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Nace Jesús, ¿renacerá el cristianismo?

Otra vez se siente el aire fresco de Navidad. Pero hablemos en serio. Al menos la Iglesia Católica, en el área del cristianismo que más conozco, se encuentra en crisis. No leve, grave.

Las señales las detecta cualquiera: caída estrepitosa de la pertenencia eclesial de los jóvenes, falta de credibilidad de los obispos y de nosotros los sacerdotes, disminución en picada de las vocaciones sacerdotales, extinción progresiva de la vida religiosa femenina y aversión general a lo eclesiástico.

Las causas de la crisis pueden ser varias y es muy difícil asignarles porcentajes. Se dice que en las sociedades en las que el mercado se expande y el dinero llega a ser el instrumento de intercambio social, se producen procesos de individuación que acarrean malestar en contra de las instituciones. Ciertamente el cristianismo, religión esencialmente comunitaria, sufre con el individualismo de sus fieles. El católico hoy es más protestante. Se para ante la autoridad con espíritu crítico. Le pide explicaciones. Espera argumentos.

Pero hay también causas internas que motivan el desmoronamiento del catolicismo chileno. Alberto Hurtado hace casi 80 años publicaba un libro titulado ¿Es Chile un país católico? Se le acusó de pesimista. Hurtado detectaba una ignorancia mayor de los fieles acerca de su credo. Atribuía el problema a una falta de clero. ¿Cuántos querrán hoy que el país vuelva a ser católico como lo fue? Actualmente el 53 % de los chilenos se declara católico. Por otra parte, el problema no es la falta de clero sino de un clero que, conforme la cultura cambia, se va quedando atrás. Los laicos le entienden cada vez menos. El botón de muestra son las quejas contra las prédicas: les sobra teología y les falta experiencia. En Evangelii Gaudium el Papa Francisco dedica varios números para enfrentar este déficit. Pero este problema parece tener que ver con una formación sacerdotal que no vincula la tradición de la Iglesia con una capacitación para atender a los signos de los tiempos y responder a la vida real de la gente de nuestra época.

¿Renacerá el cristianismo? Nadie lo puede decir. Me gusta pensar que rebrotará, siempre que haya cristianos que se expongan, como Jesús se expuso, a las vidas de sus contemporáneos. El mismo Papa Francisco con la encíclica Laudato si’ ha abierto al cristianismo las puertas para recuperar la pertinencia histórica perdida. Urge un cristianismo sensible al mega signo de los tiempos que significa la catástrofe medioambiental, uno que oiga “el grito de los pobres y el grito de la Tierra”. Los cristianos tendrían que aprender a reconocer los mecanismos deshumanizantes del capitalismo y, a la medida de sus posibilidades, generar un mundo fraterno y sustentable. A ellos es exigible, como a nadie, una conversión espiritual: un cambio de estilo de vida y tomas de posición políticas, es decir, responsables con el planeta y el prójimo universalmente considerado.

A mi parecer, Laudato si’ impulsa a los católicos a conjugar su cristianismo a distintos niveles. Renacerá este cristianismo insípido que tenemos, si hay personas que lo conjugan con el mundo animal, vegetal y mineral, con el cosmos, como si Dios aún pudiera hablar a través de sus criaturas; quisiera que los cristianos conjugaran su fe con las ciencias más diversas y dialogaran con ellas sin demonizarlas; sería bueno que conjugaran su credo con las creencias de todos los pueblos y de las religiones sin exclusión; me parece indispensable que se midan con el ateísmo y sobrevivan; pocas cosas hay más necesarias que las bautizadas conjuguen su Iglesia como protagonistas y no más como jugadoras de segunda división. Las mujeres no pueden seguir siendo personajes de reparto.

No me imagino, en todo caso, un cristianismo no eclesial. ¿Renacerá Cristo en comunidades en que se viva la fraternidad de los hijos y las hijas de Dios? Lo espero.

Necesidad del Ante-Cristo

Escribo del Ante-Cristo. No sé si lograré expresarme. Se me perdone. No quiero molestar. Pero se trata de algo importante.

El Ante-Cristo es distinto de Cristo y del Anti-Cristo.

El Ante-Cristo es el Cristo anterior al Cristo resucitado en que creemos los cristianos. Es, por decirlo así, el Cristo antes de Cristo. La Iglesia celebra en Semana Santa la pascua de Jesús de Nazaret, resucitado y rehabilitado por Dios como el Mesías de toda la humanidad. El problema es que, en este paso, los seguidores de Jesucristo nos apropiamos muy rápido de su victoria y, como por arte de magia, la computamos con cualquier éxito terreno comenzando por la adquisición de riquezas y siguiendo por la acumulación de poder. ¿No es esta invocación de su victoria una especie de traición a la solidaridad de Jesús con los crucificados de todos los tiempos? Lo es.

El Ante-Cristo es Jesús así no más. Sin resurrección. Un carpintero de una región insignificante de Palestina que creció entre gente agobiada por los impuestos de judíos y romanos, un galileo común llamado por Dios a integrar a los marginados por sus enfermedades, a los despreciados por su irreligiosidad, a los pecadores de todo tipo y a las víctimas de la aristocracia y los sacerdotes de Jerusalén. Lo mataron los romanos, no los pobres. Lo mataron a instancias de los expertos en Dios, fariseos y saduceos que administraban la salvación. No podía ser que un israelita de a pie reclamara para sí una relación con Dios tan íntima como para llamarlo Padre y hermanar a justos y pecadores. Quienes a futuro se supieran “hijos” e “hijas” de Dios, amados incondicionalmente por Él, no tendrían por qué acatar al establishment religioso que trocaba la salvación con buenas obras y sacrificios tasados en dinero. Este, sin más, fue y sigue siendo el Ante-Cristo. Fue, porque lo asesinaron y hoy muchos piensan que fracasó y punto. Sigue siendo, porque, aunque lo eliminaron, también muchos lo admiran y se dejan orientar por su figura y su discurso humanizador. ¿Merece “fe” el Ante-Cristo? Sí, pero fe con minúscula. Es la “fe” de esas personas que reconocemos por su amor al prójimo.

