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20 años de la Universidad Alberto Hurtado

La Alberto Hurtado cumple 20 años.

Su fin ha sido integrar fe y cultura, y fe y justicia, en tiempos de cambios grandes y acelerados, en un país que se supera a sí mismo, pero que debe encarar injusticias antiguas y nuevas.

La UAH entró en el campo de batalla –porque el mercado de la educación superior ha sido una especie de guerra- con una tradición intelectual respetable: el Cisoc (estudios socio-religiosos), el Cide (investigación en educación), el Colegio Loyola (formación en filosofía y humanidades para los jesuitas) e Ilades (concentrado en la Doctrina Social de la Iglesia), además de tres bibliotecas: la de los jesuitas, la de la revista Mensaje y la del Centro Belarmino.

Han sido años de lucha. La universidad no comenzó económicamente fundada. Ha debido allegar recursos con enormes esfuerzos. Ha sido necesario pasar las vallas de las acreditaciones. Hoy está acreditada por 5 años, incluidos investigación y postgrados. Levantó el primer doctorado en sociología en Chile. Ahora tiene cinco doctorados: en filosofía, en educación con la Diego Portales, en trabajo Social con Boston College y uno en psicología, que está comenzando.

Tratándose de una universidad de investigación tiene profesores de primer nivel. Es un hervidero de ideas, de paneles, de seminarios, de lanzamientos de libros, de cruces interdisciplinares.

Pero su mayor orgullo son sus estudiantes. Más de la mitad de ellos estudian con gratuidad. La universidad sintoniza con una de las principales aspiraciones del país: educación de calidad para todos. Los estudiantes provienen de todas las comunas de Santiago.

Las dependencias de la universidad se hallan justo al centro de la ciudad por donde circulan las personas más diversas y ocurre de todo un poco. Como también otras universidades, estos años tan revueltos la UAH ha debido sufrir los asaltos de sectores estudiantiles recalentados. ¡Qué se le va a hacer! Es parte del cuento.

El 19 de octubre se agradecerá a Fernando Montes el titánico esfuerzo fundador. Habrá de recordarse a otros titanes: Fernando Verdugo, Gonzalo Arroyo, Andrea Vial, Jorge Larraín, Eduardo García-Huidobro, Jorge Rodriguez, Davor Harasic, Alberto Vázquez, Alberto Hurtado Fuenzalida y Hugo Yaconi, que hicieron bien la pega y más. A otros, los ciclópeos que aún trabajan en ella, no los menciono. Son muchos y muchas.

La belleza del campus se debe en buena medida a Alberto Labbé, arquitecto, que ha debido bregar contra los más diversos gustos. Pero también a un batallón de servidores y servidoras que tienen todo impecable.

Recuerdo cuando con Eduardo Silva redactábamos los programas de los cursos filosóficos. Para decir una palabra sobre la precariedad inicial. Eran los comienzos. Hoy Eduardo es rector. Yo, nada más que un mirón. Mi ventana da al patio de la universidad. Miro hacia abajo, veo a los chiquillos y profesores conversando, jugando, riéndose, y siento una enorme alegría.

Las universidades católicas a 50 años de la Reforma

A 50 años de las Reforma universitaria, algo más se puede esperar de las universidades católicas. Las miradas se centran en su autonomía (hacia afuera) y la libertad (hacia adentro). Este par de asuntos atañe a todo tipo de universidades. En las “católicas”, la cuestión tiene ribetes teológicos.

La razón de ser de las universidades católicas radica en Dios. Los cristianos creen que Dios “cree” en el ser humano. Esto es, que Dios confía que el ser humano puede sacar adelante la creación con su razón. Por lo mismo se puede decir: Dios “cree” en la universidad y celebra que los universitarios busquen libre y desinteresadamente una verdad que está implicada en Cristo, pero que nadie tiene cómo explicitar saltándose el escrutinio de los pares académicos o de los estudiantes sean cristianos o no.

