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Nace Jesús, ¿renacerá el cristianismo?

Otra vez se siente el aire fresco de Navidad. Pero hablemos en serio. Al menos la Iglesia Católica, en el área del cristianismo que más conozco, se encuentra en crisis. No leve, grave.

Las señales las detecta cualquiera: caída estrepitosa de la pertenencia eclesial de los jóvenes, falta de credibilidad de los obispos y de nosotros los sacerdotes, disminución en picada de las vocaciones sacerdotales, extinción progresiva de la vida religiosa femenina y aversión general a lo eclesiástico.

Las causas de la crisis pueden ser varias y es muy difícil asignarles porcentajes. Se dice que en las sociedades en las que el mercado se expande y el dinero llega a ser el instrumento de intercambio social, se producen procesos de individuación que acarrean malestar en contra de las instituciones. Ciertamente el cristianismo, religión esencialmente comunitaria, sufre con el individualismo de sus fieles. El católico hoy es más protestante. Se para ante la autoridad con espíritu crítico. Le pide explicaciones. Espera argumentos.

Pero hay también causas internas que motivan el desmoronamiento del catolicismo chileno. Alberto Hurtado hace casi 80 años publicaba un libro titulado ¿Es Chile un país católico? Se le acusó de pesimista. Hurtado detectaba una ignorancia mayor de los fieles acerca de su credo. Atribuía el problema a una falta de clero. ¿Cuántos querrán hoy que el país vuelva a ser católico como lo fue? Actualmente el 53 % de los chilenos se declara católico. Por otra parte, el problema no es la falta de clero sino de un clero que, conforme la cultura cambia, se va quedando atrás. Los laicos le entienden cada vez menos. El botón de muestra son las quejas contra las prédicas: les sobra teología y les falta experiencia. En Evangelii Gaudium el Papa Francisco dedica varios números para enfrentar este déficit. Pero este problema parece tener que ver con una formación sacerdotal que no vincula la tradición de la Iglesia con una capacitación para atender a los signos de los tiempos y responder a la vida real de la gente de nuestra época.

¿Renacerá el cristianismo? Nadie lo puede decir. Me gusta pensar que rebrotará, siempre que haya cristianos que se expongan, como Jesús se expuso, a las vidas de sus contemporáneos. El mismo Papa Francisco con la encíclica Laudato si’ ha abierto al cristianismo las puertas para recuperar la pertinencia histórica perdida. Urge un cristianismo sensible al mega signo de los tiempos que significa la catástrofe medioambiental, uno que oiga “el grito de los pobres y el grito de la Tierra”. Los cristianos tendrían que aprender a reconocer los mecanismos deshumanizantes del capitalismo y, a la medida de sus posibilidades, generar un mundo fraterno y sustentable. A ellos es exigible, como a nadie, una conversión espiritual: un cambio de estilo de vida y tomas de posición políticas, es decir, responsables con el planeta y el prójimo universalmente considerado.

A mi parecer, Laudato si’ impulsa a los católicos a conjugar su cristianismo a distintos niveles. Renacerá este cristianismo insípido que tenemos, si hay personas que lo conjugan con el mundo animal, vegetal y mineral, con el cosmos, como si Dios aún pudiera hablar a través de sus criaturas; quisiera que los cristianos conjugaran su fe con las ciencias más diversas y dialogaran con ellas sin demonizarlas; sería bueno que conjugaran su credo con las creencias de todos los pueblos y de las religiones sin exclusión; me parece indispensable que se midan con el ateísmo y sobrevivan; pocas cosas hay más necesarias que las bautizadas conjuguen su Iglesia como protagonistas y no más como jugadoras de segunda división. Las mujeres no pueden seguir siendo personajes de reparto.

No me imagino, en todo caso, un cristianismo no eclesial. ¿Renacerá Cristo en comunidades en que se viva la fraternidad de los hijos y las hijas de Dios? Lo espero.

Navidad: una estrella entre millones de galaxias

galaxias-3Dice el relato evangélico que llegaron al pesebre unos reyes, ¿unos magos?, de Oriente siguiendo una estrella. ¿Astrólogos? ¿Sabios? Dice San Mateo que hicieron una genuflexión ante el niño en pañales.