El Anti-Cristo, en cambio, es todo lo contrario. Este no merece fe ni con minúscula ni con mayúscula. Es infiel por naturaleza. Desleal. Con el Anti-Cristo no hay posibilidad de amistad alguna, solo de alianzas. Es el “dios” de los triunfadores a secas. No “es”, “son” los dioses de quienes absolutizan sus múltiples ambiciones. Es el ídolo del dinero -Mammón le llamó Jesús- con que se compra de esto y aquello, calcetines y mujeres, el “dios” que se encarna a veces en poderes eclesiásticos que venden indulgencias, sacramentos, bendiciones, que sacan pecho en las embajadas y se reverencian unos a otros en las nunciaturas. El Anti-Cristo es el super-hombre que invierte en los paraísos fiscales, importándole un rábano que la especulación internacional arrebate el futuro a los pueblos miserables de la tierra. El Anti-Cristo se ufana delante de los pequeños, los mira en menos, los pasa a llevar, a no ser que pueda comprarlos para venderlos. El Anti-Cristo mandó matar al niño Jesús. No lo consiguió. Terminó con los inocentes de la región. El Anti-Cristo convenció al Sanedrín que más valía sacrificar a uno, a Jesús, para no poner en peligro el pacto político entre Roma y el Israel de la época. Sus víctimas en todo tiempo han de pasar al olvido. De ellas no pueden quedar restos, memoria ni museo.

Los cristianos por dos mil años han debido precisamente hacer recordar a las víctimas del Anti-Cristo. La Eucaristía es un memorial de quien fue ajusticiado injustamente y una apuesta por su rehabilitación. Creer en Cristo equivale a afrontar a los ídolos del Anti-Cristo con las armas de la lucha por la justicia y el perdón de los arrepentidos. Habrá un juicio final. No da todo lo mismo. Por fin se sabrá que el amor es el secreto del universo. Pero los cristianos –lo decía hace poco- solemos aferrarnos demasiado rápido al resucitado y, a causa de esta prisa, olvidarnos del Ante-Cristo, el Cristo antes de Cristo. En esta pasada, inadvertidamente, nos aliamos con los que aquí y ahora dominan a los demás. ¿Es posible creer al mismo tiempo en Cristo y el Anti-Cristo? Es un hecho que sí. Muchos cristianos “de los dientes para afuera” se inscriben como católicos en los censos y “de los dientes para adentro” se rigen y son regidos por el mercado.

¿Es posible creer al mismo tiempo en Cristo y en el Ante-Cristo? En cierto sentido, sí. En cierto sentido, para los cristianos al menos, es obligatorio que así sea. Harto bien nos haría el Viernes Santo suspender por un rato nuestra creencia en el resucitado, nuestra fe en Dios, y fijar la mirada en el hombre condenado a muerte siendo inocente, la única persona en quien pudiéramos descubrir un motivo para llorar con dignidad y esperar sin aflojar.

El Ante-Cristo une a la humanidad que sufre. El Ante-Cristo divide entre víctimas y victimarios. Los cristianos son tales cuando su Cristo consiste en Jesús. Este Jesús que une y que divide, el Cristo del Viernes Santo, hoy más que nunca, convoca a creyentes y no creyentes a resistir la violencia de los codiciosos que se están apoderando del planeta y desplazan de sus tierras a pueblos enteros.

Me perdonarán los lectores si no me logro explicar. Sucede que el cristianismo, mi cristianismo, cruje y a menudo pienso que los cristianos le hacemos el juego a los enemigos.

El Cristo ciego

¿Dejará algún día Chile de ser un país cristiano? Las proyecciones internacionales estiman que para el año 2050 el 89% de los latinoamericanos seguirán siendo cristianos. Nos preguntamos, entonces, ¿de qué calidad será este cristianismo? ¿Será mejor que el de 2010, año en que el 90% declaraba ser cristiano?

Christopher Murray es el director del Cristo ciego, una película que hace pensar precisamente en la posibilidad de un cristianismo de mejor calidad. El Cristo ciego no ve en sí mismo lo que los otros más valoran de él: Michael busca milagros, la gente aprecia su entrega a los demás.

El Cristo ciego es un Cristo chileno. Más precisamente, un Cristo del Norte Grande, donde trascurren los episodios. Este es, supongamos, el Cristo que este país necesita, pero que no llegará a ser realidad sino en conflicto con la religiosidad popular y el estamento eclesiástico. El Cristo ciego es seco como el desierto de Tarapacá, más profundo, serio y auténtico que el Cristo que los nortinos ya tienen pero, según Murray, arropado de superchería.

