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La fidelidad de Jesús

Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas (Lc 22, 28)

Para adentrarnos en la fidelidad de Jesús conviene primero hacer memoria de los alcances de la fidelidad humana en general y sus dificultades. Lo que a fin de cuentas nos interesa encontrar en la fidelidad de Jesús es la clave para nuestra propia fidelidad.

Fidelidades hay de distinto género. La fidelidad se expresa de múltiples maneras: lealtad en la amistad, estabilidad en el matrimonio, tenacidad en una vocación particular, perseverancia en la lucha por una causa justa, paciencia de los padres con un hijo enfermo o díscolo, honorabilidad en el cumplimiento de un contrato, firmeza en la palabra empeñada, obsesión de un artista con su obra, incondicionalidad a una persona en particular, amor a la patria, apego a las enseñanzas de la Iglesia y martirio. Conceptos hermanos de la fidelidad son entrega y sacrificio. En lo que toca a la fidelidad en los compromisos entre personas, al trasfondo de lo cual analizaremos la fidelidad de Jesús, hemos de tener particularmente en cuenta la fidelidad en los compromisos definitivos. Estos constituyen una preocupación mayor de nuestra época.

Al abordar el tema, conviene también recordar que la fidelidad cuesta y fracasa. La traición representa una amenaza decisiva a la unión estable de los esposos. La deslealtad entre los amigos suele ser mortal. El incumplimiento de la palabra dada mella gravemente la confianza. El abandono de una de las partes comprometidas deja a la otra en el aire, suspendida en su tarea de seguir viviendo. La desidia en la observancia de los votos de los consagrados acaba con la vida religiosa. La infidelidad se alimenta de mentira, de miedo, de clandestinidad. La infidelidad acarrea celos, desconfianza, dolor e incluso tragedias. Haya o no responsabilidad moral, la infidelidad fragua en situaciones peligrosas: exceso de trabajo, soledad, exposición a tentaciones fuertes. O por otros motivos: pobreza, cesantía, alcoholismo, locura, competencias entre las partes comprometidas. Vivimos tiempos de cambios profundos en los modos de vida y de relacionarnos, una época de estímulos múltiples y fascinantes, de exigencias tan desmedidas a nuestras fuerzas que si la fidelidad a ultranza parece imposible la infidelidad es al menos muy comprensible.

Pero, aunque entre en crisis la idea de fidelidades definitivas, no hay que claudicar en su búsqueda. Tenemos necesidad de una fidelidad aún más compleja. No basta entender la fidelidad como impecabilidad de una de las partes, pues es preciso que implique también cargar con la fragilidad y los fallos de la parte contraria. No nos sirve la fidelidad narcisista: «yo me porto bien, cumplo lo que a mí me toca». Más que nunca nuestra sociedad nos pone en situación de una fidelidad que se ejerce como reconciliación y solidaridad con el otro. La vida nos supera. Necesitamos avanzar con las rupturas, las heridas, las amistades a medias, las caídas ajenas y también con las propias. Las cosas no son blanco y negro. Nadie es completamente fiel pero tampoco lo principal está en la inocencia. La fidelidad que necesitamos debiera restañar las heridas, anticipar una salida al caído y darle una «última oportunidad».

Es en este contexto que tiene sentido buscar en Jesús el secreto de la fidelidad humana. Aunque este contexto no sería tal si la fidelidad de Cristo ya desde antiguo no hubiese fecundado hace tiempo nuestra cultura con toda su riqueza de significados.

1.- Fidelidad de Dios durante la Antigua Alianza

En Jesús encontramos la máxima expresión de la fidelidad de Dios con la humanidad, el modelo de la fidelidad humana y la gracia para reconciliarnos, para confiar otra vez y para perseverar hasta el final. La fidelidad de Jesús, sin embargo, no surge de la nada sino que se inscribe en la historia de fidelidad de Dios con Israel.

La categoría que mejor expresa la fidelidad de Dios en el Antiguo Testamento es la de alianza. Cabe notar que en el mundo antiguo, en medio de otros pueblos que se relacionaban con Dios por mediación de la naturaleza y sus ciclos, el pueblo de Israel fue el único que se relacionó con Dios en términos de «libertad», en virtud de un vínculo «histórico», la alianza. La historia de Israel comenzó con una «elección», la cual se expresó en una acción salvífica de Dios, a saber, la liberación de Egipto y la promesa de una tierra. Desde entonces Israel fue propiamente «pueblo», el pueblo elegido de Yahvé.

La elección de Israel concluye con una alianza que regularía las relaciones de Dios con su pueblo, asegurándole un futuro histórico. En la zarza ardiente Dios reveló a Moisés su nombre: YHWH, que quiere decir, «Yo soy el que soy», «yo soy el que seré», «yo soy el que estaré contigo» (Ex 3, 13-15). En otros palabras: «Yo soy aquel en el cual tú debes confiar». La Alianza constituyó un pacto de co-pertenencia y de fidelidad entre Dios y su pueblo: «Ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ex 6,7). De este modo Dios se comprometía por un contrato irreversible a favorecer a su pueblo por todo el futuro y el pueblo se obligaba a no rendir culto a otras divinidades, sino sólo a Yahvé. La elección sellada por esta alianza no significaba empero ningún favoritismo. Así como Dios se revelaba fiel y misericordioso con Israel, en Israel debía regir el amor misericordioso y fiel con el prójimo y la justicia con los pobres. La fidelidad a Dios se cumpliría mediante la observancia de unos mandamientos que, porque actualizan el amor de Dios por Israel y sientan las bases de una convivencia pacífica, le harían feliz y el más sabio de los pueblos.

Esta elección y esta alianza, en consecuencia, deben considerarse como un acto de amor de Dios (cf. Dt 4, 37ss; 7,6ss) y de amor gratuito (cf. Dt 7,7). El amor (hesed) que subyace a la elección y a la alianza es semejante a la firmeza del hombre capaz de cumplir sus pactos, pero también a la ternura que se da entre familiares. Hay que relacionarlo con «fidelidad» y «salvación». Es semejante al complejo amor matrimonial. Es un amor lleno de perdón. Pero un amor asimétrico, porque el origen de la elección y de la alianza israelita, y el cumplimiento de las promesas que guían la historia de este pueblo, son cosa de Yahvé.

La historia de Israel en adelante es la historia de la fidelidad de Dios, a pesar de la infidelidad de su pueblo. Cuando Israel se asentó en la tierra prometida y logró levantar su monarquía, Dios no retiró definitivamente su favor al rey infiel, a David, sino que le renovó la promesa esta vez de un Mesías ideal, con quien la co-pertenencia de la Alianza se expresaría en términos de filiación: «Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 Sam 7, 14-16). Cuando años más tarde Israel fue deportado a Babilonia, habiéndose perdido el territorio, la independencia política, el templo y el sacerdocio, Dios, por medio de los profetas, enrostró a su pueblo su pecado, su abandono de la Alianza. Los profetas atribuyeron el fracaso del exilio a la idolatría y a la falta generalizada a la Alianza de parte de los reyes y de todo el pueblo. Pero, una vez más, a través de los mismos profetas, Dios anunció un futuro nuevo a su pueblo y, desde entonces, también para el resto de la humanidad.

Oseas proclama que Dios no abandonará a Israel, su esposa traicionera y dada a la prostitución, sino que la tomará otra vez como su esposa para siempre (cf. Os 2, 21-25). Isaías insiste en la promesa del Mesías, el Emmanuel, «Dios con nosotros» (7,4). Jeremías profetiza una Nueva Alianza, una en la cual Dios dará a cada uno de los israelitas lo que hasta ahora no ha tenido, capacidad para cumplir la Alianza (cf. Jr 31, 31-34). Lo mismo Ezequiel, quien también promete un Mesías y una Nueva Alianza, la cual podrá cumplirse por el don interior del Espíritu de Dios (cf. Ez 36,26-27; 37,23.26-27). El Déutero-Isaías concibe la universalización de la Alianza y anuncia un salvador muy particular, uno que liberaría a Israel y a las demás naciones no mediante la fuerza, sino con la fidelidad probada en el sacrificio y el sufrimiento inocente: el “siervo de Yahvé” (cf. 42,1-4; 49,1-6; 50,4-11; 52,13-53,12). Luego del retorno de Israel a Palestina, persistiendo la dominación extrajera del territorio y ante el desánimo histórico más profundo, Dios volvió a prometer mediante los profetas de la apocalíptica un reino de Dios hacia el final de la historia, mediador del cual sería el «hijo del hombre» (Dan 7, 13).

Para los tiempos de la dominación romana en Israel cundía la desesperanza. A pesar de todo, las expectativas mesiánicas basadas en la fe en Yahvé eran varias: los esenios apuraban la venida del Reino mediante ritos de purificación y la observancia de la Alianza en clave monástica. Los fariseos creían acaparar con exclusividad la fidelidad de Dios en virtud de prácticas religiosas, éticas y rituales que ellos creían seguras. Los celotas habían perdido toda paciencia y por la vía violenta reinvidicaban el honor de Dios humillado a causa de la explotación de un pueblo empobrecido. Los saduceos, en el otro extremo, habiéndose acomodado a la dominación romana, se contentaban con la administración del templo y de los sacrificios con los cuales restablecían la pureza de Israel. Todos estos partidos político-religiosos creían representar con exclusividad al verdadero Israel y, por diversos medios, procuraban su santidad y purificación. El Bautista, por último, anunciaba un bautismo de conversión para evitar el castigo inminente con que Dios daría término a la historia.

En este contexto aparece Jesús proclamando la cercanía inmediata de la misericordia de Dios no a los «fieles», los justos en general, sino precisamente a los que la sociedad de entonces marginaba por no cumplir con las leyes de la Alianza, los pecadores y los impuros, y los pobres.

 2.- Fidelidad de Dios durante la Nueva Alianza

La Alianza entre Dios y su pueblo recién se cumplió perfectamente en la relación de Dios como Padre de Jesús y de Jesús como Hijo de Dios, en virtud de la Encarnación. En términos sencillos, podemos decir que el Padre confía en Jesús y Jesús confía en su Padre. Pero no es ésta una relación intimista. Toda esta confianza recíproca tiene por objeto el advenimiento del Reino: el Padre confía a Jesús la llegada de su Reino y Jesús hace llegar el Reino de Dios gracias a su confianza radical en su Padre. El Reino importa todos los bienes que se siguen de la co-pertenencia de Dios y su pueblo, a saber, el cumplimiento de las promesas de Dios y la liberación del pueblo de los males que lo aquejan. La Pascua de Jesús que apura la llegada del Reino expresa que la fidelidad de Dios con la humanidad y de la humanidad con Dios, pasa por que Jesús asuma la infidelidad humana y sus consecuencias.

 I) El Reino y la Pascua

 1. Jesús anuncia el Reino

La Nueva Alianza se perfecciona en la Pascua, pero comienza con la Encarnación y el anuncio del Reino de Dios. La novedad más extraordinaria de la predicación mesiánica de Jesús en la Palestina de la época, es la proclamación de la irrupción actual del Reino de Dios (cf. Lc 4, 21).

Todo el ministerio de Jesús se entiende como cumplimiento de las promesas históricas de Dios al pueblo de Israel, pero particularmente llama la atención que estas promesas se realizan cuando Jesús anuncia a los pobres la llegada del Reino de Dios (cf. Lc 4, 16-21). Que el Reino se anuncie a los pobres implica la gratuidad del amor misericordioso de Dios (cf. Lc 14, 12-14). Nadie necesita a los pobres, porque los pobres no tienen con qué restituir (cf. Lc 14, 13-14). La categoría de «pobres» designa a los destinatarios privilegiados del Reino, pero es amplia. «Pobres» son los sociológicamente pobres, son los pecadores o los así llamados por no atenerse a la religiosidad de los justos, son los pequeños, son las mujeres y los que están lejos. En el anuncio del Reino a cada uno de estos «pobres» se deja ver un aspecto de la fidelidad de Dios con su pueblo y con la humanidad.

A los que son pobres porque carecen de bienes o de salud, porque padecen una posesión demoníaca o porque la vida les ha sido perjudicial, Jesús revela el amor compasivo de Dios con un gesto o una palabra eficaz destinados a producir en sus beneficiarios una respuesta de confianza en Dios. Los milagros de Jesús no son actos mágicos realizados para acreditar su poder, sino signos de misericordia en favor de personas concretas. Pero los milagros suponen la fe y provocan la fe. Cualquier gesto de Jesús por un pobre manifiesta la fidelidad de Dios con él y, por otra parte, pretende, aunque no siempre lo logra, suscitar en él agradecimiento a un Dios que no defrauda (cf. Lc 17, 15-18).

A los pecadores Jesús proclama el perdón de Dios (cf. Lc 7, 36-50; Mt 9, 2-6). También en este caso la fidelidad de Dios se manifiesta gratuita. Esta no depende de la justicia farisaica, sino que se ofrece libremente a los que reconocen su injusticia, incluso si son cobradores de impuestos para Roma, verdaderos traidores a la patria (cf. Lc 18, 9-14). Las comidas de Jesús con los pecadores, por las que lo llaman «comilón y borracho» (cf. Lc 5, 30 y 7, 34), anticipan que la eucaristía, el perdón que ofrece y el arrepentimiento que exige. El perdón que Jesús anuncia y otorga en nombre de Dios, sin embargo, pide a sus destinatarios prolongarlo en sus relaciones con los demás (cf. Mt 18, 23-33). Como la medida de este perdón es Dios mismo, habrá que perdonar infinitas veces (cf. Mt 18, 21-22).

Jesús manifiesta la misericorida y la fidelidad de Dios especialmente a la mujeres. Son muchos los episodios en que Jesús acoge a las mujeres. Ellas, a su vez, lo acompañan y lo asisten. A propósito de la fidelidad conyugal, hay dos textos que merecen destacarse. Jesús reprueba el divorcio, favoreciendo una estabilidad conyugal que debía beneficiar especialmente a la mujer (cf. Mc 10,2-12). Hasta entonces estaba permitido al hombre divorciarse unilateralmente de su mujer. En otro texto, ante el caso de una mujer adúltera, Jesús en vez de condenar su infidelidad la libera de culpa, pero no la exime de intentar la fidelidad otra vez más (cf. Jn 8, 3-11). Si en el primer caso Jesús se muestra inflexible en el principio de la fidelidad y de la perpetuidad del vínculo entre los esposos, en este otro se revela como el juez que interpreta la ley según el espíritu misericordioso del legislador.

Pero, ¿de dónde sacó Jesús todas estas novedades? El secreto de la proclamación del cumplimiento del Reino estuvo en la experiencia personal de radical confianza en Dios del propio Jesús. El reinado de Dios proviene en última instancia de la fe de Jesús en la fidelidad de su Padre. Esta confianza en Dios, a la vez, tiene como contracara la confianza de Dios en Jesús. Jesús experimenta que su Padre lo autoriza (cf. Mt 11, 25-27). Si hay un rasgo que sintetiza el perfil humano de Jesús es su autoridad, su confianza en sí mismo proveniente de su confianza en Dios. Prueba de esta seguridad de Dios es que Jesús ha llamado a Dios «padre»; que lo haya llamado también y con ternura Abbá, debió parecer a muchos precisamente un exceso de confianza (cf. Mc 14, 36). ¿Cómo, si no, podríamos imaginar que Jesús se lanzara a una aventura tan imposible a los ojos de cualquiera? En este saberse Jesús el hijo querido de su Padre Dios está la fragua en la que elaboró su misión y de la que sacó la valentía para jugarse por ella con una perseverancia extrema.

La proclamación del Reino de Dios tiene que ver con esta experiencia íntima de Dios como Padre, experiencia de libertad filial de dejar que Dios conduzca su vida, experiencia que Jesús quiere que también otros tengan. No sólo él, todos son hijos de un mismo Padre. Cuando Jesús comparte su costumbre de llamar a Dios «padre», lo que hace es asociar a otros a su proyecto mesiánico basado en la fe en la misericordia y fidelidad infinita de Dios (cf. Lc 11,2; 12, 30-32). En consecuencia es preciso abandonarse a Dios por completo, dedicarse solamente a la llegada de su Reino (cf. Lc, 12, 22-31). Sólo quienes se pongan ante Dios como el Hijo, los que vivan la fe de Jesús en Dios, adquieren la lucidez para mirar al prójimo con misericordia y la fuerza para perdonar a los que les han sido infieles.

2. El Reino llega con la Pascua de Jesús

Pero el éxito primero de Jesús duró poco.  La gente se desilusionó de la proclamación de un Reino que no calzaba con su expectativa mesiánica, el grupo de los discípulos se redujo (cf. Jn 6, 66-67). Se decepcionaron del anuncio del reinado de Dios. Probablemente les resultó demasiado ingenuo creer que un padre podía perdonar a un hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32) o demasiado loco que un pastor dejara el rebaño por recuperar la oveja perdida (cf. Lc 15, 4-7). Habrían preferido que la fidelidad de Dios se manifestara de un modo más racional, expulsando a los romanos o solucionándoles la vida. Se decepcionaron de Jesús y del Dios de Jesús.

Desde entonces Jesús se dedica a preparar a sus discípulos a una comprensión aún más profunda de su misión, misión de revelación de Dios como Padre. Si hasta entonces había anunciado el Reino de Dios, desde ahora comenzará a anunciar su propia pasión (cf. Mc 8,31; 9, 31; 10,33-34). El Reino se personaliza. Anunciando su propia muerte, Jesús apostó por la fidelidad de Dios y la inauguración ulterior de su reinado. En este sentido, el reinado de Dios se identifica al máximo con la suerte de Jesús. La muerte de Jesús no será un obstáculo para la llegada del Reino, sino su condición precisa. Con su marcha a Jerusalén Jesús confía en que  la fidelidad de Dios quebrará todos los esquemas de la fidelidad humana previsible, interesada y calculada.

Un punto particular que conviene advertir es que, aun cuando Jesús vincula estrechamente la llegada del Reino con su persona, él no reclama fidelidad absoluta consigo mismo. Incluso en el caso del evangelio de San Juan que subraya la centralidad de la fe en el Hijo de Dios, Jesús allí remite permanentemente al Padre y a su voluntad (cf. Jn 6, 37-40; 12, 26). Jesús no es un gurú que se apodera de la libertad de sus discípulos, tampoco es el jefe de Estado que se impone sobre sus súbditos. Jesús declara: «yo estoy en medio de ustedes como el que sirve» (Lc 22, 27). En Jesús no se da el reclamo de fidelidad morboso de las figuras personalistas, rodeadas de favoritos y aduladores. La relación de fidelidad entre Jesús y los suyos es la fidelidad de la amistad a la que es inherente la libertad, la confianza, nunca el servilismo, jamás el temor a equivocarse y a ser castigado.

La relación de amistad de Jesús con sus discípulos y su benevolencia con las muchedumbres y los pecadores, expresan que Dios está dispuesto a saltarse las reglas de la decencia o incluso a subvertir el orden de una justicia demasiado justa, con tal de recuperar a su pueblo. Definitivamente, la fidelidad de Dios que Jesús revela no parece razonable. Jesús en el Evangelio de Marcos surge como un incomprendido de todos, incluso de sus dispículos. ¿Cómo iban a entender que el supuesto Mesías no viniera «a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mc 10, 45)? ¿Cómo identificar a Jesús con el siervo fiel de Isaías que para expiar la infidelidad carga con sus nefastas consecuencias? ¿Cómo iban a entender sus amigos que les probaría su amor con su muerte?

Si hasta entonces la ley se resumía en el mandamiento del amor a Dios y al prójimo como a sí mismo (cf. Mt 22, 36-40), el nuevo mandamiento de Jesús radicaliza el viejo: «Este es el mandamiento mío: ámense unos a otros como yo los he amado». Y a continuación explica a qué se refiere: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 12-13). El nuevo mandamiento del amor tiene por fundamento la entrega libre de Jesús a la muerte. Pero, aunque desmesurada, esta entrega no es demencial. La entrega de Jesús hay que distinguirla de otras dos entregas: la entrega que de él hacen los pecadores y la entrega de su propio Padre. La entrega de los pecadores tiene varias expresiones: es la entrega de las autoridades judías a Pilato, la de Pilato a Herodes, la de Herodes a Pilato, la de Pilato a la muchedumbre enardecida, la de ésta a Pilato y la de Pilato a sus torturadores y ejecutores. En la entrega de los pecadores, a su vez, hay que incluir la entrega de los amigos: Pedro que lo niega tres veces (cf. Lc 22, 54-62) y Judas que lo traiciona (cf. Jn 13, 21-30). A Jesús lo niegan, lo traicionan, lo entregan y lo matan. Si no subrayáramos que fue asesinado por los poderosos de su tiempo, su muerte parecería un acto suyo suicida y un acto sádico de su Padre. Pero la entrega del Hijo es, en realidad, la máxima expresión del amor misericordioso de  Dios: del amor de Jesús por amigos y enemigos; y del Padre de Jesús que, fiel a sus promesas, las cumple con la donación de quien Él más quiere.

II)      Nueva Alianza: mediación de la fidelidad de Dios con los hombres y de los hombres con Dios

Nueva Alianza y Reino futuro de Dios constituyen una sola cosa en la entrega mediadora de Jesús (cf. Lc 22, 14-34). Jesús es el Mediador de la fidelidad de Dios con el hombre y del hombre con Dios. En Jesús Dios cumple sus promesas y en Jesús la humanidad se orienta definitivamente de acuerdo a la voluntad de Dios.

1. Jesús: la máxima fidelidad de Dios

En primer lugar, hay que advertir que Jesús representa la máxima fidelidad de Dios con su pueblo (siendo el Mesías) y con toda la humanidad (siendo el Nuevo Adán). En la Encarnación, en ese Mesías llamado «hijo de Dios» (Lc 1, 31-33), el Emmanuel prometido (cf. Is 7, 14; 9, 5; 11,1), es preciso reconocer a Dios mismo, tal como lo hace San Juan (cf. Jn 1, 1 y 14), cumpliendo todas sus promesas. No hay proximidad mayor posible de Dios. La Iglesia reconoce en Jesús no a un mero hombre, sino a Dios presente en un hombre que se entrega sin reservas a la humanidad. En suma, Jesús quiere decir que Dios no sólo cumple favores, salva o bendice, sino que Él mismo se da en Jesús. Dios no da, sino que se da. Dios es quien da, pero también es lo dado. La fidelidad de Jesús es ante todo un asunto divino (cf. 1 Cor 1, 9). Sólo Dios es fiel a cabalidad.

Por lo mismo, la Iglesia entendió desde un comienzo que en la Pascua era Dios quien perdonaba a su pueblo y a toda la humanidad. Dice San Pablo: «Porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres» (2 Cor 5,  19). También es Pablo quien expresa el carácter inquebrantable de la fidelidad de Dios con su pueblo: «Pues ¿qué? Si algunos de ellos fueron infieles ¿frustrará, por ventura, su infidelidad la fidelidad de Dios?» (Rom 3, 3). Desde entonces, lo único que salva a los judíos, pero también a los gentiles es la fe en Dios (cf. Rom 3, 27-31). Más exactamente, lo que salva es la fe en la misericordia de un Dios que ha venido para salvar a los pecadores antes que a los que se tienen por justos (cf. Lc 6,36; 15). El carácter divino de este perdón está en que Dios no lo condiciona, no lo hace depender de la bondad del hombre, sino que lo ofrece gratuitamente a los más pobres de los hombres, los que han sido infieles.

Esta es la razón por la cual hay que descartar por completo la idea perversa de la cruz que asegura que Jesús, para salvarnos, fue castigado en lugar nuestro. Para salvar Dios no necesita castigar a nadie. La fidelidad de Dios, para operar, no requiere que le crucifiquen a nadie. No es que, resucitando a Jesús crucificado, Dios otorgue al castigo y al sufrimiento un valor salvífico, sino que el amor de Jesús, al cargar con la infidelidad de la humanidad, al sufrirla sin rebelarse ni vengarse, es el único amor que crea vínculos de fidelidad indestructible.

También la resurrección de Jesús debe ser entendida como un acto de amor gratuito del Padre a su Hijo y a toda la humanidad. En cierto sentido era razonable pensar que el justo no pereciera a causa de la injusticia. Israel había desarrollado ya una teología de la resurrección de los justos. Pero era imposible pensar, rompía todos los esquemas, que mediante la resurrección de Jesús Dios, junto con rehabilitar a su Hijo injustamente asesinado, reconciliara consigo al pueblo asesino de su Hijo y a toda la humanidad dividida por el pecado desde Adán en adelante (cf. Ef 2, 14-16). Así la resurrección de Jesús excede los marcos de toda justicia conmutativa -«pasando, pasando»-, y de cualquier intercambio interesado entre Dios y los hombres.

En el Misterio Pascual Dios completó su entrega a la humanidad comenzada con la  Encarnación, cumpliendo mediante el hombre Jesús la antigua promesa de una Nueva Alianza (cf. Jer 31, 31-34) y la efusión del Espíritu también prometida sobre judíos y no judíos (cf. Hch 2, 38-39). Desde entonces todos los hombres pueden relacionarse con Dios como «hijos», en la confianza del Espíritu que nos hace llamar a Dios Abbá (cf. Gal 4, 6). La co-pertenencia entre Dios y su pueblo propia de la Antigua Alianza, «yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo», de ahora en adelante se amplía a toda la humanidad, en ambos sexos, y consiste en creer que Dios nos dice: «Yo seré para ustedes padre, y ustedes serán para mí hijos e hijas» (2 Cor 6, 18).

 2. Jesús: la máxima fidelidad del hombre

Pero Jesús no sólo representa la fidelidad de Dios con la humanidad, sino que también significa la máxima fidelidad del hombre con Dios. Sin este segundo aspecto de la mediación salvífica de Jesús, la fidelidad de una sola de las partes sería irrisoria. Para que la Alianza sea seria, tanto Dios como el hombre deben observarla. Si la entrega de Jesús a la muerte es don gratuito de Dios, ella representa también la acogida de este don por parte del hombre, mediante una fidelidad histórica costosa y en consecuencia meritoria.

Habría que recordar aquí que Jesús no ha venido a abolir la ley sino a cumplirla y que, en sentido estricto, él es el único judío que la cumple perfectamente (cf. Mt 5, 17). La expresión de Jesús en la cruz «todo está cumplido» (Jn 19,30), habría que entenderla como observancia de la Ley en la vinculación originaria que ésta y cualquier otra ley debe tener respecto de la voluntad de Dios. Jesús manifiesta la voluntad de fidelidad de Dios con la humanidad con la misma actuación que lo hace a él el único hombre obediente y fiel a la voluntad de Dios hasta el fin (cf. Rom 5, 19). Por lo mismo, la actuación única de Cristo permite inferir que, si el Hijo «sufriendo aprendió a obedecer», su sufrimiento humano alcanza a Dios y lo conmueve para amar en él a todos los hombres y para hacer de él causa de «salvación eterna de todos los que le obedecen» (cf. Hb 5, 7-9).

¿Qué decir del grito de Jesús crucificado: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15, 34)? En ningún caso hay que tomarlo como huída o rebelión, sino todo lo contrario. La fidelidad de Jesús a su misión es extrema. Como víctima del pecado del mundo, Jesús representa a todos los desamparados de la historia: a los niños expósitos, a las mujeres abandonadas, a los hombres traicionados. Gritando a Dios Jesús no acusa a Dios, sino que, en nombre de la humanidad clama que la injusticia no puede ser. Rogando también desde la cruz: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34), Jesús exculpa a Dios de la terrible sospecha que los  hombres tienen sobre la inocencia de Dios a causa del sufrimiento humano, sospecha que mueve a los seres humanos a asegurarse la vida por otros medios. Al decir: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» (Lc 23, 46), Jesús apuesta que Dios no abandona a los que confían en Él enteramente.