Le pregunto a un matrimonio de astrónomos amigo cuántas son las galaxias. Cien mil millones, me responden. En mi calculadora no caben: 100.000.000.000. Talvez son 200.000.000.000, nadie sabe. Estas son más o menos las galaxias calculadas. Pueden ser todavía muchas más. ¡Quedo estupefacto! Una cifra así me aniquila.

La astrónoma agrega: “Y en cada galaxia, unas 100.000.000.000 de estrellas”. ¡Qué importancia puede tener entonces la estrella que siguieron los reyes magos! Aparentemente nada, casi nada, pero no nada. La estrella de Mateo, para las demás estrellas, pensé, pudiera tener un valor infinito.

El dato científico es estremecedor. Pero el dato teológico es todavía más increíble. Debiera serlo para los que creen lo mismo que creyeron los magos. Pero también debiera producir estupor, aunque sea como pretensión de grandeza, a quienes no tienen fe. Creyentes y no creyentes tendrán que reconocer que nadie medianamente honesto puede declarar que posee el sentido del universo. Este es un misterio. A todos se les da la posibilidad de adentrarse en él, pero ninguno puede invocar un título de dominio sobre el secreto de las galaxias y las estrellas.

Los cristianos, con todo, creen tener algunos materiales con que construir una hipótesis hermosa sobre la razón de ser del universo porque esta hipótesis ha sido experimentada, y probada, como un motivo de fraternidad cósmica. ¿Es necesario buscarle al cosmos un “secreto”? Sí, lo es. Pero quien lo encuentre debe someterlo al escrutinio de quienes piensan que el universo no tiene sentido alguno. Motivos de frustración y de desesperanza no falta, ¡sobran! Pero la experiencia de amor a los pobres e insignificantes comprueba que la hipótesis cristiana no es descabellada, aunque sea vulnerable, ya que cualquiera la desbarata. Los atropelladores no pierden el tiempo en nimiedades.

Mucho más impresionante que la cantidad de estrellas del cosmos es Jesús, inerme, rezongando en los brazos de una mujer pobre.

¿Estarán de acuerdo conmigo mis amigos astrónomos? No sé. Los agnósticos con todo derecho pueden decir que no creen en esta desmesura. A los cristianos, en cambio, la estrella de Belén los localiza en la existencia cada Navidad y los orienta el resto del año.

Jesús, para los cristianos, es la expresión humana del Creador del universo, es Dios que se da a escala humana; y, al mismo tiempo, es la medida en que un ser humano puede agradecer al Creador por la existencia. ¿Es algo así vivible? ¿Experimentable? ¿Comprobable? Esta es la apuesta. Es la hipótesis que año a año los cristianos se comprometen a demostrar cuando arman el pesebre. Jesús es para ellos, a su medida, el secreto del universo; secreto de un cosmos que ellos llaman “creación”, porque creen que Dios ama el universo y que ellos, como simples seres humanos, pueden amarlo también.

Pascua significa paso. En Navidad los cristianos celebran el paso de Dios a la humanidad no solo a una escala adecuada a las posibilidades de comprensión de su secreto, sino también como revelación de este secreto a los pequeños. Los humildes lo descubren. Para los todopoderosos, este es un don irrisorio. Para los insignificantes, lo es todo. El secreto del universo es el amor por la totalidad de la realidad que se revela a los desposeídos. La Iglesia cree que Jesús en toda su humildad, en pañales en un canasto, desnudo en una cruz, es la razón de ser del cielo y la tierra.

Jesús, hijo de Galilea

La Navidad nos saca del alma los mejores sentimientos. Tal vez el más grande ellos –sentimiento y actitud ante la vida-, es la esperanza. No obstante lo ocurrido en los últimos meses, volvemos a creer en el ser humano. Las derrotas del año, entre Pascua y Año nuevo, ocuparán el lugar que les corresponde. La vida no tiene derecho a humillarnos. Las humillaciones sufridas no debieran nublarnos el porvenir. La Navidad nos recuerda la inmortalidad de nuestra dignidad. La memoria de una mujer humilde, su familia modesta, reaviva en nosotros anhelos de amor y de paz, alienta nuestra esperanza.

María de Galilea, subrayo Galilea, explica la humildad de Jesús. No fue fácil para ella ser humilde. Tampoco lo fue para Jesús. Y, sin embargo, la calidad de la esperanza cristiana depende de la sencillez de una familia de carpinteros. Los “mansos heredarán la tierra”, proclamará Jesús, después de haber discernido en su corazón cómo ser humilde, y después de haber desechado otras posibilidades. La Galilea de entonces fue una zona especialmente humillada. A todo Israel, los romanos le pusieron la bota encima. Pero la Galilea era especialmente pobre, la más oprimida de las provincias.