Michael es un muchacho de la Pampa del Tamarugal que busca a Dios. Lo encontró de niño una vez, pero no deja de buscarlo, no sin temor de ser abandonado por él. Michael es un iluminado. Vive absorto en la posibilidad de la manifestación de Dios. Dios, empero, se le manifestó aquella sola vez en unas llamas ardientes. Esta epifanía tuvo lugar inmediatamente después que sus manos fueran clavadas en un tamarugo por su amigo Mauricio, a petición suya. Michael lleva los estigmas de Cristo. Él es otro Cristo. En él se cumple un tema clásico de la mística cristiana: todo cristiano, en virtud del bautismo, es (o debiera ser) otro Cristo.

Michael es austero y auténtico. Es un profeta que, como los inspirados del Antiguo Testamento, no tolera la idolatría. Desafía la futilidad de la religiosidad popular. Es iconoclasta. Le irritan las imágenes, fabricaciones humanas, a las que los fieles rinden homenaje, pues solo Dios merece adoración. También es profeta respecto de la institución eclesiástica. Esta no aparece explícitamente en el film. Pero está insinuada. El protagonista deambula por donde alguna vez la Iglesia institucional estuvo presente. De ella, sin embargo, solo queda una latencia insignificante. Michael no es ni evangélico ni católico.

El Cristo ciego, Michael, está convencido de que Dios está en lo más íntimo de cada persona. Esto es lo único que vale. Quien cree que Dios vive en su interior, puede hacer milagros. Esta convicción hace que el protagonista emprenda un largo viaje a pie –a pie pelado por el desierto- a curar a Mauricio Pinto. A este le ha bastado encontrar nuevamente a su gran amigo. Mientras tanto, los aldeanos se aglomeran esperando la sanación. El viaje es largo de ida, pero breve de vuelta.

“Nos has traído la fe”, asegura el padre a su regreso. Este la había perdido tras la muerte de su esposa. Dios no había escuchado su oración. También su pueblo ha caído en la cuenta de la bondad de un vecino tan extraño, quien, hasta hace muy poco, despreciaba y ridiculizaba.

Michael, obsesionado con conseguir una señal de Dios, no entendía que la auténtica señal, la que los demás descubrieron y no él, ha sido su caridad con el prójimo y su solidaridad con todas las personas. A lo largo del film, el Dios que el Cristo ciego llevaba en el alma apareció visiblemente las varias veces que ayudó a alguien, que escuchó, que consoló, que dio esperanza. Esto, que ha debido ver, no logra ver que es lo fundamental. En cambio, ha querido ver una manifestación divina que no corresponde a la del Dios de los cristianos.

El Cristo ciego es el Cristo chileno. Murray ubica a su personaje central en un lugar muy representativo del país. Michael es un Cristo encarnado en un norte tremendo: desierto inclemente y miseria por todas partes. No hay ambiente humano que en la película no sea miserable. Todo es pobre, todos. El Cristo ciego se parece a Jesús de Nazaret. Es, como habría de ser Dios encarnado hoy en Chile. Michael es testigo de la explotación minera del norte, causa de la extrema pobreza de un pueblo golpeado, sucio, sufrido. Él hace las veces del “Hijo” encarnado que, en este caso, asume el abandono del Norte grande. No habría de ser posible salvar a estas gentes, sin hacerlas propias. No solo Michael, el mismo film, redime porque asume un mundo pobre y necesitado de salvación.

¿Ha habido otra versión cinematográfica de un Cristo chileno? Dicen que Ricardo Larraín antes de morir produjo un film por el estilo. Seguramente ha sido una buena película. No la vi. Esta, la de Murray, es teológicamente muy valiosa.

Cristo de nuevo

20130404-iglesia_al1Los cristianos creen que Cristo resucitó. Lo impresionante, sin embargo, es que creen que resucitó un crucificado. No un muerto cualquiera. Sino uno que, en nombre de Dios, representó una causa lo suficientemente conflictiva como para haber sido condenado por el establishment a una muerte violenta. Su causa fue anunciar a los pobres el reino, perdonar a los pecadores, proclamar a un Dios que ama sin límites. Los cristianos recordaron al crucificado, además, para que no hubiera nunca más víctimas de violencias injustas.

Pero el cristianismo ha tenido problemas para transmitir este aprendizaje a lo largo de dos mil años. La devoción a Cristo, por ejemplo, ha conducido a conclusiones contrarias: a unos les ha ayudado a resignarse ante la injusticia y a otros a luchar contra ella. Por otra parte, tras el olvido de las razones que tuvieron los fariseos y saduceos para eliminarlo; después de haberse usado miles de veces por reyes y cruzados para derrotar a sus enemigos por las armas; y, habiéndose convertido en un objeto decorativo de gente adinerada, el símbolo del crucificado se ha desvanecido. Aún ayuda a cargar los dramas de la vida de tanta gente, pero no tiene vigor suficiente para hincar de rodillas a una sociedad social, económica, cultural y políticamente injusta.

¿Qué asoma en la destrucción del cristo de la iglesia de la Gratitud Nacional la semana pasada?

Asoma el vandalismo de personas desconocidas que destruyen un símbolo muy querido en Chile. Lo han hecho pedazos como se puede herir mortalmente a cualquier ser humano. Se atropella así los sentimientos humanitarios de cristianos y no cristianos. Se lo hace adrede. Para intimidar y amenazar a los chilenos por parejo. Lo hacen vándalos, posiblemente jóvenes, que desprecian los sentimientos religiosos y humanos de sus conciudadanos. Pero lo hacen con la complicidad de dirigentes universitarios que se hacen los lesos cada vez que estos desalmados destruyen la ciudad. Y lo hacen también, ¡atención!, en una sociedad en la que ha comenzado a ser posible reírse de la Virgen o pintarrajearla; y burlarse, denigrar e insultar públicamente a cualquiera.

