Si el día de mañana se inventara una “píldora del olvido”, una pastilla para borrar los hechos más dolorosos de nuestra vida, para suprimir de la memoria aquellos golpes que nos marcaron para siempre: ¿quién la tomaría?
Cualquier interesado debería primero sacar las cuentas. Si pudiéramos recordar sólo los buenos momentos, ciertamente no seríamos los mismos. A futuro, no pudiendo entender el sufrimiento de los demás, su pena nos parecería una estupidez. Creeríamos que se merecen lo que sufren. Los culparíamos de su tormento. Y, así, juzgándolos aumentaríamos su desgracia, evitando de paso que su infortunio nos toque.
Pero, además, sin esos hechos traumáticos nuestra identidad sería irreal. Nada hay más nuestra que esa historia de padecimientos que solamente podemos contar en privado, sin apuros y no a cualquiera. ¿Acaso no fue en aquellos momentos de dolor que tuvimos la impresión de ser distintos de los demás? «¿Por qué a mí?», dijimos, “¿Por qué ahora? ¿por qué de esta manera?”. Nos sentimos solos. Nos supimos únicos en el mundo. El placer, el amor no han cincelado nuestro «yo» más que la frustración, el fracaso y la impotencia de no haber sido amados como lo quisimos. Un hombre, una mujer sin memoria de su pasión, serían unos eternos turistas sobre la tierra. Su convivencia parecería una especie de show de irrealidad: escenografía, drama sonso, risas falsas, aplausos falsos…
Sin embargo, ¿podríamos nosotros juzgar a las personas que, habiendo padecido mucho en su vida, decidieran tomar la píldora para olvidar su dolor? De ninguna manera. Pero probablemente sería esta misma gente la menos interesada en tomarla, pues ella sabe que su pasión es exactamente lo que tendría que contarnos. Estas personas, nos consta, aportan a nuestra vida en sociedad una cuota de verdad cruda que nos delata y nos sana al mismo tiempo. Nadie como ellas desarrollan un olfato finísimo para detectar a la mujer mentirosa, al nuevo rico, al predicador que habla sin decir nada… Sin la memoria de las víctimas una sociedad avanza sin rumbo.
Jesús no habría tomado jamás la “píldora del olvido”. De haberlo hecho se habría incapacitado para representar a las víctimas ante Dios. Los seguidores de Jesús tampoco la habrían tomado. Pues compartiendo el dolor de los demás, amándolos con el amor de Jesús, los cristianos prueban lo imposible: que Dios no es apático, que a Dios no le da lo mismo la pasión del mundo.
1. La historia de nuestro sufrimiento
a) Cristo nos representa ante Dios a todos los que sufrimos
La experiencia de Jesús en Getsemaní es tan nuestra (Mc 14, 32-42). Ante su muerte inminente, Jesús sufre lo indecible. Por cierto su caso es distinto del nuestro. El dolor de Jesús es más amplio. No tiene miedo solo a que lo maten. Su sufrimiento expresa el rechazo de su pueblo al amor de Dios. No es cuestión de amor propio, aunque probablemente Jesús es consciente que tendrá un final vergonzoso. Sucede que en la pasión Jesús nunca fue tan grande la distancia entre el amor ofrecido y el amor rechazado.
Ninguno ser humano ha sufrido lo mismo, pero muchos hemos experimentado situaciones de dolor y de oración parecidas. ¿Cuántas veces en la vida nos topamos con un muro? Se nos cerró el futuro por completo. Se nos vino el mundo encima. No hubo nada que hacer o lo que podíamos hacer no habría revertido una desgracia inevitable. Incluso cuando no hemos llegado a estos límites en cosa de sufrimientos -tal vez a ninguno de nosotros nos ha tocado arriesgar la vida por alguien -, igual Jesús nos representa. “No hay pena chica”. No la hay para nosotros, tampoco Dios, el Señor del universo, considera insignificante las penas que para nosotros sí importan. En Getsemaní Jesús, orando a su Padre, nos representa a todos los que clamamos ayuda a Dios.
