2006 y 2019 las personas que se identificaban con ella han disminuido prácticamente en un tercio (Encuesta Bicentenario, PUC). Es difícil encontrar un caso parecido en el mundo.

Las causas de esta crisis son varias, aunque es evidente que los escándalos por los abusos sexuales del clero y su encubrimiento debe ser la principal. Si los ministros de la fe no somos creíbles, los católicos partirán a buscar la confianza en Dios en otra parte o habrán dejado la fe para siempre. Pero la fuga de los católicos tiene también otras causas. Desde hace muchos años se constata en la Iglesia un foso de distancia e incomprensión entre los fieles y sus pastores. Estas causas son doctrinales y estructurales.

Desde el punto de vista de la doctrina, la encíclica Humanae vitae (1968), queriendo orientar las relaciones de amor al interior del matrimonio, al prohibir el uso de medios anticonceptivos, terminó generando desconcierto y una triste huida de las mujeres. La encíclica quebró a muchas personas que de buena fe trataron de observarla. En la actualidad ella tiene trancada toda innovación doctrinal que ofrezca una verdadera orientación a las parejas, a los jóvenes y a las personas homosexuales. En Chile, también en el campo doctrinal, la jerarquía eclesiástica se ha opuesto, desde 1998 en adelante, a una serie de leyes y decretos concernientes al género, a la moral de la vida, a la sexualidad, a la educación de los niños en los colegios, a menudo en contra del sentir y pensar de los fieles.

Además de doctrinales, los problemas son estructurales. La institución eclesiástica es regida por una casta de sacerdotes varones que se autogenera. Ningún laico participa en la elección de sus autoridades. Los sacerdotes, obispos y cardenales dan cuenta de su desempeño solo a los superiores de quienes depende su carrera eclesiástica, pero nunca ante las comunidades cristianas. ¿No tendrían los mismos papas que responder ante alguna autoridad colegiada en casos, por ejemplo, de acusaciones de abusos de poder? Las autoridades eclesiásticas no tienen por cierto la obligación de dar explicaciones de sus actos a los laicos. Así, la experiencia de Dios de la inmensa mayoría de los católicos no es considerada a la hora de compartir, revisar y recrear la doctrina que haga inteligible y vivible el Evangelio, ni de influir en el gobierno de la Iglesia.

La Iglesia Católica se encuentra en caída en momentos cruciales para escuchar a Dios. En una sociedad que valora el discernimiento de las personas, que sube los estándares de gestión y se esfuerza en dar su lugar a las mujeres, la institución eclesiástica suele ser un testimonio contra la dignidad de la persona. La situación es grave porque no se avizora cambio alguno. Por el contrario, el estamento gubernamental de la Iglesia parece haber perdido su capacidad de reforma.

En estas circunstancias, nuestro país corre el riesgo de extraviar la tradición religiosa de humanidad más importante en cinco siglos. ¿Qué cultura o institución pudiere a futuro reconocer que los niños que vienen al mundo son hijas e hijos de Dios, que existe un perdón incondicional y que no hay nada más grande que amar al próximo como Jesús lo amó? Para los cristianos lo fundamental será siempre transmitir el Evangelio persona a persona mediante testimonios inspirados por Jesús, la Virgen, los mártires y los santos. Pero este tipo de amor cristiano no llegará muy lejos, no podrá pasar a las siguientes generaciones, sin una renovación de la tradición milenaria de la Iglesia.

Talvez el panorama no sea tan dramático. No debiera serlo si los laicos, en vez de esperar los cambios desde arriba, comienzan a realizarlos con creatividad y entrega. No requieren de permiso alguno, porque inventar nuevas vías para comunicar el sentido profundo del Evangelio es su carga y su derecho. Si toman la iniciativa, quizás nosotros los sacerdotes podremos ponernos a su servicio como quiso que se hiciera el Concilio Vaticano II.

Plaza Brasil, bautismo de humanidad

La Plaza Brasil es un mundo de mundos. Suelo salir a caminar por el barrio, trato de hacerlo todos los días, doy la vuelta a la plaza y constato la convivencia pacífica y alegre de gente tan distinta que incluso yo mismo he llegado a sentirme incluido?

Personas de todas las edades. Niñas ensayando danzas. Flautistas. Acróbatas. Perros, harto perro. Mucha cerveza. Abrazos por poemas y poemas por abrazos. Hombres y mujeres reventados por el alcohol y la vida. Caminantes que giran en una y otra dirección, igual que en la plaza de Talca. Travestis bailando y cantando desaforados. Marihuana. Nunca he fumado, pero me gusta el olor. Olores, colores. Niños pequeños aprendiendo a jugar a la pelota. Guaguas recién paridas siendo amamantadas. Un monolito recuerda a Tom Jobim, músico que con Vinicius de Moraes compusieron La garota de Ipanema. Mascarillas, un 50%. Aforo, poco. Ladrones haciéndose los lesos. Ni los padres ni las madres dan asomo de preocupación por el ambiente en que se educan sus hijos.

He visto a una chiquilla de la UDP y otra de la UAH sentadas en el pasto comentando la Constitución del ochenta. Podría apostar que estas gentes votaron unánimemente Apruebo. No he visto ningún Rechazo en los grafitis de las inmediaciones. Pero no es solo el deseo de una nueva constitución lo que los une.

Hay comercio. Se venden cosas típicas: cassettes en desuso, ropas, maceteros con cactus, pizza al taglio. Una adivina tira las cartas del Oráculo cristosófico a un jubilado a pocos días de cobrar la pensión de la Bachelet. ¿Llegará la Coca-Cola a financiar la orquesta que canta al poeta Ho Chi Minh?

No logro entender qué está pasado en el país. ¿Cómo son posibles tantos mundos en una sola plaza? Puedo suponer que en otras ciudades se está dando el mismo fenómeno. Esto es real: un mundo en el que las diversidades no se restan, se acumulan. ¿Se comunican? ¿A qué nivel de profundidad lo hacen?

Mi primera aproximación a este espectáculo es ética. Pero algo me dice que no sirve observar con criterios morales. La segunda aproximación es estética. Se da en la plaza y en el barrio una mezcolanza de horrores y de obras de arte. En la esquina de Av. Brasil con Moneda unas lolas de Arte de la Chile pintaron todo un edificio de flores que es una maravilla. Hasta los grafiteros lo respetan. Pero la clave estética tampoco es suficiente.

Vengan entonces los filósofos. ¿Qué es esto? ¿Un reseteo del ser humano, o una simple reiniciación? Filósofos: dejen de contarle las plumas a Kant. Vengan los psicólogos, los historiadores, los arquitectos y todo especialista que pretenda saber algo, y aprenda, porque si no lo hace mejor sería que no enseñara. ¿En qué están las universidades? Pregunto a los sociólogos: ¿Por qué en Santiago hay niños que juegan en condominios protegidos con vigilantes y alambres, que viven alarmados por sus padres, asustados de lo que hay al otro lado de las rejas, y en el corazón de la ciudad hay otro tipo de niños, seres humanos formateados de un modo inédito, jugando sin temor y dispuestos a acoger en su ámbito incluso a la clase alta? En el Barrio Brasil no hay la lucha de clases. No la percibo.

Vengan los teólogos. La Plaza Brasil no parece ser una herejía. En este barrio Dios es distinto. El mismo, pero de nuevo. Si algún día pispo cómo hace Dios para emerger en esta confluencia de tantas vidas, le pediré a las borrachitas que me otorguen la misión canónica para enseñar teología que hasta ahora los cardenales me niegan. Si la teología no es reflexión sobre el hacerse Dios real en las vidas de las personas, ¿qué es? El caso es que salgo a hacer ejercicios físicos por las veredas del barrio y vuelvo habiendo hecho ejercicios espirituales. Retorno a mi casa sin entender palote, pero liberado de mis miedos y perdonado de mis pecados, bautizado en aguas de mucha humanidad.

El país renace en Navidad

Entre el nacimiento de Jesús y la situación del país se da una conexión subterránea extraordinaria. También en Chile la esperanza, a muchos los moviliza y les hará triunfar. Así lo creyó una pareja Galilea hace más de dos mil años y logró salir adelante.

María y José dejaron Nazaret y volvieron a Nazaret después de un periplo de años. No supieron que al partir a Judea pasarían tantas penurias. El niño nació en un pesebre. Animales, pañales, pastores, magos… A los pocos días partieron a Egipto, avisados de las intenciones del peligroso Herodes. ¿Qué habrán pensado los padres de Jesús de la matanza de los inocentes con que el rey quiso asegurar su trono? Seguramente huyeron llorando de Palestina por la sangre derramada.

De Belén en adelante la vida de los esposos debió ser impredecible: llegaron a Egipto como refugiados. Entraron al país con pocos bultos. Es probable que en los comienzos hayan pedido comida puerta a puerta. Luego, quizás, José tuvo la suerte de poder armar un taller de carpintero, pero es más probable que haya debido sacar la maleza en los jardines de una familia adinerada. ¿Lo vio María deprimido, avergonzado de no poder dar un pasar digno a su familia? Tal vez por lo mismo no quiso contarle que en la misma casa en que ambos trabajaban, el patrón le hablaba. Muerto Herodes, pudieron volver a su tierra, su casa y sus gallinas.

Para ellos su fe fue la causa de su esperanza. Creyeron en el Dios que no falla a los pobres. Pudieron no desesperar. Primó en María y José una fuerza interior tan poderosa que les impidió rendirse ante las adversidades. El caso es que una fuerza anímica muy semejante, la misma dirán algunos, alienta a Chile estos últimos años. Contra todas las apariencias, juzgo que el país se abre paso en dirección a Nazaret.

Estamos cansados. Lo estábamos después de la violencia, la cesantía y la incertidumbre de la revuelta social, y nos cayó la pandemia. La Araucanía arde. El territorio se seca. Se han vuelto a violar los derechos humanos. Mucha gente perdió sus ojos. Han sido heridos demasiados carabineros. Pero esto no es todo. Tampoco lo principal. Vistos los acontecimientos con atención podemos distinguir entre tantos males, a pesar de una increíble turbulencia, un crecimiento en humanidad sin precedentes.

El 15 de noviembre de 2019 los partidos políticos crearon un cauce democrático para cambiar la constitución, es decir, dieron una salida racional a la devastación de varias ciudades y a un caos inaudito. El 18 de octubre la ciudad había estallado por los cuatro costados. No puede culparse de ello a anarquistas, pelusones, delincuentes y amargados sociales sin más. Hubo connivencia en la ciudadanía. El estallido social tuvo que ver con una indignación ética, con el convencimiento de la justicia de la rebelión, y con un descontento por los más diversos motivos. A poco andar los políticos de oposición respaldaron la iniciativa del gobierno de endeudarse por miles de millones de dólares para salir al paso de una eventual catástrofe social. Y el 25 de octubre la población votó por inmensa mayoría el cambio de constitución.

El reconocimiento que el Parlamento ha hecho de los pueblos originarios, concediéndoles representación en la Convención Constituyente, merece una mención aparte. Este solo logro expresa un auge espiritual y ético de gran envergadura. No solo se comienza a hacer justicia. También se despeja la posibilidad de un intercambio y una compenetración cultural de las que solo pueden esperarse cosas buenas. Debe destacarse, por otra parte, que por primera vez habrá en el mundo una integración paritaria de una Convención Constituyente.

Este periplo aún no se cierra. Aunque la clase política merece que se celebren sus logros, ella misma ha dado espectáculos dignos de esconder debajo de la alfombra. ¿Qué decir de los parlamentarios(as) funeros(as)? La ciudadanía, empero, no es mejor que los políticos. Eligió a un presidente del que ahora abomina. Son los chilenos quienes suben en las encuestas nombres como para cerrar los ojos. Quieren otro sistema de pensiones, pero otro igualmente neoliberal. Uno que engorde los ahorros individuales con las platas estatales.

Por mi parte quisiera que en esta Navidad se pongan los ojos sobre todo en la esperanza que nos moviliza. La esperanza activa músculos en desuso y aúna voluntades en la mejor de las direcciones. Ella es la yunta que tira de la carreta. Los tiempos son muy complejos. Habrá que aprender a aprender porque a futuro los peligros y la complejidad de nuestro mundo global pueden aumentar. Volveremos a Nazaret, pero si hacemos la fuerza juntos, al mismo tiempo y con más humildad.

Vivo en la Alameda. El día 19 de octubre de 2019 me tocó ayudar a apagar el incendio del negocio de la esquina con el extinguidor de mi casa. Hoy veo que los propietarios comenzaron a reconstruir el local. La ciudad resurge.

El día 8 de marzo de 2019 hubo una gran marcha de mujeres. Las banderas de ese día eran las mismas de la marcha del millón doscientas mil personas del día 25 de octubre del mismo año en Plaza Baquedano, Plaza Italia y ahora Plaza de la Dignidad. Era de noche ese día. Vivo en la Alameda, digo. Juraría haber visto a la Virgen justo abajo de la tarima. El niño es sus brazos despertó. No estoy seguro si se trataba de ella. Este 25 de diciembre se lo preguntaré.

La Iglesia católica entre la tradición y el tradicionalismo

Carlos Peña pone a los católicos una pregunta decisiva. ¿Puede un político católico aportar algo en la sociedad que no lo aporten otros u otras disciplinas? El rector critica la facilidad con que Ignacio Walker acomoda los valores del cristianismo a los valores de la época en vez contradecirlos.

Para responder a esta pregunta es necesario contraponer tradición y tradicionalismo. Los católicos están obligados, en virtud de su misma tradición, a articular su experiencia de fe y su obligación de dar razón de ella (Vaticano I y Vaticano II). La Iglesia es fiel a su tradición en la medida que transmite (tradere) el Evangelio en contextos personales y culturales plurales. En dos mil años de historia ha habido innumerables interpretaciones del mensaje de Cristo. Ellas comenzaron con cuatro evangelios. Dieron lugar a varios patriarcados. Hoy hay un esfuerzo ecuménico notable con las iglesias de la Reforma y la Ortodoxia. En todas las versiones del Evangelio ha debido ser decisivo que la Tradición actualice una “buena noticia” para los seres humanos. Hace dos mil años que la Iglesia decanta su seguimiento de Jesucristo en enseñanzas que ha ido forjando trabajosamente para anunciar el Evangelio de un modo nuevo, epocal y culturalmente comprensible. No debiera extrañar, en consecuencia, que la misma Tradición –el modo plural y provisional de transmitir la revelación de la cual la Iglesia es custodia- obligue a los católicos a revisar su doctrina y a cambiarla si es necesario. Si en el presente las mediaciones culturales e históricas (los ritos, las instituciones y las doctrinas) hacen imposible que el Evangelio llegue a los contemporáneos ellas deben ser discernidas y, si es el caso, cambiadas.

El tradicionalismo, en cambio, opera como si el Espíritu Santo no existiera: es decir, como si la Iglesia no dispusiera de la inspiración de Cristo para continuar transmitiendo el Evangelio en el futuro. El tradicionalismo no admite interpretaciones. Dice de cualquier mediación del Evangelio: “esto siempre ha sido así”, “esto no puede cambiar porque es intocable”. Es explicable que haya cristianos que piensen de este modo. Han de tener en cuenta empero que algunas tradiciones que encauzaron el cristianismo en el pasado, petrificadas, han asfixiado la vida de los católicos. Y que, de hecho, la Iglesia ha cambiado varias de sus doctrinas.

Legítimamente el rector Peña pide encontrar en un plano, el de la razón y de la legislación, la originalidad del cristianismo. Pero en el intento da para pensar que los católicos poseen verdades que pueden hacer valer en el parlamento como “cruzados”, como si los demás desconocieran el misterio de la cruz. Lo propio del dogma de la Encarnación es exigir relacionar y conjugar ambos planos, el de la fe y el de normas que han de ser racionales. La identificación de Dios con la humanidad culmina en el misterio pascual, pero comienza con su apertura y asumpción de la realidad humana en todas sus dimensiones. Esto impide confundir una cosa con otra y llegar rápidamente a conclusiones simples.

En suma, no hay que buscar la originalidad del cristianismo en la prevalencia de la doctrina de la Iglesia Católica en la legislación del país. La relevancia cristiana debe descubrírsela sobre todo en el testimonio voluntario de cristianos que, por ejemplo, estén dispuestos a defender la tolerancia y legislar desde esa convicción. Los parlamentarios católicos, en virtud de su propio Credo, no debieran considerarse voceros de las autoridades eclesiásticos ni aplicadores de doctrinas católicas que pueden mediar, pero jamás agotar, la Tradición de la Iglesia.

Parlamentarios católicos

Carlos Peña presenta y critica el libro de Ignacio Walker Cristianos sin cristiandad. Lo hace en virtud de argumentos teológicos, aunque declara no ser teólogo. Me alegra que lo haga. Cualquier persona debiera poder hablar de Dios o discutir su existencia. Por mi parte también leí el libro, asistí a la presentación y creo que la opinión que Peña tiene del cristianismo carece de fundamentos sólidos.

El rector Peña sostiene que “la primera apertura (de la Iglesia al mundo) desde un punto de vista teológico, es Cristo en la cruz”. No estoy de acuerdo. Para la Iglesia la cruz sin consideración de la vida de Jesús hace de portazo de Dios a la colaboración de la humanidad en su propia salvación. La mera invocación de la cruz como símbolo del cristianismo pone a los creyentes en la senda del fideísmo (Concilio Vaticano I, 1869-1870). No hay cruz cristiana allí donde no hay una encarnación. Lo que salva, para los cristianos, no es la cruz por sí sola sino el Hijo de Dios encarnado, Jesús de Nazaret crucificado por haber proclamado el advenimiento del reino de Dios a seres humanos necesitados de amor, de sanación, de compañía, de compasión y de perdón.

Debe recordarse que lo que ocasionó el asesinato de Jesús en la cruz fue el cuestionamiento que hizo a las autoridades religiosas que oprimían a los demás exigiéndoles cumplimientos religiosos. Escribas, sacerdotes y saduceos no soportaron que un laico cualquier proclamara que Dios ama gratuitamente a todos y no solo a las personas religiosas, las que, mediante la observancia de la Ley mosaica y el ofrecimiento de sacrificios en el Templo, creían poder ganárselo en su favor. La cruz es salvadora porque resume la identificación de Dios con el ser humano hasta las últimas consecuencias y porque, al resucitar a Jesús, Dios realizó el proyecto que tuvo con el mundo al crearlo. Jesús dio su vida por el reino de Dios, y por esta razón lo crucificaron. Al resucitarlo, su Padre confirmó la racionalidad de la vocación a dar la vida por el próximo y no la de los sacrificios sangrientos para el perdón de los pecados. Con la efusión del Espíritu del resucitado, la iglesia naciente prosigue la misión del crucificado.

Este es el fundamento de la fe cristiana en la Trinidad. El Dios de los cristianos no es simplemente el Dios de Moisés, como piensa Peña. El cristianismo ejecutó una revolución al interior del monoteísmo judío. La Iglesia descubrió que, en Jesús, Dios acoge a la humanidad con un amor misericordioso, y no solo como un juez justo. Al confesar a Jesús como Hijo de Dios encarnado, como un ser humano auténtico, necesitado del Espíritu Santo para discernir las vías racionales de su obediencia al Padre, el distanciamiento teórico del monoteísmo estricto fue creciente.

En el centro del Credo trinitario de la Iglesia está Jesús, el amor de Dios por el ser humano, y no un conjunto de “verdades” que un parlamentario católico puede hacer valer en el foro público sin someterlas al escrutinio de sus pares. Ni la jerarquía eclesiástica ni los católicos en particular tienen una mochila llena doctrinas (sobre la filiación de los hijos, el divorcio, los métodos de control de natalidad, la eutanasia, etc.), porque si así lo pensaran renunciarían al mandato del Vaticano I de articular fe y la razón. El cristiano, lo subrayo, debe rendirse a la argumentación más convincente. No tiene la verdad. Sin los demás, nunca podrá encontrarla.

La Iglesia, en el Concilio Vaticano II, llegó a la conclusión de que el Espíritu Santo actúa por igual en todos los seres humanos. No sé si otros monoteísmos pueden llegar a una conclusión parecida. La convicción profunda y normativa para los cristianos es que el Padre de Jesús es el padre de toda la humanidad, y que el Espíritu Santo ha sido infundido en el corazón de cada persona para que discierna en conciencia como vivir una vida más humana.

El credo trinitario, en este sentido, autoriza y obliga a los cristianos, y a fortiori a las autoridades eclesiásticas, a pensar entre todos el amor con que puede edificarse una sociedad más humana. La tolerancia, el amor al diálogo y la necesidad de argumentación son los nombres de la salida de la Cristiandad que registra el libro en cuestión.

Estatuto constitucional de la violencia

Se oye decir que sin violencia no se habría tomado conciencia de las injusticias padecidas por los chilenos los últimos años y, en consecuencia, no se hubiera conseguido la salida civilizada que el país se esfuerza en darse. Pero, ¿se puede respaldar tan fácilmente esta hipótesis? ¿No ha podido haber otra manera de encarar la desigualdad (en dignidad), la inequidad (en distribución de los bienes) y los abusos (en letras chicas, colusiones, tramitaciones, salas de espera y otros)?

La situación de la Araucanía es análoga. Los mapuche radicalizados usan la violencia como instrumento para lograr sus objetivos. Aunque muchos chilenos no se sumarían jamás a esta lucha, más de alguno comienza a verla con simpatía. El pueblo mapuche en los últimos cinco siglos ha experimentado tres invasiones: la de la Conquista española, la de la República de Chile en el siglo XIX y la de las forestales de los últimos cuarenta años. El pueblo mapuche ha sufrido genocidios de distinto orden: se ha matado a su gente, se ha violado su cosmos ecosocial, se ha demonizado su religión y se ha prohibido en la escuela que sus niños hablen mapudungún. La simpatía creciente de muchos huicas con la resistencia mapuche es una bomba atómica.

Gente bien intencionada sostiene que “la violencia hay que condenarla venga de donde venga”. Entre estos hay cristianos. ¿Recuerdan estos cristianos que el Templo votivo de Maipú fue construido como retribución a la Virgen por haber supuestamente ayudado a los patriotas a ganar con sables y cañones la gran batalla de la Independencia? Aquel tipo de sentencias pacifistas son inútiles, pero no inocuas. Condenar la violencia a raja tabla es una manera de tapar los problemas que causa la injusticia, cuando no la misma violencia. Si se trata de eliminar la violencia, puedo equivocarme, debe reconocerse la posibilidad de su legitimidad. Su condena indistinta es pueril o fachada que sirve para esconder los abusos y explotaciones con que se aprovechan unos de otros.

Por de pronto, no se puede condenar tan fácilmente la violencia porque debe reconocerse el derecho y el deber de los estados para ejercerla contra los que amenazan la vida en sociedad. Se dirá que esta es “fuerza”, no violencia. Que un policía repela a los narcotraficantes a tiros es violencia. No nos echemos tierra a los ojos. Los países que valoramos la democracia como la forma de gobierno más civilizada reconocemos que el control de la violencia con violencia es lamentablemente una dimensión trágica de la vida humana.

¿Adónde voy con todo esto? La nueva constitución también debiera ser mirada desde este ángulo. Ciertamente los asuntos que he mencionado son cuestión de leyes comunes y de gobierno. Pero talvez haya algunos asuntos en los cuales un nuevo texto constitucional pueda hacer ajustes o cambios grandes que desactiven las causas que generan conflictos o faciliten su solución. A la constitución del 2022 pudiera pedírsele que ayude a desminar el terreno. El país necesita que el Estado monopolice la violencia y la ejerza de un modo racional, es decir, ateniéndose a la legalidad y con respeto de los derechos humanos.

Lo primero que habrá que hacer es pedir ayuda a los filósofos y a los juristas. El común de los ciudadanos no tenemos elementos teóricos para resolver un problema tan complejo. Los filósofos tendrían que inventarnos la salida teórica para que la única violencia legítima sea la estatal, porque pudiera también ser legítima la revolucionaria, situación que es de evitar a toda costa. Los juristas, por su parte, tendrían que afinar las distinciones entre lo que corresponde a una constitución y lo que atañe a la legislación ordinaria, y tipificar con justicia, y sin histeria, las conductas que deben ser sancionadas.

La hora de la creatividad

No se trata solo de cambiar una constitución. Está en juego la re-constitución del país que una nueva constitución pueda hacer viable. El futuro ha quedado entregado a la creatividad. Es la hora de una creación.

Recurrimos a los artistas. Le preguntaron a un músico: “Es una visión. Sí, una visión más que una audición”, responde. Para una escultora es un espejo, la piedra que espeja su alma. Algo parecido a un dolor duro que taladrar. Un pintor pide una brocha gorda, no necesita más. Pan, agua y una brocha gorda. Pero estaría dispuesto a pintar con los dedos si le pagaran la pintura. La escritora Isabel Margarita opina: “Es cuestión de pasión, del triunfo del tesón sobre los sentimientos”. Sin que nadie le pregunte, responde el Tony Caluga que pasa por allí: “nunca estás seguro de que el venerable pública vaya a reírse”.

Cualquier obra de arte es dueña de sí misma, utiliza a los artistas y los desecha. Algo así tenemos por delante. El victoria del Apruebo cierra un ciclo escalofriante. Comienza otro auspicioso, pero inseguro. Razones para el optimismo no faltan, pero el futuro depende de la esperanza más que de las meras posibilidades de su realización. La esperanza lucha contra lo que parece imposible. El optimismo, en cambio, es conservador. Calcula. Chile, el Chile que será, no comenzará de cero, habrá que heredarlo y preverlo. Pero la originalidad de su regeneración es cuestión del combate que la esperanza reclama. A un nuevo país, una nueva constitución. Los integrantes de la Comisión constituyente tendrán que conjugar lo posible con lo imposible.

Gary Medel, artista en la marca, exhorta a sus compañeros en el camarín: possunt quia posse videntur. Les traduce: “Pueden, porque les parecen que pueden”.

Bromeo. No bromeo. Hay en juego algo realmente nuevo. Dudo que en doscientos años de historia el país se encuentre ante un giro más hermoso. La gesta de la Independencia marcó una gran diferencia. También el golpe de Estado hizo girar el país sobre su eje. ¿Fue este un tiempo de des-creación? Muchos creyeron de buena fe que no lo fue. La mayoría, en cambio, lo experimentó como la ruina de la civilización. La tarea en tabla, a partir del 25 de octubre, es inédita. Nadie podrá obligar a dialogar a las víctimas de la injusticia. Habrá que pedirles respetuosamente que lo hagan.

En el sendero que se ha abierto –senda en que converge la protesta ciudadana y la sensatez de los políticos- habrá conflictos. Las tres comunas en rojo (Vitacura, Las Condes y Lo Barnechea) que votaron mayoritariamente Rechazo son una foto de un conflicto cultural, social, económico y político grave, tapado hasta ahora, aunque entrevisto. Nadie debiera avivar una lucha de clases. No más, por favor. Pero los causantes de las injusticias contra las cuales el país reclama, al menos tendrían que darse cuenta de un error en la percepción. Por otra parte, también se votó Apruebo en esas comunas. No faltaron allí votos empáticos con el sentir ultramayoritario de los connacionales. Sea lo que sea, el camino por recorrer es cosa de mayorías y minorías.

La mayor de las injusticias tiene un rostro indígena. ¿Cuántos de nosotros sabíamos que todavía quedaban pueblos colla, ona, selk’nam, kaweskar y chango? ¿Son un mismo pueblo el diaguita y el atacameño? Me han dicho que hay una diferencia entre los chango y los chono. Es seguro que se me olvida alguna etnia. ¿Queda alguien yagan? Los textos de Historia de Chile con que estudié decían que estos pueblos se extinguieron. Me engañaron: resistían. Entonces, se hará necesario botar esos textos al basurero, y probablemente muchos más, y redactar otros nuevos. Convendría, por ejemplo, revisar qué libros se hace leer a nuestros jóvenes. Me permito citar uno que me ha maravillado: Elisa García Mingo (coord..), Zomo newen. Relatos de vida de mujeres mapuche en su lucha por los derechos indígenas, Lom, Santiago, 2017.

Necesitaremos mucha buena voluntad. Sin amor no llegaremos lejos. En este plebiscito ganaron el Apruebo y el Rechazo. Ganó la convivencia civilizada, el militar cuidando la urna. La cultura cívica le pegó un combo bien pegado al individualismo. Pero ojo, no lo derribó. Quedan catorce rounds. Sepamos que, además, este tiempo será una fiesta para los trolls. A los intelectuales troll bastará con identificarlos, pero no gastemos un minuto en polemizar con ellos.

La democracia supone un amor ciudadano que ella misma debe regar día por medio. No es cuestión solo de redactar un texto constitucional. Necesitaremos diálogo, discusión, estudio, mucho estudio, respeto infinito por los adversarios y sus ideas. No se podrá vencerlos sin convencerlos. Se destaparán todas las ollas. Nos daremos más de un arañazo. Es inevitable. Ojalá que las descalificaciones sean pocas.

Se ha abierto un tiempo de creación. Esperemos que el poeta que los chilenos llevamos dentro predomine sobre el miedo a los cambios y la mezquindad.

¿Se equivocó el Papa?

Cristóbal Orrego está en su derecho. En su carta a El Mercurio del domingo recién pasado se pregunta: “¿Tiene razón el Papa? De ninguna manera”. ¿Qué pasó? Francisco, a propósito de hombres y mujeres homosexuales, sostuvo: «Lo que tenemos que crear es una ley de unión civil. De esa manera están cubiertos legalmente. Yo defendí eso» (cuando en Argentina se discutió la ley de matrimonio homosexual). Los sectores más conservadores de la Iglesia no han dejado pasar la gravedad de esta afirmación.

Me permito una digresión: Orrego critica a un papa. No está mal que los católicos disientan, si argumentan bien su punto de vista. Los católicos críticos desacralizan una institucionalidad que inhibe a los fieles para pensar y tomar decisiones como lo hacen las personas adultas.

El profesor de derecho de la PUC invoca la doctrina de Juan Pablo II y el Cardenal Ratzinger. Su posición, de acuerdo a la enseñanza actual de la Iglesia, es inatacable. Pero, de acuerdo al conocimiento científico que en las últimas décadas tenemos de la homosexualidad, ¿puede decirse que “reconocer legalmente las uniones homosexuales (…) significaría no solamente aprobar un comportamiento desviado y convertirlo en un modelo para las sociedad actual”? Esta enseñanza debiera ser corregida. Su uso puede ser despiadado.

Orrego tiene la razón, pero está equivocado. ¿Cómo? Además de recurrir a una doctrina que requiere una modificación, confunde el Evangelio con la doctrina. No sabe que la doctrina es un medio y que el Evangelio es un fin. Parece ignorar que Jesús fue asesinado por invocar esta distinción.

A Jesús lo mataron los que lo acusaban por comer con los pecadores, en ese entonces los publicanos (israelitas que cobraban impuestos para los romanos) y las prostitutas (mujeres pobres, usadas y desechadas a lo largo de la historia de la humanidad). Como si fuera poco, Jesús atacó a los sacerdotes. La expulsión de los mercaderes y sus anuncios contra el Templo de Jerusalén apuraron su condena. El provinciano de Galilea minó la religión de su época. En el futuro, si alguna religión pudo fundarse en su nombre, ha debido ser la del hombre libre y auténtico que anunció que Dios ama a los que nadie ama. Los primeros para Jesús fueron los pobres y los despreciados por considerárselos pecadores.

El modo de interpretar la Ley –diría San Pablo- de Orrego, también lo toma del modo como lo suele hacer la autoridad eclesiástica. Esta recae en la inveterada costumbre de las personas religiosas que quieren ganarse a Dios con el “pasando y pasando”, a saber, la religión de los premios y los castigos. Es muy difícil saber en qué momento el cristianismo olvidó que la gratuidad del amor de Dios constituye el núcleo de la experiencia espiritual de Jesús y, por extensión, la de los cristianos. El caso es que en dos mil años los cristianos han vuelto a creer que pueden llegar a merecerse el reconocimiento de Dios con sus buenas obras y sus diversos ritos.

Tiene razón Orrego de invocar la validez de la doctrina para condenar los que parecen ser pasos en falso del Papa. Pero está equivocado porque olvida el Evangelio. Si la cultura cambia, la doctrina debe ajustarse al Evangelio. Si la ciencia hoy niega que la homosexualidad constituya un pecado o una enfermedad, la doctrina debe ponerse al día. Si no lo hace, impide que el Evangelio sea una buena noticia para nuevas generaciones. Pero tampoco atina el profesor en el modo de interpretar una doctrina. Su modo de hacerlo es altamente ofensivo.

Lo que ha sucedido es grave porque la enseñanza sexual de la Iglesia, digamos las cosas como son, se ha vuelto invivible para la inmensa mayoría de los católicos. Las palabras del Papa son una trizadura en el dique. La aceptación de una ley civil en favor de las parejas homosexuales, propugnada o tolerada por un papa, implica obviamente un reconocimiento de la legitimidad de relaciones sexuales extramaritales inconducentes a la procreación. La encíclica Humanae vitae prohibió esta posibilidad. Prohibió el uso de las píldoras anticonceptivas y de los preservativos. Lo que los sectores conservadores de la Iglesia no logran entender es que, debido a los cambios culturales en curso, es hoy imposible a la Iglesia anunciar el Evangelio a los jóvenes (que pueden tener razón cuando experimentan su sexualidad antes del matrimonio porque quieren tomárselo en serio) y a las personas homosexuales (que creen que Dios los creo tal cual son y los alienta a amarse para siempre).

El caso de las mujeres es especialmente doloroso. La encíclica forzó el discernimiento en conciencia que las católicas han debido hacer acerca del número de niños que responsablemente son capaces de educar. Desde 1968 en adelante las mujeres huyeron la Iglesia en estampida. Otras siguieron mascando su culpa, confesándose cada vez que quisieron comulgar en misa. A otras, especialmente desde algunas décadas, les ha dado lo mismo la doctrina de la Iglesia por considerarla una aberración. Otras, en fin, nunca han escuchado hablar de la encíclica.

El Papa acierta cuando, para anunciar correctamente el Evangelio, no considera la doctrina.

Terremoto en la Iglesia Católica

El papa Francisco remece la enseña católica sobre sexualidad. Al aprobar la posibilidad de uniones civiles entre personas del mismo sexo, Francisco aprueba de hecho que haya relaciones sexuales legítimas fuera del matrimonio en todos los demás casos. Si a las personas homosexuales se reconoce el derecho a ejercer su condición, también se ha de reconocer esta posibilidad a los jóvenes que conviven antes de casarse y a todo tipo de parejas que lo hacen responsablemente.

Esta innovación parecerá intrascendente a muchos. La cultura cambió. Pero no es intrascendente para los católicos conservadores norteamericanos ni para muchos africanos. PEl África negra se opone a la homosexualidad. Para los católicos conservadores occidentales que a lo largo de toda su vida han procurado ser fieles a la encíclica Humanae vitae (1968), la postura del papa les parecerá irresponsable cuando no una traición.

Humanae vitae del papa Pablo VI desautorizó relaciones sexuales matrimoniales que no tuvieran por objeto engendrar un niño. La encíclica se hizo famosa por condenar el uso de medios artificiales para controlar la natalidad. Si la jerarquía de la Iglesia solo ha reconocido como legítimas las relaciones sexuales entre católicos al interior del matrimonio, con mayor razón el uso de la píldora anticonceptiva y de preservativos ha debido considerárselo prohibido en las relaciones extramaritales. La postura de Francisco ha sacado una de las cartas de abajo del castillo de naipes de la moral sexual de la Iglesia.

Talvez el papa o quienes quieran interpretar moderadamente sus dichos sostengan que estos solo se aplican al caso de las personas homosexuales. Quizás digan también que reconocer la condición homosexual no significa autorizar su práctica. Pero esto y aquello, por razón de coherencia argumentativa, son interpretaciones inaceptables. Desde un punto teológico incluso, no es posible pensar que Dios haya creado personas homosexuales y les haya prohibido amarse y expresarse corporalmente su cariño.

¿Qué ha pasado para que Francisco llegue tan lejos? La postura de la ciencia y de la misma Iglesia acerca de la homosexualidad haN variado a lo largo de los años. La Iglesia, por su propia fe en el Creador de la razón humana, ha debido acoger la argumentación científica que pasó de considerar la homosexualidad una perversión a considerarla una enfermedad, y de considerarla una enfermedad, a tenerla como una variante de la sexualidad humana. El común de los católicos hoy lo entiende así.

¿Qué sucederá en adelante? Lo normal y responsable de parte de la autoridad eclesiástica, sea este el papa o el próximo, será remirar la doctrina de la Iglesia a la luz del Evangelio. El Evangelio es un fin, las doctrinas son un medio. El pueblo cristiano católico merece una explicación. Ha sufrido ya demasiado la incomprensión y el abandono.

El caso es que la jerarquía eclesiástica se encuentra en un callejón sin salida. Con razón el obispo de Providence, Thomas Tobin, sostiene que “la declaración contradice las enseñanzas de la Iglesia sobre las uniones del mismo sexo”. La disyuntiva es clara: la máxima autoridad de la Iglesia ajusta la doctrina al Evangelio o persevera en ella exacerbando el desconcierto de los católicos que, además de no entender la enseñanza oficial, se hallan estremecidos por los abusos sexuales de los sacerdotes y los encubrimientos de estos de parte de obispos y cardenales.

En la conversación del chileno Juan Carlos Cruz con Francisco tiempo atrás, él mismo víctima de abusos eclesiásticos, el papa le dijo: “que tú seas gay no importa, Dios te hizo así y te quiere así”. En realidad, sí importa y mucho. Es muy relevante que lo haya acogido, le haya exculpado e invitado a vivir el amor plenamente. Importó a Cruz y, por extensión, importa muchísimo al resto de los católicos.

Resocialización en la Educación

La Educación es la más noble de las disciplinas. Me parece que su nobleza se juega hoy en resocializar la cultura. Frente a la plaga del individualismo predominante, se hace necesario recuperar la senda de la fraternidad social perdida. Las causas del individualismo son muchas. La misma Educación lo es, cuando premia más el mérito individual que el colectivo, la competencia en vez de la colaboración.

La Escuela es el ámbito en el que los niños aprenden a ser “compañeros”. Más allá de la reminiscencia política del término, feliz para unos e infeliz para otros, conviene observar en la etimología de la palabra uno de los valores que la Educación puede ofrecer. “Compañero” significa comer con otro de un mismo pan. Si los niños en la Escuela comparten el pan, comparten el estuche y comparten sus amigos, podrán entender que hay responsabilidades sociales, políticas y medioambientales que asumir en compañía.

A fin de resocializar la cultura, las disciplinas más importantes en la Escuela pueden ser la historia y la filosofía. La historia, porque puede ayudar a los niños a entender que las desigualdades que la sociedad ha creado para justificar su funcionamiento no son naturales. La historia muestra que ha habido formas muy variadas de organizar la economía. Y la filosofía, porque capacita para pensar cómo se articulan los bienes particulares con los colectivos, y qué sentido puede tener la vida para aquellos cuya vida parece no tener sentido. Habría que agregar las artes. Pues estas desarrollan en los estudiantes un sensus alter, el sentido del prójimo y el sentido la naturaleza, y estimulan el gozo con los demás y la responsabilidad con los que sufren.

Además de estas tres disciplinas, las universidades podrían exigir una cuarta: un curso de bien común en todas las carreras. Este pudiera orientar a los estudiantes para amar su país y vacunarlos contra la codicia que comienza con el “cartoncito” y termina haciéndoles creer que no le deben nada a nadie. Un curso de bien común debiera dedicar un capítulo a valorar, por ejemplo, la sindicalización de los trabajadores, el pago de impuestos y la copropiedad en las empresas.

Pero las disciplinas escolares o universitarias no son suficientes. Ellas necesitan ser inspiradas, amalgamadas por algún tipo de mística que las una y las conjugue. Resocializar la cultura requiere de una mística, pero no de una cualquiera. No una de evasión de la realidad. Es necesario, creo, una mística social, política y cósmica. La tarea que tiene la Escuela y la Universidad y, para qué decir las familias, es realizar una mistagogía (μυσταγωγία) que libere a los niños del egoísmo, motivándolos a adquirir costumbres y obligaciones solidarias.

Los y las pedagogas, en este sentido, pueden conducir a los niños (παιδίον = niño y ἀγωγός = conducción) en su crecimiento, como lo hacía en Grecia el iniciador (μυητής = iniciador) en los grandes misterios (μυστήριον) de la vida. ¿Cuáles? Mi opinión es que el misterio más profundo de la vida es el amor. Y este, a la vez, tendría que ser el objetivo más alto de la Educación. Esta puede, debe, tendría que iniciar a los niños y los jóvenes en una mística amorosa que les haga pensar en sus pares antes que en sí mismos, y que les facilite la experiencia de saberse amadas por una una sociedad que, además, les confía su futuro y la razón de ser de su descendencia.

La nobleza de la Educación comienza con el amor de los maestros y maestras por sus niños. Nunca la Escuela ha debido consistir solo en acumular saberes y aptitudes, buenas calificaciones y mera preparación preuniversitaria. ¿Es claro hoy en el proceso de enseñanza que el aprendizaje es la cocina de saberes e intereses de la que depende un bien social, y no solo de intereses particulares? En la actualidad esta nobleza estriba en enseñar a los niños a sentir y a aprender que la humanidad y la Madre tierra son un don que les antecede, que los engendró, a la que pertenecen y que les sobrevivirá.

Por lo mismo, la Educación puede precaver a los educandos contra los que se apropian de los bienes producidos por el ingenio humano, no menos que de las aguas, del aire y del silencio. Si el silencio todavía se salva de ser convertido en dinero, como ya lo son el aire y las aguas, los que vivan de la paz interior que da el silencio se convertirán en los guerreros que necesitamos. Porque, además de compañeros que comparten lo que tienen, necesitamos místicos sociales que disparen sus flechas contra el exitismo individual, cultural y legal.

A propósito, ¿pudiera inscribirse una resocialización de la Educación en la nueva constitución? Que la Educación llegue a ser reconocida y financiada como un derecho social constitucional, no basta para que ella cumpla su objetivo socializador ulterior. Aunque, si los egresados saben que el país se hace cargo de ellos, probablemente entenderán que un día ellos mismos tendrán que contribuir al pago de los estudios de los que les sigan los pasos. Un Estado que los cuide con cariño, en fin, podrá motivarlos para ejercer su profesión en beneficio de quienes no tengan con qué cancelar sus servicios. Este tipo de profesionales existe. Son muchos los que no trabajan por plata. Hay también algunos que arriesgan la vida por salvar la de los demás.