Asoma, ciertamente, la incapacidad del gobierno de controlar la violencia y al lumpen que la practica a cada rato y de un modo creciente. El gobierno procura incluso educar a los ciudadanos en el respeto del prójimo. ¡Cuántas veces se pide a la gente que no se siente en el suelo en el Metro! Los jóvenes no se hace caso a avisos tan razonables. Otras personas no pagan en el Trassantiago. Manadas completas de sinvergüenzas se cuelan gratis. El Centro es un chiquero. Todas las casas rayadas con graffitis. Edificaciones preciosas… Y nada. El lunes vuelven los funcionarios municipales a limpiar y reponer los paraderos destruidos. Tampoco se la puede el gobierno con las tomas. No logra controlar la destrucción de establecimientos por parte de estudiantes que demandan educación buena y sin costo, becas, plata las fotocopias y para financiar el centro de alumnos que, a su vez, arrasa con las instalaciones.

Asoma, talvez, la rabia contra un país próspero y terriblemente desigual. La destrucción de este cristo de Cumming con la Alameda equivale a dinamitar una de las impresionantes mansiones de la Cota Mil. Destruirlo, es pegarle a los millonarios de Chile donde más les duele: en el símbolo que contiene la violencia que ellos generan con la sociedad de consumo que, por una parte, aviva las ganas de comprar y, por otra, produce frustración y resentimiento.

Asoma, seguramente, la furia indeterminada contra el clero, los obispos y los creyentes en general.

No se puede descartar que los jóvenes, destruyendo al cristo de yeso, quieran recordarnos al Cristo del monte Calvario. Lo dudo. Si así fuera, tendrán que reconocer que hacer añicos la imagen de un torturado equivale a torturarlo de nuevo.

Chile tiene símbolos para ejercer la violencia: sus héroes, sus batallas, sus monolitos… Lamentablemente los tiene. En la era futura de la paz que tantos seres humanos esperamos, estos símbolos desaparecerán. Por el contrario, en este país el recuerdo de Cristo, para la inmensa mayoría de la población, alivia tanta pena, articula el perdón y conjura la violencia injusta. Este cristo roto de la Gratitud Nacional y los demás crucifijos que pueblan el país sacan de nuestra alma el deseo de un “nunca más”. Por eso es tan grave lo sucedido.

¿Murió Jesús, no murió…?

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Jesús desenmascaró el engaño de su tiempo: la falsía religiosa. Esta no soportó su insolencia. Lo mató. ¿Murió?

Se dice que Jesús logró huir al Tíbet, que murió de viejo, que se lo comió el Yeti… ¿Sí? No, ¡leseras!

En el Israel de esa época dos grandes instituciones regían la vida de las personas. La Ley y el Templo. Ambas vías hacían accesible a Dios. Ambas eran exigentes al pedir amor a Dios y al prójimo. Pero el cumplimiento de la Ley demandado por los fariseos se había vuelto agobiante. Nadie habría sido capaz de observar los innumerables preceptos generados por ellos para cumplirla. Cumpliéndola, eso sí, se obtenía ubicación y prestigio social.

El Templo, a su vez, estaba en manos de los sacerdotes pertenecientes a la clase de los saduceos, la aristocracia de Jerusalén. De estos dependía la realización de los sacrificios gratos a Dios. Pero –este era el problema- habían convertido a Dios en su “producto”. El mercadeo se hacía en los atrios del Templo. Los sacerdotes, a través de sub-contratados, vendían a los peregrinos los animales para los sacrificios. Estos debían ser puros. Pero solo ellos vendían animales puros. Había además intermediarios que cambiaban monedas romanas por judías. Pero, ya que en el lugar sacro no se podía pagar con dinero pagano, ellos autorizaban a los cambistas a hacer las conversiones a moneda judía y, por supuesto, cobraban una comisión. Este negocio, como vemos, también les pertenecía. Esto y aquello, sin contar los impuestos que cobraban los mismos sacerdotes. Así se constituía el polo económico más importante de Israel, al servicio del cual la religión sacrificial fungía de ideología. Si lo propio de la ideología es generar una mentalidad que naturaliza prácticas indebidas, el Templo operaba bien porque normalizaba todo un mundo de autores, cómplices, encubridores, y de víctimas inocentes, obligadas también estas a hacer funcionar el mercado religioso. María y José no pudieron no ofrecer en el Templo dos pichones en agradecimiento a Dios por el nacimiento de Jesús.

Hoy no sucede así. Sin embargo, pueden darse semejanzas. Porque la tentación de usar a Dios, de vender “dios” en rezos, ceremonias o ritos, es tan antigua como los ídolos y siempre tendrá futuro. La lógica mercantil del “pasando y pasando” –válida en el campo de los negocios- puede infiltrarse en la fe de la gente: “me porto bien, Dios no me castiga; me va mal, es que algo hice”. Pero la lógica mercantil es exactamente contraria a la lógica del Dios del judeo-cristianismo. Si el Dios de Jesús ama a los pobres que no tienen con qué comprar y perdona a los pecadores que no tienen buenas obras de las que jactarse, el cristianismo debiera ser “gratis”.

Jesús, dicen las Escrituras, sacó a latigazos a los comerciantes del Templo. Arruinaba así el monopolio de los potentados de Jerusalén. No atacaba tan fuertemente a los vendedores de palomas como al sistema y la mentalidad mercantil que había traicionado la fe de Israel. Se sabe que esta fue la gota que rebalsó el vaso. Lo mataron. ¿Lo mataron?

