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Cristo: Pasión de Dios y nuestra pasión

Si el día de mañana se inventara una “píldora del olvido”, una pastilla para borrar los hechos más dolorosos de nuestra vida, para suprimir de la memoria aquellos golpes que nos marcaron para siempre: ¿quién la tomaría?
Cualquier interesado debería primero sacar las cuentas. Si pudiéramos recordar sólo los buenos momentos, ciertamente no seríamos los mismos. A futuro, no pudiendo entender el sufrimiento de los demás, su pena nos parecería una estupidez. Creeríamos que se merecen lo que sufren. Los culparíamos de su tormento. Y, así, juzgándolos aumentaríamos su desgracia, evitando de paso que su infortunio nos toque.
Pero, además, sin esos hechos traumáticos nuestra identidad sería irreal. Nada hay más nuestra que esa historia de padecimientos que solamente podemos contar en privado, sin apuros y no a cualquiera. ¿Acaso no fue en aquellos momentos de dolor que tuvimos la impresión de ser distintos de los demás? «¿Por qué a mí?», dijimos, “¿Por qué ahora? ¿por qué de esta manera?”. Nos sentimos solos. Nos supimos únicos en el mundo. El placer, el amor no han cincelado nuestro «yo» más que la frustración, el fracaso y la impotencia de no haber sido amados como lo quisimos. Un hombre, una mujer sin memoria de su pasión, serían unos eternos turistas sobre la tierra. Su convivencia parecería una especie de show de irrealidad: escenografía, drama sonso, risas falsas, aplausos falsos…
Sin embargo, ¿podríamos nosotros juzgar a las personas que, habiendo padecido mucho en su vida, decidieran tomar la píldora para olvidar su dolor? De ninguna manera. Pero probablemente sería esta misma gente la menos interesada en tomarla, pues ella sabe que su pasión es exactamente lo que tendría que contarnos. Estas personas, nos consta, aportan a nuestra vida en sociedad una cuota de verdad cruda que nos delata y nos sana al mismo tiempo. Nadie como ellas desarrollan un olfato finísimo para detectar a la mujer mentirosa, al nuevo rico, al predicador que habla sin decir nada… Sin la memoria de las víctimas una sociedad avanza sin rumbo.
Jesús no habría tomado jamás la “píldora del olvido”. De haberlo hecho se habría incapacitado para representar a las víctimas ante Dios. Los seguidores de Jesús tampoco la habrían tomado. Pues compartiendo el dolor de los demás, amándolos con el amor de Jesús, los cristianos prueban lo imposible: que Dios no es apático, que a Dios no le da lo mismo la pasión del mundo.

1. La historia de nuestro sufrimiento
a) Cristo nos representa ante Dios a todos los que sufrimos
La experiencia de Jesús en Getsemaní es tan nuestra (Mc 14, 32-42). Ante su muerte inminente, Jesús sufre lo indecible. Por cierto su caso es distinto del nuestro. El dolor de Jesús es más amplio. No tiene miedo solo a que lo maten. Su sufrimiento expresa el rechazo de su pueblo al amor de Dios. No es cuestión de amor propio, aunque probablemente Jesús es consciente que tendrá un final vergonzoso. Sucede que en la pasión Jesús nunca fue tan grande la distancia entre el amor ofrecido y el amor rechazado.
Ninguno ser humano ha sufrido lo mismo, pero muchos hemos experimentado situaciones de dolor y de oración parecidas. ¿Cuántas veces en la vida nos topamos con un muro? Se nos cerró el futuro por completo. Se nos vino el mundo encima. No hubo nada que hacer o lo que podíamos hacer no habría revertido una desgracia inevitable. Incluso cuando no hemos llegado a estos límites en cosa de sufrimientos -tal vez a ninguno de nosotros nos ha tocado arriesgar la vida por alguien -, igual Jesús nos representa. “No hay pena chica”. No la hay para nosotros, tampoco Dios, el Señor del universo, considera insignificante las penas que para nosotros sí importan. En Getsemaní Jesús, orando a su Padre, nos representa a todos los que clamamos ayuda a Dios.

Ha podido ser que nuestra oración fuera un poco egoísta. No sólo necesitamos de Dios, solemos usar a Dios. Pero cuando el sufrimiento nos toca hondo, qué legítimo ha sido clamar: “por qué a mí”, “por qué ahora”, “por qué de esta manera”. Para el sufrimiento, en definitiva, no parece haber justificación posible. Otras preguntas apuntan directamente a Dios: “¿Hice algo mal?”, “¿le da a Dios lo mismo lo que me pasa?”, “¿me escucha?”, “¿sirve de algo rezar?”.

Los acompañantes dejan solo a Jesús, más tarde uno de ellos lo traicionará. No es raro que, cuando sufrimos, los que quisiéramos que estuvieran con nosotros no están…. Peor aún, suele ocurrir que nuestro dolor los espanta. Y, alguna vez, alguien nos juzga o nos da la espalda en el momento que más necesitábamos su comprensión. Puede también ocurrir que en el dolor experimentemos la compañía de Dios y la de otros. Incluso así, podemos tener la impresión de una gran soledad. No despreciamos estas compañías, la necesitamos, mitigan nuestro dolor. El sufrimiento, además de hacernos sentir solos, nos hace sentirnos únicos: nadie puede saber exactamente cómo y por qué nos duelen tanto las cosas. Jesús mismo terminará gritando “Dios mío, por qué me has abandonado”.
En Getsemaní Jesús nos representa ante Dios a todos los que sufrimos y clamamos auxilio. Pero, además, nos enseña cómo hacerlo. La oración del Huerto de los Olivos constituye una de las reglas de la oración cristiana: «Que se haga tú voluntad y no la mía». Desde entonces los cristianos pedimos a Dios lo que queremos y, al mismo tiempo, aceptamos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios.
b) Cristo crucificado representa a Dios que sufre por nosotros
En la cruz Jesús resume la donación de Dios a nosotros. Toda una vida de entrega. No todos lo advierten. Sí el Centurión: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39).