Los problemas que a este respecto se plantean en las universidades católicas tienen que ver exactamente con la fe. Lo digo en dos sentidos. Primero, suele ocurrir que las autoridades eclesiásticas tienen mucho menos “fe” en el ser humano que la que Dios tiene en él. Esta carencia las lleva a tomar decisiones en la universidad que inhiben o claramente dañan la libertad que necesitan las facultades y los académicos para cumplir su misión. Esto es especialmente perturbador cuando en las universidades católicas se piensa que la fe de los universitarios en Dios es más importante que la fe de Dios en los universitarios. La piedad religiosa en los campus de estas universidades requiere ser observada con lupa, porque regularmente da pie a las confusiones más lamentables. Imaginar que por tener “fe religiosa” puede un universitario sacar ideas directamente de Dios como se hace de un cajero electrónico, constituye una suerte de “herejía”. El monofisismo es una herejía cristológica que, en términos contemporáneos, lleva a pensar que Jesús de Nazaret, por ser Hijo de Dios, fue eximido de la fatiga de la libertad, de pensar y de creer.

El asunto es complejo, en segundo lugar, porque la razón de ser de las universidades católicas es la inculturación del Evangelio. Si en una universidad católica la fe en Cristo no tuviera nada que aportar a la razón en su búsqueda de la verdad; si en ella los creyente pudieran acudir a las aulas en la mañana y a la iglesia por la tarde sin que ambas dimensiones de su vida no hicieran ningún contacto, la universidad incurriría en la herejía contraria: el nestorianismo. Esto es, que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret concurrirían en un mismo personaje, conservándose en él de algún modo incomunicadas las cualidades de uno y de otro.

¿Qué es inculturación del Evangelio? Es una apuesta. La Iglesia apuesta a que es posible articular fe y razón, fe y ciencia, fe y cultura en orden a configurar un mundo justo y fraterno. Es una apuesta, porque nadie tiene una receta para producir esta combinación de elementos heterogéneos. Solo se lo puede conseguir probando y equivocándose, haciéndose cargo del desgarro de la humanidad, luchando contra los poderes fácticos (empresas, grandes donantes, partidos, Estado) que desvían las energías intelectuales para alcanzar bienes particulares (no uni-versales). Las universidades se deben a la totalidad de la humanidad. Las universidades “católicas” (en griego, “universales”) lo mismo, por esta precisa razón.

La tarea de las autoridades eclesiásticas universitarias debiera consistir en proteger a las universidades de estos poderes. Es decir, defender su autonomía. Y, por otra parte, buscar la manera de poner en juego el cristianismo dentro de la universidad, con un respeto sagrado por la libertad de sus integrantes. Pues el cristianismo no es “la verdad”. Es una apuesta a que existe una verdad, Cristo, que solo se reconoce cuando nos hace profundamente humanos y hermanos entre todos.

Universidades de «instinto» cristiano

UAHSé que suena rara la expresión. Adelanto dos sinónimos: universidades de intuición cristiana; universidades anónimamente cristianas. Esto es, universidades en las cuales las personas, pudiendo no ser católicas ni cristianas, aun como agnósticas, ateas o pertenecientes a otros credos, atinan sin embargo con lo que los cristianos debieran reconocer como suyo y fundamental. ¿Por qué elucidar un concepto aparentemente tan rebuscado? Muy simple: para distinguir a estas de aquellas en las que la denominación “católica”, “pontificia” o “cristiana” explícita sirve a otros intereses, distintos del que la Iglesia espera que cumplan, y para que estas puedan orientarse en la consecución de su misión. Pues ocurre que a veces la adscripción religiosa en algunas universidades las perjudica y les impide alcanzar la verdad, objetivo de toda universidad.

Distingo la universidad de “instinto” cristiano respecto de las universidades explícitamente cristianas. En estas puede darse que la confesionalidad se considere lo principal. Cuando esto ocurre, no ser católico o cristiano puede tolerarse bien o mal. Pero incluso allí donde se lo tolera con gran simpatía, el hecho de que la identidad universitaria estribe en la pertenencia al credo cristiano, se termina discriminando entre universitarios (alumnos y profesores) de primera y de segunda. Esto sucede, por ejemplo,cuando en paridad de condiciones académicas una universidad católica contrata a un católico; excluido el caso en que ser católico sea un requisito decisivo, por ejemplo, cuando se trata de contratar a un profesor de teología.