Dicen también las Escrituras que su última expresión en la cruz fue un grito. Gritando, pensamos, se hizo diputado de los que claman agobiados por deudas monetarias o por deudas morales. A Dios nadie le debe nada. Tampoco Él debe nada a nadie. Por esto la Iglesia ha de acoger en primer lugar a quienes no tienen con qué intercambiar; y ha de atacar sin miramientos a los causantes de todo tipo de exclusiones. Cuando lo hace, cuando sufre las consecuencias por hacerlo, otra vez se entiende por qué mataron a Jesús.

¿Lo mataron? Sí. Pero vive. No en el Tíbet, tampoco se deja ver en las prácticas religiosas hueras, sino entre quienes mueren unos por otros. El cristianismo es cosa de mártires por el prójimo.

«El club» otra vez

sandokan2Hace unas semanas vi la película «El club» y escribí una columna. Ya que otras personas me hicieron dudar de mi interpretación fui a verla por segunda vez. En las dos oportunidades el fin me pareció terrible, pero espléndido. Sin embargo, me retracto de mi primer juicio: no se puede afirmar muy fácilmente que Sandokán, la principal víctima de los abusos sexuales de un sacerdote, sea “Cristo”. En la película –reconozco ahora- no hay un clavo suficientemente fuerte para colgar este cuadro. Aun así, hay en él insinuaciones de redención que no se pueden descartar.

El Club, sí, es una crítica feroz y definitiva a la institución eclesiástica. Esta aparece como perversa en el caso de los sacerdotes (pues todos son delincuentes, pedófilos, homosexuales mal asumidos o han estado metidos en líos sórdidos) o es encubridora (ya que la dirigencia eclesiástica procura que no salga a la luz o no se juzgue penalmente a tales sacerdotes). Toda la crítica se concentra en los responsables de una religión gobernada por una jerarquía que tapa los problemas del clero y de un pietismo hipócrita.

La historia se desarrolla en La Boca (al sur de Santo Domingo), en una casa dispuesta por la jerarquía eclesiástica para albergar a un grupo de cuatro y, eventualmente, más sacerdotes que deben ser escondidos. La “comunidad” es regida por una ex monja santurrona, Mónica, que se ha rehabilitado a sí misma con su función de carcelera y que no está dispuesta a que este centro de oración, penitencia y redención se acabe. A ella esto es lo único que le queda en la vida. El cura García, un jesuita que viene a investigar la muerte del sacerdote Matías Lazcano -este, el quinto sacerdote recientemente enviado a la casa-, representa a la institución eclesiástica que ha decidido tomar cartas en el asunto de los abusos: él es la “iglesia nueva”. Pero no. Él viene a cumplir una función de la iglesia de siempre, la institucional, la “santa” que no puede tolerar que se sepan sus pecados y que tiene los medios para auto absolverse. Tras todos los episodios del drama, García, bajo la amenaza de Mónica de dar a conocer lo que ocurre en este lugar si él, el interventor, cierra la casa, deja todo tal cual. Pero en adelante se habrá creado una situación increíble. Los habitantes de este centro de penitencia y conversión tendrán que vivir con Sandokán, la víctima, y difícilmente sabremos cómo será esa convivencia. Lo único claro es que la institución eclesiástica, por el momento, logra desactivar una bomba que ha podido explotarle en la cara.

Sandokán es el personaje principal. Es un miserable terriblemente dañado por Matías Lazcano, un cura pedófilo, desde que lo recogió de un hogar para niños pobres, lo hizo su acólito y su abusado sexual del modo más denigrante imaginable. Sandokán ha venido siguiendo a Lazcano gritándole las aberraciones sexuales que padeció de su parte, pero también ligado a él para siempre, pues dice deberle mucho y admirarlo. Sandokán tiene, a pesar de todo, una alta estima de “los curitas” y desearía vivir siempre cerca o con ellos. Pero la llegada de Lazcano a la casa, y Sandokán detrás de él vociferando sus barbaridades, pone en peligro a todos los demás. El grito del inocente es una amenaza contra todos los sacerdotes que viven allí. Tratarán de eliminarlo de dos o de tres maneras distintas, pero no logran hacerlo.

García es un personaje sumamente extraño. Es un funcionario fiel a la institución capaz de cualquier cosa por salvarla. Se insinúa una participación suya en uno de los intentos de asesinato de Sandokán, pero después él mismo lo recoge del suelo, lo carga sobre la espalda, lo cuida y se encarga de su protección; parece interesarse efectivamente por investigar y convertir a los sacerdotes que interroga, procura poner orden y cerrar la casa si con ello desbarata la amenaza que esta significa para la jerarquía, pero al final conjura este peligro sin que sea eliminado Sandokán sino integrándolo a la “comunidad”. La víctima amenazante es absorbida.

En la obra no se dan bastantes elementos para creer que Sandokán sea Cristo, aunque García al momento de curar sus heridas le besa los pies como suele hacerse con el Cristo crucificado en Semana Santa; aunque el mismo García entone el canto litúrgico del Cordero de Dios al final del film. Esta puede ser perfectamente una ironía del director, Pablo Larraín. No queda claro. Pero ya antes de este canto de cierre, Sandokán en la nueva vida que se le ofrece aparece por única vez con el rostro despejado y limpio, en el que destacan las heridas del intento de linchamiento (¿el resucitado con los estigmas de la crucifixión?). Vivirá otra vida. En ella será sujeto de respeto. Él mismo deja claro que necesita una lista interminable de remedios. Habitará en una pieza solo del primer piso.