Así, como hombre crucificado el Hijo de Dios cumple la Antigua Alianza y establece la Nueva Alianza en su sangre (cf. 1 Cor 11, 25; Hb 9, 14-15), de la cual él mismo es su garante (cf. Hb 7, 22). Como hombre resucitado Jesús promete a sus discípulos que jamás los dejará, que estará con ellos «todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Esto mismo es lo que los discípulos han de anunciar en nombre de la Trinidad a otros que también quieran ser discípulos de Jesús. El hombre Jesús continúa intercediendo ante el Padre por los que confían en él (cf. Heb 7, 5).  Con Jesús, el hombre crucificado y resucitado, Dios revela que su solidaridad con el fracaso de la humanidad es tan honda como inquebrantable el vínculo que lo une con ella.

La Pascua de Jesús expresa que, para que la confianza de Dios en el hombre se verifique en la historia, es necesario que el hombre confíe en Dios como en su Padre. Pero esto no será jamás posible si el hombre no experimenta que Dios es un Padre que nunca lo abandonará; que haga él lo que haga, Dios siempre lo amará y siempre volverá a él para perdonarlo y para creer en él una vez más.

Características y alcances de la humanidad de Jesucristo

Jesús es tan divino -se piensa- que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. No falta quien afirma que es tan humano que no ha podido ser divino. Ambos modos de concebir a Jesucristo son comprensibles toda vez que la Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio que pone en jaque nuestros esquemas mentales. Creer en Jesucristo es en sentido estricto una cuestión de fe.

Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes que parecen competir entre sí: si Jesús ha sido Dios no ha podido morir; si ha sido hombre no puede estar vivo. Sin embargo, humanidad y divinidad no compiten en Jesucristo sino que su divinidad perfecciona su humanidad y ésta, más que cualquier otra realidad creada o mensaje celestial, revela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega ser hombre en plenitud. Jesús es la máxima autocomunicación de Dios y la mayor expresión de la humanidad. Nunca más que en él el hombre fue más hombre porque nunca más que en él Dios se dio tan por entero.

Desde el Nuevo Testamento en adelante, pasando por lo mejor de su Tradición, la Iglesia ha sostenido que Jesucristo ha sido igual a nosotros en todo, a excepción del pecado (Hb 4,15). No es necesario hacer de Jesús un “pecador” como nosotros para que sea más humano, porque el pecado no constituye un ingrediente que perfeccione nuestra condición, sino que la degrada. Jesús sí compite contra el pecado, no contra la humanidad. Encarnándose, el Hijo de Dios compite con el pecado para salvar la humanidad del sufrimiento y de la muerte. En consecuencia, mientras nuestra idea de Dios más se parezca al hombre Jesús más cerca estaremos de conocerlo a El y la bondad de una creación permanentemente puesta en duda por aquellos que quieren hacernos creer que el mal es un contenido “natural”.

El reconocimiento de la humanidad de Jesucristo es más precisamente una cuestión de fe en la liberación del ser humano de la maldad y de la injusticia. Si la perfección de su humanidad estriba en poseer una psicología como la nuestra, más perfecta es cuando Jesús en obediencia a su Padre inaugura entre nosotros el reinado de la misericordia liberadora de Dios.

I. La Psicología de Jesús

Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de su persona trinitaria estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. La psicología humana de Jesús es una prolongación de la psicología divina que el Hijo comparte con su Padre por toda la eternidad. La psicología humana de Jesús no subsiste autónomamente, ni es previa a la Encarnación, aun cuando Jesús de Nazaret sólo humanamente sepa que su identidad profunda es divina y no creada. La integración de la psicología humana de Jesús a su psicología divina, que históricamente se cumple en la relación de amor entre Jesús y su Abbá, expresa la unidad de conciencia y voluntad eternas entre el Hijo y el Padre. El tema ha sido debatido a lo largo de toda la historia de la Iglesia y continuará siéndolo .

Desde antiguo, la tradición antioquena que ha sostenido que Jesús es un hombre divino tiene dificultades para otorgarle un conocimiento y libertad divinos que predominen sobre su humanidad por el puro desequilibrio de las fuerzas y, por supuesto, todo otro tipo de facultades “extra-humanas”. Esta postura preserva un criterio teológico fundamental, a saber, que lo que en Cristo no ha sido asumido tampoco será salvado; si Jesús carece en algún aspecto de humanidad, como ser algún instinto humano o alma racional, si alguno de estos aspectos es anulado en su autonomía creada por la predominancia de su divinidad, ese aspecto quedará sin redención. En los tiempos modernos la escuela antioquena no concibe a un Cristo a-histórico, un Jesús que hubiese podido sortear la fatiga de hacerse hombre, prescindiendo de las limitaciones del tiempo y del espacio, saltándose las características culturales de un judío de su época.

El enfoque de Jesús como el hombre divino se desvía de la fe, sin embargo, cuando postula que el Hijo de Dios y Jesús de Nazaret no son una sola persona, sino que el hombre Jesús, sin ser él propiamente Dios, se adecúa a las exigencias de Dios por el puro ejercicio de su libertad. Este es el “nestorianismo”. El “nestorianismo” es grotesco cuando a Jesucristo se le adjudican pecados para hacerlo más semejante a nosotros.

Para quienes Jesús es un Dios humano la dificultad es la contraria: la tradición alejandrina no tolerará que se predique a un Jesucristo en el que no se haga patente su carácter divino, en el que su condición histórica se afirme en perjuicio de su conocimiento y libertad trascendentes. La ventaja de esta manera de ver las cosas estriba en asegurar el segundo gran criterio teológico: que si Jesús no es verdaderamente Dios de nada sirve que asuma nuestra humanidad, porque en definitiva sólo Dios puede con la salvación del hombre.

La desviación de esta postura ha sido recurrente en la historia de la Iglesia y abunda en nuestros días. Consiste en privilegiar en Jesús su “psicología divina” a costa de su psicología humana, como si se tratara de dos “partes” homogéneas que se suman y, en consecuencia, son restables. El “monifisismo”, herejía contraria al «nestorianismo», subraya a tal grado el predominio de la naturaleza divina de Cristo sobre su naturaleza humana que tiende a negar en él una voluntad y una actividad propiamente humanas y, evidentemente, cualquier indicio de ignorancia y error. En este caso el hombre Jesús es una especie de «superman» o una pura marioneta en las manos de Dios.

1. Autoconciencia y conocimiento humanos de Jesús

Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Que tuvo un profundo conocimiento del ser humano. Que declaró proféticamente los signos de los tiempos y avisoró incluso la caída del Templo. Que ocupando el lugar de Moisés, corrigió la antigua Ley. Nos dicen que utilizó la expresión “yo”, “yo les digo…”, como sólo Dios lo había hecho. En fin, que nadie como él en toda la Sagrada Escritura tuvo una intimidad mayor con Dios, nadie lo llamó Abbá como él lo hizo (Mt 11,27; Mc 14,36).

Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar, llorando de miedo y de frío, que él es Dios? ¿Mentía? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible e ignoraba su futuro? ¿Llegó a saber siquiera que la tierra era redonda y que gira alrededor del sol o compartió lo errores de la cosmología de su época? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?” .

Estas y muchas otras preguntas serían impertinentes si el Hijo de Dios no hubiese compartido en serio, y no en apariencia, nuestra humanidad. Como hemos recién insinuado, se puede errar en las respuestas por un lado o por otro. Se equivocó Santo Tomás, se equivoca cualquiera. Santo Tomás concedió a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica”, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria, en virtud de la unidad en Jesucristo de su persona divina con la naturaleza humana. La atribución de “visión beatífica” a Jesús de Nazaret constituye, sin embargo, una falta de consideración del misterio de la Encarnación y de la “kénosis” del Hijo de Dios (la existencia en la humildad de la carne, haciendo suyas las limitaciones propias de la creación).

Karl Rahner en orden a conciliar los datos fundamentales de la dogmática con la imagen de Jesús proveniente de la exégesis moderna, procurando compatibilizar la noción metafísica tradicional con una noción psicológica verosímil de Cristo, ha sustituido el concepto de «visión beatífica» (predominante desde la Edad Media hasta este siglo) por el de «visión inmediata» de Dios . Dada la unidad y actualidad en Jesucristo de su conciencia y de su ser, éste no ha podido no conocer su identidad divina. Jesús ha intuido de un modo inmediato su condición de Hijo respecto de su Padre Dios, como el contenido más propio de la unión hypostática. Sin embargo, esto que Jesús ha sabido subjetivamente desde siempre ha debido llegar a saberlo objetivamente por una experiencia histórica, mediatizada por un lenguaje que ha debido adquirir y una interacción humana insustituible. Rahner distingue en Jesús y en todo hombre dos aspectos en su modo de conocer, uno trascendental (subjetivo) y otro categorial (objetivo), siendo el primero condición absoluta del segundo. De un modo trascendente, intuitivo, atemático Jesús ha sabido que él es el Hijo, del mismo como que nosotros podemos sabernos libres, espirituales e imaginamos que Dios es el sentido último de nuestra vida; un niño en la cuna aún no tiene palabras para expresar lo que le pasa pero porque existe en él una polaridad subjetiva original tratará de hacerse entender gritando, riendo, señalando las cosas con las manos. El conocimiento trascendental, que en Jesús es una «disposición ontológica fundamental» de intimidad con Dios, llega a ser un contenido reflejo en la conciencia en la medida que el ser humano adquiere las categorías para expresarlo. Jesús actualizó, explicitó, tematizó aquello que desde su concepción constituyó el polo original de su conciencia, gracias al lenguaje aprendido de María y José, a su actividad cotidiana y su oración. En otras palabras, Jesús llegó a saber mediante un aprendizaje histórico, por una evolución intelectual e incluso espiritual, lo que había intuido desde siempre: que su identidad era divina y no meramente humana.

Además del anterior, los cristólogos contemporáneos admiten en Cristo un «conocimiento infuso», pero no el de la escolástica, aquella enorme cantidad de conocimientos de naturaleza universal infundidos en su alma. Conocimiento infuso parecido sí al de los profetas, no al de los ángeles, que en el caso de Jesús se articula de un modo habitual desde la «disposición ontológica fundamental» que presiona por objetivarse mediante la experiencia histórica. Ante todo, se trataría de la base a priori que ha permitido a Jesús en las circunstancias concretas de su vida comprender las Escrituras, el plan divino de salvación, el sentido salvífico de su muerte en cruz, en una palabra, su propia misión redentora y reveladora .

Por último, como acabo de indicar, ha de reconocerse en Cristo una «ciencia adquirida». Por ésta, cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y el error. Por muy sabio que haya sido el niño Jesús delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que «Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (2,52). La Epístola a los Hebreos señala: «El mismo Cristo, que en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte, fue escuchado en atención a su actitud reverente; y aunque era Hijo, aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer. Alcanzada así la perfección, se hizo causa de salvación eterna para todos los que le obedecen» (5,7-9).

Hans Urs von Balthasar destaca no sólo la posibilidad de una ignorancia de Jesús sobre su futuro, sino también su necesidad y dignidad. En una obra titulada La Foi du Christ dice:

“Jesús es un hombre auténtico; la nobleza inalienable del hombre es poder, aún deber proyectar libremente el designio de su existencia en un futuro que ignora. Si este hombre es un creyente, el porvenir al que él se arroja y en el que se proyecta, es Dios en su libertad e inmensidad. Privar a Jesús de esta posibilidad y hacerle avanzar hacia un objetivo conocido por adelantado y distante solamente en el tiempo, equivaldría a despojarlo de su dignidad de hombre. Es preciso que la palabra de Marcos sea auténtica: ‘Nadie conoce esta hora (…) tampoco el Hijo’(Mc 13,32).- Si Jesús es un hombre auténtico, es necesario que su obra se cumpla en la finitud de una vida de hombre, aún si el contenido de esta obra y sus efectos posteriores desborden ampliamente los límites impuestos a esta finitud. Un hombre no puede decir: me quitaré de encima esta parte de mi misión antes de morir, y, puesto que sé que debo resucitar, puedo dejar el resto en suspenso, para acabarlo más tarde. El que así hablare sería quizás un espíritu celeste de turismo en la tierra, ciertamente no un hombre, cargado del peso de la finitud humana y de su dignidad” .

Jesús ha podido ignorar muchas cosas y compartir los errores culturales propios de sus contemporáneos. ¿Cómo pudo Jesús ser mejor pescador que Pedro, siendo él un carpintero? Tal vez por fortuna, pero sería raro que por habilidad. Tampoco es sostenible afirmar que Jesús simulaba no saber que la tierra gira alrededor del sol. Desde el momento que él mismo dice: “mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. El concilio de Letrán del año 649, sin embargo, prohíbe contra los agnoetas la afirmación de una ignorancia «privativa» en Cristo, es decir, una que le hubiera impedido cumplir su misión de revelador del Padre y de su designio de salvación

2. La voluntad y libertad humanas de Jesús

¿Pudo Jesús decir a su Padre “este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? Si se dice que tuvo auténtica voluntad humana, autonomía plena, ¿pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?

El concilio de Constantinopla III (680/681) definió que Jesucristo no sólo es perfectamente hombre y perfectamente Dios, como lo había hecho el gran concilio cristológico que fue Calcedonia (451), sino que su naturaleza humana que es íntegra, su capacidad de decidir y su actividad, se adecúan armónicamente a las exigencias de la divinidad. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humanas y divinas respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo (posiblemente sin intención) que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre. La Iglesia aseguró así que, siendo Dios el Salvador del hombre, no salva al hombre sin el hombre, sino con el hombre, con su colaboración libre y su lucha.

El concilio, sin embargo, ni habló de la libertad de Jesucristo en cuanto tal ni aclaró cómo se adecuaba ésta “armonicamente” a la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado. También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442 ). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553 ), aquella consecuencia del pecado, que no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados inclinándolos a pecar (Trento el 1546 ).

Esto no obstante, Jesús conoció la tentación. El dato está claramente acreditado en la Escritura. La Epístola a los Hebreos señala que fue “probado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15; cf. Hb 12,1-2; Lc 4,1,-13). Adoptamos la definición de tentación que da Georg Langemeyer: “Es el impulso o atracción hacia el mal bajo pretexto de un bien. En la tentación se le aparece al hombre un valor criatural concreto como más importante que la orientación hacia la voluntad divina de toda su realidad criatural y personal” . Ciertamente Jesús no fue tentado como son tentados los demás seres humanos, ya que Jesús careció de concupiscencia. Pero experimentó la confusión y el sufrimiento de quien tiene que elegir entre un bien natural y la voluntad de Dios que lo invita a renunciar a él, en razón de un bien trascendente. Jesús fue tentado, pero luchó contra la tentación con fe y oración, y la venció. Las tentaciones del desierto tienen la misma naturaleza que la tentación con que Pedro obstaculizó el camino de Jesús a la cruz (Mc 8,31-33): son tentaciones mesiánicas (Mt 4,1-11 par). Cabe notar que aunque consistan en una construcción literaria, ellas aluden a la experiencia espiritual de Jesús y enseñan a la Iglesia una verdad teológica profunda . De acuerdo a la versión de Mateo, la primera tentación altera el significado de la filiación divina de Jesús, toda vez que el Tentador invoca esta filiación para que Jesús utilice a Dios en su favor, consiguiéndole el pan por medios extra humanos. En la segunda tentación Jesús resiste la posibilidad de cumplir su misión con una espectacularidad que le habría ahorrado el peligro y la incerteza, en una palabra, el riesgo de la fe. La tercera tentación, la de la adoración de Satanás, provoca a Jesús con el atractivo recurso de hacer prevalecer su proyecto por la eficacia de la fuerza, como si fuera posible salvar al mundo contra su voluntad, imponiéndole los mejores propósitos. Si seguimos la Escritura, cabe mencionar todavía una última tentación de Cristo, la de Getsemaní. Ella consistió en la rebelión natural de la carne ante la inminencia de la muerte violenta: ésta no constituye ningún pecado, porque es inherente a toda creatura sentir miedo y querer huir del sufrimiento y de la muerte. Ella, sin embargo, apartaba a Jesús del deseo de su Padre de mostrar su amor a los hombres hasta las últimas consecuencias. Jesús resistió la tentación. Su respuesta es conocida: “Padre… no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc 22,42).

¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del bien. Gracias al libre arbitrio escogemos entre diversas posibilidades mejores y peores. Hoy no puede haber mejor imagen de esta libertad que las posibilidades de elección que ofrece un supermercado. Pero existe una libertad más profunda y que es la que determina en última instancia la felicidad de las personas: la libertad de todas aquellas cosas que nos esclavizan (dinero, status, trabas psicológicas, culpa, etc.) para escoger y amar bienes verdaderos (los hijos, la esposa, el bien común, etc.). En tanto el libre arbitrio no se verifique como elección de bienes auténticos, nuestra sociedad vaga errática de la mano de la propaganda y del mercado. El sentido de la vida, en su versión liberal, es consumir, sacar partido del prójimo y si es el caso aprovecharse de él. El sentido de la vida en su nivel más auténtico es “consumirse” y “ser consumido” por amor a los demás.

Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. El amor es el sentido más profundo de su vida y también de la nuestra. ¿Acaso podremos convencer a un enamorado emperdernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. A mayor amor menor posibilidad de escoger otras posibilidades. Es ésta una gran paradoja, porque nadie es más libre que el que se hace esclavo por amor. Jesús, en tanto acata la voluntad de su Padre es el “siervo”; y en la medida que lo ha hecho libremente ha llegado a ser el “Señor”. En teoría, por compartir nuestra libertad Jesús ha podido ceder a la tentación de abandonar su misión; en la práctica, por su amor extraordinario a Dios y a nosotros, no lo ha podido jamás.

Jesús fue libre, pero sobre todo llegó a serlo. Esta es la verdad oculta de su sufrimiento, pasión incomprensible a la mirada superficial, a la del liberalismo y a la de los que a menudo administramos su gloria olvidando nuestra propia falibilidad. Jesús no se acopló mecánica, sino trabajosamente a la voluntad de su Padre. La perfección de su humanidad estriba en su obediencia dolorosa (Hb 5,7-9). Su compasión de la gente agobiada por la enfermedad, la miseria y la exclusión, su independencia familiar y social, su celibato meritorio, participar de nuestro pecado sufriéndolo y no causándolo, su grito en la cruz al cabo de su fidelidad extrema, revela la condición divina de Jesús y las características distintivas de Dios.

Hasta aquí hemos estirado al máximo la prueba de la perfección de la humanidad de Jesús en la perspectiva de la Encarnación, desembocando en el Misterio Pacual cuya fe constituye, sin embargo, el punto de partida genético de la fe en la humanización del Hijo de Dios.

II. La Misericordia de Jesús

Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. La maduración de la fe cristológica en el Nuevo Testamento ha ocurrido de acuerdo a este movimiento: de la fe en la divinización del hombre Jesús se llegó a concluir la humanización del Hijo de Dios. Al reentroncar con esta experiencia fundamental de la comunidad cristiana primitiva nos acercamos mejor a nuestros contemporáneos para dar razón no sólo de la divinidad del hombre Jesús, sino sobre todo del significado último del hecho de ser hombre.

En el lenguaje corriente se dice de alguno ser muy “humano” no porque cuente con los dones fundamentales de la naturaleza humana, conciencia y libertad, sino por su cercanía a las personas, su trato cordial, su tolerancia, su acogida, su capacidad de comprender y perdonar sin condiciones. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús por antonomasia ya que su misma identidad se ha revelado tras su identificación con el hombre hasta el colmo de su miseria. Es más, no extrañaría que el modo de ser humano de Jesús haya dado origen al concepto mismo. En otras palabras, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. La actitud benévola y liberadora de Jesús hacia los postergados de su tiempo alaba a Dios y revela que El no es inconmovible, sino justo y bondadoso, ¡que El no es el causante del sufrimiento del mundo!, y que el hombre alcanza su fin último asemejándose a Aquel que lo ha hecho a su propia imagen. La misericordia de Jesús revela el sentido último de la misma humanidad. Es Jesús misericordioso y no el promedio de los hombres lo que determina qué significa “ser humano”.

Jesús no se predicó a sí mismo. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios. Lo que en pocas palabras quiere decir que Jesús puso a Dios como el centro de todo. Joaquim Gnilka, un destacado experto en el Nuevo Testamento, afirma que este Reino trata de la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios . Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (Mc 1,14-15).

Jesús hizo presente el Reino con su predicación, su actuación y su misma persona, en tanto su humanidad entró en contacto profundo con la “inhumanidad” de la pobreza y del pecado. Podrá discutirse entre los exégetas quiénes son los primeros destinatarios del Reino, si los pobres o los pecadores, pero no cabe discusión sobre el carácter antievangélico de la miseria y del pecado. Ni éste como causa ni aquélla como consecuencia completan la humanidad: la degradan.

Jesús predicó el Reino a los pobres (Lc 4,14-19; 6,20; 7,18-22). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres en una miseria que en todo tiempo es un pecado, jamás una etapa de la humanización. Los “pobres de espíritu” como Jesús alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con los que nada más participan de los despojos de la creación y actuando en favor de ellos. La perfección evangélica no margina a los que pesan, a los inútiles, ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6,36; cf. Mt 5,43-48).

Jesús también ofreció el Reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo farisaico y a los que violaban la Ley sin más (Lc 5, 29-32; 15, 1-2). Prueba de la gratuidad del Reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido originario. Así enseñó Jesús a la mujer adúltera y a sus acusadores que la compasión es más divina que las estipulaciones penales (Jn 8, 1-11). Aún más, siendo que la Ley mosaica autorizaba el divorcio unilateral del hombre respecto de la mujer, Jesús corrige la Ley para acabar con esta injusticia (Mt 19, 1-9). Si la Encarnación ha sido necesaria para que alguien cumpliera la Ley en su integridad, y de este modo glorificara a Dios como lo merece, la Ley y cualquiera norma son del todo insuficientes. Peor aún, toda vez que se invoca la objetividad de la Ley con menoscabo del discernimiento y creatividad personales, se hace vana la Encarnación y la muerte del hombre libre Jesús, vana la efusión del Espíritu y el Espíritu en su razón de ser. Pues si la Ley por sí misma hubiese podido crear relaciones libres y amorosas, si la Ley de Israel no se hubiera desvirtuado dando lugar a un sistema religioso y social inhumano, la experiencia personal de perdón y filiación de Dios inaugurada en Jesucristo sería superflua.

Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó del lumpen de su época y se dejó seguir por él y las multitudes miserables que le pedían o agradecían un milagro. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas (Lc 8, 1-3), hecho insólito en cualquier sabio de la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con la gente mal afamada, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (Lc 7,33-35 y 36-50). En este ambiente cultural, comer con otro significaba compartir con él la bendición de Dios. Jesús la compartió con los pecadores y los pobres: con los “malditos”. Estos encuentros y estas comilonas habrían de ser fundamento de la Eucaristía, sacramento por excelencia de la reconciliación de Dios con la humanidad caída.

Pero no es que Jesús se haya sumergido en los bajos fondos de la sociedad para refocilarse en ellos y proclamar su legitimidad. Sucede que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana, desde fuera, desde arriba y autoritariamente, como si fuese posible rescatarla sin contaminarse con ella, pretendiendo liberarla del dolor sin compartir su dolor y sin sufrir. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), como un pobre, inaugura el Reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del Reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (Lc 6,24-26), sino como el último llamado al arrepentimiento que Dios les dirige a lo largo de toda la Sagrada Escritura. Esta parece ser la principal diferencia entre el mesianismo de Cristo y el mesianismo político que haría predominar la causa justa de la liberación nacional por el antiguo recurso a la violencia. Esta es también la diferencia con Caifás que recomendaba eliminar a Jesús por el bien del orden establecido (Jn 11,50).

El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos mundanos, distinto del despotismo de los monarcas antiguos tanto como de las modernizaciones racionalizadoras actuales. La propuesta de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. Jesús el Cristo representa la realización de la libertad histórica. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo, la injusticia, la mentira y todo tipo de crueldades, no tuvo más alternativa que perfeccionar el cumplimiento de su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías que eliminaría el mal cargando con él. En tanto quiso Cristo subvertir la religiosidad de su época, rebelándose contra la distorción de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte violenta no fue una casualidad. Su muerte «era necesaria» (Lc 24,26), es decir, inevitable porque querida. Que la hayan querido los que lo mataron constituye un hecho contingente, aun cuando sea expresión de un mysterium iniquitatis irreductible. Esta muerte era necesaria porque Dios Padre la quiso como expresión de un amor sin condiciones, extremo por el hombre; porque Jesús quiso y optó por cumplir la voluntad de su Padre hasta compartir la muerte humana en todo su abandono, hasta penetrar en la impersonalidad atroz del infierno, desnudo, despojado, con la sola esperanza en que el Dios de la vida colmaría ese reino de soledad con la calidez de su Espíritu. Desde entonces la perfección humana auténtica se expresa en la cruz y por la cruz se encamina a la realización última de la resurrección.

La experiencia que los discípulos del Señor hicieron de este mesianismo del amor crucificado reveló a ellos que la bondad de Dios está muy por encina de los cálculos y las instituciones, y que se participa de ella con la misma humildad con que Jesús es Pobre desde la eternidad y Hombre para siempre.

Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús, porque Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros, nuestra opción libre y nuestra lucha.

CONCLUSION

No para salvarnos de la humanidad sino de la “inhumanidad”, Dios ha entrado en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre más que salvaguardas de la fe son expresiones de fe heterodoxa. Nuestra salvación depende de que reconozcamos al Hijo en el hombre Jesús y, además, en toda humanidad en la que el Espíritu del resucitado prolonga su presencia.

Contra quienes privilegiaron la divinidad de Cristo sobre su humanidad, la Iglesia definió la integridad de su ser hombre en todos los sentidos de la palabra: Jesús es igual a nosotros en todo, a diferencia de lo que nos hace menos hombres y no más hombres, el pecado. Ni en Jesús ni en nosotros la divinidad prevalece con perjuicio de nuestra humanidad, todo lo contrario: Dios es la condición absoluta de la realización definitiva de todas las creaturas. Si por la unión hipostática Jesús adhiere amorosamente a su Padre en el Espíritu y por ella su realidad humana creada alcanza una perfección jamás igualada, de modo semejante de nuestra mayor unión con Dios depende precisamente nuestra felicidad. Dios no es un enemigo del hombre, como ha creído a menudo la Modernidad. Pero tal vez la Modernidad no logra entender por qué tantas veces la religión defiende el honor y los derechos de Dios en desmedro de la dignidad y el crecimiento humanos.

Sin embargo, la perspectiva abstracta que establece la humanidad de Jesús a partir de la autenticidad de la Encarnación queda corta para explicar el misterio humano de Jesús y, de

paso, para asestar la crítica teológica más seria a los “humanismos inhumanos” que racionalizan la injusticia y la manipulación de las personas en nombre de proyectos de progreso futuro. La perspectiva descendente no basta. Si no pensamos a Dios y al hombre a partir de Jesús de Nazaret, si lo hacemos sólo desde el intento teórico por salvaguardar la unidad de las naturalezas, será imposible evitar el riesgo de afirmar que Jesús es Dios con menoscabo de su humanidad y de la nuestra. La comparación de las naturalezas, una eterna y otra creada, se traduce en hacerlas competir, ¡y cómo podría el ser humano competir con Dios! Es preciso retomar la senda de la evolución del dogma cristológico de acuerdo a la cual Jesús llegó a ser hombre cabal y Cristo por su obediencia histórica, por su cruz y su resurrección: en breve, por ser sacramento de la misericordia de Dios. No es que Jesús por ser Dios no ha podido pecar, sino que no pecó y nada más porque no pecó, siendo inocente y compasivo, sabemos que Dios es bueno y jamás ambiguo como en las religiones dualistas, que ningún daño a la humanidad puede tolerarse en su nombre. Por Jesucristo conocemos la divinidad infinitamente mejor de lo que conocemos a Jesucristo por la divinidad, porque es él quien corrige nuestra idea de Dios y nuestras idolatrías.

