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Cristo: Pasión de Dios y nuestra pasión

Si el día de mañana se inventara una “píldora del olvido”, una pastilla para borrar los hechos más dolorosos de nuestra vida, para suprimir de la memoria aquellos golpes que nos marcaron para siempre: ¿quién la tomaría?
Cualquier interesado debería primero sacar las cuentas. Si pudiéramos recordar sólo los buenos momentos, ciertamente no seríamos los mismos. A futuro, no pudiendo entender el sufrimiento de los demás, su pena nos parecería una estupidez. Creeríamos que se merecen lo que sufren. Los culparíamos de su tormento. Y, así, juzgándolos aumentaríamos su desgracia, evitando de paso que su infortunio nos toque.
Pero, además, sin esos hechos traumáticos nuestra identidad sería irreal. Nada hay más nuestra que esa historia de padecimientos que solamente podemos contar en privado, sin apuros y no a cualquiera. ¿Acaso no fue en aquellos momentos de dolor que tuvimos la impresión de ser distintos de los demás? «¿Por qué a mí?», dijimos, “¿Por qué ahora? ¿por qué de esta manera?”. Nos sentimos solos. Nos supimos únicos en el mundo. El placer, el amor no han cincelado nuestro «yo» más que la frustración, el fracaso y la impotencia de no haber sido amados como lo quisimos. Un hombre, una mujer sin memoria de su pasión, serían unos eternos turistas sobre la tierra. Su convivencia parecería una especie de show de irrealidad: escenografía, drama sonso, risas falsas, aplausos falsos…
Sin embargo, ¿podríamos nosotros juzgar a las personas que, habiendo padecido mucho en su vida, decidieran tomar la píldora para olvidar su dolor? De ninguna manera. Pero probablemente sería esta misma gente la menos interesada en tomarla, pues ella sabe que su pasión es exactamente lo que tendría que contarnos. Estas personas, nos consta, aportan a nuestra vida en sociedad una cuota de verdad cruda que nos delata y nos sana al mismo tiempo. Nadie como ellas desarrollan un olfato finísimo para detectar a la mujer mentirosa, al nuevo rico, al predicador que habla sin decir nada… Sin la memoria de las víctimas una sociedad avanza sin rumbo.
Jesús no habría tomado jamás la “píldora del olvido”. De haberlo hecho se habría incapacitado para representar a las víctimas ante Dios. Los seguidores de Jesús tampoco la habrían tomado. Pues compartiendo el dolor de los demás, amándolos con el amor de Jesús, los cristianos prueban lo imposible: que Dios no es apático, que a Dios no le da lo mismo la pasión del mundo.

1. La historia de nuestro sufrimiento
a) Cristo nos representa ante Dios a todos los que sufrimos
La experiencia de Jesús en Getsemaní es tan nuestra (Mc 14, 32-42). Ante su muerte inminente, Jesús sufre lo indecible. Por cierto su caso es distinto del nuestro. El dolor de Jesús es más amplio. No tiene miedo solo a que lo maten. Su sufrimiento expresa el rechazo de su pueblo al amor de Dios. No es cuestión de amor propio, aunque probablemente Jesús es consciente que tendrá un final vergonzoso. Sucede que en la pasión Jesús nunca fue tan grande la distancia entre el amor ofrecido y el amor rechazado.
Ninguno ser humano ha sufrido lo mismo, pero muchos hemos experimentado situaciones de dolor y de oración parecidas. ¿Cuántas veces en la vida nos topamos con un muro? Se nos cerró el futuro por completo. Se nos vino el mundo encima. No hubo nada que hacer o lo que podíamos hacer no habría revertido una desgracia inevitable. Incluso cuando no hemos llegado a estos límites en cosa de sufrimientos -tal vez a ninguno de nosotros nos ha tocado arriesgar la vida por alguien -, igual Jesús nos representa. “No hay pena chica”. No la hay para nosotros, tampoco Dios, el Señor del universo, considera insignificante las penas que para nosotros sí importan. En Getsemaní Jesús, orando a su Padre, nos representa a todos los que clamamos ayuda a Dios.

Ha podido ser que nuestra oración fuera un poco egoísta. No sólo necesitamos de Dios, solemos usar a Dios. Pero cuando el sufrimiento nos toca hondo, qué legítimo ha sido clamar: “por qué a mí”, “por qué ahora”, “por qué de esta manera”. Para el sufrimiento, en definitiva, no parece haber justificación posible. Otras preguntas apuntan directamente a Dios: “¿Hice algo mal?”, “¿le da a Dios lo mismo lo que me pasa?”, “¿me escucha?”, “¿sirve de algo rezar?”.

Los acompañantes dejan solo a Jesús, más tarde uno de ellos lo traicionará. No es raro que, cuando sufrimos, los que quisiéramos que estuvieran con nosotros no están…. Peor aún, suele ocurrir que nuestro dolor los espanta. Y, alguna vez, alguien nos juzga o nos da la espalda en el momento que más necesitábamos su comprensión. Puede también ocurrir que en el dolor experimentemos la compañía de Dios y la de otros. Incluso así, podemos tener la impresión de una gran soledad. No despreciamos estas compañías, la necesitamos, mitigan nuestro dolor. El sufrimiento, además de hacernos sentir solos, nos hace sentirnos únicos: nadie puede saber exactamente cómo y por qué nos duelen tanto las cosas. Jesús mismo terminará gritando “Dios mío, por qué me has abandonado”.
En Getsemaní Jesús nos representa ante Dios a todos los que sufrimos y clamamos auxilio. Pero, además, nos enseña cómo hacerlo. La oración del Huerto de los Olivos constituye una de las reglas de la oración cristiana: «Que se haga tú voluntad y no la mía». Desde entonces los cristianos pedimos a Dios lo que queremos y, al mismo tiempo, aceptamos que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios.
b) Cristo crucificado representa a Dios que sufre por nosotros
En la cruz Jesús resume la donación de Dios a nosotros. Toda una vida de entrega. No todos lo advierten. Sí el Centurión: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39).

¿Cómo es que el Salvador necesita ser salvado? Jesús salva desde la cruz. ¿Un Dios crucificado? ¿Un Mesías (supuestamente omnipotente) que no hace nada? No pudiendo hacer nada, Jesús manifiesta que su exposición a nuestro dolor es completa. Haciendo suyo nuestro dolor, nos salva.
¿Y su Padre? Tampoco hace nada. ¿Un Dios indolente? No, todo lo contrario. Un Dios sensible ante el sufrimiento humano, un Dios de veras “com-pasivo”, es quien deja que el dolor de quien más quiere, su Hijo, verdaderamente lo toque. Para salvar, el Padre necesita padecer con el hombre solidario con la humanidad fracasada. Jesús revela a un “Dios al revés”: un Dios cuya omnipotencia se manifiesta al máximo en su capacidad de sufrir por sus criaturas. Un Dios a-pático no podría amar. Y el Dios de Jesús es amor com-pasivo.
Entre nosotros a veces sucede algo parecido. Es común que debamos ocuparnos de los demás justo cuando nos faltan las fuerzas para tenernos a nosotros mismos en pie. Otras veces nada podemos hacer por ellos, más que estar allí a su lado, escuchándolos, haciendo nuestro su sufrimiento, impotentes ante su desgracia. Parte importante del trabajo del sacerdote consiste en “chupar” dolor ajeno sin poder hacer nada por cambiar la vida de la gente que le desahoga sus penas. Y, a menudo, si poder él mismo descargar en otros los pesos que le cargan. Entonces nos queda el consuelo de la fe. Nuestra esperanza consiste en que Dios nos saque de la cruz como sacó a Jesús. Pero la vida es en serio y no en serie. Para que seamos libres, Dios se retira. No nos “programa”. No nos ahorra la carga.

Si nos atenemos al hecho del juicio y condena de Jesús, resulta que no lo mataron los esenios, ni los zelotes, ni las mujeres, ni sus discípulos, ni las mayorías pobres que lo seguían, sino los romanos instigados por los saduceos y los fariseos. Pero, en un sentido más profundo, sabemos que su muerte es la consecuencia última del pecado de la humanidad. El pecado mata. Jesús muerto en cruz también representa a las víctimas de nuestros propios pecados. Desde que el mismo Jesús ha exigido ser identificado con los últimos, inocentes o culpables, todo lo que hagamos a ellos o dejemos de hacer por ellos, a él se lo hacemos o no se lo hacemos (Mt 25, 31-46).
En otras palabras, Jesús no sólo se identifica con nosotros, sino también con “los otros”, con nuestro prójimo en general. A este, en tanto víctima nuestra, también Jesús lo representa. En la medida que Jesús se identifica con nuestras víctimas, nos juzga. Para Jesús, la obtención de la vida eterna no depende de nuestra religiosidad (la observancia de la Ley o de la “doctrina cristiana”) o de la pertenencia a un pueblo o raza determinada (judíos u otros). He aquí que la salvación misma que Cristo ofrece a todos por igual proviene exactamente de la actitud que se tenga ante quienes normalmente todos huyen, los que pueden contagiarnos una desgracia que a menudo es culpa nuestra, aquellos que, como víctimas, hacen presente al Señor y su amor.
d) Jesús es Dios que nos perdona