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¿Qué decir del conjunto? No podemos hacer caso omiso de que este film es estrenado en Chile en tiempos de una de las mayores crisis de confiabilidad en la historia de la iglesia chilena. ¿Debe entenderse que los sacerdotes sean todos desgraciados? En el film sí lo son por diversas razones: Vidal (pedófilo), Silva (ex capellán militar), Ortega (derivador de neo-natos) y Ramírez (no se sabe qué, pero se encuentra allí por algo). En estos casos, y en todos los casos que hemos conocido en el país los últimos años, el hecho de que los protagonistas de los abusos sean sacerdotes agrava el daño cometido.

¿Debe entenderse que la jerarquía eclesiástica chilena encubrió abusos y delitos? Lo ha reconocido ella misma. Esto, precisamente, debe considerarse un principio de esperanza. La iglesia chilena ha sido estremecida –como solo ha ocurrido con la iglesia irlandesa- en razón de abusos, indolencias, denegaciones de justicia y encubrimientos. Sin embargo, ha reaccionado. Hace poco ha sacado nuevos protocolos para proteger a los inocentes y ha sancionado a culpables. Pero esto no basta. Mi impresión es que ha faltado caer en la cuenta de lo atroz que puede ser para los católicos confiar en sacerdotes que pueden o han podido abusar de ellos.

Es de esperar que los católicos, especialmente los sacerdotes, vean esta película. Estos debieran considerarla un aporte a una toma de conciencia que aún no llega al fondo sobre la ambivalencia de su oficio. Pues es muy grave que el abuso sobre una persona sea cometido por alguien que pretende representar a Dios mismo. Y mucho más grave aún que quienes pueden hacer justicia a las víctimas de estos abusos, descarguen otra vez la culpa sobre ellas mismas o se las arreglan para que el escándalo no salpique a la institucionalidad eclesiástica.

En “El club” no se nos ofrece un clavo suficientemente fuerte para sostener uno de los films más impresionantes sobre Cristo. Hay buenas razones para pensar que todo acaba en el horror y la desesperanza. Pero los que quieran ver la película con los ojos de la fe tendrán que recordar en Sandokán al Cordero: él experimenta cierta redención y su convivencia futura con quienes han tratado de matarlo constituye también para ellos un principio eventual de redención.

Los casos Karadima

bosquedekaradimaEl caso Karadima, entre otros casos del género, puede ser analizado desde distintos ángulos. Ofrezco una mirada teológica. No puedo excluir que Fernando Karadima haya podido hacer el bien a mucha gente. Personas cercanas podrán decir que sí. Ningún fenómeno humano es cien por ciento puro o impuro. Pero, así como es posible detectar en Karadima, y en otros líderes religiosos, una perversión psicológica, también diagnosticamos un tara teológica. A mí parecer, él, Marcial Maciel, Paul Schaefer y otros líderes espirituales menores, son caso de corrupción del “mediador”. Quien se suponía que cumplía la función de acercar las personas a Dios y Dios a las personas, resulta ser un impostor.

El mediador es impostor cuando ocupa el lugar que solo corresponde a Dios. Se impone a las personas con una contundencia y magnetismo irresistible. Las atrapa en su persona. No las remite al Dios que trascendiendo al ser humano, puede cuidar de él sin necesidad de enderezarlo a la fuerza. La patología teológica del impostor, es paradójicamente una falta de fe que oculta una sed insaciable de poder. En cualquier persona la fe puede ir y venir. Pero hay expresiones religiosas que, pareciendo fe, no lo son. El impostor, en cuanto teológicamente enfermo, no es un creyente. Pide fe en él, cuando solo debe exigirla para Dios. Cuando es sacerdote, ofrece liberación del demonio, del pecado y de la culpa, pero no cumple. Pues, cuando el impostor se apodera de los demás, cuando se adueña de las personas olvidando que ellas solo pertenecen a Dios, genera confusión en la gente y la peor de las dependencias; no genera amor, sino miedo, miedo a amar y ser amado. La víctima termina culpándose de unos pecados que no son sus pecados, sino los del abusador. De esta manera el impostor puede dinamitar los límites dentro de los cuales una persona logra organizar éticamente su vida. Él, como ídolo, con sus pretensiones de omnisciencia (todo lo sabe) y de omnipotencia (todo lo puede), como un falso dios que extrae su fuerza de los cautivos que lo tratan como a un santo, ofrece una seguridad insegura a personas inermes, desamparadas, al precio de su libertad.

Fernando Karadima desprestigió mediaciones muy queridas por la Iglesia: devociones sencillas como medallas y rosarios, pero también el sacerdocio y el sacramento de la confesión. La gente reconoció en la religiosidad que él tan bien gestionaba, esos caminos que la Iglesia ofrece para alcanzar a Dios. Fue fácil confundirse. Por estas vías muchas personas tuvieron, no obstante todo, una auténtica experiencia espiritual, pero otros cayeron en la trampa. Es especialmente triste la corrupción del sacerdocio en que Karadima incurrió. Su empeño consistió en valorar el sacerdocio por sí mismo. El foco de la religiosidad que él representó tuvo que ver con la vocación sacerdotal, con tener o no “zapatitos” para caminar al seminario. Los que los tuvieron, fueron considerados superiores a los demás. Pero un sacerdocio que no media, que no facilita el encuentro amoroso y libre entre las personas y Dios, que por el contrario se erige como un fin en sí mismo, es nocivo.