¿Qué se aprueba cuando se apruebe?

A estas alturas, es obvio que se votará APRUEBO por una nueva constitución. Pero todavía no es claro para qué se lo hará. ¿Para realizar cambios de verdad o para mantener las cosas más o menos igual?

Se puede votar APRUEBO para no salir derrotado. En política es legítimo aspirar al poder o a no perderlo. Nos pueden molestar las movidas anfibias de algunos políticos, el manoseo de las palabras, pero cierta tolerancia con ellos en arenas tan movedizas es necesaria.

Independientemente de estos driblings políticos, hay buenas razones para votar APRUEBO, razones por cierto de distinta naturaleza. Es atendible, aunque no suficiente, que haya gente que quiera sacudirse la constitución del 80 por habérsele impuesto de un modo fraudulento. Pero este texto ha sido mejorado varias veces por los mismos que lo rechazaron en sus comienzos. No se podía hacer mucho más.

También es atendible sopesar que, de ganar el RECHAZO, el país arderá como en Octubre de 2019, e incluso peor. Las millones de personas que marcharon o golpearon las cacerolas a fines del año pasado pueden reaccionar malamente si, como resultado del plebiscito, queda bloqueada la posibilidad de hacer los cambios que se estiman indispensables. Aún más, debe haber gente que está esperando que gane el RECHAZO para atacar las comisarías, arrancar los semáforos o saquear las tiendas. Pero el miedo a las revueltas sociales, aunque tenga fundamento in re, tampoco puede bastar.

Lo que han de contar son los argumentos de fondo. Uno de ellos es que la noción de Estado de la constitución del 80 no dar más. Esta versión de Estado no garantiza a los chilenos bienes fundamentales como la salud, la educación, la vivienda y las pensiones. A un nuevo tipo de Estado, por el contrario, puede exigírsele que se haga cargo de satisfacer y de financiar la provisión de estos derechos sociales. En otras palabras, estas áreas tan fundamentales para la vida de las personas no debieran quedar entregadas a las empresas privadas ya que estas operan como negocios y no como instituciones de bien público. Ellas no tienen ninguna culpa de hacerlo así, pues son empresas. Su primer objetivo es monetario. Otra cosa es que algunas engañen a las personas como lo han hecho.

Como contracara del término del Estado subsidiario de la constitución del 80, la cual le deja entrar acción cuando las empresas no prestan un servicio por no serles rentable, surge la posibilidad de dar el APRUEBO a una nueva versión de Estado que, sin perjudicar en nada a la empresa privada y a la libertad del mercado, tenga la posibilidad de iniciar actividades industriales y empresariales que orienten el desarrollo del país. Una nueva constitución pudiera declarar, por ejemplo, que las aguas son un bien de máxima importancia y obligar al Estado, por ende, a jugar un rol protagónico en su obtención y cuidado. Un país tan gravemente amenazado por la sequía, tendría que hacerlo.

Otro argumento de fondo para votar APRUEBO es reconocer el carácter de pueblo a los mapuche y a otras etnias, al mismo tiempo que asegurar que el pluralismo cultural y religioso sea protegido y enseñado. Estos bienes merecen un reconocimiento al más alto nivel. Los chilenos necesitan interiorizar en el fondo de su alma al diferente e incluso al adversario. Un Estado debiera fomentar que las escuelas, liceos o colegios enseñen a los niños y a los jóvenes a valorar las discrepancias y a dialogar. Tendría que hacerlo porque estos valores son, en el más amplio sentido de la palabra, un fin espiritual universal. La razón de ser de la humanidad no puede ser solo el crecimiento económico, el bienestar y la propagación de la especie. La reforma del Estado es un medio. La convivencia feliz entre los chilenos, en cambio, es un fin hermoso y deseable.

Por esta misma razón, una nueva constitución no debieran privilegiar a ninguna religión en particular. Pongo un ejemplo: el Estado, y la Iglesia Católica que por historia ha asumido la representación religiosa en el territorio, tendrían que contribuir a que los cristianos, los judíos, los ateos y otros intercambien sus mejores tradiciones y modos de ver la realidad. Continúo con el ejemplo: ¿no podría una nueva constitución instituir un tipo de Te Deum que represente la voluntad de unidad entre iguales en el país? ¿No podría, yendo a lo concreto, presidirlo una machi, y al año siguiente una pastora o pastor evangélico y así sucesivamente otros más?

En suma, se presenta la posibilidad de ampliar al menos dos conceptos: uno, el del tipo de Estado, pues parece necesario quitar a las empresas servicios que, si se consideran negocios, no se prestan a todos o se lo hace con mezquindad y, en cambio, imponérselos al Estado. Otro, ampliar la noción de nacionalidad, pues se ha hecho necesario reconocer la plurinacionalidad del país y auspiciar el despliegue de las diversidades, y su conjugación. Nadie se ría si ve a una machi presidiendo un Te Deum. Un país de poetas sabe que la imaginación nos hará libres y mejores amigos.

Charla: Cómo anunciar el Evangelio a los niños/as hoy

https://www.sanignacio.cl/home/noticias-destacadas/1957-charla-el-anuncio-del-evangelio-hoy

Tarea espiritual de un país pendiente

 

Un déficit de Chile es espiritual. ¿El más importante?

La falta de reconocimiento e integración con el pueblo mapuche es una prueba. Se habla del “problema mapuche”. Este modo de ver las cosas revela exactamente la causa de la dificultad. Lo mapuche para los chilenos es “lo otro”. Un otro difícil, alguien que no deja tranquilos, que algunas veces impide el desarrollo y que siempre conviene pacificarlo. Pero el verdadero problema debiera llamarse el “problema chileno”. Y su solución, que un día todos los chilenos lleguen a sentirse orgullosos de “ser” mapuche.

La dificultad es espiritual, no encuentro mejor nombre. Mientras no se reconozca que el mapuche tiene espíritu, que tiene un mundo interior y derechos propios de personas, Chile estará pendiente. Los reconocimientos en nuestro país son una tarea a medio hacer. Comenzó hace casi 500 años. Ercilla se enamoró de los mapuche. Descubrió en ellos una dignidad admirada por generaciones.

Pero este incipiente comienzo ha tenido un pésimo itinerario. La codicia de los conquistadores no fue mayor que la de la oligarquía chilena del siglo XIX que desconoció al carácter de pueblo a los mapuche. La Corona se había sido obligada a reconocérselo. La República los despojó de su territorio. La ambición cortó el camino a una amistad. Con una violación, difícilmente pudo regularizarse un matrimonio.

Chile es un país enfermo a causa de este pecado. Insisto: el problema es espiritual. Los chilenos han debido avergonzarse del maltrato centenario del pueblo mapuche. En vez de hacerlo, le han endosado la culpa. Inocularon en los mapuche la vergüenza de su cultura, de su lengua, de su raza y de su pobreza. Ha sido una crueldad inaudita. Necesitaban hacerlo para hacer patria en patria ajena con buena conciencia. Los culparon –como suele hacérselo- para defenderse o aprovecharse de ellos. Todo al revés. ¿No han debido ser los chilenos los avergonzados? Los despreciaron como indios, pero no han podido apagar su fogata.

¿Cómo proseguir? Una vez más la pista es el amor. No estamos en cero. Invóquese el amor de tantas nanas mapuche que han criado con cuidado niños chilenos. Recuérdese a personas mapuche que han amasado a los chilenos el “pan nuestro de cada día”. También ha habido avances en el “amor político”, porque los poetas y los intelectuales mapuche hace rato han obligado a revisar la historia. El Estado, por su parte, ha creado becas escolares para niños mapuche, ha iniciado acciones para devolver a los mapuche sus tierras y ha incentivado el aprendizaje del mapuzugun (lengua preciosa, según los entendidos).

La pista es un amor serio. En este caso se requiere una conversión personal y también política. Conversión política, porque la justicia y la reparación son condiciones y expresiones de un amor auténtico. Los temas pendientes son bastante conocidos. Los compromisos sin cumplir, también. No ha faltado buena voluntad, pero sí verdaderos pasos adelante.

Sobre todas las cosas, el país requiere adentrarse en el alma mapuche. Los chilenos han de asomarse a su cosmología y habitarla. En ella se da la posibilidad de armonizar con la tierra y el medio ambiente, de gozar y de sufrir con el mundo al que se pertenece. En el corazón mapuche hemos podido ver independencia, altanería de la buena, mucha inteligencia, porfía, arrojo, amor por la palabra y la conversación. Hay en él un perdón ofrecido a cualquiera que lo pida.

Valga el caso del pueblo mapuche para recordar que en Chile la valoración entre las diversas tradiciones religiosas, culturales, humanistas y raciales está pendiente. Si el chileno algún día llega a afirmar con orgullo “soy mapuche”, en ese mismo momento habrá sido capacitado para decir, con honor y alegría, “soy aimara”, “soy pascuense”, “soy evangélico”, “soy judío”, “soy haitiano” y “soy ateo”, porque los mapuche me han liberado de mi culpa, de mi miedo a los diferentes y de mi codicia. Antes de esto, estaremos en camino, el mejor de los caminos.

Llegó el Apocalipsis

La situación creada por la pandemia del covid es apocalíptica. No se equivocan los catastrofistas. Hay razones para estar preocupados. Millones de latinoamericanos volverán a la pobreza. Hombres y familias se quebrarán. La mujer chilena, la que más, seguirá acumulando depresiones.

Vistas las cosas desde la luna, con un gran telescopio, se dirá que lo ocurre en la tierra es una crisis-dentro-de-la-crisis. Una sindemia. El cataclismo del coronavirus ocurre en tiempos en que la vida, en particular la humana, corre el riesgo de extinguirse. Si la temperatura media llega a 5°, talvez menos, sanseacabó.

La situación es apocalíptica, pero hay una apocalíptica mala y una buena. La mala es alimentada con temores paralizantes. Tal puede ser su impacto en la psiquis que hace que las personas bajen los brazos y se echen a morir. La versión religiosa mala de la apocalíptica ve en los tsunamis, ciclones, guerras, terremotos, inundaciones y plagas como esta del virus, un castigo divino por los pecados de la humanidad. El dios de las sectas apocalípticas suele entregar a un gurú el relato del acabo mundi y el dominio de las mentes de personas incapaces de pasar a otra acción que a la de distribuir panfletos alucinantes.

La buena apocalíptica, todo lo contrario, mueve a la acción con mayúscula. Su origen es bíblico. Surgió unos 150 años A.C. Se contiene en la literatura que quiso hacer justicia a los mártires macabeos que resistieron los intentos por helenizarlos. A las generaciones siguientes los libros apocalípticos prometieron que un día, al fin del mundo, habría un juicio que rehabilitaría a sus víctimas. El Apocalipsis del Nuevo Testamento entronca con esta tradición. Es un canto al Cristo que fallará en favor de los cristianos perseguidos y matados por el Emperador romano. Ellos, gracias a esta promesa, tuvieron esperanza y resistieron como si fuera razonable vivir en un mundo adverso.

Hoy, ¿hay que creer en Dios para dar la pelea contra la fatalidad? Pienso que no. Bastará con “creer” que tiene sentido ejecutar acciones que hagan justicia a los defraudados, al planeta. Acciones trascendentes, a saber, que nos hagan pasar de la defensa de los intereses particulares a la celebración de un mundo compartido. Compartir la tierra es trascendente. A quienes quieran compartirla, una buena apocalíptica les diría que tengan esperanza, que luchen, que crean que habrá algo así como un “Juicio final” en el que se sabrá a las claras que sus luchas tuvieron un valor eterno. Esta “fe” apocalíptica, en vez de aterrar, paralizar e inhibir, mueve a interrumpir el curso de la historia y, para ser concretos, a combatir las causas de la crisis-dentro-de-la-crisis que está llevando a la humanidad al despeñadero.

¿Qué causas son estas? Lo es, en primer lugar, la Bestia del capitalismo que nos unce como a bueyes para ultrajar la tierra, para extraer el concho de vida que le queda, como si pudiera ella aguantar cualquiera humillación. Lo somos todos los que hemos lastimado a Gaia, el mundo como ser vivo, como madre nuestra que nos alumbró, nos nutre y que tan mal hemos tratado.

¿Qué se puede hacer? Primero, resistir. Nadie nos puede obligar a comprar esto o aquello. La cuarentena, que ha frenado en seco nuestra frenética costumbre de consumir, nos abre la mente para imaginar otros estilos de vida. La chantada ha sido fenomenal. Sirva para ganar libertad. Que nos vendan es una cosa, otra que tengamos que comprar.

Segundo, es el momento de tomar iniciativas. Sigamos con los ejemplos mercantiles. Si quieres comprar maceteros para plantar tomates, en vez de pagar por dos de plástico, puedes comprar uno de greda. “¿Y si me sale más caro?”. “Paga, y basta”. “¿Y si no me alcanza?”. “Endéudate”.

Es también la hora de la acción política. En vez lloriquear contra los parlamentarios, los ministros o el presidente –motivos siempre sobrarán- óptese por los candidatos que le convienen a nuestra Madre Tierra. Désele el voto a quienes tal vez en el corto plazo no convenga a nuestro interés individual, pero en el futuro sí. Vótese por los políticos que tendrán el coraje cortarle las uñas al Dragón.

El neoliberalismo o nosotros

Temprano por la mañana un trabajador de la construcción se acerca al kiosco. Ismael le responde: $ 600.-. Le pasa el café. Uno dice “gracias” y el otro le dice “gracias”. Más tarde, a las diez, se acerca Miguel, un hombre en situación de calle. Recibe un café gratis. Sonríe: “gracias”. “De nada”. “¿No paga?”, pregunta un escolar. “Él, no”. Responde Ismael y se frota las manos porque todavía hace frío.

El niño no entiende. Todavía no sabe cómo articular la lógica de la justicia con la lógica del amor. ¿En qué consisten? ¿Son separables?

Vamos por partes: ¿existe el amor? Obvio, dirán los enamorados. Si miramos las cosas con microscopio, sin embargo, hay buenas razones para pensar que lo que prima en las relaciones humanas, al final del día, son grandes y pequeños contratos, millones, que constituyen un tejido social. “Si tú me das, yo te doy”. Un biólogo determinista o un filósofo materialista podrían decir a los mismos enamorados que la suya, en realidad, es una relación contractual estimulada por un sentimiento jugoso que facilita correr el riesgo de la infidelidad al contrato. El enamorado sería un interesado, un egoísta disfrazado de generoso.

Pero, ¿es el amor un mero contrato entre partes interesadas? ¿Es la sociedad nada más que un pacto social? Digo que no, pero no tengo como probarlo. El mío es un acto de fe: creo en personas que, como Ismael, dan sin esperar contraprestación; o dan las gracias, cuando lo único que les es obligatorio es entregar el café que les compraron. Creo en el amor que motiva la celebración de un contrato, el amor que se alegra con la ganancia de la contraparte, que puede urgir ante los tribunales el cumplimiento de la palabra dada y también perdonar las deudas a los deudores.

¿A qué voy? No es mejor el amor de Ismael al dar un café gratis a un mendigo que al vendérselo a quien puede pagarlo, sabiendo que lo hará feliz al tomárselo. Creo que una sociedad necesita de este tipo de amor, el mismo amor en sus dos aspectos. El amor que impide que unas personas vean en las otras nada más que un cliente.

Llego al punto: el neoliberalismo no cree en este amor, solo entiende de contratos de compra y venta. Nos está matando. El neoliberalismo es el dios de las AFP, de las farmacias, de la educación pagada, de la salud pagada, de las viviendas pagadas. Lo que todavía está por verse es, de terminar las AFP, por ejemplo, el liberalismo económico y político que fragmenta los partidos y convierte al prójimo en un consumidor, será derrotado o reciclado.

Dicho en otros términos, los super ricos hoy están en la mira. Por fin. Pero el asunto no es solo obligarlos devolver al pueblo con impuestos lo que le han quitado mediante una un Estado y leyes a su medida, sino hacer estallar la colusión subjetiva, invisible, cínica, entre los más ricos y un pueblo que ha interiorizado su avaricia. No será fácil que los chilenos se saquen del alma el mezquino que han cebado por décadas. ¿Tampoco los jóvenes? Da la impresión que los jóvenes de esta generación piensan no deberle nada a nadie, como si el pasado no existiera, como si la libertad que tienen para hacer cualquiera cosa no fuera el fruto de una liberación, la liberación que a las generaciones anteriores les costó sangre.

Esto es lo que pienso: una sociedad requiere de amor y de justicia. La justicia tiene que ver con contratos que se cumplen (do ut des); con impuestos que redistribuyen lo que pobres y no-pobres han ganado trabajando juntos. Pero la justicia, en última instancia, es nada más que un aspecto del amor por los otros singularmente considerados y como sociedad. El amor sin justicia es caridad de la mala, puro paternalismo. La justicia sin amor perpetúa la división y el individualismo. Es peligrosa. El amor, cuando es tal, cuando es mucho más que un sentimiento jugoso, implica la justicia y solo la consigue cuando considera que, para salir ganando, es necesario comenzar perdiendo.

La sociedad es un pacto social. Para serlo, empero, requiere de amor político. En Chile llegó la hora de la justicia. Pero no la conseguirá con el egoísmo que le inoculó una cultura que nos ha convertido en clientes y electores en oportunistas. Dos debates debieran tener importancia en la elaboración de la próxima constitución: la revisión del estatuto de la propiedad, pues hay mucho que restituir y reparar; y la regeneración de las disposiciones jurídicas que fortalezcan la democracia, porque los partidos no pueden continuar multiplicándose y los ciudadanos no pueden seguir votando cuando les dé la gana.

Entrevista con Marcos Sala

La Iglesia catacúmbica

La Iglesia catacúmbica sobrevive bajo tierra. No se la ve. No aparece en los medios. Se la creía extinguida. Existe. Arriba hay cenizas, abajo brasas.

En toda América Latina reverdece la solidaridad en las comunidades eclesiales de base. Es la Iglesia de los pobres del Concilio Vaticano II y de la Teología de la liberación. Hace dos mil años los cristianos leen la Parábola del Buen Samaritano (Lucas 10, 29-37). En Chile las ha activado la revuelta social de octubre y la pandemia del Covid-19.

Son mujeres que paran ollas comunes. Se han puesto el delantal, guantes en las manos, mascarillas en la cara y mallas en la cabeza, y guisan a lo largo de la mañana para cualquiera que a mediodía llegue con hambre. Son hombres que pelan papas. Llevan raciones a los contagiados. “Hoy carbonada”, anuncia por el whatsapp una religiosa. Ayer fue “arroz con pollo”. “Mañana habrá lentejitas”, me avisan. Trabajan largas horas. Hacen turnos.

¿De dónde sacan dinero para tanto gasto? De sus propios bolsillos en primer lugar. Los pobres ayudan a los pobres, nada nuevo. Pero también gente que tiene recursos ha comenzado a dar generosamente. Unos ponen $1.350 (que vale un kilo de pan). Otros, $200.000 (148 kilos). Tipo 17:30 se distribuye el pan-nuestro-de-cada-día: un kilo de pan por familia. El pan viene quemante, recién salido. Las comunidades apoyan con gas para calentar la comida, con parafina para entibiar a los ancianos. Si no les alcanza el dinero, van a las ferias por si los feriantes les convidan verduras.

Esta es la Iglesia catacúmbica. No hace declaraciones de amor. Ama, y punto. Es una Iglesia de personas que no buscan aplausos. Les importa poco la vida eterna. Sus penas, son las penas de otros. Sus alegrías, las de los demás. Arriesgan sus vidas y las de sus familias, se cuidan justo y lo suficiente. Son héroes, heroínas y podrían terminar de mártires. Habitan las catacumbas con velas de esperanza.

Los domingos por la tarde, ya a oscuras, se reúnen para rezar. Se comunican por el Meet de Google a través de sus celulares. No tienen misa porque les da lata ver a un cura comer solo. Pero no les falta lo principal: recordar al Jesús entregado por completo a anunciar el Evangelio a los pobres. No comulgan con hostias. Lo hacen con las palabras con que Jesús multiplicó los panes y los peces. Rezan, se arrepienten de su egoísmo, piden por los enfermos, recuerdan a sus muertos, comparten su agobio, lloran y organizan rifas para solventar la sepultura de un amigo del pasaje al que lo mató el famoso virus.

¿Dónde está la Iglesia? Se pregunta tanta gente. Se podría averiguar en el portal de la Iglesia en Chile. En todas las diócesis hay en estos momentos valiosas iniciativas de generosidad. Parroquias, capillas y sedes se han organizado para abrir ollas y fabricar canastas. Hay casas de retiro reorganizadas en residencias sanitarias y otras obras de caridad.

Pero, ¿dónde está la Iglesia? Se pregunta la gente común para referirse a las autoridades eclesiásticas. No lo saben los cristianos desinformados de estas actividades o personas que echan de menos a la generación de obispos liderados por el Cardenal Silva Henríquez. Si hoy por hoy lo que ocurre en la realidad no aparece en los medios, cabe preguntarse qué pasa. ¿Los medios tienen censurados a los obispos o los obispos evitan las cámaras?

Se podría pensar que si la Iglesia habita en las catacumbas, comparte sus bienes, reza y canta como los primeros cristianos, no hay de qué preocuparse. El problema es que estos cristianos habitan galerías no conectadas unas con otras. Si nadie las representa, nunca sabrán qué las une. La representación de la unidad es fundamental en todas las organizaciones sociales o políticas. Las personas que pertenecen a estas necesitan ver a sus autoridades, enterarse de que comparten sus preocupaciones, que se las confirma en sus iniciativas y que se la cuida. En la Iglesia chilena de hoy los cristianos tendrían que poder reconocer los rostros y saber los nombres de sus obispos, y comprobar que los anima un mismo espíritu y una misma misión.

Impuestos reparadores

“Los ricos roban, el Pueblo recupera”. Este grafiti de la revuelta social de octubre aterra. Todavía está en los muros del negocio de la esquina. La pandemia del COVID-19 ha agravado aún más la situación del país. ¿Qué quedará para recuperar?

La catástrofe en la que estamos, sin embargo, es ocasión para una verdadera mejoría. El país tiene una oportunidad única de hincarle el diente a la desigualdad. Pero no bastarán los US $ 12 mil millones que, a modo de respirador artificial, han de salvarlo. Llegó la hora de pelar bien el chancho. ¿Cómo? Urge modificar el concepto de impuestos.

¿Qué son los impuestos? Los que tienen más suelen creer que son una injusticia. Piensan que el Estado les sustrae lo suyo. Que les quita lo que han ganado con esfuerzo o que los priva de la herencia sagrada que les dejaron sus antepasados. Es posible, sin embargo, afinar el concepto. Entre varios aspectos que tiene la idea de impuestos debe estar la de una devolución. Miradas las cosas con lupa, a generaciones completas se les despojó de lo suyo o de lo que merecieron con sudor y sangre. ¿Se lo robaron los ricos? ¿Roban los ricos hoy? Es odioso plantear las cosas en estos términos. No se puede meter a todos los ricos en el mismo saco. Pero estos, por parejo, deben reconocer que el acervo monetario, patrimonial, social, político, cultural y religioso, contribuye significativamente a asegurar e incrementar su capital y su poder.

El caso es que los impuestos afectan a ganancias y posesiones actuales, pero no siempre se considera que, además, tienen que ver con historias de enriquecimiento injusto. Las herencias tienen rostros. Unos han heredado el color. Son rubios, ojos claros. Heredaron la manera de hablar, de caminar y de reírse. Los gustos. De padres a hijos se transmitieron apellidos y contactos. Pudieron estudiar en el colegio de sus padres, de sus abuelos. Entraron sin problema a las mejores universidades. Aún más, han llegado a sacralizar su estatus con una religiosidad que les ha hecho creer que son superiores al resto.

Los pobres, en cambio, han heredado la miseria por generaciones. Apellidos, rostros, estatura, taras, pintas, modos de saludar, modos de despedirse, ¿Algo más? Son huesos, son pieles, de pueblos originarios, de migrantes, de mineros y de campesinos. Es cierto que según los estándares quienes fueron pobres en Chile hace algunas décadas han pasado a formar parte de una gran clase media. Pero esta es vulnerable porque el Estado hoy no le asegura educación de calidad, ni vivienda, ni salud, ni pensiones dignas. Cuando termine esta pandemia, ¿seguirán esperando los herederos de los daños lo que cae de la mesa de los herederos de los privilegios?

Terminada la catástrofe el capitalismo volverá rampante. Pero el neoliberalismo, un hijo legítimo suyo, hijo que juega en favor de la acumulación de la riqueza, del prestigio y de variados privilegios, podría ser contrarrestado. El neoliberalismo (de derecha y de izquierda) ha desprestigiado a la política, ha hecho de los chilenos seres individualistas, ha liberado el voto, ha endilgado la jubilación a gentes con trabajos precarios y se ha servido del Estado para favorecer al 1% más rico de Chile. Estos poseen el 22,6 % de los ingresos y riquezas (Cepal 2019).

Se dirá que no es el momento para tocar el sistema impositivo mas que para reactivar una economía a punto de colapsar. Probablemente sí. Pero se puede remirar el concepto y, a reglón seguido, crear las condiciones para modificarlo. El país no debiera perder una oportunidad única de hacer un pacto social en serio. Los partidos políticos, hasta aquí, han dado dos grandes pasos. Falta el más importante. Pactaron un plebiscito para revisar el orden constitucional y pactaron un endeudamiento para superar la crisis del COVID-19. Ahora tendrían que concordar una idea de país más justa, a saber, una basada en un modo de entender la propiedad que integre en la noción de impuestos las restituciones debidas a las víctimas históricas de los mecanismos de acumulación y concentración de la riqueza.

¿Podrán los políticos innovar al respecto? ¿Les ayudarán los economistas en esta tarea? ¿Votará la ciudadanía en favor de un nuevo concepto de impuestos o seguirá votando a tontas y a locas por la derecha o por la izquierda, confundiendo la justicia social con la repartición de cajas de alimentos y bonos?

En Chile se hereda la riqueza y se hereda la miseria. Justo ahora que el país enfrenta una crisis económica y social de marca mayor, se abre la posibilidad de reparar. Es bueno que continúe la costumbre de que todos los ciudadanos sean contribuyentes. Los más pobres pagan y debieran seguir pagando el IVA o algo parecido. Pero ningún peso que impongan los más ricos debe considerarse el precio de una contraprestación ni tampoco un acto de caridad. En su caso, los impuestos debieran ser sobre todo, además de una forma de redistribuir las ganancias, un modo de restituir a los histórica y sistemáticamente defraudados.

Elogio de los políticos

Da miedo elogiar a los políticos. Lo hago con temor y contra el temor. Hoy, más que nunca, merecen un reconocimiento y un voto de confianza.

El caso es que los partidos políticos chilenos han alcanzado dos acuerdos de gran importancia en muy poco tiempo. Gracias a ellos, en cuestión de seis meses, el país ha revertido dos match point seguidos. El plebiscito en tabla de un eventual cambio de constitución no tiene precedente en la historia de Chile. Nunca la democracia chilena había creado las condiciones de su propia posibilidad. El acuerdo por apagar la catástrofe humanitaria causada por el covid-19 y reactivar la economía de hace unos días es una decisión política, sí, política, aunque sustentada por economistas y promovida por los médicos. Así deben ser las cosas. Los profesionales ponen un piso a compromisos que asumen los responsables primeros del bien común. Estos, en ambas oportunidades, han legislado para recuperar el país y enrumbarlo.

¿Ayudarán estos acuerdos a encauzar la vida en sociedad de los chilenos? La incertidumbre es hoy enorme. Pero las soluciones políticas concordadas son notables. La política es un arte difícil de entender. Cuesta hacer fe en los propios representantes porque los vemos discutir, traicionarse, denostarse unos a otros a cada rato, y luego tomar desayuno juntos como si nada hubiera pasado. Todas las profesiones tienen códigos herméticos para el común de la gente. Los expertos ciertamente son criticables, es indispensable poder hacerlo. Nuestros partidos y nuestros políticos, exasperantes en lo chico, han atinado en lo grande.

Conviene, con todo, mirar un rato la rabia contra la clase política. Sin duda la ciudadanía tiene fundamento in re para abucharlos. ¿Cómo no indignarse con las maneras de financiar sus campañas? ¿Con sus vínculos con la empresa privada? ¿Con pretender reelegirse atrayendo las cámaras? Es un dato, no una opinión, que entre los peritos de la política y el resto de la ciudadanía se ha creado un foso de incomunicación.

Pero la ciudadanía, ¿lo hace mejor? Desde que se liberó el voto, todavía ha sido posible ver un a viejo de corbata ir a las urnas a cumplir con su deber cívico. Este viejo volverá a ponerse la corbata para la elección siguiente aunque le vaya mal con la izquierda una vez y con la derecha la otra. No así una enorme cantidad de ciudadanos que no están yendo a votar. ¿Un 50 %? Muchos de estos se levantan tarde y se pasan la tarde en el sillón comiendo papas fritas, y esperando los resultados electorales. En los años próximos dispararán contra el presidente cuya elección pudieron impedir con su voto pero por confusión mental –rara mezcla de principios y de lata- no impidieron. Algunos no han acudido a votar con esta frivolidad, se han abstenido para protestar. Bien. Pero que asuman las consecuencias.

Esto no obstante, debe decirse en defensa de la ciudadanía, de la clase política y de la política en general, que la actividad sufre las consecuencias de cambios culturales y sociales mayores. Es sabido que las instituciones están en crisis. El capitalismo nos ha puesto a todos por parejo en una competencia por el dinero, ¡por la vida!, nunca vista. ¿Qué profesional puede estar al día de lo que se espera de él?

Otro factor más: las nuevas tecnologías de la comunicación suministran una cantidad infinita de información que permite a los ciudadanos ejercer un escrutinio de las personas calificadas, y de los políticos particularmente, muy exigente, pudiendo también ser engañadas por datos y noticias falsas.

En muy poco tiempo el país ha pasado de la capucha a la mascarilla. Con razón los chilenos arremetieron contra los políticos por haber cedido el país al neoliberalismo. Ahora último, ante un virus cachañero que exige cerrar filas en su contra, los compatriotas se han visto obligados a confiar en el gobierno. ¿Con confianza acrítica? Sería lamentable. El triunfo no está a la mano. Pero la convergencia crítica entre los ciudadanos y sus políticos, aunque no asegure la victoria, constituye el principal instrumento para lograrla.

Se barajan las cartas

Lo que ocurre se parece a un juego de naipes. Terminó una mano. Todo de nuevo. El mismo mazo. La misma posibilidad de ganar. Pero las cartas serán otras, otro el modo de jugarlas. Se barajan las cartas. Se reparten. Esta vez puede irnos mejor.

¿Qué sucede, qué sucederá dentro de poco? En lo inmediato se sienten los efectos de la catástrofe sanitaria y social del covid-19. Enfermos, muertos. Hambre. Crisis psicológicas varias. Parejas que terminarán odiándose. Niños pobres que no pueden seguir las clases por internet, evidencian la desigualdad de la sociedad en que viven, y que renuevan. Penas de todo tipo. Muchos de los que han salido de la pobreza volverán a ella. Se acabó el sueño de las vacaciones en el sur, del ranchito en la playa. Los hombres sin trabajo difícilmente se reconvertirán. Se quebrarán. La historia es conocida, basta volver a los ochenta. Las mujeres tendrán que parar la olla. Pero seguirán acumulando depresiones. Es un dato que las chilenas hoy suman una depresión tras otra.

A algunos, empero, les está yendo bien. Los vendedores de máscaras no se quejan. Se arreglaron los bigotes. Los especuladores seguramente están ganando. Son expertos en ríos revueltos. El narcotráfico está complicado, pero su resiliencia es envidiable.

Hay cosas que no cambiarán. A grandes y a niños les seguirán gustando las papas fritas. Sería extraño que alguno no haga pucheros con una película romántica. Será muy difícil controlar al capitalismo que lleva al planeta al colapso. Volveremos a una competencia feroz por la sobrevivencia y por aparentar. Nos harán comprar lo que quieran que compremos. Nos vigilarán para saber si efectivamente lo hacemos. Los algoritmos, el big data, adivinarán cada vez más los movimientos que puedan poner en peligro los intereses de la sociedad de consumo.

Pero hay también cosas que pueden cambiar para bien. En las grandes agitaciones de la historia hay algunos fuera de serie que “miran” y “ven”. Se adelantan. Abandonan lo conocido para incursionar en otros territorios. Le abren el camino a los que siguen detrás. Aunque no es necesario ser geniales para inventar nuevos y mejores modos de vivir la vida. Talvez no se podrá cambiar el “qué”, pero sí el “como”.

Es de esperar que de esta tragedia surja una humanidad de más calidad. No será posible sin una especie de conversión del corazón. ¿En qué consistirá? Es impredecible. Será preciso, en todo caso, reconocer lo principal para poner lo secundario en su lugar. Nuestras vidas se han llegado de superficialidades. Es cosa de abrir los roperos. Sobra de todo. ¿Qué es lo que de verdad nos falta?

La revoltura que experimentamos es ocasión para meditar acerca del tiempo que damos a esto y a aquello, y qué ajustes podemos hacer para aprovechar mejor las horas. Las horas son pocas. ¿De quiénes queremos encargarnos y de quiénes no podremos hacerlo? Somos limitados. Hay que reconocer que no nos dan las fuerzas para asumir cualquier responsabilidad. Un asunto de primera importancia será revisar a quiénes queremos “dar” y cómo hemos de “recibir”, porque dar es difícil, pero para recibir se requiere todavía más ojo.

El mismo juego, las mismas cartas. La ilusión de ganar, también la misma. Ojalá en esta mano nos concentremos en vez de chacharear.

En la actual situación de trastorno general de la vida, se nos da la posibilidad de mirar con atención para ver qué queremos más, qué queremos menos, e invertir toda la energía en seguir cada uno su estrella.

El cristianismo busca su adjetivo

Busco un adjetivo para el sustantivo “cristianismo”. De tantos cristianismos posibles, a lo largo de dos mil años, ¿qué es hoy el cristianismo?

Este, además de ser una religión, es una razón de ser de la humanidad entre otras muchas posibles. Es una que tiene la pretensión de articular fe y razón. No es mera fe. Es fe en un Dios que obliga a la razón operar como amor por el ser humano.

A los cristianos en todas las épocas les es imperioso dar a entender con palabras y con obras qué entienden por cristianismo, a riesgo de traicionar precisamente su razón de ser. ¿Cuál es el adjetivo que pudiera hacerlo comprensible en tiempos de una pandemia que hace imaginar nada menos que en el término de la especie?

Hoy se ensaya un cristianismo virtual. ¿Es este un buen adjetivo? Los contactos están vedados. No podemos contagiarnos. En su defecto, los cristianos se contactan mediante misas y oraciones virtuales. Pero mientras no puedan tocarse, hablar cara a cara y comulgar con una hostia verdadera, estos encuentros en alguna medida carecen de la participación que el Concilio Vaticano II quiso que tuviera la liturgia.

Esto mismo da pie para hablar de un cristianismo pendiente. Mientras el cristianismo sea solo virtual, algo fundamental faltará. La eucaristía está incompleta mientras haya hambre en el mundo. Pues allí está el personal de la salud que da de comer a los enfermos en la boca, a sabiendas que un estornudo puede llevarle a la tumba. Es comprensible que en los servidos públicos haya cristianos que no quieran arriesgarse. Tendrán buenas razones para excusarse. El cristianismo es cosa de testigos y no necesariamente de mártires, pero quienes ofrecen su vida para alimentar y cuidar a los demás, crean o no en Dios, le indican a los cristianos, y no solo a los cristianos, por dónde seguir. Pendiente es un buen adjetivo, pero es insuficiente porque ya ahora hay cristianas y cristianos que no temen el martirio.

Los cristianos mártires recuerdan, a la vez, un cristianismo catacúmbico. En su tiempo hubo algunos que escapaban de las persecuciones del Imperio romano escondiéndose en las catacumbas. Es obvio que los cristianos, al igual que los ateos y los agnósticos, están hoy fondeados por temor a enfermarse y por no enfermar a los demás. Se los manda la ley y se lo piden sus autoridades religiosas. Se someten a lo mandado. Es lo que hay que hacer y solo una verdadera emergencia puede autorizar su incumplimiento.

Pues bien, por esta misma razón esta norma no siempre se cumple. También se da un cristianismo a escondidas. En los sectores pobres hay personas y comunidades que ofrecen comida a gente con hambre, reparten canastas, compran balones de gas a los abuelos, se las rebuscan para llevar remedios a los enfermos. Estos cristianos corren el riesgo de que les pasen una multa. Es decir, el adjetivo catacúmbico tampoco sirve del todo. Abre la puerta a la posibilidad de no cumplir mandatos pero, una vez abierta, puede olvidar cerrarla.

En cuanto transgresivo, este cristianismo es también aguerrido, viril. Se atreve desoír una norma con tal de ser fiel a la justicia y a la caridad. Pero viril, sabemos, es una palabra ambigua. Mejor dejarla de lado porque suma en favor del catolicismo eclesiástico que pone a las mujeres a jugar en segunda división. Viril proviene del latín vir que significa varón, y que se asocia con una raíz indoeuropea, *wiro, que denomina a un hombre fuerte. Conviene prescindir de este adjetivo porque el cristianismo recién descrito tiene que ver con las enfermeras y las auxiliares, mujeres que hacen lo que hacen por amor y no solo porque se trata de su trabajo.

El ícono del cristianismo en la actualidad son estas mujeres y otras más, católicas, evangélicas, creyentes o no creyentes que, con trabajo o cesantes, han parado una olla común y, con máscaras y guantes, hacen turnos para cocinar, todo para devolver la mano a quien alguna vez hizo otro tanto por ellas. Devuelven la mano a alguien de quien quizás nunca supieron su nombre.

El cristianismo no tiene adjetivo. No tiene nombre ni apellidos. Se llama como se llaman las personas que hacen que la humanidad ame a la humanidad.

SUELTEN A LOS VIEJOS

Presumimos que la decisión de la autoridad de decretar cuarentena para los mayores de 75 es razonable. La situación es catastrófica. Los mayores de edad tienen más posibilidades de contagiarse el virus.

Pero, ¿anima al decreto el deseo de cuidar a los viejos? Si este es el caso, no termino de ver por qué la prohibición. Solo la entiendo si se trata de evitar un aumento de las demandas de auxilio, habiendo pocos medios médicos de cuidado y de cura. Las camas, los respiradores y, sobre todo, el personal de la salud en peligro de contagiarse y morir por atender a los enfermos, son limitados.

Aun así, pido que se considere lo siguiente.

Es triste llegar a viejos. Es verdad que las situaciones pueden ser muy distintas. Hay mayores felices. Los que no lo son, además de acarrear con los errores de la vida propios y ajenos, a menudo viven afligidos por la soledad, por la pobreza, por la ignorancia progresiva en la sociedad de los conocimientos y, en algunos casos, por la vergüenza de los pañales y demases. Hoy, cuando la vida se alarga fácilmente a los 90 y los 100, sus condiciones después de los 70 son muy distintas a las de épocas anteriores.

Las actuales circunstancias han agravado el penar de los viejos. Más de alguno se habrá preguntado si volverá algún día a ver el mar. ¿A irse de paseo al campo? ¿A alguno de los cajones cordilleranos? No sería raro que una abuela mantenga la ilusión de un nuevo romance. ¿Por qué no? Pero, ¿por Zoom? ¿Qué panorama puede ser para los abuelos pasar el resto de la vida jugando canasta? Siendo que, por otra parte, una de las recomendaciones médicas más importantes es que hagan ejercicio, suelten las piernas, se cansen un poco.

El momento actual es aún más exasperante para los adultos que, superando los 75, están en óptimas condiciones físicas e intelectuales, algunos como no lo habían estado nunca, para trabajar y trasmitir a los demás una experiencia invaluable. Una persona que lamentablemente ha tenido que trabajar desde los doce años con una pala y cargando sacos, a los 60 suele estar destruida. Pero los que no, los que han tenido la dicha de llegar rozagantes a los 80, deben estar airados contra la medida del gobierno. Aún tienen mucho que aportar, y que gozar. Aunque no fuera así, creen tener un derecho, si no legal, moral, a decidir qué riesgos quieren correr. ¿Que se van a morir? Claro que lo saben. Todos tenemos los años, los meses, los días, las horas y los minutos contados.

La prohibición comentada no se justifica como protección de los viejos. Es verdad que a ancianos con demencia senil es necesario impedirles algunos movimientos, cerrarles la puerta con llave para que no se arranquen de la casa, etc. A otros urge quitarles las llaves del auto. Pero para esto están sus familiares o las auxiliares del hogar. La sobreprotección para los demás casos, en realidad, para todos los casos, agobia, hace sufrir inútilmente.

Por cierto, hay mayores que igual salen. Algunos, suponemos, se escapan. Dan una vuelta a la manzana, se fuman un pucho al aire libre, vuelven. Otros necesitan salir por cuestión de sobrevivencia. A cada rato la televisión entrevista personas mayores que van a comprar verduras a la feria, a comprar un remedio, a buscar una canasta a la capilla o para colaborar en la cocina de la olla común. ¿Algún inspector municipal se atrevería a multar a estos viejos que infringen la ley? Sería absurdo. No lo hacen aunque se trate de un viejo verde.

En suma, no sé exactamente qué debiera estar prohibido por ley. Solo pido que suelten a los viejos apenas se pueda hacerlo.

Los otros como peligro

Los otros siempre han sido un peligro. Pero hay peligros buenos y peligros malos. “Huele a peligro”, canta Myriam Hernández. No sé en qué sentido lo dice. No me acuerdo del resto de la canción, pero la expresión pone los pelos de punta.

Me tincan dos cosas. Una, que alguien se comienza a enamorar de una persona que tiene ya un compromiso definitivo. En este caso, se trata de un riesgo que es aconsejable evitar. La otra, que alguien se enamora de una persona libre, sin un vínculo de por vida con nadie. Es un peligro distinto, en este caso el que nos entre en la vida otro, otra, que nos desordene el corazón, la cabeza. Si es así, el riesgo hay que correrlo. ¿Siempre? Habrá que verlo. Pero es claro que de eso depende la mayor de las felicidades. Son oportunidades que es mejor no dejarlas pasar.

Vivimos una situación muy peligrosa. No es algo completamente nuevo. El otro, la persona que tenemos delante nos resulta amenazante. Incluso gente muy querida puede contagiarnos el COVID-19, la enfermedad y la muerte. Un amigo, una hija, un empleado, la jefa… el peligro es mortal. No es extraño que unos seres humanos puedan acabar con sus semejantes, recordemos las guerras y los genocidios, pero se nos había olvidado la lepra, otras epidemias y pandemias, experiencias tremendas en que el “prójimo” nos amedrentó, aterrorizó y llegamos, incluso, a considerarlo nuestro enemigo.