San Juan nos refiere el caso de la defensa de Jesús de una mujer sorprendida en adulterio (cf. Jn 8, 1-11). De este episodio podemos retener lo siguiente.
En primer lugar, parece lógico contrarrestar el origen del mal, poner coto a la causa del sufrimiento, imponer un castigo ejemplarizador a los pecadores… La Ley representa el orden que regula las conductas que aseguran la convivencia justa. Su invocación para castigar un delito se ajusta a derecho. Pero la aplicación de la Ley no erradica la violencia, sólo la contiene o la administra. Pongámonos en el caso de los que juzgan a la mujer. Apedrear a la pecadora no los libera de sus propios pecados. Como ellos, también nosotros quedamos encerrados en un círculo vicioso. Necesitamos algo más que la Ley y la justicia.
Jesús interviene rompiendo el esquema de la Ley. Jesús, inocente, no hace nada. El, que de acuerdo a la lógica religiosa tendría el derecho a arrojar la primera piedra, no la arroja. ¿Qué derecho pueden tener los demás, si todos son igualmente pecadores? La universalidad del pecado no se rompe con la perpetuación de la violencia, los pecadores solemos ser despiadados con los pecadores; ella se rompe exactamente con la abstención de su uso. Nada asegura que el comportamiento de Jesús instaure por sí mismo una nueva convivencia. La historia queda abierta. Pero Jesús ha introducido en ella una nueva lógica.
Pongámonos, sobre todo, en el caso de la mujer absuelta de su pecado. Ella nos representa a todos, comenzando por los más viejos. A ella Jesús le dice: “¿Nadie te ha condenado?… Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”. Si hubiera que ser precisos, Jesús no perdona sus pecados. No la condena. Su pecado sigue siendo un pecado. No condenándola, es que se abre para la mujer la posibilidad que Jesús le muestra de “no pecar más”.
3. La historia de una pasión compartida
Jesús ha revelado que Dios no es «a-pático», sino «a-pasionado»; que es «Amor apasionado» por la humanidad (Jn 3, 17: “Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito…”).
La entera humanidad es la «pasión» de Cristo y de Dios. No somos la pasión de Cristo sólo porque somos la causa de su sufrimiento, sino ante todo porque somos el objeto de su amor. La Providencia cristiana en un sentido preciso consiste en que Dios “lleva nuestra vida”, “conduce nuestra historia”, “carga con nosotros”. Dios es un Padre providente que nos conduce hacia sí mediante el Hijo y el Espíritu. A nosotros nos toca “dejarnos cargar”, confiar en Él absolutamente.
e) Nosotros somos la pasión de Cristo
«No anden preocupados por su vida…» (Mt 6, 25-35), nos recuerda Jesús. Nuestra vida está en las manos de Dios: no queramos ser más responsables que Dios.
Esto, a veces, cuesta mucho. Traigamos a la memoria el caso del padre cesante. Pasan los días, los meses, los años… Se crea una situación desesperante. Mientras más tiempo pasa peor. La misma ansiedad espanta los trabajos. Otro caso: los papás de un niño minusválido mental que comienzan a preguntarse: «después de nosotros quién cargará con él/ella…».
¡Cuidado!, nos diría el Señor. ¿No estaremos poniendo a Dios al servicio de nuestro proyecto en vez de ponernos nosotros al servicio del proyecto de Dios? «Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…». No queda otra posibilidad que pedirle al Señor que nos enseñe a creer en El, a «creerle». Rogarle que regenere nuestra esperanza. ¿Acaso Dios no sabe lo que necesitamos? ¿Cabe la posibilidad de que nuestra mayor necesidad sea Dios mismo? ¿Hay alguna necesidad que pueda competir con la necesidad que tenemos de Dios?
No se trata de ser negligentes, indolentes, de despreocuparnos de la carga que nos ha tocado. Pero no la soportaremos si no nos “dejamos cargar” por el Señor. “Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso…”. ¿Entonces qué? Remata Jesús: «Buscad el reino y su justicia, y todo se les dará por añadidura» (cf. Mt 6, 25-34). Es decir, debemos dejar que Dios gobierne nuestra vida, abandonarnos confiadamente a Él, creer que de veras nos ama, en otras palabras, que nuestras preocupaciones nunca pueden ser mayores de la que Dios tiene por nosotros.

f) Cristo es nuestra pasión
Como dice Pablo: «El que se preocupa por los días, lo hace por el Señor; el que come, lo hace por el Señor, pues da gracias a Dios: y el que no come, lo hace por el Señor, y da gracias a Dios. Porque ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos. Porque Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos” (Rom 14, 6-9).
En contra de otras pasiones como suele ser el dinero, la comodidad, la fama, el consumo e incluso algunas muy loables como la familia y el trabajo, la pasión de los cristianos es el Señor. La pasión por Cristo es superior a todas porque supera el carácter finito de nuestras pasiones mundanas. Cristo ha superado la muerte. La pasión por Cristo depende de la esperanza en su resurrección y de nuestra propia resurrección. Se trata de una pasión inmarcesible.
La vida cristiana se nutre de la experiencia de Cristo resucitado de entre los muertos. Recordemos el caso de los discípulos de Emaús (cf., Lc 24, 13-35). Los discípulos tenían una buena razón para volver tristes. La muerte de Jesús les confirmaba que habían seguido a un charlatán. La alternativa de vida propuesta por Jesús, la confianza absoluta en el Dios del reino, amar y perdonar a los demás, etc., fracasaba por completo. Había que volver a vivir como siempre, “asegurándose la vida”, “prevaleciendo sobre los otros”, buscando “congraciarse religiosamente con Dios” mediante la observancia ciega de la Ley y de las prescripciones rituales del Templo.
Pero la experiencia del resucitado hace que Cristo se convierta para ellos en la pasión de su vida. Vuelven a Jerusalén para sumarse a la misión de anunciar al resucitado. ¿Qué tienen ellos que aportar? Su propio cuento: el Señor hizo el camino con ellos, mientras caminaban les explicó las Escrituras y, habiéndose quedado en su casa, compartieron con él el pan. En lo sucesivo, estas serán las señales para que los que nunca lo conocieron, puedan reconocerlo vivo en la historia de sus propias vidas. Tres señales que, a la luz de la memoria de las palabras y hechos de Jesús, están preñadas de simbolismo. Y, entre la ignorancia y el reconocimiento de Jesús, una cuarta señal: “les ardía el corazón”.
¿Por qué los cristianos besan la cruz?
Cualquiera razón meramente histórica de la muerte de Cristo es insuficiente para explicar el misterio de la salvación. Sabemos que su muerte ha sido bastante más que un divertimento cruel de los que abusaban del poder. Consta que tampoco fue un error judicial de quienes lo habrían confundido con un revolucionario. Otras informaciones sobre su pasión pueden ser muy interesantes, pero a nadie le harán cambiar de vida. Esta muerte nos toca porque tiene un lugar central en el designio de Dios.
Pero, inevitablemente nos preguntamos: ¿cómo ha podido Dios querer la muerte de su Hijo? La única manera de zafarse de la posibilidad de entender la cruz como un acto macabro del Padre es, sin embargo, volver a tomar en serio la historia: habiendo sido Jesús eliminado por anunciar el reino de Dios a los pobres, Dios ha inaugurado este reino mediante la muerte y resurrección de Jesús. Es muy complejo explicar la articulación de la razón «eterna» con las razones «históricas» de la cruz. Toda interpretación queda expuesta a debate. Pero lo que no está en discusión es que la peor de la explicaciones es la que sirve para justificar las cruces humanas de cada día y la miseria del mundo, en el entendido que Dios tendría algún secreto derecho para castigar o hacer sufrir a sus criaturas.
Vistas las cosas «desde la historia», no cabe duda que a Jesús lo crucificaron por lo que dijo y por lo que hizo. Haber proclamado el reino de Dios a los miserables, a los endemoniados, a los cojos, a los ciegos, a los leprosos, a las mujeres; haber compartido la mesa con gente de mala vida, publicanos y prostitutas, constituyó una provocación abierta a los que, procurando la santidad de la nación, marginaban exactamente a estos que Jesús acogía, sanaba y declaraba bienaventurados (cf., Lc 6, 20). Con cada gesto, con cada palabra que Jesús pretendió reintegrar a la comunidad a los que los fariseos y saduceos consideraban pecadores -porque no cumplían las centenares de prescripciones legales y rituales para observar la Ley-, disputó a ellos el poder para hablar y salvar en nombre de Dios. Siempre será posible debatir sobre tal o cual elemento de la trama histórica que condujo a Jesús a la muerte, pero sin duda su opción por los pobres debió ser vista por los «justos», los ricos y las autoridades como un peligro para la estabilidad religiosa y política de Israel.
Vistas las cosas «desde la eternidad», la muerte de Jesús es la consecuencia necesaria de la Encarnación del Hijo de Dios en un mundo injusto (porque margina) e hipócrita (porque usa de la religión para marginar). La salvación que a través de la resurrección de Cristo Dios ofrece a toda la humanidad (cf., 1 Tim 2, 4-6), presupone y es el efecto último de que en María el Verbo no sólo «se hizo carne» (Jn 1, 14), sino que más precisamente «se hizo pobre» (2 Cor 8, 9). Identificándose con las víctimas del pecado, solidarizando con la humanidad atormentada antes y después de él, Jesús ha sido constituido, de modo incipiente en esta historia y definitivamente en la vida eterna, principio de rehabilitación para los despreciados por pecadores y de perdón para los considerados justos. ¿Quiénes? Todos, aunque diversamente: el Padre de Jesús no excluye a nadie, pero incluye al revés, a partir de los últimos y no de los primeros. En esta óptica se evita entender en términos de revancha las palabras de María: «a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 53) y otras expresiones parecidas, abundantes en la Sagrada Escritura.
La vida cristiana consiste en reproducir la vida de Cristo, en responder con hechos a preguntas como «qué haría Cristo en mí lugar» (P. Hurtado). Como hijos que proceden del Padre y retornan al Padre por el camino abierto por Jesús y la inspiración del Espíritu Santo, poniendo en juego la propia humanidad mediante un empobrecimiento que enriquece a los demás, los cristianos testimonian hoy en un mundo materialista y egoísta que su «historia» de generosidad tiene un valor «eterno». Jesús reveló que «Dios es amor» (1 Jn 4, 8). En Semana Santa los cristianos besan la cruz porque creen que el Amor es divino cuando, para impedir el sufrimiento humano y su justificación, nos hace humanos con la humanidad y pobres con los pobres.