Hay otras universidades cristianas,  católicas o pontificias en las que la confesionalidad no es fundamental. En ellas no cabe discriminación en virtud del credo. En cambio, lo principal es el diálogo del cristianismo con la secularidad en el momento histórico correspondiente. En este caso, el Evangelio es exigido a dar razón de su capacidad de transformación creativa y liberadora de la humanidad en todos los planos; esto debe ocurrir, sin embargo, mediante un recurso explícito al factor cristiano. Los no cristianos en estas universidades tienen la misma legitimidad de título que cualquiera. Pero, es indispensable que en ellas haya efectivamente cristianos y que dialoguen con todos en vista de una inculturación de la fe. Si no los hay, no hay diálogo, no se cumple su misión. ¿Cuántos debiera haber? Bastaría uno. Si no lo hubiera, tales universidades tendrían que cerrar. No se justificaría su existencia.

Las universidades de “instinto” cristiano se justifican por una conclusión teológica del Concilio Vaticano II (1962-1965): la salvación ocurrida en Cristo ha alcanzado a todos los seres humanos y está actuante en cada persona, independientemente de que crea en Dios o no crea, de que crea esto o aquello. Dios,  podría decirse, se las arregla para llevar a la plenitud a la humanidad (personal y socialmente considerada) por caminos que la Iglesia católica y los cristianos pueden desconocer (Gaudium et spes 22). Es más, puede ser que incluso los ateos le lleven la delantera a los católicos pues, como el mismo Concilio afirma, lo decisivo en la historia humana es la caridad (Lumen gentium14). Debe entonces considerarse que una universidad es cristiana, en lo más profundo de su concepto, cuando tiene un sentido público, a saber, cuando busca la verdad, la justicia y la reconciliación social independientemente de la identidad religiosa, filosófica o cultural de sus miembros. Una universidad cristiana puede ser privada, pero si no tiene vocación de bien común, si no mira al conjunto de la comunidad nacional ni se abre a la universalidad de la verdad, también debiera cerrar. Por el contrario, puede haber universidades que sin ser confesionalmente cristianas, los cristianos deberían poder reconocer como “cristianas”; como universidades de “instinto cristiano”.

Si es así, se dirá, no tiene sentido que haya universidades confesionales. Es esta una paradoja típicamente cristiana, difícil de resolver. Ocurre que en este plano se replica la curiosidad del cristianismo como religión de la secularidad; pues para este credo Dios se encarna y solo se deja reconocer en un ser humano común. Todo el simbolismo, la metáfora y la representación que asemejan al cristianismo con otras religiones, está al servicio de hacer que el ser humano sea más humano, ya que la trascendencia que invoca no es alienante sino radicalmente histórica. El cristianismo postula una salvación “de” el mundo en un sentido, pero no en otro. No pretende un escape “de” el mundo. Trata, en cambio, de la salvación “de” el mundo en cuanto mundo. En el plano universitario, el cristianismo debiera poder ser radicalmente secular; pues su pretensión de eternidad es la elevación del hombre. Sin embargo, a veces se yerra el tiro. Sucede que la cuestión religiosa, si se confunden los planos, hace cortocircuito.Por de pronto, las pastorales universitarias son realmente tales cuando la piedad religiosa que cultivan favorece el compromiso de las personas (profesores y alumnos) con la humanidad sin más.

Lo que aquí quiero subrayar es que, respecto del cultivo de la ciencia orientada al servicio de la humanidad, la confesionalidad religiosa tiene una importancia subordinada. En las católicas y en aquellas de inspiración cristiana, el “instinto” de Cristo, el Cristo que transforma y dirige interiormente la historia a mayores cotas de humanidad, es lo único decisivo. Tanto, que si esto no se diera en ellas no serían tales: ni católicas ni cristianas. Pues el Cristo que actúa secularmente, con independencia de religiones, filosofías y culturas, aunque siempre a través de alguna de estas mediaciones, constituye la razón de ser de estas universidades.