Tenemos miedo. Evidentemente hemos de evitar los contagios, por los otros más que por nosotros, diría un cristiano. Héroes, heroínas, se acercan al martirio. Es mucho lo que debemos a ese ejército de personal de la salud, funcionarios públicos, repartidores en bicicleta y tanta gente que ayuda a conjurar la amenaza del virus.

Tienen mucho más miedo, por cierto, las personas mayores. A algunas las atemoriza morir. Obvio. A otras, que las puedan encerrar de por vida, que ni siquiera las dejen despedirse de sus nietos. Tienen, tenemos miedo y pena.

Con todo, estimo que la situación que padecemos no es el peligro mayor. El peor de los enemigos consiste en encerrarnos en nosotros mismos, impidiendo entrar a nadie, pensando que adentro nuestro podemos escapar de los demás. Esta, en realidad, es una trampa. El ego, sin los demás, termina por devorarse a sí mismo. Hace daño a los otros por acción u omisión y, tarde o temprano, se arruga y huye incluso de su sombra. El ego desarrolla estrategias para librarse de aquellos que cree que le pueden perjudicar. “Cuídate”, dice a sus semejantes. Pero esta bella expresión puede expresar amor y, a la vez, todo lo contrario. En ella también asoma un “hazte cargo de ti mismo”: yo, ego, no quiero que me toques. “No me toques”. Al ego no le gusta el tacto, no se contacta con los demás, porque le pueden pedir plata, tampoco se contacta consigo mismo, porque puede descubrir precisamente que es egoísta.

“Huele a peligro”. Este olor marea nos aturde. A pesar de todo no estábamos tan mal. Veníamos haciéndonos cargo de las demandas del estallido social, pero se nubló el cielo y arrecia un temporal de bichos, alertas y recomendaciones, que nos hacen esquivar las manillas y las miradas.

Pero si se trata de poner las cosas en orden, el más penoso de los peligros no es que los demás nos toquen, que los toquemos, sino irse a la tumba intactos. ¿Se entiende? Nada habrá más triste que volver a levantar el mundo segregado en que hemos vivido, clasista e injusto. Por el contrario, una época mejor puede advenir. ¿Por qué no?

Dependerá de nuestras generaciones abrirnos a los prójimos, a su originalidad, a su encanto y a sus depresiones, a sus historias recordadas y por recordar, y dejar que nos desorden la casa y nos mejoren. El nombre de una nueva época podría ser “generosidad”. Esta es la vocación del género humano. El peligro que nos aterra no debiera tragarse a la humanidad. Todo depende de qué se entienda por peligro.

EL DISCERNIMIENTO DE JESÚS

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LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL DE JESÚS

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Tentación de fuga mundi

Toda época tiene su fuga mundi. El ser humano localizado en territorios, radicado en el tiempo que le ha tocado vivir, experimenta la tentación epocal de escapar de los horrores que lo amenazan. El miedo colectivo genera guerras, predicciones atroces, voces de vírgenes, inmolaciones masivas lideradas por fanáticos que ofrecen salvaciones extraplanetarias. La buena apocalíptica estimula la lucha contra las adversidades. Contra los imperios, los tiranos. Es movida por la esperanza del triunfo. La mala apocalíptica, en cambio, inspira una huida del mundo, una fuga mundi. 

¿Cuál es la nuestra? La tentación que provoca el covid19. Segunda, la causada por la catástrofe medioambiental, la extinción de las especies y la transformación de la Tierra en un vertedero. Los chilenos, si sumamos a estas la explosión social y la sequía, nos dan ganas de irnos no importa a dónde, de fugarnos. ¿Qué hacer?

Hay dos fugas posibles: una allí afuera, otra acá adentro. La fuga “allí afuera” se da simbólicamente en la calle. Se nos dice: “distancia social”. ¡Quién puede discutir que se trata de una recomendación sensata! El problema es que la tentación de allí fuera, tentación de romper la distancia social, de abrazar a los amigos, de hablarle a alguien en la oreja, es menos grave que la de eternizarse en las distancias o a quedarse a vivir en el mundo virtual. La mayor tentación de la calle es valerse del cumplimiento de una cuarentena tan razonable, terminando por acostumbrarse a huir de los demás; de ese, de esa, que no quiero que me contagie su pena, su necesidad que tiene de mí, de entrar en mi corazón y conmoverme. La peor tentación en la calle es consolidar la segregación social típica de ciudades grandes como Antofagasta, Viña, Santiago, Concepción, Puerto Montt… Porque es lamentable que la crisis del coronavirus multiplique los guetos y nos inmunice contra los contactos más profundos. Nada habrá más triste que creer que una persona un enferma; ni algo más que alguien sano.

La otra tentación ocurre “acá adentro”, en nuestra interioridad. Se trata de la fuga mundi clásica; la de la vida monacal. En el cristianismo, el monacato principió con una huida de las ciudades de aquellos cristianos que rechazaron la unión del Imperio romano con la Iglesia, y se fueron a buscar a Dios a desiertos libres de políticos. En las religiones, en las espiritualidades, pero también en la cultura, se nos ofrece una fuga al interior. Somos tentados de salvarnos de males que nos acechan y aterran, mediante sistemas de evasión. La falsa mística es un caso emblemático de la fuga mundi. Su motivación principal es encontrar el fundamento de la existencia con prescindencia de mediaciones estéticas y éticas, comunitarias y sociales; sin pasar por el prójimo, cargar con él, con su dolor y su capacidad de cuestionar nuestras mentiras, comenzando con nuestra fingida impecabilidad. Para el creyente como para el ateo, la tentación de incursionar “acá adentro” como si solo en el fondo nuestro fuera posible conectarse con nuestra razón de ser, también es engañosa. En su caso esconde un interés por no contactarse con la realidad porque le es amenazante; o porque quiere cínicamente aprovecharse de ella. La cuarentena, el encierro, ofrece un tiempo para la meditación. Pero no cualquier meditación sirve para amar más el planeta, el país, la ciudad y sus periferias.

La fuga mundi es una tentación antigua y vigorosa. Siempre tendrá futuro. Pero es un engaño y hace daño. Es una ilusión pensar que podemos llegar a nosotros mismos, a construirnos como personas y como humanidad, si no interactuamos con los demás, si no nos encargamos de ellos y ellas ni tampoco dejamos ser cargados sobre sus hombros. Pues el peor de los males es el mundo que podemos levantar sin los otros. Sin estos no hay nada que valga la pena. Porque adentro de nosotros mismos, cuando no hay nadie, en realidad no hay nada. Solo olor a opio quemado. Humo y algunos virus en vías de extinción.

Tiempo de maduración

No todo es malo. El encierro a muchos ha dado tiempo. Unos se desesperan. Otros comienzan a tostarse. Nada que hacer. Casi nada. Se puede, no obstante cierta exasperación, reflexionar sobre nuestra vivencia del tiempo. ¿Por qué? Porque es pésima.

El capitalismo tiene muchos nombres. Uno de ellos es “economía de la competencia”. La economía que predomina en el mundo nos pone a competir con los más rápidos. ¿Quiénes ganan? Los más veloces. ¡Todo se acelera! Pero la aceleración de la vida nos está matando.

Necesitamos tiempo para ganarle el quién vive a los demás, para quitarles el espacio. El espacio tiene que ser abarcado, copado, lo antes posible. Quien no se apura, pierde tierra, casa, trabajo, mujer, esposo y tantas oportunidades. Dicho al revés, los rápidos se apoderan del planeta. Los más veloces consumen ávidamente. Tragan. El consumo se ha vuelto frenético. Las cosas tienen los minutos contados. Se programa su obsolescencia. Nosotros mismos nos adelantamos al vencimiento de los productos comprando novedades.

Además, nos gusta hacernos presentes a los acontecimientos en tiempo real. Ahora, ya en este instante, queremos saber qué está ocurriendo en China, en Francia, seguir un partido del Barcelona. Las distancias las reducimos a cero. No es posible que otros vean lo que hay que ver sin que lo veamos nosotros. Pasamos así de evento en evento sin aburrimiento posible. Pero de tanta entretención terminamos por perder la capacidad de gozar con serenidad aquellas cosas cuya atención merece, para unos, una hora; y para otros, dos o más. No duramos con esto ni aquello, con esta ni aquel. Mal podemos durar con nosotros mismos.

Pero si nada dura, ni las cosas ni nosotros, ¿hay algo que madure?

El impacto de la “economía de la competencia” es brutal en la psiquis de las personas. ¿Me equivoco? No lo creo. Lo experimento. La aceleración general de la vida carcome las relaciones humanas. ¿Quién puede cargar con los lateros? Pocos, cada vez menos. ¿Soportar a un marido que no aporta, se levanta sin despertador y pasa las horas criticando a los políticos? ¿Quién carga con quién? Muchos. Pero, ¿hasta cuándo? Si nos demoramos con alguien, perderemos.

El impacto en los niños podemos suponer que es enorme. ¿Les enseñan sus padres a esperar? Los niños hoy tienen problemas para madurar. No digo que no lo hagan. Pero les cuesta más que lo que costó a otras generaciones. ¿Aprenderán a retardar la satisfacción de los deseos si todo lo quieren lo antes posible? ¿Si sus padres se lo conceden porque de lo contrario no los sacarán de apuros con la computadora? Las pataletas “la llevan”. El frenesí, los llorones. Mucho llanto, poco puchero. Las personas inmaduras, las que no duran, se vuelven insoportables y así, insoportables, anticipan el fracaso de un mundo que nos ha sido dado para compartirlo y gozarlo con los demás, pero con calma.

Algo podemos aprender, entre otras muchas otras cosas más, en los encierros que se nos imponen y que responsablemente asumimos. Obligan a aprender ejercicios físicos. Sí. Son útiles para sacar músculos psíquicos. También. Pero sobre todo sirven para unirse espiritualmente con los que, a causa de su lentitud, han quedado abajo del carro de la victoria y de la vida sin más.

Meditación sobre la Resurrección de Jesús

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Sábado Santo

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Viernes Santo

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Meditación de Viernes Santo

Retiro que ofrecerá CVX – Semana Santa

Un amor mundi vs un acabo mundi

En algún momento más de alguien ha delirado con la idea de un acabo mundi, es decir, imaginar que se acaba el mundo, que todo termina. Si hasta los animales pudieran contagiarse con el covid-19, ¿qué futuro queda a la humanidad?

Pero no es necesario ir muy lejos para enterarnos del significado de esta antigua expresión latina. Un acabo mundi ha habido muchas veces en la historia de la humanidad, y sigue habiéndolos. Apenas transcurriros 50 años de la Conquista de América –a causa de las pestes, la esclavitud y las matanzas de los nativos- murió el 95% de la población de la zona caribeña. Los que quedaron supieron qué era que su mundo se desintegrara.

En nuestra zona sudamericana, los chilenos avanzaron hasta Tierra del fuego. La empresa colonizadora extinguió los pueblos Selk’am, Yagán y Kawésqar. La misma República inició una Pacificación de la Araucanía con sables, mapas, reglas y escuadras para medir el territorio. De las 5,5 millones de hectáreas mapuche dejó 0,5 a sus propietarios, los que fueron arrinconados en “reducciones” con las peores tierras. Muchas veces la misión cristiana trató a sus habitantes como paganos. El Estado, por medio de la escuela pública, prácticamente acabó con el mapudungún y avergonzó a los niños de haberlo aprendido. El gobierno del general Pinochet, por su parte, allanó el camino para que la oligarquía chilena nuevamente se apropiara de las tierras que quedaban. Dictó la ley que convirtió las comunidades en propiedades privadas. La República de Chile y la oligarquía empresarial han sido genocidas. Nadie diga que nuestros aborígenes no han vivido un acabo mundi.

¿Y hoy? No está mal dejarse llevar un rato por el miedo. Imaginemos lo peor. ¿Qué hacer para impedirlo? Dos son las posibilidades: una fuga mundi o un amor mundi.

El recurso a la fuga mundi, huir del mundo, es antiguo. Lo han conocido los griegos, los anacoretas cristianos, las sectas apocalípticas y la llamada cota mil. Lo Barnechea, en los años de la Dictadura, se deshizo de un campamento completo. Manu militari, fue a botar a sus pobladores a Cerro Navia. La gente perdió su trabajo. Sus hijos, heridos en su dignidad de por vida, cabalgan ahora sobre el caballo del General Baquedano. La fuga mundi es instintiva. Se da en la actualidad en todos nosotros cuando estamos más preocupados de evitar el contagio de los demás que contagiarlos nosotros a ellos. La fuga mundi consiste en salvar el cuerpo, el alma, la clase, la cultura, la religión, las posesiones a costa de los demás o dándonos lo mismo su suerte. La fuga mundi opera demonizando al resto. Pues, si los otros son distintos de nosotros, si la humanidad y la bendición del cielo son nuestras, ellos, los desechables, pueden ser explotados u olvidados sin problema.

La alternativa a la fuga mundi es el amor mundi: el amor a un mundo que debiera ser nuestro, que pudiera llegar a ser nuestro porque no lo es y que lo será si se dan las batallas necesarias para integrar a los demás con sus diferencias. Las actuales circunstancias son un momento privilegiado para adentrarse cada uno en su propio corazón. ¿Cómo y para quiénes hemos vivido? Supongamos que para los nuestros. Pero, ¿a costa de quiénes? ¿Cuánto le hemos costado al planeta? Recluidos en nuestras casas –los que pueden hacerlo, no así los reponedores, las cajeras, los empleados farmacéuticos, los choferes, las doctoras y los enfermeros, los servidores públicos, tantos, comenzando por los basureros, y muchas otras personas que trabajan para nosotros- podemos hacer cuentas con la historia.

Nos contagiamos el coronavirus. Pero, para defendernos, hemos a dar la pelea juntos. Se trata de un terrible enemigo. Pero, si actuamos como hermanos, si somos disciplinados en cuidarnos, lo derrotaremos y triunfaremos también sobre la catástrofe económica impajaritable. Todas las prácticas de amor por un mundo que todavía no compartimos como debiéramos, anticipan el fin de calamidades morales. Si actuamos como si el peor enemigo no fuera el virus sino nosotros mismos, si nuestro amor mundi fuera la locomotora de nuestra vida personal y colectiva, las enfermedades serían menos tristes. Porque el virus es un bicho más, y alguna buena función cumplirá en la compleja red de relaciones entre los seres vivos e los inertes, pero la más temible de las pestes es la del egoísmo y la codicia.

¡Quién sabe! Talvez de octubre de 2019 a octubre de 2020 hayamos terminado de aprender lo único realmente importante. ¿Qué? Aquello que aún no existe, pero que solo con amor podemos y debemos inventar. Porque sin amor mundi se nos hará muy cuesta arriba cuidar el agua y derrotar la sequía con obras públicas de gran envergadura, cumplir con los compromisos sociales, económicas y políticas adquiridos recientemente y, por último, superar esta tristísima pandemia.

La cruzada socio-ambiental del Papa

En febrero Jair Bolsonaro y el Papa Francisco, dos pesos pesados, probaron los guantes. Francisco habló de “nuestra Amazonía”. Bolsonaro sostuvo que la Amazonía es de Brasil. Estas posturas se expresaron con motivo de la publicación de la exhortación apostólica Querida Amazonía. En esta el Papa continúa su cruzada, comenzada con Laudato si’ (2015), contra los causantes del desastre ecológico mundial en curso.

Está claro que este Papa no ha sido del gusto de quienes, llevados por la codicia, devastan el planeta. Francisco combate un tipo de desarrollo económico basado en la maximización de las ganancias y en mercados políticamente desregulados. El modelo actual de desarrollo que rige en el mundo, piensa el papa Bergoglio, “no puede considerarse desarrollo” (LS 94). Lo que gatilla la redacción de Querida Amazonía ha sido que, según el mismo Francisco, “los intereses colonizadores que expandieron y expanden –legal e ilegalmente– la extracción de madera y la minería, y que han ido expulsando y acorralando a los pueblos indígenas, ribereños y afrodescendientes, provocan un clamor que grita al cielo” (QA 9). ¿No es este, acaso, el problema que también los chilenos tenemos en la Araucanía?

En esta exhortación apostólica Francisco da otra vuelta de tuerca a la idea de que la degradación medio-ambiental y la degradación humana van juntas, y que esta golpea primero y más fuerte a los pobres. Anteriormente, en Laudato si’, el Papa había fustigado a “los poderes económicos (que) continúan justificando el actual sistema mundial, donde priman una especulación y una búsqueda de la renta financiera que tienden a ignorar todo contexto y los efectos sobre la dignidad humana y el medio ambiente” (LS 56).

La visión del Papa es teológica. El planeta, y la Amazonía en particular, no pueden considerarse “un bien sin dueño” (LS 89). Dios es el creador de un mundo constituido por un tejido de relaciones en el cual todo está relacionado con todo. Esta tesis teológica sustenta “el principio de la subordinación de la propiedad privada al destino universal de los bienes”. El “derecho universal” de uso de los bienes de la tierra, es “una ‘regla de oro’ del comportamiento social y el ‘primer principio de todo el ordenamiento ético-social’” (LS 93). Dado que el planeta Tierra pertenece a Dios, ha de ser compartido por todas sus creaturas, animales y humanas, vegetales y minerales.

Querida Amazonía es un documento pastoral. Pretende orientar una evangelización. Esta, desde no hace mucho, exige valorar positivamente a pueblos indígenas que se los ha considerado incivilizados y paganos y, en consecuencia, tanto un estorbo a las explotaciones económicas como materia prima de conversiones religiosas impuestas. Ahora, en cambio, la pastoral de la Iglesia debiera tener presente que los habitantes de esta región han de ser, ellos mismos, los protagonistas de su liberación social y de su modo de entender su fe. La evangelización que los últimos papas han impulsado en América Latina lleva por nombre inculturación del Evangelio. El Evangelio es tal, cuando se lo vive en los registros sociales y culturales propios de los distintos pueblos.

El otro asunto pastoral concernido en el documento atañe a los ministros que han de realizar esta evangelización. A este propósito, la petición del Sínodo de obispos que precedió a la exhortación papal había despertado muchas expectativas con su petición de conceder la ordenación sacerdotal a los viri probati, a saber, varones casados de probada idoneidad en la conducción de sus comunidades cristianas. Por cierto, el 70 % de estas comunidades no celebra la eucaristía por carecer de sacerdotes.

Pues bien, Francisco esquivó esta solicitud del Sínodo, aunque había sido levantada por una altísima votación. Todavía hay quienes piensan que el Papa no cerró esta puerta, como no lo hizo en Amoris laetitia a propósito de dar la comunión a los divorciados vueltos a casar. Pero, si los obispos no han comunicado a los católicos en qué quedó este asunto, talvez tampoco los obispos de Brasil se atreverán a ordenar sacerdotes a los viri probati. Los sectores católicos conservadores son muy poderosos.

En todo caso, aun cuando en esto último no haya ningún avance, merece destacarse que con Querida Amazonía, y antes con Laudato si’, el Papa no ceja en su combate contra los grandes peligros de la humanidad en esta hora eco-cida y geno-cida de la historia.

El feminismo católico incontrarrestable

El feminismo es una realidad en la Iglesia católica. En ella existe una teología feminista de gran calidad, aunque poco conocida y casi no tenida en cuenta. Pero, además, existe una reacción feminista católica sin precedentes en la historia del cristianismo.

Hay una callada, pero incontrarrestable, movilización feminista católica que, por una parte, hunde sus raíces en el auge de la autoconciencia de la dignidad de mujer en el siglo XX y en la lucha por convertir esta dignidad en derechos civiles y que, por otra, eclosionó con el rechazo de Humanae vitae, la encíclica que prohibió el uso de medios artificiales de control de la natalidad justo en 1968, en plena revolución sexual. Ningún católico, después de 50 años, puede decir que esta enseñanza oficial de la Iglesia haya sido aceptada o, en términos teológicos, “recibida” por los bautizados y bautizadas. Lo que talvez nadie sospechó en su momento, y quizás pocos estén de acuerdo conmigo ahora, es que este desacato masivo constituye el punto de quiebre con la versión sacerdotal (ministros concentrados en el sacrifico eucarístico), patriarcal (ministros llamados “padres”) y androcéntrica (ministros exclusivamente varones) del cristianismo. Pienso que lo que tiene lugar en la Iglesia hoy es una revolución de vastedad milenaria cuyo disparador principal es la liberación de la mujer.

La publicación de Humanae vitae, sin quererlo in recto Pablo VI, exasperó la relación de las mujeres con la Iglesia institucional. Frente a las posibilidades culturales y técnicas que les ofrecía la década de los 60, las mujeres resistieron la doctrina de una encíclica papal que les exigía tener todos los hijos que Dios pudiera mandarles; pero, además, en cuanto católicas, se vieron obligadas a confesar a un sacerdote los incumplimientos de una norma que, consideradas las cosas en conciencia, les parecía irracional. El conflicto interior para las mujeres fue desgarrador. Acatar la enseñanza papal les parecía una irresponsabilidad.

La encíclica tuvo dos efectos inmediatos en las mujeres. Primero, provocó una estampida. Muchas de ellas dejaron de ser católicas. Otras se quedaron en la Iglesia, pero no obedecieron más a un Magisterio y a unos sacerdotes que se empeñaban en hacerlo cumplir a raja tabla. En adelante las católicas, liberadas de cargar con 4, 6, 10 o más hijos, necesitadas de buscar los medios de subsistencia para su familia y motivadas en desplegar su ser mujer en plenitud han llegado a entrar, no sin tremendos sacrificios y “ninguneos”, en la vida social y política. En este proceso, unos curas, durante la práctica de la confesión, se convirtieron en fiscales de la observancia de la encíclica. Otros, en la misma confesión, fueron abiertos y daban permisos para “tomar la píldora”. Pero, ¿con qué derecho?

Por otra parte, pero en estrecha relación con lo anterior, la prohibición de la doctrina oficial de relaciones sexuales extramaritales y del uso de preservativos y anticonceptivos, ha dejado la Iglesia atada de pies y manos para ofrecer a los jóvenes y las personas homosexuales una palabra que oriente sus vidas. Hoy la Iglesia institucional reconoce que la homosexualidad no es una perversión sino una condición. Pero, entonces, piensan estas personas, ¿cómo Dios nos dio la condición y nos negó su ejercicio? Tampoco tiene hoy la Iglesia un discurso para acompañar a los jóvenes en los inicios de su vida sexual y sentimental. A muchos de estos les parece responsable vivir juntos antes de tomar una decisión de compromiso marital de por vida.

En este contexto, la explosión de los abusos sexuales del clero y su encubrimiento institucional han llevado las relaciones entre la dirigencia de la Iglesia y los fieles a una de las mayores crisis de la Iglesia Católica. ¿La mayor después de la Reforma protestante de Lutero? ¿Cómo se puede creer en la enseñanza de los representantes de la Iglesia si ellos mismos no son dignos de fe? El discurso de la periodista mexicana Valentina Alzraki al papa Francisco y a los presidentes de todas las conferencias episcopales del mundo en febrero, en que les llama la atención por los crímenes cometidos por los sacerdotes y por sus maneras turbias de encubrirlos, es un hito del “feminismo católico”. Al menos puede decirse que, en esta ocasión, es una mujer que pone las reglas del juego.

El feminismo católico, dicho en breve, por la irrupción de la mujer en la cultura, y por haber experimentado ella en sí misma un abuso eclesiástico de su conciencia moral y por haberle ella desobedecido a las autoridades ha terminado por crear una situación inédita. La jerarquía eclesiástica, a futuro, no debiera nunca más tratar de controlar a los fieles porque no se le hará caso.

Todavía más, el “triunfo” del feminismo católico ha puesto en evidencia la profunda incomunicación entre la jerarquía eclesiástica y los fieles, y retumba en todas las otras áreas de la vida de la Iglesia. Humanae vitae, en lo hondo de lo hondo, proviene de un alejamiento del clero de la vida corriente de la gente. Esta encíclica no constituye simplemente un “error no forzado”. Ella, una elaboración concienzuda de los papas Pablo VI y Juan Pablo II, respaldada a brazo partido por Benedicto XVII, responde a un modo de ver el mundo forjado en seminarios que han servido para romanizar y apartar a los jóvenes de la realidad en todos los aspectos de la vida en sociedad y de su propia vida afectivo-espiritual.

Lo que en la Iglesia Católica parece colapsar es un modo de ser Iglesia centrado en el sacerdote célibe. En la actualidad probablemente se desploma una Iglesia que, desde el año mil en adelante, fue estrechando cada vez más el concepto de la salvación cristiana hasta reducirlo a la satisfacción por el perdón de los pecados realizada mediante el sacrificio de Cristo en la cruz, acción actualizada por los sacerdotes en las eucaristías. A este respecto, la revolución feminista, sin duda junto a otros factores, ha minado la autoridad de la autoridades: en adelante será muy difícil ser sacerdote “sacro” (respecto de un mundo “profano”), “padre” (que sea obedecido acríticamente) y “varón” (que excluya a las mujeres de cualquier de los oficios sacramentales y de gobierno).

¿Cuál será la próxima figura histórica de la Iglesia Católica? Es imposible saberlo. Sí sabemos que la nueva Iglesia tendrá que discernir el más impresionante de los signos de los tiempos: la posibilidad de la desaparición de la especie humana en el planeta debida la catástrofe ecológica. Y que solo tendrá autoridad para hacerlo si se hace cargo de escrutar en ella misma las consecuencias del segundo de los mayores signos de los tiempos: la liberación de la mujer.

La Iglesia aprueba, ¿aprueba?

«Es indudable que hay que cambiar la Constitución», declaró el Arzobispo de Santiago, Celestino Aós (06.11.2019). No me consta que otros obispos se hayan expresado al respecto. Según Aós, «Lo que estamos viviendo estalló por situaciones de injusticia que colmaron el vaso».

¿Cómo han de tomar los católicos estas palabras en relación al plebiscito de abril? Bien parece que esta es una opinión personal del obispo que, como cualquier recomendación eclesiástica, no debiera forzar el juicio práctico de conciencia de los católicos y de las católicas. La dignidad de su libertad merece el máximo respeto. Por cierto, el obispo no les manda pensar ni votar como él lo hará. Sin embargo, su opinión debe tomársela en serio. Las circunstancias piden oír con atención todas las voces de las personas que, por su investidura, tienen una mayor responsabilidad en el cuidado del país. Estimo, por esto, que las palabras del arzobispo merecen ser consideradas al momento de decidir por una u otra de la primera de las alternativas del plebiscito de abril. Esta es: Apruebo o Rechazo un cambio de constitución.

¿Cuáles pueden ser las razones para votar por una posibilidad o la otra? El obispo Aós algo dice, pero habría que complementar la fundamentación de su opinión. Entre las muchas razones que pueden aducirse, creo que las siguientes son importantes.

La opción Rechazo puede sustentarse en dos razones. La primera es insuficiente, pero no despreciable: el miedo a cambiar una constitución que, a pesar de su mal origen, ha servido por cuarenta años. Es verdad que no se puede separar el procedimiento doloso de su aprobación de la organización injusta de la política y de la economía que desencadenó. Pues es atendible que, como argumento, el intento de redactar un nuevo texto a partir de una “hoja en blanco” produzca inseguridad. Se podrían perder valores que debieran conservarse. Una segunda razón es el interés por salvar una constitución que ha facilitado la prosperidad del país en los últimos treinta años. Nadie puede objetar que en este período muchas personas han salido de la pobreza. Lo que no se dice, sin embargo, es que esta es la razón que tienen los poderosos de Chile, los poderosos responsables de la desigualdad del país, para oponerse a los cambios. No debiera extrañar que los potentados chilenos voten Rechazo. Lo que realmente les asusta es perder la constitución con que han conseguido lo que han querido.

La opción Apruebo puede respaldarse con dos razones. La primera también tiene que ver con el miedo. No por esto debe descartársela. Esta razón la expresa el mismo obispo Aós en estos términos: “Si no se hacen cambios profundos, estaremos hablando de maquillaje y volveremos a repetir la misma historia y el estallido va a ser igual de fuerte o mayor”. La opinión del obispo es compartida por una cantidad enorme de personas que creen que la frustración con la clase política, de rechazarse el cambio, puede conducir a la ingobernabilidad total. Pero hay una razón que tiene, a mi parecer, más peso. Esta es la contracara del argumento anterior. Solo una nueva constitución puede garantizar, jurídicamente hablando, que el clamor por justicia de la población chilena sea escuchado. Se necesita una nueva constitución para que la salud, la vivienda, la seguridad social y la educación sean reconocidos como derechos. Lo otro es confiar que estos bienes tan fundamentales estén en los programas de los gobiernos turno y nada más.

No hay que ilusionarse. Nada asegura que una nueva constitución consiga que estos derechos sean invocados por los ciudadanos con éxito. Esto también dependerá de la capacidad económica, de la cultura democrática, de la actualización científica, de la inserción geopolítica del país para sustentarlos, de malestares indescifrables de la población, y del trabajo de los políticos ciertamente. Pero a estos no se les puede pedir que se hagan cargo de sacar el país adelante si no se les ayuda. La ayuda fundamental en este momento es que los anhelos y las razones de los ciudadanos para exigir cambios que sean consagrados en una nueva constitución.

Conferencia: La conversión pastoral de la Iglesia a los signos de los tiempos

¿Faltan sacerdotes en la Amazonia?

En la Amazonia hay muchos cristianos, aunque solo un 30% de las comunidades cuenten con curas para celebrar la eucaristía. Faltan sacerdotes, obvio. ¿Obvio? ¿Es indispensable la eucaristía para que haya cristianismo? Dejemos abierta una pregunta que daría para una reflexión teológica mayor, pero el hecho de un cristianismo sin ministros sacerdotes hace pensar.

Me ha motivado escribir esta columna la carta de José Ignacio González-Faus al Papa por no haber permitido, en su Exhortación apostólica sobre la Amazonia, que se ordene a los viri probati. El teólogo bromea: propone que los sacerdotes romanos célibes dejen la Curia y vayan a Sudamérica a prestar un servicio pastoral. Sus trabajos en Roma podrían tomarlos personas laicas. Ellos, en cambio, podrían ir a los varios países amazónicos a desempeñar una labor que actualmente no cumplen.

Me tomo en serio la broma de González-Faus. No bromeo: ¿alguien imagina al Cardenal Sarah, el Prefecto para la liturgia, celebrando la eucaristía en Brasil, dándole la espalda a la gente y ofreciéndole la comunión solo en la boca? Sería una barbaridad pastoral. Pero él mismo, como nos consta que lo ha planteado, entiende de esta manera el sacerdocio.

En la Amazonia hay cristianismo sin sacerdotes. ¿De qué calidad? Solo lo sabe el Padre Eterno. Pero, en cuanto a lo que nosotros seres humanos podemos saber, un cristianismo con sacerdotes romanos probablemente se desvirtuaría. Este tipo de sacerdotes son los que aún se forman en seminarios que los desarraigan de sus culturas y de sus comunidades, y los clericalizan. Son personas que llegaron a Europa después de recibir una formación sacerdotal muy europea y vuelven a América Latina todavía más europeos. Roma está llena de casas de formación y de universidades que romanizan a los sacerdotes y les convierten en ministros del sacrificio eucarístico para el perdón de los pecados. Esta idea preconciliar restrictiva de sacerdote no ha desparecido, se ha revigorizado y constituye la fragua del clericalismo que el catolicismo actual lamenta por doquier. Mucho de esto tiene la misma Exhortación del Papa, sé que es duro decirlo.

La Amazonia no necesita sacerdotes, sino presbíteros probados por sus comunidades por haberles ayudado a vivir del Evangelio y por haberlas cuidado de las divisiones que las acechan. El único sacrificio que estas comunidades necesitan es el del amor de los que se privan a sí mismos en favor de sus hermanos y hermanas. ¿Pueden cumplir esta misión viri probati no sacerdotes? Parece que sí. ¿Pueden hacerlo las religiosas y las mujeres en general? No sabemos, pero talvez pueden hacerlo mejor que los varones. La Amazonia no necesita, por cierto, el tipo de sacerdote resacralizado que en los últimos cincuenta años terminaron por destruir las comunidades eclesiales de base (CEBs) de América Latina, la mejor de las recepciones del Vaticano II.

Estos días se ha ofrecido una interpretación benigna de La querida Amazonia. Esta Exhortación apostólica no habría excluido la posibilidad de ordenar a los viri probati, sino que habría entregado la decisión a las iglesias locales. El Papa valora, por cierto, las conclusiones del Sínodo que abordó esta temática. “No pretendo ni reemplazarlo ni repetirlo” (QA 2), afirma. Con este nuevo documento Francisco quiere completar su magisterio y presentar oficialmente el resultado del trabajo sinodal. Pero, ¿ha sido necesaria otra vuelta de tuerca para convencer a los cardenales que trancan su magisterio? ¿O para ganarles la partida con una estrategia que los descoloque? No lo creo. Como tampoco creo que fue bueno entregar a los episcopados locales la decisión de Amoris Laetitia de ofrecer la eucaristía a los divorciados vueltos a casar. Las conferencias episcopales del mundo, según me he informado, salvo muy pocas, no tuvieron en el coraje de hacerlo. ¿Ordenarán los obispos de Brasil a viri probati? ¿Lo harán en alianza con los alemanes en búsqueda de cambios ministeriales semejantes?

Se dé el paso o no se lo dé, el cristianismo en la Amazonia es una realidad con o sin curas. Es más, en aquellas comunidades donde no los haya siempre es posible desarrollar otros tipos de acciones de gracias a Dios por Jesucristo. ¿No serían posibles comidas eucarísticas con yuca y agua de coco? En Chile, Argentina y Uruguay podría hacérselo con pan y mate. Karl Rahner entreveía el desarrollo de un cristianismo mundial, abierto a estas innovaciones. Se pregunta: “¿Es necesario celebrar la eucaristía con vino de uva también en Alaska” (1980)? Otras formas de acción de gracias podrían realizarlas personas comunes, hombres y mujeres, idealmente líderes de comunidades preparados para facilitar la interpretación de la Palabra y capaces de guiar, reconciliar y animar a sus comunidades. Este servicio, de hecho, lo realizan este tipo de personas. Hay religiosas que incluso dicen confesar a los cristianos.

Termino: ¿y si el cristianismo actual de la Amazonia, sin clérigos, nos llevara la delantera? No ordenar viri probati, no ordenar tampoco mujeres probadas, talvez no sea tan malo. En cualquier circunstancia, el verdadero y el mayor de los peligros podrán ser siempre los curas clericalizados que hay o que han de ser enviados a una región latinoamericana que no los necesita.

Contribución de los cristianos

Avanzamos. El temor no puede paralizarnos. Nuestra democracia es modesta, pero aguanta. Los políticos pierden a veces el tiempo en asuntos menores, pero van acertando en lo fundamental. Llegaron a un acuerdo para plebiscitar la posibilidad de un cambio de la Constitución. Todos los partidos se han inscrito por un espacio en las franjas televisivas para expresar sus puntos de vista. El Parlamento promulgará una ley de pensiones, la principal de las demandas, y una nueva ley de impuestos para financiar esta y otras necesidades. El gobierno se ha comprometido a garantizar un sueldo mínimo líquido de 300 mil.

Falta una cirugía mayor en carabineros. Han violado los derechos humanos. Han convertido la violencia en una causa aparte. Pero están en curso medidas para transformar la institución.

Me pregunto: ¿Pueden los cristianos aportar algo específico para salir de esta tremenda crisis? Por de pronto, debieran dejar la pasividad. Es el momento de la acción. Pero, en su caso especialmente, su acción debe ser provenir de una “pasión”. Esta es la clave de la parábola de Buen Samaritano.

Hoy, y siempre, lo más propio del cristianismo será padecer con los que padecen, hacerles justicia, curarlos y dejarse curar y perdonar por ellos. En la actualidad nadie necesita más de la acción samaritana que los dañinos-dañados. Quienes de tanto ser dañados, se han vuelto locos o casi, los energúmenos de la “primer línea”, los incendiarios por cuenta propia, individuos con quienes nos parece que no se puede dialogar porque les damos lo mismo. Son los combatientes que queman iglesias y centros artísticos inermes.

Ellos merecen más cariño, justicia, reconocimiento de su dignidad. Se trata de personas amargadas, resentidas, de tantos menosprecios recibidos. Nadie los vio, sus nombres nunca contaron. Son las víctimas del modelo neoliberal por el cual todavía apuesta una buena cantidad de privilegiados. Son ciudadanos enviados a “comprar flores” porque estaban baratas. Hijos del Sename. Niñas, niños, descuidados por largas horas por sus padres y madres trabajadores, ávidos por comprar un plasma, un autito. Mujeres en la cárcel, rentadas con las ganancias siderales del microtráfico. Hijos de reclusas, de familias que perdieron a su mamá. Adultos drogados, con una chelita en la mano, en torno a una fogata. Adolescentes descartados por flaites. Flaites echados a toallazos de las playas. Los sospechosos de criminales sin serlo, interrogados a causa de su pinta. Pobladores como los fueron los pobres del barrio alto erradicados y arrojados en Cerro Navia por afear el paisaje. Perdieron sus trabajos, la fuente de honor que les quedaba. Para qué seguir.

Hablo de los que, según los demás y ellos mismos pueden haber llegado a pensar, no valen nada, porque no tienen nada que perder. No le creen a nadie. Lo único que les queda es haber descubierto que son alguien destruyendo. Fueron usados como objetos. Ahora son sujetos, se han visto las caras unos a otros, “somos muchos” se han dicho, “ahora nos respetarán”, “les haremos saber qué es la humillación”. Son sujetos-objetos porque se sigue considerándolos una plaga que exterminar, seres carentes de humanidad, desalmados. En el otro lado de la barricada, se desea bloquear su subjetividad. Si otra vez se los declara objetos, será más fácil eliminarlos con buena conciencia y para siempre.

A estos, los cristianos debieran empeñarse en que se integren. ¿Nada esperan? ¿Y si esperáramos unos de otros? ¿No podemos esperar juntos lo mismo? No soy ingenuo. Sus actos violentos deben ser neutralizados por la policía. No debe permitírseles destruir el país. Pero el orden público es un medio. La recuperación de los malheridos, el respeto de su dignidad, hacer nuestras sus heridas y sus sueños, es un fin.

¿Cómo se logra algo así? “Al malo solo el cariño lo vuelve puro y sincero”, diría la Parra. Pero atención: no se puede afirmar que sean más malos que nosotros. Se requiere un amor político, diría la Nussbaum. La hora del odio es también la hora del amor. Es ahora que nuestra sociedad puede ser perdonada precisamente por quienes se les ha negado incluso la posibilidad de ser amada por ellos. Pero atención de nuevo: el perdón jamás puede ser forzado. Ha de quedar abierta la puerta a cargar con la enemistad por siempre. La negación de la reconciliación merece el mayor de los respetos.

¿Es necesario ser cristianos para actuar con compasión? La historia dice que no. Cristo y cristianismo no son lo mismo. Cristo sufre en los crucificados. Los cristianos, no pocas veces, han sido crucificadores. Incluso las acciones que haga el país para volver a la normalidad serán inútiles, si no provienen de una pasión. Ellos, ellas, han rayado las murallas: “tu normalidad apesta”.

¿Qué hacer? No lo sé exactamente.

Críticas al Papa

Un amigo me critica por cuestionar al Papa. Dije que se comportó de un modo autoritario con los obispos chilenos. A mi amigo le parece grave que un discípulo de San Ignacio, yo, critique al vicario de Cristo en la Tierra. Y de San Ignacio, ¿no hay nada que objetar? Insisto en lo mío: Ignacio de Loyola y cualquier Papa son criticables.

Pienso que hay críticas y críticas. Si la Iglesia aspira a proclamar el evangelio en público, sus autoridades no pueden pretender sustraerse al escrutinio de sus contemporáneos. Si un cristiano, aunque sea cura, disiente con sus autoridades en el foro público, es decir, si practica la autocrítica a la luz del sol y no solo en privado –sobre todo cuando no existe absolutamente ninguna posibilidad de hacerlo de otro modo– ayuda a que el evangelio sea mejor comprendido. No hay que perderse. Lo primero es el evangelio.

Otra cosa es la intriga, la sedición, el cambulloneo. Francisco I ha debido gobernar con una contra impresionante. En público y tras las paredes, se ha tratado de boicotearlo. Su gente más cercana, sus ministros de Estado –por decirlo así– han cuestionado su ortodoxia. Lo ha hecho el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Gerhard Müller.

Hace poco otro de sus hombres de confianza, el cardenal Robert Sarah, prefecto para la Congregación para Liturgia, ha escrito un libro para trancar la exhortación apostólica que el Papa está por publicar sobre la Amazonía, la cual abriría la posibilidad del sacerdocio de algunos hombres casados. Peor aún, el principal coautor es Benedicto XVI. ¡Un ex-Papa quiere desautorizar el magisterio del Papa en ejercicio!

A mi parecer, uno de los mayores aciertos de Francisco ha sido, como lo hizo en su momento Juan XXIII, abrir las ventanas a una Iglesia que se asfixia por la falta de libertad, de diálogo y de discusión. Al poco tiempo de ser elegido dijo: “Hagan lío”. Ha podido decirlo a los jóvenes, que ven en la institución eclesiástica una rareza sin par. Pero también los adultos hemos creído que Jorge Bergoglio hablaba a nosotros. En otra oportunidad este mismo Papa, de un modo provocativo, seguramente en contra del dogmatismo de sus contradictores, ha afirmado no ser “infalible”.

Francisco ha jugado evidentemente con las palabras. No ha querido menospreciar la doctrina del Concilio Vaticano I. Se ha referido, entendemos, a palabras suyas dichas al voleo.

Sí, critico al Papa, pero autorizado por él mismo. Critico a Francisco, pero no como lo hace Benedicto y la curia romana.

Es de recordar, a este propósito, que Jesús de Nazaret encaró abiertamente a las autoridades religiosas de su tiempo: “Hipócritas, sepulcros blanqueados”, les dijo. Había gente presente en ese momento. Esta gente contó a los evangelistas lo sucedido y estos, con la intención de hacer aún más pública la crítica, pusieron el episodio por escrito.

Este mismo Papa será recordado como el de la libertad. El papa de los pobres y de la libertad. Francisco ha atinado con lo que más necesita la Iglesia en estos tiempos: aire. Aire para los oprimidos. No puede ser que personajes de otra época, sus enemigos –por poner un ejemplo– quieran olvidar la reforma litúrgica justo cuando al pueblo de Dios, incluidos muchos curas y más que nadie las religiosas, se asfixian en las misas con tanta palabrería. Hoy más que nunca se requiere, sigo con el ejemplo, continuar con el mandato del Concilio Vaticano II de reconocer el derecho de los fieles a participar en la eucaristía. ¿Cuándo llegará la hora en que las mujeres puedan, al menos, leer en ella el evangelio?