En definitiva, no basta creer en abstracto la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros. Es preciso tomar parte en su identificación histórica con la humanidad caída, identificándose con su misión y el misterio de su cruz. Sólo caminando con Jesús podremos reconocer al Señor resucitado y al Hijo de Dios. “Fe en Cristo significa, ante todo, seguimiento de Jesús” (Jon Sobrino) .

Jesucristo bondadoso y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. “Cristo Jesús hombre” es el mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2,5). Mientras más parecidos seamos a este hombre, más razones habrá en este mundo deshumanizado para creer que Dios es inocente y que nos ama.

Jorge Costadoat Teología y Vida Vol. XXXVIII (1997), pp. 163-174.

La libertad de Cristo

La libertad de Cristo*

La intención de este trabajo es sugerir la necesaria relación de tres aspectos de la libertad de Cristo: la libertad de Jesús de Nazaret y su orientación al cumplimiento de la voluntad de su Padre (I); el Misterio Pascual como quicio de la libertad de Cristo (II); y la conexión que ha hecho con la “liberación” que ha hecho la teología en América latina  (III).

El discurso sobre la libertad de Cristo admite diversas aproximaciones. El tema es amplio. Así como la libertad es el rasgo más típico de la personalidad de Jesús, la libertad constituye la esencia del cristianismo. La validez de las diversas aproximaciones y la amplitud del tema, obliga a desarrollar esta ponencia a modo de esbozo. A mano alzada, quisiera simplemente bosquejar una investigación e insinuar una reflexión.

El presente trabajo pretende ofrecer el panorama de tres aproximaciones posibles al tema, en todo caso complementarias. La primera describe grosso modo el tratamiento tradicional del tema. La segunda aventura una reflexión sobre la libertad de Cristo a partir del Misterio Pascual. La tercera recoge la problemática común a toda teología que quiera hacer teología en contexto, problemática que en América Latina se ha especificado justamente en relación al tema que nos interesa como Teología de Liberación.

No es intención de esta ponencia sistematizar estas tres aproximaciones a la libertad de Cristo. Con todo, podemos indicar una conexión entre ellas. La libertad de Jesucristo es la condición de posibilidad absoluta de la libertad cristiana, pero la libertad cristiana es la razón de ser última de la Encarnación libre del Hijo y de la donación libre del Mesías en la cruz. Entre la libertad de Jesús de Nazaret (I) y la mediación histórica de la libertad de Cristo (III), tiene lugar el Misterio Pascual como cúspide de la historia de libertad de Jesús y como principio de nuestra liberación y del conocimiento de lo que llamamos “libertad de Cristo”(II).

I. Discurso tradicional sobre la libertad de Jesús

Tradicionalmente se habla de libertad de Cristo a propósito de la libertad que Jesús tuvo para cumplir su misión histórica, en obediencia a la voluntad salvífica de su Padre. Los dos enfoques más comunes son uno dogmático y otro exegético o bíblico. Un tercer enfoque que pretende superar la estrechez de los dos anteriores es el que articula la libertad de Jesucristo a partir de su misión trinitaria y escatológica.

1.- La libertad de Jesús en perspectiva dogmática

Es común entre los autores abordar el tema de la libertad de Cristo en los mismos parámetros que la Iglesia definió dogmáticamente la voluntad humana de Jesús, distinta aunque sujeta perfectamente a la voluntad divina del Padre.

La argumentación oscila entre el peligro del monofisismo, en sus versiones de monoteletismo  y monoenergetismo, y el peligro del nestorianismo. Si en un caso el carácter divino de la persona de Cristo amenaza su autodeterminación humana y meritoria, en el segundo caso la defensa de esta autodeterminación libre suele sugerir la existencia separada de Jesús de Nazaret respecto del Hijo de Dios, dejando abierta la posibilidad de otorgar pecado a Cristo para hacerlo aún más cercano a nosotros.

En la perspectiva soteriológica subyacen en juego los antiguos axiomas de los Padres. A saber, que si el Verbo no ha asumido lo humano en su integridad lo no asumido no será salvado; pero, si Jesús no es uno y el mismo con el Hijo de Dios tampoco habrá salvación, pues sólo Dios puede con la salvación del hombre. Si Jesús no ha querido libre y humanamente nuestra salvación, ningún valor tiene el esfuerzo humano por alcanzar la salvación. Y, por el contrario, si la humanidad de Jesús no es la humanidad de Dios mismo, si él no es el único inocente y santo, él no será el único y auténtico salvador.

En fin, unos autores se esforzarán en probar que Jesús tuvo conciencia y libertad verdaderamente humanas y otros tratarán de corregir la impresión de un Jesús de Nazaret unido al Hijo de Dios por una mera opción libre. El quid del debate se centrará en la concepción de la unión del querer divino y de la libertad humana de la única persona del Verbo, problema que agita el desarrollo del dogma cristológico desde el concilio de Efeso hasta nuestros días.

a) La aproximación clásica: Máximo el Confesor

Después del año 553 en que el segundo concilio de Constantinopla afianzó la doctrina de los cirilianos contra los nestorianos precisando la concepción de la unidad de Cristo como unión hypostática de sus dos naturalezas, quedó abierta la cuestión de si “la operación libre provenía directamente de la persona o de la naturaleza (e indirectamente de la persona)?” [1]. Sostiene S. Zañartu: “si en Cristo no había actividad voluntaria humana, se extirpaba de raíz el problema de la pecabilidad, de tener dos voluntades opuestas, pero, por no haber sido asumida, no quedaba redimida la sede del pecado del hombre, su libertad humana”[2].

El concilio de Constantinopla III (680/681) acogió contra el monoenergetismo (una actividad de Cristo, divina) del Patriarca Sergio de Constantinopla y el monoteletismo (una voluntad de Cristo, divina) del Papa Honorio, la doctrina de San Máximo el Confesor sobre las dos voluntades y las dos operaciones naturales de Cristo. Aunque el concilio no habló de libertad humana de Cristo, ella se infiere de sus conclusiones. El concilio especificó la dualidad de naturalezas de Cristo definida por Calcedonia, en una doble voluntad y una doble operación, humanas y divinas, unidas perfectamente en la persona del Hijo, “sin mezcla ni confusión, sin división ni separación”, concurrentes a nuestra salvación y jamás contrarias. Con ello se rectificaba una vez más el mal uso del esquema del Logos-sarz, matriz teórica de todo monofisismo.

Para llegar a esta conclusión, Máximo aprovechó, por una parte, el desarrollo teológico del concepto de hypóstasis y, por otra, la atribución aristotélica de las propiedades, como ladúnamis y las energeias, a la fusis y no a la hypóstasis. A la época de Máximo, la teología había ya afinado el concepto de hypóstasis -que en otro tiempo Nicea asimiló a ousía– como “lo que existe por sí mismo” (kath’eautón einai) o “lo que existe aparte como distinto de otros”, diferenciándosela de la ousíafusis en cuanto manifestación concreta e independiente de éstas.

Pudo así Máximo distinguir en el hombre su capacidad de querer de su modo de querer; y en Cristo, su libertad humana del ejercicio divino de esta libertad. Si la voluntad humana ha podido ejercerse según el tropos del pecado (contra la naturaleza) o según el tropos de la virtud (conforme a la naturaleza), la voluntad humana de Cristo se ha ejercido según el tropos del Verbo encarnado impecable y divinamente, sin perjuicio de su humanidad, porque entre Dios y la naturaleza humana no hay en principio ninguna oposición. Al efecto, una cosa es en Cristo sulogos tes fuseos (su naturaleza humana, común con toda la humanidad) y otra el tropos kath’uparzin (su modo de existencia según la hypóstasis divina del Hijo), subsistente el primero en y de acuerdo al segundo, la humanidad con todas sus propiedades en y conforme al modo de ser del Hijo en relación filial con su Padre[3].

Por este hecho de subsistir la naturaleza humana y, en consecuencia, la libertad humana de Cristo en el modo de existencia inmutable de la hypóstasis del Verbo, Máximo introduce otra distinción muy difícil de comprender para la mentalidad moderna: Cristo tiene libertad de “autodeterminación” (autezousion), pero no “deliberación” (gnoméproáiresis), lo que comúnmente entendemos por “libre arbitrio”, pues la deliberación supone una ignorancia que es consecuencia del pecado, presente en toda la humanidad a excepción de Cristo.

Todas estas distinciones permiten a Máximo advertir la presencia de la voluntad humana de Jesús en el episodio de Getsemaní, justamente en la invocación de Jesús a su Padre que los monoteletas atribuían a su voluntad divina. En el “no se haga mi voluntad sino la tuya” ve Máximo la dualidad de voluntades, sujeta la voluntad humana de Jesús humilde y obedientemente a la voluntad divina de su Padre en un mismo giro de oración. Máximo profundiza en el misterio de la asunción de lo humano: si Cristo aceptó libre y esencialmente la pasión en cuanto castigo (epitimías) por el pecado de la humanidad -condición propia de todo hombre que viene a este mundo y por tanto irreprensible-, libremente también pero por una apropiación no esencial, sin necesidad de convertirse en pecador, sino por compasión, Cristo hizo suyo el sufrimiento proveniente de la culpabilidad (atimías) que no constituye parte de la naturaleza humana, pues la degrada. Y si Cristo no era deudor de la muerte porque no tenía pecado, quiso la muerte y los sufrimientos físicos de la pasión voluntariamente y por anticipado desde el momento en que en la encarnación el Hijo deseó someterse a todas las leyes de lo humano.

Máximo utilizó el concepto de perijóresis para pensar la unidad tanto como la diferencia de las naturalezas y, por extensión, de las respectivas operaciones naturales de Cristo. Así como entre las naturalezas, también entre las operaciones tiene lugar una compenetración vital y un entrelazarse que se traduce en una actividad teándrica (aunque no al modo de los monoenergetas). Dice: “Obraba, pues, carnalmente lo divino, porque no carecía de la operación natural de la carne; y divinamente lo humano, porque según su voluntad con autoridad, y no llevado por las circunstancias, permitía la prueba de los padecimientos humanos. Ni lo divino divinamente, porque no era sólo Dios; ni lo humano carnalmente, porque no era un puro hombre. Por esto, los milagros no iban sin pasión, y los padecimientos no eran sin milagro. Aquellos, si me atrevo a decirlo, no eran impasibles; éstos eran claramente maravillosos. Y ambos eran paradojales. Porque lo divino y (lo humano), como provenían del uno y mismo Logos Dios encarnado (quien era testimoniado de hecho por ambos), confirmaban la verdad desde ellos y de ellos”[4].

El acierto de Máximo está en haber concebido la libertad de Cristo como “autodeterminación” perfectamente humana en tanto perfectamente realizada según el modo de existencia (tropos) filial del Hijo, descartando que la libertad sea por principio opuesta al Creador. De esta manera Máximo aseguró teológicamente que la pasión por nuestra salvación fue querida y obrada humanamente por Dios, y no como un imperativo divino extrínseco y arbitrario.  En este sentido el pensamiento de Máximo tiene una enorme actualidad. Sin embargo, la sujeción humana de Jesús a su Padre aparece como una actividad resuelta a priori, es abstracta, independiente de las vicisitudes históricas de la formación de la conciencia y de la voluntad humana. La figura del Cristo de Máximo es la de un ícono bizantino, humano pero rígido. En otras palabras y en gran medida a causa de la mutación cultural, a los ojos de la cultura moderna esta imagen de Jesús recae en defectos similares a los que en su tiempo Máximo combatió.

b) Una aproximación contemporánea: Jacques Dupuis

Las aproximaciones dogmáticas modernas a la libertad de Cristo procuran corregir la abstracción de la imagen que resulta de la deducción apriorística de su humanidad a partir de las conclusiones dogmáticas definitivas, mediando éstas con los datos del Nuevo Testamento.

En un sencillo manual titulado Introducción a la cristología, Jacques Dupuis resume y ordena el debate del último siglo[5]. Dupuis sitúa la cuestión de la libertad de Cristo en el problema más amplio de su psicología humana. Las principales preguntas proceden de las conclusiones dogmáticas acerca de la divinidad y humanidad de Jesucristo. Estas son, por ejemplo: «Si la persona ontológica del Hijo de Dios comunica con la humanidad de Jesús y, en consecuencia, ésta existe por el ‘acto de ser’ del Hijo, ¿no es, acaso, impersonal su humanidad e irreal, en último análisis, su existencia humana?»[6]; «el modelo cristológico tradicional de una persona en dos naturalezas ¿no ha dejado en concreto de hacer justicia a la auténtica, histórica y concreta humanidad de Jesús? ¿Y es capaz de hacerle justicia de alguna manera?»[7]. Este autor procede a responder estos interrogantes combinando las perspectivas ascendentes y descendentes, la óptica dogmática con la bíblica.

Antes de entrar de lleno en el tema de la libertad de Cristo, Dupuis despeja el camino. Revisa tres asuntos previos y claves: en qué sentido es posible y en qué no, otorgarle al Jesús terreno un «yo» psicológico humano; en qué sentido la naturaleza humana de Jesús es autónoma y en qué sentido heterónoma; y, por último, «en qué modo el hombre Jesús era consciente de ser el Hijo de Dios?»[8]. Las alternativas heterodoxas son siempre las mismas: la yuxtaposición nestoriana o la hegemonía monofisita de la voluntad divina sobre la humana. La solución ortodoxa, en cambio, se esfuerza por articular la unidad de Jesús, habida cuenta de la dualidad de sus naturalezas.

Particular importancia tiene al respeto la consideración de la autoconciencia y del conocimiento humano de Jesús. Salvado el profundo misterio de la psicología de Jesús, Dupuis descarta en él la «visión beatífica» predominante en la teología hasta bien entrado este siglo, por la cual, en virtud de la unión hypostática, se otorga a Cristo la omniciencia de los bienaventurados en la gloria. Gracias a la «visión beatífica», Cristo se habría sabido integrante de la misma Trinidad como segunda persona. Dupuis, contra Galtier y en última instancia contra Santo Tomás, asume el pensamiento de K. Rahner, reconociendo en Jesús una «visión inmediata de Dios». Debido a ésta, Jesús habría tenido un conocimiento humano de su relación filial con Dios, acorde con los límites de la kénosis de la encarnación previa a la liberación de su conciencia obrada por la resurrección, y compatible con otros tipos de conocimiento histórico, susceptibles todos de crecimiento y desarrollo.

Estos otros conocimientos han podido ser el “experiencial”, típicamente nuestro, por el cual sabemos lo que aprendemos, y el “infuso” al modo de los profetas (pero no de los ángeles), que permitió a Jesús «conocer por Dios todo lo que era necesario para llevar a cabo su misión y todo lo que debía revelar»[9], esto es, actualizar en lenguaje comprensible el conocimiento inmediato de Dios no comunicable, permitiéndole comprender las Escrituras, el plan divino de salvación y el sentido salvífico de su muerte en cruz.

Hechas estas distinciones es posible ser fiel a la tradición evangélica que, afirmando por una parte la perfección del conocimiento de Cristo, habla también de su nesciencia, como por ejemplo, la que respecta al día del juicio (Mc 13,32). Y es posible admitir, sin escándalo, que Jesús incluso haya podido equivocarse en aquello que no tocaba directamente a su persona y misión, y compartir los errores comunes de sus contemporáneos.

Al abordar directamente el tema de la libertad de Jesús, Dupuis replantea la problematicidad de la cuestión. El concilio de Constantinopla III determinó las dos voluntades y acciones de Cristo, pero no explicó «cómo pueden y deben combinarse, de un lado, la autodeterminación de la voluntad humana de Jesús, entendida como principio que determina las acciones auténticamente humanas, y, de otro, su perfecta y firme sumisión a la voluntad del Padre»[10]. La respuesta a esta pregunta, cualquiera sea, debe respetar el estado kenótico del Jesús prepascual por el cual Jesús es igual a nosotros en todo, pero a la vez afirmar sin lugar a dudas que Jesús no pecó (Heb 4,15). «El principio-guía para una valoración teológica de las perfecciones y de los límites de la voluntad humana de Jesús -lo mismo que su conocimiento humano- es que el Hijo de Dios asumió todas las consecuencias del pecado que podían ser asumidas por él, incluidas el sufrimiento y la muerte, y a las que dio un significado y un valor positivo para la salvación de la humanidad»[11].

Dupuis repasa los datos fundamentales de la revelación y de la doctrina de la Iglesia: Jesús no pecó ni tuvo pecado original ni padeció la concupiscencia. Su impecabilidad la considera un «teologumeno» (que se deduce de la unión hypostática) y no una doctrina de fe. Recuerda además con claridad el hecho ampliamente acreditado en los evangelios de la tentación de Cristo. Ésta no le parece un hecho meramente «extrínseco» para Jesús, sino que de veras lo afectó en su interior. Y, en estrecha conexión con ella, han de tenerse presente los sufrimientos corporales y morales de Cristo. Ante la proximidad de la muerte, Jesús experimentó el sufrimiento y el miedo. No siempre la voluntad de Dios le fue patente, en Getsemaní tuvo que buscarla en la soledad y la oscuridad. Ciertamente no gozó de «visión beatífica» alguna. En la cruz, al clamar «Dios mío por qué me has abandonado» (Mc 15,34; Mt 27,46), Jesús experimentó la soledad en profundidad y sufrió la ausencia de su Padre. Aunque su Padre no lo abandona y él se abandona a su Padre, sufriendo libremente por nosotros y no por necesidad, mostró la distancia infinita entre la bondad de Dios y la maldad del pecado.

Tratándose de la libertad de Cristo, Dupuis otorga libertad de elección (libre albedrío) a Cristo en relación a las acciones que debían mejorar el cumplimiento de su misión. Jesús tuvo que definir una estrategia de acción. Pero descarta que Jesús haya podido oponerse moralmente a la voluntad de su Padre, máximamente a propósito de su pasión y su muerte.

Dupuis recoge una objeción corriente y procede a responderla. Esta es, si Jesús fue libre habrá podido desobedecer y, en consecuencia ¿qué sería de su impecabilidad?; y al revés, si no pudo desobedecer ¿de qué libertad se habla? En el sentido más profundo de su libertad, es decir, en la aptitud de autodeterminarse en razón del bien, Jesús no pudo sino determinarse en favor de su misión. Esto es posible porque a este nivel, en el caso de Jesús como en el caso nuestro, la libertad de elección expresaría, en realidad, una falta de libertad. Mientras más una persona quiere el bien y lo busca, menos alternativa moral tiene, pues más inclinada está a elegir lo que conviene. A este nivel, libertad para escoger el bien y necesidad de optar por él coinciden. «La perfección de la libertad crece en proporción directa a la autodeterminación de la voluntad hacia el bien»[12]. Este concepto de libertad no es meramente filosófico, pues concuerda con el concepto bíblico de libertad. El nuevo testamento asocia la libertad a la vida en Cristo y la esclavitud al pecado.

La libertad de Jesús fue perfecta. Cuando no fue determinado por su Padre, ejerció la posibilidad de elegir entre muchos bienes éticamente indiferentes. El ejercicio de esta libertad denota precisamente que Cristo está aún en camino a la gloria. Que en última instancia se haya sometido a la voluntad de su Padre yendo a la muerte, que no haya podido elegir otra cosa prueba exactamente que hizo lo que más quería. El testimonio es claro en el Nuevo Testamento. La muerte de Jesús es designio del Padre, Jesús no eligió morir, su Padre eligió por él (cf. Mc 14,36; Mt 26,53; Heb 5,7). Sin embargo, Jesús hizo suya la voluntad de su Padre y se ofreció espontáneamente a la muerte (Jn 10,17-18; cf. Gal 2,20; Heb 7,27; 9,14).

2. Libertad de Cristo en perspectiva bíblica

Otra aproximación común al tema de la libertad de Cristo es la exegética o bíblica. Es el caso de Christian Duquoc en su obra Jesús, hombre libre[13], Si bien Duquoc prolonga el desarrollo del discurso sobre la libertad de Cristo más allá de su muerte, en tanto ve que Jesús resucitado «hace al hombre libre», su argumentación se centra principalmente en el Jesús libre de los Evangelios. Para Duquoc resulta imposible penetrar la psicología humana de Jesús, pero del conjunto de su actuación histórica es posible destacar su «autoridad» o «libertad» como el rasgo más visible de su personalidad.

Jesús es libre de su entorno social, Muestra una gran libertad frente a su familia: frente a su madre y hermanos. Tiene la misma actitud ante las castas religiosas: los escribas, fariseos y saduceos, Es más, Jesús cuestiona directamente su autoridad. Si estos habían asfixiado al pueblo, particularmente a los pobres y pequeños con sus leyes y orden religioso, «Jesús le devuelve a Dios su libertad, transgrediendo el poder de los escribas y de los fariseos y rechazando los fundamentos de su ‘autoridad'»[14].

De un modo desafiante, Jesús se relaciona con los «sospechosos» de su época: los publicanos y las prostitutas y los pobres en general. Libre de prejuicios sociales, anuncia a los guardianes de la ley que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el reino de los cielos. Jesús escoge a sus amigos, Lázaro por ejemplo, Tiene incluso amigas: Marta, María, la Magdalena quizás. Y demuestra una enorme libertad para cuestionar el libelo de divorcio, en pro de las mujeres. No tiene miedo del poder político, desafía a Herodes, Pero también es independiente de los celotas, Algún contemporáneo se refiere a él diciéndole: «Maestro, sabemos que eres sincero y que ense­ñas de verdad el camino de Dios, y no te importa de nadie, pues no miras la personali­dad de los hombres» (Mt 22, 16).

Jesús es libre en su modo de enseñar. Habla con autoridad, como un creador, no como los escribas y fariseos (Mc 1, 22). Disputa con ellos por los ritos y por la ley. Cuestiona el modo de observancia del sábado. Lo transgrede. «La libertad de Jesús ante las leyes la que le confiere sentido a esa ley»[15]. Su libertad «es una forma de amor al prójimo» (Mt 7, 12)[16]. El sermón del monte manifiesta con nitidez la autoridad de Jesús, al decir: «Habéis oído que se dijo… Pero yo os digo…» (Mt 5, 43-44). No promulga una nueva ley, pero con su modo de expresarla elucida su sentido más profundo: su actitud filial ante Dios y su amor efectivo al prójimo. Su comportamiento irrita especialmente a los representantes de la religiosidad de la época, los que no pueden tolerar su libertad.

La libertad de Jesús se manifiesta también en poder para curar enfermos y para perdonar pecados. La autoridad invocada en estos casos otorga a su persona un carácter todavía más inquietante y misterioso.

La imagen de Jesús proveniente de los Evangelios es, en suma, la de un hombre libre, pero no la de uno que inspire miedo, menos aun entre los pobres y los pequeños. Su libertad es sencilla como la de un niño. De ahí que tantos le buscasen y acercasen por ayuda. Su figura no es la de un «aristócrata» ni la de un «superhombre» ni tampoco la de un «asceta». Convive con todos compartiendo sus usos y costumbres.

La palabra que mejor resume la impresión que Jesús produce en la gente es «autoridad», cuya traducción general a nuestra época es «libertad» y cuyo significado concreto es el de un «hombre libre». Este dato histórico tiene mucha importancia tanto si se trata de explicar a Jesús en categorías religiosas, bíblicas por ejemplo, como en categorías contemporáneas. La suprema autoridad de Jesús mueve a sus contemporá­neos a identificarlo con un profeta o con el mesías.

Pero Jesús no cabe en ninguna de estas categorías. Cuando se trata de inferir qué conciencia pudo Jesús tener de sí mismo, los títulos de mesías, hijo de Dios, hijo del hombre, siervo, todos le quedan chico. Sólo es posible intuir aquella interioridad -de la cual nunca habló mucho- a partir de la autoridad y libertad con que se desenvolvió. El estudio de los documentos siempre deja una incógnita acerca de la personalidad de Jesús. Los jefes religiosos lo interrogan: «Dinos con qué autoridad haces esto o quién es el que te dio esta autoridad» (Lc 20, 2). Precisamente esta autoridad manifestada en su actitud y manera de proceder, ligada a su relación filial con Dios, es la que mejor describe su personalidad y explica, en última instancia, el conflicto con la ortodoxia judía que lo condujo a la muerte.

El mensaje de Jesús de una fraternidad entre los hombres incompatible con todo tipo de barreras raciales, jurídicas y sociales, agudizará el conflicto con sus contemporáneos. Su actuación con autoridad causó tal desconcierto «en la organización judía de la religión, de la moral y de la política, que no fue ya posible ningún compromiso cuando se vio que Jesús se convertía en un maestro escuchado y, por consiguiente, peligroso para el equilibrio social y religioso»[17]. El análisis en detalle -hasta donde es posible hacerlo- de las causas de la muerte de Jesús, revelan que Jesús desafió y exasperó al orden religioso, a las autoridades políticas y al pueblo mismo hasta el punto que su muerte, no obstante su inocencia, resultó inevitable.

La muerte de Jesús, dada la autoridad con que había hablado, resultará un hecho escandaloso. Por el contrario, su resurrección ha significado precisamente que Dios «aprueba su palabra, su actitud, su libertad»[18]. Duquoc destaca la importancia del grito de Jesús en la cruz, grito de rebeldía de un inocente y de un justo, porque en la resurrección se evidencia que «ha sido su justicia, su inocencia, su libertad, las que han vencido al poder del mal, y no el poder que Dios podría haberle entregado para borrar de la faz de la tierra a todos los malhechores y los opresores»[19]. Desde entonces la liberación de la esclavitud de justos e inocentes no depende más del mero uso de la fuerza, sino de la resurrección de Cristo y esta en tanto culminación del combate histórico de Jesús y a su modo. La resurrección de Jesús significa en última instancia que no es lo mismo el que construye en la libertad y en el amor que el que destruye en el odio y, segundo, que el resucitado no se impone a sus adversarios destruyéndolos, sino que únicamente manifiesta su poder «mediante el don del Espíritu que concede la libertad»[20]

Jesús hace al hombre libre. El término que desde antiguo expresa esta realidad ha sido el de «redención», que originalmente significó pagar el precio necesario para liberar a un esclavo. Esta imagen dio origen a explicaciones extrañas de la obra de Jesús. Se dijo que la humanidad era esclava del demonio y que al demonio había sido necesario pagar con Jesús el precio de nuestra liberación. Otros imaginaron que el precio se pagaba a Dios mismo. En realidad, la redención alude a la situación de esclavitud del pecado a la cual está sometida la humanidad ya quien nos ha hecho libres, Jesucristo. Jesús hace al hombre libre por una muerte que tiene causas históricas. Lo mataron por su actitud. Chocó con los intereses de los poderosos, los mismos que, para garantizar sus intereses, hacían de Dios un enemigo del hombre. La causa de la muerte de Jesús es el pecado. Más precisamente, el pecado religioso con que el hombre forja un Dios a la medida de su imaginación para oprimir y eliminar a su prójimo. Jesús no vino a «levantar nuevas barreras, sino que ha venido a destruirlas. De esta manera nos liberó del Dios que producíamos»[21].

Jesús nos ha liberado de la lógica de la utilización opresora de Dios mediante el perdón. El perdón de Jesús es un acto creador, porque genera otra forma de relación que la establecida por el malhechor. El carácter liberador del acto de Jesús se explica porque «aquel que fue injustamente crucificado y que ha perdonado es Señor y donador del Espíritu. Jesús, por su resurrección, atestigua la eficacia infinita del perdón, ya que este se convierte en el principio activo de la historia hasta que desaparezca el poder del odio»[22]. En definitiva, «Jesús es suficientemente libre para no hacer suya la lógica del adversario. El no se hizo verdugo del verdugo. Su perdón es el acto más elevado de su libertad. Al morir, venció al odio»[23]. Con su perdón Jesús rompe la cadena de pecado que oprime a la humanidad, creando un nuevo modo de relación, modo que no autoriza al opresor a seguir oprimiendo pero tampoco exime al oprimido de tomar en sus manos la causa de su liberación. Su perdón nos libera de la cerrazón dentro de nosotros mismos, a partir de la cual hacemos de Dios un Dios opresor. Dios es todo lo contrario, Dios libera. Dios no está contra nosotros, sino por nosotros (Rom 8, 31-39).