Viernes Santo (2010)

LA FE DE JESÚS

• Oración inicial: hacemos contacto “estomacal” con el Cristo terremoteado. Hemos sido sacudidos por un tremendo terremoto. Todo el país está estremecido. Nosotros nos conectamos a las víctimas con los temblores y terremotos de nuestra propia vida.

• La fe de Jesús, el creyente, nos ayuda a entender cómo nosotros podemos creer en Dios. A la vez, nuestra propia de fe en Dios nos ayuda a comprender cómo ha podido ser la fe de Jesús.

• Por tanto, sólo valorando nuestra “poca fe” podremos entender cómo Jesús creyó. Y, por el contrario, penetrando en las “tentaciones” de Jesús, por ejemplo, podremos distinguir en nosotros la ilusión de la esperanza; las ilusiones y las desilusiones de nuestra fe más auténtica.

LA FE DE JESÚS

• Oración inicial: hacemos contacto “estomacal” con el Cristo terremoteado. Hemos sido sacudidos por un tremendo terremoto. Todo el país está estremecido. Nosotros nos conectamos a las víctimas con los temblores y terremotos de nuestra propia vida.

• La fe de Jesús, el creyente, nos ayuda a entender cómo nosotros podemos creer en Dios. A la vez, nuestra propia de fe en Dios nos ayuda a comprender cómo ha podido ser la fe de Jesús.

• Por tanto, sólo valorando nuestra “poca fe” podremos entender cómo Jesús creyó. Y, por el contrario, penetrando en las “tentaciones” de Jesús, por ejemplo, podremos distinguir en nosotros la ilusión de la esperanza; las ilusiones y las desilusiones de nuestra fe más auténtica.

1.- Las razones de Jesús para no creer

•La fe de Jesús en Dios equivale, en cuanto a nosotros, a su convicción acerca de la llegada del reino de Dios: “El reino de Dios ha llegado. Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc, 1).

o Cuando Jesús pide fe a la gente de su pueblo lo que les pide es que crean que Dios viene a reinar, que cambiará sus vidas y la de su pueblo.
o Podríamos decir que la dedicación de Jesús al advenimiento del reino de Dios equivale a nuestra fidelidad a nuestra vocación.

• Pero, esto mismo nos obliga a tomar en serio las razones que el Israel de entonces tuvo para no-creer en Dios.
o La situación era la de una objetiva dominación político-militar. Jesús es un sometido! Sabe lo que anuncia.
o Si Jesús no hubiera sido un creyente y, por lo mismo, un posible ateo o agnóstico, un inconstante, inseguro, desilusionado o desesperanzado de Dios, su exigencia de acogida del reino de Dios habría sido un tipo de impertinencia. ¿Cómo hubiera podido él pedir a otros fe sin saber lo que cuesta creer?
§ Jesús ha debido tener fe, esperanza y caridad para exigir a los demás estas mismas virtudes, pues si ellas fueran irreales en el “más hombre de los hombres”, Jesús, en vez de ayudar a nuestra felicidad constituirían nuevos motivos para sentirnos culpables.

o Jesús ha debido llevar en su corazón las razones de su pueblo para no-creer, para confundirse o para ilusionarse con lo mismo que podía terminar desilusionando.
§ Las tentaciones del desierto nos hablan de la confrontación radical “en” Jesús entre Dios y el Diablo.
§ “En” Jesús, en su corazón, tiene lugar un combate: la experiencia de la debilidad y de la fortaleza, de la duda y de la certeza, la posibilidad de la ilusión, del engaño, pero también la de la vocación y de esperanza auténtica.
§ Jesús conoce por sí mismo la ilusión mesiánica: entiendo por dentro las dificultades de su pueblo: su pueblo desilusionado de Dios anhela un mesías todopoderoso que consiga la unidad de Israel por medios falsos:
• “Si eres hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan” (Populismo)
• “Si eres hijo de Dios, tírate abajo…” (Espectacularidad)
• “Todo esto te lo daré si te postras para adorarme” (Idolatría del poder). (Mt 4,1-11).
§ Las tentaciones de Jesús tienen que ver directamente con la concepción del reino y las vías de su consecución.
• “En” Jesús habrán de cribarse dos mesianismos de muy diversa índole.
o En Israel el mesianismo alude al poder de gobernar (el poder del Mesías). Pero con Cristo, sobre todo a partir de su resurrección, principia el mesianismo del amor que vence por su inocencia e indefención.
§ Dicho en otros términos: Dios sacará adelante su proyecto de reino gracias a la mansedumbre y a la cruz de Jesús; sin forzar las cosas; sin violencia…
§ Nuestras tentaciones pueden ser de distinta índole.
• Unas puede tener que ver con la necesidad de control, distinto de abandonarse en la Providencia. Controlar a los adolescentes…
• Pero hay algunas tentaciones que confunden con mayor fuerza a nuestra vocación.
§ Pero la tentación que en un comienzo consistió en una elección entre dos posibilidades aparentemente buenas, en el caso de Jesús acabó en el encajonamiento de Getsemaní.
• Por haber vencido las tentaciones a lo largo de su vida Jesús se encontró cara a cara con el Demonio en Getsemaní.
o Si durante su ministerio Jesús hubiera cedido a las tentaciones mesiánicas, no habría llegado al Monte de los Olivos.
o El Demonio ya lo habría ganado para su causa.
o Pero Jesús fue auténtico, coherente con su vocación hasta entonces.
§ Faltaba la prueba mayor: cuando Jesús prevé su muerte violenta, su debilidad es máxima y máxima la fuerza de Satanás.
• En Jesús se revela la índole de la libertad humana: a veces se da la posibilidad de elegir entre un bien y un mal; otras veces, la de elegir entre dos bienes posibles; y, en el sentido más profundo, la libertad consiste en no poder elegir otra cosa que lo ya elegido (autodeterminación).
§ Aquí la alternativa consiste simplemente en desistir del camino hecho hasta entonces, el camino de las decisiones tomadas en la dirección de la propia vocación.
• “Señor, si es posible aleja de mí este caliz, pero que se haga tu voluntad y no la mía” (Lc 22, 39-46).
o En este caso la “mía” no constituye estrategia mesiánica alguna, sino simplemente evitar la pasión.
§ Jesús cree en su Padre, confía en él aun cuando todo indica que lo van a matar.
• No es razonable pensar que tendrá éxito. ¿Qué razón le queda para creer?
• Lo que Jesús atisba es el fracaso del reino y su propio fracaso. Morirá como un charlatán.
o Lo que los discípulos entenderán después es que el éxito del reino exige la entrega completa del mediador del reino.
o Nosotros, tantas veces, entendemos después que fue bueno aguantar, sacrificarnos.
o Jesús no sabe que va a resucitar.

+ Preguntas para la oración:
– ¿Cuáles son mis razones para no-creer?
– ¿Cuál ha sido tu Getsemaní?
– Textos: Getsemaní (Lc 22, 39-46); Tentaciones en el desierto (Mt 4,1-11).

2.- La fe de Jesús y las razones para creer en él (nuestro “credo” en Jesús)

• El anuncio de Jesús de un reino para pobres y pecadores tuvo un fundamento interior: la experiencia espiritual de un Dios misericordioso con pobres y pecadores.
o Jesús, el Pobre, se supo en primera persona objeto del amor de Dios para amar a los que no merecen ser amados: a los pobres y los pecadores.
o Jesús, en sentido estricto, más que razones para creer tiene una experiencia de Dios que le hace creer en Él.
§ Como hombre pudo no creer, no le faltaron razones para hacerlo. Pero creyó porque en Jesús es tan fuerte su unidad con su Padre que el amor pudo más que las tentaciones y la crisis de fe que asomó en la cruz (“Dios mío, por qué me has abandonado”).
§ También en nuestro caso el desarrollo de la confianza básica que se requiere para vivir procede de una experiencia de cuidado y de amor. Creemos porque “alguien” nos amó.
• ¿Puede ser que alguien que no haya sido amado crea? No sé.
• Talvez lo único que le queda sea creer en Dios, ya que no puede creer en los hombres.

• ¿Por qué creemos en él? En primer lugar, porque Jesús creyó. Jesús no solo creyó en Dios, sino que él es para nosotros el creyente por excelencia. Jesús no es una marioneta en las manos de su Padre, sino un auténtico protagonista de la búsqueda de Dios y de la obediencia a su Palabra. ¡Es posible creer!
o Se ha discutido la fe de Jesús. Se ha hablado de “visión beatífica”: conocimiento exhaustivo de Jesús en virtud de su divinidad.
§ Esta explicación puede basarse en el evangelio de Juan y en la afirmación indistinta de su carácter de Hijo eterno del Padre
§ Pero contraviene la indicación del concilio de Calcedonia: en él no se mezclan ni confunden las naturalezas.
• Su autoconciencia y su conocimientos, su voluntad y su libertad, experimentan las limitaciones propias de toda criatura humana: el es “igual en todo a nosotros, salvo en el pecado” (Heb, 4, 15).
• Su divinidad no le exime de la ignorancia y de la fe sino que, por el contrario, es el fundamento que lo constituye en el creyente perfecto: nadie ha tenido más fe que Jesús y, por tanto, él es el modelo de los creyentes.
• La unión estrecha con Dios excluye en su caso el pecado. Él como todo hombre debe discernir su vocación entre las diversas posibilidades que se le representan, pero en su caso el amor a Dios excluye el pecado.
• ¿Puede el que ama no amar? Jesús no puede sino creer en Dios, no porque esté exento de la ignorancia sobre el futuro, sino porque sabe que Dios lo ama y él mismo no puede sino amar a Dios. Pensemos en una pareja que se ama tanto que ni siquiera la incertidumbre de volverse a ver pudiera apagar su amor.

o Todo esto la Escritura lo ha designado con el término de “autoridad”:
§ Jesús fue un hombre íntegro, fue admirado por su coherencia y por enseñar como quien realmente sabe lo dice. ¡Le creemos!
§ Su autoridad le viene, sobre todo, porque hace suyas las razones para no creer de su pueblo y, sin embargo, cree.
§ Esta autoridad para hablar de Dios y de un Dios que ama independientemente de la religiosidad de las personas, le hizo de enemigos y, a la larga, le costó la vida. Se estrelló contra los expertos en Dios.
§ Jesús encaró a las autoridades de Israel con mansedumbre y señorío, consciente del riesgo que corría, no como un cordero que traerá la salvación simplemente por el derramamiento de su sangre, sino por su inocencia y la grandeza de su causa.