¿Cómo es que el Salvador necesita ser salvado? Jesús salva desde la cruz. ¿Un Dios crucificado? ¿Un Mesías (supuestamente omnipotente) que no hace nada? No pudiendo hacer nada, Jesús manifiesta que su exposición a nuestro dolor es completa. Haciendo suyo nuestro dolor, nos salva.
¿Y su Padre? Tampoco hace nada. ¿Un Dios indolente? No, todo lo contrario. Un Dios sensible ante el sufrimiento humano, un Dios de veras “com-pasivo”, es quien deja que el dolor de quien más quiere, su Hijo, verdaderamente lo toque. Para salvar, el Padre necesita padecer con el hombre solidario con la humanidad fracasada. Jesús revela a un “Dios al revés”: un Dios cuya omnipotencia se manifiesta al máximo en su capacidad de sufrir por sus criaturas. Un Dios a-pático no podría amar. Y el Dios de Jesús es amor com-pasivo.
Entre nosotros a veces sucede algo parecido. Es común que debamos ocuparnos de los demás justo cuando nos faltan las fuerzas para tenernos a nosotros mismos en pie. Otras veces nada podemos hacer por ellos, más que estar allí a su lado, escuchándolos, haciendo nuestro su sufrimiento, impotentes ante su desgracia. Parte importante del trabajo del sacerdote consiste en “chupar” dolor ajeno sin poder hacer nada por cambiar la vida de la gente que le desahoga sus penas. Y, a menudo, si poder él mismo descargar en otros los pesos que le cargan. Entonces nos queda el consuelo de la fe. Nuestra esperanza consiste en que Dios nos saque de la cruz como sacó a Jesús. Pero la vida es en serio y no en serie. Para que seamos libres, Dios se retira. No nos “programa”. No nos ahorra la carga.

Si nos atenemos al hecho del juicio y condena de Jesús, resulta que no lo mataron los esenios, ni los zelotes, ni las mujeres, ni sus discípulos, ni las mayorías pobres que lo seguían, sino los romanos instigados por los saduceos y los fariseos. Pero, en un sentido más profundo, sabemos que su muerte es la consecuencia última del pecado de la humanidad. El pecado mata. Jesús muerto en cruz también representa a las víctimas de nuestros propios pecados. Desde que el mismo Jesús ha exigido ser identificado con los últimos, inocentes o culpables, todo lo que hagamos a ellos o dejemos de hacer por ellos, a él se lo hacemos o no se lo hacemos (Mt 25, 31-46).
En otras palabras, Jesús no sólo se identifica con nosotros, sino también con “los otros”, con nuestro prójimo en general. A este, en tanto víctima nuestra, también Jesús lo representa. En la medida que Jesús se identifica con nuestras víctimas, nos juzga. Para Jesús, la obtención de la vida eterna no depende de nuestra religiosidad (la observancia de la Ley o de la “doctrina cristiana”) o de la pertenencia a un pueblo o raza determinada (judíos u otros). He aquí que la salvación misma que Cristo ofrece a todos por igual proviene exactamente de la actitud que se tenga ante quienes normalmente todos huyen, los que pueden contagiarnos una desgracia que a menudo es culpa nuestra, aquellos que, como víctimas, hacen presente al Señor y su amor.
d) Jesús es Dios que nos perdona

San Juan nos refiere el caso de la defensa de Jesús de una mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11). De este episodio podemos retener lo siguiente.
En primer lugar, parece lógico contrarrestar el origen del mal, poner coto a la causa del sufrimiento, imponer un castigo ejemplarizador a los pecadores… La Ley representa el orden que regula las conductas que aseguran la convivencia justa. Su invocación para castigar un delito se ajusta a derecho. Pero la aplicación de la Ley no erradica la violencia, sólo la contiene o la administra. Pongámonos en el caso de los que juzgan a la mujer. Apedrear a la pecadora no los libera de sus propios pecados. Como ellos, también nosotros quedamos encerrados en un círculo vicioso. Necesitamos algo más que la Ley y la justicia.
Jesús interviene rompiendo el esquema de la Ley. Jesús, inocente, no hace nada. El, que de acuerdo a la lógica religiosa tendría el derecho a arrojar la primera piedra, no la arroja. ¿Qué derecho pueden tener los demás, si todos son igualmente pecadores? La universalidad del pecado no se rompe con la perpetuación de la violencia, los pecadores solemos ser despiadados con los pecadores; ella se rompe exactamente con la abstención de su uso. Nada asegura que el comportamiento de Jesús instaure por sí mismo una nueva convivencia. La historia queda abierta. Pero Jesús ha introducido en ella una nueva lógica.
Pongámonos, sobre todo, en el caso de la mujer absuelta de su pecado. Ella nos representa a todos, comenzando por los más viejos. A ella Jesús le dice: “¿Nadie te ha condenado?… Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”. Si hubiera que ser precisos, Jesús no perdona sus pecados. No la condena. Su pecado sigue siendo un pecado. No condenándola, es que se abre para la mujer la posibilidad que Jesús le muestra de “no pecar más”.
3. La historia de una pasión compartida
Jesús ha revelado que Dios no es «a-pático», sino «a-pasionado»; que es «Amor apasionado» por la humanidad (Jn 3, 17: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito…”).
La entera humanidad es la «pasión» de Cristo y de Dios. No somos la pasión de Cristo sólo porque somos la causa de su sufrimiento, sino ante todo porque somos el objeto de su amor. La Providencia cristiana en un sentido preciso consiste en que Dios “lleva nuestra vida”, “conduce nuestra historia”, “carga con nosotros”. Dios es un Padre providente que nos conduce hacia sí mediante el Hijo y el Espíritu. A nosotros nos toca “dejarnos cargar”, confiar en Él absolutamente.
e) Nosotros somos la pasión de Cristo
«No anden preocupados por su vida…» (Mt 6, 25-35), nos recuerda Jesús. Nuestra vida está en las manos de Dios: no queramos ser más responsables que Dios.
Esto, a veces, cuesta mucho. Traigamos a la memoria el caso del padre cesante. Pasan los días, los meses, los años… Se crea una situación desesperante. Mientras más tiempo pasa peor. La misma ansiedad espanta los trabajos. Otro caso: los papás de un niño minusválido mental que comienzan a preguntarse: «después de nosotros quién cargará con él/ella…».
¡Cuidado!, nos diría el Señor. ¿No estaremos poniendo a Dios al servicio de nuestro proyecto en vez de ponernos nosotros al servicio del proyecto de Dios? «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…». No queda otra posibilidad que pedirle al Señor que nos enseñe a creer en El, a «creerle». Rogarle que regenere nuestra esperanza. ¿Acaso Dios no sabe lo que necesitamos? ¿Cabe la posibilidad de que nuestra mayor necesidad sea Dios mismo? ¿Hay alguna necesidad que pueda competir con la necesidad que tenemos de Dios?
No se trata de ser negligentes, indolentes, de despreocuparnos de la carga que nos ha tocado. Pero no la soportaremos si no nos “dejamos cargar” por el Señor. “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…”. ¿Entonces qué? Remata Jesús: «Buscad el reino y su justicia, y todo se les dará por añadidura» (cf. Mt 6, 25-34). Es decir, debemos dejar que Dios gobierne nuestra vida, abandonarnos confiadamente a Él, creer que de veras nos ama, en otras palabras, que nuestras preocupaciones nunca pueden ser mayores de la que Dios tiene por nosotros.