Ha podido ser que nuestra oración fuera un poco egoísta. No sólo necesitamos de Dios, solemos usar a Dios. Pero cuando el sufrimiento nos toca hondo, qué legítimo ha sido clamar: “por qué a mí”, “por qué ahora”, “por qué de esta manera”. Para el sufrimiento, en definitiva, no parece haber justificación posible. Otras preguntas apuntan directamente a Dios: “¿Hice algo mal?”, “¿le da a Dios lo mismo lo que me pasa?”, “¿me escucha?”, “¿sirve de algo rezar?”.
Los acompañantes dejan solo a Jesús, más tarde uno de ellos lo traicionará. No es raro que, cuando sufrimos, los que quisiéramos que estuvieran con nosotros no están…. Peor aún, suele ocurrir que nuestro dolor los espanta. Y, alguna vez, alguien nos juzga o nos da la espalda en el momento que más necesitábamos su comprensión. Puede también ocurrir que en el dolor experimentemos la compañía de Dios y la de otros. Incluso así, podemos tener la impresión de una gran soledad. No despreciamos estas compañías, la necesitamos, mitigan nuestro dolor. El sufrimiento, además de hacernos sentir solos, nos hace sentirnos únicos: nadie puede saber exactamente cómo y por qué nos duelen tanto las cosas. Jesús mismo terminará gritando “Dios mío, por qué me has abandonado”.
En Getsemaní Jesús nos representa ante Dios a todos los que sufrimos y clamamos auxilio. Pero, además, nos enseña cómo hacerlo. La oración del Huerto de los Olivos constituye una de las reglas de la oración cristiana: «Que se haga tú voluntad y no la mía». Desde entonces los cristianos pedimos a Dios lo que queremos y, al mismo tiempo, aceptamos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios.
b) Cristo crucificado representa a Dios que sufre por nosotros
En la cruz Jesús resume la donación de Dios a nosotros. Toda una vida de entrega. No todos lo advierten. Sí el Centurión: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39).
¿Cómo es que el Salvador necesita ser salvado? Jesús salva desde la cruz. ¿Un Dios crucificado? ¿Un Mesías (supuestamente omnipotente) que no hace nada? No pudiendo hacer nada, Jesús manifiesta que su exposición a nuestro dolor es completa. Haciendo suyo nuestro dolor, nos salva.
¿Y su Padre? Tampoco hace nada. ¿Un Dios indolente? No, todo lo contrario. Un Dios sensible ante el sufrimiento humano, un Dios de veras “com-pasivo”, es quien deja que el dolor de quien más quiere, su Hijo, verdaderamente lo toque. Para salvar, el Padre necesita padecer con el hombre solidario con la humanidad fracasada. Jesús revela a un “Dios al revés”: un Dios cuya omnipotencia se manifiesta al máximo en su capacidad de sufrir por sus criaturas. Un Dios a-pático no podría amar. Y el Dios de Jesús es amor com-pasivo.
Entre nosotros a veces sucede algo parecido. Es común que debamos ocuparnos de los demás justo cuando nos faltan las fuerzas para tenernos a nosotros mismos en pie. Otras veces nada podemos hacer por ellos, más que estar allí a su lado, escuchándolos, haciendo nuestro su sufrimiento, impotentes ante su desgracia. Parte importante del trabajo del sacerdote consiste en “chupar” dolor ajeno sin poder hacer nada por cambiar la vida de la gente que le desahoga sus penas. Y, a menudo, si poder él mismo descargar en otros los pesos que le cargan. Entonces nos queda el consuelo de la fe. Nuestra esperanza consiste en que Dios nos saque de la cruz como sacó a Jesús. Pero la vida es en serio y no en serie. Para que seamos libres, Dios se retira. No nos “programa”. No nos ahorra la carga.