• ¿Por qué creemos en él?
o Creemos en él, en segundo lugar, porque creemos que su “fe” triunfó.
§ Dios lo acreditó como Mesías, cumplió la puesta que Jesús hizo.
§ La muerte mostró el fracaso aparente de Jesús.
§ Fracasó, pero Dios lo rehabilitó.
§ Dios creyó en su esfuerzo por el advenimiento del reino, en su integridad personal y en su fidelidad. Jesús dio testimonio de Dios y Dios dio testimonio de Jesús: lo mostró a los discípulos vivo y lo acreditó como “el hombre”.
o El hombre Jesús representa a los que viven de su fe: los inocentes y los arrepentidos. La fe de estos, inocentes y pecadores, nos enseña a creer.
o Creemos en el Jesús en que la Iglesia creyó. La Iglesia de los primeros cristianos, pero también la Iglesia de hoy que nos toca a través de tantas personas que solo tienen a Dios o viven como si Dios fuera lo único decisivo en sus vidas.
§ Jesús creyó, pero además enseñó a creer.
§ El le abrió el camino a los que vendrían detrás suyo.
• Al revelar el amor inaudito de Dios, la capacidad de Dios de sostener a un hombre que no lo mueve el temor y, en consecuencia, que no tiene que ganarle el quien vive a los demás, Jesús capacita a sus discípulos a amar a Dios y a amar incluso a los enemigos.
• Los enemigos no pueden hacer ningún mal a los creyentes porque estos están seguros de que el Amor en el que creen vencerá tarde o temprano.
• La revelación del amor inaudito de Dios le costó a Jesús la vida.
• Se enfrentó de lleno contra una religiosidad que administraba la bondad de Dios con premios y castigos.
• El Dios de Jesús, un Dios que realmente es amor, que no necesita castigar, pone entre paréntesis a las autoridades religiosas que garantizan el orden que a todos permite vivir mejor.

• La resurrección constituye el triunfo de la fe de Jesús: un hombre así, que va a la pasión porque cree que Dios es Padre, que Dios ama gratuitamente, la Iglesia lo confiesa resucitado.
o La Iglesia cree que Dios cumplirá en los creyentes lo que cumplió con Jesús: él creyó y no fue defraudado.
§ Jesús, al ser acreditado por Dios como el creyente por excelencia, pues confió en Él hasta el final, merece la confianza de los hombres tal como la mereció de sus discípulos aun cuando entonces no era claro si vencería o no.
§ Nosotros creemos ahora en Jesús, por tanto continuamos en el régimen de la fe: no somos eximidos de la duda, de la crisis de fe y la posibilidad de la desesperanza, pero al creer que Dios es el Padre de Jesús y que el Espíritu nos autoriza vamos por la vida con dignidad.
§ Podemos vivir como hermanos, como si los otros no fueran nuestros enemigos sino tan hijos e hijas de Dios como nosotros mismos.
o Jesús es el mediador de la fe: “el iniciador y el consumador de la fe” (Hb).
o Gracias a Jesús, “nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tienes y hemos creído en Él” (1 Jn 4, 16).
o Y nosotros le creemos a la Iglesia, a pesar de todo…

Preguntas para la oración

+ ¿En quiénes crees? ¿A quién?
+ ¿A quién le debes la fe?
+ ¿Cuál es tu “credo”?

Textos

+ Lc 23, 44,-48: Contemplación ante el crucificado. Observar la actitud de los que lo contemplaban.

Jn 11, 25: Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá”

MT, 9, 22: Jesús, volviéndose y viéndola, dijo: Hija, ten ánimo, tu fe te ha sanado. Y al instante la mujer quedó sana.

Mt, 9:29 Entonces les tocó los ojos, diciendo: Hágase en vosotros según vuestra fe.

Mt15:28 Entonces, respondiendo Jesús, le dijo: Oh mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas. Y su hija quedó sana desde aquel momento.

Mt 17:20 Y Él les dijo : Por vuestra poca fe; porque en verdad os digo que si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: «Pásate de aquí allá», y se pasará; y nada os será imposible.

Mt 21:21 Respondiendo Jesús, les dijo: En verdad os digo que si tenéis fe y no dudáis, no sólo haréis lo de la higuera, sino que aun si decís a este monte: «Quítate y échate al mar», así sucederá.

Mc 4:40 Entonces les dijo: ¿Por qué estáis amedrentados? ¿Cómo no tenéis fe?

Lc 8:25 Y Él les dijo: ¿Dónde está vuestra fe? Pero ellos estaban atemorizados y asombrados, diciéndose unos a otros: ¿Quién, pues, es éste que aun a los vientos y al agua manda y le obedecen?

1 Jn 4, 16 “Nosotros hemos sabido del amor que Dios nos tienes y hemos creído en Él”.

Sábado Santo (2009)

SÁBADO SANTO (Retiro CVX-2009)

* El sábado santo constituye el paradigma radical de la crisis. Si no fuera por la resurrección, la historia de Jesús habría que llamarla tragedia y no en drama. Si no fuera por la resurrección, habría que llamarla “lisis” y no “crisis”.

* Jesús no vivió el misterio pascual como nosotros: el hizo el camino, nosotros lo recorremos. El supo qué es la soledad radical, la nuestra puede ser acompañada.

* La experiencia cristiana de Dios se nutre del misterio pascual: a) Vamos al Padre, por el Hijo y en el Espíritu; b) vamos como hijos, recorriendo el camino que el Hijo nos abrió.

1.- Inmersión en la muerte

• Los cristianos participamos en el Misterio Pascual de Cristo:
o Este Misterio nos permite comprender el misterio de nuestra vida
o Y el misterio de nuestra vida nos hace entrever el sentido del Misterio de Cristo
§ Es así que la crisis de Jesús es la nuestra, y la nuestra la suya.
§ Es así que el descenso de Jesús a los muertos equivale a nuestro “topar fondo”.
§ La resurrección de Cristo nos hace vivir como resucitados
§ Nuestra experiencia cristiana de Dios nos permite conocer mejor quién fue Jesús y quién su Dios.

• En este rato de oración podemos centrarnos en este tópico del Credo: “Descendió a los infiernos”; que en nuestra vida equivale a algo así como “topar fondo”.

a) Del lado de Jesús:

• La muerte de Jesús es verdadera muerte: comparte la suerte de los muertos
o El es un cuerpo que muere
o Le han dolido los latigazos
o Más le duele el trato inhumano que recibe
o Tiene sed, pierde aire, le aprieta el pecho, no puede seguir respirado y le explota el corazón.
• Es así que su solidaridad con la pasión del mundo alcanza la radicalidad: Jesús es uno más con los muertos. Es a través del “descenso a los infiernos” que el Hijo completa la encarnación. Ya no puede hacer ni padecer. Pero no ha cumplido su misión de un modo automático. Mientras pudo avanzó libremente, discerniendo y haciendo la voluntad de su Padre. Mientras pudo…
• En el descenso al lugar de los muertos Cristo experimenta la muerte como consecuencia del pecado: lo matan. Pero también como límite de la creación. No podríamos morir si no fuéramos criaturas. La experiencia creatural se consuma en el “topar fondo” del Hijo que muere.
• En este viaje de Jesús a los límites de la creaturidad, se nos indica el camino para reconocer al Creador. Muertos nos experimentaremos nada. Jesús verdaderamente muerto nos señala nuestra pertenencia radical a Dios: dependemos de él en todo.
o Nada de lo que hagamos nos ahorrará la muerte.
o Nuestra pasión puede acabar en el más profundo sin sentido.
o La muerte nos anuncia que no sabremos si somos inocentes o culpables.

b) Del lado nuestro:

• El misterio del descenso de Jesús a los infiernos es parte del Misterio Pascual y, en consecuencia, salva, aunque de un modo que supera nuestra comprensión. No podremos entender nunca por qué la salvación ocurre de un modo tan raro. El cristianismo es una religión rara. No tiene mucho sentido creer en un hombre crucificado: en un galileo que en vez de acumular y distribuir poder, lo fue perdiendo.
• Pero alguna luz sobre el misterio de Cristo y el misterio de la pasión de la humanidad podemos obtener a partir de nuestro propio “topar fondo”.
o “Topar fondo” equivale a un viaje largo y sufrido que prepara la vida nueva que aspiramos, pero que no depende de nosotros alcanzarla. Entonces seremos mejores de quienes hemos sido, no porque “mejoraremos” sino porque “seremos mejorados”.
§ Equivale a caer y caer, y no terminar nunca de caer, aferrándose inútilmente a las múltiples seguridades que, por buenas que sean, pueden impedirnos encontrar a Dios
o Equivale a exponer desnudo al Narciso que somos hasta que no tengamos que avergonzarnos de nada porque para entonces seremos realmente humildes.
§ “Topar fondo” equivale a despertar a una humanidad que se sabe unidad en el sufrimiento y en el compartir; en el pecado y en el perdón.
§ Al entrar en contacto con nuestra miseria se gatilla nuestra empatía con una multitud de personas que hasta ahora nos han sido indiferentes o antipáticas: sea porque han sido pobres; sea porque nos han hecho daño.
§ Este contacto nos humaniza porque este mundo solidario en la experiencia del límite de la creación, nos comprende; es misericordioso con nosotros y nos perdona.
• Al “topar fondo” podemos entender algo del Cristo que va al centro del mundo: allí donde no se puede ser más pobre, uno con los pobres, uno con los pecadores, para reconstituir la solidaridad humana desde el reverso de la historia.
• Al ir al fondo comenzamos a experimentar que Dios ya ahora nos va liberando de nosotros mismos: del miedo y de la muerte. Cristo resucitado verifica en nosotros ya ahora la vida nueva.