f) Cristo es nuestra pasión
Como dice Pablo: «El que se preocupa por los días, lo hace por el Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rom 14, 6-9).
En contra de otras pasiones como suele ser el dinero, la comodidad, la fama, el consumo e incluso algunas muy loables como la familia y el trabajo, la pasión de los cristianos es el Señor. La pasión por Cristo es superior a todas porque supera el carácter finito de nuestras pasiones mundanas. Cristo ha superado la muerte. La pasión por Cristo depende de la esperanza en su resurrección y de nuestra propia resurrección. Se trata de una pasión inmarcesible.
La vida cristiana se nutre de la experiencia de Cristo resucitado de entre los muertos. Recordemos el caso de los discípulos de Emaús (cf., Lc 24, 13-35). Los discípulos tenían una buena razón para volver tristes. La muerte de Jesús les confirmaba que habían seguido a un charlatán. La alternativa de vida propuesta por Jesús, la confianza absoluta en el Dios del reino, amar y perdonar a los demás, etc., fracasaba por completo. Había que volver a vivir como siempre, “asegurándose la vida”, “prevaleciendo sobre los otros”, buscando “congraciarse religiosamente con Dios” mediante la observancia ciega de la Ley y de las prescripciones rituales del Templo.
Pero la experiencia del resucitado hace que Cristo se convierta para ellos en la pasión de su vida. Vuelven a Jerusalén para sumarse a la misión de anunciar al resucitado. ¿Qué tienen ellos que aportar? Su propio cuento: el Señor hizo el camino con ellos, mientras caminaban les explicó las Escrituras y, habiéndose quedado en su casa, compartieron con él el pan. En lo sucesivo, estas serán las señales para que los que nunca lo conocieron, puedan reconocerlo vivo en la historia de sus propias vidas. Tres señales que, a la luz de la memoria de las palabras y hechos de Jesús, están preñadas de simbolismo. Y, entre la ignorancia y el reconocimiento de Jesús, una cuarta señal: “les ardía el corazón”.
¿Por qué los cristianos besan la cruz?
Cualquiera razón meramente histórica de la muerte de Cristo es insuficiente para explicar el misterio de la salvación. Sabemos que su muerte ha sido bastante más que un divertimento cruel de los que abusaban del poder. Consta que tampoco fue un error judicial de quienes lo habrían confundido con un revolucionario. Otras informaciones sobre su pasión pueden ser muy interesantes, pero a nadie le harán cambiar de vida. Esta muerte nos toca porque tiene un lugar central en el designio de Dios.
Pero, inevitablemente nos preguntamos: ¿cómo ha podido Dios querer la muerte de su Hijo? La única manera de zafarse de la posibilidad de entender la cruz como un acto macabro del Padre es, sin embargo, volver a tomar en serio la historia: habiendo sido Jesús eliminado por anunciar el reino de Dios a los pobres, Dios ha inaugurado este reino mediante la muerte y resurrección de Jesús. Es muy complejo explicar la articulación de la razón «eterna» con las razones «históricas» de la cruz. Toda interpretación queda expuesta a debate. Pero lo que no está en discusión es que la peor de la explicaciones es la que sirve para justificar las cruces humanas de cada día y la miseria del mundo, en el entendido que Dios tendría algún secreto derecho para castigar o hacer sufrir a sus criaturas.
Vistas las cosas «desde la historia», no cabe duda que a Jesús lo crucificaron por lo que dijo y por lo que hizo. Haber proclamado el reino de Dios a los miserables, a los endemoniados, a los cojos, a los ciegos, a los leprosos, a las mujeres; haber compartido la mesa con gente de mala vida, publicanos y prostitutas, constituyó una provocación abierta a los que, procurando la santidad de la nación, marginaban exactamente a estos que Jesús acogía, sanaba y declaraba bienaventurados (cf., Lc 6, 20). Con cada gesto, con cada palabra que Jesús pretendió reintegrar a la comunidad a los que los fariseos y saduceos consideraban pecadores -porque no cumplían las centenares de prescripciones legales y rituales para observar la Ley-, disputó a ellos el poder para hablar y salvar en nombre de Dios. Siempre será posible debatir sobre tal o cual elemento de la trama histórica que condujo a Jesús a la muerte, pero sin duda su opción por los pobres debió ser vista por los «justos», los ricos y las autoridades como un peligro para la estabilidad religiosa y política de Israel.
Vistas las cosas «desde la eternidad», la muerte de Jesús es la consecuencia necesaria de la Encarnación del Hijo de Dios en un mundo injusto (porque margina) e hipócrita (porque usa de la religión para marginar). La salvación que a través de la resurrección de Cristo Dios ofrece a toda la humanidad (cf., 1 Tim 2, 4-6), presupone y es el efecto último de que en María el Verbo no sólo «se hizo carne» (Jn 1, 14), sino que más precisamente «se hizo pobre» (2 Cor 8, 9). Identificándose con las víctimas del pecado, solidarizando con la humanidad atormentada antes y después de él, Jesús ha sido constituido, de modo incipiente en esta historia y definitivamente en la vida eterna, principio de rehabilitación para los despreciados por pecadores y de perdón para los considerados justos. ¿Quiénes? Todos, aunque diversamente: el Padre de Jesús no excluye a nadie, pero incluye al revés, a partir de los últimos y no de los primeros. En esta óptica se evita entender en términos de revancha las palabras de María: «a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 53) y otras expresiones parecidas, abundantes en la Sagrada Escritura.
La vida cristiana consiste en reproducir la vida de Cristo, en responder con hechos a preguntas como «qué haría Cristo en mí lugar» (P. Hurtado). Como hijos que proceden del Padre y retornan al Padre por el camino abierto por Jesús y la inspiración del Espíritu Santo, poniendo en juego la propia humanidad mediante un empobrecimiento que enriquece a los demás, los cristianos testimonian hoy en un mundo materialista y egoísta que su «historia» de generosidad tiene un valor «eterno». Jesús reveló que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). En Semana Santa los cristianos besan la cruz porque creen que el Amor es divino cuando, para impedir el sufrimiento humano y su justificación, nos hace humanos con la humanidad y pobres con los pobres.