Jesús de Nazaret, en razón de quien la Iglesia entiende el sacerdocio, sí fue un mediador. Lo es porque facilita el encuentro libre entre el Creador y sus criaturas. Es cosa de tomar la Biblia y hojear el Nuevo Testamento: Jesús, abierto a la realidad, afectado por el sufrimiento ajeno, es que sana al leproso, da vista al ciego, cura a la mujer hemorroísa, perdona a Zaqueo y exige a cada uno que crean que su Padre los ama. Cuando es necesario dar la última señal del misterio de su vida, para que a todos quede claro que ha venido a servir y no a ser servido, se agacha y lava los pies a sus discípulos. No sacrifica personas a Dios, para ubicarse él mismo en la cúspide de una pirámide religiosa. Él es quien se sacrifica por los demás.

Para la Iglesia Jesús sí es mediador: hombre entero y Dios por completo, pero como camino de uno a otro. Ya que la unión de Jesús con Dios fue plena, él pudo ser una persona íntegra y la más generosa de todas. Por otra parte, siendo un hombre libre y liberador, pudo revelar al Dios verdadero. El Dios de Jesús es pura libertad y, por ende, compromiso puro con el prójimo.

Sin embargo, si observamos la relación de Jesús con sus discípulos constatamos una relación riesgosa. Él produce en ellos una atracción tan fuerte que perfectamente, como otros gurús y líderes espirituales, pudo aprovecharse del vínculo para convertirlos en aduladores suyos y hacer con ellos cualquier cosa. No lo hizo. En cambio, influyó en los demás desencadenando en ellos su fe y su libertad. En vez de enredar a los demás consigo mismo, compartió con cualquiera lo más suyo: un Dios que llamó “Padre nuestro”. Jesús no se predicó a sí mismo. Predicó el reino: la prevalencia del servicio sacrificado por el prójimo en el nombre de Dios.

La ascendencia excesiva de una persona sobre otra siempre merece cuidado. Por cierto, no siempre es fácil reconocer a un impostor detrás de uno que nos es presentado como mediador religioso. Todos los sacerdotes, especialmente los más carismáticos, pueden dejar atrapadas personas en su propia persona. Pero también en otros oficios y en cualquier relación humana, cabe la posibilidad del uso y abuso de las máscaras, del rol o de la investiduras.

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El Papa de overol

Papa imágenesOverolMe imagino al Papa Francisco de overol. Esta Semana Santa o la próxima, me gustaría ver al Vicario de Cristo cargar la cruz con overol, la vestimenta de los obreros y de los municipales que durante la noche se llevan la basura de nuestras casas. ¿Es mucho pedir?

Sé que Francisco me entiende.  Sé que todavía no puede hacerlo. Lo entiendo.

Lo que este Papa ha puesto en juego es el significado del cristianismo. Él ha dado potentes señales en favor del Jesús humilde que opta por los que la sociedad de hace 2000 años y de todos los tiempos, desprecia. Si Francisco de Asís reformó la Iglesia recordándole a ella misma el nacimiento de Jesús en un pesebre, el obispo de Roma que ha adoptado su nombre está haciendo exactamente lo mismo. El cristianismo, especialmente la versión principesca de la Iglesia tan bien ilustrada por la Basílica de San Pedro, se va haciendo insignificante. Por esto Francisco Papa no quiso habitar las dependencias lujosas de esas edificaciones y se fue a vivir a la casa de Santa Marta, con más personas y más modestamente. No quiso dormir aislado del mundo y suntuosamente. No solo porque le daba depresión hacerlo. Sobre todo, porque él sabe que el anti-signo de un Papa rico se ha vuelto insoportable.

Sé que me entiende. Otros no me entienden. Es comprensible. Creer en el crucificado ha sido durante dos milenios una especie de contrasentido.

Esta Semana Santa o la próxima, me gustaría ver al Papa Francisco recordándonos al Cristo que saca la basura del mundo como un obrero municipal que carga sobre sus hombros sacos plásticos de porquería. Así entenderíamos mejor esa convicción teológica tan profunda de San Pablo que reza: “Dios se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza” (2 Cor 8, 9). Se dice que se ha visto al pontífice sacar los desperdicios de la casa de Santa Marta. ¿Será verdad? Calza con él.

Voy todavía más lejos. Quisiera ver que para la próxima Navidad el obispo de Roma instale en medio de la Plaza de San Pedro una mediagua y comience a vivir en ella. Al trasfondo de la cual, las columnas de Bernini producirían un inequívoco contraste. De esta manera todos entenderían que la Iglesia de Cristo es “la Iglesia de los pobres” (Juan XXIII, Oscar Romero, Manuel Larraín). Una mediagua, en ese contexto, despertaría en nosotros el interés por saber dónde vive un hombre de overol. Probablemente llegaríamos a entender que la sociedad lo ha puesto a sacar basura porque su casa,  al igual que tantas en cualquiera ciudad latinoamericana, no tiene número. Si se incendia, nadie más que ese hombre sabrá que existió. Una vivienda como esta es tan indeterminada como la existencia de su dueño: a él se lo integra cuando conviene; pero si se sabe que su mediagua no tiene número puede perder el trabajo. A un hombre así se lo aprovecha y se lo desecha. Un Papa con overol, viviendo en una mediagua en medio de la Plaza de San Pedro sería más eficaz que los meritorios esfuerzos por la paz del cuerpo diplomático vaticano; más aún, quién sabe, que la educación católica de las élites de América latina. Cuando Jesús murió en la cruz se rasgó el velo del Templo. Los primeros cristianos lo recordaron con eucaristías celebradas en casas comunes y corrientes. Terminaron creyendo en un hombre conflictivo e irreverente.