Concluyo: creo que hay universidades o universitarios con “instinto cristiano”, caracterizados por su pathos de humanidad –por su apasionamiento por el hombre y su padecer con el ser humano-, que atinan con Cristo incluso sin saberlo. A este nivel de realidad, el “instinto” de Cristo salvaguarda incluso a las universidades confesionalmente cristianas de su posible corrupción. Y tan importante es, que debiera quedar por escrito en sus declaraciones de misión y verificarse jurídicamente en sus reglamentos, de modo que el recurso explícito a la fe esté al servicio de un mundo más integrado y jamás sea causa de discriminación.

Credibilidad de las universidades católicas

La Iglesia Católica celebra el Año de la Fe. Invita a los católicos a que cada uno, de acuerdo a su realidad y a su nivel, crezca en conciencia de la importancia de Jesucristo para ellos y para el mundo. Cabe entonces preguntarse: ¿cómo pueden las universidades católicas contribuir con lo suyo? Ellas son sujetos colectivos de fe: ¿tienen algo específico que aportar? ¿Pueden ser “creíbles” en una sociedad secular como la nuestra?

 A nuestro juicio, es el Concilio Vaticano (1962-1965) el que da a las universidades católicas las orientaciones necesarias que facilitar a la Iglesia creer a esta altura de la historia y de la cultura. ¿Qué ocurriría si las universidades católicas celebraran el Año de la Fe como un evento que solo atañe a la piedad de sus integrantes? Dejarían de cumplir su misión. Por de pronto, no ayudarían a superar la brecha entre “fe y cultura” detectada por Pablo VI como el drama de nuestro tiempo (1975). Benedicto XVI, no por casualidad, ha vinculado ambas celebraciones: la del Año de la Fe con la de la inauguración del gran Concilio (2012).

 El Vaticano II ha establecido que la articulación de la fe y de la razón constituye el quicio de la actividad universitaria. La Iglesia debe velar para que en las universidades “cada disciplina se cultive según sus propios principios, sus propios métodos y la propia libertad de investigación científica, de manera que cada día sea más profunda la comprensión de las mismas disciplinas, y considerando con toda atención los problemas y las investigaciones de los últimos tiempos se vea con más profundidad cómo la fe y la razón tienden armónicamente hacia la única verdad” (Gravissimum educationis, 10).

 Pero la “cancha de juego” para el Concilio es mucho más grande. La actitud del Vaticano II ante el mundo actual fue extraordinariamente tolerante. La asamblea de los 2500 obispos lanzó puentes a todas las orillas: hacia las otras iglesias cristianas, las otras religiones, el judaísmo en particular, a los ateos, a todas las culturas y a todos los hombres. La intención pastoral, el querer llegar a “todos” y comprender lo que cada uno tiene para aportar, fue la nota característica. La convicción teológica a la base de este nuevo planteamiento fue la convicción de que Dios quiere y puede la salvación de “todos” sin exclusión (Gaudium et spes, 22). Si esos “otros” también son capaces de buscar y alcanzar la verdad, el diálogo, en cuanto convicción católica, se impone como el método universitario por excelencia.

 Tan revolucionaria ha sido esta actitud de buena voluntad del Concilio hacia la humanidad diferente, que exigió replantear por completo la relación Iglesia-mundo. Desde el Vaticano II en adelante, ha sido posible, y necesario, entender que la Iglesia existe “en” el mundo. Ni delante del mundo ni menos en contra del mundo, sino “en” él, como una institución “mundana”, tal como otras necesitadas de los demás y, en su caso, obligada a discernir la Palabra viva de Dios en las palabras humanas históricas. La predilección que la Iglesia experimenta de parte de Dios, en ningún caso ha podido entenderse como un privilegio en el acceso a la verdad, pues esta siempre se busca con otros, especialmente cuando de ella depende la edificación progresiva de la sociedad en justicia y paz. Por esta vía la Iglesia del Vaticano II conjuró teóricamente las críticas a su intolerancia doctrinal y práctica. Sepultó, por lo mismo, las aspiraciones integristas de Cristiandad.