Cuando critico al Papa, es que remo con él. Colaboro con él hace rato, convencido de que sus gestos, palabras y decisiones –aunque puedan a veces ser equivocadas– abren la cancha, exorcizan el miedo, dan oxígeno, activan la imaginación, generan esperanza, provocan a los cristianos para que sean creativos. Creatividad es lo que falta. La repetición solo sirve a obsesivos compulsivos. Los cristianos, también los curas, las monjas y un sinfín de agentes pastorales, estamos cansados de ser intimidados por superiores jerárquicos que han llegado donde están porque no han pensado, no han arriesgado y, por lo mismo, ensanchan el foso de incomunicación entre ellos y el común de los cristianos.

¿Estará de acuerdo Francisco con mi modo de ver las cosas? Si no lo está, es que no he entendido nada de su pontificado. Sin libertad para pensar, opinar y disentir, no hay verdad. Sin aquella verdad que se obtiene con un trabajo fatigoso por entender el misterio de Cristo, la Iglesia traiciona al hombre libre que fue Jesús.

Ninguna revolución en marzo

Cunde el susto por marzo. Algunos se dedican a aterrorizar a los demás. ¿Se repetirá la violencia desatada en octubre del 2019? Tal vez está en curso una revolución, podrá alguien pensarlo. Pero habría que aclarar qué se entiende por revolución, pues ha habido varias y de naturaleza muy distinta.

La salida de Buda del hinduismo fue revolucionaria. Un hombre hizo con su religión una filosofía espiritual. La irrupción de un monoteísmo trinitario dentro del monoteísmo judío también fue revolucionaria. El cristianismo, además, transformó la escatología: la Iglesia naciente sostuvo que en el juicio final triunfaría el amor. Pero no. No creo que en marzo pueda estallar una revolución de tales magnitudes.

Otras revoluciones han ocurrido en la filosofía occidental. Por ejemplo, el triunfo de Parménides sobre Heráclito que sirvió para evitar los cambios y los brotes de rebelión o el triunfo de Kierkegaard sobre Hegel, que rescató la impredictibilidad de la libertad de las garras de la razón. También la superación de las filosofías de la sustancia y del sujeto gracias a la fenomenología, que invita a pensar la realidad como manifestación que se nos da y nos transforma y no como un objeto separado. ¿Alguien espera algo equivalente para marzo? Lo dificulto.

Galileo probó con su telescopio la hipótesis de un sistema planetario. Desde entonces los seres humanos invertimos la visión: de mirar las estrellas desde la Tierra pasamos a observar esta desde aquellas. Newton dio otra vuelta a la tuerca de la revolución científica moderna: estableció que la Tierra y el universo son regidos por las mismas leyes. Revoluciones científicas así de importantes es imposible que se den en marzo.
Tal vez en marzo tendrá lugar el desencadenamiento de la violencia, propio de las revoluciones sociales. La explosión social de octubre fue de este tipo. Nos dejó una pregunta: ¿no estará en curso una gran revolución social subterránea que todavía no muestra todos sus dientes?

La Revolución Francesa cambió los ejes de estructuración de la sociedad europea. Terminó con la separación en tres estados: nobleza, clero, Estado llano y asignó de otra manera la propiedad. Dividió en tres los poderes políticos y estableció derechos universales.
A escala latinoamericana, la Revolución Cubana instauró con las armas el comunismo en el área de influencia del capitalismo norteamericano. La revolución en libertad de Eduardo Frei Montalva y la revolución socialista de Salvador Allende fueron la alternativa democrática a la gesta del Che y de Fidel. Pero la Revolución “silenciosa” de la que habló en su momento Joaquín Lavín, y que él mismo auspició, acabó con el sentido comunitarista de las de Frei y Allende. El neoliberalismo de los Chicago boys convirtió a los chilenos de ciudadanos en consumidores. Le dio una estocada certera a la política.

Dudo que en marzo vaya a tener lugar una revolución. Me gustaría que hubiera una, por cierto pacífica, que revirtiera la revolución de la dictadura. Pero dudo que ocurra. Un millón doscientas mil personas reunidas en la Plaza Baquedano, ¿fue una concentración de ciudadanos(as) chilenos(as) que velan por los intereses del país o por los particulares de cada uno? Me apena pensar que ha sido más una aglomeración de individuos –que reclaman al Estado derechos– que una reunión de personas que saben que se deben al prójimo y a Chile. Se escucha: “El pueblo unido jamás será vencido”. Otra vez se alza la demanda por derechos sociales y por la dignidad de los tiempos de la Unidad Popular. Pero en la actualidad, la que parece que “jamás será vencida” es la prioridad del interés individual sobre el colectivo

Por cierto, es impensable que un país chico pueda sustraerse a las reglas del juego de una globalización internacional. La revolución económica iniciada con las tropas por el general Pinochet es una expresión más del arrollador triunfo del capitalismo mundial. No debe extrañar que Lavín vuelva a ser el mejor candidato. Si de individualismo se trata, unos irán a darle el voto en la primera elección que se presente y, otros, exactamente por el mismo motivo, no irán a sufragar.

No habrá revolución en marzo. No lo creo. Tiendo a pensar que las chilenas y los chilenos, como solemos hacerlo con la vida, avanzaremos con las contradicciones. Avanzaremos, en vez de retroceder, si contrarrestamos lo más posible las tremendas injusticias sociales generadas por el neoliberalismo que fue cautelado por una Constitución implantada con dolo. Saldremos adelante, en primer lugar, si en vez de menospreciar nuestra democracia, fortalecemos los partidos y dejamos de menospreciar a nuestros políticos.

 

 

Esperanza sí, lágrimas no más

El optimismo es un don psicológico. La esperanza, en cambio, es cuestión de fe: exige acciones para que lo imposible sea posible. Quien tiene esperanza sabe que el triunfo no está a la mano, pero está convencido, convencida, de que sin su trabajo, sin su lucha, lo único seguro es la derrota. La persona movilizada por la esperanza apuesta con los mismos medios de que dispone el optimista, pero su fin es trascendente: sabe que el éxito no se dará sin ella, consciente sin embargo que depende de factores y sobre todo de personas que nunca dominará. A diferencia de esta, el optimista no saca fuerzas del futuro, sino del pasado. Su inclinación anímica a encontrarlo todo bueno probablemente es heredada; o se apoya en una serie de capacidades e instrumentos, también en cálculos, en estadísticas, que lo convencen de que los objetivos son alcanzables.

En Chile hoy, cuando sobran las razones para el pesimismo, los adultos, más que los jóvenes, tendrían que hacer memoria de los grandes fracasos de sus vidas. ¿Cómo es que salimos adelante cuando se quemó la casa, se derrumbó el matrimonio y la familia, se desvaneció el sacerdocio, quebró la empresa o nos devoró el cáncer o la depresión? Esta gente tiene un tesoro de fe –no siempre reconocido- que urge desenterrar. El mismo Chile debe recordar qué hizo para salir de la dictadura, la crisis más grave de su historia en cinco siglos, incluida la de la Independencia. ¿Cómo los políticos, aun vilipendiados por ser políticos, acordaron una estrategia, el Acuerdo Nacional para la transición a la Democracia plena (1985), que le devolvió al país el futuro? Si, recuperada la Democracia, muchos de estos políticos se movieron por el mero optimismo, actuaron mal; pero si todavía pueden volver al registro de la esperanza, nadie mejor que ellos, porque sobrevivieron al naufragio, porque tragaron mucha agua salada, tienen algo que aportar.

¿Qué hacer? ¡Basta de lloriqueos! Possunt quia posse videntur, decían los antiguos: “Pueden porque les parece que pueden”. Es necesario creer en la Democracia, es decir, crearla, recrearla, reinventarla. En otras épocas el ser humano debió creer en la monarquía o en otras formas de gobierno. Creer en la Democracia hoy exige sumarse a la lucha de los políticos, de los partidos políticos y de las instituciones estatales de que dispone el país, actuando en contra de las plagas extremas del populismo y de la anarquía. No es posible confiar simplemente en la capacidad instalada del país, como si la crisis tuviera que terminar en algún momento. Nadie debiera torpedear el Acuerdo por la Paz social y una nueva Constitución del 15 de noviembre, antes bien, es imperioso apoyar a quienes les costó caro firmarlo, fueran de derecha o izquierda, viejos o jóvenes. Los partidos en la actualidad, sabemos, procuran cumplir su obligación con enormes dificultades internas y externas. Merecen un voto de confianza. Habrá que criticarlos, pedirles accountability, pero que lo hagan aquellos ciudadanos que se aprestan a votar en el próximo plebiscito y no quienes ese día, echados en un sillón, contemplarán el curso los acontecimientos por la televisión con la deportiva ilusión de que se cumplan sus peores pronósticos.

La fe en la Democracia en 2020 exige votar y reconocer la legitimidad del voto contrario; demanda discutir con los jóvenes, airadamente si fuera necesario, por el futuro de Chile; necesita de gente que genere una cultura de respeto a la opinión de los demás y que tenga el coraje moral de respaldar el uso de la fuerza contra la violencia de quienes, en vez de dialogar y discutir, han optado por destruir y destruir. La fuerza, ejercida racionalmente por el Estado, respetuosa de los derechos humanos, es legítima; la policía y las fuerzas armadas existen para controlar el inextirpable instinto de muerte y caos que carcome a las personas y a las sociedades. Se necesita de la fuerza pública para defendernos de los que incendian la ciudad y apedrean las ventanas; y, si es el caso, para contrarrestar a los trolls y los funeros, personas funestas, expertas en insultos, calumnias y fake news. La Democracia arraiga en aquellos lugares en los que prevalecen los tratos respetuosos.

En suma, nada necesita más el país, si de esperanza en su futuro se trata, que recuperar la acción política; que se politicen unos y se repoliticen otros. Un paso decisivo será que los viejos, en vez de quejarnos contra la irresponsabilidad de los jóvenes, los “con-venzamos” de que tenemos concordar las condiciones básicas de una convivencia racional y pacífica. Será necesario “vencerlos”, “con” su colaboración; y dejarnos “vencer” “con” sus sueños por lo imposible. Todo indica que entre las generaciones hace mucho rato que no nos estamos entendiendo. Es ahora, cuando el pesimismo prevalece y nos deprime, cuando el optimismo tirita, cuando el individualismo es el peor enemigo, el momento de la esperanza. Llegó su hora. La hora de la fe. La fe que crea las condiciones del incesante triunfo de la humanidad sobre sí misma.

Entrevista en Religión Digital

Entrevista en Religión Digital:

https://www.religiondigital.org/america/Jorge-Costadoat-mujer-capitalismo-america-latina-teologia-francisco-reformas_0_2186181365.html

Dos papas, un mismo pecado

El film de Fernando Meirelles “Los dos papas” vale la pena. Las actuaciones son espléndidas. Los diálogos, muy pertinentes, teológicamente lúcidos. Meirelles hace queribles a dos personajes muy controvertidos.

Pero, por lo mismo, conviene aclarar que se trata de una ficción. Estos encuentros papales no consta que se hayan dado, aunque ambos papas representan bien dos modelos eclesiológicos para nada ficticios. El intento del director es muy meritorio, pues al simbolizar la diversidad y el conflicto como características constitutivas de la Iglesia, hace explicable su existencia milenaria.

Sin embargo, si uno observa con atención la escena de las “confesiones” que los papas hacen uno al otro, en ellas no aparecen los pecados de gobierno y los que aparecen como pecados no está del todo claro que lo hayan sido. Benedicto confiesa a Jorge Bergoglio haber encubierto a Marcial Maciel. Este pecado es menos grave en su caso que en el de Juan Pablo II. Se sabe que, mientras Juan Pablo II fue papa, Ratzinger tuvo el informe de Maciel en su escritorio y no pudo hacer nada. Era su subalterno. Pero, apenas fue elegido papa, Benedicto sancionó a Maciel. Bergoglio, por su parte, confiesa un tormento más que un pecado. Aquí y allá se le ha acusado de haber traicionado a los sacerdotes Jorio y Jalics, torturados durante la dictadura argentina. Pero no es claro, y la película lo muestra, que los haya traicionado.

Independientemente de la culpabilidad que cabe atribuir a estos dos papas en estos hechos, ellos sí son culpables de otros pecados. Mejor dicho, son responsables de un asunto mayor: el modo como han implementado el Concilio Vaticano II. El caso es que ni uno ni otro han comprendido que la apuesta aperturista del Concilio ha implicado una democratización de su institucionalidad. Si en tiempos de monarquías absolutas la Iglesia Católica se instituyó como una monarquía de este tipo, en tiempos de democracias la Iglesia ha debido acoger este valor político. Por no haberlo hecho, ninguno de los últimos papas ha representado adecuadamente la unidad de la Iglesia. Si esta es la principal de sus responsabilidades, la han cumplido de un modo vertical y uniformando las diferencias culturales.

¿Es este un “pecado” grave? Sí, porque el Vaticano II es uno de los concilios más importantes de la Iglesia en dos mil años y, en todo caso, se trata del acontecimiento eclesial en el cual la Iglesia estableció qué se entiende por fe en Jesucristo a estas alturas de la historia.

El Cardenal Ratzinger, Benedicto XVI, fue el intérprete más importante del Concilio y su cancerbero. El papa alemán, sin embargo, aunque participó activamente en la redacción de los documentos conciliares, relativizó luego la importancia del Vaticano II, despreció la reforma litúrgica y se convirtió en el mejor representante de las fuerzas conservadoras adversas (aunque no pactó con los lefevristas). Juan Pablo II y Ratzinger cuadraron los nombramientos episcopales exigiendo una adhesión rígida a la doctrina. Los que se ajustaban a ella podían hacer carrera. Los candidatos más libres quedaron en el camino. Los teólogos progresistas fueron castigados.

¿Cuál fue el asunto de fondo? El Cardenal Ratzinger defendió una idea estrecha de la tradición de la Iglesia, identificándola más de la cuenta con la versión europea de la misma (griega, latina y germánica), y motejando de relativistas las interpretaciones más creativas de esta tradición. Esta postura, en la práctica, dificultó el ecumenismo y los intentos de desarrollo de una Iglesia policéntrica. Algo así como una Iglesia organizada en torno a polos culturales diversos (Asia, África, América Latina, Europa y Oceanía, como fue la Iglesia de los antiguos patriarcados de Jerusalén, Roma, Antioquía, Alejandría y Constantinopla), ha podido parecerle peligroso para la unidad de la fe. La Iglesia latinoamericana sufrió las consecuencias. La Iglesia en América Latina en los años sesenta había experimentado una renovación sin precedentes, alentada por el Concilio y atenta a sus propios signos de los tiempos. Su interpretación inculturada latinoamericana del Evangelio, a decir verdad, nunca fue aceptada por el Cardenal Ratzinger.

Bergoglio, en cambio, ha sido el mejor representante de la “opción por los pobres” de la Iglesia Latinoamericana. Aunque de formación tradicional, Francisco, de hecho, ha interpretado bien a la Iglesia de América Latina en la tarea de acoger creativamente el Vaticano II. Los teólogos de la liberación, obnubilados con un papa que declara querer “una Iglesia pobres para los pobres”, han celebrado sus discursos y gestos. Pero estos no siempre han reparado en que el modo de gobierno de Bergoglio es justamente lo que ha impedido que surja en el continente una iglesia regional auténticamente latinoamericana. Los latinoamericanos estamos felices con un papa que representa nuestros anhelos de justicia y que, por otra parte, impulsa una “iglesia en salida”, una iglesia que le da la comunión a los divorciados vueltos a casar y una iglesia en la que ni el papa teme decir que puede equivocarse.

Pero, los chilenos lo sabemos muy bien, Francisco ha sido un papa autoritario. Los laicos de Osorno nunca recibieron de él una petición de perdón por el trato que les dio. Los obispos chilenos tampoco fueron bien tratados. Bergoglio en la Catedral les predicó contra el clericalismo. Pero, a reglón seguido, los mandó llamar a Roma como si fueran monaguillos, les pidió la renuncia y les hizo volver a Chile completamente desautorizados. En otras palabras, nuestro líder de la opción por los pobres, aunque nos duela reconocerlo, también es clericalista. Es decir, también tiene un modo romano absolutista de entender la institucionalidad eclesiástica; un modo que, en última instancia, aniquila los procesos de inculturación regional del Evangelio. Su gran proyecto evangélico, lamentablemente, puede fracasar cuando asuma el próximo papa.

En otras palabras, Benedicto y Francisco comparten el mismo “pecado”. La versión monárquica, estatal y romana de la Iglesia impide el desarrollo de una Iglesia verdaderamente “católica”, es decir, universal. Mientras no haya un cambio estructural de grandes proporciones, el divorcio diagnosticado en varias iglesias locales entre la institución eclesiástica y el común de católicos no cesará.

El triunfo de la paz

Estamos agotados. Han sido meses muy desgastantes. Ha habido exceso de violencia, demasiada destrucción. La gente comienza a crisparse. Trolls por todos lados, funos a la vuelta de la esquina. Bocinas. Manotazos. Los mismos que celebramos los cambios por venir, anhelamos que vuelva la paz porque nos estamos avinagrando por dentro y se nos puede ir el país de las manos.

Navidad: los cristianos cantarán “noche de paz, noche de amor”. Las últimas semanas por todos lados hemos escuchado a Víctor Jara: “El derecho de vivir en paz”. Pero, ¿habrá paz la noche del 25? ¿Habrá paz para el invierno del 2020?

La celebración navideña no asegura nada. El mismo Jesús complica las cosas. Si uno contempla el pesebre, debe recordar que de allí salió el varón que, en algún momento, de un modo intempestivo, dijo: “No piensen que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada” (Mt 34). Jesús fue conflictivo. Lo mataron personas malas, sí, pero él las provocó. El anuncio de Jesús de la misericordia infinita de Dios resultaba intolerable a los administradores del Templo. El niño del pesebre fue un Jesús insoportable. Si no se tiene en cuenta esto, la paz que invocaremos esta Navidad será fatua.

¿Qué hacer para conseguir una paz duradera, una que nos aliente durante el 2020? ¿Qué hacer para que predominen en nosotros estas otras palabras del Cristo resucitado: “La paz esté con ustedes” (Jn 20, 21)?

Encontré un graffiti que me ha dejado pensando: “Mata tu paco interior”. Las ciudades están llenas de expresiones violentas contra los carabineros, frases justas e injustas, sentencias que muchos policías no merecen, pero dejemos de lado este tema.

Esta sentencia “Mata tu paco interior” tiene un mérito espiritual. Sí, espiritual: hace mirar el mal que anida en el propio corazón; el mal que mata porque nos mata. El graffiti es un llamado a un combate espiritual. Por una parte, nos invita a triunfar sobre el miedo a quienes nos violentan. Hay pacifismos que, en realidad, son pura cobardía. Irenismos. Por otra parte, nos pide que reconozcamos que también nosotros podemos ser violentos. Cualquiera ser humano lleva un “paco” adentro, un enemigo interno, un abusador que castiga a los demás porque nos castiga a nosotros primero. Opino que estos dos triunfos dentro de nuestra alma son senderos obligados a la auténtica paz. No solo matar en el corazón el odio, el rencor y la violencia es una victoria; también lo es superar los miedos que nos impiden luchar por la justicia.

Esta Navidad los cristianos, y cualquiera que quiera sumarse, tiene la oportunidad de acumular paz para un 2020 que también puede ser violento. Se me ocurre que delante del pesebre podemos hacer dos ejercicios espirituales. Uno, concentrarse en el daño que han sufrido los dañinos. Convendría hacer memoria de las personas damnificadas por un país acostumbrado a la violencia cultural y social. Cristo crucificado, de algún modo, los representa a todos ellos. Otro ejercicio espiritual puede ser pedirle al niño que nace, por ejemplo, que nos dé la grandeza de tolerar que en el plebiscito de abril próximo gane la opinión contraria a la nuestra. ¿Seremos, desde ya, capaces de soportar tranquilos esta posibilidad? ¿Practicaremos la democracia del corazón, fuente interior de la democracia política? Antes que esto, ¿seremos capaces de entender, por ejemplo, que haya gente mapuche que no vaya a votar?

La paz de resucitado sea con ustedes.

¿UNA REVOLUCIÓN DENTRO DE ESTA REBELIÓN?

Fue una rebelión. La violencia fue inaudita. La alegría, también. Los columnistas más serios reconocen que es temprano para dar explicaciones concluyentes.

Hablan los muros: “Cuando la tiranía es ley, la revolución es orden”. ¿Una revolución dentro de una rebelión? El terremoto del 2010, dicen, movió el eje de la tierra. La explosión de octubre pasado nos ha alterado la vida probablemente para siempre. Fue como si se expresaran las más diversas rabias al mismo tiempo. ¿Había ocurrido algo así? Las transformaciones en curso parecen revolucionarias. Puede que lo sean.

Una de estas tiene que ver con las condiciones materiales de la vida. La ciudadanía ha reaccionada airada porque, por años, se ha sentido engañada, abusada, oprimida, maltratada y herida en su dignidad, y tiene pruebas para demostrarlo. Se nos dice que “Chile será la tumba del neoliberalismo”. En las otras personas, los chilenos nos hemos reconocido que somos un pueblo. Rebrota la importancia de lo comunitario, de lo social. ¿De la solidaridad? ¿De cargar unos con otros? Talvez. Pero es difícil imaginar que el individualismo que genera el liberalismo económico que nos convierte en consumidores vaya a disiparse muy rápido.

Otra transformación se da en el plano de las identidades. La homogeneidad uniformante revienta. La heterogeneidad exige derechos. Hablan las murallas: “Marcho para que la diversidad también importe”. Las mujeres, las minorías sexuales y los pueblos originarios reclaman indignados un merecido reconocimiento. Ha sido impresionante ver flamear la bandera mapuche por doquier. Será muy difícil, esta vez, negarse a restituir a los mapuche el carácter de pueblo que la República les quitó el siglo XIX.

Tercera transformación: se acusan cambios significativos en las relaciones de poder. Se desconoce autoridad a quienes tienen poder o investidura. Las instituciones apenas encausan las demandas ciudadanas. A los soldados se les trata sin miedo, a cualquiera dirigente se le saca la madre, a los curas para qué decir. Talvez nunca antes la distancia generacional había sido tan acentuada. Jóvenes y viejos tenemos la cabeza formateada de otra manera. Pero, quizás, las nuevas generaciones se politicen y voten por una nueva Constitución. Si no lo hacen, estaremos verdaderamente en problemas.

Una cuarta transformación, me extiendo en ella, es de índole espiritual. En el campo católico, hace rato que la jerarquía eclesiástica no canaliza las necesidades más hondas de los fieles. Aun antes de la enorme crisis debida a los abusos sexuales y encubrimientos del clero, los católicos no encuentran en sus líderes los representantes que interpreten con creatividad el Evangelio. Entre los obispos y los curas por un lado, y los fieles, por otro, se ensancha un foso de incomunicación y de incomprensión.

La fatiga de las instituciones tradicionales mediadoras del sentido, como es el caso de la estructura de gobierno en la Iglesia católica, sin embargo, no impide la actividad del Espíritu fuera de ella, para decirlo en términos cristianos. La rebelión de octubre, estoy convencido, también ha sido una explosión espiritual de un pueblo que exige su dignidad. Es cierto que algunas de las expresiones del descontento son aterradoras, deplorables y para nada espirituales. Pero, como en la vida misma de las personas, en los acontecimientos sociales es necesario discernir lo que tiene un valor trascendente, distinto de lo que no lo tiene y, aún más, encontrarlo en aquello que parece pura porquería.

Los grafitis a veces dicen verdades muy hondas. Incluso en expresiones perturbadoras puede haber un genuino desahogo espiritual: “K viva el Kaos”, “Organiza tu caos”, “@sentir solo sentir” o “Mata tu paco interior”. El anarquismo, y el nihilismo que suela animarlo, guarda algún parentesco con el Jesús que no creyó más que en Dios, y lanzó amenazas contra el templo de Jerusalén y los sacerdotes que traicionaban su razón de ser. A estos los desafió sin respeto: “No quedará piedra sobre piedra”. En las baldosas de la plaza Victoria, a metros de la catedral de Valparaíso entera pintarrajeada, un inspirado escribió: “Hasta que valga la pena vivir”. La vida ha de tener sentido. Si no lo tiene, la lucha es el camino para encontrarlo.

El curso que seguirá la explosión social es desconocido. Habrá de entendérsela lo más posible. Pero aún sin muchas claridades, a tientas, será preciso gobernar un proceso que si no es revolucionario merece considerárselo como tal, sea porque la violencia debe ser frenada en seco sea porque los cambios señalados, si se los encausa, pueden fortalecer extraordinariamente la convivencia y las instituciones.

Publiqué libro

He publicado un libro sobre Cristo. Lo vendo. A 5,000 para los que no tienen plata; a 10,000 para los que sí tienen plata.

Contacto: jcostado@gmail.com

De consumidores a ciudadanos

El mercado ha dinamitado la política. Nos ha convertido de ciudadanos en consumidores. Para hacernos esclavos del consumo, ha reducido al Estado y, en estos días, no son pocos los políticos que quieren disminuir el número de parlamentarios, por poner solo un ejemplo. El mercado, por fin, nos ha enemistado con nuestros políticos. Hemos terminado por creer lo mismo que Pinochet pensaba. Esto es, que los políticos no sirven para nada.

La sociedad neoliberal que hemos construido ha supuesto que la libertad es para consumir. Elegimos marcas, sabores, colores. ¿Y los que no pueden comprar? No es cosa que algún día lleguen a hacerlo. El problema es que se ha menoscabado gravemente el concepto de libertad. ¿No podemos con la libertad hacernos cargo del país?

Los políticos, que no han controlado suficientemente el mercado, heredaron una matriz de desarrollo que a ellos y a todos los chilenos les ha hecho pensar que era normal lo que nunca ha debido serlo. ¿Cómo ha podido llegar a ser normal que el sistema de pensiones haya hecho de los chilenos clientes de empresas que, por la vía del ahorro individual, ha minado la solidaridad sin la cual no somos un pueblo? Los viejos ven el futuro con terror. ¿Quiénes se harán cargo de ellos con la pensión miserable que les espera? En una sociedad así, no les queda otra que avergonzarse de vivir. Para sus familias habrán de convertirse en pesos tremendos de sobrellevar. La idea de libertad capitalista, a fin de cuentas, esclaviza a los clientes y descarta a quienes son caros de mantener.

Pongo un caso. Lamento hablar de mí. Años atrás terminé pagando una deuda que una anciana, pobre y anémica, había contraído para sobrevivir con una caja de compensación, cuyo nombre no doy para que no la apedrean como yo mismo deseé hacerlo en su momento. Fui a la caja. Pregunté con boletas en mano. Había pedido un préstamo por 200.000. Habría debido pagar, en 42 cuotas, 900.000. Es más, el cobro lo hacía un ministerio, no digo cuál para que no lo incendien, descontándole mes a menos algo así como 10,000 de una pensión de cien mil. A esto hemos llegado. Casos como este hemos creído que son normales.

¿A futuro? Lo que está en juego es hacer girar en 180 grados la relación entre mercado y política. Nos urge una repolitización del país: convertirnos (de corazón, mental y legalmente) de consumidores en ciudadanos. Nada necesitamos más que los jóvenes se politicen, que reconstituyan la ciudadanía de abajo hacia arriba. Lo que urge es perfeccionar la democracia que se recuperó después de la Dictadura. Pero no nos engañemos. No necesitamos una democracia directa, sin representantes, sin diputados ni senadores. Sería un caos. Tampoco algo que se parezca a las mesas planas universitarias en las que no se cumple la palabra dada el día anterior.

Lo que está en juego es que el país reconstituya su modo político de hacerse cargo de sí mismo. Para que Chile pertenezca a todos, todos tienen que responsabilizarse de él. Al que no le guste, no espere que el Estado le reparta lo que le toca. Más que del reparto, debiéramos vivir del compartir. La libertad no sirve solo para comprar. Si nuestros padres, madres, abuelas y abuelos nos han liberado desde muy pequeños de la necesidad imperiosa de buscar los medios para alimentarnos y educarnos; si nos han liberado de conseguir un techo y libremente nos cuidaron las enfermedades, hemos de reconocer que la libertad también sirve para encargarnos de los demás. El futuro depende del amor, del amor político, el amor más incluyente y la mayor expresión de la libertad.

Esperemos que la nueva constitución descarrile el neoliberalismo y encaje la política en los rieles de la solidaridad. Necesitamos a los políticos. Pero no debiéramos esperar que ellos hagan su pega si nosotros no hacemos la nuestra.

Los cristianos dónde están

La situación es dramática. No la describo. La conocemos.

La explosión social en Chile ha obligado a hacer distinciones entre los actores. Esto ha llevado preguntarse: “dónde está la Iglesia”. Atiendo a este reclamo. Si por Iglesia se entiende la institución eclesiástica, habrá que acudir al portal iglesia.cl.. No han faltado declaraciones. Convendría, además, remontarse al año 2012 para encontrar el vaticinio episcopal de la tragedia en la que estamos.

Pero la Iglesia no son los obispos. Lo son solo en cuanto bautizados. Los cristianos y las cristianas constituyen la Iglesia, y lo hacen cuando practican el amor con que ha sido amados. Así las cosas, la pregunta mejor es “dónde están los cristianos”. Respuesta: siempre es difícil saberlo. Primero, porque Jesús les mandó a sus discípulos no cacarear sus buenas obras. Segundo, porque muchas de las iniciativas de los cristianos y comunidades de lucha por la justicia, solidaridad y amor al prójimo no salen en la televisión y otros medios.

Sea lo que sea, para los cristianos es la hora de la acción. De esta, a la vez, puede hablarse en dos sentidos. Una, la acción de arriba hacia abajo; y, otra, la de abajo hacia arriba.

La acción de arriba hacia abajo es la de los cristianos que gobiernan el país y la de los que tienen responsabilidad en las decisiones empresariales, por ejemplo. Muchos de ellos son culpables de la destrucción del país en curso. Han profitado de una legalidad injusta. Tienen, por esto, más culpa que los “descartados” (Papa Francisco) que rompen semáforos y saquean sus supermercados. Pero ellos, no obstante su “pecado”, deben hoy imperiosamente usar su poder político y económico para contribuir a levantar el país. Los políticos debieran reemplazar el régimen económico y político liberal por uno democrático que garantice a los ciudadanos derechos sociales y posibilidades reales de invocarlos. Los empresarios, y los potentados en general, en vez de sabotear esta posibilidad, como lo han hecho los últimos 40 años, debieran secundarla. No basta con que paguen sueldos justos, es decir, no regulados solo por el mercado. Hacerlo puede constituir, en estos momentos, una buena estrategia para salvar el tipo de sociedad que los privilegia.

La acción cristiana también debiera practicarse de abajo hacia arriba. No se está en cero. Se lo hace. Pero urge actuar con más prontitud y mayor generosidad. La acción cristiana desde abajo puede ser personal o comunitaria. Es personal, cuando consiste en tratar con justicia a los empleados y cuando se acude a socorrer a quienes lo están pasando mal, como son los que se han quedado sin trabajo (son muchos, serán más). La acción cristiana comunitaria, por otra parte, es la que realizan las parroquias, las comunidades de base, los movimientos cristianos y muchas otras asociaciones de Iglesia. En estos momentos urge detectar las necesidades. Es importante ofrecer una ayuda a los que más lo necesitan. Se dice que la demanda de ayuda en las comunidades de base se ha triplicado. A efecto de satisfacer estas necesidades, será necesario un trabajo de recolección de recursos: canastas de las ofrendas, bingos, cenas solidarias, rifas y otras iniciativas. Esperamos que no llegue a ser indispensable parar ollas comunes, pero no debiera descartárselo.

Sea desde abajo, sea desde arriba, los cristianos por igual debieran pasar a la acción en otros planos. Han de ser agentes de paz. No será esta la primera vez que puedan recurrir a la no-violencia activa. Lo hicieron, no sin tremendos riesgos, los integrantes del Movimiento contra la Tortura Sebastián Acevedo. En cualquier caso, pueden ser pacíficos en su modo de expresarse, evitando descalificar a las personas o insultarlas como lo hacen los trolls en las redes sociales. Esta, además, es una ocasión para educar a los hijos en el valor de la democracia. ¿Podrán vacunarlos contra el virus del individualismo y la bacteria de la codicia, padre y madre del capitalismo que empuja al género humana barranco abajo? Es esta una oportunidad única para que las nuevas generaciones aprendan a hacerse cargo de su país.

Cristianos por la Re-Politización del País

El acuerdo de los partidos políticos en favor de una nueva constitución debe ser aplaudido por los cristianos. Si estos tienen por vocación un mundo fraterno, debieran sumarse a la re-politización del país. Esta comenzó con una explosión social sin precedentes, un rechazo furibundo de la desigualdad y de una falta de consideración de la dignidad de las personas debida a la implantación de un modo de organizar la sociedad gravemente insolidario. El impulso reformista o revolucionario tendría que proseguir. Una nueva constitución debiera encausarlo, debiera hacer suyo el amanecer de una ciudadanía que despertó del sueño del liberalismo económico y político. Para los cristianos, una vez más, está en juego eso que ellos llaman el reino de Dios. A saber, el valor trascendente, eterno, que tiene una sociedad en la cual todos se encargan de todos.

El desafío es legal y moral. Es moral, en primer lugar, sintonizar con las demandas de justicia de la inmensa mayoría. Los cristianos no tienen ningún privilegio ético sobre los demás. Por el contrario, si hubiera que sacar las cuentas a la luz de su fe su deuda es vergonzosa. Es escandaloso que un país cuya población en su mayoría se considera cristiana sea tan desigual. El desafío es moral porque, lo mande la ley o no, ellos solo pueden encontrar a Cristo en el prójimo. Lo demás “es música”. Si la ley manda pagar impuestos, ricos y pobres debieran pagar el suyo por amor a los demás. ¿Por qué los cristianos deben contentarse con contribuir a las necesidades económicas del país solo por miedo a un castigo legal? Dicho en metáforas, los pobres debieran poder poner, como la viuda del Evangelio, un 100 % más; y los cristianos pudientes, para qué decir los super-ricos, ¿no debieran ponerse con un 100% más también? Si los pobres pagan el IVA, ¿no pueden los demás pagar el IVA y un impuesto voluntario muy superior al que les exige la ley? Por el contrario, sería muy educativo para la sociedad que los ricos que evaden impuestos, y además los eluden, vayan a la cárcel. Nadie se queje después de que los jóvenes rompen los torniquetes del Metro y evadan el pago.

El cristianismo es amargo de tragar. Es como una esponja de vinagre en la boca de Jesús crucificado. Otro asunto: no hay duda de que los cristianos debieran votar en todos los sufragios. La regla de otro en esta materia reza: “vota por el candidato que conviene a todos, sobre todo a los pobres, aunque a ti, en lo inmediato, te perjudique”. ¿Puede un cristiano invocar el valor de la libertad porque la ley no lo obliga a esto o a lo otro? En algunos casos sí, pero no por capricho, por flojera, sino como mártires de la solidaridad. Ir a votar debiera ser para ellos siempre un acto libre, voluntario, pero no solo eso.

El desafío también es legal. La ley hoy deja en libertad a los ciudadanos para acudir a las urnas, pues el liberalismo económico carcomió y por fin rompió el dique de la solidaridad política. Corresponde a la ley electoral canalizar el extraordinario movimiento social chileno como si fuera auténticamente cívico, y no una mera agitación masiva de consumidores, exigiéndole a la población a hacerse cargo de sí misma mediante el voto obligatorio. En esto, los cristianos no pueden eximirse de la solidaridad política, entregando a la mera conciencia el imperativo de sacar adelante al país.

En lo económico lo mismo. Si urge revertir por ley el individualismo político, también el individualismo económico debe ser conjurado. La codicia no puede seguir siendo el motor económico de la sociedad. Tampoco el consumo. Los chilenos han de poder convertirse de consumidores en ciudadanos. El voto obligatorio tiene como contraparte la consagración constitucional de derechos sociales (educación, vivienda, salud y pensiones), y no dejar que el Estado cumpla un rol simplemente subsidiario.

El acuerdo político alcanzado es la luz al final del túnel. Nunca más la ciudadanía tendría que recurrir a la violencia para enrielar al país. Con humildad los mayores debemos reconocer que los jóvenes, con toda su impulsividad, e incluso por medios que nos son odiosos, destrancaron a un Chile que a la gran mayoría le estaba resultado ajeno.

Muchas otras palabras podrían decirse del componente mapuche del alma nacional. La bandera del pueblo mapuche flameó tanto y más que la chilena. Llegó la hora de arrepentirse del genocidio que constituyó la dominación republicana de su territorio. El país debe a los mapuche, al menos, el reconocimiento de pueblo que tuvo durante la Colonia e incluso a lo largo de un extenso período del siglo XIX.

Falta mucho, casi todo. Pero, de momento, la re-politización del país debiera ser un motivo de alegría, de generosidad y de responsabilidad. Un compromiso moral y legal de los chilenos con los chilenos debe constituir para los cristianos la condición de autenticidad de su propio cristianismo.

Impuesto Moral Cristiano

Chile está en peligro. En 2015 el 1 por ciento más rico del mundo llegó a tener el mismo patrimonio que el 99% del resto de la población (Credit Suisse Global Wealth). Los chilenos más ricos no trotan, galopan. Los multimillonarios aquí y en otras partes tienen cada vez más poder. El dinero consigue poder. El poder produce dinero.

Con plata se ha comprado a la clase política. Se dirá que los parlamentarios aceptaron financiamiento para su campaña, pero que no se beneficiaron en lo personal. Falso. El mero hecho de ser los diputados y senadores reelegidos, con tales platas, es una suerte de cohecho. Los empresarios que les dieron dinero, tarde o temprano les recordarán este favor y solicitarán algún tipo de compensación. La gente está aburrida de la falta de libre mercado. Unos pocos “grandes” acuerdan entre ellos, por ejemplo, los precios de los remedios y del papel higiénico, prometen seguros y cumplen apenas…. Para qué seguir. La población está airada.

También lo está en otras partes del mundo. En Túnez Mohamed Buazizi, un humilde vendedor de frutas se inmoló como reclamo por los sobornos que le pedía la policía. Las redes sociales viralizaron el hecho. Debido a las grandes desigualdades del norte de África, la chispa de la noticia incendió la región. El fuego llegó a Siria. Las protestas pacíficas por reformas políticas terminaron allí en varias guerras que nadie sabe cómo terminarlas.

La concentración de la riqueza en esta época en la que la identidad de las personas depende de su poder para comprar, es un peligro para las sociedades con aspiraciones de mayor desarrollo humano y para sus democracias. Ya genera frustración no adquirir todo lo que el marketing nos hace comprar. Muy pronto el dragón se morderá la cola. El día que se descubra que la desigualdad es una injusticia, la violencia se apoderará del estadio.

¿Por qué se acumula la riqueza entre tan pocos? ¿Por qué las consecuencias pueden ser fatales para el país? Por dos causas, al menos. Primera: los más ricos lo tienen todo para ser todavía más ricos. Son capaces de ganar cada vez más porque nacieron con un capital importante, estudiaron en los mejores colegios y universidades, crearon contactos y confianzas, se casaron entre ellos mismos y, por último, Dios nunca les falló. Segunda: el robo del capital al trabajo. Es cierto que la economía productiva genera trabajo y sin ella la sociedad involucionaría hasta destruirse. Pero la necesaria concentración del capital opera mediante sueldos de mercado, es decir, sueldos que para el dueño del capital –como otros costos de producción- deben ser lo más bajos para vencer a la competencia; así, se podrán, sobre todo, obtener las mayores ganancias posibles. La empresa privada funciona mediante la acumulación de capital. No puede ser de otra manera. Bien. Pero debe también reconocerse que los riesgos que corren los empresarios no son comparables con los sacrificios con que son sacrificados los asalariados. Peor aún es la economía financiera que genera burbujas que, cuando estallan, destruyen millones de empleos y exponen al planeta a recesiones que acaban en guerras. Los Estados, para evitar males mayores, “salvan” a los bancos y a los especuladores. Y la acumulación continúa.

¿Y los cristianos más ricos dónde están? ¿El católico “cota mil-mil” qué piensa?

Tal vez cree que las palabras de Jesús contra las riquezas no se aplican a él. No han oído, quizás, sus maldiciones: “Ay de ustedes, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo” (Lc 6, 24), les gritaba Jesús. ¿Les enseñaron sus padres algo de la Doctrina Social de la Iglesia? Tal vez no saben que la piedra angular de esta es El destino universal de los bienes, que la propiedad privada es un medio para su implementación, no un fin. El fin, en cambio, es que todas las personas que vienen a este mundo sean propietarias de la tierra. Los cristianos potentados, ¿han mirado a los ojos a uno de los miles de chilenos que viven en las calles de sus ciudades?

Propongo que los católicos pertenecientes al 1 por ciento más rico del país creen un Impuesto Moral Cristiano. No un impuesto legal. Los impuestos legales deben ser objeto de estudios cuidadosos de políticos y expertos. Su establecimiento es cuestión de justicia, pero no debieran desactivar la economía. Lo que sugiero es un impuesto voluntario de un 10 % al patrimonio anual (casas, propiedades, autos, acciones, etc.) de los más ricos. Los mismos católicos interesados en crear este impuesto podrían fundar una institución encargada de devolver a los chilenos una parte, siquiera una parte, de lo que les pertenece. Con este dinero, por ejemplo, se podría dar una justa pensión a las dueñas de casa.

Si las palabras de Jesús y de la Iglesia no les son una motivación suficiente, podrían servirles las de J. Stiglitz (Nobel de economía 2001): “Los miembros del 1 por ciento más rico poseen las mejores casas, los mejores colegios, los mejores médicos y las mejores formas de vida, pero hay una cosa que no parece que el dinero pueda comprar: saber que su suerte está unida a las condiciones de vida del 99 por ciento restante. Es algo que, a lo largo de toda la historia, el 1 por ciento ha acabado siempre por comprender. Pero demasiado tarde”.

Zaqueo creyó en Jesús, dio la mitad de sus bienes a los pobres y prometió a sus posibles defraudados el cuádruplo del perjuicio (Lc 19, 1-10).