Lecturas:

1 Pe 3,18-22.
Salmo 30: “Te ensalzo, Señor, porque me has levantado, nos has dejado que mis enemigos se rían de mí” (el peor enemigo es uno mismo).

+ ¿Qué nos da vergüenza? ¿Qué nos ha liberado de la vergüenza?
+ ¿Vas al fondo? ¿Vienes del fondo?

2.- Emergencia de la muerte

“Al tercer día resucitó de entre los muertos” (Credo)

• “Resucitó”: No resucitó sin haber sido resucitado.
• La salvación es gratuidad de la salvación: Jesús la merece por sus obras, pero muerto solo puede esperarla del Padre.
• Cristo experimente que Dios pone los límites y Dios saca los límites.
• Nosotros, por nuestra parte, no somos capaces de perdonar, de enmendar, de cicatrizar el mal que hicimos. Siempre queda algo. Las heridas nos persiguen. Sólo perdonamos con el perdón que hemos sido perdonados.

a) De parte de Jesús

• El resucitado sonríe.
• El Padre lo ha rehabilitado. El sabía que le haría justicia.
• El Padre ha reconstituido su cuerpo, le ha insuflado la vida eterna que tenía en un principio.
• Cristo experimenta en su cuerpo la solidaridad con el mundo nuevo: el cielo nuevo y la tierra nueva que tuvo en mente el Creador desde un principio
• Su relación de amor con la creación ha alcanzado su máxima expresión: el reino prospera en el mundo por obra del Mesías y de su Espíritu como amor que actúa en los acontecimientos humanos (los grandes y los pequeños). La lucha contra el mal y la injusticia continúa aunque no se la vea o parezca que la batalla está perdida.

b) De parte de nosotros

• Hay experiencias humanas de emergencia del “fondo” que nos permiten comprender algo de la resurrección de Cristo y esta comprensión, a la vez, nos hace emerger a una vida que nos sorprende enteramente. Estas experiencias superan con creces lo que nosotros podemos hacer por conseguirlas:
o San Ignacio nos habla de la consolación “sin causa precedente”: un anticipo del gozo del resucitado.
o La experiencia de un perdón que lleva las relaciones a un nivel superior al anterior.
o El despojo de seguridades que nos van dejando a solas con Dios Padre, como hijos que no podemos vivir más que de él (el resto pasa a ser secundario).
o La solidaridad auténtica que nos obliga a carga con otros que, a la larga, nos enriquecen nuestra vida.
o El nacimiento de un hijo: sabemos que la criatura supera infinitamente lo que concebimos.
• Estas experiencias son frutos de la emergencia del fondo son expresiones de la emergencia del crucificado a la resurrección y por esto nos hacen felices.
• Es posible, aunque no necesario ni obligatorio, ser felices en esta vida. Por lo menos es posible hacer felices a los demás.

Lecturas:

Juan 20, 19-29.
Salmo: Salmo 30

+ ¿Cuáles son tus alegrías? ¿Qué te causa felicidad auténtica?
+ ¿Conoces personas que viven como resucitadas aunque llevan las cicatrices del resucitado?

Viernes Santo (2008)

VIERNES SANTO

Retiro Semana Santa
CVX
2008

1.- Nuestra finitud

a) La finitud en Jesús

– Lo sorprendente de la Encarnación es que Dios nos ha salido al encuentro en un ser finito como Jesús de Nazaret, alguien capaz de crecer y de envejecer, de gozar, de sorprenderse y de indignarse, de reír y de llorar, alguien que tuvo que aprender para enseñar; que necesitó comer, dormir, ponerse a la sombra.

– Jesús resumió en su cuerpo la evolución de las especies: fue célula dotada de cromosomas, compartió la información genética de una humanidad con 4 o 7 millones de años sobre la tierra.

– A Jesús le costó la vida. Tuvo que ganársela. Aprendió una profesión y la ejerció. José le enseñó la carpintería. María le enseñó los límites de la vida y se los impuso.

– Jesús sufrió. No hizo teatro: no hizo como si sufriera para enseñarnos a sufrir. Sufrió hasta perder la conciencia. Sufrió el abandono y la más cruda de las soledades.

– Tuvo los mismos motivos para creer y no creer en Dios que los que tuvo su pueblo. Por eso fue representativo. Su anuncio del reino despertó expectativas mesiánicas.

– Creyó en Dios como no ha creído nadie. Ignoró el futuro y, cuando la pista se le puso cada vez más difícil, no pudo confiar más que en su Padre. En algún momento su fe solo significó “aguantar” hasta sudar gotas de sangre (Getsemaní).

– Jesús tuvo una vocación / misión a la que apostó su vida: el advenimiento del Reino de Dios. Pero tuvo que discernirla y ser fiel a ella paso a paso. Tuvo que inventar su realización.

– Su identidad divina hizo que fuera más hombre que ninguno: sensible, intuitivo, consciente de sus límites, experto para reconocer la tentación y sus peligros. Si no hubiera sido Dios, no habría sido tan humano. Porque tuvo una unidad completa con su Padre, aguantó ser hombre, solo hombre, perfectamente hombre.

– En la humanidad de Jesús descubrimos que el pecado es inhumano: Jesús compartió con nosotros todo, menos el ser pecador. Gracias a Jesús sabemos que el sufrimiento es anterior al pecado. Jesús sufrió, pero no pecó. Experimentó una consecuencia del pecado: el sufrimiento. Pero igual habría sufrido. Porque sufrir es condición del ser humano. Precisamente porque sufrimos es que pecamos, aunque no estamos obligados a hacerlo, como en el caso de “este hombre” se nos ha revelado. En Jesús sufriente, descubrimos que no estamos condenados a pecar ni al mal, si no una plenitud de humanidad que solo se consigue mediante una confianza y una unidad total con el Dios del amor. Jesús, como verdadero hombre, impotente e ignorante, nos enseñó que no hay que desesperar de nuestra propia humanidad, sino amarla con su finitud propia.

– Hay sufrimientos que no vienen del pecado. Es entonces que surge la pregunta: ¿quién tiene la culpa del dolor inocente? Si no fuera por Jesús, si no creyéramos que él que sufre es Dios, lo más fácil sería echarle la culpa al Creador y, por tanto, cuidarse de él. Llegamos así a la máxima de las paradojas: no es posible creer más que en un “crucificado”.

– Todos los descargos del mundo los podemos hacer contra Dios, porque no todos los sufrimientos son consecuencia del pecado, pero lo que resulta imposible es pedirle cuentas al “crucificado”. El es el representante del dolor inocente. A Cristo crucificado rezan los que tienen una buena razón para desesperar pero aguantan la tentación de no creer en Dios o de arreglárselas sin él.

– Jesús experimentó fuertemente la tentación porque sufrió hasta el extremo. Pero no pecó. El suyo es el sufrimiento de los inocentes.

b) Nuestros límites, caducidad y tentación

– La creación es una realidad finita. Dios es infinito, eterno y bueno. La creación también es naturalmente buena. Es el pecado del hombre que la ha desordenado o corrompido. Pero hay un tipo de corrupción que no proviene directamente del pecado. La podemos llamar finitud y que se manifiesta en un comenzar y un dejar de existir corporal o materialmente en el tiempo y el espacio.

– De esta finitud tomamos conciencia especialmente cuando vemos descomponerse, deteriorarse, enfermar y morir a los seres animados e inanimados. Por cierto el pecado incide muchas veces en el fracaso de la creación. Pero esta no fracasaría si no estuviera en ella el principio de su propia descomposición.

– Tomemos por ejemplo: los terremotos, las erupciones volcánicas, los huracanes, las sequías, las inundaciones, los fríos o calores imposibles de soportar. Estos fenómenos naturales normalmente arrasan con la vida de las especies vegetales y animales, y curiosamente favorecen también el surgimiento de nueva vida.

– La ciencia moderna ha podido conjurar una serie de males naturales. Por lo menos ha posibilitado protegerse de ellos. Pero la ciencia moderna tiene claramente el propósito de controlar la finitud de la naturaleza y, porque no decirlo, de la finitud en cuanto tal. ¿No es este uno de las virtudes y de los pecados de la modernidad?

– Se asoma ya aquí una causa de pecado. El pecado del hombre moderno consiste en no aceptar su finitud, lo que en términos teológicos equivale a no aceptar ser “criatura”, con lo cual desembocamos derechamente en el ateísmo: luchar por la vida y prosperar como si no hubiera Dios. Por más que nos consideremos cristianos y espirituales, en la medida que confiamos más en la ciencia que en Dios tendemos al ateísmo.

– A los occidentales cada vez nos cuesta más enfermar y morir como los animalitos, así no más, callados y sin drama. Por cierto que no somos meros animalitos y no podemos extinguirnos tan fácilmente. Los animales no tienen la sed de eternidad cuyo reverso es la angustia por esta vida. Pero, en cuanto “modernos”, carecemos de esa simpatía cósmica de que gozan los pueblos indígenas o campesinos. La ciencia nos ha hecho depender demasiado de nosotros mismos. Para cambiar el mundo no necesitamos a Dios. Nos desvinculamos de él. Además, para explotar el mundo también necesitamos desvincularnos del mundo: así lo haremos sin mala conciencia. Al rechazar nuestra condición de criaturas, al rechazar nuestra finitud, quedamos más solos. El desastre ecológico es prueba del divorcio del hombre con Dios y con el resto de la creación.