Este Jesús nos revela su identidad última no directamente, sino a lo largo de su vida ya través de su historia. Él es el Hijo de Dios que actualmente ejerce las funciones de «señor» y de «mesías». En Jesús de Nazaret El se ha revelado como Hijo y su Dios como Padre. El Hijo no es el Padre, diferencia que en la práctica histórica Jesús la vive debiendo construir su propia libertad sin darse origen a sí mismo, sino siendo liberado por el único que es su propio origen, su Padre. Jesús no resuelve su historia con magia, no se declara Dios. Por el contrario, enfrenta libremente la muerte y no como una fatalidad natural o social. «En esta lucha por cambiar el sentido de nuestra historia, de forma que no sea ya condescendencia cobarde con el destino, sino creación con riesgo de la propia vida, se revela hijo de Dios»[24]. Es el Espíritu que hace libres (cf. 2 Cor 3) el que mueve a reconocer en este hombre libre al Hijo de Dios.

3.- La libertad de Jesús en la perspectiva de su misión[25]

Hans Urs von Balthasar aborda el tema de la libertad de Cristo a partir del concepto de misión, buscando un equilibrio entre la aproximación exegética y la dogmática. Este intento supone aceptar una misión escatológica y universal en Jesús, abarcante de toda la creación, tan única e irrepetible como único e irrepetible es el enviado a realizarla. Al modo del Nuevo Testamento, también von Balthasar pretende inferir la descripción del ser de Cristo, su persona, de su función y misión. Su misión implica su persona: como en los profetas ambas son inseparables, pero a diferencia de los profetas Jesús es el enviado desde siempre. Si a partir de una «cristología desde abajo» es posible establecer las condiciones de posibilidad de la actuación empírica de Jesús, a partir de una «cristología desde arriba» se concluye que tal es la identificación de la persona de Jesús con su misión que su «papel» en el drama de la humanidad no puede ser intercambiado con ningún otro.

Von Balthasar recuerda que, a propósito del conocimiento de Cristo, salvo raros casos, la patrística y la escolástica otorgaron a Cristo la omniciencia. Recién Herman Schell desarrolla el tema de la escasa aceptación escolástica de una cristología de la misión en referencia al conocimiento pre-pascual de Jesús. Schell sostiene que pertenece a la integridad de la humanidad de Jesús no saberlo todo desde un comienzo, sino, llegar a saberlo con esfuerzo y libremente. La medida de la perfección de su conocimiento debe ser conciliable con el cumplimiento meritorio de su misión. No puede ser lo mismo el conocimiento de Jesús en su estado de abajamiento que en el de consumación. Por esto, Schell rechaza la posibilidad de una “visión beatífica” (scientia visionis).

Pero, por otra parte, Schell rechaza una concepción de la kénosis consistente en una elucidación progresiva en la conciencia de Jesús de su mesianismo y de su identidad divina. “La conciencia humana de Jesús como Hijo de Dios es un saber consumado y rico de inteligibilidad y sólo puede aclararse a partir de la iluminación completa de su alma humana, gracias a la íntima automanifestación de su yo divino y de su circumincessio en el Padre y el Espíritu Santo”[26].  Con esto Schell vuelve a acercase a una “scientia visionis”: Jesús conoce a Dios en la intimidad de la Trinidad y el plan divino de salvación desde siempre, por un influjo e iniciativa directa de Dios, pero como conocimiento a priori que se especifica a posteriori en la comprensión de las Escrituras.

Siguiendo a Schell, Von Balthasar hace coincidir en la encarnación la libre determinación de la decisión trinitaria previa, con la expansión de la misión y de la autoconciencia de Jesús. «Se puede decir entonces que Jesús desde el principio en su destino conocía también su identidad como Hijo de Dios (como testimonia de modo suficiente el carácter único de su relación al “Abba, Padre”), pero que no era consciente de esta identidad más que gracias a la tarea que le era comunicada por el Espíritu y que excluía (al menos de cuando en cuando) una “visión beatífica” de Dios”[27]. La conciencia filial de Jesús, inseparable de la conciencia de su misión, es im-pre-pensable en un sentido cualitativamente único. Pues, siendo inherente a la universalidad de su misión, ella se explicita en relación suya, aunque en última instancia no dependa de ella.

En esta perspectiva de la misión, es posible una amplia posibilidad de conocimientos de Jesús (conocimiento profético, obediencial, místico) atingentes a la acción salvífica de Dios en el mundo y también la posibilidad de ignorancia, como la famosa de Mc 13,32.

Tratándose de la libertad de Jesús, resulta esencial, pero aquí todavía más, lo dicho acerca del carácter im-pre-pensable de su conciencia de misión. Porque es a este propósito que el hombre Jesús aparece en la historia humana como una decisión divina y ajena, que él nada más ratifica a lo largo de su existencia, o puede efectivamente con su libertad humana hacer valer el legítimo privilegio de una decisión personal (como afirma la ortodoxia desde el conflicto monoteleta).

Von Balthasar precave de representarse la decisión salvífica de la Trinidad y la decisión de Jesús como si entre ambas se diera una sucesión cronológica, un antes y un después. Más bien habría que pensar en el fenómeno de la inspiración. No en la falsa teoría de la inspiración según la cual los profetas han podido ser simples instrumentos pasivos del Espíritu Santo. Sino al modo de la inspiración artística. «Nunca un artista es más libre que cuando no tiene (ya) que elegir vacilando entre distintas posibilidades creadoras, sino que está (como) ‘poseído’ por la verdadera idea que por fin se le ofrece y sigue sus órdenes imperiosas; si su inspiración es auténtica, nunca llevará más claramente su obra un sello tan personal»[28].

Esta analogía «puede enseñarnos que Jesús, al captar y al ir dando forma a su misión, no está prestando obediencia a ningún poder extraño. El Espíritu Santo que le inspira es no sólo el Espíritu del Padre (con el que el Hijo es ‘uno’) sino también su propio Espíritu. Y si su misión es im-pre-pensable, lo es igualmente respecto a su propio y libre haber-captado-desde-siempre su misión”[29]. Su misión desde siempre era la suya. No en el sentido que estaba ya lista y prefabricada y que él nada más le tocaba montarla, «sino que era suya en el sentido de que él debía configurarla por sí mismo y con toda su libre responsabilidad e incluso en el sentido de que en un aspecto verdadero debía inventarla»[30].

Todavía más. Jesús en su vida terrena no está en comunicación con «Dios» (el trinitario) sino con su Padre. Su misión la recibe del Padre por el Espíritu. No hay dos decisiones coordinadas cronológicamente, la del Hijo desde la eternidad y la humana en el tiempo. «La decisión eterna del Hijo incluye en sí la temporal, y la temporal aprehende la eterna como la única que interesa. Pero la eterna no está dictada por el Hijo en soledad, sino que es siempre trinitaria; en ella se conserva la jerarquía de las procesiones trinitarias…»[31]. Así el Hijo hecho hombre no capta su propia voluntad como Dios, sino como la voluntad de su Padre y asimilando la voluntad de su Padre capta su propia identidad de Hijo eterno.

Pero, al no contemplar al Padre en visio beatifica, sino que su voluntad le es representada en el Espíritu, Jesús puede experimentar la tentación. No como desconfianza en su misión o como indiferencia a quererla o no quererla. «La ‘capacidad de pecar’ no pertenece a su libertad»[32]. Jesús se mantiene en su misión. Pero debe buscar en libertad las particularidades que la realizan, dándose la posibilidad de considerar la «evitación del ‘camino de abajo’, de la humillación y del fracaso terreno como un atajo hacia la meta o como algo humanamente digno de ser tenido en cuenta o incluso como algo atrayente»[33]. El mérito de su obra tiene que ver con su obediencia a su Padre en esta particular situación de tener que evaluar «los valores parciales que se le ofrecen a la luz de la totalidad de su misión, de la voluntad del Padre»[34], pero que sólo brillan en el interior de su libre y plena disponibilidad, indicándole seguir siempre el camino más difícil, camino que no le es posible cumplir por anticipado. De este modo Jesús se constituye para nosotros en modelo de paciencia, de esperanza y de fe.

II. El misterio pascual: quicio de la libertad de Cristo

El tratamiento tradicional del tema de la libertad de Cristo no es sistemático, por cuanto se restringe a la libertad de Jesús de Nazaret, siendo que el Cristo libre por excelencia es el resucitado. La libertad de Cristo también se extiende, y sobre todo, a la liberación definitiva que experimenta el Cristo crucificado en sí mismo por el hecho de triunfar sobre el pecado y la muerte, y a la liberación que desde entonces ejerce el resucitado sobre el cosmos hasta doblegar todas las dominaciones y fuerzas del mal. Pero este dato tan importante sobre la libertad de Cristo no es desarrollado por los autores directamente. Los teólogos vinculan el tema de la resurrección de Cristo al de su libertad, pero como un efecto entre otros y no como una gracia mayor que requiere atención aparte y sistemática. En adelante solamente esbozo lo que estaría en juego en un planteamiento de este tipo.

En esta perspectiva, el Misterio Pascual es el quicio de la libertad de Cristo, tanto en el orden de su ser  (óntico) como en el del conocimiento de su ser (ontológico). En el orden del ser de Cristo, el misterio pascual supone la historia del Jesús terreno, el Hijo hecho hombre, en cuanto camino de liberación e historia de su libertad. El misterio pascual es la cúspide de la libertad de Jesús. Pero, además, es su principio por cuanto, a partir de la resurrección Jesús radicaliza su influjo, a modo de gracia, en la obra pendiente de  liberación de la historia universal del sufrimiento, del pecado y de la muerte. La libertad de Cristo no se agota en el itinerario de Jesús de Nazaret hasta la cruz o, dicho de otra forma, en el envío del Hijo en obediencia a su Padre hasta la muerte. Todo esto es condición y antecedente histórico de la libertad escatológica que Cristo obtiene en la resurrección, la que “ya” ahora es para sí y para nosotros liberación, aunque “todavía no” verifique todo su alcance cósmico. En otras palabras, la historia de Jesucristo está incompleta mientras su libertad vencedora de la muerte no sea también nuestra plena libertad, mientras nuestra libertad, alentada por la promesa de la resurrección futura y ungida por el Espíritu del hombre libre, no se atreva a hacer su propia historia en esperanza y con creatividad. La libertad de Cristo se frustra, en cambio, en la falta de originalidad de los cristianos, en el fatalismo histórico o en la evasión de la historia.

Pero el Misterio Pascual es también, y en primer lugar, el quicio del conocimiento de la libertad de Cristo. Nada sabríamos de ella fuera de la confesión que de ella hace la Iglesia, tras experimentarlo en Pascua vivo y liberador.  Sin la experiencia eclesial de la libertad de Cristo la libertad del Jesús terreno sería ininteligible. Carecería de todo sentido. Sería la historia del fracaso de la libertad y, en el mejor de los casos, una epopeya romántica de frutos románticos, hermosos pero precarios. Incluso la misma resurrección de Jesús se convierte en un concepto hueco si ella no fuera experimentada como la causa eficiente y final de nuestra propia libertad. El conocimiento de la libertad de Cristo proviene de la experiencia pascual tanto en el caso de la Iglesia primitiva como en el de la Iglesia contemporánea, y no llega a su integridad y razón de ser más que a través de una mediación recíproca. La misma expresión “libertad de Cristo”  importa un feliz doble sentido: ella remite a la libertad de Jesús resucitado y a la libertad de los cristianos, dos tipos de sujetos distintos, pero una misma libertad que en el caso de Cristo se tiene como propia y alcanzada, y en el nuestro como recibida y por recibir hasta que Cristo sea todo en todos.

En este sentido, la reflexión que procede de la experiencia de liberación actual del resucitado arrojará luz sobre la libertad de Jesucristo, corrigiendo la concepción de esta libertad proveniente de la perspectiva encarnacionista y metafísica, perspectiva que está condenada a repetir la incompatibilidad de la libertad infinita (divina) con la libertad finita (humana), sea en el caso del monofisismo que hace prevalecer el carácter trascendente de la libertad de Cristo en perjuicio de su historicidad, sea en el del nestorianismo que por salvaguardar su carácter histórico postula su separabilidad de Dios. Ambas herejías cristológicas son causas remotas del ateísmo contemporáneo, en la medida que hacen competir en Cristo, y en nosotros, a Dios con nuestra humanidad, en vez de mediar a fondo lo uno y lo otro. Pero la Encarnación, más allá de su conceptualización teórica, es radical e irreversible: no es posible concebir nuestra libertad al margen de la libertad del hombre que se dio en la cruz hasta el extremo; pero tampoco es posible concebir la libertad de Jesucristo sin experimentarlo resucitado, verificando su resurrección en la acción de su Espíritu como liberación actual del mal y de la muerte.

El Misterio Pascual, sin embargo, no sólo es principio de conocimiento de la libertad de Cristo gracias a la experiencia del resucitado. Desde entonces la experiencia del evento escatológico cualifica la historia humana de un modo radicalmente nuevo, pues la fecunda de esperanza. La Iglesia primitiva no solamente creyó que el crucificado había sido exaltado y en la actualidad ejercía su señorío por la acción de su Espíritu, sino que también la comprometía activa y creativamente en la espera de la parusía de su Señor, anticipando con su libertad el advenimiento definitivo de su Reino. ¿Qué es la libertad de Cristo? Una verdad escatológica que aún está por convertir la historia del hombre y del cosmos en la historia querida por el Creador, el Padre de Jesucristo. En consecuencia, la libertad de Cristo está aún por conocerse.

De no considerar que Cristo es no sólo la causa eficiente de la libertad de la Iglesia, sino también su causa final, es posible prever en el cristianismo desviaciones lamentables. A semejanza del Jesús hierático y triunfante a priori de la óptica encarnacionista, la mera presentización de la resurrección de Cristo hace posible imaginar que algunos cristianos pretendan excusarse del pasado y eximirse del futuro, desembocando en la abstracción liberal que en la teoría reduce la libertad a la omnipotencia y en la práctica naturaliza su propia historia, incluidos sus hechos más atroces.  Si la libertad de Cristo no es también la causa final de la libertad humana, si el sentido de la libertad deja de ser el Reino que está por llegar y que llega en la progresiva liberación del mal, la pura mediación presente de su virtud termina en la ilusión liberal que olvida que Cristo ha llegado a ser Señor porque primero ha sido Siervo; que no hay libertad humana auténtica sin que el hombre ungido por el Espíritu haya hecho suya la historia humana, con tiempo y desde su reverso, cargando pacientemente con las consecuencias nefastas del abuso del poder. El Reino escatológico es el lugar de los hijos de Dios, no el lugar de los esclavos; pero el Reino se verifica porque el Hijo se ha hecho esclavo para que los esclavos lleguen a ser hijos.  La cruz de Cristo es inherente a la llegada del Reino de la libertad de los hijos de Dios. Si la consideración de la libertad de Cristo no incorpora a fondo el dato de su suma impotencia, será inevitable que se establezca una vez más un nexo causal entre la omnisciencia y omnipotencia del Hijo encarnado, y la prepotencia de la Iglesia. Si no se admite que la libertad de Cristo también se elabora en la paciencia de Dios, la impaciencia eclesiástica urgirá la resolución de la historia antes de tiempo y de cualquier manera: como fuga del mundo, cuyo revés se expresa siempre en sacralizaciones varias de cosas y hechos mundanos inmaduros; como exigencias morales abstractas que no tienen cuenta del crecimiento de la libertad humana concreta; o como identificación lisa y llana de la Iglesia con el Reino, y en autocomplacencia.

Reconozco en buena parte de esta reflexión la influencia del ensayo de Paul Ricoeur titulado “La libertad según la esperanza”[35]. Ricoeur asume el pensamiento de Moltmann, que piensa la resurrección en una perspectiva escatológica, destacando que ésta es sobre todo un hecho futuro, en oposición a las religiones epifánicas que, como hace ver M. Buber, afirman la presencia de Dios en la naturaleza, acabando en la idolatría. El judaísmo y aún más el cristianismo al concebir la promesa como resurrección, esperan la irrupción de Dios en un futuro que el hombre apura con su acción histórica. Afirma Ricouer: “El ‘ya’ de la resurrección agudiza el ‘todavía no’ de la recapitulación final. Pero este sentido nos llega enmascarado por las cristologías griegas, que convirtieron la encarnación en la manifestación temporal del ser eterno y eternamente presente, disimulando así la significación principal, a saber, que el Dios de la promesa, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, se ha aproximado, se ha revelado como Aquel que viene para todos. Así, enmascarada por la religión epifánica, la resurrección ha llegado a ser la garantía de toda la presencia de lo divino en el mundo presente”[36].

Ricouer se interroga: “¿Qué es la libertad según la esperanza?”. Responde: “es el sentido de mi existencia a la luz de la resurrección, es decir, reubicada en el movimiento que hemos llamado el futuro de la resurrección de Cristo. En este sentido, una hermenéutica de la libertad religiosa es una interpretación de la libertad conforme a la interpretación de la resurrección en términos de promesa y esperanza”[37]. Este es el núcleo “kerigmático” de la libertad según la esperanza.

Si el valor de la exposición de Ricoeur estriba en rescatar el “todavía no” de la resurrección y de la libertad, se echa de menos sin embargo la valoración del “ya” de la liberación del pecado y de la muerte, como condición de una praxis histórica que pretenda no pisarse los talones. Al menos para los católicos, la gracia de la libertad proveniente del Misterio Pascual no es un don meramente futuro y extrínseco, sino que irrumpe en la sede del pecado, la voluntad humana, sanándola para que una vez más se haga cargo de la historia.

Esto no obstante, la reflexión de Ricoeur aumenta en riqueza en la medida que desentraña el kerigma fundamental de la libertad según la esperanza, a partir de sus expresiones psicológicas, éticas y políticas.

En la Escritura es posible detectar, en términos psicológicos, una elección en favor o en contra de la vida (Dt 30, 19-20). El Bautista y el mismo Jesús exigen una decisión. Pero una interpretación existencial de esta elección corre “el riesgo de reducir el rico contenido de la escatología a una suerte de instantaneísmo de la decisión presente, a expensas de los aspectos temporales, históricos, comunitarios, cósmicos contenidos en la esperanza de la resurrección”[38]. Ricoeur adopta la fórmula de Kierkegaard de la pasión por lo posible como la mejor expresión de una libertad según la esperanza. Con ésta será posible apartarse de todo helenismo que, como las religiones epifánicas, subraya en Dios que “El Es” en perjuicio de la noción de Dios como “El viene”, propia del judeo-cristianismo. En esta distorsión de la idea de Dios, ve Ricoeur la desviación hacia una ética del eterno presente, típicamente estoica y latente por diversas vías en la filosofía contemporánea, la cual incorpora la contradicción entre, por una parte, un desprendimiento de lo pasajero para refugiarse en lo eterno y, por otra, “un consentimiento sin reservas al orden del todo”[39]. Contra el primado de la necesidad, la esperanza, en cambio, en tanto pasión por lo posible, se expresa en términos psicológicos como imaginación creadora de lo posible.

En términos éticos, la libertad consiste en un escuchar y obedecer: es un “seguir”. La Ley se subordina a la promesa, “la Ley impone (gebietet) lo que la promesa propone (bietet)”[40]; pero después de la resurrección es ésta, y no más la Ley, el signo de la efectividad de la promesa. Entonces la nueva ética, contraria a la ética del deber, puede llamarse ética del “envío”, porque la promesa encierra una misión. “En el envío, la obligación que compromete el presente, procede de la promesa y abre el porvenir”[41]. Este es el equivalente ético de la esperanza, así como su equivalente psicológico lo es la pasión por lo posible. La ética del envío, alejándose de las interpretaciones existenciales, tiene implicancias comunitarias, políticas y aun cósmicas, que la decisión existencial, centrada en la interioridad personal, tiende a ocultar”[42]. Y continúa la cita: “Una libertad abierta a la nueva creación está menos centrada en la subjetividad, en la autenticidad personal, que en la justicia social y política; llama a una reconciliación, que exige ella misma inscribirse en la recapitulación de todas las cosas”[43].

En una ulterior caracterización de la libertad según la esperanza, Ricoeur desarrolla dos aspectos suyos, ambos cristológicos, uno reverso del otro. A saber, las fórmulas paulinas del “a pesar de…” y el “cuanto más…” (Rom 5,12-20). Es inherente a la libertad que pertenece al orden de la resurrección afirmarse como una apuesta contra la muerte. Es decir, la libertad cristiana incorpora en sí misma el hiato entre la muerte de Cristo y su resurrección, cuando ella contradice la realidad actual encaminada a la muerte y procura el futuro “a pesar de…” de la muerte, descifrando los signos de la resurrección. “Pero el desafío a la muerte es a su vez la contrapartida o el revés de un impulso de vida, de una perspectiva de crecimiento, que viene a expresar el cuanto más de San Pablo”[44]. La libertad según la esperanza incluye esta lógica del excedente y del exceso que, por una parte es locura de la cruz y, por otra, sabiduría de la resurrección. “Esta sabiduría se expresa en una economía de la sobreabundancia, que es necesario descifrar en la vida cotidiana, en el trabajo y el ocio, en la política y en la historia universal. Ser libre es sentir y saber que se pertenece a esta economía, estar ‘como en casa’ en esta economía”[45].

En la medida que la libertad así entendida se abre a la espera de la resurrección universal, ella se distancia aún más de la interpretación existencial de la libertad.

III. Mediación histórica de la libertad de Cristo

Una tercera aproximación al tema, la más difícil de todas, es la que intenta verificar la libertad de Cristo en un contexto histórico, cultural y eclesial determinado. Pudiera hablarse aquí de “libertad cristiana” a secas. Esta aproximación pretende mediar la libertad de Jesucristo, Jesús histórico y Cristo de la fe, con lo que la humanidad situada en un contexto preciso entiende por libertad.

Al decir “mediar”, se quiere evitar dos discursos aparentemente cristianos. No se trata de poner la etiqueta de cristiano a cualquier discurso sobre la libertad, simplemente por darse una identificación terminológica de ésta con el bien más preciado del cristianismo. La asunción ingenua que la Teología de la liberación ha hecho del concepto de praxis marxista, en este sentido, ha reducido la libertad cristiana a su pura capacidad de cambio de estructuras, en perjuicio de la originalidad y creatividad personales. Tampoco puede ser cristiana la mera oposición de un discurso teológico sobre la libertad de Cristo al concepto secular de libertad por el hecho de provenir éste de un mundo que se constituye autónomamente. El rechazo indistinto que sectores eclesiásticos hacen de la modernidad paradójicamente se traduce en una evangelización que, por una parte, critica al mundo y se fuga de él y, por otra, lo avala y, sin confesarlo, se aprovecha de él.

Al mediar la libertad de Cristo con las búsquedas de libertad y liberación del mundo contemporáneo se pretende, en cambio, acoger la creatividad de Dios prolongada en toda cultura humana, corrigiendo sus distorsiones y plenificándola a partir de la libertad auténtica revelada en el Misterio Pascual. Lo que se trata en definitiva es de articular cristológicamente la libertad humana en vista a verificarla en la práctica histórica como liberación de todo tipo de abuso del poder y como experiencia de gozo fraternal por la participación común en la filiación de Jesús.

En la mediación de la libertad de Cristo se juega la relevancia de su virtud y la pertinencia de su concepto. Ella depende en última instancia de una experiencia del resucitado como liberador, pero exige también aclarar téoricamente tanto su alcance escatológico como su relatividad concreta a la historia actual que la reclama. En este sentido, la noción de libertad cristiana que se espere alcanzar no podrá ser sino provisoria. Lo que interesa no es el concepto de libertad de Cristo de una vez para siempre sino por una sola vez; la vez que su elucidación sea necesaria en orden a suscitar una historia siempre nueva y mejor.

La mediación alcanzará este objetivo al superar la tentación de aplicar un concepto abstracto de la libertad de Cristo a la vida de los cristianos. Una tal mediación no tendrá lugar mas que por el largo camino recomendado por Ricouer para establecer qué entienden las ciencias modernas por libertad, como presupuesto de una reflexión filosófica con la cual la teología tendría que dialogar[46]. Sin este diálogo la teología corre el riesgo de permanecer en la ininteligibilidad y el esoterismo de su lenguaje y, peor aún, el de respaldar de un modo fundamentalista no el ejercicio, sino el abuso de la libertad. Este “camino largo”, sin embargo, supera por completo las posibilidades de esta ponencia.

En adelante nada más se ofrecen, a mano alzada, algunas consideraciones generales sobre el contexto próximo que hoy por hoy demanda a la teología reformular su concepto de libertad de Cristo. Nos situamos en América Latina. A partir del discurso sobre la liberación que ha tenido lugar en América Latina los últimos treinta años, establecemos algunos supuestos histórico-culturales y teológicos de la mediación buscada.

1.- La pista liberacionista latinoamericana

La Teología de la liberación latinoamericana plantea la cuestión de la libertad en términos de escándalo: ¿cómo es posible que en América latina, continente en que se concentra la mayor parte de los católicos del mundo, la injusticia social sea la causa de la pobreza y opresión de la inmensa mayoría de su población? América Latina obliga a pensar la libertad de Cristo en la perspectiva de un mundo no libre, pero que lucha por su liberación.

Recientemente Juan Noemi y Fernando Castillo en su obra común Teología latinoamericana, recogen la hebra de un debate inconcluso[47]. A continuación seguimos, en la óptica que más nos interesa, el curso de sus reflexiones.

Según Noemi, la Teología de la liberación, bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, ha pretendido ser  “teología de la historia”. Esta es en última instancia la intención de la definición que G. Gutiérrez ha dado de la Teología de la liberación como “reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la fe”. Pero los tres tópicos en torno a los cuales se articula el pensar ni son desarrollados con suficiente rigurosidad ni parecen bastar por sí mismos. La Teología de la liberación ha asumido acríticamente el concepto marxista de praxis; cuesta entender cómo los pobres puedan ser exclusivamente los depositarios y los gestores del futuro; y, por último, no se entiende que la verificación de la trascendencia en la historia sea reductible a los socio-económico y a lo macro-político.

Noemi rescata de esta teología su interés inédito por “asumir lo latinoamericano no como un accidente sino como un antecedente de la teología”[48]. Pero descarta que la aproximación a “los signos de los tiempos”, a la propia vivencia y experiencia cristiana, pueda ser captada solamente mediante el recurso a las ciencias sociales. Antes bien, exige el desarrollo de una filosofía latinoamericana que pueda dar cuenta de las intuiciones más profundas escondidas en la cultura y particularmente en la riquísima literatura latinoamericana.

Tres son los desafíos -según Noemi- que la teología latinonamericana tiene por delante: historicidad, catolicidad y creatividad.

La Teología de la liberación ha asumido el desafío de anunciar el mensaje de Jesús como buena nueva para una situación histórica concreta desgarradora. Pero no es claro que el latinoamericano tenga de hecho experiencia histórica de su vida, es decir, que se sepa sujeto activo de la constitución de su existencia entre un pasado ya dado (e influyente) y un futuro todavía por hacer (y que no se le imponga sin más). Lo corriente es que haya sido espectador pasivo y objeto de la historia (como queda manifiesto en Cien Años de Soledad). Lo que está pendiente para la teología es “testimoniar y dar razón de un Dios que es evangelio precisamente al hacer suya, en concreto y desde dentro, la historia de todos y de todo el hombre”[49]. Un segundo desafío, estrictamente relacionado con el anterior, es el de la catolicidad. Para superar el doble vicio del concepto como “imperativo abstracto de universalidad” y como mera extensión sociológica de la Iglesia, es preciso recordar que la auténtica catolicidad tiene dos fuentes: un único Dios y toda la humanidad a la cual este Dios se ofrece plenamente en Jesucristo, no como destinataria pasiva sino culturalmente activa e histórica. El desafío de una cristianismo enraizado en todas las culturas, pero sin perjuicio de ellas, es hoy más apremiante que nunca. Las exigencias de las últimas Conferencias Episcopales Latinoamericanas (Puebla y Santo Domingo) pretenden mediar evangelio y cultura. Una teología latinoamericana que realmente quiera responder a este desafío deberá evitar todo provincialismo. No podrá, por ejemplo, negar su dependencia cultural occidental y europea, pero tampoco cerrarse a un cambio cultural futuro que interpela a nuestra creatividad e inteligencia.