Fe en un hombre crucificado

¿Por qué un teólogo pregunta a los filósofos?

Los cristianos creemos que Jesús resucitó. Pero esta afirmación sería completamente desorbitada o simplemente divertida, si no nos preguntáramos qué puede significar creer en un crucificado. Sería desorbitada, porque nos confronta con la necesidad de explicar en qué sentido un ser humano puede resucitar. Sería divertida, por ser fabulosa, como son las fábulas para niños.

 Pero podría tratarse de algo muy serio, en el caso que creer en un resucitado pudiera afectar y cambiar nuestra vida, la de los demás y la de la sociedad en su conjunto. Porque si se trata de “fe”, y no de un supuesto conocimiento, estamos hablando de una convicción personal que orienta o norma la vida. Y la vida, sabemos, puede hacerse en las direcciones más raras, para bien y para mal, propio y ajeno.

 Como teólogo pregunto a los filósofos, porque creo que Jesús, “el hombre crucificado”, representante de todos los “hombres crucificados”, es el Hijo del Creador del universo. Le pregunto en primer lugar al Creador del universo por qué lo crucificaron. El Creador me responde fundamentalmente a través de la praxis de los cristianos: la Iglesia cree en el crucificado y trata de practicar lo que él practicó. Los cristianos viven como si él hubiera triunfado, es decir, como si su praxis tuviera un valor eterno. Pero, en segundo lugar, el Creador también me responde por medio de los filósofos, porque la humanidad, en el sentido amplio del género humano histórico, no cree tan fácilmente que un crucificado sea para ella una “buena noticia”. El filósofo no menos que el teólogo, es guardián de la humanidad. El caso es que también el cristianismo merece ser vigilado. Una cosa es el Misterio de Cristo y otra su configuración histórica. Esta, a veces, ha andado muy lejos de Cristo. El cristianismo es una religión de difícil de comprender y de vivir. El mismo cuidado de la humanidad exige desentrañar su peculiaridad. Pues de lo contrario, nuestro amor por la cruz nos puede hacer mal. Los cristianos, de hecho, especialmente en el Occidente cristiano, hemos sido expansivos y, con la cruz en alto, hemos crucificado a muchos inocentes.

 Pregunto a los filósofos porque ellos, autorizados ante mí por la razón que el Creador les dio para pensar, y pensar a favor de todos los hombres sin exclusión, podrían controlar una posible orientación desorbitada o divertida de la fe en un Cristo resucitado. Controlarla, hasta donde sea posible hablar del acontecimiento mayor de la historia, el misterio pascual, cuyo significado último se revelará al fin de los tiempos. Pero, sobre todo, los filósofos pueden controlar una orientación ideológica, malsana y macabra del cristianismo. Pregunto a los filósofos porque ellos, autorizados ante mí por el Creador de la razón humana, no como creyentes, pueden tal vez decirnos qué no puede de ninguna manera significar que un hombre “resucite” o que un “crucificado” tenga un valor sagrado.

 Hago una distinción que no podemos pasar por alto. Lo más punzante no es qué pueda significar la muerte de un hombre. Este asunto ciertamente tiene valor tanto para los filósofos como para los teólogos. Se trata de una pregunta clave para cualquier antropología. Mi pregunta a los filósofos es por el significado de la crucifixión de un hombre, de un hombre como fue Jesús, lo cual implica la pregunta por la muerte de cualquier ser humano, pero va todavía más lejos, ya que en el caso de un crucificado hablamos de un hombre asesinado cruelmente por otros hombres. Esto agrega una nota de dramaticidad que obliga a pensar en un fracaso todavía mayor. La muerte es un fracaso, así parece, al menos en muchos casos. Pero la muerte por crucifixión tiene visos de tratarse del fracaso por excelencia, fracaso para asesinados y asesinos. Vistas las cosas desde la eternidad, la resurrección que esperan los creyentes no sería una especie de revivificación de un cadáver, si no de algo que tiene que ver con una persona determinada y un proyecto determinado, el reino de Dios, que es asesinada por personas que tuvieron motivaciones determinadas.

 Como teólogo necesito preguntar a los filósofos sobre la maldad. La fe sirve a los creyentes para afrontar la maldad, pero poco para explicarla. ¿Pueden los filósofos decirnos algo acerca de la maldad? Probablemente teólogos y filósofos encontremos dificultades muy semejantes para hablar de algo así. Desde el campo teológico alguien nos dirá que ella constituye un mal inescrutable. Una respuesta así, sin embargo, es insatisfactoria. Hay, por cierto, un mysterium iniquitatis, pero a veces deja huellas visibles. Creo y pienso, que debemos  seguir estas huellas. No hay que perder la esperanza de atacar las consecuencias en sus causas. En el siglo XX, por ejemplo, llegamos a saber que la pobreza no solo era un mal, sino también una maldad. Hasta ahora no faltarán quienes piensen que la pobreza sea una fatalidad, pero a partir del siglo pasado sabemos que ella se debe a una injusticia social. El teólogo, que lleva dentro de sí a un filósofo, debe preguntar acerca de la naturaleza de la maldad, y, en definitiva de la cruz, porque de lo contrario sería imposible entender de qué se trata eso que llamamos “salvación” y que, según creemos, comienza con la resurrección. El filósofo, el sociólogo, el psicólogo, los cientistas sociales en general, ayudan al teólogo a distinguir entre mal y maldad y, en la medida que lo hacen, lo capacitan para hablar de la “salvación” de un modo relevante. Si el teólogo, por su parte, no atiende estas voces peca contra su propio oficio. Su pecado sería algo así como creer en el Salvador, pero no en el Creador, el Dios que sustenta el esfuerzo de la razón y el desarrollo de las ciencias.