¿Qué pudo cultivarse en el corazón de los galileos de la época? ¿En el de María y José? La humillación es una experiencia histórica constante. La sagrada familia fue una familia humillada como los fueron los vecinos de Nazaret, de Cafarnaum o de Caná. La humillación, cuando se da, se da. Es un hecho, un daño, una herida que deja cicatriz. Otro asunto es cómo se procesa. Las superaciones de la humillación han podido ser cinco.

+ La rebelión contra los opresores. Los zelotas tomaron las armas contra los romanos. La violencia revolucionaria es una constante en la historia humana. La reacción contra la opresión si no es justa, es comprensible. Fue en Galilea donde fraguó la resistencia violenta contra Roma.

+ Otra salida es la simulación, la identificación con el agresor, la internalización de las ideas y costumbres del imperio de turno por temor a sus soldados o por abrirse un camino de sobrevivencia arribista. Seguramente hubo judíos que cedieron al encanto de la Pax romana. Lo habían hecho ya con la cultura griega.

+ Algo así hicieron los saduceos. Pero en su caso la sumisión no les fue miserable. Las familias aristocráticas y ricas de Jerusalem encontraron la manera de acomodarse a la dominación romana. Sacaron ventaja social y económica a este arreglo. Estuvieron, por cierto, prontas a crucificar a un inocente, si diera señales de ser el mesías. No tolerarían una amenaza a la tranquilidad de Palestina. La acomodación, el arreglo con los poderosos en todas las épocas ha parecido conveniente.

+ Otra posibilidad ha sido tragarse la humillación. Los pueblos oprimidos, con conciencia de tales, han solido interiorizar la violencia y dejar que el odio los mate. El odio pudre y mata. Los oprimidos de entonces, y de todas las épocas, han podido somatizar el miedo y la amargura, doblarse y aceptar resignados el futuro como una fatalidad.

La quinta salida de la humillación es cristiana. Los cristianos en Navidad celebran la humildad. Creen que María, la galilea, inculcó en Jesús esta virtud. Así lo dan a entender claramente los textos bíblicos. María ha debido liberar a su hijo de la vergüenza de ser pobre. La madre debió recordarle una y otra vez que nació en un pesebre. José, su padre, debió enseñarle a manejar con orgullo las herramientas. El niño sacó de ambos la convicción de su dignidad: él supo que no vino al mundo a pedir permiso ni a pedir perdón. Debió aprender lo uno y lo otro, pero no como un encorvado incapaz de mirar a los principales a los ojos. Tampoco como un amargado. Este hombre encaró un día la muerte, no como un cordero llevado al matadero, sino como un joven bendecido por el cielo y las estrellas, un señor al servicio de los miserables y de la reivindicación el honor de su pueblo.

La humillación sigue su curso por siglos. Ejemplos: la mujer traicionada por el marido, y viceversa; los habitantes de Alepo sitiados a fuego y estruendos; los sacerdotes en tiempos catastróficos para su credibilidad. Para ellos, y otros, el Cristo que viene al mundo esta Navidad, al igual que la galilea de Nazaret, debió procesar interiormente la humillación de sus compatriotas: adoró al Dios que levanta a los humildes y abominó a los “dioses” que pisotean al ser humano. Su madre le contagió su amor a los pobres, lo corrigió talvez para que no mirara nunca a nadie hacia arriba ni hacia abajo. Ella hizo de su hijo un hermano; un hombre que, por haber compartido el miedo y el desprecio de los galileos, por haber cosechado en esta región de Palestina la humildad, supo comprender las penosas excursiones de la opresión y perdonarlas; como un samaritano, que sin pretensión alguna de superioridad, devuelve al prójimo la esperanza en la altura exacta de su menosprecio, de su abandono, de su desesperanza o de su desesperación.