Si nos atenemos al hecho del juicio y condena de Jesús, resulta que no lo mataron los esenios, ni los zelotes, ni las mujeres, ni sus discípulos, ni las mayorías pobres que lo seguían, sino los romanos instigados por los saduceos y los fariseos. Pero, en un sentido más profundo, sabemos que su muerte es la consecuencia última del pecado de la humanidad. El pecado mata. Jesús muerto en cruz también representa a las víctimas de nuestros propios pecados. Desde que el mismo Jesús ha exigido ser identificado con los últimos, inocentes o culpables, todo lo que hagamos a ellos o dejemos de hacer por ellos, a él se lo hacemos o no se lo hacemos (Mt 25, 31-46).
En otras palabras, Jesús no sólo se identifica con nosotros, sino también con “los otros”, con nuestro prójimo en general. A este, en tanto víctima nuestra, también Jesús lo representa. En la medida que Jesús se identifica con nuestras víctimas, nos juzga. Para Jesús, la obtención de la vida eterna no depende de nuestra religiosidad (la observancia de la Ley o de la “doctrina cristiana”) o de la pertenencia a un pueblo o raza determinada (judíos u otros). He aquí que la salvación misma que Cristo ofrece a todos por igual proviene exactamente de la actitud que se tenga ante quienes normalmente todos huyen, los que pueden contagiarnos una desgracia que a menudo es culpa nuestra, aquellos que, como víctimas, hacen presente al Señor y su amor.
d) Jesús es Dios que nos perdona
San Juan nos refiere el caso de la defensa de Jesús de una mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11). De este episodio podemos retener lo siguiente.
En primer lugar, parece lógico contrarrestar el origen del mal, poner coto a la causa del sufrimiento, imponer un castigo ejemplarizador a los pecadores… La Ley representa el orden que regula las conductas que aseguran la convivencia justa. Su invocación para castigar un delito se ajusta a derecho. Pero la aplicación de la Ley no erradica la violencia, sólo la contiene o la administra. Pongámonos en el caso de los que juzgan a la mujer. Apedrear a la pecadora no los libera de sus propios pecados. Como ellos, también nosotros quedamos encerrados en un círculo vicioso. Necesitamos algo más que la Ley y la justicia.
Jesús interviene rompiendo el esquema de la Ley. Jesús, inocente, no hace nada. El, que de acuerdo a la lógica religiosa tendría el derecho a arrojar la primera piedra, no la arroja. ¿Qué derecho pueden tener los demás, si todos son igualmente pecadores? La universalidad del pecado no se rompe con la perpetuación de la violencia, los pecadores solemos ser despiadados con los pecadores; ella se rompe exactamente con la abstención de su uso. Nada asegura que el comportamiento de Jesús instaure por sí mismo una nueva convivencia. La historia queda abierta. Pero Jesús ha introducido en ella una nueva lógica.
Pongámonos, sobre todo, en el caso de la mujer absuelta de su pecado. Ella nos representa a todos, comenzando por los más viejos. A ella Jesús le dice: “¿Nadie te ha condenado?… Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”. Si hubiera que ser precisos, Jesús no perdona sus pecados. No la condena. Su pecado sigue siendo un pecado. No condenándola, es que se abre para la mujer la posibilidad que Jesús le muestra de “no pecar más”.
3. La historia de una pasión compartida
Jesús ha revelado que Dios no es «a-pático», sino «a-pasionado»; que es «Amor apasionado» por la humanidad (Jn 3, 17: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito…”).
La entera humanidad es la «pasión» de Cristo y de Dios. No somos la pasión de Cristo sólo porque somos la causa de su sufrimiento, sino ante todo porque somos el objeto de su amor. La Providencia cristiana en un sentido preciso consiste en que Dios “lleva nuestra vida”, “conduce nuestra historia”, “carga con nosotros”. Dios es un Padre providente que nos conduce hacia sí mediante el Hijo y el Espíritu. A nosotros nos toca “dejarnos cargar”, confiar en Él absolutamente.
e) Nosotros somos la pasión de Cristo
«No anden preocupados por su vida…» (Mt 6, 25-35), nos recuerda Jesús. Nuestra vida está en las manos de Dios: no queramos ser más responsables que Dios.