 El teólogo pregunta a los filósofos sobre el sentido de la cruz porque, en última instancia, necesita comprender la resurrección. La resurrección de Cristo revela el sentido de la historia. Esta misma resurrección los cristianos la comprobamos como real en nosotros mismos, toda vez que confesamos haber sido “salvados”. Nuestros hermanos evangélicos tienen mucho que enseñarnos a los católicos en esta materia. Tantos de ellos vivieron crucificados por esto o aquello, conocieron a Jesús, y el crucificado “los resucitó”. El teólogo pregunta al filósofo, en definitiva, por la resurrección. El filósofo puede precaver a los creyentes de discursos sobre el más allá que en vez de ayudarles a encontrar a Cristo en la cruz, solo sirven para “sacralizar” y “eternizar” el sufrimiento de las víctimas, o para vivir como virtud aquello que merece indignación y rebelión.

 Con la ayuda de su propia “razón” el teólogo debiera adentrarse en comprender la cruz, sin lo cual no podrá desarrollar discurso sensato alguno sobre la salvación. Con la ayuda de los filósofos, el teólogo puede sortear las innumerables maneras de engañarse a sí mismo, confundiendo opiniones y saberes piadosos, con los datos de la fe auténtica.

 Por estas razones yo como teólogo pregunto a los filósofos. Ya habrá ocasión para escuchar sus respuestas. Por ahora, queremos oír a los filósofos, así simplemente. ¿Cómo ven ustedes que haya gente que crea en un hombre crucificado? Les dejo la palabra.

Significado de la cruz

Es común creer que al que hace el bien le va bien y al que hace el mal le va mal. Si los hechos dicen lo contrario, si a veces a los buenos les va mal y a los malos les va bien, se piensa que tarde o temprano, las personas cultas, trabajadoras, ahorrativas y correctas serán recompensadas, pero las ignorantes, las descuidadas, las gastadoras y las corruptas sufrirán nefastas consecuencias. En las religiones, este esquema mental es garantizado por un “dios” que castigará a los que se comporten de un modo injusto y premiará a los que observan sus mandamientos.

La otra cara de este modo de pensar, sin embargo, lleva sutilmente a concluir algo muy grave: que los triunfadores son buenos y que los perdedores son malos. Por esto muchos creen que el contagio con los ricos, los sanos y todos aquellos a los que la vida les sonríe podrá beneficiarlos, y se les acercan y los adulan. Por el contrario, es tan común sospechar de los pobres y evitar su contacto: si son pobres, es que son flojos. En Chile todavía se dice de algunas víctimas “algo habrán hecho”.

El cristianismo enseña que esta lógica es errónea. En la cruz Dios estuvo en un hombre que, condenado a muerte, parecía culpable, pero era inocente. Si Dios se identifica con Jesús, mientras Jesús se identifica con los perdedores, su lógica rompe con aquella otra lógica que inspira desprecio por los culpables y veneración por los justos. La lógica del Dios de Jesús, es el amor desinteresado. ¿Se entiende? No fácilmente. La entenderán los que sean amados y perdonados por los imitadores de Jesús, cuando a los ojos de la sociedad ellos parezcan culpables por su pinta de perdedores.

Se dirá que la resurrección fue el premio del justo. Sí, si entendemos que Dios premia a Jesús con la vida nueva, pero que en la cruz no lo castiga a él ni en él a los que lo han crucificado. Dios no necesita condenar a unos para salvar a los otros. Dios puede lo que nadie puede: morir por los pecadores y resucitar por los inocentes. Para ofrecer el perdón divino a los pecadores Jesús comparte la consecuencia última del pecado, la muerte. Para reivindicar a las víctimas inocentes del pecado, resucitando a Jesús Dios hace justicia a los ajusticiados injustamente. Muy distinto a lo que se piensa comúnmente, Dios ama a inocentes y pecadores. Dios no sabe castigar. Ama, y nada más.

¿Da lo mismo entonces comportarse bien o mal? De ninguna manera. Si en la cruz Dios ofreció el perdón a los que descargaron en su Hijo inocente un daño que Él no descargaría en un culpable, alcanzan la vida eterna los que son compasivos con los pecadores como Él es compasivo con ellos. En cambio, los que se empeñan en apartarse de los pecadores y juzgarlos, se condenan solos, porque solos se niegan a entrar en el circuito de la compasión de Dios. El infierno es invento humano, no divino. Dios ha creado sólo el cielo. Para amar y perdonar, Dios no necesita de nuestra bondad ni que le crucifiquen a un hombre. Si Dios quiere salvar a la humanidad, se salva el que prolonga la magnanimidad de su amor con el prójimo, pero también consigo mismo. Si Dios ama a los que no merecen ser amados, la misión de los cristianos consiste en inventar un mundo al revés, un mundo digno de todos y no sólo de algunos. La santidad auténticamente cristiana no consiste en la impecabilidad, sino en la misericordia. La justicia divina no hace intrascendente la búsqueda de justicia humana, pero, al encajarla en la misericordia, la capacita para rescatar a los malos en vez de descartarlos.

Jorge Costadoat S.J. Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Santiago, 2004.

Jesús es coronado de espinas

Semana Santa

Canal 13  –  P. Universidad

Católica de Chile

 

http://semanasanta2009.canal13.cl/semanasanta2009/html/Videos/Momentos/375960.html

El sacrificio de Jesús

Cualquier persona que haya sufrido sabe que el sufrimiento no tiene justificación. Sin embargo, los cristianos recuerdan y celebran un hecho doloroso, la cruz de Jesús. ¿Por qué? ¿A quién pudiera agradar el sufrimiento de Jesús? ¿A Dios? ¿Qué Dios? ¿No se presta la cruz para legitimar dolores y sacrificios humanos muy abominables?

Es delicado hablar del valor del sacrificio. No por nada esta palabra se ha desprestigiado. Pensemos en el sacrificio de generaciones de esclavos que hicieron posible civilizaciones grandiosas, Grecia, Roma… Para nuestra mentalidad moderna, el más aberrante de los sacrificios ha podido ser la inmolación ritual de seres humanos para calmar la ira de Dios y granjearse sus beneficios. Pero el mundo moderno ha sido más cruento que cualquier religión arcaica. Recordemos el holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra, los crímenes de Stalin o la explotación capitalista. ¡Cuánto sacrificio forzoso e injusto!