Sacerdocio para varones casados

Ha concluido en Roma el Sínodo sobre la Amazonía. Este reunió a un número significativo de obispos y personas relacionadas con esta extensa región (Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Brasil, Guyana, Surinam y Guayana Francesa), zona especialmente vulnrable al impacto de la acción humana en el cambio climático, para deliberar sobre la tarea evangelizadora de la Iglesia.

Los resultados del Sínodo, especialmente desde el punto de vista del cuidado del medio ambiente, y sobre todo, de la protección de la población nativa, son alentadores y desafiantes. Su éxito dependerá evidentemente de cuánto sea posible llevar a la práctica, yendo en contra, por ejemplo, de políticas económicas liberales como las del presidente Bolsonaro. También en Chile es imperioso que la Iglesia haga suyas las directrices de este documento y salga en defensa de nuestros pueblos originarios.

También ha sido auspicioso para la región, y sobre todo para los católicos de otros países y continentes, la apertura del sacerdocio a hombres casados. Dos son las razones que han exigido esta modificación pastoral. La primera, es la inmensa cantidad de cristianos que no tienen prácticamente ninguna posibilidad de participar en la eucaristía por falta de sacerdotes. “En ocasiones pasan no sólo meses sino, incluso, varios años antes de que un sacerdote pueda regresar a una comunidad para celebrar la Eucaristía” (SA 111). La segunda, es la presión del laicado católico mundial por terminar con el celibato obligatorio, debida a los abusos sexuales del clero y por el encubrimiento de sus superiores jerárquicos.

Este Sínodo, al igual que aquel anterior que abrió la posibilidad de comulgar en misa a los divorciados vueltos a casar, ha sido fuertemente resistido por sectores católicos conservadores minoritarios, pero muy poderosos. El cardenal Müller ha dicho que ““ni siquiera el Papa puede abolir el celibato”. El documento final tiene gran estima por el celibato de los sacerdotes. Pero recuerda que este no es materia de fe, sino una determinación pastoral con una larga tradición. Se ha recordado, por lo mismo la práctica de la Iglesia oriental que ha mantenido el sacerdocio de varones casados por dos mil años.

Las condiciones para esta importante innovación son las siguientes: debe tratarse de varones que puedan dedicarse plenamente a este servicio; de personas capaces de desempeñar la labor sacerdotal, cualidad que debe ser reconocida por la comunidad cristiana; de laicos que previamente han sido ordenados diáconos, y que hayan cumplido bien esta misión; de diáconos que hayan recibido una formación adecuada para desempeñar el servicio sacerdotal; de esposos con una “familia legítimamente constituida y estable”; y, por último, de personas que vivan en la zonas más remotas de la Amazonía. Este número 111 del documento fue aprobado por 128 contra 41 votos. El texto, además, reconoce que “algunos se pronunciaron por un abordaje universal del tema”.

Desde antes de la celebración del Sínodo hubo reacciones feministas contrarias. La extensión del sacerdocio a varones casados solo ha podido postergar el reconocimiento de la legitimidad teológica y de la necesidad pastoral del sacerdocio femenino. El único paso en esta materia fue haber solicitado los participantes compartir sus experiencias y reflexiones en la Comisión de Estudio sobre el Diaconado de la Mujeres creada por el Papa Francisco, la cual aún no llega a resultados concluyentes. En las consultas realizadas antes del Sínodo se valoró “el papel fundamental de las mujeres religiosas y laicas en la Iglesia de la Amazonía y sus comunidades, dados los múltiples servicios que ellas brindan” (SA 103). Pero esta mención laudatoria no ha sido suficiente.

No se puede seguir alabando a las mujeres y negándoles la posibilidad de participar en la toma de decisiones al más alto nivel de la institucionalidad eclesial, por la precisa razón de no ser sacerdotes. En suma, el Sínodo pide el sacerdocio para varones casados, pero no para todos; y diaconado para las mujeres, pero no todavía.

Explosión social en Chile

Chile explotó en el momento menos pensado. Parecía el paraíso entre países latinoamericanos convulsionados. Explotó como ha podido hacerlo un volcán que hubiera dormido por miles de años debajo de Santiago.

La explosión

La autoridades del Metro de la capital anunciaron un alza en el precio de los pasajes que, sin ser desmesurado, gravaba otra vez más uno de los sistemas de locomoción, comparativamente, más caros del mundo. En respuesta, los jóvenes, a quienes sin embargo no se alzaba el pasaje, comenzaron a destruir los controles mecánicos y, tras ellos, personas adultas pasaron sin pagar. En solo dos días la ciudad estalló en protestas de todo tipo y, muy poco después, las manifestaciones se han extendido a otras ciudades del país.

Muchos han salido a las calles para hacer sonar cacerolas; otros han protestado con las bocinas de sus autos. Estos, por cierto, no han sido los mismos que han quemado buses, supermercados y numerosas estaciones del Metro, además de saquear diversos tipos de tiendas o destruir las señaléticas. Los daños son incalculables. Afectarán por largo tiempo el trasporte al trabajo de las mismas personas que se han manifestado en contra de varias formas de injusticia.

Las causas

Es difícil saber exactamente las causas más profundas de un fenómeno tan violento y tan extendido. Analistas importantes aventuran razones del estallido con un “quizás”. No hace mucho las estadísticas de felicidad de los chilenos señalaban que estos se consideraban bastante felices, aunque pensaban que la sociedad andaba mal. ¿Qué explica esta paradoja?

Aun así, las razones que la misma gente da, y que no cuesta mucho comprobar, es la desigualdad en la distribución de los bienes y las oportunidades y los abusos cometidos por empresas y negocios varios, entre los cuales ha llegado a ser emblemática la colusión de las redes de farmacias para subir los precios de los medicamentos; y, también, las corporaciones de previsión que preanuncian jubilaciones muy bajas. Además, es posible pensar que una sociedad de consumidores se ha sentido frustrada por no poder acceder a una infinidad de productos y que además, ante ofertas incumplidas del gobierno, teme retroceder en su bienestar.

Como causa de estas desigualdades y abusos, es posible reconocer al neoliberalismo, constituido en el motor de la sociedad chilena hace ya muchos años, muy difícil de gobernar por la clase política. El modelo económico de crecimiento ilimitado y deficientemente regulado opera a la vez atizado por aquella competencia mundial que favorece progresivamente a los super-ricos en desmedro del 82 % de la población mundial; las ganancias de los super-ricos chilenos, por otra parte, son las que disparan el PIB, ocultando que la gran mayoría de los chilenos gana sueldos modestos.

Otra causa que ciertamente ha tenido mucha importancia en esta crisis es una juventud anómica, jóvenes que median su subjetividad consigo mismos, que desconocen límites externos y solo creen que es verdadero lo que a cada uno le parece que lo es. Muchos de los jóvenes se comportan de un modo intolerante y violento.

Otra razón de descontento es el desprestigio (mundial) de las instituciones. La clase política, en particular, no ha auscultado el pathos social y, en vez de intentar hacerlo, ha dedicado mucho tiempo a la perpetuación en los cargos. La misma Iglesia, afectada por el desprestigio enorme de su jerarquía debido a los abusos sexuales del clero y a su encubrimiento, apenas ha hecho oír una voz que ya a nadie le interesa escuchar.

En lo inmediato, también ha exasperado a la población el mal manejo de la situación del gobierno de Sebastián Piñera, cabeza de la alianza de derecha. Él y sus ministros han hecho declaraciones muy lamentables que, sin embargo, no pueden ser consideradas simples errores no forzados sino expresiones características de la mentalidad de las derechas.

¿Qué ocurrirá a futuro?

En estos momentos urge controlar los desmanes e imponer el orden. No puede ser normal que los ciudadanos hayan perdido todo respeto a la policía e incluso a militares, desafiándolos abiertamente en plenas horas de toque de queda. Solo restableciéndose la legalidad institucional será posible abordar los problemas de fondo.

Estos días la clase política, con torpeza, procura reaccionar unida. Se ha dictado una ley para que los pasajes del Metro vuelvan al precio anterior. Pero las protestas continúan. Diversas organizaciones sociales y voces autorizadas llaman a la calma y al diálogo. Pero el futuro de Chile es incierto.

La principal pregunta en este momento es por la gobernabilidad. Algunos divisan en el horizonte alternativa populista a lo Bolsonaro, pero esta difícilmente puede tener futuro en un país traumado por la violencia de la dictadura de Pinochet ejercida por los militares y policías. Estos no quieren golpear a nadie ni menos usar las armas contra la población. La otra alternativa es el caos y todo lo que este puede devorar.

Obviamente, la apuesta solo puede ser por mejorar la democracia. Chile necesita una que contenga a una sociedad molesta con todo tipo de autoridades y también consigo misma.

Juntemos esperanza

El Estado de Chile: Bases de la Institucionalidad

Creo que es necesario apoyar el Presidente Piñera para que controle la tendencia al caos, aunque lamento que diga que “estamos en guerra”. No lo estamos. Error del Presidente. Si no controla a las vándalos, espero que dé un paso al costado. Los vándalos, por cierto, no es la gente que toca ollas y bocinas con la cual es imposible no estar de acuerdo.

Urge que baje la temperatura. No es lo mismo protestar que incendiar, destruir y saquear. Los desequilibrados y los sinvergüenzas se están aprovechando de la legítima protesta ciudadana. La temperatura baja si se acata el toque de queda. Si el caos gana todos saldremos perdiendo.

Hay miedo. Las personas con quienes he cambiado una palabra están asustadas. Espero que tengamos la lucidez para reconocer los verdaderos peligros, distinguirlos de los falsos, y que no nos falte el coraje para enfrentarlos. Creo que la paz también se consigue corriendo algunos riesgos.

Los políticos son indispensables. Piensen ellos en que han fallado. No sus adversarios, sino ellos mismos. Hace rato tenemos la impresión de que nos han abandonado. Ofrezco un voto de confianza al político dispuesto a arriesgar su reelección y al q deje su cargo en favor el país.

¿Qué hacer? Es el momento de la acción. El asunto es qué hará cada uno de nosotros. Talvez algunos, con su acción sensata, iluminen nuestras acciones y nos den la fuerza para llevarlas a la práctica. Criticar, sí. Tratar de entender, también. Pero sobre todo pasar a la acción. Un paso por pequeño sea, bien dado, cambia el mundo.

Vivo en la Alameda. No me preocupan las bombas ni los destrozos. Estoy acostumbrado. Me preocupa que Chile se dispare a los pies. Espero que predominen autoridades verdaderas, gente con cabeza y corazón, con sentido de la realidad y amor por la justicia.

 

 

Préstamos usureros

Qué IglesiaMe hicieron saber que la Sra. A.M.C., integrante de mi comunidad cristiana, estaba pasando hambre, tenía anemia y no daba ya más con una deuda adquirida con una caja de compensación por $ 200,000 el año 2009. Pedí que me consiguieran el comprobante del último abono. Acudí a la caja. Solicité todos los antecedentes. Esa misma tarde escribí correos a varios amigos para que me ayudaran a cancelar lo que a A.M.C quedaba por pagar. Junté lo necesario. Al día siguiente fui nuevamente a la caja y cerré definitivamente el compromiso.

Consulto en Google por “anemia”: “Esta enfermedad consiste en la disminución de glóbulos rojos circulando por el organismo, lo cual puede afectar el rendimiento físico y cognitivo de una persona, debilitando al paciente, con una sensación de fatiga constante. Según los expertos, hay varios tipos de deficiencias nutricionales que podrían acarrear anemia. La primera, y la más conocida, es la que se da cuando no se consumen las cantidades necesarias de hierro. La segunda aparece cuando el organismo no recibe buenas proporciones de la vitamina B12 y la última, cuando el paciente no ha sido consumidor habitual de alimentos ricos en ácido fólico”. Es decir, sí, la anemia tiene que ver con el hambre.

Efectivamente A.M.C. el año 2009 contrajo un “Crédito social en pesos”. Debía pagarlo en 84 cuotas. Había pagado a la fecha $ 796,960. Le quedaba por pagar $ 148,106. En total habría debido pagar $ 945,066 el 2016. Se dirá que hay que considerar la inflación. ¿Pero cómo puede ser que una ley de la República permita a una caja de compensación que una anciana enferma y pobre se endeude de esta manera y termine pagando tres veces lo que se le prestó? ¡Tres veces! ¿No debiera en cambio el Estado de Chile proteger a los ciudadanos más vulnerables?

Años atrás siendo capellán de la Toma de Peñalolén se me acercó otra integrante de nuestra comunidad y me dijo: “Padre, di su nombre”. Le pregunté para qué. Me respondió: “Saqué una tarjeta”. Seguramente un vendedor avispado creyó hacer más vendible la tarjeta de consumo si M.C., analfabeta, pensaba que dando mi nombre la cosa era más seria. El vendedor ese nunca supo que días antes esta misma Sra. había querido suicidarse. Sus niños pequeños le gritaban: “queremos leche”.

¿Hay hambre en Chile? Sí. ¿Se combaten las injusticias en Chile? A veces.

El colmo de mi sorpresa es que la cobranza de deudas como la de A.M.C las realiza el Ministerio del Trabajo. Ella tiene la pensión que el Estado da a los ancianos. De los $ 89,000 de su pensión, el Ministerio se encarga de descontar mensualmente unos doce mil pesos.

¿Hay alguna institución que fiscalice estas situaciones? Me dicen que le corresponde a la Superintendencia de Seguridad Social. ¿Quién lo está haciendo peor? ¿La Superintendencia? ¿El Ministerio? ¿La caja de compensación…?

¿Por qué, para qué, bautizar a un niño?

¿Por qué, para qué, bautizar a un niño?

Se han levantado estas preguntas.

Esta vez no tienen que ver con que sería mejor que las personas se bauticen adultas. No necesariamente. El cataclismo eclesiástico y la estampida de los católicos laicos hacen dudar de la conveniencia de bautizar a un niño o niña. Hacerlo, ¿no sería a futuro exponerlos a las decisiones de una institución en la que no se puede confiar?

Pienso que sí es bueno bautizarlos y mientras menores mejor.

Me explico, aunque tengo el viento en contra. Iniciar a un pequeño en una tradición que tiene 3,000 años de antigüedad equivale a dotarlo de humanidad. Esta puede recibirla de otras tradiciones. El Occidente secular se ha nutrido de la filosofía griega y del cristianismo, pero no parece necesitarlos más. Los occidentales alcanzaron la autonomía, la mayoría de edad, y pueden ahora caminar sin ayudas religiosas. Pero, ¿hay algo que nuestra cultura actual no puede, o todavía no puede, transmitir a las siguientes generaciones? No sé. Talvez. Quizás haya un aporte al ser humano que solo las religiones pueden hacer.

Los seres humanos no venimos al mundo formateados. Los animales sí. Requerimos ser educados por nuestros progenitores y no pocas veces necesitamos crear algo nuevo, inventar pasos que a futuro den un ejemplo o le abran un camino a las generaciones que vienen detrás. Poco después de nacer, comenzamos a ser formados por la cultura que nos recibe, la que llega a pertenecernos porque, a su vez, le pertenecemos. Somos la cultura que nos reconoce y que nosotros mismos, en cuanto integrantes de ella, también gestamos.

Pues bien, si atendemos a las pertenencias, la mayor o menor riqueza de las vidas se juega en las muchas que tengamos. Ser hincha de un equipo de fútbol es una riqueza. Pertenecer a tal o cual club, vibrar con los goles de la selección, nos hace sentir, sentirnos, como seres que compartimos con otros pasiones y, además, no pocos valores. Formar parte de un coro, intercambiar monedas o estampillas, integrar una cofradía de amantes de los pájaros, nos realizan y hacen felices. Debemos algo a los demás, somos sus deudores, nos amarramos a ellos libremente, por la sola satisfacción de compartir un mismo gusto, emociones, ideas, ilusiones y desencantos.

No es poco tener un pasaporte que acredite que somos españoles, argentinos, sudafricanos o vietnamitas. Nada hay más triste que ser apátridas. O que nos exilien. El Estado puede oprimirnos, pero reconozcamos que no podemos prescindir de él, debemos comportarnos según las leyes de la nación y cuidar legal y moralmente de nuestros vecinos. ¿Alguien quisiera, de verdad, prescindir de esta pertenencia?

Un equipo de basquetbol, una orquesta de rock, el cuerpo de bomberos o una nacionalidad, empero, no pueden emparentarnos, como un Creador puede hacerlo, con el mar y las estrellas; ni hacernos saber que el prójimo es nuestro hermano, nuestra hermana, porque el Hijo de Dios lo ha querido así. Los cristianos recibimos en el bautismo un modo de sentir, de gozar, de pensar y de imaginar una fraternidad universal que no depende de los políticos ni de la buena voluntad de nadie. Recibimos una pertenencia que se nos impone, como se nos imponen la madre y el padre que nos tocaron, punto, y que con el correr de los años pueden hacernos mejores, porque recibimos esta identidad en el bautismo cuando somos niños para hacernos saber que la vida es un misterio. Nos dirán que esta pertenencia es un mito o una ficción. En parte lo es, pero no para engañarnos. Creer que pertenecemos a un Dios es un relato, increíble por una parte, fidedigno por otra. Solo con un cuento, con parábolas como la del hijo pródigo o el buen samaritano, puede llegar a creerse que somos más de lo que somos. Las verdades más profundas, las más hermosas, solo pueden ser explicadas con la imaginación. Nadie puede decir que las metáforas poéticas son falsas.

Tocar, sentir, oler, oír con los oídos el sermón de la montaña y ver con nuestros ojos las pinturas de Jesús y de la Virgen en el ábside de un templo, dan magia a la vida y nos capacitan para descubrir en los demás una identidad que, como la nuestra, merece admiración y amor. Mientras más temprano un niño entienda que le ha sido dado la vida, que no se la merece, que unos padres lo engendraron sin saber, en definitiva, cómo, mejor preparado estará para gozar, para vivir del perdón y descubrir que la fatiga de la humanidad consigo misma tiene un valor eterno.

El problema número uno

Nunca antes la humanidad había tenido tanta necesidad de detectar su problema número uno. Lo nuevo es que esta vez el problema número uno se está convirtiendo en el único problema. También en otros momentos la humanidad ha experimentado un acabo mundi. A cincuenta años de que Colón puso un pie en el Caribe la población nativa disminuyó en un 95%. Pero hoy, comenzado el siglo XXI, el mundo enfrenta una crisis ecológica, socio-ambiental o como quiera llamársela que afecta a todos los seres humanos por parejo y a gran parte de los seres vivos. El problema es el número uno en varios campos.

Este es el problema número uno de la economía. Es su problema mayor, porque la economía de consumo desarrollada por el capitalismo se desbocó. La “mano invisible” del mercado ha sido un mito conque los fuertes han derrotado a los débiles. El egoísmo individual no forjó automáticamente un mundo mejor compartido. No se puede seguir creciendo para consumir y consumir para crecer. El planeta se agotó. El ser humano no da para más.

Este es el problema científico número uno. ¿Podrán los científicos desarrollar una ciencia y las técnicas necesarias para evitar el colapso antes que ocurra? ¿Podrán realizar un trabajo multi e inter disciplinar con los economistas para forjar otra idea de desarrollo humano? El máximo desafío científico es crear los instrumentos de relación e intercambio entre los seres humanos y no humanos basado en el cuidado colectivo.

Este es el problema político número uno. Todo el mundo le echa la culpa a los políticos de los males habidos y por haber. ¿Pero qué pueden hacer ellos en el escenario antes descrito? Dejados aparte los inveterados vicios de la clase política, los políticos tienen que forzar a las universidades para que reorienten la investigación y reenfoquen la enseñanza para revertir el curso a la hecatombe. Y, por otra parte, debieran frenar en seco a los súper-ricos que desvían el trabajo científico hacia el desarrollo de las técnicas mercantiles con que se adueñan de la tierra, multiplican la miseria y socavan las democracias.

Es el problema cultural número uno. El mundo no tiene una cultura para compartir el planeta entre todos los seres vivos. Prima, en cambio, la voracidad, el uso y el desecho. ¿Alcanzará la educación a avivar en los habitantes de la tierra el amor por los otros y todo lo otro que reclama algún tipo de derecho a existir? Se requieren nuevo estilos de vidas, nuevos modos de mirarse entre los pueblos y nuevas maneras de convivir entre los seres vivos e inertes.

También es el problema número uno de la espiritualidad. Esta es la capacidad con que nos abrimos al sentido ulterior del vivir y del morir. La humanidad requiere reconocer el valor trascendente que tiene el cargar consigo misma y encargarse de todo lo demás. Necesitamos aprender a gozar la vida con los otros y no a pesar o a costa de ellos. Pero habrá que prepararse también a la posibilidad de la muerte colectiva. Se podrá entonces al menos elegir la actitud con que morir. Las posibilidades son varias. Menciono dos: continuar por la senda de apropiarse de lo ajeno, del consumo y del crecimiento ilimitado; o compartir hasta morir unos en favor de otros. Esta, a mi juicio, tiene un valor eterno. Cuestión de creencias. La otra me parece abominable.

Estos son los principales aspectos del problema número uno: la catástrofe planetaria que, aun no siendo la primera en la historia, nos amenaza como no ocurrió con los que nos precedieron. A las nuevas generaciones el Dalai Lama les advierte: “Por primera vez en la historia humana, vuestro derecho a la vida, y el derecho a la vida de vuestros hijos, no está asegurado” (A call for revolution, 2017). Y, paso seguido, les exhorta a la compasión con los seres vivos y a dar la pelea por revertir la tendencia a la tragedia.

Se hunde la Iglesia. ¿Se hunde?

La institución eclesiástica ha puesto a la Iglesia al límite de su tolerancia. Las razones están a la vista: abusos y encubrimientos. Pero hay razones que no están a la vista. Estas, en gran medida, son las causas de los fracasos evidentes del clero.

Hace ya mucho rato que la incomunicación entre la jerarquía eclesiástica y los cristianos comunes es profunda. Además, crece. El Papa Francisco ha hecho enormes esfuerzos por actualizar el Evangelio en una cultura que se dispara en todas las direcciones. Ahora intenta un cambio estructural: desea dar participación a los laicos en la elección de los obispos.

¿Será para mejor? Habrá que verlo. Si los electores son laicos clericalizados el fracaso será seguro.

Apuesto a una mejor alternativa. El Magisterium, la labor de los obispos de enseñar y discernir en el pueblo creyente la voz de Dios, de guiarlo y de mantenerlo unido, se haya desprestigiada porque las autoridades no parecen escrutar en los acontecimientos actuales, en los cambios los culturales y las vidas de los cristianos algo nuevo que pudiera servir para re comprender el Evangelio de Jesús.
La mejor alternativa, en mi opinión, es que independientemente de los procedimientos electorales para hacer que los laicos participen en la elección de los obispos, la institución eclesiástica aprenda de otros magisterios eclesiales, tradicionalmente ignorados y censurados.

Las autoridades eclesiales deben aprender del Magisterium mulierum. Me refiero al aprendizaje profundo, emocionalmente pluridimensional, resiliente, de las mujeres. Estas tienen una experiencia de Dios desde el embarazo hasta el momento tremendo, para algunas, de sepultar a sus hijos. Ellas, más que nadie, saben qué es agarrarse de Dios cuando un niño se enferma. Visitan a la tía vieja. Aguantan al marido de la depresión. En estas cristianas hay una experiencia de Dios convertida en aprendizaje que es indispensable enseñar. Las mujeres madres, esposas, profesionales, cajeras de supermercados o políticas tiene un modo de creer en Dios particular. Tantas veces los hombres lo necesitamos para atinar en lo grande y en lo chico. Lo agradecemos. Magisterium mulierum: enseñanza de las mujeres.

En estrecha relación con este, existe un Magisterium diversarum personarum: la enseñanza de los separados, de los divorciados, de los que fracasaron en un primer, segundo o tercer matrimonio, se recuperaron y volvieron a empezar. Pudieron ser tragados por el mar. Pero tuvieron la suerte de que los botara la ola. Salieron gateando por la arena. Tragando agua salada. Recogieron lo que quedó de la casa que se les desplomó: un sillón, unos libros, algunas fotos de tiempos mejores. Son los que anhelan ver a sus hijos el día que les toca. Son mucho más pobres que antes, tuvieron que aprender que se puede vivir con menos y lo enseñan a sus críos. A muchas de estas personas su fe las sacó adelante. No sabían qué era creer. Habían recibido una educación religiosa demasiado elemental. Les faltaba pasar por la cruz. ¿Cuánto necesita el resto de la Iglesia a esta gente? ¿Se les puede seguir impidiendo comulgar en misa? Basta. Los sobrevivientes de sus matrimonios tienen que mucho que enseñar. Si su Magisterium no termina modificando la doctrina oficial de la Iglesia, la Iglesia se hunde.

Este magisterio es un caso de otro mucho más amplio: el Magisterium reconstructarum personarum. Me refiero a la enseñanza de toda suerte de cristianos cuya fe en Dios los reconstruyó como personas. Traigamos a la memoria a los empresarios que se recuperaron de una quiebra, a los cesantes que tras haber caído en el alcohol se rehacen en Alcohólicos Anónimos, en los jóvenes que luchan por salir de la droga, en las víctimas de abusos sexuales que sacaron coraje quién sabe de dónde para contar su historia y exponerse a que no les creyeran. También pueden contar los pecadores a secas: sinvergüenzas, infieles empedernidos, políticos tramposos, libidinosos incontinentes, traficantes. Estos y aquellos, en la medida que su mucha o poca fe les haga ver más, ver una conversión que ni siquiera han alcanzado, ver algo que pudiera servir para que otros vivan mejor que ellos, aquilatan un saber, una verdadera sabiduría, sin la cual Jesús no habría sido el Cristo.

Los laicos elegirán a los obispos. ¿Qué laicos? La Iglesia se hunde en gran medida porque la institución eclesiástica, el Magisterio oficial, cree saberlo todo y lo enseña a peñascazos. Los laicos fidelizados por miedo a los curas no servirán de electores.

Espero que el colapso eclesial actual sea superado en la raíz. Lo será, talvez, si el aprendizaje de todos, especialmente el de los marginados, es tomado verdaderamente en cuenta.

En los descuentos: consumir o compartir

El panorama es trágico. El calentamiento medioambiental pone al ser humano en peligro de extinción. Hay buenas razones para pensar que la COP 25 (Conferencia de las Partes para el Cambio Climático de las Naciones Unidas), llega tarde. Si esperamos que la calidad de vida de la humanidad mejore por parejo, mientras más seamos y más elevemos los estándares de bienestar, el calor retenido en la atmósfera sobrepasará con creces el aumento en 2 grados promedio, límite que permitiría hipotéticamente superar la catástrofe.

¿Qué hacer? El problema es de tal magnitud que no se puede pedir a la economía la solución. No queremos, por de pronto, que sean los economistas los que digan cuál es tal solución. Menos aún los economistas que han sido formados para perfeccionar el modelo de desarrollo culpable de la debacle. Pero, vistas las cosas desde el ángulo meramente económico, parece evidente que la humanidad llega a un callejón sin salida: consume y muere o no consume y muere también. Pues, el modo de organizar la economía que ha predominado hasta ahora –el modo que triunfó sobre los pueblos originarios en los que la propiedad privada no existió o fue subordinada a la colectiva- exige crecer para consumir y consumir para crecer.

¿Qué hacer? No es la primera vez que la humanidad se encuentra ante un acabo mundi. Pensemos en las pestes europeas que en algunos lugares mataron a las dos terceras partes de la población; en la disminución en 95% de la población del Caribe al cumplirse 50 años de la llegada de Colón; en los pueblos originarios de la Patagonia cazados como animales, hoy extinguidos. Pero esta es la primera vez que la humanidad como tal, ricos y despojados, enfrenta la posibilidad de ser devorada por el monstruo que ella misma creó. Inventó un dragón llamado capitalismo capaz de comerse la cola y todo lo demás.

¿Qué hacer? Pongámonos en el peor de los escenarios: la temperatura media del planeta aumenta sin parar, los témpanos se deshielan, las tierras bajan se anegan, las sequías en algunas zonas se hacen crónicas y, en otras, los ciclones arrasan con pueblos y plantíos; las poblaciones sobrevivientes migran despavoridas, revientan las fronteras y vuelven las guerras. Rota la armonía ecológica, el planeta fracasa por varios factores. ¿Qué podrá pedírsele, en este escenario, a los países, a los políticos o a la ONU? Se los culpará, ¿pero se conseguirá algo? ¿Qué, si ya no podrán hacer nada?

¿Qué hacer? Si, llegado el momento, y puede que este ya lo sea, de que el planeta no tenga futuro, queda una última posibilidad, la radical, no la política, la personal: decidir cómo morir. Es ya ahora que, nuevamente bajo el respecto económico, cabe consumir o compartir: “consumir menos y compartir más”. “No”, dirá uno de los economistas que poco les ha importado, por ejemplo, la suerte del pueblo mapuche. Los mapuche tienen otra cosmovisión, otra manera de concebir la propiedad. Nuestro economista explicará: “No se puede al mismo tiempo consumir y compartir, porque el consumo depende del crecimiento y el crecimiento del consumo”. Él apostará nuevamente por el consumo, alienado por el mito del progreso.

“Consumir menos y compartir más”, no es solución para el problema político global. Es una alternativa ética al nivel de lo personal y de lo interpersonal. Es, podría decirse, una elección por un estilo de vida sobrio y comunitarista. Es, incluso más, una cuestión de creencia. Nadie puede asegurar que el ser humano se realiza verdaderamente cuando solidariza con los demás. Unos lo creen, otros no. No se puede decir, por cierto, que es irracional compartir, pero tampoco puede se puede demostrar, antropológicamente hablando, que compartir sea en última instancia la razón del ser de la humanidad. Pero hay gente que cree que compartir tiene un valor eterno, que se saca el pan de la boca, lo parte y lo comparte. No hablo de imposibles. Esta gente existe, vive con menos y hace feliz a los demás.

Es muy difícil imaginar que esta convicción antropológica pueda constituir un principio de organización macroeconómico. Los sistemas son éticamente inimputables. Pero, además, la versión neoliberal del capitalismo que conocemos es hoy casi imposible de contrarrestar. Si este es el motor del progreso del mundo en que vivimos –no quiero asustar a nadie, pero las cifras está allí-, lo que tenemos delante es una muerte colectiva. Si esta muerte ha de ser también personal, lo único que quedará en pie serán aquellos que creen que compartir es más importante que consumir, y lo practiquen. Insisto: esta es una opción ética que depende de una concepción antropológica del ser humano. En lo inmediato, si los solidarios no salen ganando, es completamente seguro al menos que mejorarán la vida de su prójimo.

Oración por los humedales

Es para preocuparse. Los humedales de Chile están en peligro. Son miles. Pero, ¿porque son muchos podemos dejar morir algunos? La COP25 es una oportunidad para que el gobierno haga algo por salvarlos. Los humedales son verdaderos paraísos .

¿Qué es un humedal? “Los humedales son un tipo de ecosistemas donde el agua es el principal factor controlador del medio, definiendo su vegetación y fauna asociada. Esto incluye agua dulce y salada. Los humedales están entre los ecosistemas más productivos del mundo, es decir son máquinas de producción de vida. Sin embargo, existen en pequeñas porciones del planeta, por lo que su valor para plantas, animales y otros organismos, incluyendo al ser humano, es gigantesco” (cf. “Chile, país de humedales. 40mil reserva de vida”).

¿Cuál es el problema? Las inmobiliarias los están destruyendo. Camiones, retroexcavadoras, métale tierra, métale más. Haga cimientos. Cemento, más cemento. Como si los humedales fueran solo pantanos. No me refiero simplemente al caso de los adolescentes que con su motos a cuatro ruedas arrasan las docas, los totorales, rompen los huevos de los pilpilenes, desmoronan las dunas y aplastan a anfibios. Tampoco hablo de la basura. Algunos humedales se han convertido en chancheras. Plásticos, gomas, putrefacción. Hablo de los empresarios inconscientes. Del rico bárbaro y codicioso, distinto del rico que compra tierras para conservar la naturaleza.

En algunos lugares, nuevamente el pueblo mapuche peligra porque le quitan las aguas y quiebran los ecosistemas en los cuales por siglos ha desplegados sus vidas. La misma lógica mercantil, desarrollista y despiadada que extinguió a los changos y los selknam, menoscaba día a día la vida del mapuche.

Dios Todopoderoso y eterno, Creador del cielo y de la tierra: se alega contra la quema de camiones. ¿Es esta más violenta que invadir las tierras indefensas, secar los humedales y matar la vida que tanto te costó inventar?

Un humedal es un ecosistema acuático de una intensidad vital impresionante. Allí conviven múltiples especies. En el Tricao he registrado más de 60 especies de aves: zarapitos, pidenes, taguas de cresta amarilla, de cresta roja, pimpollos, siete colores, triles, huairavos, huairavillos, cisnes, garzas cuca, tantos pájaros de una belleza incomparable. En un tiempo hubo pejerreyes. Hay humedales clave para la migraciones de aves que van todos los años de un a otro hemisferio. Los RAMSAR. El Yali, por ejemplo. En los humedales conviven y viven unos con otros, unos de otros, insectos, mamíferos, aves, peces, especies vegetales, algas, y también olores, sonidos y colores. Son una preciosura. ¿Cuánta vida microscópica habrá en estos tesoros acuáticos? De allí vienen los seres vivos. La humanidad. Los humedales son los riñones de Chile: amortiguan los vendavales, conservan las aguas, absorben el dióxido de carbono y generan oxígeno.

Dios todopoderoso y eterno, Creador del cielo y de la tierra: ¿Cuántos siglos te tomó pensar en un coipo? ¿Cuánto te demoraste en crear un sapito de Darwin?

Hace poco el Senado revisó una ley para proteger estas maravillas de la naturaleza. Ahora le toca a la Cámara de Diputados. No hay legislación para proteger humedales. Su única defensa son algunos alcaldes buena onda que no aguantan presiones.

Dios todopoderoso y eterno, Creador del cielo y de la tierra, danos una mano. Si no lo haces, si los parlamentarios tampoco, daremos la pelea solos.

Hondura de la crisis en la Iglesia

La crisis de los abusos sexuales del clero y de su encubrimiento no tiene precedentes en la historia de la Iglesia y probablemente será recordada como la catástrofe mayor después de las Guerras de religión del siglo XVI, y quién sabe si después del mismo cisma de Lutero.

A semejanza de estos quiebres, la actual crisis abarca muchos aspectos: Hay víctimas que han sido creyentes que han dejado de creer o que, por el contrario, su misma fe las ha sacado adelante; hay perpetradores que han sido principalmente sacerdotes que han causado daños devastadores a mucha gente; hay una institución eclesiástica que, para defenderse de las acusaciones que se le hacen, ha hecho de todo para ocultar verdaderos crímenes y reacciona con enorme lentitud para abordar el problema con la seriedad que se requiere; hay también una sociedad estremecida que no quiere que nunca más el clero le hable de sexo y que difícilmente reconocerá autoridad a la jerarquía católica para que se refiera a otros temas. La crisis de la Iglesia, sin embargo, debe ser vista como un giro triste de cambios culturales extraordinariamente positivos para los vulnerables y, en particular, para los niños y las mujeres. Nuestra sociedad está en un proceso de “conversión” al prójimo que debe ser considerado como un importantísimo crecimiento en humanidad. Estamos ante una nueva explicitación de la convicción de la inviolabilidad de la persona humana.

Para entender esta mega-crisis, sin embargo, se requiere ir más lejos o ahondar en otros asuntos. Es esta, por cierto, una crisis de toda la Iglesia, es decir, de la institucionalidad y de las personas. La institución eclesiástica, desde hace ya siglos, ha tenido grandes dificultades para procesar los logros de la modernidad. Este, a mi parecer, es la causa principal de crisis eclesial actual. La misma Iglesia no ha hecho caso de su condena al fideísmo (Concilio Vaticano I, 1870), herejía que en términos populares puede identificársela con “la fe del carbonero”. La jerarquía no ha podido ni ha querido integrar fe y razón, fe y ciencia, y fe y cultura.

Tomemos dos ejemplos: La institucionalidad en la Iglesia es la de una monarquía absoluta al modo de las monarquías borbonas. La gobierna un papa elegido de por vida. Él mismo tiene la potestad de nombrar a todos los obispos del mundo y pedir cuenta de sus actos a 1.200 millones de católicos. La estructura institucional sabe poco de división, de repartición y de control de poderes, de trasparencias y de accountability. Me decía hace poco un campesino católico de la zona de San Fernando, perplejo ante el desempeño del clero: “No se hacen cargo de nada”.

El caso chileno es ilustrativo. Francisco reprende malamente a los osorninos por no aceptar el nombramiento del obispo Barros. Después pide perdón a las víctimas por sus palabras hirientes en Iquique. A reglón seguido, dada la gravedad de la situación y de los muchos problemas, Francisco llama a Roma a los 31 obispos de la Conferencia Episcopal, les pide la renuncia a todos por parejo y los devuelve al país completamente desautorizados. Los obispos partieron humillados y volvieron humillados. En la Catedral Francisco les había advertido contra el flagelo del “clericalismo”. Pero, ¿no le había pedido el Comité Permanente de los obispos al Papa que no nombrara a Barros?

Un segundo ejemplo es de orden doctrinal. El caso de la prohibición del uso de medios artificiales de anticoncepción hace 50 años atrás con la encíclica Humanae vitae (1968) es tan emblemático como la condena a Galileo. El estamento eclesiástico patriarcal y androcéntrico condenó a las mujeres a ir, en nombre de la fe católica, contra su razón y su sentido de la responsabilidad; a las católicas que no huyeron en estampida de la Iglesia, esta las invita a confesar regularmente el pecado de usar la “píldora”. Resultado: Hace mucho rato que a la institución eclesiástica no se le reconoce competencia para enseñar en materias de sexualidad, pero no parece darse cuenta. En su momento Pablo VI hizo un importante intento de diálogo con la modernidad. Formó comisiones para abordar el tema de la contracepción. En ellas participaron cardenales, obispos, curas, teólogos, pero también laicos y laicas, especialistas en temas de familia y demografía. El Papa, sin embargo, hizo caso al voto de minoría que reflejaba la opinión de los varones célibes, entre estos el muy influyente Juan Pablo II.

En nuestro caso chileno, entonces, ¿con qué autoridad los obispos han podido oponerse a la ley que permite el aborto en tres causales si ellos mismos, forzados por la encíclica, han debido enseñar a las madres que deben tener tantos hijos cuantos Dios quiera mandarles? Nuestra jerarquía eclesiástica -es ineludible recordarlo- se opuso a la ley de filiación de los niños nacidos fuera del matrimonio, a las directrices del MINEDUC sobre enseñanza sexual en las escuelas y colegios (JOCAS), a la ley de matrimonio civil que hace posible el divorcio, a la ley de acuerdo de vida en pareja y a la posibilidad de distribuir preservativos para impedir la propagación del SIDA. La doctrina de Humanae vitae, que restringe la legitimidad de los actos sexuales a aquellos abiertos a la procreación, como es de imaginar, tiene atado de pies y manos al mismo magisterio para decir una palabra orientadora a los jóvenes que conviven antes de casarse y a las personas homosexuales.

En estas circunstancias, ¿qué autoridad puede tener hoy un sacerdote célibe que ya no espera que valoren su voto de castidad?; ¿un sacerdote a quien la doctrina de la Iglesia no lo convence ni a él mismo?; ¿y que no ha sabido relacionarse con los laicos y las comunidades sino de un modo autoritario?

Esta Iglesia, en la que la institución eclesiástica no ha sabido discernir en el advenimiento de la modernidad un gran signo de los tiempos, se encuentra en graves problemas, precisamente por no haber dialogado con la modernidad, para discernir otros signos de los tiempos y sumarse a la acción de Dios en la historia. La jerarquía, y también los padres y madres de familia, agentes pastorales y catequistas, en este contexto tienen hoy una enorme dificultad para transmitir la fe a las siguientes generaciones.

Como resultado de esta grave desconexión de las autoridades eclesiásticas con la época, la Iglesia sufre una profunda incomunicación entre su dirigencia y los bautizados y bautizadas. A consecuencia de cambios culturales múltiples, impredecibles, globales y cada vez más acelerados, los católicos viven a dos velocidades: la de la cultura (s) actual y la de una tradición traicionada por el tradicionalismo de líderes representantes de un fideísmo institucionalizado. Los laicos, e incluso muchos sacerdotes, anhelan un catolicismo de adultos, diría Kant. Si la jerarquía eclesiástica no comienza a aprender del esfuerzo de los fieles por integrar fe y razón, si no basa su enseñanza en esta experiencia espiritual, lo mejor que pueden hacer los católicos es no hacerle caso. El fideísmo es un error que hace daño.

En adelante, los católicos todavía podrán avanzar solos con su fe y su sentido común. Pero ellos, y también los sacerdotes, han de reconocer que su cristianismo, a causa del anquilosamiento del catolicismo romano, no tiene entusiasmo ni convicción ni ideas ni persecuciones ni mártires. Así las cosas, ¿qué hará la Iglesia católica occidental y chilena para escrutar, tan debilitada como está, uno de los mayores signos de los tiempos en la historia de la humanidad? Esta enfrenta la posibilidad de desaparecer. El panorama del desastre ecológico es sobrecogedor. Hoy nada hace más necesaria a la Iglesia que el reto de la sobrevivencia de un planeta que, para los cristianos, es creación de Dios. Pero, ¿podrá la Iglesia reponerse y aceptar este desafío?

Me parece que son dos las condiciones que lo harían posible: Una, que termine de desplomarse esta figura de Iglesia monárquica impedida de procesar los cambios de la vida humana, regida por sacerdotes célibes incapaz de reformarse a sí misma, al menos a la velocidad que se requiere. Y, segunda, que nuevas generaciones de cristianos redescubran al Dios del Jesús que entendió que el poder es para servir, que enseñó que lo grande se encuentra en lo pequeño y que la fe auténtica cohabita con la razón.

Entre tanto, siempre es posible lo fundamental: vivir el Evangelio en el presente. Los cristianos pueden en estos momentos imaginar un mundo distinto y construirlo con un amor inteligente. De momento la pirámide eclesiástica les ayudará poco o nada. Peri esto no puede ser una excusa. Siempre es posible vivir sub specie aeternitatis. Que tampoco el panorama del cataclismo socio-ambiental puede impedirles amar con lucidez y esperar contra el peor de los pronósticos.

Un Cristo fantástico

Algo más se puede decir de la película “Una mujer fantástica”. El cine ayuda a redescubrir nuestra humanidad.