Adviento

Adviento para Chile: http://peregrinos-robertoyruth.blogspot.com/2011/12/tiempo-de-adviento-para-chile-por-jorge.html

Navidad

Navidad: http://peregrinos-robertoyruth.blogspot.com/2011/12/navidad-por-jorge-costadoat-sj.html

Dios es gratis

En esta época nuestra dominada por el Mercado, no todo tiene precio. Los cristianos sabemos que hay una dimensión de la vida, la dimensión más profunda de la vida, que no se rige por el “yo te doy, tú me das”. Sabemos que la gratuidad existe. Lo hemos experimentado. Estamos convencidos de que esto es real. Tan real como que el perdón reconstruye parejas, familias y países; como que un enfermo revive cuando lo vienen a visitar.

Los cristianos sabemos que ninguno de nosotros se merece el mundo. Ni la naturaleza en todo su esplendor ni la pareja ni los hijos.  Agradecemos a Dios porque de él proviene lo que somos y tenemos. Lo nuestro es recibir y agradecer. Es dar, sin esperar recompensa. Es dar mil cuando alguien nos da cien; y recibir diez a cambio de mil, cuando al prójimo no es posible más.

La alegría más profunda del cristianismo tiene que ver con vivir la vida en el registro de la gratuidad. Los cristianos no desconocemos el valor del registro mercantil. En el ámbito correspondiente de las relaciones comerciales y laborales, por ejemplo, es absolutamente necesario que rija la justicia. Las cosas y muchos servicios tienen precios. Y está bien que los tengan. Tienen que darse y respetarse las equivalencias. Sin estas la vida en sociedad podría ser un caos. Pero hay otro orden de realidad que no puede ser descuidado porque es clave para nuestra felicidad. El orden del amor y de la misericordia. ¿Quién puede impedir que un empresario pague a sus trabajadores el doble de los precios de mercado? Puede ser que no le convenga. Esto, sin embargo, no lo obliga a nada. Lo distintivo del cristiano es pagar más, aunque se salga perdiendo. Jesús lo dio todo y salió perdiendo.

En Navidad celebramos que Dios es gratis. Nadie lo merece. Nadie podría estar en condiciones de obligar el regalo de sí mismo. Pues Dios no tiene precio. Es gratis. No simplemente que nadie tenga algo que dar a cambio suyo. Dios, en Jesús, es incomparablemente libre. En el pesebre Dios se nos da en suma pobreza. Por tanto, no hay ilusión posible. Este regalo solo se lo puede recibir. Se lo recibe, cuando lo reciben los pobres, quienes nunca tienen cómo forzar una prestación. Dios es gratis. Los ricos, en cuanto ricos, no podrían jamás comprarlo o compensarlo adecuadamente. No vendría al caso. Dios es gratuito. Se le corresponda con mucho o con poco, solo se le corresponde gratuita y desinteresadamente.

Dios en el pesebre no se ofrece a precio alguno. Simplemente se ofrece. Se ofrece como quienes no tienen nada que ofrecer más que a sí mismos, y a modo de agradecimiento.

La mortalidad del cristianismo

Navidad otra vez. En esta, y tantas otras partes del mundo muchas personas vuelven a creer en el amor. Lo hacen, a menudo, después de un año duro o frustrante. En un año nos puede pasar de todo. A más de uno ha podido morderlo la desesperación.  Volver a cantar “noche de paz” lo puede consolar o irritar.

Ha habido muchas navidades. Habrá otras más. ¿Cuántas? Cualquiera sea el número, lo que importa es que la humanidad crea de nuevo en sí misma no obstante su vulnerabilidad. La Navidad tiene sentido cuando la vulnerabilidad de la humanidad,  su precariedad y su mortalidad, en vez de constituir meros límites, se convierten en los accesos precisos al misterio definitivo de los  seres humanos.

En Navidad, año a año, está en juego la mortalidad del cristianismo. El cristianismo puede morir porque su fundador nació mortal. Murió, porque podía morir. La mortalidad le era inherente a él como a nosotros, como al cristianismo, como a la Iglesia. ¿Podemos los cristianos imaginar un real acabo mundi? ¿Tenemos la valentía de asomarnos a la finitud de nuestra cultura y religiosidad? Digámoslo sin rodeos: ¿podrá alguna vez la Navidad ser algo más que un juego de niños y atrevernos a mirar la vida a fondo?