Esto, a veces, cuesta mucho. Traigamos a la memoria el caso del padre cesante. Pasan los días, los meses, los años… Se crea una situación desesperante. Mientras más tiempo pasa peor. La misma ansiedad espanta los trabajos. Otro caso: los papás de un niño minusválido mental que comienzan a preguntarse: «después de nosotros quién cargará con él/ella…».
¡Cuidado!, nos diría el Señor. ¿No estaremos poniendo a Dios al servicio de nuestro proyecto en vez de ponernos nosotros al servicio del proyecto de Dios? «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…». No queda otra posibilidad que pedirle al Señor que nos enseñe a creer en El, a «creerle». Rogarle que regenere nuestra esperanza. ¿Acaso Dios no sabe lo que necesitamos? ¿Cabe la posibilidad de que nuestra mayor necesidad sea Dios mismo? ¿Hay alguna necesidad que pueda competir con la necesidad que tenemos de Dios?
No se trata de ser negligentes, indolentes, de despreocuparnos de la carga que nos ha tocado. Pero no la soportaremos si no nos “dejamos cargar” por el Señor. “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…”. ¿Entonces qué? Remata Jesús: «Buscad el reino y su justicia, y todo se les dará por añadidura» (cf. Mt 6, 25-34). Es decir, debemos dejar que Dios gobierne nuestra vida, abandonarnos confiadamente a Él, creer que de veras nos ama, en otras palabras, que nuestras preocupaciones nunca pueden ser mayores de la que Dios tiene por nosotros.
f) Cristo es nuestra pasión
Como dice Pablo: «El que se preocupa por los días, lo hace por el Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rom 14, 6-9).
En contra de otras pasiones como suele ser el dinero, la comodidad, la fama, el consumo e incluso algunas muy loables como la familia y el trabajo, la pasión de los cristianos es el Señor. La pasión por Cristo es superior a todas porque supera el carácter finito de nuestras pasiones mundanas. Cristo ha superado la muerte. La pasión por Cristo depende de la esperanza en su resurrección y de nuestra propia resurrección. Se trata de una pasión inmarcesible.
La vida cristiana se nutre de la experiencia de Cristo resucitado de entre los muertos. Recordemos el caso de los discípulos de Emaús (cf., Lc 24, 13-35). Los discípulos tenían una buena razón para volver tristes. La muerte de Jesús les confirmaba que habían seguido a un charlatán. La alternativa de vida propuesta por Jesús, la confianza absoluta en el Dios del reino, amar y perdonar a los demás, etc., fracasaba por completo. Había que volver a vivir como siempre, “asegurándose la vida”, “prevaleciendo sobre los otros”, buscando “congraciarse religiosamente con Dios” mediante la observancia ciega de la Ley y de las prescripciones rituales del Templo.
Pero la experiencia del resucitado hace que Cristo se convierta para ellos en la pasión de su vida. Vuelven a Jerusalén para sumarse a la misión de anunciar al resucitado. ¿Qué tienen ellos que aportar? Su propio cuento: el Señor hizo el camino con ellos, mientras caminaban les explicó las Escrituras y, habiéndose quedado en su casa, compartieron con él el pan. En lo sucesivo, estas serán las señales para que los que nunca lo conocieron, puedan reconocerlo vivo en la historia de sus propias vidas. Tres señales que, a la luz de la memoria de las palabras y hechos de Jesús, están preñadas de simbolismo. Y, entre la ignorancia y el reconocimiento de Jesús, una cuarta señal: “les ardía el corazón”.
¿Por qué los cristianos besan la cruz?