Tercero, el imperativo de creatividad en que desembocan los anteriores, recupera, asume y actualiza la fe en Dios-Creador. Pero no en el mero sentido objetivo de salvar la continuidad entre el Dios Salvador y el Creador por la concepción de una misma historia de salvación. Sino sobre todo como recuperación positiva del hombre mismo, imagen de Dios, en cuanto sujeto capaz de creación. Pues sucede que, si la fe en Dios Creador no considera al hombre como criatura creadora, prevalece entonces la tentación de contraponer burdamente a Dios y al hombre, a la Iglesia y al mundo, al evangelio y la cultura. Por el contrario, urge concebir a Dios como condición de posibilidad de la subjetividad humana; establecer una relación dialéctica positiva entre la Iglesia y el mundo; y verificar el evangelio en la cultura como “civilización del amor”.

Fernando Castillo prolonga la reflexión de Noemi, buscando un concepto de historia como obra de Dios y de los hombres. Un proyecto así de complejo exige, por una parte, aclarar las tensiones propias de la historia en su mundanidad característica, para luego dar razón de cómo es posible sostener que una tal historia pueda ser en primer lugar historia de Dios, sin que este recurso a Dios perjudique su originalidad humana, sino que sea la condición precisa de su perfectibilidad.

Castillo, estableciendo las tensiones que articulan la historia, descarta que ella sea obra de la fatalidad. Paradójicamente la historia se caracteriza por ser “relativa” (condicionada y transitoria), pero de valor “absoluto” (en ella se verifica lo real y el sentido de las cosas); ella proviene de la “libertad” del sujeto que es capaz de crear sus relaciones sociales, pero también de la “necesidad” con que éstas regulan su propio comportamiento; más precisamente, proviene de la “praxis”, del trabajo por el cual el ser humano se hace a sí mismo y constituye su mundo, así como de las “estructuras” antecedentes cuyas leyes de funcionamiento y transformación los sujetos nada más reproducen.

En tales condiciones, Castillo pone en cuestión la posibilidad de hablar de un contexto latinoamericano único y de un sujeto latinomericano único. La pregunta por un “identidad latinoamericana” es un asunto de difícil resolución. ¿Quién podría ser el sujeto de la liberación? ¿El “pueblo”, “el pueblo oprimido y creyente”, “los pobres”? Castillo declara a la Teología de la liberación en doble crisis: crisis del contexto estructural y crisis del sujeto o de los sujetos de la liberación. La “globalización” en curso dificulta aún más lo que desde un comienzo fue difícil de sostener.

Pero la fe en el Dios que se revela en la historia, sin embargo, abre nuevamente la posibilidad de hablar de una historia latinoamericana. La revelación divina, la Palabra, tiene una estructura histórica, llama a hacer historia en tanto confronta la historia humana con lo definitivo, con Dios, sujeto último de la historia en tanto historia de salvación y libertad. “Para la fe cristiana, lo plenamente definitivo en la historia es Jesucristo. La historia de Jesucristo arroja esa luz que permite discernir lo auténticamente liberador en la historia humana”[50]. Jesucristo “es la clave de la historia de la libertad”[51].

La historia de Jesús hace posible reconocer otra historia humana, la historia del sufrimiento de toda la humanidad (y no sólo de América latina), como reverso de la historia del “progreso” . La historia no es simplemente la sucesión de logros humanos, ni siquiera cuando éstos han sido emancipatorios en el plano individual y social. La misma modernidad que actúa con esta noción de historia ha sido causa de un reguero de víctimas, los vencidos y los marginados. Que los pobres sean sujetos de la praxis histórica es una afirmación teológica –no es moral ni sociológica ni política-, que hunde sus raíces en la Cruz de Cristo, lugar donde fragua la verdadera historia de Dios con los hombres en tanto historia de liberación. La praxis histórica es, en definitiva, un “misterio” que tiene un aspecto activo (acción) y una dimensión “páthica” (pasión). “La praxis de liberación se articula desde la solidaridad con los que sufren”[52].

En fin, según Castillo, Dios interpela la historia humana a través de los “signos de los tiempos”, signos históricos que en última instancia escapan no sólo a la percepción de las ciencias sociales, sino también a las aproximaciones narrativas y filosóficas. Ellos reproducen como seguimiento de Cristo y como comunidades cristianas que buscan la vida a través de sus prácticas de liberación, el signo escatológico por excelencia que es Jesús y su praxis mesiánica en favor el Reino.

2.- Supuestos de una mediación histórica de la libertad de Cristo

La pista latinoamericana arroja luz para establecer algunos supuestos para la mediación histórica del concepto de la libertad de Cristo.

a) Supuesto histórico-cultural

La mediación del concepto de la libertad de Cristo ha de tener en cuenta y formularse en atención a esta doble condición de la humanidad de ser a la vez histórica y cultural, y no mera “naturaleza” (fusis) hipostaseable en la “persona” divina del Verbo. La libertad de Cristo no puede oponerse indistintamente al hecho de que el hombre se hace a sí mismo con el tiempo y a partir de su propia tradición, antes bien debiera auspiciar este despliegue, corrigiendo su tendencia a encierros que se expresan en manipulación cultural y abuso de poder.

1. Historia de la cultura

La cultura tiene una historia. La humanidad en su conjunto y cada ser humano en particular tiene una génesis biológica, psicológica y social, una pre-historia que se convierte en historia propiamente tal sólo cuando surge un espíritu que se apropia de estos condicionamientos y determinismos y actúa con ellos y más allá de ellos. La cultura es la historia de la libertad; la historia de sujetos y colectividades que, evolucionando en conciencia y voluntad, superan en el tiempo lo meramente dado e incluso sus propias elaboraciones, en vista de un destino mejor.

Algunos podrán negar la libertad, reduciendo al ser humano a su química o a estructuras de funcionamiento psíquicas y sociales antecedentes. Sin embargo, la cultura no avanza sino bajo la hipótesis de la libertad. No es posible a la cultura humana dar paso adelante alguno si a ésta no le es posible discernir el bien que la orienta (escogiéndolo) y el mal que la degrada (repudiándolo). Pero la bondad o maldad cultural no se establece a priori sino a posteriori, siendo siempre relativa a la circunstancia precisa de una libertad que se abre un futuro entre tantos elementos que la constriñen y radican en un pasado material y moral influyente o esclavizante.

La cultura tiene una historia sinuosa. No todo ser humano llega a ser libre ni cultura alguna está exenta de involucionar a niveles variados de barbarie. De suyo la tradición cultural es para las generaciones sucesivas, al mismo tiempo, condición de crecimiento y causa de opresión.

La “globalización” en curso en nuestra época constituye un desafío mayor al pensamiento de la libertad cristiana, toda vez que la interacción cultural obliga a relativizar lo que las diversas culturas han creído ser el mejor modo de estar en el mundo. El imperativo es imaginar un nuevo orden, bueno y justo para todos.

2. Cultivo de la historia

Si ya para los griegos “el hombre es la medida de todas las cosas”, desde la modernidad se nos ha hecho aún más claro que el mundo que el ser humano tiene por delante es un mundo histórico, es decir, un mundo suyo, hechura de su libertad. Aun cuando pueda discutirse hasta qué punto la “naturaleza” sea reductible a la modificación humana, hoy por hoy tenemos la firme impresión que la ciencia y la técnica pueden alterar significativamente la naturaleza. El mundo humano es producto del trabajo del hombre. No sólo su propia naturaleza es histórica, sino que su vocación es historizar la naturaleza del mundo que lo alberga.

Pero, ¿cómo es la praxis que de veras hace historia?  La misma modernidad ha caído en la cuenta que la libertad no es un dato obvio. Las ciencias modernas han puesto al descubierto los mecanismos psico-sociales que soterradamente orientan, cuando no suplantan, cualquiera decisión humana libre.

Fernando Castillo afirma: “La praxis histórica está enmarcada y condicionada por sus propios resultados acumulados. La libertad del sujeto, que es consustancial al concepto de praxis histórica, queda bajo un signo de interrogación”[53]. Marx simplemente niega la libertad a la historia humana. Levi-Strauss piensa el conjunto de condiciones que regulan la conducta humana en términos de “estructura”, es decir, “sistema”: conjunto de elementos en el cual la modificación de uno de ellos altera a todos los demás. Se supone que las estructuras tienen “leyes” propias de funcionamiento e incluso de autotransformación. En esta óptica la praxis es vista como el resultado de una estructura. El estructuralismo craso niega todo espacio a la libertad del sujeto respecto de su propia praxis y de su historia. Castillo rechaza un paso en falso que da el estructuralismo cuando, al relacionar la “historia” con su “logos”, no sólo le otorga primado al “logos” en el plano del conocimiento (epistemológico) sino también en el del ser (ontológico).

Desde un punto de vista psicológico la praxis se revela todavía más compleja. El psicoanálisis freudiano como ciencia y terapéutica del sujeto y sus deseos parece asentarse sobre la convicción de un determinismo psíquico que invalidaría todo discurso sobre la libertad humana. Según Juan Pablo Jiménez en la extensa reflexión de Freud hay muchos elementos para afirmar que “los fenómenos psíquicos no son ni arbitrarios ni caprichosos y que, de este modo, estos fenómenos están regidos por leyes mentales y por condiciones antecedentes tan estrictos que, los seres humanos, al igual que las cosas, son sujetos pasivos a merced de las fuerzas que operan en y sobre ellos”[54].

Sin embargo, el mismo Freud concibe el psicoanálisis como terapéutica de liberación cuya meta es aumentar la autonomía y el desarrollo de la iniciativa del paciente, de modo que “la capacidad de deliberar, el autocontrol y el poder de elección de la voluntad pasan a ser indicios de un yo maduro y sano”[55]. ¿Cómo se explica esta paradoja?

Sucede que, para Freud, el determinismo psíquico no consiste en otra cosa que sostener que todo fenómeno mental o conducta humana tiene una causa, que estos fenómenos no son azarosos ni arbitrarios. La novedad del psicoanálisis estriba en postular la existencia de razones inconscientes que, llevadas a la conciencia, permiten a su sujeto una actuación más libre. Dice Jiménez: “El yo, en sus aspectos conscientes e inconscientes, tiene a su disposición variadas razones para optar entre una u otra conducta. Lo que sí es claro es que esta opción se verá más restringida -y consecuentemente será menos libre- mientras más inconscientes sean los motivos en cuestión, mientras más fuerte sea la represión que los aleja de la conciencia. Esta situación se da, precisamente, en las neurosis y en las demás condiciones psicopatológicas”[56].

En fin, podemos concluir que la libertad de la praxis es una realidad psico-social sumamente concreta y compleja.

b) Supuesto teológico

De nada servirá, sin embargo, atender al contexto histórico y cultural si consideramos al mundo como una realidad extrínseca a Cristo y paralela a la acción liberadora de su Espíritu. Toda libertad depende en última instancia del Cristo paulino que ha muerto “por mí” y por cada persona querida singularmente por Dios. En sentido estricto, antes de Cristo no hay ni persona humana ni libertad auténtica. Ni el mundo ni la Iglesia se constituyen libremente más que a partir del Espíritu de Cristo resucitado que toca a cada ser humano en lo más hondo de su interioridad, sacándolo de la esclavitud de la generalidad al señorío de la originalidad. Ni la ciencia ni la teología podrán dar jamás cuenta del  amor irrepetible e impredecible de Cristo que hace de un ser humano común una persona humana irremplazable. Ellas podrán dar razón de las manifestaciones de la libertad, pero nunca preverla o predestinarla.

1. Espiritualidad e imaginación

Si el quicio de la libertad de Cristo es el Misterio Pascual, la experiencia que un ser humano pueda hacer de esta libertad es la condición sine qua non de la historia en cuanto tal. Muchas son las experiencias de mundo en sus diversas concepciones del espacio y del tiempo; muchas son la experiencias de Dios mediadas en ellas; pero seguramente pocas puedan llamarse cristianas. La experiencia de la libertad de Cristo sitúa a los cristianos en la historia de un modo singular o, mejor dicho, de un modo radicalmente histórico.

La mediación del concepto de libertad de Cristo exige atender en primer lugar a la experiencia espiritual de los cristianos, a la obra en ellos de su Espíritu. Esta es punto de partida y punto de llegada de la libertad de Cristo. En tanto punto de partida, la experiencia espiritual de la libertad es condición de su conocimiento. Como dice Jon Sobrino, “conocer a Cristo es, en último término, seguir a Cristo”[57]. Este conocimiento, a su vez, se ordena a imaginar una historia diferente y a suscitarla de un modo responsable. En este sentido y en la perspectiva latinoamericana, Jon Sobrino exige a la cristología traducirse en una cristopraxis de liberación[58].

La categoría de Reino de Dios con toda su fuerza parabólica conserva su doble alusión a la historia como don de Dios y como tarea de la libertad humana. Tal vez la imaginación pueda soñar con otras categorías mejores para expresar la realización histórica que sueñan los cristianos. Sea cual sea, ella no debiera ser sólo liberación de la historia sino también creación de la historia. Liberación histórica y creación histórica son el anverso y el reverso de la libertad de Cristo. La Teología de la liberación ha criticado abundantemente la frustración de la historia humana a causa de la opresión y la injusticia, pero ha sido pobre en establecer el vínculo entre libertad y creatividad. Este desequilibrio la ha llevado o a recaer en el fatalismo que ella misma ha procurado erradicar o a respaldar proyectos de futuro muy poco originales e inviables. A las crisis de sujeto y de contexto mencionadas por Fernando Castillo, hay que sumar una crisis de imaginación.

Pero, aunque la experiencia espiritual de la libertad y la imaginación de un mundo libre son la raíz más importante de la mediación histórica de la libertad de Cristo, ésta sin embargo no se verificará como un bien universal más que por el “camino largo” reclamado por Ricoeur, integrando el saber que las ciencias humanas como la sociología y la psicología tienen que decir acerca de la libertad humana. En la medida que el Cristo cósmico conduce a toda la creación a su liberación definitiva, la razón humana también favorece el acceso a la libertad de Cristo por vías no religiosas.

2. “Necesidad” y “relatividad” de la Iglesia

La Iglesia ha sido querida por Dios como sacramento de la libertad de Cristo en el mundo y, en tanto querida, “necesaria”. Su presencia no es prescindible: ella hace presente al mundo el camino de la liberación y la libertad de Cristo, mediante el anuncio y la práctica de su Misterio Pascual, con su vida y con sus sacramentos. Es así que el mundo necesita de la Iglesia como necesita de lo que Dios ha establecido como necesario para su realización definitiva.

Sin embargo, esta “necesidad” de la Iglesia se cumple en una doble “relatividad”: la Iglesia es necesaria en tanto ella es “relativa” a la historia y cultura de la cual forma parte y “relativa” a Jesús y al Reino que la constituyen escatológicamente. En la medida que la Iglesia ignora esta “relatividad” fundamental, su presencia en el mundo es superflua pero no inocua.

Desgraciadamente en la práctica, la Iglesia ha sido factor de opresión. Razones para esto son a la vez prácticas y teóricas. La psicología contemporánea nos hace sospechar que las justificaciones teóricas responden a intereses de omnipotencia práctica. Ejemplos no faltan de casos en que la Iglesia ha negado la libertad humana dentro y fuera de ella. No es arbitrario imaginar que tales hechos tengan que ver con una insuficiente mediación del concepto de la libertad de Cristo.

No son necesarias muchas averiguaciones para constatar que la fe del pueblo cristiano tiene acentuados rasgos monoenergetas y monoteletas. ¿No es acaso una curiosa paradoja la imagen de un Cristo omnisapiente y omnipotente, por una parte, y, por otra, la de un Jesús inerme, pusilánime, que va obligado a una muerte que sella la fatalidad de su existencia? Posiblemente esta paradoja no sea sólo curiosa, sino también funcional a un modo de “hacer historia” no cristiano. El pueblo creyente en una amplia mayoría se identifica con el crucificado no para imitarlo en una discernida obediencia en el Espíritu a la voluntad de su Padre, sino con la esperanza de que Dios lo favorezca con su poder de hacer milagros. No extraña, en consecuencia, que una lucha por la liberación de la pobreza y la injusticia sea vista como pecado contra la resignación cristiana y no como inspiración de un Cristo auténticamente liberador.

La Iglesia es relativa al mundo para bien y para mal. La Iglesia promueve en el mundo la libertad de Cristo si reconoce que la mundanidad le es inherente. Ella sólo es factor de libertad en tanto arraiga en un contexto histórico y cultural determinado. Encarnada en el mundo, la Iglesia conoce la libertad de Cristo como un proceso de liberación de lo que el mundo tiene en ella de pecado. Cristo libera en la Iglesia el pecado del mundo, pero no la libera del mundo simplemente. La mundanidad en su autoconstitución correspondiente, ha de ser asumida y rectificada por la Iglesia en el camino de la libertad, pero jamás suprimida. La historia próxima del occidente cristiano permite suponer que la Iglesia no hará de este mundo un mundo más libre si no hace suyos los requerimientos y posibilidades de la modernidad. Pero tampoco si ella no representa el modo de estar en la historia de los excluidos de todos los tiempos, los pobres y las víctimas del abuso de la libertad en general.

La Iglesia cumple lo anterior siendo “relativa” al Reino de Dios. La Iglesia actualiza el Reino y, sin embargo, no lo agota en el tiempo histórico ni en la creatividad cultural que él exige de toda la humanidad. El Reino hace que la santidad de la Iglesia consista en su conversión a la libertad creadora de Cristo. La verificación del Reino en la Iglesia la levanta en el mundo como constructora de la “civilización del amor” que surge, a su vez, como negación precisa de toda forma de opresión. Sólo en la medida que la Iglesia conserva una distancia dialéctica y escatológica con el Reino, distancia debida en parte a su mundanidad original y en parte al amor de un Cristo que libera incluso más allá de sus fronteras, la Iglesia evita la tentación de la autoconstitución triunfalista, sectaria y pelagiana. Sólo así la Iglesia es católica y sacramento de libertad.


* Este artículo fue publicado en “La libertad de Cristo”, Teología y vida, Vol. XL (1999) 110-134

[1] Sergio Zañartu Historia del dogma de la Encarnación desde el siglo V al VII, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago 1994, 82.

[2] O.c.,  82-83.

[3] Esta distinción equivale a comprender a Cristo en las categorías tomistas de esencia y existencia, por cuanto la encarnación del Hijo habría significado asumir nuestra esencia humana en su integridad, otorgándole en su caso una existencia que no tendría de suyo.

[4] Ep 19, PG 91,593A.

[5] J. Dupuis, Introducción a la cristología, Verbo Divino, Pamplona 1994.

[6] O.c.,  182.

[7] O.c.,  183.

[8] O.c.,  186.

[9] O.c.,  205.

[10] O.c.,  214.

[11] O.c.,  215.

[12] O.c.,  228.

[13] C. Duquoc, Jesús, hombre libre, Sígueme, Salamanca 1976.

[14] O.c.,  30.

[15] O.c.,  33.

[16] O.c.,  33.

[17] O.c.,  67.

[18] O.c.,  80.

[19] O.c.,  89.

[20] O.c.,  91.

[21] O.c.,  98.

[22] O.c.,  102.

[23] O.c.,  102.

[24] O.c.,  118.

[25] H. U. von Balthasar “La misión como criterio del conocimiento y de la libertad de Jesús”, Teodramática 3., Ediciones Encuentro, Madrid 1993,  180-189.

[26] O.c.,  183.

[27] O.c.,  184.

[28] O.c.,  186.

[29] O.c.,  186.

[30] O.c.,  186.

[31] O.c.,  187.

[32] O.c.,  187.

[33] O.c.,  188.

[34] O.c.,  188.

[35] Paul Ricoeur Política, sociedad e historicidad, Editorial Docencia, Buenos Aires 1986,  193-214.

[36] O.c.,  196.

[37] O.c.,  196-197.

[38] O.c.,  197.

[39] O.c.,  198.

[40] O.c.,  198.

[41] O.c.,  198.

[42] O.c.,  199.

[43] O.c.,  199.

[44] O.c.,  200.

[45] O.c.,  200.

[46] Paul Ricoeur, “Existence et herméneutique”, en Le conflit des interprétations, Éditions du Seuil, Paris 1969, 10;  “Une interprétation philosophique de Freud”, o.c,  169.

[47] Juan Noemi y Fernando Castillo Teología Latinoamericana, Centro Ecuménico Diego de Medellín, Santiago de Chile 1998.

[48] O.c.,  46.

[49] O.c.,  52.

[50] O.c.,  113.

[51] O.c.,  113.

[52] O.c.,  116.

[53] Juan Noemi y Fernando Castillo Teología Latinoamericana, o.c.,  106.

[54] Cf. en el mismo número de Teología y Vida,  11.

[55] O.c.,  6.

[56] O.c.,  8.

[57] Jon Sobrino, Jesucristo Libertador, Trotta, Madrid 1991,  57.

[58] Jon Sobrino “Cristología sistemática. Jesucristo, el   mediador absoluto del Reino de Dios”, en I. Ellacuría y J. Sobrino Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid 1990, 575-599.

Los "signos de los tiempos" en la Teología de la liberación

Los «signos de los tiempos» en la Teología de la liberación*

La Teología de la liberación recibe el Concilio Vaticano II de un modo creativo precisamente porque, a semejanza de Gaudium et Spes que pone a la Iglesia a la escucha de la voz de Dios en la historia, ella nace de una Iglesia que reconoce en los pobres del continente un llamado divino a su liberación. «Los signos de los tiempos» representan para la Iglesia continental, y para la Teología de la liberación particularmente, un modo de ubicarse en su propio mundo latinoamericano en busca de la presencia y de la voluntad de Dios. En este artículo se destaca la importancia de los «signos de los tiempos» para el método de la Teología de la liberación; se explicitan los principales supuestos teológicos de esta teología; y se remata con el que sería el «signo de los tiempos» en América Latina, la irrupción de los pobres.

La teología de los «signos de los tiempos» representa una verdadera novedad de la teología del siglo XX. A ella la Teología de la liberación le debe la inspiración y el método (1).

Juntamente con Medellín, la Teología de la liberación recibe el Concilio Vaticano II de un modo creativo precisamente porque, a semejanza de Gaudium et Spes que pone a la Iglesia a la escucha de la voz de Dios en la historia, ella nace de una Iglesia que reconoce en los pobres del continente un llamado divino a su liberación (2). «Los signos de los tiempos» representan para la Iglesia continental, y para la Teología de la liberación particularmente, un modo de ubicarse en su propio mundo latinoamericano en busca de la presencia y de la voluntad de Dios (3). Por lo mismo la categoría hace las veces de supuesto fundamental de un movimiento eclesial polisemántico por naturaleza y de paradigma metodológico clave de la primera teología que pretende ser realmente latinoamericana (4).
En este artículo se destaca la importancia de los «signos de los tiempos» para el método de la Teología de la liberación; se explicitan los principales supuestos teológicos de esta teología; y se remata con el que sería el «signo de los tiempos» en América Latina, la irrupción de los pobres.

1. CAMBIO DE PARADIGMA TEOLÓGICO

La recepción latinoamericana del concepto de «signos de los tiempos» representa para la Teología de la liberación el punto de quiebre respecto de la teología europea tradicional (5). Jon Sobrino habla de «ruptura epistemológica» (6). Ella ha sido propiciada por el cambio de paradigma teológico inaugurado en el Vaticano II (7). En realidad, más que una ruptura se trata del comienzo de una teología que no es latinoamericana por el lugar geográfico de su producción, sino porque su objeto es la historia actual de América Latina (8). Los teólogos de la liberación son tajantes al decir que la suya es «una nueva manera de hacer teología» (9). Ella se beneficia del aporte de la Hermenéutica (10). En términos simples, la diferencia estriba en que el «texto» que la teología pretende leer, reflexionar y comprender no es en primer lugar el texto de la Sagrada Escritura (conservada y trasmitida por la Iglesia en sus diversos textos magisteriales, litúrgicos, etc.), sino la historia misma en la cual Dios aún se revela en Cristo a través del Espíritu (11). A saber, la historia en la que la praxis liberadora de los pobres, de la cual ellos son objeto y sujetos de liberación, revela la acción espiritual inmanente de Dios. De aquí que Gustavo Gutiérrez, al definir su teología, distingue un «acto primero», consistente en la práctica cristiana liberadora (12); y un «acto segundo», la teología estricta, como «reflexión crítica de la praxis histórica a la luz de la Palabra» (13).

Esto no significa que la Teología de la liberación menosprecie la enseñanza tradicional de la Iglesia, y menos aún del Evangelio. Algo así sería para los teólogos de la liberación una verdadera locura. La diferencia está en que, para estos, el Evangelio no puede sino ser una noticia liberadora de Dios para los hombres y mujeres de hoy, especialmente para los más pobres, lo cual no consiste primariamente en una enseñanza teológica que creer sino en una acción real y actual de Dios en la misma historia (14). Pero como Dios «no mete mano» en el mundo, sino que actúa en la historia «espiritualmente» a través de las libertades, no es obvio que toda acción humana sea también de Dios (15). Ella exige un discernimiento que se realiza teniendo a Cristo como criterio y al Espíritu Santo como voz nueva, siempre creativa y liberadora, de la voluntad de Dios. Es más, la Teología de la liberación apuesta a que el depósito de la fe, gracias a circularidad hermenéutica entre el credo y el creyente, es aún mejor comprendido que aquella comprensión de los textos fundamentales del cristianismo ofrecida por teólogos que, a lo más, son influidos por su contexto sin que este, en cuanto tal, sea objeto de indagación teológica (16).

Una diferencia metodológica principal de la Teología de la liberación, derivada precisamente por la solicitud por responder «a los signos de los tiempos», consiste en exigir fe al teólogo como condición indispensable de su quehacer científico. Jon Sobrino lo tiene muy claro: «En la teología de la liberación está actuante la fe en cuanto acepta y asume los contenidos de la fides quae (a pesar de lo que se suele decir en contra), pero está actuante la fides qua de forma precisa. En ese acto de creer, cree que Dios sigue presente en la historia, cree en el actual señorío de Cristo, cree en el Espíritu presente como principio de realidad, de verdad y de novedad. Pero esta creencia no es solo considerada como un contenido de esta teología, sino que es ante todo una realidad aceptada y experimentada in actu por el teólogo como tal. Hacer teología es entonces inteligir esa presencia de Dios en la historia en cuanto presencia actual» (17). En otras teologías la fe del teólogo es un desideratum, pero puede ser también un estorbo. Este es el precio, parece, que la teología debe pagar para ser reconocida entre las ciencias modernas. La neutralidad de la reflexión científica subyace a la teología moderna como un requisito de sobriedad, como una moderación a la emotividad creyente, pero acaba por desplazar a la fe del teólogo a un lugar secundario. Para la Teología de la liberación, en cambio, de la fe del teólogo que cree junto con otros, en comunidades y en la tradición de la Iglesia, constituye un principio epistemológico decisivo de la circularidad hermenéutica que ha de establecerse entre Dios que se reveló en Jesús en el pasado y que continúa revelándose espiritualmente en Cristo en el presente. Para la Teología de la liberación creer que Dios opta por los pobres hoy, y que esta opción se verifica en las acciones históricas de liberación de los pobres, es un hecho del que el teólogo no puede sustraerse sin quedar epistemológicamente imposibilitado de interpretar el «signo» de que se trata. Aquí la imparcialidad no sirve. Tampoco es creíble. Las otras teologías pueden aportar muchos conocimientos a la Teología de la liberación, y lo hacen. Pero si en definitiva ellas mismas no se confrontan con el Dios que en el pasado histórico se reveló en el Éxodo y en el Gólgota, orillan el quehacer propiamente teológico con riesgo de servir ideológicamente a intereses contrarios a los que moviliza a la Teología de la liberación. Esta exige al teólogo un compromiso personal, una «parcialidad», una praxis preteológica en favor de los pobres, como expresión de fe en un Dios que ama a los que los demás desprecian (18).