En el cristianismo –como no ocurre en los otros credos- existe la teoficción. Los cristianos creen que la historia tendrá un cumplimiento feliz en la medida que amen con el amor con que Dios los ama. Imaginar este destino les es posible, pero además necesario. Plantearse nuevas realizaciones humanas no es para ellos un divertimento, sino una obligación. La dignidad humana implícita en el Cristo crucificado es inagotable, siempre será posible liberar más víctimas, liberar su capacidad de perdonarnos y recrearnos.

Vamos al grano. Recurramos a la ficción.

¿Ha sido posible que un sirio del primer milenio intentara lo mismo que intentó Jesús? Un tal sirio perfectamente pudo pedir a un grupo de discípulos que confiaran en la Providencia divina que cuida de las aves del cielo y de las flores del campo. ¿Pudo una mujer de esa época hacer las mismas cosas que Jesús? Una mujer de entonces ha podido, por qué no, subir a la montaña y proclamar a los pobres que el Reino de Dios les pertenece. Pero habría sido raro. En ese tiempo las mujeres pertenecían a los varones, como los animales y las chacras. ¿Puede un gato amar como lo hizo “el hijo del hombre”? No, imposible. Por mucho que nos queramos con nuestras mascotas es imposible que ellas den y reciban amor al modo como lo necesita un ser humano darlo y recibirlo: con libertad e incondicionalidad, con un lenguaje, una corporalidad y un simbolismo que solo un corazón humano puede comprender.

Los cambios culturales plantean dos preguntas. Las comparto: ¿pudo una persona transexual amar con la misma entrega total con que lo hizo Jesús? Dificulto que haya alguien que pueda llegar tan lejos como Jesús. Pero, en línea de máxima, pienso que todos los seres humanos por parejo, incluidos por cierto las personas transexuales, debieran tratar de hacerlo. Es más, seguramente una persona transexual habría tenido mayor sensibilidad que yo, por ejemplo, para captar los infinitos matices de la realidad que, por lo menos a mí, se me escurren a cada rato. Una persona nacida varón con identidad sexual femenina ha podido, ciertamente, acoger a los enfermos, mirarlos con benevolencia, curar sus heridas. Lo mismo una persona nacida mujer con orientación sexual masculina. Me imagino a un transexual prestando oídos a los ninguneados. Una persona así ha podido también sacar a patadas a los mercaderes del Templo. Una persona transexual es, sin duda, capaz de dar y recibir cariño, al igual que otros que no carecen de nada para llegar a ser profundamente humanos. ¿Pudo Jesús elegir entre sus discípulos a una persona transexual? ¿Por qué no? Los criterios que Jesús tuvo para escoger a su gente son bien difíciles de entender. Pueden parecer disparatados. Lo más característico suyo, en todo caso, fue nunca excluir a nadie.

La otra pregunta es: ¿pudo Jesús ser un transexual? No lo fue. No nos enredemos. Fue un varón. Varón y célibe. El amor extremo pide a veces celibato. Pero, ¿pudo el Hijo de Dios encarnarse en un transexual y, en esta condición, convertirse en el centro de la fe cristiana? A mí parecer, el Hijo de Dios sí pudo encarnarse en una mujer porque la identidad sexual no impide comunicarse y amar humanamente, y esto es lo fundamental en la encarnación. Una mujer como María, pensamos los cristianos, no solo aquilató lo mejor de Dios sino que capacitó a Jesús para ser tan humano como solo Dios puede serlo. Y bien, por último: ¿se dan en una persona transexual las mismas condiciones de humanidad como para que Dios, con ella, ame a su creación y a su prójimo cómo Jesús llegó a amarlos?

El film “Una mujer fantástica” obliga a darle otra vuelta al misterio de Cristo. Por de pronto un cristiano tendría que poder hacerse estas preguntas sin miedo. Tendría que, aún más, abrirse a la posibilidad de que el arte le revele al Dios que nos sale al encuentro en los crucificados de hoy, ampliando su corazón y sus criterios. Esta película es “divina”. La prueba de su divinidad es su máxima humanidad. De Cristo no tenemos ningún otro tipo de prueba de ser Dios más que la de su extraordinaria humanidad (concilios de Calcedonia, Constantinopla II y III). Otras comprobaciones suelen ser heréticas y, por esto, nocivas.

En nuestra época, quien quiera asomarse al misterio del ser humano habrá de poner la atención en los crucificados de nuestra época. Estos, más que otros, facilitan el acceso al Cristo resucitado que tendrá compasión de nosotros y nos liberará de nuestros prejuicios.

¿Quién se hace cargo de Humanae vitae?

La llegada del Papa Francisco al pontificado ha tenido un impacto evangélico enorme. Sus palabras y gestos indican de un modo inequívoco en qué consiste el mensaje de Cristo. Como latinoamericano celebro que haya apernado al más alto nivel la “opción por los pobres”. Pero temo que dentro de poco Francisco no podrá ya enfrentar asuntos decisivos. Me detengo en uno solo,

Se cumplieron 50 años de la promulgación de Humane vitae, la encíclica que prohibió la contracepción, y no pasó nada. La institución eclesiástica no ha innovado en su doctrina sobre la sexualidad en un punto decisivo para enseñar con autoridad. ¿No pasó nada? Sí pasó: se ha hecho aún más profunda la incomunicación entre la jerarquía y los católicos. Pues, imperceptiblemente, la desautorización de la institución eclesiástica en materias de moral sexual es enorme. Hoy es total, o casi.

Los últimos cuatro papas –saquemos a Juan Pablo I- han mantenido una doctrina que nadie puede decir que haya sido recibida o aceptada por la Iglesia. Las informaciones previas al Sínodo sobre la familia (2015) indican que el 90 % de los católicos aproximadamente cree que se trata de una enseñanza equivocada. Algunos ni siquiera saben que existe y usan medios contraceptivos como quien toma decisiones responsables en su vida. En la actualidad los matrimonios no se complican con Humanae vitae. No por esto debe olvidarse tan rápidamente el daño que esta encíclica produjo en las católicas los años siguientes a 1968. Esta doctrina dinamitó la capacidad de las mujeres de decidir en conciencia cómo podían ellas, con, y a menudo sin sus maridos, hacerse cargo de los niños que habrían de educar. Muchas se fueron. Otras dejaron de confiar en el magisterio.

Humanae vitae, además de constituir un problema irresuelto –como bien opina Charles Curran en un artículo reciente (Theological Studies 79 (3) 2018)-, constituye el dique que impide a la jerarquía eclesiástica cambiar su enseñanza a propósito de otros temas de moral sexual. Si la encíclica prohíbe el uso de preservativos dentro del matrimonio y solo acepta actos sexuales abiertos a la procreación, ¿cómo pudiera orientar la vida de personas homosexuales, de los jóvenes que no toman la decisión de casarse antes de convivir, de gente que eventualmente puede trasmitir el Sida y otras situaciones? Hasta aquí ha sido pueril de parte de los obispos y sacerdotes dar autorizaciones ad casum o ad personam. Ellos se han atribuido a veces la responsabilidad de interpretar la encíclica o de saltársela simplemente, eximiendo a los católicos del deber que solo ellos tienen de discernir sus elecciones en conciencia.

¿Es posible que la Iglesia cambie su doctrina? Por supuesto que sí. Lo ha hecho. El Concilio Vaticano II innovó, por ejemplo, en materia de libertad religiosa. Desde entonces los católicos han favorecido la tolerancia en diversas partes del mundo, anunciando por doquier que Dios puede expresarse en las culturas y religiones más distintas, y que el cristianismo, en los hechos, no es mejor que ninguna de estas.

¿Por dónde comenzar? Primero, habría que desenterrar las obras de los moralistas que en su momento fueron sancionados. No se trata de rehabilitar sus nombres. Hicieron su trabajo intelectual por amor al ser humano y no por vanagloria. Segundo, habría que explicar –a creyentes y no creyentes- cómo entienden los cristianos que Dios continúe hablando en los acontecimientos históricos y cómo, esta comunicación histórica suya, debe ser formulada en términos culturales actuales.

La superación de Humanae vitae depende, ante todo, de que la institución eclesiástica aprenda de la Iglesia. De la Iglesia, y del común de los contemporáneos -aun de quienes no creen en Dios- que tratan de amar honesta y responsablemente.

llegada del Papa Francisco al pontificado ha tenido un impacto evangélico enorme. Sus palabras y gestos indican de un modo inequívoco en qué consiste el Evangelio. Como latinoamericano celebro que haya apernado al más alto nivel la opción por los pobres que ha caracterizado a nuestra Iglesia. Pero temo que dentro de poco Francisco no podrá ya enfrentar asuntos decisivos, pendientes de resolver en la Iglesia universal. Me detengo en uno solo

Se cumplieron 50 años de la promulgación de Humane vitae, la encíclica que prohibió la contracepción, y no pasó nada. La institución eclesiástica no ha innovado en su doctrina sobre la sexualidad en un punto decisivo para enseñar con autoridad. ¿No pasó nada? Sí pasó: se hizo aún más profunda la incomunicación entre la jerarquía y el pueblo de Dios. Pues, imperceptiblemente, la desautorización de la jerarquía en materias de moral sexual es enorme. Hoy es total, o casi.

Los últimos cuatro papas –saquemos a Juan Pablo I- han mantenido una doctrina que nadie puede decir que haya sido recibida o aceptada por el Pueblo de Dios. Las informaciones previas al Sínodo sobre la familia (2015) indican que el 90 % de los católicos aproximadamente cree que se trata de una enseñanza equivocada. Algunos ni siquiera saben que existe y usan medios contraceptivos como quien toma decisiones responsables en su vida. En la actualidad los matrimonios no se complican con Humanae vitae. No por esto debe olvidarse tan rápidamente el daño que esta encíclica produjo en las católicas los años siguientes a 1968. Esta doctrina dinamitó la capacidad de las mujeres de decidir en conciencia cómo podían ellas, con, y a menudo sin sus maridos, hacerse cargo de los niños que habrían de educar. Muchas se fueron. Otras dejaron de confiar en el magisterio.

Humanae vitae, además de constituir un problema irresuelto –como bien opina Charles Curran en un artículo reciente (Theological Studies 79 (3) 2018)-, constituye el dique que impide a la jerarquía eclesiástica cambiar su enseñanza a propósito de otros temas de moral sexual. Si la encíclica prohíbe el uso de preservativos dentro del matrimonio y solo acepta actos sexuales abiertos a la procreación, ¿cómo pudiera orientar la vida de personas homosexuales, de los jóvenes que no toman la decisión de casarse antes de convivir, de gente que eventualmente puede trasmitir el Sida y otras situaciones? Hasta aquí ha sido pueril de parte de los obispos y sacerdotes dar autorizaciones ad casum o ad personam. Ellos se han atribuido a veces la responsabilidad de interpretar la encíclica o de saltársela simplemente, eximiendo a los católicos del deber que solo ellos tienen de discernir sus elecciones en conciencia.

¿Es posible que la Iglesia cambie su doctrina? Por supuesto que sí. Lo ha hecho. El Concilio Vaticano II innovó, por ejemplo, en materia de libertad religiosa. Desde entonces la Iglesia ha tomado iniciativas de tolerancia en diversas partes del mundo, anunciando por doquier que Dios puede expresarse en las culturas y religiones más distintas, y que el cristianismo, en los hechos, no es mejor que ninguna. Los tiempos cambian y la doctrina debe ajustarse a las nuevas culturas pues, de lo contrario, no habrá cómo anunciarles el Evangelio.

¿Por dónde comenzar? Primero, habría que desenterrar las obras de los moralistas que en su momento fueron sancionados. No se trata de rehabilitar sus nombres. Hicieron su trabajo intelectual por amor a la Iglesia y no por vanagloria. Segundo, habría que encontrar en la teología de los signos de los tiempos el fundamento teórico para entender que la revelación es histórica, lo cual obliga a escuchar el habla de Dios en los nuevos acontecimientos, especialmente en la experiencia de los católicos que asumen seriamente su vida afectivo-sexual. La superación de Humanae vitae depende, ante todo, de que la institución eclesiástica aprenda de la Iglesia.

Los rebeldes renacen en Navidad

Jesús es un descubrimiento de personas que, antes y después de su muerte, siguieron a este judío notable y que, en los años sucesivos, lucharon por un mundo distinto convencidos de que su líder había resucitado. Estas personas, digámoslo así, reconocieron en un pesebre al Cristo que de algún modo esperaban. Los pastores, gente menospreciada en esa época, intuyeron que algún día Dios les haría justicia. Miraron al cielo para que se les indicara el lugar donde habrían de arrodillarse. Reconocieron en un niño pobre al Hijo de Dios. Se arrodillaron y lo besaron.

Estos días la Iglesia, antigua dos mil años, se arrodilla ante el mismo niño, pero en circunstancias completamente nuevas. Jesús renace. Como entonces, nuevamente habrá de reconocérselo. Unos podrán, otros no. Unos harán de pastores, de reyes magos, de María y de José, y otros posiblemente de herodianos.

Este año 2018 ha sido un año turbulento. ¿Dónde renace el Cristo que puede renovar a los cristianos tanto como a los que no lo son? La institucionalidad eclesiástica ha crujido en una Iglesia que se rebela. Los católicos no tolerarán los atropellos clericales. Junto a las víctimas, claman justicia por abusos sexuales, psicológicos y espirituales, sucesivamente encubiertos. Llegó para las personas abusadas la hora de la verdad y la justicia. Nunca debieron padecer los vejámenes con que fueron denigradas. Los católicos, y los chilenos en general, han crecido en humanidad y siguen humanizándose en tanto aguzan sus sentidos para cuidar a los inocentes y a las personas inermes, y van generando leyes, protocolos y conductas que los custodien.

Este mismo año, en Chile y otras partes del mundo, se han dado brotes de rebelión femenina/feminista que auguran otros progresos en los modos de tratarnos. ¿Cómo no va a ser un renacimiento que haya mujeres que se estén atreviendo a repudiar prácticas y normativas que las humillan o marginan por el solo hecho de ser mujeres? En la medida que esta rebelión cuaje en una cultura más incluyente e integradora los varones también mejoraremos.

Estos últimos meses, a casi 500 años de la conquista de la Araucanía, el pueblo mapuche resiste. Cristo renace. Los mapuche aguantan con una tenacidad centenaria la invasión occidental, chilena, religiosa, narco, estatal, forestal y progresista. El que afloja, pierde. Si nuestros hermanos mapuche mantienen alta la bandera del cultrún, el país llegará a entender que su cultura puede enriquecernos de un modo insospechado. Su rebelión contra las múltiples violencias que los aquejan, es asumida como propia por muchos chilenos.

¿Quién se arrodilla esta Navidad ante el pesebre?

Si Jesús renace, unos se inclinarán y otros no. Los papeles son los mismos. Pero Cristo no se repite. No se puede venerar al judío del siglo I y desconocer al Cristo del siglo XXI.

Araucanía sin forestales, ahora

La forestales son un gravísimo problema. No son el único problema. Pero si el gobierno no saca las forestales de la Araucanía, las soluciones a las otras muchas injusticias padecidas por los mapuche con la asistencia del Estado chileno pueden ser parches inútiles para un sangramiento de casi 500 años.

Las forestales no son el único problema: en los sectores pehuenches son las hidroeléctricas y las geotérmicas; en la costa, la industria pesquera y salmonera; en el lado argentino, el fracking con las petroleras.

Violeta Parra: “Chile limita al centro de la injusticia”.

No soy un experto en el tema. Pero de cuanto he podido preguntar, averiguar y estudiar, veo que en la Araucanía colisionan dos cosmovisiones antagónicas. El mapuche se sabe uno con la tierra y su entorno. Su mundo le pertenece y él pertenece a su mundo. Un único cosmos es dividido, repartido y compartido por seres que sintonizan, viven y mueren unos con otros. La violencia en él es una realidad e incluso una necesidad pero que, a fin de cuentas, beneficia a todas sus creaturas. El mapuche extrae de la naturaleza lo indispensable para vivir. No necesita acumular. El pueblo mapuche es pacífico mientras no quieran hacerlo esclavo. Aspira a una armonía social y cósmica.

La cosmovisión occidental de los chilenos, en cambio, es muy distinta. Es predominantemente moderna. El chileno, mezcla de muchas cosas, en la medida que representa en el territorio a la cultura de Occidente, desde el siglo XIX en adelante, ha despojado al pueblo mapuche de sus tierras con malas artes. No son la avaricia y la voracidad sin medida características de la modernidad, pero estas plagas se alimentan de la visión cartesiana del mundo de acuerdo a la cual la naturaleza es “res extensa” a disposición del ser humano, el dueño del universo. Hasta hace poco esta manera de ser humanos parecía la cúspide de la humanidad. Pero, desde que comenzamos a padecer la catástrofe ecológica en curso, el pueblo mapuche y tantos otros pueblos originarios en diversos lugares del planeta que también ha debido sufrir usurpaciones y genocidios nos enseñan otras maneras de convivir, no completamente exentas de barbarie, pero en muchos aspectos más sabias que las occidentales.

Del conflicto cerrado entre estas dos cosmovisiones resulta que, lo que Chile ofrece como desarrollo, el Movimiento mapuche lo percibe como invasión. El Pueblo mapuche quiere desarrollo, pero aprecia la lucha de los sectores más extremos en defensa de su dignidad originaria.

El caso es que durante el régimen militar las forestales invadieron el cosmos mapuche. Entraron en su territorio con una violencia que la oligarquía nacional no pudo advertir porque tuvo, y tiene, otra visión de mundo. Arrasaron con las plantaciones nativas, rajaron las tierras, metieron pinos, álamos y eucaliptos. No repararon en la cantidad de insectos, de aves y de mamíferos que murieron por su culpa. La industria de la madera se apoderó de las aguas. Secó las napas. Contaminó. Entraron y salieron de la Araucanía, metieron plata y sacaron más plata, y hoy se quejan de falta de protección a sus camiones.

¿Camilo Catrillanca? Otro asesinato.

El Plan Araucanía del gobierno promete a los mapuche reconocimiento como pueblo. Bien. Promete algún tipo de cuota para la participación política en las cámaras. Bien. ¿No podría mejor ofrecer alguna manera de reconocimiento político colectivo? El Plan promueve una serie de avances que deben ser valorados como pasos adelante. La motivación profunda es la búsqueda de la paz. ¿Es esta una motivación honesta? Me llama la atención este texto: “Es imperioso enfrentar en todas sus facetas la situación de La Araucanía y especialmente la del pueblo mapuche, buscando soluciones basadas en el diálogo, la reparación, el reconocimiento, el progreso y el respeto al Estado de Derecho”.

Pero el Plan no menciona entre las facetas a las forestales. Ni una sola vez en todo el documento se habla de ellas. ¿Por qué no? Sigue: “Ello no obsta a exigir que todo proceso de diálogo, tenga como prerrequisito una renuncia explícita a la violencia de todas las partes involucradas”. Pregunto: la invasión de las forestales, ¿tendría también que cesar para que el diálogo comience?

El Plan busca la paz. Excelente. Pero si el gobierno no hace nada por sacar las forestales del Wallmapu (territorio mapuche), habrá buenas razones para pensar que el Plan no es otra cosa que una versión rediviva de la Pacificación de la Araucanía comandada por Cornelio Saavedra con pólvora y sables, una acción política y militar salvaje, e indesmentible.

“Arauco tiene una pena”. Y las forestales, ¿pudieran tener alguna? No se puede excluir que estas planifiquen una retirada voluntaria de un territorio que no les pertenece. Bueno sería que el gobierno colabore en esta tarea, que la agencie, además de retirar las tropas.

Arauco tiene más de una pena y muchos chilenos, que no somos mapuche, también. Habremos de lamentar, por lo mismo, que el uso de la violencia para conseguir los propios objetivos, mecanismo reempleado por la industria maderera desde hace 40 años, salte del campo a la ciudad. Está sucediendo. No debiera continuar. La paz en la Araucanía, la armonía cósmica que los occidentales comenzamos a anhelar, requiere que las forestales cesen una ocupación que ha comenzado a hacer pasar los ánimos del amarillo al rojo.

Suicidio eclesial

El uso de la palabra Iglesia está llevando a los católicos al suicidio. La institución eclesiástica, principalmente los obispos, pero también los curas, cuando hablamos de la Iglesia lo hacemos para referirnos a nosotros mismos. Los laicos, por su parte, embisten contra “la Iglesia” cuando critican a la jerarquía eclesiástica. Pero la Iglesia son los bautizados y bautizadas, los cristianos en general, incluidos quienes pertenecen a otras iglesias. No puede decirse que el cristianismo esté en crisis de la misma manera que lo está la institución eclesiástica.

Parte importante del problema que vive hoy la Iglesia católica es haber olvidado la jerarquía católica su misión de servicio a la humanidad. Lo recordó el Papa a los obispos chilenos. Dejaron de ser profetas, les dijo, se pusieron al centro cuando el centro siempre ha debido ser el Cristo que ama a los que nadie ama. Pero lo que no se ve -precisamente porque suele ser callado y humilde como el cristianismo auténtico- son las innumerables organizaciones e iniciativas de tantísimos católicos en favor de los ancianos, los niños sin hogar, los adictos, las embarazadas adolescentes, los presos hombres y mujeres, la educación gratuita de los más pobres, los enfermos de todo tipo, los migrantes, la gente cuyo hogar es la calle y otras personas que sufren; son las comunidades cristianas en las que personas sencillas comparten sus vidas, comienzan a celebrar eucaristías de otras maneras y crean nuevos apostolados. ¿Quién pudiera decir que, a este respecto, la Iglesia es innecesaria? Si usáramos la ficción para imaginar un país sin cristianismo, nos quedaría un Chile ciertamente con muchos logros de generosidad, pero más triste.

El Papa Francisco sopla en esta dirección. Su opción preferencial por los pobres confirma la intuición mística de la Iglesia latinoamericana que, desde la conferencia episcopal de Medellín (1968), no cesa de proclamarla. “Cuanto querría una Iglesia pobre y para los pobres”, proclamó años atrás Francisco, dejando claro por dónde iría. Por lo mismo algunos quieren defenestrarlo. Pero el Papa solamente inspira cambios. No los realiza. Ha debido reformar la curia romana que tiene asfixiadas a las iglesias de los diferentes continentes, pero a estas alturas parece que ya no lo hizo. Los esperados cambios estructurales no llegan. Ejemplo: se acaba de aprobar un documento titulado Veritatis gaudium que le da todavía más poder a la Congregación para la Educación Católica en la gestión de las facultades de teología. Mala noticia para la catolicidad de la teología: más miedo, menos creatividad.

¿Qué alternativa queda a los católicos, cristianos que vagan como zombis en busca de reconocimiento? ¿Cuánto más resistirán sin autoridades que representen la unidad de la Iglesia a la que pertenecen? Una institución eclesiástica a la altura de los tiempos puede tomar décadas en reconstituirse, ¿o siglos? Por de pronto, los católicos debieran usar con más cuidado la palabra Iglesia. Reservarla para aquella comunidad de comunidades con que Cristo quiso acoger a los desamparados. Y, sobre todo, usar menos tiros contra una institución anacrónica que se derrumbará sola y más tiros en combatir los abusos de poder, los crímenes sexuales se den donde se den, la discriminación de la mujer, la humillación de la dignidad humana y la catástrofe ecológica en curso.

San Romero de América

Romero 4El Papa canoniza a Mons. Óscar Arnulfo Romero. Francisco reivindica a la “Iglesia de los pobres”.

El obispo Romero ha sido llamado “San Romero de América”. La Iglesia de los pobres latinoamericana se adelantó a la Santa Sede, llamándolo así. Esta, sin embargo, no se ha hecho problema con esta anticipación. Se trata de un hombre grande. Gigante, porque evoca de un modo impactante a Jesús de Nazaret, el primero de los mártires cristianos.

Romero se convirtió al Dios de los pobres. La imagen de Dios de su bautismo y de su formación presbiteral cambió, adquirió nuevas características en la misma medida que el obispo se comprometió más y más con la suerte del pueblo salvadoreño. Lo trastocó el martirio de su amigo sacerdote Rutilio Grande. Lo transformó Puebla, la conferencia episcopal que formuló la “opción por los pobres”. Existía en Romero esa apertura espiritual a la realidad que solo se da en las personas que aman la verdad y están dispuestas a dejarse afectar por los acontecimientos históricos.

Romero fue un mártir de la fe cristiana en cuanto mártir de la justicia. Representó en carne propia a un pueblo mártir: pobres, campesinos, miles de oprimidos y asesinados en una sociedad salvadoreña tremendamente desigual e injusta. Impresiona que le hayan metido un balazo en el corazón justo cuando alzaba la hostia en la consagración eucarística. Más debiera impresionar un hombre que corrió el riesgo, en tiempos de extrema violencia, de ser la “voz de los que no tienen voz” y que haya “resucitado en la lucha de su pueblo” (cómo él mismo dijo que haría).

La Iglesia popular de América Latina ha “canonizado” a Romero antes de su canonización oficial, porque nadie la representa mejor. Con Óscar Romero se reivindica a las comunidades de base. Esta ha sido la Iglesia de la conferencia de Medellín (1968) y de Puebla (1979), de las conferencias episcopales que acompañaron a sus pueblos en tiempos de dictadura y de persecución; ha sido la Iglesia de las monjas de población, de los curas obreros y de los catequistas que apenas sabían leer y escribir; de las misas en las que la gente con la Biblia en las manos entendió la palabra de Dios a partir de su vida y viceversa; la Iglesia de las ollas comunes, de la canastas de ayuda fraterna y de los vía crucis de la solidaridad; la Iglesia de la Teología de la liberación, la única reflexión cristiana que ha tenido el coraje de hacerse cargo de la experiencia latinoamericana de Dios.

El Papa canoniza al representante latinoamericano de la Iglesia que él mismo quiere que sea “pobre y para los pobres”. Este ha sido el resultado final del proceso que Francisco comenzó con desbloquearlo. Pues hubo eclesiásticos, es lamentable, que bloquearon que su causa avanzara. Perdieron. Ganó la Iglesia.

 

La Iglesia empujada al fedeísmo

La crisis detrás de la crisis. Este puede ser también el título de esta columna. La crisis provocada por los abusos sexuales de algunos clérigos en la Iglesia Católica es la expresión sórdida de otra profunda crisis, a saber, la del divorcio entre la institución eclesiástica y el Pueblo de Dios (todos los bautizados y bautizadas). Estos abusos tienen varias causas, por ejemplo, la pedofilia. Pero como bien señalan la Royal Comisión australiana (2017) y el Forschungsprojekt sobre esta materia de los alemanes (2018), la institucionalidad eclesiástica católica los facilita.

Después del esfuerzo del Concilio Vaticano II (1962-1965) de dialogar con la modernidad, los sectores predominantes de la jerarquía eclesiástica frenaron este notable intento. De esta manera, además, hicieron caso omiso de la condena del fideísmo del Concilio Vaticano I (1870). Este error teológico, una verdadera herejía, consiste en creer lo que se imponga creer con sacrificio de la razón, de la razonabilidad y de la racionalidad. En otras palabras, especialmente en los últimos 50 años, se ha demandado de los fieles católicos la llamada vulgarmente “fe del carbonero”, con penosas consecuencias.

Resultado: los cristianos católicos han sufrido al extremo de sus posibilidades no poder vivir su cristianismo de acuerdo a los estándares culturales de su época. Segundo resultado: la jerarquía eclesiástica ha perdido ascendencia sobre ellos. Hasta hace poco, estas hacían como si mandaran. Los fieles, por su parte, hacían como si obedecieran. Desde hace un rato, en cambio, el foso de incomunicación e incomprensión se ha ensanchado a un grado que comienza a dar lo mismo todo. Las autoridades, gravemente desautorizadas, contemplan como las aguas vuelven a sus cauces a pesar suyo o en su contra: los cristianos comunes integran fe y razón porque, de lo contrario, dejarían de ser cristianos o se deshumanizarían.

Los campos del fideísmo son tantos como los modos de ser cristianos. El más típico, y que ha hecho mucho daño, es el doctrinal. El ícono ha sido la encíclica Humanae vitae que prohibió el uso de los métodos artificiales de control de natalidad. En la actualidad, hace justo 50 años de su publicación, prácticamente ninguna católica sigue esta doctrina. Otro ejemplo: hoy, casi nadie entiende por qué las mujeres no pueden ser sacerdotes.

En las circunstancias actuales, el fideísmo se manifiesta en el mismo clero. La preparación de nosotros los sacerdotes para integrar fe y sexualidad (como ha señalado Oscar Contardo en nuestro medio), es deficitaria. ¿Qué harán los seminarios para formar gente que sepa, a lo largo de su vida, aprender a relacionarse con los demás con acercamientos y distancias que les permitan a estos y a ellos mismos realizarse como seres humanos normales?

En lo inmediato, el fideísmo más ruidoso es el clericalismo. El modo de estructurarse, de organizarse y de ejercerse la autoridad en la Iglesia es fideísta porque no está a la altura de los logros civilizatorios de la modernidad que, en esta materia, ha inventado mecanismos varios para controlar el poder. El Papa ha denunciado a diestra y siniestra que este es un problema gravísimo. Pero el mismo Francisco le ha pegado un manotazo a Cristián Precht y otro a Fernando Karadima sin dar explicación de su acto. La explicación local ha sido que el Santo Padre puede ejercer su poder de un modo inmediato sobre cualquier cristiano y hacerlo de modo inapelable.

El panorama es malo. La institución eclesiástica no se reforma. No se pueden desarrollar los cristianismos europeos, americanos, africanos, oceánicos o asiáticos mientras la sede romana pretenda gobernarlos a todos por parejo, sin tener en cuenta las diversidades culturales. Esta exclusión cultural, la marginación de la mujer, la concentración del poder del clero entre otros déficit tienen como causa una institucionalidad anacrónica reticente a los cambios.

¿Qué queda a los católicos por delante? Dos posibilidades: una, dejar la Iglesia por haberse convertido ella en un ámbito tóxico. Otra, por la cual yo apuesto: resistir, rebelarse si es el caso y recrear la novedad del Evangelio.

No será nuevo que los cristianos continúen preocupándose de los pobres como lo han hecho por dos mil años. Tampoco será nuevo reunirse en comunidades en las cuales se pueda compartir la vida y celebrar la fe. Sí lo será inventar nuevas maneras, conforme cambia la cultura, de articular fe y razón, de testimoniar en los tiempos por venir, de que el amor, el amor al modo inteligente y radical como Jesús lo entendió, es el secreto de la humanización.

Hoy, a 30 años del No

¿Cuál es el asunto? Es fácil engañarse. Caben dos posibilidades. Una, fijar los ojos en el plebiscito y quedar vueltos hacia atrás. Otra, decidir hoy qué hacer con el país.

La primera opción tiene, a su vez, dos variantes. Podemos defendernos: “el 5 de octubre de 1988 voté sí, porque…”. O, en cambio, podemos enrostrar a los que votaron “sí” por haber apoyado a la dictadura; y vanagloriarse de haber votado “no”.

La segunda opción es decidir hoy qué país queremos. Pues, los que triunfaron o perdieron, a 30 años de distancia, pueden equivocarse en el presente. La historia no está cerrada. Quienes apoyaron la prolongación del régimen de Augusto Pinochet por ocho más, tienen que preguntarse este viernes 5, con toda la información que tienen de lo ocurrido, tras haber educados hijos e hijas estos últimos años, cómo pudiera justificarse haber hecho de la tortura una política pública entre otras barbaridades.

Hoy, en realidad, importa menos si estos se equivocaron. Cuenta, por el contrario, si tienen la honestidad para cambiar y reconocer que la vida de cualquier ser humano tiene un valor eterno. Alguno, por el contrario puede no creer en el arrepentimiento de sus enemigos. No aceptará que los que votaron “sí” puedan hoy “darse vuelta la chaqueta”; no les reconocerá que hayan podido convertirse al respeto de los derechos humanos. Mal. Así no avanzamos.

Los perdedores y los ganadores del plebiscito tienen algo nuevo que aportar 30 años después. Pero no podemos descartar que nos repitan siempre lo mismo. Este disco tiene dos lados. Uno o los dos puede(n) estar rayado(s).

El asunto es que los perdedores de 1988 contribuyan a forjar un país mejor, reconociendo con humildad que los familiares de los detenidos desaparecidos, qué aún buscan los huesos de sus deudos, han obligado al país a crecer en humanidad. Los votantes del “sí”, sí pueden hoy, también ellos, luchar por la dignidad de todos los seres humanos.

Por el contrario, los vencedores del “no”, contra todas las apariencias, pueden envilecerse. Lo harán cada vez que condenen a sus adversarios de por vida, negándoles precisamente la posibilidad de reconciliarse con ellos, en caso que busquen esta reconciliación sinceramente, con ánimo de verdad y justicia. Los vencedores del “no” pueden invocar su triunfo como un pasaporte para eximirse de culpas pasadas y futuras. Harán bien en compartir la suerte de las víctimas que esperan un “nunca más”; pero se equivocarán si piensan que, por ponerse del lado de las víctimas, tienen la razón en todos los ámbitos de la vida.

Lo que está en juego hoy, a 30 de la gesta del “no”, es celebrar una lucha que nos condujo a la democracia y reconocer un lugar en esta, después de muchos años, a todos quienes creen que el respeto de la dignidad humana es la primera piedra de la convivencia humana y de cualquier régimen político.

Una precisión final y termino: no se trata de olvidar lo que ocurrió el pasado. Pues solo el recuerdo de la pasión de las víctimas, una memoria passionis, puede asegurar en el tiempo el reconocimiento de derechos que están más allá de las diferencias políticas.

Criterios para reparar la Iglesia

La actual crisis de la Iglesia no tiene precedentes. Es muy profunda. Ella se deja ver en el dolor, desconcierto, indignación y vergüenza por los abusos sexuales del clero, sus procedimientos inadecuados y sus sistemáticos encubrimientos. Tras la actual crisis, hay también otra crisis. Hace muchos años que los católicos experimentan distancia e incomunicación con sus sacerdotes y, especialmente, con sus obispos. Esta y aquella crisis obligan a hacer cambios decisivos para que la Iglesia, como espacio de encuentro y comunidad, continúe colaborando en la misión de Jesús.
En lo inmediato, algunos católicos y católicas pueden buscar orientaciones que les consuelen y les ayuden a discernir qué hacer como seguidores de Jesús. Ante ello quisiera compartir algunas reflexiones para pasar estos momentos tan difíciles y contribuir a animarlos a participar en una profunda reconstrucción de la Iglesia que muchos soñamos y esperamos.

Nuestras raíces

• Los cristianos, desde un punto de vista teológico, somos Jesús para la Iglesia y la Iglesia para Jesús. Somos Pueblo de Dios. Hemos de colaborar con Jesús a levantar a la Iglesia y, por otra parte, como integrantes de la Iglesia, esperamos ser aliviados y sanados por Jesús. La actual crisis de fe es también una crisis de fidelidad. No podemos abandonar el barco. Sería como olvidarnos unos de otros. El Espíritu Santo debiera activar la fidelidad del amor de Dios con nosotros y entre nosotros.
• La razón de ser de la Iglesia es proseguir la misión de Jesús. La crisis de la Iglesia se debe en buena medida a que la jerarquía eclesiástica se ha centrado en sí misma. Ella no debiera existir para reproducirse y prologar su existencia a lo largo de los siglos. Jesús la necesita para que el reino de Dios llegue especialmente a la gente más necesitada de amor, de justicia, de cuidado, de consuelo y de perdón.
• La Iglesia pertenece a la eternidad. La Iglesia no es una ONG que, cumplida una tarea o escasa de fondos, cierra sus oficinas. Los cristianos creemos que nuestra pertenencia eclesial nos permite ya ahora vivir como si esta vida tuviera un valor eterno. El misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en el cual la Iglesia tiene su origen, constituye la fragua en la que los cristianos forjan sus vidas. Nada ni nadie eximió a Jesús de los padecimientos que le impusieron. Su triunfo pascual no nos ahorrará sufrir lo que estamos pasando, pero debiera hacernos creer y darnos fuerzas para luchar por una Iglesia mejor de la que somos.
• Los cristianos nada sabríamos de Jesús si la Iglesia no nos hubiera transmitido la experiencia que tuvo de él antes y después de su muerte. La Iglesia es la única foto que tenemos de Jesús. Esta foto tiene dos mil años. Está ajada. Pero gracias a esta Iglesia vieja y decadente en muchos aspectos, los cristianos gozamos de una pertenencia milenaria. Ser parte de una gran tradición es algo hermoso. Y, sobre todo, constituye para nosotros un acervo de experiencias, de ensayos y errores, de conocimientos que alguna vez sirvieron y que hoy son útiles para hacer comparaciones, en suma, numerosos intentos por haber querido ser humanos como Jesús pudo serlo. Esta tradición para nosotros hoy, constituye un criterio fundamental para discernir por dónde seguir. Sin tradición la creatividad es imposible.

¿Qué hacer frente a la crisis?

• Fijar los ojos en Jesús y su Evangelio. Él tiene que hacerse cargo de nosotros, sus hermanas y hermanos.
• En los momentos de las grandes agitaciones de la vida nunca es bueno impacientarse, desesperarse y cambiar nuestras decisiones más profundas. Ahora más que nunca es necesario mantener la calma. Hoy es muy importante perseverar.
• El actual momento de crisis requiere reunirnos y avanzar con los demás. Se nos abre una posibilidad. No estamos solos. Es necesario rezar unos con otros y unos por otros. Asimismo, conviene hacernos responsables de los más frágiles: animarlos, informarlos con la verdad pero sin alarmarlos, ayudarles a dar los pasos que un cristiano debiera dar en las actuales circunstancias. Es fundamental sentirnos Iglesia y hacernos responsables de ella.
• No supeditar la permanencia personal en la Iglesia a la actuación de la jerarquía eclesiástica. Tampoco podemos hacerla depender de las transformaciones que esta debiera realizar. Los cambios que se necesitan son tan grandes que tomarán años en darse, si se dan. Entre tanto, no tenemos excusa para practicar la hermandad entre nosotros y tratar de hermanar este mundo.
• Analizar y tratar de entender en qué consiste la crisis de la relación entre la institución eclesiástica y los cristianos. El problema es suficientemente grave como para pensar que tendremos que crear algo verdaderamente nuevo.

Criterios de acción para abordar los problemas inmediatos

• Orar y dialogar más que en otras oportunidades.
• Ponerse en el lugar de las víctimas de abusos del clero. Identificarse con ellas. Acompañarlas y ayudarlas si se da la posibilidad. Imaginar el futuro de la Iglesia desde su punto de vista.
• Rezar por las personas que perpetraron crímenes y abusos, y por las autoridades eclesiásticas indolentes o encubridoras, para que se hagan responsables de lo sucedido y reparen cuanto antes a sus víctimas.
• Orar por las autoridades de la Iglesia que no han cometido ningún acto ilícito y que actualmente se esfuerzan en hacer justicia y reparar los daños producidos; orar y ayudar a los sacerdotes que se encuentran tan dolidos, indignados y perplejos como el conjunto de los laicos.
• Hacer examen de conciencia. En la actual crisis eclesial ha habido pecados de muy diversa índole. Es importante tomar conciencia y pedir perdón por la culpa que cada uno pudiera tener en la situación de la Iglesia.

Criterios para recuperar el rumbo perdido

• Volver al modo de Jesús. Identificarnos y acercarnos a los pobres: encarcelados, adictos, cesantes, niños abandonados, enfermos, ancianos, gente que no tiene los bienes fundamentales. Algo podemos hacer por ellos para que sepan que Dios los ama.
• Crear nuevas comunidades, y cuidar y fortalecer las que se tienen. El modelo pueden ser las primeras comunidades cristianas (Hechos 2, 42- 47).
• Crear nuevas maneras de celebrar la fe. La eucaristía es la forma eximia de fiesta de agradecimiento a Dios. Ello no impide que los cristianos inventen nuevas celebraciones eucarísticas para leer la Palabra, comer, compartir y pedir juntos. La participación de todos en ellas –diría el Concilio Vaticano II- debe ser la clave. Hoy se hacen necesarios nuevos modos reunión litúrgica porque cada vez faltan más sacerdotes o porque el clericalismo de muchos de ellos les hace incapaces de acompañar comunidades.
• Mostrar con nuestro testimonio por qué somos cristianos y por qué nunca dejaríamos de serlo.
• Apoyar las iniciativas de otras personas que encaminen la llegada del reino de Jesús. Hay actividades y agrupaciones organizadas por personas no católicas que agradecerían talvez nuestra ayuda.

Jorge Costadoat S.J.

Importancia del Museo de la Memoria

El debate sobre los fundamentos teóricos del Museo de la Memoria admite diversas aproximaciones.

Desde un punto de vista moderno la historia no tiene un fin trascendente; solo tiene el fin que el ser humano es capaz de construir, mediante el pensamiento, la ciencia y la técnica, para controlar los acontecimientos y a sí mismo. Es de valorar que, por esta vía, la modernidad haya podido formular teorías de Derechos humanos que permiten contrarrestar abusos y crímenes de Estado. Desestimar este esfuerzo deja abierto el camino a la barbarie. Pero, por esta misma vía, la modernidad progresista es la causa inmediata de la miseria del ser humano en los siglos XX y XXI. El neoliberalismo actual desestima los costos sociales de un crecimiento económico cuya única trascendencia es no tener fin alguno.

Para el cristianismo el Museo de la memoria es un imperativo ético no en relación con derechos que han de construirse, sino con personas con nombre y apellidos que no pueden ser olvidadas. Para los cristianos el Museo tiene un valor trascendente porque representa la oferta de un futuro digno a víctimas que nunca debieron ser torturadas, ejecutadas o desaparecidas. A estas víctimas les dice que la fe consiste en creer que el Dios del judeo-cristianismo hace justicia a esos seres humanos concretos que los constructores de la historia quieren y necesitan olvidar para seguir compitiendo por el mundo del que se están adueñando.

La idea de la resurrección de Cristo, como justicia para un nazareno ajusticiado injustamente, proviene de los macabeos que, unos ciento cincuenta años antes, fueron al martirio convencidos de que al final de la historia habría un Juicio. La memoria passionis de Cristo, el recuerdo eucarístico por dos mil años de un crimen injusto, rehabilita a Jesús y asegura a los olvidados que la historia tiene sentido. La memoria de la pasión es una apuesta por Dios y contra Dios. Es un grito de justicia contra Dios por no hacer nada ante el sufrimiento de los inocentes y por Dios porque espera que sí lo haga como lo hizo con Jesús.

El Museo de la Memoria tiene una importancia decisiva. Este y los otros memoriales del tipo en otros lugares del mundo representan el reconocimiento de la humanidad, no a un valor meramente excogitado por parlamentos internacionales; antes que esto, más todavía para los cristianos, representan el reconocimiento a unas víctimas que nunca merecieron el trato que se les dio. Nadie merece lo que sufre. No es admisible arrojar argumentos a favor o en contra del Golpe de Estado como si de ello dependiera abusar mucho, poco o nada de un ser humano. Los crímenes no son empatables.