– La creación es finita. Somos finitos. Apreciar esta condición es un modo de reconocer que Dios es Dios, que a él y solo a él le debemos la vida. ¿Acaso no debiera consistir en esto y nada más la vida espiritual? Vivir como si fuéramos criaturas, en constante acción de gracias. ¡Bastaría!

– No extraña, por lo mismo, que a veces queramos morir. Sufrimos y no queremos sufrir más. Hay ancianos que piden morir. ¿Por qué no? No están despreciando la vida: simplemente están queriendo que se cumpla en ellos una posibilidad inscrita en su carne.

– Algo parecido ocurre con las enfermedades. Nos cuesta estar enfermos porque nuestra relación con nuestro cuerpo está mal ajustada. Creemos ser algo distinto de nuestro cuerpo. Tenemos una impresión de infinitud que se lleva mal con ese cuerpo que nos recuerda que no somos inmortales. Pero cabe la posibilidad de tomarse a bien la enfermedad y decir, por ejemplo, “soy un cuerpo que ama y que sufre”. ¿No pudiera ser la enfermedad una ocasión de agradecer a Dios la vida?

– El mundo es una organización “atómica”, “celular”. El hombre tiene un código genético. El genoma humano permitirá intervenir en nuestro “soma” para evitarnos el sufrimiento y, quien sabe, para alcanzar la perpetuidad. ¿Cuántos años vivirán las generaciones en 100 años más? Pero, por más que vivamos no por ello nos acercaremos más a Dios y, por tanto, seremos más felices.

– Esta situación de finitud-fragilidad y vocación a la infinitud-omnipotencia, es ocasión de pecado. Estamos llamados a “poder”, pero solo podremos si Dios puede en nosotros. Sin Dios, querremos superar nuestra condición, pero fracasaremos.

Instrucciones de oración

– Getsemaní (Lc 22, 39-46): contemplación del “hombre”.

– Preguntas:

– ¿Cuáles son los límites o sufrimientos de la vida que me “tientan” o dificultan creen en Dios?

– ¿Cuál es mi relación con mi cuerpo? ¿con la naturaleza?

– ¿Quiénes son mis enfermos y mis muertos? ¿Mis “muertes”?

2.- El Pecado

a) Jesús, víctima del pecado

– En Jesús se nos ha revelado “el hombre” y “Dios”.

– En la plenitud de humanidad de Jesús se revela que el pecado no es constitutivo nuestro; sino exactamente lo contrario: el principio de la ruina de nuestra humanidad. En la plenitud de la humanidad de Jesús se revela quién es Dios: el Amor que es factor de humanización y de reparación de la deshumanización.

– En Jesús se revela la inocencia y la culpa. En su cuerpo crucificado conocemos un tipo de sufrimiento capaz de redimir la culpa del que lo causa; el sufrimiento del inocente, el Cordero, que quita el pecado del mundo porque carga con el pecado del mundo. Jesús comparte nuestra humanidad hasta el colmo del sufrimiento y del pecado; del pecado como víctima capaz de amar y perdonar a sus victimarios. Nadie ha sido más libre que Jesús: ama a los que lo odian a él y a los suyos. Nadie ha sido más hombre que Jesús, porque la medida del hombre es el perdón. “Dime cuánto perdonas y te diré quién eres”.

– Podemos contemplar a Jesús torturado y muerto en cruz. San Juan juega a la paradoja y a veces con la ironía.
o Jesús, que no parece hombre, es “el hombre”.
o La corona de espinas es la corona del “rey de los judíos”.
o San Juan juega con la imagen de Jesús sometido a juicio. Los jueces juzgan culpable al inocente Pero él, el inocente, como un juez que ejerce su trabajo sentado, juzga a sus acusadores.

– Jesús crucificado “grita” antes de morir y muere. El cristianismo es una religión extraña. Pide creer en un “hombre crucificado”. Creer en un hombre es difícil y, en definitiva, imposible. El hombre en cuanto ser mortal no es “confiable”. Creer en un hombre crucificado parece de locos. Parece, pero no lo es del todo. Parece de locos, porque el crucificado representa al fracasado, al que no puede probar que tiene razón alguna. Sin embargo, en la confianza en el hombre coherente hasta la muerte, en el hombre que respalda con su cuerpo su propia fe y la pasión de su vida, está el fundamento de la ética y de la fe en Dios.

– Jesús representa a las víctimas de un mal atribuible a la libertad humana. Las víctimas inocentes solo podrían creer en alguien que ha pasado por lo que ellas han pasado. La solidaridad es el principio de la ética. Pero, además, el hombre que grita a Dios y muere sin ser escuchado, se convierte en el representante de tantos seres humanos que han pasado por lo mismo. Puede sernos difícil creer en Dios, pero si se trata de creer solo sería posible hacerlo en el Dios en el que Jesús creyó y a cuya voluntad consagró su vida hasta la muerte.

– Hay que mirar a Jesús crucificado y gritando a Dios, hasta comprender que Dios, si hay Dios, no salva sino a través de la pasión y muerte de Jesús.

b) Nuestro pecado

– Dios nos ha creado “sufridores”, pero no “pecadores”. Sufrimos porque somos seres humanos, pero también porque somos inhumanos unos con otros.

– En concreto, sin embargo, resulta muy difícil saber si lo que se sufrimos se debe a lo uno o a lo otro. Lo que no podemos descartar es que suframos a causa del pecado o que a causa del pecado suframos como sufrimos.

– Al nivel más profundo de nuestro ser, nivel que solo Dios conoce, nunca sabremos si somos o no pecadores: nos perdemos en el discernimiento de los motivos de nuestras acciones. ¿Qué fue primero? ¿El trauma, el miedo, el carácter, la ansiedad o la acción intencionalmente mala? Pero el mal del mundo y la sabiduría judeo-cristiana señala que su origen es la libertad humana y no la de Dios. La fe consiste en creer que Dios es bueno. Pero hemos de reconocer que hay un mysterium iniquitatis que antecede y supera con creces nuestra responsabilidad individual.

– De la mística proviene un dato importante: los santos tienen una fina conciencia de su pecado: Ignacio de Loyola, Hurtado, Teresa de los Andes. La mística consiste en la unión con Dios. La unión con Dios nos hace alcanzar la plenitud de nuestra humanidad. A más Dios más humanidad. Y, paradójicamente, la unión con Dios en los santos les hace reconocer su inadecuación con su prójimo. La conciencia del pecado es una gracia que se activa en los que descubren que Dios los ama y los perdona. ¿Qué es primero? ¿La conciencia del pecado o la conciencia del amor perdonador de Dios? Hemos de creer que Dios tiene la iniciativa de la conversión, pero esta no ocurre sin que nosotros queramos ver y veamos.

– ¿Cómo seguir el camino que los santos nos han abiertos? Una pista clave es la contemplación del crucificado. San Ignacio nos pone ante él y nos hacer preguntarnos: “imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (EE.53)

– Hurtado nos ofrece otra pista: “El pobre es Cristo”. La contemplación del pobre debiera llevarnos al Cristo que humillamos y que, a la vez, nos salva. El pobre es pobre porque yo soy rico: la sociedad está económica, social, política y culturalmente organizada de un modo injusto. Hay una anterioridad del mal a nuestro propio nacimiento. Nacemos en un lugar determinado de la trama social, y funcionamos de acuerdo al papel que se nos asignó.

– También Aparecida nos ofrece esta pista: contemplar en Cristo el rostro de tantos pobres latinoamericanos; y contemplar en estos el rostro de Cristo. Las enumeraciones no parecen terminar: “los migrantes, las víctimas de la violencia, desplazados y refugiados, víctimas del tráfico de personas y secuestros, desaparecidos, enfermos de HIV y de enfermedades endémicas, tóxicodependientes, adultos mayores, niños y niñas que son víctimas de la prostitución, pornografía y violencia o del trabajo infantil, mujeres maltratadas, víctimas de la exclusión y del tráfico para la explotación sexual, personas con capacidades diferentes, grandes grupos de desempleados/as, los excluidos por el analfabetismo tecnológico, las personas que viven en la calle de las grandes urbes, los indígenas y afrodescendientes, campesinos sin tierra y los mineros.” . En adelante el documento llama la atención particularmente sobre las personas que viven en la calle en las grandes urbes, los migrantes, los enfermos, los adictos dependientes y los detenidos en las cárceles .

– La última pista la debiera sugerir cada uno de nosotros a los demás. También nosotros debiéramos indicar a los demás dónde encontrar hoy al Cristo crucificado, el Cristo víctima de nuestro pecado y nuestro liberador. ¿Cómo trasparentamos el misterio pascual de Cristo, su muerte y su resurrección?

Instrucciones de oración

Mc 15, 23-37: Contemplar a Cristo crucificado.

Ignacio: “imaginando a Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz, hacer un coloquio, cómo de Criador es venido a hacerse hombre, y de vida eterna a muerte temporal, y así a morir por mis pecados. Otro tanto mirando a mí mismo, lo que he hecho por Cristo, lo que hago por Cristo, lo que debo hacer por Cristo, y así viéndole tal, y así colgado en la cruz, discurrir por lo que se ofreciere” (EE.53)

Preguntas:

– ¿Quiénes son mis pobres? (“Pobre” es un concepto análogo. Hay muchas maneras de ser pobre).

– ¿Los pobres que son pobre “por mí” (por causa mía) y “para mí” (en mi favor)?

– ¿Los pobres que crucifiqué y que me redimen con su inocencia?

– ¿Para quiénes soy yo el pobre?, ¿el pobre herido por su prójimo y capaz, por tanto, de perdonarlo?

– ¿Con quiénes cargo y quiénes cargan conmigo?

La "píldora del olvido" o la memoria de la pasión

Si el día de mañana se inventara una “píldora del olvido”, una pastilla para borrar los hechos más dolorosos de nuestra vida, para suprimir de la memoria aquellos golpes que nos marcaron para siempre, ¿quién la tomaría?