Sé que el Papa Francisco me entiende. Otros no. No faltará quien vaya a acusarme.

Semana Santa: si el Papa todavía no puede realizar un gesto semejante, no excusa a los cristianos de significar al Dios que opta por los pobres porque conoce la pobreza en primera persona.

Jesús, hijo de Galilea

La Navidad nos saca del alma los mejores sentimientos. Tal vez el más grande ellos –sentimiento y actitud ante la vida-, es la esperanza. No obstante lo ocurrido en los últimos meses, volvemos a creer en el ser humano. Las derrotas del año, entre Pascua y Año nuevo, ocuparán el lugar que les corresponde. La vida no tiene derecho a humillarnos. Las humillaciones sufridas no debieran nublarnos el porvenir. La Navidad nos recuerda la inmortalidad de nuestra dignidad. La memoria de una mujer humilde, su familia modesta, reaviva en nosotros anhelos de amor y de paz, alienta nuestra esperanza.

María de Galilea, subrayo Galilea, explica la humildad de Jesús. No fue fácil para ella ser humilde. Tampoco lo fue para Jesús. Y, sin embargo, la calidad de la esperanza cristiana depende de la sencillez de una familia de carpinteros. Los “mansos heredarán la tierra”, proclamará Jesús, después de haber discernido en su corazón cómo ser humilde, y después de haber desechado otras posibilidades. La Galilea de entonces fue una zona especialmente humillada. A todo Israel, los romanos le pusieron la bota encima. Pero la Galilea era especialmente pobre, la más oprimida de las provincias.

¿Qué pudo cultivarse en el corazón de los galileos de la época? ¿En el de María y José? La humillación es una experiencia histórica constante. La sagrada familia fue una familia humillada como los fueron los vecinos de Nazaret, de Cafarnaum o de Caná. La humillación, cuando se da, se da. Es un hecho, un daño, una herida que deja cicatriz. Otro asunto es cómo se procesa. Las superaciones de la humillación han podido ser cinco.

+ La rebelión contra los opresores. Los zelotas tomaron las armas contra los romanos. La violencia revolucionaria es una constante en la historia humana. La reacción contra la opresión si no es justa, es comprensible. Fue en Galilea donde fraguó la resistencia violenta contra Roma.

+ Otra salida es la simulación, la identificación con el agresor, la internalización de las ideas y costumbres del imperio de turno por temor a sus soldados o por abrirse un camino de sobrevivencia arribista. Seguramente hubo judíos que cedieron al encanto de la Pax romana. Lo habían hecho ya con la cultura griega.

+ Algo así hicieron los saduceos. Pero en su caso la sumisión no les fue miserable. Las familias aristocráticas y ricas de Jerusalem encontraron la manera de acomodarse a la dominación romana. Sacaron ventaja social y económica a este arreglo. Estuvieron, por cierto, prontas a crucificar a un inocente, si diera señales de ser el mesías. No tolerarían una amenaza a la tranquilidad de Palestina. La acomodación, el arreglo con los poderosos en todas las épocas ha parecido conveniente.

+ Otra posibilidad ha sido tragarse la humillación. Los pueblos oprimidos, con conciencia de tales, han solido interiorizar la violencia y dejar que el odio los mate. El odio pudre y mata. Los oprimidos de entonces, y de todas las épocas, han podido somatizar el miedo y la amargura, doblarse y aceptar resignados el futuro como una fatalidad.

La quinta salida de la humillación es cristiana. Los cristianos en Navidad celebran la humildad. Creen que María, la galilea, inculcó en Jesús esta virtud. Así lo dan a entender claramente los textos bíblicos. María ha debido liberar a su hijo de la vergüenza de ser pobre. La madre debió recordarle una y otra vez que nació en un pesebre. José, su padre, debió enseñarle a manejar con orgullo las herramientas. El niño sacó de ambos la convicción de su dignidad: él supo que no vino al mundo a pedir permiso ni a pedir perdón. Debió aprender lo uno y lo otro, pero no como un encorvado incapaz de mirar a los principales a los ojos. Tampoco como un amargado. Este hombre encaró un día la muerte, no como un cordero llevado al matadero, sino como un joven bendecido por el cielo y las estrellas, un señor al servicio de los miserables y de la reivindicación el honor de su pueblo.

La humillación sigue su curso por siglos. Ejemplos: la mujer traicionada por el marido, y viceversa; los habitantes de Alepo sitiados a fuego y estruendos; los sacerdotes en tiempos catastróficos para su credibilidad. Para ellos, y otros, el Cristo que viene al mundo esta Navidad, al igual que la galilea de Nazaret, debió procesar interiormente la humillación de sus compatriotas: adoró al Dios que levanta a los humildes y abominó a los “dioses” que pisotean al ser humano. Su madre le contagió su amor a los pobres, lo corrigió talvez para que no mirara nunca a nadie hacia arriba ni hacia abajo. Ella hizo de su hijo un hermano; un hombre que, por haber compartido el miedo y el desprecio de los galileos, por haber cosechado en esta región de Palestina la humildad, supo comprender las penosas excursiones de la opresión y perdonarlas; como un samaritano, que sin pretensión alguna de superioridad, devuelve al prójimo la esperanza en la altura exacta de su menosprecio, de su abandono, de su desesperanza o de su desesperación.