El Museo de la Memoria exige que “hoy” los chilenos interrumpamos el curso de una historia que, si sacrifica seres humanos, no conduce a ninguna parte.

En la Facultad de Teología se abusa

Monseñor Ricardo Ezzati delega sus facultades de Gran Canciller de la Universidad Católica en el Vicecanciller. Tras de sí queda un reguero de quejas en la Facultad de Teología. Espero que no se haga leña del árbol caído. Porque lo que realmente hay que hacer, es un cambio estructural. Con Monseñor Francisco Javier Errázuriz se dieron los mismos abusos que lamentan los académicos de Teología.

En la Facultad de Teología falta libertad de cátedra porque no tiene autonomía.

Falta libertad en Teología de la Católica. ¿Cuál es el problema? Si se trata de una religión, dirá alguno, los docentes tendrían que sacrificar sus ideas personales al servicio de la enseñanza oficial. No debe ser así. La fe cristiana se impone a sí misma la obligación de probar su razonabilidad. La falta de libertad en Teología que padecemos sus académicos atenta contra el mismo cristianismo (cf. Vaticano I contra el fideísmo). Para alcanzar la verdad, se requiere libertad. El miedo que hoy tienen sus académicos a entrar en los temas difíciles, los desvía hacia asuntos no problemáticos. Se hacen trabajos disciplinares e interdisciplinarios serios, pero no en las áreas en las cuales los docentes pueden ser acusados a la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Oficio de la Inquisición, en Roma). Una facultad de teología no puede ser tratada como un seminario eclesiástico.

Así las cosas, los teólogos son impedidos de ayudar en la tarea que la Iglesia tiene de discernir los “signos de los tiempos”, esto es, descifrar el habla de Dios en los acontecimientos actuales. Con lo cual la enseñanza de la Iglesia, dependiente de la teología, se vuelve progresivamente anacrónica cuando no nociva.

En la misma medida que los estudiantes no son adiestrados en escrutar esta acción de Dios en la historia con el acervo de la tradición de la Iglesia -lo cual equivale a afrontar como adultos los llamados actuales de Dios- por una parte son infantilizados y por otra, el día de mañana, ensancharán el foso de incomunicación que hoy caracteriza la relación del estamento eclesiástico con la realidad y con el laicado.

¿Exagero?

Recientemente Joaquín Silva, decano, y el Consejo de la Facultad respondieron a la carta del Papa Francisco al “Pueblo de Dios que peregrina en Chile” (31 de mayo de 2018). La respuesta es larga. Cito solo un párrafo: “en muchas ocasiones los teólogos y teólogas también hemos sufrido abusos de poder en nuestra Iglesia. No es del caso presentar aquí la larga lista de teólogos y teólogas que muchas veces en Chile, en América Latina y en el mundo han sido restringidos o excluidos del ejercicio de la teología por razones más ideológicas que teológicas, por haber cuestionado alguna enseñanza del magisterio, por haber preguntado si las cosas podrían ser pensadas de otro modo, por haber indagado en nuevas posibilidades de comprender la Revelación de Dios en Cristo”.

Las autoridades de la Facultad celebran la llegada de Francisco al pontificado: “Hemos visto con esperanza que en sus años de papado los procesos en contra de teólogos han disminuido, hasta casi desaparecer”. Pero, como ha sucedido en otras materias, las intenciones del Papa no se cumplen tan rápidamente. Continúa el decano: “En nuestro país sigue habiendo colegas a los cuales se les niega su promoción académica o el permiso para enseñar por razones que no tienen que ver con la calidad de su trabajo académico-teológico. En la sociedad chilena y en nuestra misma Universidad Católica se ha instalado progresivamente el parecer -por cierto equivocado- de que la teología tiene un status diferente al de las otras disciplinas académicas, de que la libertad de cátedra está en ella, en la práctica, limitada por la relación que la teología debe mantener con el Magisterio eclesiástico, de que no puede participar libre y críticamente del diálogo social, de que ella podría sustraerse al escrutinio de la razón”.

No es necesario ser académicos para imaginar lo penoso que puede ser para un laico con su familia a cuestas perder su trabajo por una acusación cualquiera, sea de un seminarista sea de colegas que están informando permanentemente al obispo de lo que sucede en la Facultad.

Sigue la carta de respuesta al Papa: “Para controlar y limitar el libre ejercicio de la teología, se suele recurrir a razones carentes de transparencia o a procedimientos de organismos de la curia romana cuyo común denominador son la reserva y el sigilo, para así imponer sanciones o trabas al ejercicio académico, sin tener que dar cuenta de ello a los afectados ni a sus comunidades académicas. La teología demanda una actitud crítica y profética; pero, desgraciadamente, y como Ud. mismo lo ha advertido, no pocas veces esa actitud ha sido confundida con traición a la Iglesia y al mensaje de salvación que nos ha sido confiado. Muy por el contrario, los que nos hemos sentido llamados por el Señor a servir en la Iglesia como teólogos y teólogas, requerimos de la confianza y del respaldo de nuestros hermanos que han sido llamados a servir como pastores en la única Iglesia de Cristo, Señor de la Vida”.

Lo que no dice la carta, sin embargo, es que la falta de libertad y el miedo a los obispos cancilleres de la universidad son resultado de la falta de autonomía de la Facultad de Teología. Los Estatutos de la Facultad permiten al Gran Canciller, el obispo de Santiago, hacer en ella prácticamente cualquier cosa sin tener que dar explicaciones a nadie. Esta situación no da para más. Se necesitan nuevos Estatutos. Hay una sola corrección importante que hacer: el Decano debiera dar cuenta de su gestión al Rector de la Universidad. Los Estatutos debieran prohibir cualquier forma de influjo directo del obispo en la Facultad.

La Facultad de Teología es un deshonor para la Católica. Es triste para nosotros sus académicos ser un enclave autoritario dentro de una gran universidad. Espero que el próximo Arzobispo de Santiago nos libere de esta humillación.

Pasos adelante

La Declaración de la Conferencia Episcopal debe considerársela un paso adelante importante. Comencé a leerla con pocas expectativas. Me equivoqué.

La Declaración merece una lectura de buena fe. La institución eclesiástica chilena ha sido desautorizada por el Papa Francisco. Hoy nadie le cree. Por esto, si los obispos responden a las quejas muy serias que se les hacen, el comunicado del viernes merece juzgárselo con la misma seriedad.

A mi parecer la Declaración tiene los siguientes méritos. En ella se reconoce el mal cometido por “personal consagrado” (me hubiera gustado que hablara de nosotros los sacerdotes y obispos); pide perdón a las víctimas (lo cual es muy importante cuando el perdón se dirige a personas que han sido tratadas como culpables siendo inocentes); ofrece a ellas una reparación institucional (sin excluir el aspecto económico); compromete la creación de normas e instituciones para prevenir abusos de diversa índole y para encausar los que a futuro puedan cometerse. Me resulta especialmente significativo que, por estas vías, pueda rehabilitarse el honor de personas humilladas por representantes de Dios.

Al leerla, uno tiene la impresión de que la Declaración va al grano. La ciudadanía y los católicos estamos cansados de un lenguaje episcopal alambicado, melifluo, solo útil para salir del paso. En este documento no hay “chivas”.

¿Cuánto queda a la institucionalidad eclesiástica para recuperar la confianza perdida? Por de pronto, tendría que cumplir los compromisos a los que se ha obligado. Pero, además, debiera terminar con modos de relación, de organización y de mando abusivos.

Monseñor Ezzati escucha la voz del pueblo

Monseñor Ricardo Ezzati ha declinado presidir el Te Deum. ¿Lo hizo por presiones del gobierno o del Vaticano? ¿De ambos? Pensemos bien: renunció motu proprio.

De este episodio, me parece muy importante tomar en serio las palabras que el mismo obispo usa para explicar su decisión: “El Papa Francisco nos dice en su reciente carta que discernir supone aprender a escuchar lo que el Espíritu quiere decirnos. Y sólo lo podremos hacer si somos capaces de escuchar la realidad de lo que pasa”. Monseñor Ezzati, con estas líneas, se rinde a la voz de la ciudadanía. Cualquiera puede imaginar lo dolorosa que debe ser para él esta circunstancias, debida a muchas razones, entre las cuales está la de ser imputado por la justicia civil y, por otra parte, no poder zafarse del cargo de arzobispo porque el Papa aún no tiene sucesor.

Pero, independientemente de esta decisión de Monseñor Ezzati, es significativo que el obispo haya hecho suya una poderosa indicación de Francisco. La tremenda crisis en que se encuentra la Iglesia chilena –tanto la institución eclesiástica como los demás católicos- a causa de los abusos sexuales del clero, la denegación de justicia, la denostación de las víctimas y el encubrimiento de verdaderos crímenes, es la punta del iceberg de una gravísima incomunicación entre el personal consagrado y el resto de los bautizados y bautizadas. Los abusos en cuestión son el aspecto más sórdido de una relación patológica entre ambos estamentos. Pues esta enfermedad tiene muchos otros aspectos.

Los obispos y nosotros los sacerdotes estamos acostumbrados a enseñar, predicar, a dirigir, pero nos hemos convertido en una casta que, de tanto creerse iluminada, ha terminado por apartarse y perder toda empatía con los fieles y los contemporáneos en general. No nos hemos dado cuenta de que la gente no nos hace caso. Y si nos damos cuenta, la culpamos. Esto se llama falta de empatía. Ya lo había dicho el Papa en su visita: “escuchen”. ¿Qué? Lo cita Monseñor Ezzati: “la realidad”. Dios habla en las vidas y los acontecimientos históricos. ¿No hemos de aprender, en consecuencia, obispos y sacerdotes qué esta Dios queriendo decir a través de los demás?

La Iglesia Católica, no solo en Chile, está enferma de incomunicación. El personal consagrado, el clero y muchos otros que cumplen una función pastoral, “no escuchan a nadie”. Si les preguntan, no responden. Creen que por tener una investidura sacra serán iluminados por el Espíritu Santo. No perciben que la distancia que ha cultivado ha sido fatal para la Iglesia.

Hoy católicos de izquierda y de derecha ocupan ambos un mismo lado del foso. Del otro lado está la jerarquía defendiendo los derechos de Dios. En esta férrea defensa, ha predominado la pastoral del terror. Hasta ahora los católicos chilenos no saben si los divorciados vueltos a casar se pueden o no acercar a comulgar. Se les dice que se seguirán los criterios de Amoris laetitia. Pero todo sigue en la nebulosa. Y, entretanto, los católicos que más necesitaron la acogida de sus pastores tras haber fracasado en su matrimonio, debieron oír palabras desalmadas de parte de algunos prelados.

¿Qué decir de los parlamentarios católicos a propósito de las leyes de divorcio y de despenalización del aborto? A algunos de ellos, en nombre de la doctrina, se les trató a palos. ¿No pudo respetar sus conciencias y la posibilidad –doctrinalmente católica- del disenso?

La “realidad” es un país que, según el mismo Monseñor Ezzati, rechaza que él presida él Te Deum.

La Declaración de la Conferencia Episcopal del viernes pasado es otro paso adelante precisamente en esta línea: “escuchar”. Monseñor Ezzati no celebra el Te Deum porque ha “escuchado” la voz del pueblo. La Declaración reciente no tiene el mismo valor simbólico, pero se hace cargo de un problema de máxima importancia: la re dignificación de las personas abusadas con peticiones de perdón y con compromisos de reparación son un progreso en la “escucha” de la voz de Dios, porque es una “escucha” de la voz de las víctimas.

El último de los problemas, sin embargo, depende de la Iglesia chilena en parte y en parte no. La Iglesia Católica en el mundo “escucha” poco y nada. Son muchos los temas en los cuales el atraso de la inculturación del Evangelio está pendiente. La cultura cambia. La predicación del Evangelio se vuelve anacrónica. Nada puede ser más importante en este momento que “escuchar” la voz de Dios en las voces de las mujeres. Esta no es consideradas. Botón de muestra: en un sínodo sobre la familia no votó ninguna mamá, ninguna hermana, ninguna hija, ninguna abuela.

Tal vez el caso chileno sea un principio de cambio mayor. Lo espero.

La Iglesia debe reparar

Ha llegado la hora que la Iglesia, institucionalmente considerada, comunique qué hará para reparar a las víctimas de abusos sexuales, de denegación de justicia y de encubrimiento. Mi opinión es que debe hacerlo. Monseñor Scicluna antes de partir de Chile sostuvo que la reparación debía ser hecha por los culpables directos. No estoy de acuerdo.

Desde un punto de vista antropológico y ético la reparación debe relacionársela con la vulnerabilidad y el reconocimiento de las personas (Carolina Montero, Vulnerabilidad, reconocimiento y reparación, 2012). La vulnerabilidad es una condición humana. Somos vulnerables todos. Lo han sido, en el caso que nos ocupa, las personas abusadas y sus abusadores. La vulnerabilidad es la capacidad de abrirnos a los demás de un modo corporal y empático. Los demás, todo lo real, puede afectarnos o puede satisfacernos. Pero al abrirnos, quedamos también expuestos a ellos y a la peligrosidad de la vida. Los seres humanos, por nuestra condición relacional, nos damos y nos recibimos unos a otros; y nos herimos y podemos provocarnos daños devastadores. Con una sola mirada podemos liberar en el otro los miedos que lo cautivan; pero con otro tipo de mira podemos perturbarlo, invadirlo o saquearlo. Dificulto que una persona decente puede decir que nunca cometerá un abuso en lo que le queda de vida. La labilidad late en cualquiera.

¿Es posible una reparación a los hechos que lamentamos? Talvez no, pero para que se dé tendrían que cumplirse una serie de reconocimientos. En primer lugar, la institución eclesiástica, como representante del abusador, debiera hacer el proceso de asomarse a los vulnerados con nombres y apellidos. Tendría que ver con sus propios ojos el daño enorme, duradero y, probablemente en muchos casos, insanable que se les ha infligido. Habrá de sentir dolor y vergüenza por lo cometido. El conocimiento de la verdad de las víctimas debiera llevarle a entender su demanda de justicia, la necesidad que han tenido de ser creídas, su experiencia de haber sido culpabilizadas por exageradas o por querer generar problemas innecesarios. La autoridad tendría que pedirles perdón con humildad, es decir, acudir a ellas dispuesta a no ser perdonada. La compensación posible debiera ser objeto de una conversación, pues puede ser muy distinta según los casos. La víctima no debiera pensar que, al acercársele la autoridad eclesiástica a reparar su errores, viniera a humillarla de nuevo.

Curar, achicar la pena, rehabilitar el honor de quienes pidieron justicia y nunca se les dio una respuesta, son actos de reparación que solo pueden hacerse con dulzura. La compensación económica, muy importante en algunos casos, tendrá que ser la más delicada de hacer. Lo que nunca debiera forzarse, en todo caso, es la reconciliación. Tal vez resulte, talvez no. Pero es de esperar que, en este proceso, se hable de ella lo menos posible. Es triste cuando se la convierte en factura que terminan pagándola los inocentes. En cambio, convendría garantizar a las personas que se harán cambios estructurales que garanticen que nadie vuelva a ser abusado.

La reparación tiene que ser institucional. La satisfacción del honor de las personas abusadas, su rehabilitación psicológica y su reinserción en la comunidad cristiana como hijos e hijas de Dios, demanda a la jerarquía católica hacerse cargo de ellas como lo hizo el Buen Samaritano. Dice el evangelista Lucas que el samaritano que se encontró por el camino con un malherido recientemente asaltado, “al verle tuvo compasión; y, acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: ‘cuida de él y si gasta algo más, te lo pagaré cuando vuelva’” (Lc 10, 33-35).

La institución eclesiástica tiene que entender que, así como ella ha debido cuidar de sus curas no obstante sus crímenes y pecados, debe sobre todo responsabilizarse de sus fieles. Debe entender que, en estos casos, la condición de religiosos de ellos facilitó los abusos. La jerarquía católica tiene que comprender que nada ha podido ser más terrible que haber sido violado por un representante de Dios. Existe una responsabilidad institucional. La Royal Commission en Australia (2017) constató que en las instituciones católicas la cantidad de abusos sexuales fue mucho mayor que en otras organizaciones.

Ciertamente la institución no puede esperar que las víctimas se encuentren a solas con los victimarios para hacer entre ellos el camino que conduce a la reparación. Sería exponerlas de nuevo. ¡Cómo hacerlo con un pedófilo, un enfermo mental que no tiene noción moral de sus actos! Ella, la institución, debe reparar vicariamente en lugar de quienes no conviene que lo hagan directamente o no tienen los medios económicos con que hacerlo.

Por último, debe hacerlo porque en esto se juega la razón de ser de la Iglesia. En este momento la institucionalidad eclesiástica no tiene autoridad porque perdió la credibilidad. Ella debiera representar la fe en Dios. Por el contrario, en más de un caso, ha hecho que los frágiles y pequeños no crean más en Él. En estos momentos los únicos que tienen autoridad en la Iglesia son los bautizados y las bautizadas que han sido víctimas de los sacerdotes y de los obispos, y el resto del laicado que clama por cambios eclesiales de todo tipo.

Unas líneas amigas

Queridos amigas y amigos,
Les escribo estas líneas como amigo y como cura. Siento una responsabilidad pastoral por mi gente querida. El cataclismo de la Iglesia chilena es inaudito. Me frena decirles algo la poca autoridad que pueda tener yo, ya que soy de algún modo parte del problema y como pecador debiera quedarme callado. Pero prima en mí el cura. Recupero autoridad cuando pienso que algunos de uds. pueden estar muy abatidos y necesitados de una palabra de orientación.
Es normal que estos últimos meses, e incluso años, sintamos dolor por los abusos del clero y su encubrimiento. Dolor, desconcierto, indignación, ira, frustración e incluso ganas de dar un paso al lado. Es que por años venimos sintiendo una profunda orfandad. La incomunicación con la jerarquía eclesiástica no puede ser más honda. ¿Qué viene? ¿En quién confiar? Hace años que vengo estudiando estos temas y les confieso que no sé hacia dónde vamos. Lo que sí tengo claro es hacia dónde quiero ir yo. Esto lo comparto con uds.
Es este un momento extraordinariamente oportuno para vivir de la fe. Así de simple. Fe para aguantar la tempestad y más. No me deja tranquilo pensar que la tragedia de la institución eclesiástica tendrá que terminar para volver pronto a la normalidad. Este planteamiento no me gusta. ¿Volver a qué normalidad? ¿Para qué apurar el término de la tempestad? Independientemente de los abusos y escándalos del último tiempo, sabemos que los problemas eclesiales que tenemos son graves: liturgias insoportables, doctrina moral sexual obsoleta, posiciones clericales despiadadas frente a algunos temas de familia, participación en las decisiones de la Iglesia nula y lugar de la mujer muy por debajo de los estándares de la cultura actual. Y otras cosas más. Por esto no podemos esperar a que pase la tempestad para volver a lo anterior. Este mismo modo de ser Iglesia que se derrumba, es el que ha favorecido los abusos que lamentamos.
Este es un momento para vivir a fondo de la fe. Para bajar a los infiernos con Jesús y renacer con él como sucedió con los discípulos, la Magdalena a la cabeza. Hoy tenemos como nunca la posibilidad de vivir de la Pascua sin poder aferrarnos a ninguna otra seguridad. Fe y punto. A los que en algunos momentos se les quebró la familia, se pegaron un gran tropezón en la vida o algo parecido, lo entienden mejor que nadie. Si la fe los sacó adelante, saben que no hay que rendirse. A mí lo que está sucediendo incluso me da cierta alegría por entreveo la posibilidad de algo mejor. Siento esperanza. Por eso les escribo. Para animarlos.
Una fe pascual es la que se necesita para refundar la Iglesia sobre las bases que Jesús le puso. ¿Qué hacer? Confiar. Jesús no resucitó solo. Su Padre lo sacó de la muerte. Dios se encargará de nosotros. Es su problema. La Iglesia es la esposa de Cristo. Es su problema. ¿Por qué angustiarnos? Somos mucho más que nuestra pena. Jesús nos reconstruirá como Iglesia. ¿No es para alegrarse?
Miro a futuro. Llevadas las cosas a lo esencial, recuerdo que el Concilio Vaticano II nos dio una orientación que no hemos logrado implementar del todo: la Iglesia somos todos los bautizados y bautizadas, el pueblo de Dios que se encamina a su realización con los demás pueblos de la tierra. Los obispos y los curas no somos cualitativamente “más” que los laicos. Debiéramos estar al servicio del reino que es obra, en primer lugar, del mismo Jesús y obra a la que somos llamados los cristianos según el aporte que cada uno puede hacer. ¿En qué momento la Iglesia se reestructuró como una pirámide? Da lo mismo. Lo impresionante es que la pirámide se desploma. ¿Mala noticia? No, buena. Buena, eso sí, si recogemos los ladrillos y fabricamos otros más para edificar una iglesia en la que la participación laical sea decisiva.
Esto me parece clave. No sé qué irá a ser la Iglesia a futuro. Lo que es yo, trabajo para que se reconstituya a partir de comunidades, comunidades de los tipos más diversos, en las cuales la participación de todos sea fundamental. Es una convicción mía que, hasta aquí, la tengo chequeada en la realidad. Pertenezco a una comunidad de base que funciona así. El día que nosotros los curas y obispos aprendamos del quehacer cristiano del Pueblo de Dios, entonces podremos orientarlo con pertinencia. En la medida que no lo hemos hecho, nuestra prédica es impertinente. No viene al caso. Incluso puede hacer daño.
Comunidades y opción por los pobres. Estos dos focos, creo, son clave. Las comunidades pueden convertirse en reductos intimistas o en sectas, si no se abren, sobre todo si no incorporan en sus preocupación a los que suele excluirse o invisibilizarse. Nadie puede decir que en los cien metros a la redonda no haya un “pobre” a quien socorrer. ¡Si son tantos enfermos, la gente sola, los adictos, los maltratados en sus propias familias! Y qué decir de los políticamente pobres, los que son empobrecidos por la fábrica de pobreza que son nuestras sociedades. Estoy convencido de que una Iglesia que acuda fervorosamente a ayudar y a aprender de los pobres, será infinitamente mejor de la que tenemos. No estamos en cero. Hay muchas iniciativas laicales, voluntariados y solidaridades tan pequeñas como granos de mostaza que, por lo mismo, no aparecen en los medios.
Si tuviera energía suficiente, me gustaría acompañarlos de más cerca a uds. que colaboran con Jesús en su obra. No me da el cuero para mucho más. Lo que sí puedo darles es ánimo. No estamos solos. Les comparto mi fe. No me pongo como ejemplo de nada. Mucho de lo que les digo lo he tomado de uds. mismos y de mi conocimiento de la fe de los pobres.
Otra cosa y termino: en estos tiempos hay que rezar mucho. Pedir el Espíritu. Necesitamos visión y coraje.
Un abrazo
Jorge

¿Una iglesia sin eucaristías?

Imaginemos que entra en la humanidad un virus letal que mata a la tercera parte de los seres humanos y, por una razón desconocida, mueren todos los sacerdotes, todos los obispos y el Papa. El desastre eclesial que se produce es mayor. Los cristianos se encuentran completamente desorientados. Una vez que vuelve la calma, sin embargo, surge la necesidad de continuar juntos. He aquí que en distintas partes del planeta en que la iglesia aún está presente, surge la misma pregunta: “¿quién celebrará la eucaristía?”. El sacerdote al consagrar la hostia, alzándola lo más posible, los extasiaba. Ahora en cambio experimentan una carencia que no saben cómo calmar. Les parece que no hay iglesia sin lectura de las Escrituras y sin poder comulgar con Cristo. ¿Qué pueden hacer para recordar la entrega de Jesús, su muerte y su resurrección? Sin rememorar a Jesús y sin compartir su mesa, piensan, el cristianismo se licuará dentro de poco. Seguirá habiendo fe, sí, pero no en el Dios en quien Jesús creyó.

Hace tiempo que vengo escuchando de comunidades que no tienen un sacerdote que celebre en ellas la eucaristía. Me dicen que en Brasil la tercera parte de las comunidades carecen de él. Me parece que, puestos los ojos en el futuro, debiera ya ahora ensayarse nuevas modalidades de celebrar fraternalmente la fe.

Sé de una comunidad que se reúne una vez al mes: sus integrantes deciden allí mismo quién puede presidir la celebración eucarística, llevan pan y vino corrientes, cuentan con una plegaria eucarística que se consiguieron creo que en Bélgica, comparten lo que está ocurriendo en sus vidas y, por supuesto, leen y comentan entre todos la Palabra. Llaman a esta reuniones “eucaristías” como si realmente lo fueran. Los motivos para hacer algo así son varios. Pero ellos, por de pronto, no soportan más el modo en que los párrocos y otros curas celebran la eucaristía. Les parece que, conforme cambia la cultura, las maneras de hacerlo traicionan cada vez más la intención del Vaticano II de dar participación a los fieles. La fundamentación teológica para proceder así es esta: en el sacramento del bautismo, aseguran, están contenidos todos los sacramentos de la iglesia. Los bautizados y bautizadas pueden eventualmente extraer de su sacerdocio bautismal el servicio sacerdotal y actualizarlo. En los mismos cristianos, dicen, la iglesia se da en plenitud.

Este caso me ha hecho pensar en la posibilidad de realizar comidas eucarísticas. No en reemplazo de las eucaristías propiamente tales, sino a modo de complemento. Pienso en cenas al atardecer, a la hora del recogimiento, que recuerden que Jesús comía con todo tipo de personas. Los fariseos, que cuando comían hacían grupo aparte, decían de él ser “un comilón y borracho, amigos de publicanos y pecadores”. Estoy pensando en personas que quieren emprender un camino comunitario de seguimiento de Cristo; que no tienen dónde ir a misa porque carecen de una iglesia cercana; que no están dispuestas a que el cura las reprenda en público; que la liturgia de la iglesia se les ha vuelto un rito huero e insoportable; o que sufren con que sus hijos sean hoy alérgicos a la religión y quisieran ellas ofrecerles otra manera de entender la comensalidad cristiana. En estas comidas podría contarse con una pauta elaborada por la misma comunidad: comenzar y terminar con el signo de la cruz, preparar lecturas con anticipación, crear un momento de silencio profundo hacia el final, y comer, tal cual, comer y conversar sobre la vida, sobre lo que ocurre en el país, el mundo y la iglesia igual como se hace en las comidas entre amigos, solo que esta vez con un explícito propósito de dar gracias al Señor. ¿Pudiera resultar?

En Chile estamos lejos de la situación descrita al principio. Ningún virus hace peligrar a los sacerdotes. Pero los eclesiásticos estamos haciendo peligrar a la iglesia. Esto, a la vez, hace pensar que en los próximos cincuenta o setenta años, si se mantiene la tendencia de disminución de vocaciones, habrá poquísimos ministros que puedan celebrar la eucaristía.

Espero que el Papa Francisco pueda ayudar a reflotar el episcopado chileno y los católicos recuperen la confianza en sus autoridades. Igual así, creo conveniente ensayar nuevas modalidades de ser iglesia y de celebrar la fe. Las actuales, con o sin escándalos por los abusos del clero, difícilmente encausan el cristianismo de esta época.

Respuesta al Cardenal Medina

Días atrás, en carta a El Mercurio, el Cardenal Jorge Medina sale en defensa de la institución eclesiástica. Él diría defensa de la “iglesia”. Pero leída la columna con atención, se descubre que se refiere a la institución y no al Pueblo de Dios en su conjunto.
No estoy de acuerdo con aquel uso de la palabra “iglesia”. Tampoco estoy de acuerdo con la columna de Jorge Medina. Comentaré algunas de sus ideas.
A propósito de la gravísima situación de la Iglesia chilena, el cardenal dice: “Amplificar indiscriminadamente las deficiencias y conductas ciertamente reprobables y sacar conclusiones generalizadas de hechos, por desgracia verdaderos y graves, si bien puntuales, aunque hayan sido reiterados, sería dar muestras de una lamentable señal de poco amor a la verdad e incluso de superficialidad”. Estoy de acuerdo con él en que “amplificar”, agrandar, exagerar, es señal de “poco amor a la verdad e incluso de superficialidad”. Lo es siempre y podría serlo en el caso en que estamos. Podría serlo, digo, porque día a día los católicos descubrimos que es todavía más grave lo que nosotros, sacerdotes y obispos, hemos hecho por ocultar lo ocurrido. El asunto hoy, no es lamentar las exageraciones sino celebrar con las víctimas. ¡Por fin se les hace justicia! Sin embargo, el cardenal Medina no dedica ni una sola palabra de amor compasivo a las víctimas. Lo único que le importa es la defensa de la institución.
Otro asunto. El cardenal aplaude que el actual pontífice se cuente entre quienes quieren acrecentar la fidelidad al Evangelio: “En esa línea se inscribe por cierto el actual Papa Francisco, con su personal estilo”. ¿A qué estilo se refiere Monseñor?
Nada dice. Lo diré yo. Este papa, en el caso chileno, ha cometido varios errores. Su estilo, bastante “porteño”, suelto de lengua, ha ofendido a la iglesia de Osorno y a las víctimas de los abusos sexuales, de conciencia y espirituales. Pero les ha pedido perdón. ¿Qué papa pide perdón? Una cosa es hacerlo por los pecados de los papas anteriores, como se hizo por el trato que se dio a Galileo. Pero que un papa pida perdón por sus propios errores es inaudito. Este ha de ser recordado como un gesto que, además de porteño, es típicamente cristiano.
En Chile a nosotros los eclesiásticos, debe recordárselo, se nos critica por el estilo. ¿Quién de los obispos dice lo que piensa? En esto Monseñor Medina sí es una excepción. Los demás, talvez por miedo a las cartas que el cardenal manda a Roma denunciando a medio mundo, se expresan con sumo cuidado. Estos usan palabras alambicas para nunca decir lo que realmente piensan. Es cosa de ver la televisión. Pocos prelados responden a lo que se les pregunta.
A muchos nos gusta el estilo de este papa. Habla sin papeles. Busca y encuentra palabras, unas más felices que otras, para comunicar el Evangelio tal como Jesús hubo de ingeniárselas para anunciar el reino de Dios. Por hablar claro se le vinieron encima. Jesús, con sus parábolas y su piedad con el ser humano caído, minó la religiosidad de entonces. Este papa, cuando habla con la libertad de Jesús, cuando dice una cosa y no teme equivocarse y recular, genera libertad en el Pueblo de Dios para que todos los demás digamos lo que pensamos y ensayemos nuevas vías para ser cristianos.
Los católicos chilenos hemos vivido intimidados por muchos años. Hemos padecido el estilo de una generación de obispos preocupados por su ubicación en la constelación eclesiástica. El estilo de este papa, espero, hará que los obispos futuros, en vez de mirar “hacia arriba”, a gente más importante, miren hacia “el lado”. El Concilio Vaticano II estableció que el bautismo ha de ser el piso de las relaciones entre los cristianos. Somos hermanos y hermanas. Jesús lo pidió: “no llamen a nadie padre”. ¿Por qué a unos se les llama “eminencia reverendísima” o “monseñor”? Su Padre, entendía Jesús, habría de hermanar a todos los seres humanos.
Otra afirmación del Cardenal Medina también merece un comentario: “No sería acorde con el amor a la verdad negar la existencia de hechos graves y debidamente comprobados, que han tenido como autores a personas que desempeñaban ministerios eclesiásticos, pero sería dar muestras de una fe muy poco madura sacar de ahí la errónea conclusión de que la Iglesia haya perdido toda autoridad o credibilidad”.
Sí y no. Si por iglesia entendemos al Pueblo de Dios, es equivocado afirmar que ella “haya perdido toda autoridad o credibilidad”. ¿Cuándo las víctimas católicas de los abusos del clero habían tenido tanta autoridad? Debiera emocionarnos. Las víctimas se han atrevido a hablar. Los medios de comunicación, a Dios gracias, les han puesto un micrófono. El resto de los católicos que se han sumado en su defensa también tienen autoridad. El dolor de la iglesia chilena hoy es indecible. Es un dolor creíble. La fuente de la autoridad, no se puede olvidar, es la credibilidad.
Pero Jorge Medida cuando se refiere a “la iglesia” está pensando en la institución eclesiástica. Esta, ¿no ha perdido “toda autoridad”? ¿Es creíble? Ciertamente no todos los curas somos abusadores. Conozco tantísimos que no lo son. La iglesia que comienza su reconstrucción encontrará ciertamente curas que acompañarán a sus comunidades con humildad y espíritu de servicio. Pero hoy los clérigos, en general, somos sospechosos. Los obispos, uno tras otro, van cayendo como palitroques. Duele verlo, pero es verdad.
Duele, pero también, bajo otro respecto, nos produce alegría. Estamos cada vez más cerca de la iglesia en la cual quedó estampado Cristo. Los cristianos creemos en la Iglesia que creyó en Jesús. Ninguno de nosotros ha creído o podría creer directamente en Cristo. La iglesia es la única foto que tenemos de él. Para reconocerlo a él, disponemos de los recuerdos heredados por la Iglesia, comenzando por los evangelios que ella misma escribió. Si el día de mañana la gente deja de creer en Cristo por culpa nuestra, les quedarán unos textos que tienen dos mil años de antigüedad redactados por cristianos no muy distintos de nosotros.
Termina el cardenal: “No está de más recordar, en toda circunstancia, que ‘todo coopera al bien de los que aman a Dios’ (Rom 8, 28), verdad que la sabiduría popular tradujo en el refrán que ‘Dios escribe derecho sobre líneas torcidas’”.
Sí y no. Estoy de acuerdo con el Cardenal Medina en cuanto el testimonio del Evangelio pasa por testigos como nosotros, mediocres, pecadores, inverosímiles. Nada engaña más acerca de Dios que el puritanismo. Pero, usada en este contexto, la frase popular citada por el cardenal funge de auto-absolución de una institucionalidad que no da para más. Esta suerte de auto-perdones de los eclesiásticos -bien vale subrayarlo- exasperan al pueblo creyente que en las últimas décadas ha sido maltratado por su manera de entender la vida afectiva y sexual, revelándose últimamente que el problema, a este propósito, lo teníamos nosotros los consagrados.

La iglesia chilena necesita cambios mayores

El Papa ha escrito una larga carta a los católicos chilenos (31.05.18). Pone al descubierto los mecanismos que han facilitado la perpetración de abusos de diversa índole, contra diferentes tipos de personas, y denuncia los modos de encubrimiento de faltas y de crímenes.
Pero hay algo más. El Papa hace un llamado a que los chilenos sean protagonistas en su Iglesia. Quiere que vayan incluso más lejos de lo establecido. Echa las bases de una renovación eclesial que puede llegar a ser formidable. Francisco apela a la imaginación. ¿Debieran atreverse los chilenos incluso a sobrepasar algunas normas de organización de la Iglesia? Sí, parece que sí.
Pero la Iglesia chilena está muy golpeada, desconcertada y con pocas fuerzas para reaccionar. Los católicos chilenos se sienten defraudados de nosotros, la institución eclesiástica que por años no los ha considerado. Esta, a su vez, tendrá que recuperar la autoridad perdida. La convocación del Papa a los obispos para reunirse con ellos en Roma los dejó por el suelo. El episcopado chileno está KO y el resto del pueblo cristiano sumamente mareado.
Aun así, los católicos chilenos recogeremos el guante. Pero pedimos ayuda al mismo Francisco porque hay asuntos cuya resolución no dependen de nosotros. ¿Sería posible para la Iglesia chilena, de un día para otro, comenzar a ordenar mujeres? ¿Mujeres sacerdotes? Son varios los asuntos que deben ser resueltos al más alto nivel. Si no se lo hace, la Iglesia chilena sucumbirá mañana o pasado mañana.
Por cierto, el tema número uno es la participación de las mujeres. Si no son incorporadas en las instancias de mayor responsabilidad eclesial, allí donde se toman las decisiones, las nuevas generaciones se descolgarán para siempre. Reservar el ejercicio del poder, la orientación y el cuidado de la iglesia solo a los varones, para la actual generación que cree en la igual dignidad de los géneros, resulta intolerable. Ni hombres ni mujeres lo soportan. En Chile hoy no se puede alabar a la mujer, hablar del “genio femenino”, para luego decir que Jesús prefirió un consejo masculino de ministros. La situación de las mujeres en la iglesia es un pecado. Nosotros haremos todo lo posible para darles más participación. Pero el Papa tendrá que hacer también lo suyo. Urge que vaya al tema a fondo. ¿No podría convocar a un sínodo sobre las mujeres y de mujeres?
El tema número dos son los actuales presbíteros. Su formación es lamentable. Lo primero que hacen los seminarios es desclasar a los jóvenes (cuando son pobres). En seguida, se les insufla un tipo de teología inmune a los signos de los tiempos y a las vidas reales de las personas. Tercero, se los romaniza. Por último, se los sacraliza. Cumplido el proceso de desarraigo de su humanidad, se los envía a predicar el Evangelio. ¡El Evangelio! Fatal. ¿Cómo no se dan cuenta los cardenales de los dicasterios romanos que sus instrucciones para formación sacerdotal forman personas cada vez más alejadas de Jesús? Estas normativas rigen a los centros de formación y facultades de teología haciendo daño, en lo inmediato, a los mismos seminaristas; y, poco después, a los fieles que, a futuro, tendrán que padecer su clericalismo. Francisco, en su última carta, hace referencia a la necesidad de renovar los estudios eclesiásticos. Es indispensable que él mismo exija a sus colaboradores romanos más estrechos que introduzcan modificaciones mayores a la formación del clero.
En fin, Francisco debiera fomentar el desarrollo autónomo de la Iglesia Latinoamericana. Solo tiene futuro una Iglesia Católica policéntrica. El centralismo romano está impidiendo en todas partes del mundo que surjan iglesias regionales con características culturales peculiares. La misma papolatría, de los pontífices y del resto de los católicos, ha impedido este surgimiento. Para que se cumplan los deseos del Papa Francisco expresados en su audaz carta a los católicos chilenos, es fundamental que él dé un, dos y tres pasos atrás y deje a la Iglesia latinoamericana organizarse a sí misma. La Iglesia latinoamericana requiere libertad para anunciar el Evangelio en sus propios códigos culturales. Para que los chilenos puedan participar protagónicamente en la reconstrucción de su iglesia, Francisco tendría que reconocer autoridad a la Iglesia latinoamericana para que se organice con mayor autonomía. Esto no garantiza que surja entre nosotros una iglesia menos clerical, europea y romanizada que la que tenemos. Pero si el Papa nos pide una cosa pero no nos ayuda a conseguirla, apura nuestro fracaso. Agudiza la desautorización de nuestros obispos ante el Pueblo de Dios y acelera su derrumbe.
La Iglesia chilena necesita urgentemente que el Papa introduzca cambios claves en la doctrina, la estructuración y el gobierno de la iglesia universal. Sola, por más que bracee, se hunde. La mar está demasiado agitada.

Participación de los laicos en la elección de los obispos

Osorno es más que Osorno. La resistencia de los osorninos al nombramiento del obispo Juan Barros, es representativa del rechazo de muchos católicos chilenos que se sienten alejados de una elite eclesiástica que perdió el contacto con sus vidas. La negativa de una diócesis pequeña a la imposición de un obispo que no quiere, además de un ejercicio de un derecho, corresponde a una correcta concepción de la iglesia como pueblo de Dios, como comunidad activa de hermanos en la fe. Por más de un milenio los obispos fueron elegidos por las comunidades cristianas.

En la carta que el Papa Francisco acaba de dirigir a los católicos de Chile, sostiene: “En el Pueblo de Dios no existen cristianos de primera, segunda o tercera categoría. Su participación activa no es cuestión de concesiones de buena voluntad, sino que es constitutiva de la naturaleza eclesial. Es imposible imaginar un futuro sin esta unción (del Espíritu Santo) operante en cada uno de Ustedes que ciertamente reclama y exige renovadas formas de participación”. Los católicos chilenos hace ya décadas que se sienten como visitas en su propia casa. No se les consulta. Si preguntan, nadie les responde. Si critican, se los trata de desleales. Se les dice que “cantan fuera del coro” o que “se ubican en la vereda de enfrente”. El Papa, en cambio, reivindica a los rebeldes.

Francisco urge a los católicos para que asuman en su Iglesia un rol activo: “Insto a todos los cristianos a no tener miedo de ser protagonistas de la transformación que hoy se reclama y a impulsar y promover alternativas creativas en la búsqueda cotidiana de una Iglesia que quiere cada día poner lo importante en el centro”. Su crítica ha sido -lo decía en la carta dirigía a los obispos reunidos en Roma- el haberse centrado la jerarquía eclesiástica en sí misma en vez de haber cumplido un rol profético, poniendo a Cristo en el centro.

Termina el párrafo: “Invito a todos los organismos diocesanos –sean del área que sean- a buscar consciente y lúcidamente espacios de comunión y participación para que la unción del pueblo de Dios encuentre sus mediaciones concretas para manifestarse”. Parece razonable pensar que estas palabras se apliquen a la elección de los obispos y otras autoridades, en particular a la diócesis de Osorno.

En este momento en que se debate la próxima nominación de numerosos obispos chilenos, celebramos la venida al país de Charles Scicluna y Jordi Bertomeu. Me gustaría pensar que estos dos emisarios de Francisco ayudarán a la Iglesia chilena a reunir la información necesaria para realizar estos nombramientos. Si el Papa fue incorrectamente informado en anteriores elecciones, no será tarea fácil reunir los antecedentes y las opiniones para discernir quiénes serán los nuevos obispos chilenos. Es decisivo “escuchar” –como pide Francisco en su carta- qué piensa y qué siente el pueblo cristiano acerca de lo que está ocurriendo con él en la particular situación histórica, cultural y eclesial en que se encuentra.

¿Qué mecanismo pudiera utilizarse para realizar esta escucha? Al menos sugiero que en las diversas diócesis que tengan que nombrar a un nuevo obispo, se realicen reuniones abiertas con la mayor participación posible incluidos jóvenes y personas que se sientan alejadas, en las que se elabore el perfil de obispo que necesitan y los principales problemas que se deben enfrentar. La información recabada sería riquísima. Tal vez no se pueda encontrar la persona que responda exactamente al ideal. Pero el nominado habrá recibido de las bases una indicación poderosa de las necesidades reales. Si prescinde de ellas, tendrá que atenerse a las consecuencias. Hoy, en todas partes, se pide rendición de cuenta en el ejercicio de los cargos. No se ve por qué en la Iglesia los obispos pueden continuar en su cargo si son incapaces de su desempeño.