También el cristianismo ha desprestigiado la palabra sacrificio. Todos los sufrimientos que los cristianos en dos mil años han infligido a otros en nombre de Cristo –¡qué bueno que un Papa pida perdón por ellos!, ocultan el significado de la cruz de Jesús. En esta larga historia, hay que notar un hecho especialmente grave. Durante el segundo milenio y hasta hoy día, se introdujo en la Iglesia una tergiversación muy grave del sentido del sacrificio de Cristo: Dios, como un ser ofendido y justiciero, habría exigido la muerte de su Hijo como pena por el castigo que la humanidad merecía por su pecado. En otras palabras, que Dios habría salvado a la humanidad a cambio de que un hombre le fuera sacrificado. No sería raro que esta imagen macabra de Dios haya servido para justificar lo injustificable: el sufrimiento humano.

El sentido del sacrificio de Cristo, sin embargo, es exactamente el contrario. En coherencia con su historia de entrega a los demás, el hombre que sacrifica libremente su vida en la cruz es Dios mismo que, cuando ama, ama con todo y no en parte, que no da algo sino a sí mismo y por entero. El sacrificio del hombre Jesús en vez de compensar a Dios, constituye la entrega de Dios para compensar, sanar y realizar a la humanidad, la más querida de sus criaturas. Toda la vida de Jesús no es otra cosa que consuelo de Dios para el hombre o la mujer que sufre, perdón por sus errores, curación de sus enfermedades, solidaridad con las víctimas inocentes, en una palabra, amor extremo.  El castigo que Jesús sufre en el Gólgota no le viene de Dios, sino de los hombres. Ese castigo es la consecuencia última de la maldad humana, no divina. Dios no castiga. Dios no necesita que nadie sea castigado o sacrificado para salvar. Dios es omnipotente: ama gratis. Es la humanidad la que ha necesitado que Dios se sacrifique por ella, que llore en su lugar y en su lugar cargue el peso que la agobia. Todo sin esperar nada a cambio.

A Dios sólo le agrada el amor, el de Jesús y el nuestro cuando consiste en amarnos unos a otros como Jesús nos ha amado. Dios nos regala a Jesús, pero no es sádico. Jesús nos da su vida, pero no es masoquista. Dios goza con nuestra liberación del mal y del dolor. Goza toda vez que prolongamos el sacrificio de Jesús, sacrificándose los padres para que los hijos tengan mejor educación (sin sacarles en cara nada), ofreciendo el perdón a los enemigos (que, arrepentidos de ofendernos,  no pueden empero restituir), dando a los pobres “hasta que duela” (como diría el Padre Hurtado) o simplemente padeciendo con los que padecen.

¿Hasta dónde se entiende el sacrificio de Jesús? No sé. Pero en Semana Santa los cristianos recuerdan y celebran la resurrección de Jesucristo crucificado: no el dolor, sino el triunfo del amor sobre el dolor; el dolor del amor que triunfa sobre el pecado.

 

 

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

"La pasión de Cristo" de Mel Gibson

Conmueve ver a la gente sollozar al final de la película de Gibson. Comprendo que, teniendo un conocimiento previo de la misión de Cristo, al reconocer en el filme lo más sagrado de sus vidas las personas se emocionen y deseen ser mejores. Pero los impactos emocionales no bastan. Todo el bien que puede hacer «La Pasión» no excusa la reflexión sobre su calidad.

Esta película pasará a la historia por la crueldad contra Jesús. Lo demás es secundario, incluso la bella actuación de María. Gibson ha querido que lo que nos guste de su «pasión» sea la sangre de Cristo. Me limitaré aquí a la cuestión teológica de fondo: ¿puede gustarle a Dios este filme como interpretación de la pasión de su Hijo?
Me apuro a responder: creo que no. Nada hay más difícil de interpretar correctamente que el Misterio Pascual, la principal razón que los cristianos tienen para vivir y esperar. La película de Gibson, sin embargo, sugiere una interpretación teológica inquietante. Dos son, a mi juicio, los errores acerca de la salvación cristiana implicados. Primero, se reduce la salvación al perdón de los pecados y, segundo, ella opera a través de la sustitución penal de Cristo. Gibson incurre en estos dos fallos al desconectar o conectar pésimamente la pasión de Jesús con su historia anterior y con su resurrección.
La sustitución de Cristo
Hasta el año 1000 aproximadamente, predominó en la Iglesia la teología de los padres griegos que subrayaba la importancia del don de Dios mismo en Cristo crucificado. Para colaborar en su salvación, los hombres debían creer que, al entregarse Dios por ellos, los amaba y salvaba libre y gratuitamente. Pero desde Anselmo en adelante, aun cuando en este santo predomina la convicción de la misericordia de Dios con las víctimas del pecado,  la teología latina giró en contrario. Se afirmó que la salvación la otorga Dios gracias a la satisfacción que Cristo crucificado le ofrece en representación de quienes no pueden, siendo pecadores, reparar la ofensa de su honor divino herido por los pecados.
En lo sucesivo se desarrollaron teologías que, extremando la importancia de la entrega del hombre Jesús, terminaron por encajar a Dios en el paradigma de la justicia penal, lesionando la gratuidad del sacrificio y de la salvación cristiana. Enseñaron que Dios castigó a Cristo en lugar de la humanidad. De tanto aislar el sacrificio de Jesús, redujeron los protagonistas de la cruz a dos, a Cristo que sustituye en ella a la humanidad y al Padre que la castiga en su Hijo. Este grave error fue posible al olvidar al tercer protagonista: fariseos y sacerdotes, los únicos que procuraron directamente su muerte.
Gibson excusa a Pilatos, acusa a las autoridades judías, pero traspapela la verdadera razón que tuvieron para matar a Jesús: un «reino de Dios» ofrecido generosamente a pobres y pecadores, echaba por tierra una religiosidad de premios y castigos. Abrogado el temor por el amor, las autoridades religiosas no tendrían cómo retener a las víctimas de las normas y ritos que ellas mismas habían multiplicado para someterlas a una religiosidad que usurpaba a Dios la posibilidad de seguir orientando interiormente la libertad y la conciencia. Al suprimir la gratuidad de la salvación, al exigir un castigo suficiente por los pecados, Gibson invierte el sentido del cristianismo, pues hace del sufrimiento como castigo el secreto de la salvación.
¿En qué sentido, en realidad, el sacrificio de Cristo ha sido grato a Dios? Jesús no fue masoquista. Su Padre no fue sádico. Grato a Dios ha podido ser el sacrificio de Jesús a lo largo de toda su vida, no sólo en su pasión, particularmente desde que predicó la Buena Noticia del amor incalculable del padre del hijo pródigo (Lc 15, 11-32) y de la paga desmesurada del patrón a trabajadores que merecían infinitamente menos (Mt 20, 1-16). A Dios es grato el amor de aquellos que, como su hijo, hacen suyas las penas ajenas aunque ello les cueste la vida. Para que este amor entrara de una vez por todas en este triste mundo, Jesús creyó necesario seguir hasta el final y su Padre, paradójicamente abandonándolo, sostuvo su libertad en vez de intervenir milagrosamente en su ayuda. Así Dios nos hizo libres, hijos del amor que vence el temor. Lo dice magistralmente la primera carta de Juan: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira al castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud del amor. Nosotros amemos, porque él nos amó primero»  (1 Jn 4, 18-19). Dios no necesita dañar para salvar.