Cualquiera razón meramente histórica de la muerte de Cristo es insuficiente para explicar el misterio de la salvación. Sabemos que su muerte ha sido bastante más que un divertimento cruel de los que abusaban del poder. Consta que tampoco fue un error judicial de quienes lo habrían confundido con un revolucionario. Otras informaciones sobre su pasión pueden ser muy interesantes, pero a nadie le harán cambiar de vida. Esta muerte nos toca porque tiene un lugar central en el designio de Dios.
Pero, inevitablemente nos preguntamos: ¿cómo ha podido Dios querer la muerte de su Hijo? La única manera de zafarse de la posibilidad de entender la cruz como un acto macabro del Padre es, sin embargo, volver a tomar en serio la historia: habiendo sido Jesús eliminado por anunciar el reino de Dios a los pobres, Dios ha inaugurado este reino mediante la muerte y resurrección de Jesús. Es muy complejo explicar la articulación de la razón «eterna» con las razones «históricas» de la cruz. Toda interpretación queda expuesta a debate. Pero lo que no está en discusión es que la peor de la explicaciones es la que sirve para justificar las cruces humanas de cada día y la miseria del mundo, en el entendido que Dios tendría algún secreto derecho para castigar o hacer sufrir a sus criaturas.
Vistas las cosas «desde la historia», no cabe duda que a Jesús lo crucificaron por lo que dijo y por lo que hizo. Haber proclamado el reino de Dios a los miserables, a los endemoniados, a los cojos, a los ciegos, a los leprosos, a las mujeres; haber compartido la mesa con gente de mala vida, publicanos y prostitutas, constituyó una provocación abierta a los que, procurando la santidad de la nación, marginaban exactamente a estos que Jesús acogía, sanaba y declaraba bienaventurados (cf., Lc 6, 20). Con cada gesto, con cada palabra que Jesús pretendió reintegrar a la comunidad a los que los fariseos y saduceos consideraban pecadores -porque no cumplían las centenares de prescripciones legales y rituales para observar la Ley-, disputó a ellos el poder para hablar y salvar en nombre de Dios. Siempre será posible debatir sobre tal o cual elemento de la trama histórica que condujo a Jesús a la muerte, pero sin duda su opción por los pobres debió ser vista por los «justos», los ricos y las autoridades como un peligro para la estabilidad religiosa y política de Israel.
Vistas las cosas «desde la eternidad», la muerte de Jesús es la consecuencia necesaria de la Encarnación del Hijo de Dios en un mundo injusto (porque margina) e hipócrita (porque usa de la religión para marginar). La salvación que a través de la resurrección de Cristo Dios ofrece a toda la humanidad (cf., 1 Tim 2, 4-6), presupone y es el efecto último de que en María el Verbo no sólo «se hizo carne» (Jn 1, 14), sino que más precisamente «se hizo pobre» (2 Cor 8, 9). Identificándose con las víctimas del pecado, solidarizando con la humanidad atormentada antes y después de él, Jesús ha sido constituido, de modo incipiente en esta historia y definitivamente en la vida eterna, principio de rehabilitación para los despreciados por pecadores y de perdón para los considerados justos. ¿Quiénes? Todos, aunque diversamente: el Padre de Jesús no excluye a nadie, pero incluye al revés, a partir de los últimos y no de los primeros. En esta óptica se evita entender en términos de revancha las palabras de María: «a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 53) y otras expresiones parecidas, abundantes en la Sagrada Escritura.
La vida cristiana consiste en reproducir la vida de Cristo, en responder con hechos a preguntas como «qué haría Cristo en mí lugar» (P. Hurtado). Como hijos que proceden del Padre y retornan al Padre por el camino abierto por Jesús y la inspiración del Espíritu Santo, poniendo en juego la propia humanidad mediante un empobrecimiento que enriquece a los demás, los cristianos testimonian hoy en un mundo materialista y egoísta que su «historia» de generosidad tiene un valor «eterno». Jesús reveló que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). En Semana Santa los cristianos besan la cruz porque creen que el Amor es divino cuando, para impedir el sufrimiento humano y su justificación, nos hace humanos con la humanidad y pobres con los pobres.