Los teólogos latinoamericanos toman distancia de la teología moderna europea, criticando su falta de arraigo histórico. Al presentar su propia teología, Gutiérrez roza las teologías primermundistas: «Hacer teología sin la mediación de la contemplación y de la práctica sería estar fuera de las exigencias del Dios de la Biblia» (19). Sin un compromiso creyente con los preferidos de Dios, no hay Teología de la liberación. Y así, al poner las cartas sobre la mesa, la Teología de la liberación exige a las otras teologías que expliciten al servicio de qué mundo, de qué Iglesia y de qué Dios están. Pues si la historia está en disputa, no es de extrañar que la idea de Dios y la teología en particular respondan a intereses divergentes (20).

En este sentido la Teología de la liberación aporta un elemento importante para aclarar el concepto de «signo de los tiempos». Este es, que no es posible reflexionar acerca de ellos si no se «cree» en ellos, si al descubrir a Dios en ellos no se toma partido por la acción liberadora que en ellos Dios ejecuta. De lo contrario no tendría sentido alguno reflexionar sobre estos signos. Ellos reclaman una praxis, una acción espiritual, como prueba de reconocimiento de tal signo y de conversión al reino que anticipan. Pero también suponen un compromiso práctico y liberador como condición sin la cual tales signos no son percibidos.

Este aspecto distintivo de la comprensión del concepto de «signos de los tiempos» en América Latina, sin embargo, no ha podido eximir a la Teología de la liberación de fundamentar teológicamente el reto que ella misma asume. Este reto, veremos, ha llevado a la misma Teología de la liberación a un punto de crisis.

De momento nos detenemos en algunos supuestos teológicos básicos de la recepción latinoamericana de la categoría de los «signos de los tiempos».

2. UNIDAD ESCATOLÓGICA DE LA HISTORIA

La Teología de la Liberación tiene un concepto judeo-cristiano de la historia. La historia es una, tiene como único fin el reino de Dios y, en camino a este fin, ella avanza a través de una lucha dialéctica entre el Dios de la vida y los ídolos de la muerte (21). A las víctimas de la idolatría la Teología de la liberación les anuncia que su historia, contra todas las apariencias, tiene un sentido pues el reino del Dios de la vida es para ellas, aunque este reino no tendrá lugar más que a través del conflicto que genera la injusticia. Para la Teología de la liberación la unidad de la historia, su sentido, el reino que recapitula la voluntad de Dios para su creación, constituye una promesa escatológica a los que habitan en el reverso de la historia, luchando por su integración o simplemente padeciendo la exclusión.

La historia y el Reino de Dios anunciado por Jesús preferencialmente a los pobres, son dos aspectos de una sola realidad cuyo creador y realizador es un único y mismo Dios. De aquí que a la Teología de la liberación le sea más fácil afirmar que los «signos de los tiempos» son esencialmente signos mesiánicos que anticipan la consumación escatológica. Ellos indican en la dirección del reino y, sin embargo, no pueden agotar su realidad mientras la historia no alcance su fin. Aún así, la praxis mesiánica actual disipa la ambigüedad histórica. La ubicación en el «mundo de los pobres», viviendo anticipadamente las bienaventuranzas a ellos proclamadas, hace posible discernir mejor el sentido de la historia.

La Teología de la liberación se ha beneficiado de los avances teológicos del siglo XX. Ha heredado una comprensión escatológica de la historia y, además, la superación de la visión dualista que hasta hace poco oponía la historia mundana y la historia de la salvación. En la obra emblemática de Gustavo Gutiérrez Teología de la liberación, el autor sostiene que no hay dos, sino una sola historia (22). Esta historia nuestra puede y puede no ser también historia de Dios, anticipar o no anticipar su Reino. Pero el Reino no es algo distinto del mundo en que vivimos, sino este mismo mundo en la medida que se ajusta a la voluntad del Mesías que reina sobre la entera historia humana. Al afirmarse que la historia es una y que en ella y no otra parte Dios efectivamente está presente, actúa y llama, no se incurre en ningún tipo de monismo que induzca a pensar que la realidad es una con Dios sin distinción alguna. Ninguna fatalidad podría ser más perjudicial para los pobres que la que les lleve a pensar que el mal que padecen es tan «divino» como insuperable. La unidad de la historia en Dios según la Teología de la liberación exige que se respete la diferencia entre el Creador y la creación, y que se reconozca que el pecado personal y estructural divide a los hombres entre opresores y oprimidos. Pero la acción inmanente de Dios en el mundo excluye, a la vez, que se separe una historia sagrada de una historia profana como si esta pudiera de algún modo pararse sobre sus propios pies, prescindiendo de Él. Esta especie de «nestorianismo» escato-lógico paradójicamente amiga al progresismo moderno y a las promesas de salvación eterna, meramente futura, a los pobres. La liberación, el progreso como liberación de la miseria, se conservará eternamente en el reino prometido a los pobres (23). Pero el reino, a diferencia de la idea moderna del progreso, no banaliza la muerte actual de los pobres. Para el reino no hay «costo social» que valga.

La historia tiene un término. La injusticia terminará. Estamos en los tiempos finales entre el acontecimiento de Cristo y el día en que Cristo entregará el Reino al Padre. Si la teología contemporánea celebra «el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas» (24), la Teología de la liberación recuerda, además, que las víctimas inocentes historizan al crucificado y la liberación de los pobres verifica la acción de Dios en Cristo en la medida que se los «baja de la cruz» (25). En uno y otro caso, los pobres hacen sacramental-mente presente a Cristo en una historia que se resolverá de su parte. En este sentido la Teología de la liberación es teología de una esperanza que toma en serio la muerte actual de los pobres. Habrá un juicio final de la historia en el que se revelará su inocencia. Pero esta esperanza no es alienante, sino que estimula a que los pobres sean sujetos de cambios sociales estructurales, y no simples personajes secundarios de sus propias vidas. En esto la Teología de la liberación es moderna. Pero rechaza que el progreso moderno condene a los pobres a una felicidad futura a costa de su sacrificio actual (26). Es hoy que los pobres son oprimidos por los ídolos, de los cuales la absolutización de la riqueza / propiedad privada estructural es el ídolo por excelencia (27). Hoy, sobre todo, que los pobres son liberados por el Padre de Jesucristo, tras la lucha en contra de los «dioses de la muerte» (28).

La Teología de la liberación subraya el carácter dialéctico de la culminación de la historia. Esta única historia no se teje simplemente con la acción de Dios y la acción del hombre en la medida que esta verifica la anterior, y como así se operara sobre tabula rasa. La acción de Dios en Cristo fue resistida. Jesús fue asesinado por anunciar a los pobres el reino de Dios. La historia está en disputa. Jon Sobrino habla de una «estructura teologal-idolátrica de la realidad», de acuerdo a la cual «(e)n la historia existe el verdadero Dios (de vida), su mediación (el reino) y su mediador (Jesús), y existen los ídolos (de muerte), su mediación (el antirreino) y sus mediadores (los opresores). Las realidades de ambos tipos no son solo distintas, sino aparecen formalmente en una disyuntiva duélica. Son, por tanto, excluyentes, no complementarias, y una hace contra la otra» (29).

La Teología de la liberación aporta a la comprensión general de los «signos de los tiempos» la dialéctica de la historia y la perspectiva de las víctimas. El reino prospera en contra del antirreino. No hay neutralidad posible. Sin embargo, la reducción de las diferencias humanas a una que contrapone a oprimidos y opresores, puede constituir una captación de los «signos de los tiempos» tan tajante que impida recuperar precisamente la unidad de la historia (30).

3. REVELACIÓN, DISCERNIMIENTO Y PRAXIS DE LIBERACIÓN

La Teología de la liberación entiende que la revelación de Dios culmina en Jesús de Nazaret y su proyecto histórico del Reino. Esta manifestación de Dios en Cristo, en línea con la revelación de Dios en la historia de Israel, es perceptible como liberación para los pobres y perdón para los pecadores. Revelación y salvación para la teología contemporánea, y también para la Teología de la liberación, son la cara y el sello de una misma moneda. De aquí que los signos de «nuestro tiempo» haya que buscarlos allí donde la presencia y la voluntad de Dios se insinúan en acciones voluntarias capaces de transformar la realidad y también en la «pasión» de las víctimas (31). La liberación y, subcontrario, la opresión de los pobres es «signo de los tiempos». A veces los pobres luchan por su liberación. A veces pueblos enteros padecen una historia que se les impone.

Pero como la fe, la revelación y los «signos de los tiempos» van de la mano (32), los acontecimientos históricos en los que Dios interviene a través de las libertades no son evidentes para todos ni tampoco transforman necesariamente la realidad en la línea del reino. No es posible saber a ciencia cierta en qué grado las acciones humanas vehiculan la gracia o la rechazan, son auténticamente libres o responden a determinaciones psicológicas o sociológicas. De aquí que sea necesario un discernimiento de los «signos de los tiempos» (GS 4 y 11).

Este discernimiento exige inseparablemente, por una parte, reconocer las acciones propiamente espirituales a través de la cuales Dios se revela como un Dios liberador y, por otra, conocer las circunstancias socio-históricas de acuerdo al auxilio de las ciencias que, por lo demás, servirán para modificar la realidad a favor de los pobres.

No son «signos de los tiempos» los terremotos ni otros hechos de la naturaleza. Pudieran serlo, pero solo en la medida que dan lugar a acciones humanas. Hay «signos de los tiempos» donde hay acciones históricas, es decir, libres, voluntarias, intencionadas. Y de estas, tampoco cualesquiera. Solo aquellas que pueden ser identificadas como acciones «espirituales», acciones que son a la vez propias del Espíritu y de aquellos que actúan según el Espíritu. El Espíritu hace inmanente a Dios en la historia a través de acciones humanas que adquieren un valor trascendente que de suyo no tienen. En su trascendencia característica, el Espíritu no disputa al hombre la historia sino que, desde lo más interior de ella, la transforma (33).

La Teología de la liberación subraya que el discernimiento es necesario no solo porque unas acciones son espirituales y otras no. Las acciones que no son regidas por el Espíritu son regidas por un pecado social y cultural. Pedro Trigo, para estas últimas décadas, nos hablaría de acciones inducidas por el mercado totalitario, la figura histórica dominante de la época (34). La Teología de la liberación no desarrolla una demonología que pudiera empalmar con la visión apocalíptica propia de Jesús y sus contemporáneos para quienes los milagros fueron obra del Espíritu o de Beelzebul (cf. Me 3, 22-30), pero se acerca. En su caso, como hemos visto, la acción de Dios compite en contra de aquellas acciones humanas idolátricas causantes del sufrimiento y de la muerte de los pobres.

Es así que el mismo Espíritu que opera acciones humanas libres que por su significación mayor llegan a constituir «signos de los tiempos», permite, como arriba está dicho, reconocer estos signos como obra de Dios. Por lo cual solo al final de la historia podremos saber en qué medida este discernimiento fue acertado, acaso contribuyó o no al reino. Según Pedro Trigo, «el resultado de las acciones más puras no es nunca el reino de Dios sino algo mejor que lo que había, aunque contaminado siempre con las imperfecciones de todo lo creado» (35). Mientras tanto los intérpretes de la voluntad divina pecarán casi inevitablemente de subjetivismo. Y si se trata de grados, habrá más obediencia al Espíritu, y menos subjetivismo, allí donde el discernimiento tenga como criterio fundamental de juicio el reino de Dios que Jesús inauguró por la fuerza del mismo Espíritu, también él bajo el régimen de la fe y del discernimiento. Los «signos de los tiempos» son signos mesiánicos. Mientras la historia no termine cargan con la ambigüedad de ser divinos o, en términos de la Teología de la liberación, de cumplir una función idolátrica o ideológica.

La apuesta de la Teología de la liberación es, sin embargo, aún más fuerte. Ella reclama una liberación de las estructuras de opresión convencida de la utilidad de las ciencias sociales tanto para conocer la realidad como para modificarla. Se trata de una teología católica en sentido estricto. Se inspira en la necesidad de mediar entre la fe y la razón. Esta mediación teórica, sin embargo, apunta derechamente a la mediación práctica de fe y justicia que es la que en definitiva importa. Anteponiendo la ortopraxis a la ortodoxia, la Teología de la liberación inclina la balanza del lado de acciones a la vez racionales y espirituales contrarias a aquellas que generan injusticia. La praxis inicial de solidaridad con los pobres constituye el lugar epistemológico correcto para descubrir la acción del Espíritu en los «signos de los tiempos». Esta praxis «espiritual», sin embargo, podrá cambiar efectivamente la realidad en la medida que se ajuste al criterio objetivo del reino del que nos habla la Escritura, pero también si pasa por la criba de las ciencias sociales que impedirán que el compromiso liberador se empantane en el fideísmo. El primado de la praxis en cuanto principio de conocimiento teológico reclama relevancia a la reflexión teológica.

Esta tarea ha quedado pendiente. Por los años sesenta y setenta los teólogos latinoamericanos hallaron en teorías sociológicas como la de la «dependencia» un instrumento de análisis social y no faltó el teólogo que propuso el socialismo marxista como la fuerza política que debía cambiar las estructuras sociopolíticas. Después que la historia viró en la dirección del capitalismo en su versión neoliberal -que en América Latina operó como una acción estatal capaz de asegurar el predominio del libre mercado-, la Teología de la liberación ha tenido dificultades en encontrar las mediaciones racionales para que su fe en el Dios de los pobres se traduzca en su efectiva liberación. Desde entonces la Teología de la liberación ha seguido cursos distintos, alejándose a veces de su intención primera. La Teología de la liberación ha recuperado su honda motivación espiritual. Para Gustavo Gutiérrez, veinte años después de la obra mencionada, define aquella praxis histórica como la «espiritualidad» (36). No obstante la necesidad de este giro, ¿no se ha escamoteado así el imperativo de la liberación sociohistórica? En otra incursión, esta preocupante, la Teología de la liberación se ha parapetado en la denuncia profética, cegándose por principio a ver en las últimas transformaciones históricas avance alguno del Reino. De este modo se olvida que la salvación no es pura crítica, sino fundamentalmente creación. Y, por último, la Teología de la liberación ha ocupado bastante energía en la búsqueda de transformaciones eclesiales a favor de una «Iglesia de los pobres», para lo cual le ha sido a veces necesario denunciar el olvido del Vaticano II.

En otras palabras, sigue en pie la integración católica de fe y razón por la que la Teología de la liberación ha puesto las manos al fuego. A la fe en el Dios que opta por los pobres no le basta conocer la realidad de la miseria con instrumentos artesanales. Por cierto hoy no se tiene el optimismo típicamente moderno que tuvo la Teología de la liberación para creer que la historia, hecha por la libertad, podía ser cambiada a voluntad. Hemos caído en la cuenta de que el mundo se nos impone más de lo pensado (37). Pero mientras se siga esperando que Dios libere a los pobres, la búsqueda de tales mediaciones, es indispensable (38). Mientras la mediación científica no se haga, igual es posible una acción «artesanal». Pero la tarea queda pendiente, pues ha sido la misma Teología de la liberación la que la exige (39).

En suma, a pesar de las deficiencias señaladas, la teología contemporánea y la Iglesia se han beneficiado del redescubrimiento que el Teología de la liberación ha hecho de la fuerza liberadora del cristianismo y de la índole práctica de la teología cristiana.

4. «EL SIGNO DE LOS TIEMPOS»: LA IRRUPCIÓN DEL POBRE

Para los teólogos de la liberación la irrupción de los pobres en la sociedad y en la Iglesia, el «hecho mayor» de la época y de la realidad latinoamericana, constituye «el signo de los tiempos» (41). Ellos fueron y son los destinatarios primeros del reino hecho presente mediante las palabras y las acciones de Jesús de Nazaret. Su liberación exige a la razón creyente elucidar transformaciones económicas, sociales y políticas. Ellacuría y Sobrino saben que otros signos son también posibles, pero aseguran que los pobres tienen tal importancia sacramental que donde se los halle se encontrará al Cristo que quiso ser reconocido en ellos y que lo que se haga por su liberación se lo hace por el reino (42). La historia también puede ser conocida desde su «reverso». Hay una «fuerza histórica de los pobres» que hunde sus raíces en la fe en el Dios crucificado. Más aún, para la teología de la liberación los «signos de los tiempos» se captan mejor «desde los pobres de este mundo que desde cualquier otra realidad», pues Dios en ninguna otra realidad revela mejor su voluntad liberadora (43). Reconocemos con Carlos Schickendantz que al menos en la emergencia de nuevos sujetos sociales largamente olvidados, «es posible discernir uno de los signos de los tiempos más importantes para el cristianismo de nuestros días» (44).

La Teología de la liberación asegura que a ella se le ha dado advertir en la irrupción de los pobres la acción liberadora de Dios como un asunto de fe. Esto no la exime de dar razón de su fe. Sobrino explica qué hace razonable creer que Dios efectivamente tenga que ver con este acontecimiento (45). Pero la captación misma de este como revelación liberadora consiste en aquella experiencia creyente que funda la epistemología de la Teología de la liberación de la que hemos ya hablado. Aún más, la llamada a encontrar a Cristo en los pobres de Medellín, Puebla y Santo Domingo, y de la Teología de la liberación, representa la dimensión más profunda del cambio de paradigma arriba señalado (46). Pues ella tiene fuerza como para revolucionar completamente la teología y la Iglesia. ¿Qué será de la comprensión del Evangelio, de su traducción en enseñazas teológicas, espirituales, morales y litúrgicas cuando el lugar hermenéutico de interpretación sea el del «mundo de los pobres»? ¿Cómo habrá de ser una «Iglesia de los pobres» el día en que en ella los últimos sean efectivamente los primeros?

Este planteamiento -como lo fue el de Jesús que privilegió a las personas sobre doctrinas e instituciones-, trae aparejados sus propios problemas. Pensar la unidad de la historia no a partir de un concepto universal sino de la realidad concreta e irrepetible de los pobres, alteraría radicalmente la toma de decisiones que organizan la vida social y eclesial. No sin razón el incendio de la Teología de la liberación en la sociedad y en la Iglesia, ha sido apagado prontamente por los sectores ricos, poderosos y conservadores. La Teología de la liberación ha puesto en jaque el modo vertical de conseguir la unidad entre los hombres y ha sufrido la misma reacción uniformadora que ha sometido a los pobres por siglos. Ocurre que, incluso sin ánimo de perjudicar a los pobres, otros sectores han visto en sus planteamientos el principio de una revolución de enorme magnitud.

Esta dificultad, sin embargo, es propia de la teología de los «signos de los tiempos» en general. Si Dios trascendente es inmanente a la historia y en ella actúa y se revela con la originalidad creadora que solo El tiene, la inversión metodológica de esta teología es alérgica a la comprensión metafísica de la realidad y afín a las aproximaciones fenomenológicas. Para la jerarquía de la Iglesia resulta doblemente desafiante e incluso amenazante, que Dios se identifique con los pobres y, más aún, si estos pobres pertenecen a otras tradiciones culturales y religiosas.

Subrepticiamente, sin embargo, cabe la posibilidad de que «el signo de los tiempos», los pobres, se convierta en una especie de principio metafísico que termine por monopolizar la revelación siempre nueva de Dios en la historia. Más de una vez la lectura de las obras de los teólogos de la liberación deja la impresión de haber convertido al pobre en un concepto abstracto que impide a la historia esa apertura que la tipifica como cristiana. Por ello, si es necesario poner las cosas en orden, hay que decir que, en sentido estricto, Jesús, el «signo de los tiempos» por antonomasia, no ha sido signo más que de «su» tiempo. Tampoco de la Iglesia se puede decir que ella constituya un signo del reino hasta el final de los tiempos. Lo es, en la medida que responde a las mociones del Espíritu. Y, por tanto, tampoco es necesario levantar a los pobres como un meta-signo de la actuación divina en la historia para garantizar que Dios opta por ellos. La Teología de la liberación no necesita traicionar su método, cerrar la historia a la novedad del Espíritu, para asegurar que los destinatarios del Evangelio hoy y siempre serán los pobres.

Al respetar su método, en cambio, la Teología de la liberación devuelve a la teología la modestia que nunca ha debido perder (47). Es una feliz coincidencia que esta teología, como los pobres que se abren paso en la vida con esfuerzo y humildad, renuncie a cerrar el sentido de la historia y, más bien, apueste, como cosa de fe, a que Dios probará que ama a los pobres. Así lo hizo con Job (48). Si a los pobres nadie puede decirles esto o aquello es lo que Dios quiere para ustedes; si tantas veces ni ellos mismos saben cómo rezar a un Dios que parece ignorarlos; si no tienen más que su fe para soportar la miseria, la teología, antes que darles respuestas, debe ayudarles a hacer sus preguntas. Pues es su fe la que les hace preguntar por qué. No por qué la Escritura dice tal o cual cosa, sino por qué si la Escritura dice que Dios es amor ellos son víctimas de un mal irreductible a cualquier explicación teológica. Para Gustavo Gutiérrez la teología responde a las siguientes preguntas: «¿(d)e qué manera hablar de un Dios que se revela como amor en una realidad marcada por la pobreza y la opresión? ¿Cómo anunciar el Dios de la vida a personas que sufren una muerte prematura e injusta? ¿Cómo reconocer el don gratuito de su amor y de su justicia desde el sufrimiento del inocente? ¿Con qué lenguaje decir a los que no son considerados personas que son hijas e hijos de Dios?» (49)

La Teología de la liberación toma en serio la presencia en la historia del mysterium inquitatis. El sentido de la historia es estrictamente cuestión de fe. El pobre latinoamericano es víctima de un mal que no se puede atribuir sin más a los ricos ni al «costo social» de las modernizaciones en tabla. A los pobres concretos, a su participación en el misterio pascual, ciertamente no a la metafísica, la teología debe la recuperación de la historia como una magnitud abierta al Espíritu hasta que Dios sea todo en todos (1, Cor 15, 28). La Teología de la liberación no tiene la solución de la injusticia del mundo, pero pareciera que es una teología que realmente la espera y la quiere.

NOTAS

* “Los ‘signos de los tiempos’ en la Teología de la liberación” Teología y vida, Vol. XLVIII (2007), 399-412.

(1)       La teología de los «signos de los tiempos» ha sido discutida por la vaguedad de su concepto. También en la Teología de la liberación hay conciencia de la dificultad para hablar teológicamente de «signos de los tiempos». Clodovis Boff llega incluso a proponer, como alternativa, hablar de una «Teología 2» (T2), «para indicar a teología que se ocupa de todos os problemas referentes á secularidade, sobre todo dos problemas sociais» (Clodovis Boff, Sinais dos tempos, Edições Loyola, São Paulo, 1979, p. 161).

(2)       Cf. CELAM: el «Mensaje a los pueblos de América Latina» (Medellín / 1968).

(3)       El texto conciliar habla de «signos» que indican la «presencia» y los «planes de Dios» en la historia. Qué puede significar esa «presencia», es objeto de discusión. La Teología de la liberación, en cuanto teología de la praxis y especialmente en el caso de teólogos jesuítas formados en la fragua de los Ejercicios de San Ignacio, subrayará que los signos de los tiempos se relacionan con la «voluntad» de Dios (cf. Miguel A. Fiorito y Daniel Gil «Signos de los tiempos, signos de Dios. Apuntes para una teología, una espiritualidad y una pastoral de los signos de los tiempos», Stromata 32 (1976), 3-95).

(4)       Jon Sobrino pretende «mostrar el hecho de que la Teología de la liberación toma absolutamente en serio los signos de los tiempos y las implicaciones que eso tiene para el quehacer teológico y para la comprensión de lo que es ese quehacer» (Jon Sobrino «Los ‘signos de los tiempos’ en la teología de la liberación», Estudios Eclesiásticos 64 (1989) 249; Juan Noemi destaca la importancia del hecho de que por primera vez en América Latina surge una teología propiamente latinoamericana y, además, porque tiene como objeto propio la historia actual del continente. No obstante la precariedad de sus ensayos, su propósito de convertirse en teología de la historia apunta en la dirección correcta (Juan Noemi, reseña al libro de Samuel Yáñez y Diego García (eds.) El porvenir de los católicos latinoamericanos, Universidad Alberto Hurtado, Santiago, 2006, redactada como «reflexión elemental», publicada en Teología y Vida,Vol. XLVI (2007, 105-110).

(5)       La teología europea de vanguardia, en tensión con la teología neoescolástica, ha profundizado en la concepción histórica de la teología. Recientemente Peter Hünermann afirma: «Si la teología es, pues, intellectus fidei, de allí se desprende, ante todo, que la teología cristiana es fundamentalmente interpretatio temporis. Esta interpretatio temporis encierra consigo todo aquello que se da en el tiempo, pero no se mueve simplemente en el nivel de los anales, de la ciencia histórica» (J.O. Beozzo, P. Hünermann, C. Schickendantz, Nueva pobrezas e identidades emergentes, Editorial Universidad Católica, Córdoba, 2006, 56).

(6)       Jon Sobrino, Jesucristo liberador, Trotta, Madrid, 1991, p. 52.

(7)       Cf., Carlos Cásale «Teología de los signos de los tiempos. Antecedentes y prospectivas del Concilio Vaticano II», Teología y Vida, Vol. XLVI (2005), 527-569.

(8)       Como otros autores, Sobrino recoge las referencias conciliares que GS hace a los «signos de los tiempos», de acuerdo a las cuales estos pueden ser comprendidos de un modo histórico-pastoral (GS 4), como contexto que la Iglesia debe considerar en su labor evangelizadora, y también de un modo histórico-teologal (GS 11), como acciones, hechos, acontecimientos históricos que hacen sacramentalmente presente a Dios y a su voluntad («Los ‘signos de los tiempos’ en la teología de la liberación», o.c, pp. 250-251). La nota característica de la teología de la liberación es entender los «signos de los tiempos» en este último sentido. Se ha dicho de ella que es la «primera teología no europea» (cf. J.O. Beozzo, et al., o.c, p. 104).

(9)       Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 72.

(10)     Cf. Eduardo Silva «Auscultar los signos del tiempo presente y de la situación latinoamericana. Esbozo de algunos fenómenos a considerar para una interpretación teológica del presente», Teología y Vida, Vol. XLVI (2005), 582-614.

(11)     Clodovis Boff, o.c, p. 162; Jon Sobrino, o.c, p. 265-266.

(12)     Clodovis Boff, o.c. p. 157.

(13)     G. Gutiérrez, o.c, p. 70.

(14)     No se puede pasar aquí por alto la reciente Notificación de la Congregación para la Doctrina de la Fe a la cristología de Jon Sobrino. La primera de las objeciones se refiere al método de esta cristología. Se objeta que el autor suplante en cierto sentido la fe de la Iglesia por «la Iglesia de los pobres» en cuanto lugar teológico. De momento baste decir -porque no es este el lugar para extenderse en ello- que Sobrino no prescinde de la fe de la Iglesia (fides quae),sino que subraya la importancia de la fe actual de los cristianos (fides qua) tenida en un contexto determinado en orden a sacar las consecuencias liberadoras del credo de la Iglesia. Este fin es compartido por la Congregación en la nota aclaratoria a la Notificación.

