Sé que suena rara la expresión. Adelanto dos sinónimos: universidades de intuición cristiana; universidades anónimamente cristianas. Esto es, universidades en las cuales las personas, pudiendo no ser católicas ni cristianas, aun como agnósticas, ateas o pertenecientes a otros credos, atinan sin embargo con lo que los cristianos debieran reconocer como suyo y fundamental. ¿Por qué elucidar un concepto aparentemente tan rebuscado? Muy simple: para distinguir a estas de aquellas en las que la denominación “católica”, “pontificia” o “cristiana” explícita sirve a otros intereses, distintos del que la Iglesia espera que cumplan, y para que estas puedan orientarse en la consecución de su misión. Pues ocurre que a veces la adscripción religiosa en algunas universidades las perjudica y les impide alcanzar la verdad, objetivo de toda universidad.
Distingo la universidad de “instinto” cristiano respecto de las universidades explícitamente cristianas. En estas puede darse que la confesionalidad se considere lo principal. Cuando esto ocurre, no ser católico o cristiano puede tolerarse bien o mal. Pero incluso allí donde se lo tolera con gran simpatía, el hecho de que la identidad universitaria estribe en la pertenencia al credo cristiano, se termina discriminando entre universitarios (alumnos y profesores) de primera y de segunda. Esto sucede, por ejemplo,cuando en paridad de condiciones académicas una universidad católica contrata a un católico; excluido el caso en que ser católico sea un requisito decisivo, por ejemplo, cuando se trata de contratar a un profesor de teología.
Hay otras universidades cristianas, católicas o pontificias en las que la confesionalidad no es fundamental. En ellas no cabe discriminación en virtud del credo. En cambio, lo principal es el diálogo del cristianismo con la secularidad en el momento histórico correspondiente. En este caso, el Evangelio es exigido a dar razón de su capacidad de transformación creativa y liberadora de la humanidad en todos los planos; esto debe ocurrir, sin embargo, mediante un recurso explícito al factor cristiano. Los no cristianos en estas universidades tienen la misma legitimidad de título que cualquiera. Pero, es indispensable que en ellas haya efectivamente cristianos y que dialoguen con todos en vista de una inculturación de la fe. Si no los hay, no hay diálogo, no se cumple su misión. ¿Cuántos debiera haber? Bastaría uno. Si no lo hubiera, tales universidades tendrían que cerrar. No se justificaría su existencia.
Las universidades de “instinto” cristiano se justifican por una conclusión teológica del Concilio Vaticano II (1962-1965): la salvación ocurrida en Cristo ha alcanzado a todos los seres humanos y está actuante en cada persona, independientemente de que crea en Dios o no crea, de que crea esto o aquello. Dios, podría decirse, se las arregla para llevar a la plenitud a la humanidad (personal y socialmente considerada) por caminos que la Iglesia católica y los cristianos pueden desconocer (Gaudium et spes 22). Es más, puede ser que incluso los ateos le lleven la delantera a los católicos pues, como el mismo Concilio afirma, lo decisivo en la historia humana es la caridad (Lumen gentium14). Debe entonces considerarse que una universidad es cristiana, en lo más profundo de su concepto, cuando tiene un sentido público, a saber, cuando busca la verdad, la justicia y la reconciliación social independientemente de la identidad religiosa, filosófica o cultural de sus miembros. Una universidad cristiana puede ser privada, pero si no tiene vocación de bien común, si no mira al conjunto de la comunidad nacional ni se abre a la universalidad de la verdad, también debiera cerrar. Por el contrario, puede haber universidades que sin ser confesionalmente cristianas, los cristianos deberían poder reconocer como “cristianas”; como universidades de “instinto cristiano”.
Si es así, se dirá, no tiene sentido que haya universidades confesionales. Es esta una paradoja típicamente cristiana, difícil de resolver. Ocurre que en este plano se replica la curiosidad del cristianismo como religión de la secularidad; pues para este credo Dios se encarna y solo se deja reconocer en un ser humano común. Todo el simbolismo, la metáfora y la representación que asemejan al cristianismo con otras religiones, está al servicio de hacer que el ser humano sea más humano, ya que la trascendencia que invoca no es alienante sino radicalmente histórica. El cristianismo postula una salvación “de” el mundo en un sentido, pero no en otro. No pretende un escape “de” el mundo. Trata, en cambio, de la salvación “de” el mundo en cuanto mundo. En el plano universitario, el cristianismo debiera poder ser radicalmente secular; pues su pretensión de eternidad es la elevación del hombre. Sin embargo, a veces se yerra el tiro. Sucede que la cuestión religiosa, si se confunden los planos, hace cortocircuito.Por de pronto, las pastorales universitarias son realmente tales cuando la piedad religiosa que cultivan favorece el compromiso de las personas (profesores y alumnos) con la humanidad sin más.
Lo que aquí quiero subrayar es que, respecto del cultivo de la ciencia orientada al servicio de la humanidad, la confesionalidad religiosa tiene una importancia subordinada. En las católicas y en aquellas de inspiración cristiana, el “instinto” de Cristo, el Cristo que transforma y dirige interiormente la historia a mayores cotas de humanidad, es lo único decisivo. Tanto, que si esto no se diera en ellas no serían tales: ni católicas ni cristianas. Pues el Cristo que actúa secularmente, con independencia de religiones, filosofías y culturas, aunque siempre a través de alguna de estas mediaciones, constituye la razón de ser de estas universidades.
Concluyo: creo que hay universidades o universitarios con “instinto cristiano”, caracterizados por su pathos de humanidad –por su apasionamiento por el hombre y su padecer con el ser humano-, que atinan con Cristo incluso sin saberlo. A este nivel de realidad, el “instinto” de Cristo salvaguarda incluso a las universidades confesionalmente cristianas de su posible corrupción. Y tan importante es, que debiera quedar por escrito en sus declaraciones de misión y verificarse jurídicamente en sus reglamentos, de modo que el recurso explícito a la fe esté al servicio de un mundo más integrado y jamás sea causa de discriminación.