En las actuales circunstancias tal vez varios deberán dejar pronto sus cargos, pero, creo, sería inconveniente apurarse en nombrar a quienes los van a reemplazar. Es necesario dar lugar a la participación, a oír a todos, escuchar con calma, discernir. Eso, hará más difícil equivocarse de nuevo.

Chopito en Cabo de Hornos

Hay cambios importantes en Cabo de Hornos. El aumento de temperatura ha comenzado a modificar la vida de las especies. Unas mueren, surgen otras. Las olas el Atlántico triunfan sobre el Pacífico. La que antes fuera una isla desierta deja de serlo. No hay risco en que no habite una familia de migrantes. Huyen del frío del norte. Arica es un solo hielo.

Hablo de la pesadilla que tuve anoche.

Las lluvias son ahora tropicales. Hasta hace poco llovía, pero no llovía como llueva a ahora. Cae agua a baldes, como en El Salvador. Nunca había visto un diluvio como el que me tocó en este país. El caso es que, al igual que El Salvador, en Cabo de Hornos está lleno de loros. Los loros al ponerse el sol ensordecen. Loros, pidenes, becacinas, patitos jergón, garumas, fío-fíos, cachuditos, todos aves de la zona central se multiplican en finis terrae con gran facilidad.

A veces el calor del Cabo es insoportable. Pero lo aguantan especialmente los friolentos cuando recuerdan Santiago hecho un témpano. La capital se despuebla. Hasta los cóndores piensan emigrar de pura hambre. No quedan ni ratones. Se recupera el glaciar Echaurren, el Cajón del Maipo ennegrece de pingüinos.

El sol pica como nunca el cóccix del continente americano. Florecen los líquenes. Mengua el viento. La tierra produce cien veces más. Cabo de Hornos se convierte en un paraíso turístico.

También han llegado felinos. Era que no. Gatos de salón, gatos de techo buscando lagartos y lagartijas. El gatito Geoffroy, a miles, escondidos como siempre en los matorrales. Hay flores por todos lados. Hibiscos, espuelas de galán. Mariposas. Mucha humedad. Mucha hormiga. Nalcas gigantescas. Espinos todos el año en flor. Monitos del monte.

¿Por qué tanto calor? Un loro Tricahue pregunta qué pasa a mi gato Chopito. Chopito, impertérrito, responde: “Los católicos están divididos: la mayoría piensa que el único sacerdote de la isla tiene que cumplir un rol más activo en la comunidad. La minoría, en cambio, está por una comunidad más participativa”.

Es un horno Cabo de Hornos. La Antártida se derrite. El nivel de la aguas suben. Un acabo mundi en ciernes.

Entrevista con Fernando Paulsen

Oráculo cristosófico (demostración)

La iglesia chilena espera tiempos mejores

Por los años sesenta y setenta Pablo VI nombró en Chile una generación de obispos excepcionales. Juan Pablo II, a partir de los años ochenta, en Chile y el resto de América Latina, nombró obispos con poca libertad para interpretar la doctrina de la Iglesia, hombres sin las luces de la generación anterior, timoratos, estrictamente fieles al gobierno del Papa.

Los obispos chilenos de Pablo VI hicieron frente a la dictadura de Pinochet. El cardenal Raúl Silva Henríquez creó la Vicaría de la Solidaridad que acogió y defendió a las víctimas de violaciones de los derechos humanos. Bajo la inspiración de la conferencia episcopal de Medellín (1968) y luego de la de Puebla (1979), y de la Teología de la liberación, la Iglesia chilena hostigada y perseguida, especialmente en las comunidades eclesiales de base, experimentó un fervor evangélico y profético extraordinario.

Estos mismos años, sin embargo, comenzó a hacerse fuerte el catolicismo conservador, discordante de las voces oficiales. Tenía a su favor a Pinochet y al cardenal Sodano, el nuncio. También tenía el viento favorable al entrevistado de Messori en Informe sobre la fe, el cardenal Ratzinger, el principal intérprete del Concilio en los últimos cincuenta años y fiero censurador de los teólogos de la liberación.

Lo que explica en gran medida las proporciones del problema de la Iglesia chilena actual, es que este fortalecimiento del catolicismo conservador se concentró en la agrupación sacerdotal muy poderosa creada por un párroco, el sacerdote Fernando Karadima, un hombre intelectualmente limitado, pero encantador de la elite. Este generó en torno a su persona una verdadera secta de jóvenes frágiles psicológicamente de los que abusó sexual y espiritualmente. No sin el consentimiento de Sodano, quien tenía un despacho privado en la parroquia de Karadima, de este grupo fueron nombrados obispos Juan Barros, quien llegó a constituirse en la “manzana de la discordia”, Andrés Arteaga, Tomislav Koljatic y Horacio Valenzuela.

El caso estalló en 2010. El nuevo arzobispo de Santiago el cardenal Francisco Javier Errázuriz, apartó al párroco de sus funciones. Pero lo hizo después que las víctimas de Karadima, James Hamilton, Juan Carlos Cruz y Andrés Murillo, le rogaran justicia desde 2003. El año 2011, el nuevo arzobispo, Ricardo Ezzati, tras investigar la situación, sancionó al párroco, impidiéndole ejercer públicamente el sacerdocio y la dirección espiritual. Paralelamente el caso fue presentado ante los tribunales de justicia los cuales, luego de haber juzgado culpable a Karadima, lo absolvieron por prescripción de los delitos.

En los años sucesivos se destaparon numerosos casos de abusos sexuales del clero, abusos de pederastia y pedofilia. Unos terminaron con sentencias civiles (hay sacerdotes presos), otros con sentencias canónicas (restringidos en su funciones sacerdotales) y, en fin, algunos cuantos aún están siendo investigados. Los doce recién suspendidos en Rancagua completan un panorama es desolador. El clero y casi todas las agrupaciones religiosas de varones, han tenidos casos de abusos y acusaciones (incluidos nosotros los jesuitas).

El Papa Francisco, después de equivocarse más de dos veces respecto a Juan Barros, repudiado por la diócesis de Osorno, decidió informarse a fondo y tomar medidas drásticas. Envió a Chile a investigar la situación al obispo de Malta Charles Scicluna y a Jordi Bertomeu, de la Congregación para la Doctrina de la Fe. El resultado de esta indagación hizo concluir al Papa que había sido mal informado. ¿Quién lo informó mal? No lo sabemos. Pero, o él no le hizo caso a Francisco Javier Errázuriz, uno de la comisión de los “Nueve” (uno de sus estrechos colaboradores), ni al nuncio Ivo Scápolo, que por cercanía y cargo debieron hacerlo, o estos, o uno de estos, inclinaron la balance del lado de Barros. M. Ezzati, en cambio, tendrá otros “pecados”, pero se sabe que se opuso al nombramiento del obispo de Osorno.

Hoy, tras la renuncia de todo el episcopado chileno, parece cerrarse un capítulo y abrirse otro. ¿Será uno mejor?

La situación es inaudita. La carta que el Papa que entregó en privado a los obispos para discernir con ellos el futuro de la Iglesia chilena, es conmovedora. Este documento revela el impacto que han producido en Francisco los gravísimos abusos sexuales, psicológicos y de conciencia, de mayores y menores; y a su vez, estremece a los católicos por el tipo de inmoralidades cometidas por obispos y mandos medios en labores de encubrimiento de tales abusos y delitos. El documento, por una parte, esboza un verdadero programa de futura reforma de la Iglesia chilena y, por otra, confirma la comisión de irregularidades tan graves como destruir archivos, es decir, eliminación de pruebas. Cualquiera puede imaginar que el informe de 2,400 páginas que el investigador Charles Scicluna entregó al Pontífice, es espeluznante.

¿Qué viene? Suponemos que Francisco acogerá la renuncia de varios obispos renunciados ¿Cuántos? Es casi seguro que saldrán de la conferencia los cuatro dirigidos espirituales de Karadima. Además, todos los que ya habían renunciado por edad. Son cuatro. ¿Alguien más? No sabemos. Es decir, en el futuro inmediato tendrá que nombrarse, por lo menos, a ocho obispos y a un noveno por la sede vacante de Valdivia.

¿Qué viene? Ignoramos si los obispos que queden y los nuevos estarán a la altura de las exigencias que el Papa les ha puesto en el documento en comento. Francisco pide a todos trabajar por una Iglesia profética que sepa “poner a Cristo en el centro” de su corazón y de su acción. Un Iglesia profética, como la de los obispos de Pablo VI que se orientó por la opción por los pobres y encaró las violaciones de los derechos humanos, y no como la que vino después, la de la jerarquía que, en palabras de Francisco, “dejó de mirar y señalar al Señor para mirarse y ocuparse de sí misma”.

He aquí que surge una pregunta inquietante: ¿estarán capacitados los obispos que queden para emprender una conversión de esta magnitud? ¿Claudicarán estos a su alianza de clase con la elite de un país injusto como Chile? Hay entre estos obispos muy conservadores e incluso alguno que, antes de ser sacerdote, trabajó como abogado en dependencias de la dictadura. Si el Papa Francisco quiere realmente hacer los cambios que su giro pastoral requiere, tendrá que poner los medios para que sus palabras no queden en letra muerta. Deberá aceptar la renuncia de varios obispos más. Tendrá que desnivelar la conferencia episcopal. La Iglesia chilena ha pretendido operar con dos pastorales al mismo tiempo: una para los sectores altos, acomodados y religiosamente de tendencia pre-conciliar; y otra inspirada por las conferencias de Medellín, Puebla, Santo Domingo y Aparecida que, como cuatro martillazos sobre un mismo clavo, ratificaron una opción preferencial por los pobres. Pero en los últimos veinticinco años, al menos en la diócesis de Santiago, parece no haber pastoral alguna.

Otra pregunta: ¿Hay gente que pueda ser nombrada para reemplazar a los que se van que cumpla con el giro que el Papa quiere darle a la Iglesia chilena? En su carta hay una queja contra los seminarios. Los seminarios del período del “invierno eclesial” de Juan Pablo II han “resacralizado” al clero. Este tipo de clero, concluye la Royal Comision sobre los abusos de menores en Australia (2017), genera relaciones humanas asimétricas e inapropiadas.

El Papa Francisco delinea un programa y pone los fundamentos para esperar algo mejor. Por de pronto, recuerda que Dios actúa en el santo pueblo de Dios y que en este pueblo hay una fe y una energía extraordinaria. Si los futuros obispos no se nutren y aprenden del pueblo de Dios en quien reside la fe de la Iglesia, creo yo, volveremos a lo mismo. Es imperioso, por tanto, dar participación a los fieles en la organización de su Iglesia. Lo dice Francisco con estas palabras: “Permítanme la insistencia, urge generar dinámicas eclesiales capaces de promover la participación y misión compartida de todos los integrantes de la comunidad eclesial”, dejando de lado la “psicología de las elites” (estilo y prácticas sectarias). ¿Participarán en alguna instancia los laicos en la elección de los próximos obispos?

Es la hora de los laicos. Esperamos que la nueva generación de obispos termine de “ordenar la casa” y ponga la Iglesia al servicio del mundo. Lo hagan o no lo hagan, ya ahora los católicos, curas y fieles debieran asumir un rol protagónico. Urge crear algo nuevo. Se necesita una Iglesia de comunidades. Se necesitan comunidades de todo tipo que exijan respeto y participación, capaces de representar con respeto sus diferencias a la autoridad y de rebelarse contra los atropellos. Es imperiosa más creatividad, más solidaridad con el prójimo, más participación de las mujeres, en una palabra, más Evangelio.

La magia de la Iglesia

Tocamos, miramos, recogemos del camino un ramo de dedales de oro, lo depositamos a los pies de la Virgen, agachamos la cabeza…, estamos en la iglesia. Ella nos acoge. La Iglesia no se piensa, se respira. Se piensa con las manos, con la garganta, con cantos que cantamos hace 30, 50, 1500 y 2500 años: ¡Kyrie eleyson! Cuadros, esculturas, aguas, olores, luces en conflicto, colores que juegan y se fugan, revolotean en nosotros, nos recuerdan que somos y no somos, que pertenecemos al más allá, al más acá del yugo del día a día y de la diversión, que más cerca que lejos un Dios nos quiere y no nos suelta. La Iglesia nos ayuda a entrar en la oscuridad con una vela en la mano.
La Iglesia tiene magia. Tiene gracia. Nada supera su encanto. Ella unge con humanidad una existencia matematizada, pretendidamente adivinada por las estadísticas, por encuestas, por notas, puntajes y metas que enemistan y sobrecargan, que sofocan la sorpresa de vivir. El mercado también encanta. El consumo atrae irresistiblemente. Pero entre la magia de la Iglesia y la de la sociedad mercantil hay una contradicción total. La Iglesia educa a ser felices con poco. El mercado menosprecia la pobreza. Cautivados por lado y lado, los cristianos querríamos que nos bastara Jesús, la pura promesa de su reino, pero reconocemos que nos cuesta vencer tantas tentaciones.
La Iglesia también cae en la tentación de la “mala magia”. Hasta hoy, se nos critica a los católicos una devoción casi idolátrica de reliquias de santos que trasparentaron en su tiempo el misterio que los animó, pero a los que en la actualidad se les atribuye la virtud de hacer un tipo de milagros que Dios no hace. Es muy difícil que la “buena magia”, esa que depende del Dios que nos maravilla, no se mezcle con la mala magia, esta con la cual brujuleamos la suerte, los espíritus díscolos, a Dios mismo… Pero la superstición y la fe se excluyen.
También es “mala magia” la ritualización de la fe. A veces, los católicos rigidizamos los gestos y clavamos la mirada en el santísimo sacramento como si el resto de la vida tuviera menos importancia y perdemos la naturalidad del Dios con nosotros. Los mismos sacerdotes son sacralizados más de la cuenta. Bastaría con que los sacerdotes fueran hondamente humanos, como lo fue Jesús. Así sería más fácil a los cristianos concluir que Jesús, no por sacro, sino por su humanidad, fue reconocido como Dios y Señor. La buena magia proviene de la Encarnación de lo sagrado en lo profano. La mala magia comienza separando lo uno y lo otro, y termina apoderándose del mundo en nombre de Dios.

Escribo hoy con plena conciencia de vivir nuestra generación una de las crisis más graves de la institucionalidad eclesial de que tenga recuerdo y conocimiento. Los abusos de todo tipo, pero sobre todo los abusos de poder de quienes han sido investidos para anunciar a los seres humanos que con su impotencia nos reveló a Dios; los abusos espirituales, psicológicos y sexuales de sacerdotes y obispos sacados a la luz pública por los medios de comunicación, asociados a la indolencia, las faltas al derecho penal y canónico, auguran la ruina de un modo de ser Iglesia que deseamos termine lo antes mejor. Porque la Iglesia no se agota en su institucionalidad, ni en sus costumbres, ni en su doctrina. Solo se agota en el Evangelio. Por esto mismo, hablaré aquí de lo que mi Iglesia es, aunque no siempre lo sea. Pues es imperioso llamar las cosas por su nombre. Es forzoso criticar. Pero no hay que perder de vista lo fundamental. Hoy hablo de la Iglesia que amo y que espero. Y ofrezco las líneas a quienes se sienten estremecidos, confundidos y desamparados.

El encanto del Evangelio

El Evangelio de Jesús es lo primero. La Iglesia tiene exactamente la misma misión que Jesús tuvo de anunciar a la humanidad que no está huérfana en un universo de 15 mil millones de años. El Padre de Jesús, el Padre de los cristianos, el Padre de los somalíes, kurdos, taiwaneses y coreanos, es el mismo Dios, único y verdadero. En la Iglesia hay, por tanto, espacio para todos. Todos pueden, en ella, leer las estrellas al modo propio, pues la unidad depende más del amor que de las interpretaciones o, mejor dicho, depende de las interpretaciones que más favorezcan la comunión y el amor. Esto es lo único decisivo. El Evangelio es la Palabra de la hermandad que la Iglesia anticipa, practicándola.

Para niños, para adultos, para pobres, para todos

La Palabra de Dios es sabrosa, gusta a los niños como la leche. Con ella, la Iglesia amamanta a sus hijos. El cristianismo es cosa de pequeños, es religión de humildes de corazón, es credo de franciscanos más que de jesuitas. Por cierto, a algunos cristianos les toca aguantar en las trincheras del debate de las ideas. La obligación que tiene todo bautizado de pensar su vida a la luz de la fe, en algunos casos constituye una profesión. Para la transmisión de la fe, se ha vuelto imperioso contar con gente que pueda participar en el ágora de los medios de comunicación social y que se implementen pastorales que conviertan a los fieles en adultos en la fe, verdaderos iniciados en el arte de comprender las profundas transformaciones culturales con los ojos de Dios.
Pero la Iglesia sabe que la mayoría de los fieles vive su fe con sencillez, y cuida al niño que pregunta cuando no sabe, que no puede aprender las cosas de golpe, que junta las manos al acostarse para abandonarse cada noche a la Divina Providencia. En virtud de la Palabra, ella acoge a los fieles como madre, los acurruca, les garantiza un espacio a su ignorancia. Pero, por lo mismo, los puede infantilizar y abobar. En ella no falta el bobo que, de flojo, no quiere oír ni entender la Palabra. Tampoco el cura modoso que enriela a los fieles con tareas de kindergarten.
La Iglesia, en su más alta expresión, convoca a adultos capaces de conversar, de discutir y de indagar con otros una verdad que, por tratarse de Dios mismo, solo se revela a los que no la tienen y que la conquistarán cuando termine la historia, porque ya ahora son poseídos por ella. Una Iglesia de adultos quiso el Vaticano II (años 1962-1965), uno de los tres o cuatro concilios más importantes en la historia del cristianismo. En esta oportunidad, a diferencia de los concilios anteriores, la Iglesia no condenó a nadie. El buen Papa Juan quiso conversar con todos, reconoció que se podía aprender del mundo, de otras culturas y tradiciones religiosas. La Palabra de Dios no se entiende si no sirve para dialogar con los otros. Si solo pudieran comprenderla “los nuestros”, no sería Palabra de Dios. La Iglesia tiene la obligación de anunciar el Evangelio de la hermandad a los pueblos sin exclusión, promover una fraternidad universal, porque sabe que Jesús murió por todos. El Concilio nos hizo bajar la guardia, exponernos a la crítica, fomentar lo que nos une, no desesperar con lo que nos separa…
La Iglesia latinoamericana llevó el Concilio aún más lejos. En América Latina comprendimos que si el Evangelio no es para los pobres, no es para nadie. Los cristianos latinoamericanos, tras 500 años de fe, descubrimos el cristianismo en la opción preferencial por los pobres. Lo vio Hurtado: “el pobre es Cristo”. Si san Pablo enloqueció cuando cayó en la cuenta del misterio de la cruz, los cristianos latinoamericanos nos estremecimos con la violencia sufrida por pueblos crucificados y mártires con Mons. Romero a la cabeza. En América Latina, hemos concluido que la cruz y el pobre son el anverso y el reverso del misterio del Dios que lucha por liberar a la humanidad de toda esclavitud. De aquí que la Iglesia dejaría de ser tal si no proclamara que en la historia hay inocentes, que el Mal hace mal, que construye rascacielos y civilizaciones con radieres de harapo humano. Su tarea parece imposible: este es un mundo de poderosos, la ética es aristocrática, las cárceles hacinan a excluidos… ¿Pudiera un gobierno decir que la pobreza es un “pecado”? ¿Pudiera la ONU declarar la existencia del mysterium iniquitatis? Tal vez, pero sería muy extraño que lo hiciera. La Iglesia, en cambio, debe hacerlo, porque la resurrección que anuncia a los pobres es un triunfo sobre la injusticia.

Para “mí”

Aún más: la Palabra de Dios no es para los pobres, si no es una buena noticia “para mí”. La Iglesia es madre que cuida uno a uno a sus hijos. Talvez la Iglesia no se ha ocupado personalmente de “mí”, de “ti”. Ha estado distraída, quizás, en asuntos generales. Pero Jesús murió “por mí”. Por “todos” y “por mí”. Si la Iglesia no te ha oído a “ti”, tendrá que hacerlo. Porque la Palabra es para todos, cierto, nos juzga a todos, cierto también, pero ella, más que nada, comienza una conversación: “qué quieres que haga por ti”, dice el Señor. Para el Señor, el primer pobre “soy yo”. La pobreza tiene muchos rostros, Dios tiene delante la mirada sufriente de toda la humanidad, pero se fija en “mí”. Él conoce mi misterio. El Misterio de Dios se replica en el misterio de este ser singular, tú, yo, él, ella. La Palabra de Dios, ¡la Palabra de la Iglesia!, nos recuerda que los ojos del Señor están clavados en mi pena, me consuelan, me repiten que sin “mí” este mundo no sería bastante hermoso y me llenan de coraje.
El Espíritu hace que esta Palabra sea íntima. Nuestra fe es personal. La persona de Jesús viene a mi encuentro, gracias al Espíritu converso con él como un amigo habla con otro. La Palabra del Señor me dice: “mira dentro de ti, eres hermosa, Dios te ama”. El mismo Espíritu nos saca del intimismo. Jesús nos mueve a encontrarnos con otras personas: “levántate, tu patrón es tu hermano, no le permitas que te explote, se puede condenar, sálvalo, tócale el corazón, él también puede oír la Palabra”. El Espíritu reúne a la Iglesia como una comunidad de personas de todo tipo. Ningún movimiento laical u obra de beneficencia la agota. No faltará quien la mida con una ONG, con un ministerio…, malas comparaciones. En la Iglesia, el amor de Jesús por los suyos amiga, reconcilia y se extiende a la humanidad entera. Mi Iglesia me habla a mí, me educa, me urge a amar a los demás como ella me ama.
El Concilio Vaticano II devolvió a la Iglesia su lugar en el mundo. La ubicó en él de acuerdo a las coordenadas de la Encarnación: la Iglesia es sacramento de Cristo para la unión de los seres humanos con Dios y entre ellos mismos. Esto porque Cristo, a la vez, es sacramento de Dios que se toca y nos toca, misterio de un amor que no tiene límites. Si con la Encarnación quedó proscrita la costumbre tan compresible de separar lo sagrado y lo profano, si el Hijo hecho carne divinizó a la humanidad y humanizó a Dios de una vez para siempre, la Iglesia no ha podido separarse de un mundo que, en virtud del Creador, le es tan suyo que no podría existir sin él y que no podría condenar sin dispararse a los propios pies.

El misterio del amor

Pero ha sido muy difícil creer en la Encarnación. La fe en el Hijo hecho uno de nosotros ha tenido que superar la tendencia casi instintiva a separar ambas dimensiones de la realidad, la divina y la humana. Los seres humanos, amenazados por la violencia desde sus comienzos, han procurado conjurarla por medio de mitos y ritos. En lo ritos sacrificiales la violencia que se descarga sobre una víctima, libera al clan de la agresión que se incuba entre sus miembros. Paradójicamente, la víctima es vista como mala y como buena. Mala, porque representa un peligro. Pero, en la medida que reconcilia al clan, se la considera sagrada. El chivo expiatorio es un cabrito, o un ser humano, que se lo separa y se lo sacraliza (sacrum facere), matándolo. Su sacrificio purifica, reconcilia y merece celebrárselo.
En la Encarnación, en cambio, Dios, a través de Jesús, actúa en la dirección exactamente contraria: Él no necesita ritos sacrificiales. El rito eucarístico celebra que Dios salva gratuitamente, pues salvó a una persona que jamás debió tratársela como a un chivo expiatorio. Caifás sentenció: “que muera uno por toda la nación”. Los que vieron a Jesús crucificado, pensaron que se trataba de un culpable o se dijeron qué mal habrá hecho o lo dieron por perdido (políticamente hablando) para evitar la escalada de las agresiones. La primera Iglesia, en cambio, creyó en su inocencia y al experimentarlo resucitado, supo que, para Dios, era efectivamente inocente. No fue Dios que sacrificó a su Hijo, sino los sacerdotes y la gente del Templo, y otros ejecutores y cómplices. Dios no necesitó de este sacrificio macabro para salvar a la humanidad. Pero no lo pasó por alto. No lo validó en cuanto asesinato, ¡qué Dios podría hacer algo así! ¡Cómo podría decirse que tal Dios es amor! Sino que, en vez de vengar tal crimen, lo aprovechó para reivindicar a las víctimas y perdonar la venalidad de los victimarios. Dios no hace ni necesita sacrificios: ama, perdona y reconcilia, interponiéndose a la violencia con la mansedumbre de Jesús, con su inocencia que desenmascara los ritos sacrificiales. La Iglesia del Concilio, abierta a la realidad, empática, nos devolvió la recta fe en el Cordero que quita el pecado del mundo porque carga con las tristezas y angustias de las víctimas de nuestro tiempo… (cf. Gaudium et Spes, 1).

Mundanidad y eternidad de la iglesia

La misión de la Iglesia se extiende a la creación entera. Los cristianos, conducidos por el Espíritu, llevan la Iglesia siempre más lejos, a todas partes. La Iglesia es Iglesia en el Metro o en un basural. Los templos serán más cómodos, pero no más santos que una casa particular. El cristianismo es callejero. La Iglesia tiene por misión recordar a los difuntos: viven en Cristo, viven en nosotros. Para ella no hay muerto insignificante. Los dolores más hondos que nuestros deudos se llevaron a la tumba, ella los oye, los medita. Da vocería a quienes murieron amordazados. La Iglesia es memoria passionis, nos hace recordar la pasión. Recordando a las víctimas, protesta contra la injusticia y anuncia a las actuales víctimas que un día dejarán de sufrir, que la injusticia no es normal, que hay un juicio final, que la historia sí tiene sentido, que la vida no es una pasión inútil ni moneda de cambio. Su deber es pregonar que nunca más puede ocurrir que se crucifique a un ser humano. Por esto, la Iglesia es también spes aeternitatis, esperanza de vida eterna. Ya en el presente, hoy mismo, ella da un toque de eternidad a las batallas cotidianas.

Los sacramentos del amor

En estos tiempos de individualismo en que las personas quisieran hacer su vida sin coerciones, que creen elegir entre una marca y otra, pero que son presas de una propaganda que planifica sus compras, y de una sociedad que exalta la autonomía a costa de soledades, el bautismo nos ofrece un nombre y una pertenencia. Se dice que los niños debieran bautizarse de mayores, cuando sepan lo que hacen. Mejor lo contrario. El reconocimiento de la impronta eterna de un infante señala la gratuidad de su elección. Para ser persona no se necesita leche ni dinero. Basta el reconocimiento de su dignidad. Las personas requieren de trabajos y sueldos justos para vivir como Dios quiere, pero el bautismo garantiza el honor a cada una aunque no tenga dónde caerse muerta. Las personas con capacidades diferentes recuerdan a la Iglesia su vocación.
El bautismo, cumplido lo antes posible, incardina la libertad: antes de elegir eres elegido. Tú no escoges tu nombre. Te lo es dado. Hay un día para ti, el día que anticipa tu muerte y resurrección, en el que en una ceremonia que no sería digna de Dios si no lo fuera de ti, te dan un nombre para ser tratado con honor. Desde entonces, para amar a Dios, te amarás a ti mismo. Para amarte a ti mismo, amarás a tu prójimo, respetarás y cuidarás su fama.
En estos tiempos en los que involuciona el sentido del prójimo, la Iglesia se hace aún más necesaria. Las nuevas generaciones vivimos en redes, multiplicamos las relaciones, pero carecemos de comunidades duraderas. La Iglesia es comunidad milenaria de comunidades en las que se te respeta, se te oye, donde no faltará quien esté a tu lado cuando ya no haya nada que hacer. Por esto mismo, la Iglesia resbala cuando te excluye. Su vocación es materna. Te acoge como a un huérfano, te elige, puede incluso elegir por ti, mandarte, pero sabe que no debiera marginarte. Cuando te margina, debiera llorar su ineptitud.
Gracias al bautismo perteneces a la Iglesia. Al venir al mundo, te recordará que no tienes que ganarte el mundo y, menos aún, ganárselo a los demás. Ya temprano, la Virgen, los santos, te ganan y reclaman para ti un pedazo de tierra. Nada hay más triste que no pertenecer a nadie, no tener a alguien que absorba tu libertad hasta la última gota. En realidad, no tendrías autonomía si no fueras elegido. La comunidad de Jesús te da una pertenencia que no tendrás que negociar. Tu pertenencia es tu titularidad; tu comunidad, tu libertad; tus decisiones, tu propia elección autónoma de esta pertenencia te será respetada infinitamente. Si las sectas atormentan a sus detractores, los calumnian y tratan como a traidores, la Iglesia, si la dejas, te espera como el padre del hijo pródigo, te llora y envejece mientras no vuelvas.
La eucaristía cumple el bautismo: sella la pertenencia a Cristo. En la misa los cristianos urgen la fraternidad, partiendo el Pan y compartiéndolo entre los hijos de Dios. El bautismo radicaliza en cada persona al Hijo, mientras la eucaristía realiza en ella al Hermano Jesús. El sacerdote encarna el misterio de los misterios como ministro de un Pueblo sacerdotal y fraterno. El Pueblo de Dios, entre los pueblos de la tierra, agradece al Padre un mundo que fue creado para ser gozado en común: los cristianos comparten lo que tienen y lo que les falta, nada les es más ajeno que el egoísmo. Por lo mismo, cuesta tanto entender que haya católicos ricos.
Es demasiado grande la eucaristía como para que el sacerdote entorpezca su celebración con su miseria. Los cristianos se lo perdonan casi todo, tal vez todo, con tal que haga la misa. Solo con una misa, la humanidad puede abarcar los 30.000 millones de años luz que median entre los extremos del universo.
La misa es mágica en ambos sentidos del término: el bueno y el malo, ya que comparte la ambivalencia de la vida de ser vivida así o asá. La memoria del Cordero, lo sabemos, puede usarse para promover la mansedumbre o los sacrificios humanos. ¡Gran diferencia!, pero casi invisible. La Iglesia marca la diferencia, debiera hacerlo. Dios nos encanta, como el dinero, como el incienso, pero ninguno podría comprarlo ni embriagarlo. Los católicos, sin embargo, preferimos a veces a un mago que a un sacerdote laico como Jesús lo fue.
La misa es un riesgo. La vida es un riesgo. La Iglesia pone magia a la vida, avivándonos a vivirla como un don inmerecido, con alegría y sin temor a equivocarnos.
Jorge Costadoat

Nuevo mecanismo para la elección de obispos

El episcopado chileno se reunirá con el Papa dentro de pocos días. Bien podemos pensar que en un plazo relativamente breve muchos obispos dejarán sus cargos por razones de diversa índole. ¿Cómo se harán los nuevos nombramientos?

Es una gran oportunidad para introducir cambios que permitan mirar el futuro con esperanza. Es esencial trabajar a fondo los procedimientos de elección que se adopten para corregir las graves falencias y debilidades que tiene el sistema actual que ha hecho posible nombrar al obispo Barros en Osorno y a varios obispos más que no parecen idóneos para el cargo. Por ejemplo, no sería prudente que interviniera el nuncio actual. En el futuro sería muy recomendable que los nuncios tuviesen una intervención mucho más acotada. Dado como están las cosas, los mismos obispos chilenos en su conjunto están también puestos en duda. Acumulan críticas justificadas. La Conferencia está desacreditada. El episcopado, así, encuentra serios obstáculos para reaccionar de un modo protagónico o propositivo frente a los cambios en curso.

En las actuales circunstancias obviamente que la última decisión en los nombramientos recaerá en el Papa. Digo que en las “actuales circunstancias”, porque urge que la iglesia revise el modo como el Papa ejercerá en el futuro su autoridad en la elección de los obispos. No puede ser que el nombramiento de todos los obispos del mundo dependa de modo casi absoluto del Pontífice. ¡Son cinco mil! La institución eclesiástica, que adoptó el modelo de las monarquías absolutas, tiene que actualizarse de acuerdo a la cultura democrática de la civilización contemporánea y sobre todo conforme a la más antigua tradición de la misma iglesia. Es fundamental que los nuevos elegidos estén en comunión con el Papa pero esto no significa que el mismo Papa tenga que elegirlos directamente sin participación de las iglesias locales.

Por esta misma razón, el mecanismo que se adopte para que haya verdadero progreso tendría que ser participativo de distintas maneras: a) debería ser conocido por todos. Todos los católicos debieran saber cómo empieza y cómo termina el nombramiento de cada uno de los obispos que habrán de ser elegidos para el cargo y quienes intervienen en la decisión; b) todos, sin excepción, tendrían que tener la posibilidad siquiera de contribuir a forjar el perfil de obispo que la iglesia necesita hoy; c) en las instancias más confidenciales del proceso –ciertamente necesarias por la relevancia del cargo- tendrían que poder participar laicos eximios. También mujeres debieran poder decir una palabra en paridad de condiciones. No se puede seguir excluyendo a las mujeres. Por cierto, debe saberse que en la actualidad hay laicos que efectivamente influyen, pero lo hacen “por la ventana”. No es menor el peso que han tenido ciertos católicos adinerados en estas decisiones. También los gobiernos suelen hacer saber sutilmente sus preferencias.

Un mecanismo como el propuesto es canónicamente irregular. Pero, mientras el derecho canónico, que a este respecto ha cambiado mucho a lo largo de la historia, no sea reformado, los nuevos procedimientos pueden ser ad hoc. Nada debiera impedir que el Papa, que tiene una responsabilidad mayor en la solución de esta crisis, pueda crear un mecanismo adecuado.

En este punto, un asunto decisivo será determinar quién encabezará este proceso. Por lo dicho no convendría que lo hiciera ningún obispo chileno. Ninguno tendría la independencia requerida. Tampoco debería hacerlo la nunciatura por lo desprestigiada que está. Creo que convendría que el Papa Francisco enviara a una persona como Scicluna, que viniera de fuera a hacerse cargo del proceso de nombramiento de todos los obispos que han de ser elegidos en el curso del próximo año. Esto, probablemente, permitiría mucha más participación y renovaría la confianza en el gobierno de la iglesia chilena, Recuperaría la confiabilidad, el crédito y la fiabilidad sin las cuales la crisis de “fe” de los cristianos se agudizará.

He oído a personas preocupadas por la división de la iglesia. No se refieren tanto a la diferencias entre católicos, sino al foso de incomunicación entre la institución eclesiástica y el resto del pueblo de Dios. La falta de participación de los bautizados y bautizadas en las decisiones de su iglesia es casi total. Los obispos y los sacerdotes no damos cuenta a nadie de nuestros actos. Que ahora el común de los cristianos puedan ser considerados en la elección de sus autoridades legitimaría su investidura. Una cosa es ser nombrado para gobernar y otra es poder gobernar. Sin autoridad, el poder eclesiástico, en el siglo XXI, será como el rey del Principito que, desde su trono real, vestido de púrpura y armiño, mandaba sobre todo lo que supuestamente le podía obedecer, el sol y las estrellas, pero no tenía a nadie que pudiera desobedecerle. Era el único habitante del planeta.

Próxima elección de obispos

A estas alturas es más que probable que dentro de muy poco Juan Barros dejará de ser obispo de Osorno. Los osorninos habrán podido representar a muchos católicos chilenos que piensan que ningún obispo debiera serles impuesto. Esta situación, podrá volver a ser posible en casos similares y aunque no deseable nos deja muchas lecciones.

En este momento en que los obispos chilenos se aprontan a encontrarse con el Papa Francisco, para reflexionar en conjunto los hechos y establecer un plan de acción, surgen dos preguntas. Una es por la idoneidad de quienes serán nombrados obispos en reemplazo de los que eventualmente dejarán el cargo. Estos pueden llegar a ser nueve en un plazo relativamente breve. Preocupa quiénes llegarán a serlo. ¿Qué obispos nuevos podrán echarse sobre los hombros el peso de la masiva desconfianza de los fieles en sus autoridades? Estas, precisamente, han perdido autoridad. Hoy no basta la investidura. El común de los bautizados es mucho más crítico. Espera que los sacerdotes den cuenta de sus dichos y de sus actos.
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A efectos de elegir a los nuevos obispos, convendría elaborar un perfil de los candidatos de acuerdo a la realidad en la que se está. A mi parecer, las personas podrían tener al menos estas tres características. Han de ser sujetos con una capacidad de conectarse emocional y culturalmente con todas las generaciones. Esta empatía no tiene por qué ser mera simpatía, sino aptitud para entender por dentro a la gente de esta época y su cultura, y compadecerse con los más diversos sufrimientos humanos. Por lo mismo, segunda característica, se requiere sujetos con una sólida formación como para tener una visión amplia que permita usar la enseñanza tradicional de la Iglesia para ayudar a las personas y no para oprimirlas con ella. Estas dos características se requieren conjuntamente. No puede ser que los obispos se perciban como alejados del sentir y del pensar de los católicos. La tercera característica necesaria será la credibilidad. Los obispos deben ser fiables. Si a los católicos no les son confiables, en las actuales circunstancias de crisis de “fe”, carecerán de un requisito indispensable. La fe en el cristianismo se transmite por testimonio de personas que acreditan que Dios, que nunca falla, les ha cambiado la vida. La empatía y la formación intelectual, en el caso de las autoridades eclesiásticas, cumplen su función cuando estas tienen algo que enseñar porque lo han aprendido de una experiencia del amor y del perdón de Dios.

La segunda pregunta de suma importancia en el presente y para el futuro, es quién elegirá a los obispos y cómo se hará dicha elección. En la actualidad la hacen los papas. Si Francisco hubiera escuchado a los obispos chilenos, en vez de oír a quienes lo desinformaron, la situación de Barros no habría llegado a mayores. Pero, independientemente de este grueso error del Papa, el problema es la legislación eclesiástica que concede un poder casi absoluto a los pontífices. El caso es que Francisco, en estos momentos, carece de la institucionalidad adecuada para informarse acerca de unas nueve personas que podrán ser obispo. Si en el nombramiento de Barros las presiones para mantenerlo y para bajarlo han sido enormes, la elección de los próximos nombres podría ser caótica.

Podría ser caótica porque el proceso de información necesario para nombrar los nuevos obispos no da abasto. ¿En quién confiará el Papa para nombrar a los nuevos obispos? El actual nuncio tiene enorme responsabilidad en la situación creada. Es de esperar que Scapolo no intervenga en nada. Los obispos chilenos, en gran medida inocentes del “caso Barros”, también se encuentran desacreditados. ¿Le creerá Francisco a unos y no a otros? ¿Quién es quién? El Papa puede resolver el problema “a la personal”, con lo cual arriesga reincidir en la práctica que ha generado esta crisis.

Esto me hace pensar en la posibilidad de que Francisco nombre a una persona de suma confianza –como hizo con Scicluna- que monte un mecanismo ad hoc para reunir la información necesaria y para que ayude a evaluarla. En muchas instituciones existen comités de búsqueda que cumplen esta función. Conozco los mecanismos de la Universidad Católica y de la Universidad Alberto Hurtado. Funcionan muy bien. La máxima autoridad de la universidad realiza la nominación de los rectores después de haber oído a todos los estamentos y haber reunido todo tipo de antecedentes. ¿No tendrán nada que decir en la elección de los próximos nuevos obispos chilenos los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los laicos y las laicas? Los jóvenes, ¿no pudieran ayudar a forjar el perfil de obispo que se necesita?

Nullus invitis detur episcopus, sostenía el Papa Celestino, es decir “que no haya ningún obispo impuesto”. Tal vez el “caso chileno” abra las puertas a una iglesia más democrática. La actual se asfixia por escasa participación de sus integrantes.

Taller presentación del Oráculo cristosófico

Presentación: El Oráculo Cristosófico, Dios habla desde tus emociones

El Papa habló: ¿habrá temblor o terremoto en el episcopado chileno?

Se pronunció el Papa: “… he incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada”. Continúa la carta enviada ayer por Francisco a los obispos chilenos: “Ya desde ahora pido perdón a todos aquellos a los que ofendí…”. El Papa acierta en el tono y en el fondo. Pero, sobre todo, abre la esperanza de una solución a la crisis del episcopado chileno y de una recuperación de la confianza en él de parte de los católicos y de los chilenos en general. Aun así, todo lo ocurrido, que por cierto aun no acaba, deja planteados problemas sin resolver que afectan a la iglesia en todas partes del mundo y que, en lo inmediato, a la iglesia chilena le han costado demasiado caro.

Vamos por orden. ¿Quiénes informaron mal al Papa como para haber nombrado y mantenido en el cargo al obispo Juan Barros? ¿Quién no le hizo saber con fuerza y claridad que la situación de los abusos sexuales y de conciencia del clero en Chile, especialmente los ocurridos en el círculo del P. Fernando Karadima, han estremecido al país? Por la información que tenemos, no han sido Monseñor Ezzati ni Monseñor Silva, últimos presidentes de la conferencia, ni la conferencia misma, ni muchos obispos más. ¿Quiénes fueron entonces? Talvez fue Monseñor Francisco Javier Errázuriz. No lo sabemos. Pero él ha debido informar correctamente al Papa y Francisco ha debido escucharle con más atención que a otros, porque lo conoce bien y es uno de los nueve consejeros más estrechos que tiene. ¿Ha sido el nuncio, Monseñor Scapolo, quien lo informó deficientemente? Hemos de suponer que el Papa también ha debido confiar en él. Del nuncio ha dependido en gran medida el nombramiento de Barros. En eso consiste su cargo. Si al Nuncio lo pasaron a llevar en el nombramiento de Barros, ¿quién lo hizo? ¿Por qué Scapolo aceptó que lo hicieran?

El Papa espera juntarse nuevamente con los obispos chilenos en Roma y suponemos que, en esta ocasión, se solucionarán los problemas que hayan de solucionarse. Es casi evidente que el obispo Barros tendrá que dejar el cargo. Pero, ¿solo él? ¿Qué información le llegó a Francisco en el informe de Scicluna que pudiera servir al episcopado para zafarse de la situación penosa en que se encuentra? La salida de Barros, a estas alturas, es una solución de poca monta. El problema del episcopado chileno es antiguo y mucho mayor. Si no lo fuera, Barros no sería obispo de Osorno.

A mi entender la incomunicación en la iglesia es el problema número uno. Esta incomunicación tiene diversos planos. En el plano más profundo, existe una distancia gigante de mentalidad entre las autoridades y la inmensa mayoría de los católicos. Los católicos, entre ellos muchos sacerdotes, no nos sentimos culturalmente representados por los obispos. Entendemos el Evangelio en registros culturales diferentes. El tema emblemático es la situación de la mujer. Una comprensión razonable del Evangelio hoy, daría a ella el lugar de dignidad que la actual doctrina y la organización clerical le desconocen. Son muchos