(15)     Pedro Trigo sostiene que «(l)a pregunta por el discernimiento de la acción del Espíritu Santo en la historia solo tiene sentido si el Espíritu actúa en la historia y su acción no es ni tan palmaria que no haya nada que discernir, ni tan impenetrable que no deja ningún indicio para rastrearla». Dios no es mundano, pero, amándonos, actúa en el mundo a través de acciones humanas. El «no mete la mano en el mundo», sino que actúa en el mundo en virtud de una relación «absolutamente trascendente y libre…» (Pedro Trigo «El discernimiento de la acción del espíritu en la historia», ITER No 33 (2004)40-41.

(16)     Cf. Jon Sobrino «Los ‘signos de los tiempos’ en la teología de la liberación», o.c, 263-265.

(17)     Ibidem, p. 251-252. Para Juan Carlos Scannone el requisito de la fe en la captación de los «signos de los tiempos», en el método de GS y en la Teología de la liberación, es decisivo para que haya teología propiamente tal. Lo afirma en contra de quienes han podido pensar que el momento del «ver» la realidad depende de las ciencias sociales (cf. Juan Carlos Scannone, «La recepción del método de ‘Gaudium et Spes’ en América Latina», AAVV La constitución Gaudium et Spes. A los treinta años de su promulgación, San Pablo, Buenos Aires, 1995).

(18)     Afirma Sobrino: «Por qué la teología de la liberación hace de la irrupción de los pobres manifestación actual de la presencia y de la palabra de Dios y, por ello, fundamento de la teología es algo en último término preteológico» (Ibidem, p. 256).

(19)     Gustavo Gutiérrez Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Sígueme, Salamanca, 1986. p. 17.

(20)     Una de las principales contribuciones de Juan Luis Segundo a la teología de la liberación ha consistido en desmarcarla de la necesidad de probar la existencia de Dios, para concentrarla más bien en la de encontrar la imagen correcta de Dios, distinta de las imágenes idolátricas que se suelen hacer de él para manipular la realidad. Dice: «Puede parecer extraño, ilógico y hasta anacrónico el que nuestra obra, que trata sobre Dios, no comience preguntándose si Dios existe. Y qué pruebas o certidumbres tenemos de ello». «Por el contrario, nuestra reflexión comienza interesándose mucho más en la antítesis -aparentemente fuera de moda- fe-idolatría que en la -aparentemente actual- fe-ateísmo. Más aún, dejamos constancia desde la partida de que, en la antítesis que nos parece la más radical, fe-idolatría, quien se profesa cristiano puede ocupar cualquiera de las dos posiciones, así como el que se profesa ateo. En otras palabras, creemos que divide mucho más profundamente a los hombres la imagen que se hacen de Dios que el decidir luego si algo real corresponde o no a esa imagen» (Teología Abierta, Tomo II, Cristiandad, Madrid, 1983, p. 22). Este mismo planteamiento ilustrado de J.L. Segundo se halla en la cristolo-gía de Jon Sobrino. Para Sobrino todas las cristologías responden a intereses y, entre estos, hay que distinguir los que se ajustan a Cristo y los que mueven a tergiversarlo. Dicho con sus propias palabras «la cristología puede ser útil para cosas buenas, pero puede ser utilizada para cosas malas, lo cual no debiera extrañar, porque, siendo hecha por seres humanos, está también sujeta a la pecaminosidad y la manipulación. No hay que olvidar que en la historia ha habido cristologías heréticas que han recortado la verdad total de Cristo, y, lo que es peor, que ha habido cristologías objetivamente nocivas, que han presentado a un Cristo distinto y aun objetivamente contrario a Jesús de Nazaret. Recordemos que nuestro continente cristiano ha vivido siglos de opresión inhumana y anticristiana sin que la cristología, al parecer, se diera por enterada y sin que supusiera una denuncia profética en nombre de Jesucristo»(Jesucristo liberador, p. 13)

(21) Cf. Pablo Richard (ed.) La lucha de los dioses, San José, 1980.

(22)     «Lo que hemos recordado en el párrafo precedente nos lleva a afirmar que, en concreto, no hay dos historias, una profana y otra sagrada ‘yuxtapuestas’ o ‘estrechamente ligadas’, sino un solo devenir humano asumido irreversiblemente por Cristo, Señor de la historia. Su obra redentora abarca todas las dimensiones de la existencia y la conduce a su pleno cumplimiento. La historia de la salvación es la entraña misma de la historia humana» (G. Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 194).

(23)     Fredy Parra concluye: «…la comprensión escatológica de la historia es propia de la fe judeocris-tiana. Con todo lo dicho, la interpretación más adecuada de la historia y su sentido es la escatológica; es decir, la relación entre el reino anunciado y la historia no puede enunciarse en términos de monismo ni de dualismo. Se rechaza tanto los modelos de identidad como los que afirman la separación y radical no relación. En efecto, la esperanza escatológica mantiene abierta la historia al futuro y la convierte a la vez en el lugar donde se activa la promesa de Dios» (Samuel Yáñez y Diego García, o.c, p. 27).

(24)     Populorum Progressio, 21.

(25)     Cf. Jon Sobrino, La fe en Jesucristo, Trotta, Madrid, 1997, pp. 76-79.

(26)     Afirma Fernando Castillo: «Una teología de la praxis histórica se plantea necesariamente como instancia crítica frente a esta concepción elitista y autocomplaciente de la historia. Ella rechaza decididamente una visión de la historia como una sucesión de logros, incluso si estos son de carácter emancipatorio. La constitución del mundo moderno muestra que junto al camino de libertades individuales, sociales y políticas que van construyendo los hombres, va quedando también un reguero de víctimas de esa historia: son los vencidos y marginados» (Juan Noemi y Fernando Castillo Teología latinoamericana, Centro Ecuménico Diego de Medellín, Santiago, 1998,p. 114).

(27)     Jon Sobrino, Jesucristo liberador, Trotta, Madrid, 1991, p. 241.

(28)     La Teología de la liberación eleva a concepto la conflictividad humana. Una de sus temáticas más características es la de la lucha del Dios de la vida contra las divinidades de la muerte (cf. Jon Sobrino, o.c, p. 235-250.

(29)     Jon Sobrino, o.c, p. 213.

(30)     No hay duda que Jon Sobrino busca la unidad de la historia como reconciliación. A este efecto hace ver como pocos autores la realidad del conflicto en la historia humana. Y precisamente porque toma en serio este conflicto como una realidad amenazante y destructiva, el conjunto de su sistema parece a veces desequilibrado (cf. Jorge Costadoat, «La liberación en la cristología de Jon Sobrino», Teología y Vida, Vol XLIV (2004), 62-84).

(31)     Según Fernando Castillo, «praxis histórica -y más precisamente- praxis de liberación no es solamente acción sino que tiene una dimensión pathica. La praxis de liberación se articula desde la solidaridad con los que sufren» (o.c, p. 116).

(32)     Cf. Juan Luis Segundo «Revelación, fe, signos de los tiempos», Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino (eds.) Mysterium Liberationis, Trotta, Madrid, 1990, pp. 443-466.

(33)     En palabras de Pedro Trigo: «La acción del Espíritu también es trascendente. No es la acción de las fuerzas históricas. Nosotros no confundimos a Dios con los múltiples señores que rigen al mundo (1 Cor 8, 5-6), ni al Espíritu de Dios con la mano invisible del mercado o con el destino manifiesto de que se sienten portadores determinados pueblos o con el Estado ni tampoco con la institución eclesiástica. El Espíritu actúa desde la trascendencia; pero lo característico de la trascendencia del Espíritu es que es trascendencia en la inmanencia: mueve desde más adentro que lo íntimo nuestro. Mueve, no está. Mueve siempre y a todos y cada uno, es decir a cada uno como la persona única que es y como componente personalizado de los diversos conjuntos de los que forma parte. Pero como en el caso de Jesús, mueve liberando y habilitando, pero respetando el libre albedrío de quien no quiera actuar al impulso de esta libertad liberada» (Pedro Trigo, o.c, 42-43).

(34)     Cf. Pedro Trigo, En el mercado de Dios, un Dios más allá del mercado, Sal Terrae, Santander, 2003,p.203.

(35)     Cf. ITER, o.c.,p. 43.

(36)     Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación, o.c., p. 36.

(37)     Cf. Raúl González, «Variables en el discernimiento histórico», ITER No 33 (2004) 83-84.

(38)     Paul Ricouer habla de la vía larga de la hermenéutica, lo cual nos indica que la tarea es compleja (Le conflit des interpretations. Essais d’herméneutique, Seuil, Paris, 1969, p. 260).

(39)     Nos parece exagerada la opinión de Luis González-Carvajal cuando llama la atención «sobre el hecho de que, mientras no dispongamos de una sistema elaborado de interpretación, caeremos necesariamente en el subjetivismo. Cada uno verá en los signos de los tiempos la confirmación de sus propias ideas, porque, en el fondo, lo que oirá a través de los acontecimientos será su propia voz, no la de Dios» (Luis González-Carvajal, o.c, p. 60). ¿Acaso de la complejidad de un sistema de interpretación depende el discernimiento del Espíritu? Con todo, concordamos con él cuando afirma que «cuando el teólogo intenta indagar si un acontecimiento determinado puede ser considerado signo del Reino de Dios, lo menos que puede hacer es enterarse exactamente de en qué consiste ese conocimiento» (o.c, p. 63).

(41)     Jon Sobrino, «Los ‘signos de los tiempos’ en la Teología de la Liberación», o.c, p. 254. Para Gustavo Gutiérrez la irrupción de los pobres, en cuanto «hecho mayor», en la medida que ha encontrado un lugar en la vida de la comunidad eclesial, «da lugar a una nueva manera de ser persona y creyente, de vivir y de pensar la fe, de ser convocado y de convocar en ‘ecclesia’. Ese compromiso señala una línea divisoria entre dos experiencias, dos tiempos, dos mundos, dos lenguajes en América Latina y por consiguiente en la Iglesia latinoamericana» (Teología desde el reverso de la historia, 1982, p. 244. Esta obra fue publicada en Lima en 1977. Su primera parte, sin embargo, ha sido revisada y ampliada en la obra La fuerza histórica de los pobres (capítulo 9) Salamanca, 1982). A casi cuarenta años de Medellín, Carlos Schickendantz, ponderados los cambios en América Latina, afirma: «parece que los signos de los tiempos reconocidos en la segunda mitad de la década del sesenta y a comienzos de la década del setenta conservan hoy todo su valor, aunque adquieren matices y perspectivas nuevas» (J.O. Beozzo et al., o.c, p. 99-100). Ha variado la comprensión del pobre, pero su irrupción en la historia continúa siendo el gran signo de los tiempos del continente. Concluye Schickendantz: «Típico de las últimas décadas ha sido la emergencia pública de nuevos sujetos sociales largamente postergados: mujeres, indígenas, afroamericanos, mestizos de ambientes urbanos. En estos movimientos de autoconciencia y de dignificación, que reclaman una mayor sensibilidad por la alteridad y por el sufrimiento del otro, se pronuncian ‘palabras de Dios’ que actualizan el Evangelio y muestran caminos de compromiso ético-político» (p. 134).

(42)     Cf. Jon Sobrino, o.c, p. 254.

(43)     Cf. Jon Sobrino, o.c.,p. 269.

(44)     Cf. J.O. Beozzo et al., o.c, p. 125.

(45)     Cf. Jon Sobrino, o.c, pp. 256-260.

(46)     Cf. Scannone, o.c, p. 32-33.

(47)     «… el cristiano no posee aún, ni siquiera por el hecho de entenderla, la verdad que Dios le comunica, mientras no consigue convertirla en ‘diferencia’ humanizadora dentro de la historia. Hasta que la ortopraxis se vuelva realidad, no importa cuan efímera y contingente sea, el cristiano no sabe todavía la verdad» (Juan Luis Segundo, o.c, p. 448).

(48)     Cf. G. Gutiérrez, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente, Sígueme, Salamanca, 1986.

(49)     G. Gutiérrez, o.c, pp. 18-19.

La hermenéutica en las teologías contextuales de la liberación

La hermenéutica en las teologías contextuales de la liberación*

Las teologías contextuales se han beneficiado del desarrollo de la filosofía hermenéutica y, al hacerlo, han obligado a toda teología a explicitar para qué se interpreta, quién interpreta, qué se interpreta y cómo se interpreta. El presente artículo se aboca a responder estas preguntas en los casos de la cristología de Jon Sobrino y la de Elizabeth Schüssler Fiorenza. En la conclusión recoge la aporía que estos planteamientos representan para la teología católica en la medida que invocan el valor del contexto, pero no siempre haciéndose cargo del valor de la unidad de la teología y de la Iglesia.

Las teologías contextuales pretenden ser teologías hermenéuticas, teologías que invocan la legitimidad de la interpretación situada o, lo que es lo mismo, la necesidad de toda teología de confesar su relatividad histórica y cultural. Las teologías contextuales se han beneficiado del desarrollo de la filosofía hermenéutica y, al hacerlo, han obligado a toda teología a explicitar para qué se interpreta, quién interpreta, qué se interpreta y cómo se interpreta.

Este planteamiento pone de cabeza a la teología tradicional. Cada vez es más difícil una teología universal. Pero, dado que la unidad es un requisito interno de toda ciencia que aspire a la verdad, con mayor razón si la teología pretende ser un discurso sobre el único Dios, las teologías contextuales no pueden eludir el problema de lo «uno y lo múltiple» en su campo específico. Que toda teología sea relativa solo es posible admitirlo en dos sentidos, pero complementarios: como necesidad a priori de una teología local y como obligación de apertura dialéctica a las demás teologías locales. Por esta vía las teologías contextuales triunfan sobre los empeños «fundacionalistas» (idealistas-ideológicos), sorteando a la vez el «relativismo» (post-moderno) que se fragmenta en puntos de vista teológico particulares (1).

Esta vía, sin embargo, clara en principio, importa una ejecución altamente compleja. Desde el momento que se toma en serio la historicidad de la realidad, una vez que se abandona la concepción idealista de su verdad, las teologías contextuales no solo se ven obligadas a relacionarse con la tradición como un conjunto de teologías locales del presente y del pasado, sino también con una realidad histórica y cultural en permanente cambio. En este sentido las teologías contextuales recuperan para la teología su carácter provisional. La verdad de Dios como su objeto más propio, es una realidad que aún está por revelarse hasta el fin de los tiempos. Pero que la revelación histórica de Dios se despliegue en el tiempo y el espacio, complica enormemente cualquier producción teológica que procure ser pertinente.

Siguiendo la clasificación de Robert Schreiter, entendemos aquí que las teologías contextuales son un tipo entre varias posibles teologías locales (2). Y, entre las contextuales, tendremos en cuenta especialmente las «aproximaciones liberadoras», en particular las de la cristología latinoamericana de Jon Sobrino (3) y la cristología feminista crítica de liberación de Elizabeth Schüssler Fiorenza. En el caso de estas teologías se radicaliza la importancia del contexto y de la praxis liberadora para transformar el contexto (4).

La intención de esta ponencia es modesta. Se interesa en describir las características generales de estas teologías de acuerdo a las preguntas hermenéuticas detalladas más arriba. ¿Por qué estas preguntas y no otras? Porque a través de ellas es posible ilustrar mejor acerca de la originalidad de estas teologías respecto de las demás y, a la vez, caer en la cuenta de su problematicidad hermenéutica como se explicará al final.

1. ¿Para qué interpretar?

En estas teologías pueden parecer obscenas sus declaraciones de intenciones. Suponen que toda teología, como toda idea, es «interesada», cumple una función respecto de la realidad histórica. Dice Jon Sobrino: «Todo pensamiento está ubicado en algún lugar y surge de algún interés; tiene una perspectiva, un desde dónde y un hacia dónde, un para qué y un para quién. Pues bien, el desde dónde de este libro (Fe en Jesucristo) es una perspectiva parcial, concreta e interesada: las víctimas de este mundo» (5). E. Schüssler Fiorenza, por su parte, declara que una teología de la liberación crítico-feminista no puede contentarse con «analizar y explicar las estructuras sociorreligiosas de dominación que marginan y explotan a las mujeres y a otras no-personas», sino que procura «cambiar por completo las estructuras de alienación, explotación y exclusión. Su meta es transformar los saberes teóricos y teológico-religiosos y los sistemas sociopolíticos de dominación y subordinación» (6).

Sea para mantenerla sea para cambiarla, la teología se interesa por la realidad. En la medida que el «desde dónde» sea la realidad de los pobres/mujeres, en cuanto su realidad sea considerada lugar teologal en el que Dios mismo se expresa, las teologías de la liberación aspiran a constituirse en pensamiento capaz de liberar. Pero, además, este objetivo lo cumplen elucidando los déficit de otras teologías que, por no integrar a los pobres/mujeres en su reflexión, resultan para estos irrelevantes o encubridoras de la injusticia que los oprime. Desde la perspectiva de los también llamados «pueblos crucificados», Sobrino denuncia un extravío de la teología: «No llegó (el reino), pero sí llegó el mediador (Jesús), lo cual llevó a que las cristologías se centrasen en la persona de Cristo e ignorasen la causa de Jesús, que es el reino de Dios para los pobres. El reino quedó reducido a la persona de Jesús o a su resurrección. Fue sustituido espuriamente, y a veces pecaminosamente, por la Iglesia. Su destinatario fue universalizado, y los pobres perdieron centralidad histórica y teologal» (7).

La cristología de E. Schüssler Fiorenza, al igual que la de Jon Sobrino, combate la función ideológica de la religión y de la teología. Sin una análisis sistémico global de la cultura y de la religión que despeje el camino a una cristología que impulse una praxis democratizadora, «la religión en general y la cristología en particular seguirán siendo un arma peligrosa en manos de los poderosos, que la usan para fines conservadores y opresores» (8). Un pretendido interés por Dios que no se interese primeramente por la salvación del hombre, es denunciado por estas teologías como una renuncia a la misión de la teología, pues en la consideración teologal de los postergados «la teología se juega su identidad» (9).

La declaración de la «parcialidad», aunque no libra a la teología de la ideología, constituye un primer paso para salir de su trampa. El hecho es que las teologías contextuales de liberación anuncian abiertamente su «desde dónde» y su «hacia dónde». El aparato interpretativo de estas teologías contextuales de liberación tiene por objeto último orientar una lucha transformadora, un cambio político. En particular la cristología de E. Schüssler Fiorenza desea arraigar en las luchas de los diversos grupos feministas de liberación y ponerse a su servicio.

Por lo mismo, las teologías contextuales de liberación son teologías conflictivas. Dan por supuesto que la realidad está en disputa, que hay intereses sociales en conflicto, que la historia no es neutra, que hay que tomar partido a favor de una determinada causa, pues de lo contrario prevalecerá la causa enemiga. Los teólogos procuran involucrarse en una lucha ya existente, dejándose afectar por la resistencia que ella implica y corriendo incluso el riesgo del martirio. ElJesucristo liberador de Jon Sobrino ha terminado de ser redactado después del martirio de su propia comunidad: «Lo hemos escrito en medio de la guerra, de amenazas, de conflictos y persecuciones, que producen innumerables urgencias a las cuales hay que atender e innumerables trastornos en el ritmo de trabajo. El asesinato de mis hermanos jesuitas, de Julio Elba y Celina, dejó el corazón helado y la cabeza vacía» (10). Al entrar en los conflictos sociales, la teología de los teólogos liberacionistas reemplaza la neutralidad afectiva que la actividad intelectual y científica normalmente requiere, por una apasionada toma de postura. Esta los impulsa a pensar y a pensar correctamente (11).

Además de asumir el conflicto social, las teologías contextuales de liberación entran en el conflicto que se da al interior de la Iglesia. No sería posible de otro modo, puesto que lo que sucede en la realidad social, histórica y cultural en perjuicio de los «últimos» se expresa en la Iglesia en la medida que ella, no pudiendo abstraerse de su propia mundanidad, puede inclinarse del lado de los poderosos. «Las luchas por la democracia radical y por la autoridad religioso-teológica de las mujeres están intrínsecamente interrelacionadas» (12). Las teologías no solo representan intereses mundanos, sino intereses en pugna también dentro de la Iglesia. Las teologías, en la misma Iglesia, justifican la dominación o la suprimen. No hay termino medio. Las teologías contextuales de liberación buscan la unidad de la Iglesia en el largo plazo. En lo inmediato, ven necesario combatir teologías, imágenes de Dios, de Cristo o de la Iglesia que privilegian a unos y oprimen a otros. Las teologías contextuales arrancan de lo particular para llegar a lo universal, en contra de las teologías tradicionales que parten de lo universal para llegar a lo particular. En este conflicto, ellas sacan a la luz sus propias motivaciones, encarando y desenmascarando la pretensión ideológica hegemónica de las teologías que no pretenden ser contextuales. E. Schüssler Fiorenza entra en pugna incluso con las teologías feministas que, al reproducir los marcos ocultos de sentido, particularmente el esquema kyriarcal moderno del sexo/género, facilitan una vez más la opresión de las mujeres y los hombres pobres (13). Este es el aporte propio de su Cristología feminista crítica. Porque la unidad social y eclesial en la igualdad, en la justicia y en la paz entre todos los hombres y mujeres constituye el interés soteriológico remoto, la liberación verificada incluso a través del conflicto representa para las teologías de la liberación la tarea próxima y urgente. La salvación escatológica, en consecuencia, se espera como resultado de una reconciliación histórica y religiosa que no tendrá lugar sino a través de una lucha y una confrontación.

2. ¿Quién interpreta?

Otra de las novedades de las teologías contextuales de liberación es la revisión del sujeto teológico. Si tradicionalmente la teología ha sido una disciplina de especialistas, si hasta ahora la cuestión del «sujeto» teológico no ha sido tema más que en la relación entre el teólogo de profesión y el magisterio eclesiástico, para estas teologías el sujeto primario de la reflexión teológica es una comunidad hermenéutica que comprende a priori lo que ha de interpretar. En estas comunidades la función de los teólogos profesionales es clave, pero subordinada. Son las personas mismas comprometidas en una lucha común, las que en diálogo entre sí, con otros movimientos a veces no cristianos y con la asistencia de los especialistas, levantan sus propias preguntas teológicas y aventuran su respuesta. Para Jon Sobrino, el sujeto teológico por excelencia de la teología de la liberación es la «Iglesia de los pobres». Para E. Schüssler Fiorenza es la «ekklêsia de mujer*s (14)».

En el caso de las comunidades eclesiales de base latinoamericanas en que la «Iglesia de los pobres» toma cuerpo, los sujetos teológicos pueden ser personas que ni siquiera saben leer y escribir y que, por esto mismo, suelen tener una profunda captación de textos que, en el caso de los Evangelios, parecen haber sido escritos exactamente para ellos. La imagen dominante de esta revolución hermenéutica es la de la Biblia en las manos del pueblo. Que efectivamente los pobres entiendan mejor que otros el sentido de la revelación constituye para estas teologías una convicción fuera de discusión, una especie de privilegio epistemológico tomado por asalto de las mismas fuentes sagradas, las que asegurarían que la Buena Nueva es «nueva» y «buena» para los oprimidos antes que para todos y por igual.

La «ekklesîa de mujer*s» de E. Schüssler Fiorenza es ante todo un espacio contrahegemónico al kyriarcado, en el cual se da una «práctica crítica y una visión de la democracia radical en la sociedad y la religión» (15). Es en este espacio que pueden surgir discursos críticos que cambien los discursos teológicos corrientes y hegemónicos, perjudiciales a las mujeres y a otros que comparten su condición oprimida, mediante la creación de «imágenes cristológicas para el cambio» (16). La «ekklesîa de mujer*s» no excluye a los hombres ni se reduce a una comunidad de teólogas. Afirma la autora: «propongo que dentro de la lógica y la retórica de la democracia radical podemos conceptualizar la ekklesîa de mujer*s como el espacio metafórico que puede sostener prácticas críticas de lucha para transformar los discursos institucionales patriarcales sociales y religiosos» (17). La teología de la liberación feminista crítica «se ubica explícitamente dentro de las luchas histórico-religiosas particulares de mujeres contra los sistemas de opresión, que operan en los ejes de clase, raza, género, etnicidad, religión y preferencia sexual, entre otros. Las luchas históricas de carácter político-religioso para cambiar las estructuras explotadoras del kyriarcado ­y no la diferencia sexual­ constituyen el ‘umbral cualitativo’ de las articulaciones cristológicas feministas en la ekklesîa de mujer*s» (18).

Las teologías contextuales de liberación no prescinden, sin embargo, del servicio de los teólogos profesionales. Lo requieren, pero por coherencia con sus propios postulados estos teólogos se plantean la pregunta: «¿podemos los no-víctimas hacer teología cristiana desde la perspectiva de las víctimas?» (19). Jon Sobrino confía en que es posible un cierto «entrelazamiento de horizontes» entre la fe de las víctimas y los teólogos de profesión. «En la solidaridad con las víctimas, en el llevarse mutuamente en la fe, se abren los ojos de las no-víctimas para ver las cosas de diferente manera. Que esa nueva visión coincida a cabalidad con la de las víctimas es algo que, pienso yo, nunca llegaremos a saber del todo» (20). En cualquier caso, Sobrino está convencido de que la perspectiva de los pobres aporta luz al tratamiento de los objetos propios de la teología: Dios, Cristo, la gracia, el pecado, etc. «La perspectiva de las víctimas ayuda a leer los textos cristológicos y a conocer mejor a Jesucristo. Por otra parte, ese Jesucristo así conocido ayuda a conocer mejor a las víctimas y, sobre todo, a trabajar en su defensa» (21). Estas teologías alcanzan su estatuto científico propio en la medida que los especialistas elevan a concepto el quehacer teórico y práctico de la comunidad hermenéutica a la que pertenecen.

E. Schüssler Fiorenza concibe a la teóloga feminista como una «agitadora», en otras palabras, «como una extranjera con residencia permanente, que constantemente busca desestabilizar los centros, tanto el ethos pretendidamente libre de valores y neutral de la academia, como la postura dogmática autoritaria de la religión patriarcal» (22). A ella corresponde poner su teología al centro del trabajo teológico. Para que esto suceda, las teólogas feministas «deben permanecer firmemente enraizadas en los diversos movimientos de mujeres que buscan el cambio» (23). Su ubicación simultánea en los movimientos liberacionistas sociales y eclesiales, les permite hablar como «extranjeras con residencia permanente en la Iglesia y la academia» (24). Porque si las teólogas se manejan en los discursos de la universidad, la religión organizada, la teoría feminista y el movimiento feminista, pueden transformar estos discursos en la medida que dan prioridad al movimiento feminista.

En el caso de ambas cristologías, el conflicto por la interpretación de la Sagrada Escritura y de la Tradición se agudiza, con consecuencias para la comunión en la Iglesia. Dado que la «Iglesia de los pobres» arraiga en el «mundo de los pobres» mucho más amplio que la Iglesia, puesto que a este «mundo de los pobres» la teología de la liberación le reconoce el valor de «lugar teologal» en el que Dios actúa y se revela, las tensiones y conflictos sociales son importados al interior de una Iglesia a la que también pertenecen los que no son pobres. Algo muy parecido podrá decirse de la ekklesîa de mujer*s en la medida que, en cuanto comunidad hermenéutica, admite el influjo de movimientos con los que comparte el leitmotiv de la liberación. En tanto la liberación constituye en lo inmediato un valor superior a la comunión, estas teologías contextuales de liberación tienden a enfrentarse espontáneamente con la religiosidad popular y con la jerarquía eclesiástica.