 ¿Cómo pueden entonces las universidades católicas celebrar el Año de la Fe en la era del Vaticano II? ¿Cómo debieran hacerlo cuando el nombre del Concilio en América Latina ha sido –por decirlo en breve- la opción preferencial por los pobres? Los católicos latinoamericanos –no sin enormes reacciones en contra- hemos comenzado a entender que la Iglesia de Cristo es la “Iglesia de los pobres”. Una Iglesia cuya misión es que los últimos, a saber, las víctimas de la injusticia y de la exclusión, sean los primeros.

 En este escenario resulta distractivo pensar que la catolicidad de las universidades católicas se juega en las pastorales y en la fe personal de académicos y estudiantes. Esto es muy importante, pero secundario. Evidentemente que universidades católicas sin católicos son imposibles. Personas con la motivación de querer construir sociedades compartidas, de combatir injusticias y exclusiones, son indispensables y los cristianos son los primeros que, en razón de su fe religiosa, tienen la obligación de procurarlo. Pero “lo católico” en estas universidades no debiera depender primeramente de estas personas, sino de la búsqueda de la verdad entre todos los miembros de la comunidad universitaria a través del diálogo.

 A mi entender, la celebración del Año de la Fe en las universidades católicas solo tiene sentido en las sociedades seculares como las nuestras, si ellas entienden que las coordenadas mayores de su misión las pone el Concilio Vaticano II, cuya recepción intelectual debe hacerse de acuerdo a la intuición mística y teológica de opción por los pobres de la Iglesia latinoamericana. Si la celebración universitaria olvida esta referencia, se apartará de lo que la Iglesia entiende por “fe” a esta altura de la historia. Si la Iglesia universal exige articular fe y razón, y fe y cultura, la Iglesia latinoamericana reclama como exigencia de credibilidad fundamental que estas articulaciones en las universidades se pongan al servicio de la articulación de fe y justicia.

¿En qué están las universidades católicas?

¿Son las universidades católicas una contribución a una sociedad justa? Debieran serlo. ¿Pero lo son realmente? Difícil saberlo. ¿Es posible saberlo? Sí, a condición de revisar si el “perfil de egreso” de sus estudiantes hace posible su contribución a la justicia. Habría que examinar ciertamente caso a caso. Lo que no se debería decir es que, por ser “católicas”, estas universidades son elitistas, forman meros profesionales, promueven la intolerancia religiosa en la sociedad, responden a la demanda de ideología del capitalismo… Cuando todo esto ocurre, estas universidades defraudan su misión. La inclusión, la integración, la justicia y la fraternidad social son algunas de las exigencias políticas del cristianismo y, por ende, fines irrenunciables de la educación católica.

 El tema puede abordarse desde muchos ángulos. Desde la óptica curricular, hay mucho que hacer. En varios casos, por cierto, no se parte de cero. Hay universidades cuyos currículos contemplan medios de contacto social. Pero, en general, se acusan muchas carencias. Aristóteles nos recordaría que hay dos tipos de conocimientos, el genérico, propio de las ciencias, y el singular, del que no puede haber ciencia. El mismo Aristóteles nos enseña que, en cualquier caso, “el conocimiento comienza por los sentidos” El conocimiento científico, en mi opinión, debiera ser amalgama de ambos saberes. Tratándose de las universidades católicas, el mayor desafío se sitúa en este plano. El plano epistemológico. La formación cristiana de los universitarios debiera intentar algo muy difícil de conseguir. A saber, una síntesis “personal” –que ha de comenzar ya durante la formación de los estudiantes- entre ciencia para una sociedad más justa y experiencia de una sociedad penosamente injusta. El problema que aqueja a las universidades latinoamericanas en general, y no solo a las católicas,  es que no han generado –tal vez porque no han tenido bastante autonomía intelectual respecto de las universidades americanas que ponen los estándares- los  mecanismos que capaciten a sus estudiantes para exponerse a la realidad del prójimo personal, social y políticamente considerado; ese “otro” que puede criticar sus modos de ver el mundo y enseñarles a criticar el estatuto científico de la enseñanza que reciben. Pues, la ciencia universitaria, desarrollada dando las espaldas al conocimiento del prójimo singular y de sociedades singulares, es ciencia de “los grandes del mundo” (diría Jesús), la herramienta más útil para apoderarse de él.