El cristianismo en la antigüedad desapareció del norte de África. Dejó de existir en tierras donde alcanzó su cúspide moral e intelectual. Hoy los cristianos huyen de lugares del Medio Oriente donde han estado por dos mil años. Pero no hay que ir muy lejos para asomarse a la posibilidad de la mortalidad del cristianismo y del catolicismo. La última encuesta Adimark / P. Universidad Católica de Chile arroja resultados inquietantes. En 6 años los católicos chilenos han disminuido de 70% a 63%.  Si esta tendencia, y su aceleración, se mantienen, en 6 años más los católicos seremos 56 %; en 18, 42%; 30, 28 %.  Y llegará el momento en que desapareceremos como ocurrió en Efeso, Calcedonia y Nicea. Las estadísticas hay que tomarlas con cuidado, cierto. Los evangélicos son cada día más. Con todo,  ¿quién podría, en este plano de la realidad, negar la mortalidad del cristianismo?

En otro plano, en el de la fe en el niño Jesús, el cristianismo es inmortal. Admito que esta es una opinión creyente.  Creo que Jesús es inmortal. Es más, opto por cambiar la realidad con la luz del acontecimiento de Cristo. Para ser exacto, creo en la inmortalidad que estuvo en juego en ese niño inerme y perecible porque lo que entonces estaba en cuestión, y en ello creo, era el “amor”. Creo que el amor es inmortal. Lo digo aun con otras palabras: podrá desaparecer la Iglesia Católica, podrán dejar de existir las otras iglesias cristianas, podrá llegar a 45º la temperatura media del planeta hasta que se extinga la raza y en algunos millones de años -se sabe – se apagará el sol y la tierra dejará de existir, pero la oscuridad no devorará un gesto de amor por pequeño que sea: un vaso de agua, una palabra de perdón… El cristianismo es inmortal en este sentido. Solo en este sentido. Como magnitud sociológica aparece y desaparece igual que las ideas y las culturas, igual que los ricos y quienes se creen inmortales. Como magnitud íntima del cosmos, como el Cristo en que radica, en cambio, es inmarcesible. Esto es lo que creo.

Algún día en estas tierras nadie sabrá que el 25 de diciembre se celebraba la Navidad. ¿En un millón de años más? ¿Antes? Tampoco, digámoslo con humor, que el Viejito Pascuero y el Amigo Secreto le disputaban la importancia al niño Jesús.  ¡Juegos de niños! ¡Qué importa ser niños! Importará, sí, que antes que termine el mundo haya al menos un adulto que sepa que en la noche de Navidad hubo seres humanos que tuvieron que definirse: ¿creyeron o no creyeron en la inocencia? ¿Creyeron que la paz proviene de la justicia y del perdón, y que la única religión verdadera es la del amor?

Pero, ¿es inmortal el amor? Tomar en serio esta pregunta merece máximo respeto.  La fe en Jesús, la fe en “el amor”, es fe y no se fuerza. ¿Quién podrá decirles a los padres de los niños asesinados estos días en EE.UU. o a los refugiados que huyen de la violencia en el Congo que crean que “Dios es amor”? ¿Hubo alguien que pudo consolar a las madres de los inocentes eliminados por Herodes en tiempos de Cristo?

La noche de Navidad tiene un alcance mayor. No es cosa solo de cristianos. Admirar a Jesús en el pesebre equivale a creer que el amor efectivamente revoluciona la realidad. Que vaya a triunfar en la vida eterna podría ser una forma de escape, suele serlo, cuando en el presente no se ama.

Lo que tenemos delante de los ojos es a un niño mortal, representante de la mortalidad de todos sin distinción.  Su mortalidad alude a la eternidad, pero no a cualquiera. Pues si el cristianismo reclama alguna inmortalidad, solo puede reclamarla para un Jesús que nació pobre y murió por los pobres; para el grito de los inocentes que en esta vida tal vez no lleguen a entender nunca que Dios los ama. Porque en Navidad  los cristianos no celebramos simplemente que la esperanza haya entrado en la historia, sino que esta es esperanza en un crucificado. Porque en Dios cree cualquiera. Cualquiera puede también no creer en Dios. Esto y aquello interesa poco. Lo único  decisivo es creer que los que se tienen por “inmortales” perecerán en Sudamérica como perecieron los cristianos en Asia Menor y que los inocentes, sus víctimas, no morirán jamás;  creer que esta tierra es para compartirla y gozarla con toda la humanidad.

Esta Navidad, ¿qué tipo de cristianismo nos traerá de regalo el niño Jesús?

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