Reducción y Alteración de la salvación
Al prescindir Gibson de la predicación del «reino de Dios» por Jesús previa a la pasión, desecha la única posibilidad de entender que el Misterio Pascual es el misterio del amor gratuito de Dios con las víctimas del pecado y, a través de estas, con los pecadores. Los flashback a la historia anterior a la pasión no completan lo que falta y, en todo caso, confirman lo dicho.
Si se desconoce que Jesús tuvo un proyecto, el «reino de Dios», en los solos episodios de la pasión es imposible descubrir por qué lo asesinaron. La razón histórica de la muerte de Jesús, en el relato de Gibson, se halla completamente pulverizada. Se le acusa de mago, de violar las leyes del templo, de criminal, de loco, de hacerse llamar Hijo de Dios o «rey de los judíos», de no observar el sábado, de enseñar una doctrina engañosa, de liderar una secta, de negarse a pagar el tributo al César. La acusación de blasfemia no constituye «la razón» por la cual lo mataron, sino la razón argüida para matarlo. Tampoco ha podido serlo acusar a Jesús de una pretensión mesiánica. Tantas verdades a medias sólo han podido ocultar que a Jesús lo mataron por anunciar el «reino de Dios». La única referencia de Gibson al «reino de Dios», sin embargo, es para decirnos con Jesús: «Mi reino no es de este mundo», siendo que la novedad más extraordinaria de Jesús fue haber proclamado la actualidad del reinado de Dios innumerables veces, anticipando simbólicamente en la institución de la eucaristía la plenitud de este reino. Gibson no parece entender que sin el Misterio Pascual es el «reino de Dios» el que no habría acabado de llegar, y que, sin la predicación prepascual de Jesús, el Misterio Pascual no sólo es ininteligible, sino que se presta a la mistificación sado-masoquista del sufrimiento.
La desconexión de la pasión de Gibson atañe al pasado de Jesús, pero también a su futuro de resucitado. La única conexión con lo anterior es que Jesús resucitado está limpio de sangre y en las manos se advierten las cicatrices de la pasión. Pero, ¿no había sido ajusticiado injustamente? La resurrección del Cristo de Gibson no es justicia para el inocente Jesús. De suyo, su resurrección de la muerte no ha podido bastar para rehabilitar a Cristo, si el Padre no acredita su justicia y la de las demás víctimas inocentes. Tampoco a sus discípulos la resurrección de Jesús los rehabilita después de haber seguido a un condenado a muerte. En los Evangelios, en cambio, la resurrección es proclamada por los testigos que anuncian la acción portentosa del Padre que a ellos mismos los enaltece con el exaltado, sacándolos definitivamente de una religión terrorífica y envalentonándolos para que anuncien la Buena Nueva. En razón de este grave olvido, el resucitado de Gibson no ofrece esperanza a las demás víctimas inocentes del pecado, sino que perpetúa la posibilidad de usarlas para la salvación de los «crucificadores». Si Jesús había enseñado que «el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27); si para él los mandamientos y los ritos son un medio y el hombre es un fin, el Cristo resucitado de Gibson no tiene fuerza teológica para impedir que los hombres sigan amando a su prójimo para cumplir la Ley, en vez de amarlos como el nazareno, ¡como Dios!, libre y desinteresadamente, por un amor auténtico al prójimo y no por miedo farisaico al incumplimiento religioso.
La «pasión de Cristo» de Gibson no impresiona tanto por la violencia física que exhibe como por la violencia moral y religiosa que olvida. Muestra la sangre, pero ridiculiza el conflicto hasta ocultarlo.

¿Un filme anti-semita?
El Cristo de Gibson no parece ser Evangelio para los judíos de Auschwitz y Dachau, los pobres latinoamericanos, las víctimas de la revolución bolchevique y de Mao, los nuevos crucificados del terrorismo islámico, vasco o checheno. La discusión puede quedar abierta excepto en un punto: si esta película fuera anti-semita, por la misma razón sería anti-cristiana. Un Cristo que sea Evangelio sólo para los cristianos, pero no para los demás, sería lo más cercano a un Anti-cristo. Un Cristo que moviera a reducir a la Iglesia Católica a una comunidad cerrada a la acción de Dios en los otros credos y personas, poseedora exclusiva de Dios cuya verdad es su amor
(1 Jn 4, 8), no sólo podría representar un peligro para la convivencia social, sino que abrogaría la vocación más profunda de la misma Iglesia a anunciar a Jesucristo como Buena Noticia a todos los que han de ser considerados criaturas de Dios.