Cualquier interesado debería primero sacar las cuentas. Si pudiéramos recordar sólo los buenos momentos, ciertamente no seríamos los mismos. A futuro, no pudiendo entender el sufrimiento de los demás, su pena nos parecería una estupidez. Creeríamos que se merecen lo que sufren. Los culparíamos de su tormento. Y, así, juzgándolos aumentaríamos su desgracia, evitando de paso que su infortunio nos toque.

Pero, además, sin esos hechos traumáticos nuestra identidad sería irreal. Nada hay más nuestra que esa historia de padecimientos que solamente podemos contar en privado, sin apuros y no a cualquiera. ¿Acaso no fue en aquellos momentos de dolor que tuvimos la impresión de ser distintos de los demás? «¿Por qué a mí?», dijimos, “¿Por qué ahora? ¿por qué de esta manera?”. Nos sentimos solos. Nos supimos únicos en el mundo. El placer, el amor no han cincelado nuestro «yo» más que la frustración, el fracaso y la impotencia de no haber sido amados como lo quisimos. Un hombre, una mujer sin memoria de su pasión, serían unos eternos turistas sobre la tierra. Su convivencia parecería una especie de show de irrealidad: escenografía, drama sonso, risas falsas, aplausos falsos…

Sin embargo, ¿podríamos nosotros juzgar a las personas que, habiendo padecido mucho en su vida, decidieran tomar la píldora para olvidar su dolor? De ninguna manera. ¡Nunca hay que juzgar! Pero probablemente sería esta misma gente la menos interesada en tomarla, pues ella sabe que su pasión es exactamente lo que tendría que contarnos. Estas personas, nos consta, aportan a nuestra vida en sociedad una cuota de verdad cruda que nos delata y nos sana al mismo tiempo. Nadie como ellas desarrollan un olfato finísimo para detectar a la mujer mentirosa, al nuevo rico, al predicador que habla sin decir nada… Sin la memoria de las víctimas una sociedad avanza sin rumbo.

Jesús no habría tomado jamás la “píldora del olvido”. De haberlo hecho se habría incapacitado para representar a las víctimas ante Dios. Los seguidores de Jesús tampoco la habrían tomado. Pues compartiendo el dolor de los demás, amándolos con el amor de Jesús, los cristianos prueban lo imposible: que Dios no es apático, que a Dios no le da lo mismo la pasión al mundo.

Memoria pascual

Los cristianos recuerdan en Semana Santa el camino de Jesús a la cruz y luego su resurrección. ¿Por qué?

No lo hacen porque les guste la historia y gocen con los relatos heroicos. Tampoco porque se deleiten con el sufrimiento de Jesús o porque viéndolo así sufriente les sirva de consuelo. La diferencia de esta historia con cualquier otra historia, es que lo que sucedió con Jesús en el pasado de algún modo continúa sucediendo en el presente. No es lo mismo el recuerdo que los cristianos hacen de Jesús que el recuerdo que cualquier persona puede hacer de Gandhi, Sócrates o Arturo Prat. Los cristianos recuerdan el camino de la cruz porque creen que el crucificado resucitó y vive.

Los cristianos siguen a Jesús en su pasión para participar de su resurrección. ¿Cómo se entiende algo así? Ellos esperan la vida eterna más allá de su muerte, viviendo ya ahora de acuerdo al mismo amor que ha vencido a la muerte. Si en la cruz Jesús llevó al extremo el amor de Dios por cada uno de nosotros, incluidos nuestros enemigos, los cristianos vencen la muerte en tanto se dejan amar por Dios, perdonan a los que los ofenden y trabajan por la superación de toda enemistad. La salvación cristiana origina una vida nueva ya en esta historia nuestra, en la que normalmente predomina la desconfianza y el temor a los demás, la defensa en contra de los otros y el egoísmo. La resurrección de Jesús es reconocible allí donde surge una nueva forma de vivir caracterizada por la confianza entre los hombres, la esperanza en el futuro a pesar de cualquier dificultad y el amor por los que no parece que merezcan ser amados: los despreciables y los que más nos han ofendido. Esta es la novedad de Jesús que los cristianos recuerdan y reviven en Semana Santa, novedad que rompe con la historia tan conocida del “ojo por ojo, diente por diente”, la historia del resentimiento y la venganza.

Pero la pasión y la resurrección de Cristo no atañen sólo a los cristianos. El llamado Misterio Pascual de Jesús, la Iglesia cree, tiene alcance cósmico. Si por la Encarnación del Hijo de Dios sabemos que nada humano es ajeno a Dios, que Dios se hace solidario con la humanidad hasta las últimas consecuencias, por el Misterio Pascual de Jesucristo sabemos que allí donde hay un hombre, una mujer que sufre, es Cristo que sufre; que donde una mujer, un hombre pide perdón, es Cristo que impulsa la reconciliación. Todo el cosmos está cristificado. También en los budistas, musulmanes, ateos y los que nunca han oído hablar de Nazaret o Jerusalén, es Cristo que padece en cruz cuando cualquiera de ellos tiene hambre y es Cristo que resucita cuando un prójimo les da de comer. Atentos a las necesidades de los pobres, los obispos nos remecen con su campaña en favor de la mujer jefa de hogar que con enormes sacrificios “para la olla” a diario. No hay que averiguar si esa mujer ha cometido errores en su vida, si es católica o evangélica. Si el crucificado es el Cristo, la propaganda dice: “ella también”.

Los cristianos en Semana Santa hacen suyo el dolor de Cristo por el mundo que sufre y preguntan a Cristo mismo qué pueden ellos hacer para bajarlo de la cruz. En cada una de las misas los cristianos agradecen a Dios porque Jesús continúa luchando por la justicia y la paz del mundo, y con su oración y su acción se suman a su causa.

Jorge Costadoat S.J. Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Santiago, 2004.

Tríptico pascual

Cada día del triduo pascual tiene un sentido particular, pero relacionado estrechamente con el sentido de los otros días. Unos días están dentro de los otros, pero diferenciándose, explicándose recíprocamente en su propia originalidad.

El Misterio Pascual es inagotable, pero sería ininteligible si no tuviera que ver con nuestra vida concreta porque Cristo continúa en la historia y también en nuestras pequeñas vidas, orientándonos por los laberintos del reino, muriendo y resucitando, cargando con nosotros y a pesar nuestro.

Ofrezco aquí un tríptico pascual: tres imágenes, tres tiempos de la eternidad que fecunda esta vida ligera nuestra, dolorosa casi siempre y tenaz como la esperanza que la alienta.

Viernes Santo: no hay castigo divino

“Si te portas mal, Dios te va a castigar”. Más de alguna vez se ha oído esta amenaza en boca de una mamá. ¡Tremendo, pero sí! No es que la mamá le quiera un mal a su hijo. El niño nació el día más feliz de su vida. Ella ama a su hijo y lo va educando como puede. Si no lo hiciera, tarde o temprano el hijo sería devorado por la vida porque la vida pide disciplina, modales y moral. Se dirá que tal vez la madre no está tan preocupada por el futuro del niño, sino agotada de él. El chiquillo friega y friega, no hay cómo tenerlo tranquilo. Sea lo que sea, Dios es invocado en esta causa. La madre mete miedo al hijo con Dios. No quisiera hacerlo así. Pero el hijo se hace la idea de que Dios es de temer. “Castiga, pero no a palos”, le oirá en otra ocasión. ¿Con una enfermedad, con un tropezón…?

El hijo viene llorando a sus brazos. Se cayó en la vereda y se rasmilló las rodillas. La madre le enseña a aprender. Enojada dice al niño: “no viste, Dios te castigó”. El párvulo le cree: la madre es buena, lo cuida cuando se enferma. Ella sabe, ella adivina qué le va a suceder. Y piensa que Dios, tan poderoso, puede poner orden en el momento menos pensado. Nuevamente la madre, sin quererlo directamente, le ha hecho entender que el orden, las cosas como tienen que ser, la ley, son más importantes que Dios.

Pero, ¿es el orden más importante que Dios? Tantas veces la educación religiosa trasmite la misma idea: Dios está para garantizar la observancia de los mandamientos. Así entra en el alma del infante un “dios” que lo ama, que lo protege, que, como su madre, a veces premia y a veces castiga. Porque este “dios”, como ella, tiene paciencia pero no ilimitada. Tampoco él puede arreglar las cosas solo por las buenas.

La experiencia que Jesús tuvo de Dios fue muy distinta. Tuvo tal seguridad en el amor de su Padre que, actuando con confianza y libertad, terminó por desestabilizar a las autoridades religiosas de su tiempo y el edificio completo de preceptos, prohibiciones y sanciones que estas habían levantado para administrar el perdón de Dios. Jesús conoció muy bien su propia religión. Fue un fiel observante. Un judío hecho y derecho. Nadie como él ha creído en la bondad de Dios. Nunca un hombre tuvo menos miedo a Dios. Todo esto porque interpretó la Ley según su espíritu, el Espíritu del Dios del amor. El amor de su Padre lo puso entre dos fidelidades: la lealtad hacia las legítimas autoridades de Israel y los israelitas comunes como él. El Sanedrín, tironeado entre el pueblo y los romanos, vio en la libertad de Jesús una amenaza mayor al orden constituido. Juzgó prudentemente. Lo eliminó.

En Viernes Santo contemplamos en Cristo crucificado a un inocente. Parece culpable, un azotado de Dios. Pero no hizo mal a nadie. Dios no lo castigó por sus pecados. Tampoco lo castigó por los pecados de la humanidad. A Jesús lo asesinaron los hombres temerosos de otros hombres y temerosos de “dios”. Temieron perder poder y los asustó el poder. Aquellos fariseos, saduceos, oficiales romanos, semejantes a los cristianos militantes de hoy que atemorizan a los demás para “salvarlos”, ellos fueron. Los conocemos, nos reconocemos en ellos: cuando el prójimo representa algún tipo de amenaza a “nuestro orden” rápidamente buscamos una buena razón –y qué razón mejor que su propio bien- para censurarlo. El Padre de Jesús, en cambio, no mueve la vida humana con amenazas. Lo hace con amor. Con el amor de Jesús que nos gana con su entrega completa, indefensa y dolorosa.