 La catolicidad de la formación de las universidades católicas en su dimensión social  se juega a nivel epistemológico: estas han de formar personas intelectualmente capaces de incrementar la ciencia, pero no cualquier ciencia. Solo aquella ciencia que efectivamente sirve para edificar sociedades compartidas. La ciencia que ha de interesar a estas universidades debiera alcanzar conocimientos de excelencia en un diálogo con la comunidad científica internacional, pero echadas a la vez las raíces en la realidad de los más necesitados. Esta ciencia se desarrolla –esta es la clave- en la fragua de la “mística”. Aunque suene raro, ¡mística! Esta es, la experiencia de reconocimiento de Cristo mediada por un “contacto” con las víctimas: la experiencia decisiva de “tocar” a los crucificados y de “dejarse tocar” por los crucificados, contacto que para el cristianismo tiene un valor absoluto (Mt 25, 31-46). Las universidades católicas tendrían que capacitar a sus estudiantes para fundir los conocimientos del aula con los conocimientos de la vida humana real; y, en particular, el conocimiento que una persona puede macerar en el ir y venir del aula a los hospitales, a los campamentos, a las cárceles…. Así los estudiantes abrirán los ojos a un mundo mucho más amplio del que les vio nacer. Así aprenderán a cuestionar los conocimientos recibidos y, sobre todo, a cuestionarse a ellos mismos. Esta es la crítica universitaria decisiva, y no las notas con que se califica los aprendizajes.

 De aquí que, si se trata de examinar si las universidades católicas están cumpliendo con su misión, es preciso revisar si el currículo considera que los estudiantes tengan experiencias de encuentro directo con personas pobres (pobres, digo, en términos generales, ya que hay muchas maneras de serlo). En estas experiencias los universitarios no debieran ir a “dar” si no están dispuestos a “recibir”. El “otro”, cualquier ser humano, tiene algo que decir sobre sí mismo y también sobre la sociedad en que vive. Los universitarios tendrían que experimentar la impotencia de los pobres. Pero también aprender de ellos como se lucha por la vida. Aun más, tendrían que ingresar al quinto cielo de la mística auténtica –porque existe también la falsa mística-: la experiencia de comprender la inocencia de unos seres humanos que, como Cristo, se nos hace creer son culpables. Esta es la mayor perversidad del clasismo: convencernos de que los pobres merecen su miseria. Si los egresados de las universidades católicas llegan a darse cuenta que la maldad también configura la cultura, tendrían que desear rectificarla en la raíz. ¿Hay algún currículo universitario capaz de ofrecer a los estudiantes experiencias que les hagan juntar amor y rabia como para desarrollar una pasión por la justicia para cambiar las cosas? Las universidades católicas que no ayuden a sus estudiantes a soñar un mundo mejor compartido, dense por fracasadas como católicas. Tampoco son universidades.

 Pero el asunto toca también, aun antes, a la carrera académica. ¿Qué académicos, qué intelectuales se están formando? ¿Quién financia la investigación? ¿Qué investigación premian las facultades? Nada puede ser más desequilibrante que la investigación pagada por las grandes corporaciones, bancos y empresas. Las mismas donaciones de los particulares, queriéndolo directamente o no, pueden servir para cambiar el statu quo o para consolidarlo. Por de pronto, las universidades católicas tendrían que someter a examen los criterios con los cuales se evalúa el progreso académico. En estos criterios se evidencia hacia dónde se orienta realmente la ciencia que los investigadores cultivan o plagian. Porque es plagio transmitir conocimientos que no son verificados como justicia para el mundo sufriente. Mucha de la investigación, ¡la locura por publicar en revistas ISI!, parece haber perdido completamente el norte. Bien podrían las facultades estimular la investigación destinada a generar la cultura del bien común. No basta con que las universidades católicas admitan alumnos de sectores populares, lo cual ya es un gran mérito. Si ellas no atacan el fuego en la base, solo podrán desclasarlos y uncirlos de nuevo a la carreta del clasismo. Es necesario ir al fondo del asunto. Las universidades católicas deben revisar qué entienden por ciencia, para quiénes realmente la hacen y, talvez, rediseñar por completo el perfil de acceso a profesor titular.