No soy experto en cine, luego entiendo que otras personas tengan una percepción diversa de la «pasión de Cristo», de Mel Gibson. Todas las interpretaciones son respetables, aunque no cualquiera sea igualmente válida. A mi juicio, este filme se suma a las comprensiones defectuosas del sacrificio de Cristo que han podido hacer daño a la causa del Evangelio. Muchos no son cristianos porque les parece que, de alguna forma, la cruz justifica el sufrimiento inocente, la irracionalidad de la violencia y la perpetuación de la culpa. Entre los cristianos, aquí y allá, lamentamos las consecuencias de la inversión del sentido del sacrificio de Cristo cuando, para vivir nuestra fe, debemos participar activa o pasivamente de la dureza de un «dios» que no es el Dios exigente pero tierno de Jesús. Dolorismo, victimismo, servilismo, resignación, exacerbación de la culpa, sometimiento, indulgencia con la tortura, miedo a equivocarse, anulación del valor de la libertad en el cumplimiento de la ley moral, expropiación de las conciencias e indiferencia ante los fracasados, son muestras que oscurecen nuestra imitación de Cristo a lo largo de los siglos. Seamos sinceros: el cristianismo no se ha librado de reciclar el fariseísmo. Para camuflar nuestra hipocresía los cristianos solemos negar la historia, esconder los conflictos no resueltos y, para ajustar las cuentas con la imagen idolátrica que deseamos cultivar de nosotros mismos, cargamos a los inocentes las culpas que no podemos soportar.
¿Habría bastado una gota de sangre de Cristo para la salvación de la humanidad? Gibson parece convencido de que ha sido necesaria mucha sangre. ¡Absurdo! No es la sangre de Cristo, la pura pasión, sino la entrega de toda una vida para hacer creíble que Dios abomina la violencia y sus víctimas, lo que ha sido establecido como principio del reino de vida plena que, a partir de la resurrección de su Hijo, Dios comparte gratuitamente con todas sus criaturas comenzando por los judíos. No es el dolor por sí, sino el dolor del amor apasionado y misericordioso del mismo Hijo de Dios para que no se pierda una sola gota derramada de sangre inocente, para que la memoria de ninguna víctima sea borrada para siempre, lo que merece fe y da esperanza a los crucificados de la historia y a los que cargan con su cruz de cada día. Son las víctimas, que representan sacramentalmente a Cristo (Mt 25, 31-46), las que introducen a los pecadores en el «reino de Dios», en el misterio del amor gratuito.

¿Por qué los cristianos besan la cruz?

Cualquiera razón meramente histórica de la muerte de Cristo es insuficiente para explicar el misterio de la salvación. Sabemos que su muerte ha sido bastante más que un divertimento cruel de los que abusaban del poder. Consta que tampoco fue un error judicial de quienes lo habrían confundido con un revolucionario. Otras  informaciones sobre  su pasión pueden ser muy interesantes, pero a nadie le harán cambiar de vida. Esta muerte nos toca porque tiene un lugar central en el designio de Dios.

 Pero, inevitablemente nos preguntamos: ¿cómo ha podido Dios querer la muerte de su Hijo? La única manera de zafarse de la posibilidad de entender la cruz como un acto macabro del Padre es, sin embargo, volver a tomar en serio la historia: habiendo sido Jesús eliminado por anunciar el reino de Dios a los pobres, Dios ha inaugurado este reino mediante la muerte y resurrección de Jesús. Es muy complejo explicar la articulación de la razón «eterna» con las razones «históricas» de la cruz. Toda interpretación queda expuesta a debate.  Pero lo que no está en discusión es que la peor de las explicaciones es la que sirve para justificar las cruces humanas de cada día y la miseria del mundo, en el entendido que Dios tendría algún secreto derecho para castigar o hacer sufrir a sus criaturas.

 Vistas las cosas «desde la historia», no cabe duda que a Jesús lo crucificaron por lo que dijo y por lo que hizo. Haber proclamado el reino de Dios a los miserables, a los endemoniados, a los cojos, a los ciegos, a los leprosos, a las mujeres; haber compartido la mesa con gente de mala vida, publicanos y prostitutas, constituyó una provocación abierta a los que, procurando la santidad de la nación, marginaban exactamente a estos que Jesús acogía, sanaba y declaraba bienaventurados (Lc 6, 20). Con cada gesto, con cada palabra que Jesús pretendió reintegrar a la comunidad a los que los fariseos y saduceos consideraban pecadores (porque no cumplían  los centenares de prescripciones legales y rituales para observar la Ley), disputó a ellos el poder para hablar y salvar en nombre de Dios. Siempre será posible debatir sobre tal o cual elemento de la trama histórica  que condujo a Jesús a la muerte, pero sin duda su opción por los pobres debió ser vista por los «justos», los ricos y las autoridades como un peligro para la estabilidad religiosa y política de Israel.

 Vistas las cosas «desde la eternidad», la muerte de Jesús es la consecuencia necesaria de la Encarnación del Hijo de Dios en un mundo injusto (porque margina) e hipócrita (porque usa de la religión para marginar). La salvación que a través de la resurrección de Cristo Dios ofrece a toda la humanidad (1 Tim 2, 4-6), presupone y es el efecto último de que en María el Verbo no sólo «se hizo carne» (Jn 1, 14), sino que más precisamente «se hizo pobre» (2 Cor 8, 9). Identificándose con las víctimas del pecado, solidarizando con la humanidad atormentada antes y después de él, Jesús ha sido constituido, de modo incipiente en esta historia y definitivamente en la vida eterna, principio de rehabilitación para los despreciados por pecadores y de perdón para los considerados justos. ¿Quiénes? Todos, aunque diversamente: el Padre de Jesús no excluye a nadie, pero incluye al revés, a partir de los últimos y no de los primeros. En esta óptica se evita entender en términos de revancha las palabras de María: «a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 53) y otras expresiones parecidas, abundantes en la Sagrada Escritura.

 La vida cristiana consiste en reproducir la vida de Cristo, en responder con hechos a preguntas como «qué haría Cristo en mí lugar» (P. Hurtado). Como hijos que proceden del Padre y retornan al Padre por el camino abierto por Jesús y la inspiración del Espíritu Santo, poniendo en juego la propia humanidad mediante un empobrecimiento que enriquece a los demás, los cristianos testimonian hoy en un mundo materialista y egoísta que su «historia» de generosidad tiene un valor «eterno». Jesús reveló que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). En Semana Santa los cristianos besan la cruz porque creen que el amor  es divino cuando alivia el sufrimiento humano e impide su justificación. Tan divino que, venciéndonos, nos hace humanos con la humanidad y pobres con los pobres.