Ahí está: crucificado, expuesto a la risa y a la compasión. Allí lo pusieron los señores del miedo para aterrarnos. Y a veces lo logran. Pero por lo mismo, al contemplarlo en la cruz, se abre además la posibilidad de comprender que donde hay un hombre que parece culpable, a menudo hay un inocente. Dios no ha necesitado que le crucifiquen a un ser humano, y menos a su Hijo, para enseñar, para perdonar o restituir el orden, la ley y las buenas costumbres. Es una barbaridad que alguna vez se lo haya creído. ¡Que se lo haya agradecido! Dios Padre no se complació con la muerte de su Hijo. Privándose de “meter mano” en los acontecimientos y rescatarlo de la cruz, renunciándolo, nos reveló que ni siquiera el asesinato de su Hijo lo obliga a la venganza o a buscar culpables en los que desquitarse. Por el contrario, en la cruz se nos reveló que la inocencia existe, que el pecado mata y que el perdón, el verdadero perdón, es gratuito. Desde que el Padre resucitó a Jesús, Dios nos pertenece, porque a él, y solo a él pertenecen los inocentes y también los culpables.

El Dios de Jesús no castiga. No lo necesita. Solo sana. Solo repara. Comprende las dificultades que nos impone la vida para educarnos a vivir juntos. Comprende, entre otras cosas, que las madres pierdan la paciencia. Un día las acogerá en sus brazos, disipará sus temores, les recordará que sus dolores no fueron inútiles y escuchará sus descargas contra el marido, el trabajo, los hijos y su imposibilidad de ser mejores.

Sábado Santo: sentimientos encontrados

A quién no le ha ocurrido. Fuimos al cementerio. No era una persona cualquiera. Si no, habríamos asistido a la misa y punto. Pero no podíamos no acompañar a alguien que quisimos tanto, que le debemos mucho. Y en la procesión hacia la tumba nos encontramos con los demás amigos que en otro tiempo, con el muerto, hicimos un camino juntos. Ahora caminamos unos con otros, para despedir a una persona que se lleva un pedazo feliz de una historia irrepetible. Nos miramos, nos da pena. Pero también nos da alegría encontrarnos después de años. Nos miramos de nuevo: nos conocemos y nos desconocemos. Y de vuelta del entierro, ya no en procesión, comenzamos a reír de esto y aquello. Reímos con un dejo de culpa. No hemos salido aún del cementerio. Todavía estamos en un funeral. Y, sin embargo, las anécdotas, el cariño, algo que solo los amigos entendemos por qué, nos llena de alegría y reímos cada vez más a pesar de la circunstancia.

También nos ha sucedido, en la dirección emocional contraria, que nos encontramos en un matrimonio, en una fiesta donde las caras largas no se toleran, pero en ese mismo momento una pena, una preocupación, nos tuvo desconcentrados. Había que estar contentos. ¡Quién no merece una celebración, habiendo tanto sacrificio! Pero el niño en cama en la casa no nos dejó tranquilos. Se había caído en la calle. Quedó asustado. Nos impidió gozar como se goza en un banquete. Quisimos que sirvieran luego el “segundo”. Dijimos irritados: “¿No podrían apurarse con el postre?”. Es que era imperioso aprovechar la fiesta y, sobre todo, volver pronto a acompañar al niño que, aunque no estaba grave, seguramente necesitaría el cariño que solo la mamá podía darle.

Hay situaciones en la vida en que nos hallamos entre la alegría y la pena. Son momentos de especial seriedad. Como si solo entonces hiciéramos contacto con la totalidad de la realidad. La vida tiene de dulce y de agraz. En esas circunstancias no podemos celebrar olvidando a la gente que queremos y que lo está pasando mal. Y, al revés, seríamos inauténticos si solidarizáramos con ellos, si compartiéramos su dolor, renegando de las alegrías de la vida.

Jesús, como un muerto más, inocente para unos, culpable para otros, descendió al fondo de la tierra para solidarizar con los muertos. A ellos, justos y pecadores, muerto y bien muerto, fue a anunciar la salvación. El Sábado Santo es día de silencio, un día largo, pesado, arduo. Porque ese día Cristo entristeció a los vivos con su muerte y alegró a los muertos con su vida. No es raro que después del Viernes y antes del Domingo los bautizados en Cristo experimentemos una incomodidad sin par. La tristeza del viernes nos persigue. Todavía nos duele la cruz. Pero la esperanza de la pascua avanza en nuestro ánimo como el sol que se abre paso en la niebla. No podemos olvidar así no más a tantas personas enfermas, cesantes, separadas, abandonadas y comidas por la depresión. Pero tampoco podríamos salvarlas con nuestra pura pena por ellas. A estas también debemos darles la fuerza, contagiarles esa esperanza que de bautizados a bautizados nos hemos transmitido desde al resurrección de Jesús en adelante.

Un sábado Cristo descendió a los infiernos porque solo un muerto solidario con los muertos pudo comunicar a ellos una razón de esperanza. Este día el Hijo de Dios completó la encarnación. Nunca fue más hombre que cuando dejó de ser hombre. Nunca la humanidad experimentó a Dios tan cercano. Jamás Dios reclamó tanta autoridad como el sábado que Jesús dejó incluso de sangrar. No habrá otro día en lo que queda de historia, en que el poder de Dios nos asuste menos y más merezca fe.

Los cristianos en Sábado Santo hacemos nuestra la pena ajena porque así, solo así, los amigos podemos comunicarnos la esperanza que nos alegra y, al mismo tiempo, tomarnos la vida en serio.

Domingo de Pascua: anticipos de la resurrección

Nació una niña. El parto fue doloroso como todos. Nació una niña y todas las penas del embarazo y del alumbramiento quedaron atrás. No serán olvidadas, pero la alegría por la criatura llena de eternidad el alma de la madre. Nunca pensó que las molestias y el dolor serían tan menores en comparación… Es el día más feliz de su vida. Ha sido sorprendida por una maravilla imposible de calcular. Sabía de depresiones post-parto, de mujeres que han debido contentarse con el crecimiento de sus hijos después, superada ya la angustia atroz de los días de la lactancia. No fue su caso.

La niña es indicio de algo más. El papá la mira y no puede creerlo. Tan suya, tan ajena. No ha hecho nada mejor en su vida, pero él no tuvo que ver con el milagro. Sabe que esta vida, vida de su vida, no se debe en realidad a sus deseos o a su decisión. Lo felicitan porque se le parece. Se alegra. La niña le pertenece. Se la merece. ¡No se la merece! Esta vida como su propia vida, nunca lo había experimentado tan fuertemente, no es propiedad suya. Y continúa sus cavilaciones: “¿quién nos pertenece?, ¿a quién pertenecemos?” En este nacimiento se ha anticipado de un golpe el misterio de la proveniencia y de la vocación. Vendrán días peores, pero no es el momento de pensar en ellos. Un día la adolescente le dirá al papá “no te metas en mi vida”. Le dolerá como si para castigar su afán controlador lo fusilaran. Porque es inherente al misterio aparecer y esconderse. Pero el misterio ha comparecido inesperadamente y con tal fuerza que, si los padres renuncian a la hija, si la agradecen en vez de apropiársela, el mismo misterio les dará la fuerza para criarla y adiestrarla en el amor, y en amar la vida eterna.

El triduo santo se asemeja a un nuevo nacimiento. El Misterio Pascual se cumple en Jesús y se cumple también en los cristianos como una vuelta a la vida, mejor dicho como una vida nueva, una vida de otro orden, superior a la vida corriente.

En el caso de Jesús su muerte equivale a los dolores del parto. Su mismo paso corporal a través del túnel de la muerte, se parece al niño expulsado a un mundo mejor. Su resurrección es tan suya como ajena. Le ocurre a él. Pero no se debe a él. Su Padre lo resucita. No habría podido resucitar solo porque los muertos están muertos, ni duermen ni descansan en paz. Jesús resucitó como murió: en dependencia absoluta de su Padre y de los hombres con quienes su Padre lo compartió. Nada fue suyo que no le fuera expropiado. En él apareció y se ocultó hasta el abismo infernal el misterio último de la vida, el misterio del amor que, por medio del despojo de sí, con su vulnerabilidad, prevalece contra las fuerzas de la noche que se apoderan del mundo. Su Padre rehabilitó a Jesús. Su Hijo no vino al mundo en vano. Su proclamación de un perdón incondicional, su interés genuino y desinteresado por los miserables, el reino en suma, no dependía de él, pero sin su dolor y su muerte no habría llegado tampoco. Su amor a los pobres y a los pecadores fue indicio del reino de los cielos. Algo que ni siquiera él pudo controlar a su antojo.

El Misterio Pascual atañe igualmente a los cristianos. Su celebración anticipa este “algo” que nos recuerda que somos infinitamente “más” de lo que merecemos. Tampoco los cristianos nos la podemos con la vida. Nos castigamos para corregirnos. Oscilamos sin tregua entre la fiesta y el funeral. ¿Resurrección? ¿Resucitaremos? Tal vez nos quede grande una esperanza así. Raro sería que la comprendiéramos mejor que Jesús en su tiempo. Algunos probablemente han sido dotados de una poderosa convicción de la vida eterna. A los demás bastarán algunos indicios. La gracia está en vivir conforme a ellos. En realidad no se necesita más. Porque no es más importante creer en el amor que amar, ni creer en la eternidad que sacrificarse por los demás como si estos fueran lo único que importa. En Semana Santa los cristianos celebramos la muerte de Cristo porque pertenecemos al resucitado y celebramos su resurrección, porque no podemos olvidar que hemos sufrido más de lo que podíamos soportar y para recordar que fuimos perdonados.