Es conocido el caso de la pugna entre la teología de la liberación y la religiosidad popular en América Latina. Si bien la tendencia a recuperar el valor liberador de la religiosidad popular no carece de representantes valiosos en la teología argentina (como por ejemplo, Juan Carlos Scannone), desde Juan Luis Segundo en adelante la empresa ilustrada de la teología de la liberación, especialmente Jon Sobrino, denuncia el carácter alienante de la fe tradicional y popular en Cristo (25). Que el conflicto teológico haya pasado a las comunidades como iconoclastia y como resistencia a la misma, no sorprende tanto como que la teología de la liberación no haya sabido reconocer el valor hermenéutico de la piedad popular (26). Las últimas transformaciones de la religiosidad latinoamericana, empero, auguran la escritura de obras como la de Pedro Trigo, mucho más finas en el respeto del valor hermenéutico de los mismos creyentes en la diversidad de su realidad (27). Pero también es cierto que la multiplicación de las vías de acceso a Dios menoscaba la pretensión de liberación política de la teología latinoamericana.

En el caso de la teología de E. Schüssler Fiorenza, cabe destacarse que en su afán crítico lleva el conflicto al círculo académico tradicional pero también a la misma comunidad feminista, toda vez que denuncia en las teologías feministas la reproducción de los marcos de sentido oculto que oprimen a las mujeres, cuando adoptan ingenuamente el paradigma moderno de sexo/género, proponiéndose como lucha de las mujeres contra los hombres, en vez de desmantelar las posibilidades estructurales kyriarcales de la opresión social y religiosa en general.

Por último, lo que estas teologías contextuales de liberación no logran resolver bien, es la relación de las comunidades de liberación con la jerarquía eclesiástica, especialmente a propósito del reconocimiento debido a la interpretación auténtica del Evangelio. La crítica a veces virulenta contra el Magisterio eclesiástico no constituye más que la tonalidad emocional de una tensión legítimamente irreductible. Siempre es posible una crítica menos agresiva. Aquello que realmente resulta problemático, es que estas teologías subordinan la unidad de la Iglesia al imperativo de la liberación.

3. ¿Qué se interpreta?

Otro punto de ruptura con la hermenéutica teológica tradicional de las teologías contextuales de liberación atañe al objeto de interpretación. Estas teologías pretenden interpretar una praxis determinada de liberación. Este es su objeto específico.

Puede mover a engaño pensar que el objeto de la cristología de Jon Sobrino sea el Jesús histórico, incluso cuando no se descarte que también lo sea el Cristo proclamado por la Iglesia. Para marcar la diferencia, habría que decir que, en sentido estricto, el objeto de su cristología no es Jesucristo sino el seguimiento de Jesucristo. Si el punto de partida metodológico de esta cristología es el estudio del Jesús histórico, su punto de partida real es la fe en Cristo entendida como seguimiento de Cristo (28). Es la praxis de liberación cristiana la que precede e impulsa la cristología de Jon Sobrino y, ulteriormente, la que se beneficia de esta. Lo que en definitiva interesa es la transformación liberadora de la realidad y la alabanza de Dios por su consecución. De aquí que, al abordar el estudio de Jesucristo, parezca que Jon Sobrino fuerce los datos en función de la liberación. El seguimiento de Cristo conduce e incide en la investigación histórica sobre Jesús y, al hacerlo, redescubre al Cristo de la fe de la Iglesia como un Cristo liberador (29).

Pero si la cristología está al servicio de la cristopraxis y no al revés, no es menor la ayuda que esta presta a aquella. Para Jon Sobrino la cristopraxis perfecciona la cristología, pues «conocer a Cristo es, en último término, seguir a Cristo» (30).

De modo semejante, para E. Schüssler Fiorenza lo fundamental es iluminar la praxis de liberación en la que arraiga su teología: «una teología de la liberación crítico-feminista no arranca de la psicología establecida, la religión popular o la dogmática, sino que comienza con una reflexión feminista sobre las experiencias particulares de mujeres» (31). Aquello que en definitiva interesa se ubica fuera del campo tradicional de la teología. La teología feminista «se comprende a sí misma como una teología de la liberación crítica porque sus análisis sistémicos críticos y sus prácticas intelectuales para la producción del saber religioso buscan apoyar las luchas por la liberación de mujer*s en todo el mundo» (32).

Solo en este sentido, así como Jon Sobrino subordina la cristología al seguimiento de Cristo, la cristología feminista crítica de E. Schüssler Fiorenza se centra en la praxis de Jesús. Pero, a diferencia de las demás cristologías feministas, esta opción le permite, además, escapar al marco oculto de sentido de la diversidad de sexos que sus pares reproducen al quedar fijadas en la condición de varón de Jesús: «a diferencia de las feministas postcristianas y las feministas de género cristianas que presuponen una diferencia esencial o natural de género entre las mujeres y los hombres, las teólogas feministas de la liberación afirman que lo importante teológicamente es la práctica histórica y la humanidad de Jesús, no su condición de varón. La práctica de Jesús como profeta galileo que trató de renovar la esperanza judía del reino de D**s (33), su solidaridad con los pobres y los despreciados, su llamada a un discipulado de servicio voluntario, su ejecución, muerte y resurrección es lo significativo Lo importante no es la masculinidad de Jesús, sino su opción por los pobres y su solidaridad con los marginalizados» (34).

¿Qué hay que interpretar? La Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, en una palabra la revelación, pero en vista a interpretar una praxis liberadora determinada y bajo el supuesto de que Dios continúa actuando e indicando su voluntad en la historia. Dicho de otra forma. Si el objeto de toda teología es Dios, en el caso de las teologías contextuales de liberación interesa lo que Dios sea «para nosotros» y no lo que Dios sea «en sí». O, mejor, el discurso sobre Dios «en sí» tiene una relevancia subordinada a lo que Dios sea «para nosotros». Esto es, en definitiva, lo único que importa. El objeto de las teologías contextuales de liberación es Dios en su dimensión escatológica y soteriológica, es Dios actuante en la historia como su liberador.

Se argumentará en contrario que la teología tradicional cuando discurre sobre Dios «en sí» también tiene por objeto cambiar la realidad, es decir, sacar las consecuencias de lo que Dios es «para nosotros». Las teologías contextuales de liberación contraatacarán el verticalismo de aquella, en tanto Dios no puede ser «para nosotros», si no es primero Dios «en nosotros» y «con nosotros», la condición de posibilidad de la libertad humana que lo experimenta y lo piensa en una historia que precedió los textos sagrados y que aún no acaba. El objeto teológico de las teologías contextuales de liberación no es simplemente el Dios revelado en los «textos» sino primariamente en el «contexto», pues incluso la Sagrada Escritura es relato, es interpretación de acontecimientos históricos. De aquí que Gustavo Gutiérrez sostenga que lo fundamental del cristianismo consista en «practicar a Dios». Solo en esta perspectiva parece posible recuperar el valor normativo de la Biblia y de la Tradición.

Subyace a este conflicto un concepto distinto de la verdad de Dios como objeto propio de la teología. Las teologías contextuales de liberación acusan a la teología tradicional de querer aplicar la verdad teológica a la realidad histórica, naturalizando y teologizando lo que no ha sido sino producto cultural de la libertad humana en el pasado y, en el presente, alienando a los cristianos de la obligación de orientarse según la voluntad de un Dios vivo que no se cansa de apelar a la libertad de los creyentes para seguir conduciendo la historia hasta sí mismo. Para la teología de la liberación latinoamericana la verdad de Dios es «amor». Por ello prefiere definirse no como intellectus fidei, sino como intellectus amoris (35). Y si no descarta ser intellectus fidei, pone la fides quae al servicio de la fides qua. Así se entiende la afirmación, en cierto sentido provocadora de Gustavo Gutiérrez: «nuestra metodología es nuestra espiritualidad» (36).

Cabe preguntarse si, en el fondo, las teologías contextuales de liberación no tienen un concepto radicalmente distinto de Dios. Ellas no solo no se preguntan por la existencia o no existencia de Dios, sino que parece que no podrían tener al ateísmo como su referente histórico-teológico último. Para estas teologías, la existencia de un Dios liberador es un presupuesto absoluto. Si la liberación buscada toma cuerpo en la historia, si a través suyo Dios se revela como un «Dios de la vida», un «Dios de las víctimas», por importante que sea esta revelación para combatir el ateísmo contemporáneo ella no constituye el objetivo primero ni principal, sino su virtud liberadora por sí misma. E. Schüssler Fiorenza acoge plenamente el planteamiento típico de la teología de la liberación latinoamericana, cuando afirma que «las teologías de la liberación feministas trasladan su enfoque de la pregunta moderna ‘¿Cómo podemos creer en D**s?’ a las preguntas ‘¿Qué clase de Dios proclaman los cristianos?'» (37). En la medida que estas teologías deben combatir una noción de Dios que bloquea las posibilidades de liberación de los pobres y las mujeres, su objeto propio parece ser un Dios diferente, uno más preocupado de la injusticia que de la secularización. Esto explica, en parte, que las teologías contextuales de liberación suelan denunciar la falsa neutralidad de la teología académica. Estas teologías detectan una callada connivencia entre la teología académica y la ideología. La imposibilidad de una neutralidad y la posibilidad real de la idolatría al interior de la misma teología, ha sugerido que en América Latina la cuestión de Dios sea tratada bajo el título de «la guerra de los dioses» (38).

Las teologías contextuales de liberación invocan una ruptura epistemológica que, si tiene sólidos antecedentes bíblicos, se apoya además en la moderna filosofía de la praxis. Sin dejar de importar el conocimiento de la realidad de Dios al modo de las filosofías de la naturaleza y del sujeto, el conocimiento teológico tradicional es modificado radicalmente en la medida que se reconoce anterioridad y superioridad epistemológica a la praxis histórica (39). Para las teologías contextuales la praxis no solo depende de una teoría, sino que además constituye su material epistemológico decisivo. En esta nueva óptica, la realidad es fundamentalmente «obra», un producto de la acción. Si se trata de cambiar una realidad histórica, la pretensión de perennidad de la antigua filosofía de la naturaleza o de la moderna filosofía del sujeto, representan una traba. La filosofía de la praxis reclama un conocimiento histórico en sentido estricto, a saber, uno cuya fidelidad a una realidad en permanente cambio no puede sino cambiarla a ella misma.

Teológicamente hablando, las teologías contextuales de liberación suponen que aquello que hay que conocer para transformar es la historia como obra de Dios y como respuesta del hombre. La historia es el ámbito de la acción, y por ende, de la revelación de Dios. Dios no es trascendente a la historia, sino «en la historia». Dios es salvador histórico o Dios no interesa y, en el peor de los casos, una imagen idolátrica suya favorece la opresión. Dios es el Dios de los pobres, el Dios de las víctimas, el Dios que puede reivindicar a los miserables, a los indígenas, a las mujeres, a cualquier minoría que padezca opresión. Evidentemente que la reducción de Dios a su utilidad puede forzar la realidad. Las teologías contextuales de liberación son conscientes de este riesgo. Pero es interesante notar que al plantearse como teologías de la praxis liberadora se ofrecen a sí mismas como alternativa a las teologías de la naturaleza y de la modernidad que, con su irrelevancia para los oprimidos hombres y mujeres, no terminan de potenciar el ateísmo contemporáneo. Ellas, en cambio, al pretender verificar en la historia sus postulados teológicos se desentienden de la necesidad meramente especulativa de verificarlos en el escritorio.

4. ¿Cómo se interpreta?

Las teologías contextuales de liberación establecen una circularidad hermenéutica entre el «texto» y el «contexto», entre la fides quae y las fides qua, entre la noción de Dios «en sí» y la experiencia de Dios «en y para nosotros».

La praxis se esclarece en la medida que, comandada por lectura de los textos que pueden inspirarla, recurre por otra parte al análisis que las ciencias hacen del contexto en que aquella se inscribe. El socorro de las ciencias sociales hizo famosa a la teología de la liberación a la vez que, la falta de análisis suficientemente sólidos de la realidad socioeconómica de los últimos veinte años, la ha confinado al ámbito de la espiritualidad. Probablemente ha sido esta falencia la que ha hecho cauto a Jon Sobrino al momento de valorar el aporte del análisis social para la teología40. E. Schüssler Fiorenza, en cambio, aún invoca la importancia decisiva del análisis sistémico de la dominación (41).

En adelante centramos la atención en la lectura de los textos fundamentales, que en el caso de las teologías contextuales de liberación se realiza bajo el influjo de los intereses específicos de la praxis. Hasta aquí ha debido quedar claro que no es evidente que estas teologías reconozcan un valor normativo a aquellos textos, en el sentido de que las teologías contextuales de liberación subordinan el valor de estos textos a su virtud liberadora. Pero ¿pudiera consistir en otra cosa la hermenéutica? ¿No le corresponde a la hermenéutica exactamente posibilitar la interpretación liberadora o creativa de textos de suyo muertos?

a) El seguimiento de Cristo como principio epistemológico en Jon Sobrino

En el caso de Jon Sobrino, el texto sagrado tiene un enorme valor para establecer qué se entiende por Cristo liberador. Frente a las imágenes alienantes de Cristo predominantes en la fe de los latinoamericanos, frente a la reducción de esta fe a un «Cristo sin Jesús» (42), todo su empeño se concentra en ilustrar qué ha de entender por Cristo de acuerdo a la enseñanza del Nuevo Testamento sobre Jesús de Nazaret. Lo interesante, aquí, es cómo Jon Sobrino accede a Jesús.

En primer lugar, llama la atención que la hermenéutica de Jon Sobrino se apoya en la recuperación de la historia de Jesús que el mismo Nuevo Testamento realiza cuando, a instancias de la fe de las primeras comunidades cristianas, recupera la historia de Jesús para reivindicarlo como evangelio auténtico y actual. Los evangelistas debieron contar la historia de Jesús, pues de lo contrario las comunidades que vivían de Cristo resucitado habrían terminado por perder su significado soteriológico. Los evangelios son «buena noticia» porque Jesús fue «así». Fe e historia se requieren dialécticamente: «la respuesta de los evangelios va en una doble dirección: es cierto que no se puede historizar a Jesús sin teologizarlo, pero también es cierto ­y en esto está lo específico de los evangelios­ que no se puede teologizar a Jesús sin historizarlo» (43).

La cristología latinoamericana, queriendo ser evangelio para los pobres de hoy, también teologiza a Jesús «historizándolo», narrando su historia. Frente a la pregunta típica: ¿qué es posible saber de Jesús de Nazaret?, la cristología latinoamericana afirma no desconocer la problemática y recoge los resultados de la crítica histórica. No deduce criterios apriorísticos de autenticidad, pero a posteriori, a partir de la semejanza entre la historia de Jesús y la actual, confirma lo histórico de Jesús en la línea de la verosimilitud. Desde la realidad latinoamericana, la cristología infiere que Jesús debió ser y actuar de determinada manera y no de otra.

Para Jon Sobrino, lo «evangélico» de la cristología latinoamericana se juega en la circularidad hermenéutica entre las comunidades creyentes y Jesús de Nazaret: «de los evangelios, la cristología latinoamericana aprende dos lecciones importantes. La primera es que no se puede teologizar la figura de Jesús sin historizarla, narrando su vida y su destino. Sin ello, la fe no tiene historia. La segunda es que no se puede historizar a Jesús sin teologizarlo como buena noticia, y así, en referencia esencial a las comunidades. Sin ello, la historia no tiene fe» (44). La recuperación de la historia de Jesús se pone al servicio de la actualización del significado soteriológico de Cristo en el presente. A este efecto, Jon Sobrino distingue al Cristo que recibimos del pasado del Cristo presente hoy en la realidad de América Latina. «La cristología, para abordar a su objeto Jesucristo, debe tener en cuenta dos cosas fundamentales. La primera, y más obvia, es lo que el pasado nos ha entregado acerca de él, es decir, textos en los cuales ha quedado expresada la revelación; la segunda, menos tenida en cuenta, es la realidad de Cristo en el presente, es decir, su presencia actual en la historia a la cual corresponde la fe real en Cristo» (45).

No basta, en consecuencia, admitir que las fuentes de la cristología consisten en la revelación de Dios trasmitida con la autoridad del Magisterio, y aplicar tales conocimientos a situaciones determinadas. La cristología latinoamericana comprende la historia de Jesús a partir de la fe actual en Cristo de modo que, dado su «lugar» particular, descubre en aquella historia aspectos nuevos y hasta ahora ocultos (46). Que Cristo está presente ya a través de su cuerpo en la historia y como su Señor, es de suyo un dato revelado, pero sobre todo constituye una clave de intelección fundamental de la misma revelación (47).

La recuperación de Jesús de Nazaret, por otra parte, hace las veces de hermenéutica de la sospecha. Jesús es salvaguarda del Cristo. La experiencia latinoamericana enseña que siempre se corre el riesgo de «confesar a un Cristo que no se parece a Jesús, incluso que es contrario a Jesús» (48). La manipulación de su figura es frecuente. Hay que ser conscientes de que también en cristología cabe la posibilidad de la hybris y el pecado. «En nuestra opinión, afirma Sobrino, la posibilidad está dada en que el análisis cristológico tiene que diferenciar a Jesús y al Cristo, y la actuación de la hybris y de la pecaminosidad específicas consiste en determinar de antemano qué sea el Cristo con independencia de lo que fue Jesús. Se presuponen conceptos que, precisamente, desde Jesús no se pueden presuponer: qué es ser Dios y qué es ser humano» (49). La cristología exige una «conversión» a lo que Jesús sea y revele de Dios y del hombre, de lo contrario Jesús no sería el revelador. Esto explica que «el proceder metodológico más operativo es ver a Cristo, en un primer momento, desde Jesús y no a la inversa» (50).

En segundo lugar, Jon Sobrino se ve obligado a aclarar y definir qué entiende por búsqueda del Jesús histórico: «por ‘Jesús histórico’ entendemos la vida de Jesús de Nazaret, sus palabras y hechos, su actividad y su praxis, sus actitudes y su espíritu, su destino de cruz (y de resurrección). En otras palabras, y dicho sistemáticamente, la historia de Jesús» (51). Desde la perspectiva de la liberación y buscando los principios sistemáticos que le permitirán articular mejor su cristología, va todavía más lejos, hasta preguntarse: ¿qué es lo «más histórico» de la historia de Jesús? (52). Él mismo responde: «nuestra tesis es que lo más histórico del Jesús histórico es su práctica y el espíritu con que la llevó a cabo» (53). Lo histórico es lo que Jesús hizo por el reino de Dios, con el objeto de que se siguiera haciendo. Sobrino busca en los textos de la Escritura aquella práctica de Jesús que nos fue contada como una historia que debía proseguirse.

Se advierte aquí como Jon Sobrino supera las antiguas aproximaciones liberales a la Escritura, pero también a autores como Kähler y Bultmann. Lo histórico de Jesús fundamenta el keryma, siendo el kerygma en definitiva lo que importa. «Lo histórico de Jesús no significa desde un punto de vista formal, aquello que es simplemente datable en el espacio y en el tiempo, sino lo que nos es transmitido como encargo para seguir transmitiéndolo» (54). Si la Escritura da cuenta de una praxis histórica de Jesús que debe continuarse a futuro, la fe cristiana debe articularse como pro-seguimiento de Cristo. Jon Sobrino reconoce que hacer de la praxis de Jesús lo más histórico suyo constituye una opción. Siempre es una opción hermenéutica reconocer o no que tal praxis deba convertir este mundo en reino de Dios.

Ante la acusación hecha a Jon Sobrino de reducir a Jesús a un «símbolo práxico», este contraataca afirmando que su cristología no solo no abandona a la persona de Jesús, sino que desde la perspectiva de la praxis la recupera. Para la cristología latinoamericana, Jesús esnorma normans, non normata: «hay que remontarse a la práctica de Jesús, porque es la de Jesús» (55). Pero, además, desde la praxis de Jesús es posible conocer mejor la persona de Jesús: «pensamos que se accede mejor a lo interno de Jesús (la historicidad de su subjetividad) desde lo externo de su práctica (su hacer historia), que a la inversa» (56).

En fin, si el punto de partida real de la cristología es siempre la «fe total en Cristo» y el punto de partida metodológico es el «Jesús histórico», la práctica actual de pro-seguimiento de Cristo no solo constituye una exigencia ética de Jesús de Nazaret, sino también un principio epistemológico de conocimiento de la praxis y de la persona de Jesús. Si la praxis de Jesús representa objetivamente la mejor mystagogia para el Cristo de la fe, la práctica actual del seguimiento suyo permite subjetivamente achicar la distancia histórica con Jesús de Nazaret y reconocerle como el Cristo (57). En la medida que este seguimiento arraiga en la realidad de los pobres, tiene lugar una auténtica «ruptura epistemológica» (58), cuya justificación queda entregada ulteriormente a una experiencia del círculo hermenéutico que Jon Sobrino resume en los siguientes términos: «desde los pobres se piensa que se conoce mejor a Cristo, y ese Cristo mejor conocido es el que se piensa que remite al lugar de los pobres» (59).

b) La emancipación como principio hermenéutico en E. Schüssler Fiorenza

En el caso de E. Schüssler Fiorenza, es aún más claro que en Jon Sobrino que el principio hermenéutico de la Escritura se halla fuera de esta. La Biblia no se explica por sí misma. Esta autora saca la hermenéutica bíblica de su quicio tradicional, exigiendo de la metodología científica considerar la emancipación social, cultural y religiosa de las mujeres como su principio hermenéutico decisivo.

E. Schüssler Fiorenza navega entre los dos extremos posibles de la hermenéutica postmoderna. Critica la interpretación fundamentalista de la Biblia camuflada de cientificidad, puesto que «con una lectura dogmática literal, las cristologías fundamentalistas intentan ‘fijar’ las expresiones pluriformes de las Escrituras y tradiciones cristianas, en particular las ambiguas metáforas y los variados textos que tienen que ver con Jesucristo. Tras ello intentan consolidarlos en un discurso masculino de sentido único, definitivo y unívoco» (60). Tampoco acepta fácilmente los estudios bíblicos feministas de la academia: «los análisis literarios feministas de los Evangelios o las historias de Jesús que adoptan estrategias positivistas del estudio de la Biblia no interrumpen, sino que contribuyen al fundamentalismo autoritario» (61).

Por otra parte, ella es muy consciente del error en que suelen incurrir las teologías feministas de liberación que, en respuesta a esta hermenéutica fundamentalista masculina, absolutizan el valor de la hermenéutica contextual. Dice: «los discursos que defienden el ‘regionalismo’ cristológico, a su vez, tienden a servir los intereses del pluralismo liberal» (62). Si no es posible una sola lectura de un texto, tampoco es suficiente relativizar la investigación de Jesús a través de interpretaciones privadas y plurales. «Los estudios escritos desde un punto de vista confesadamente ‘étnico’ y local ­tales como las articulaciones de la cristología feminista europea ‘blanca’, australiana, norteamericana, afroamericana, asiática, africana o latinoamericana­ también corren el peligro de ser cooptados por la postmodernidad» (63). En la medida que estas cristologías procuran mejorar la condición de las mujeres a través de una interpretación de los textos que dispute a los hombres el poder, no son capaces de superar las estructuras dualistas de clase, raza, género, religión, nación y edad, que han asegurado la dominación de los hombres sobre las mujeres y que, en la medida que persistan, perjudican a mujeres y hombres por igual. Las cristologías «se transforman en el reverso de las lecturas masculino-mayoritarias y se tornan ‘regionales’ siempre que se presentan como articulaciones exclusivas que pertenecen solo a un grupo étnico particular» (64).

E. Schüssler Fiorenza supera el relativismo y el fundamentalismo hermenéuticos en la medida que halla fuera de la Escritura el criterio epistemológico de su lectura, aun cuando la misma Escritura funde remotamente tal criterio, a saber, el de la emancipación de las mujeres y el de todos en general. El interés por la liberación efectiva, producto de una praxis determinada e inspirada bíblicamente, constituye para esta autora el criterio ulterior de la interpretación de la Escritura y no un texto particular suyo que, como «dato» fundamental, pudiera iluminar su lectura o hacer de principio metodológico clave. En sus propias palabras, «la meta de una hermenéutica feminista de la liberación no es simplemente la colección y sistematización de materiales cristológicos cristianos antiguos como ‘datos’ para la reflexión teológica sistemática a favor de la formación de identidad cristiana. Antes bien, apunta a una reconceptualización de los discursos bíblicos cristológicos y las construcciones de identidad cristiana en pro de la praxis emancipadora» (65).

Es un interés actual, es la necesidad hodierna de liberación universal, lo que debiera impulsar cualquier hermenéutica cristiana y no la Escritura en cuanto tal, puesto que esta se ha prestado a menudo para la opresión de las mujeres. La potencialidad liberadora de la Escritura solo es actualizada cuando sus criterios de interpretación no obtienen su validación de los procedimientos metodológicos de la dogmática, sino del interés del intérprete por la emancipación. Es este interés el que puede descubrir los criterios teológicos «en el potencial encarnado que tienen los textos y marcos intelectuales para engendrar procesos de interpretación y praxis que pueden transformar mentalidades kyriocéntricas y estructuras de dominación» (66). E. Schüssler Fiorenza no deja espacio ni al fundamentalismo ni al relativismo, al fijar a la hermenéutica bíblica una finalidad histórica, concreta y abierta a la universalidad: «este interés teológico en la liberación de todas las mujer*s debe determinar todos los marcos intelectuales de estudios bíblicos en particular y de estudios cristológicos en general, y no simplemente los de los estudios feministas» (67).

Para abrir paso a su postura hermenéutica, E. Schüssler Fiorenza emprende un agudo ataque contra las metodologías que quieren hacernos creer que están libres de intereses exógenos que pudieran distorsionar la interpretación de la Escritura. Al efecto, desenmascara los intereses no confesados de la hermenéutica bíblica actual: «los discursos bíblicos eruditos construyen y propagan la identidad cristiana y occidental no solamente como un ‘hecho dado’ canónico-teológico o clásico natural, determinado masculinamente y válido universalmente, sino también como una identidad kyriarcal preconstruida que se ha tornado el ‘sentido común’ cultural y religioso. En la medida en que los biblistas intentan construir discursos cristológicos, tienen como objetivo mantener la identidad cultural occidental y religiosa cristiana como identidad kyriarcal preconstruida, y elaborar estas formaciones de identidad en términos doctrinales-históricos, espirituales-imaginativos o histórico-apologéticos» (68).

Sobre la justicia de este ataque no toca hacerse cargo, pues lo que aquí importa es reconocer la originalidad que representa la ubicación del principio clave de la hermenéutica bíblica en los intereses extrabíblicos y actuales que debieran configurarla. ¿Cómo es posible juzgar que estos intereses sean legítimos? Por más que se afirme la necesidad de una circularidad hermenéutica entre «texto» y «contexto» que supere la posibilidad de una interpretación caprichosa, en el caso de esta cristología feminista crítica el círculo deja de ser vicioso solo en la medida que se rompe a favor de una praxis de liberación universal que no puede verificarse sino a posteriori. Pero, teóricamente, E. Schüssler Fiorenza enuncia al menos el camino que conduce de la particularidad a la universalidad de la liberación.

El caso es que esta teóloga emprende una lucha en todas las direcciones que le parecen necesarias: contra los sistemas de opresión sociales y políticos, y contra el «sentido común» y las culturas que incorporan y reproducen marcos ocultos de dominación. Pero lo que más llama la atención de su metodología no es solo que combate la hermenéutica bíblica contemporánea aunque lleve el título de feminista, sino que somete a la misma Escritura a una severa deconstrucción. El análisis de las Escrituras es crítico no solo en contra de la manida neutralidad metodológica científica, sino porque cuestiona el uso que ha podido hacerse de ella en perjuicio de las mujeres. Presidido por un interés liberacionista, el análisis crítico de las Escrituras «tiene ramificaciones positivas para la autocomprensión y la teología cristianas, en la medida en que deconstruye, en pro de la praxis emancipadora, los textos kyriocéntricos y las lecturas cristológicas positivistas del Testamento Cristiano que perpetúan una formación de identidad cristiana kyriarcal» (69). Buscando reconstruir su sentido liberador sepultado, la teología crítica de E. Schüssler Fiorenza debe primero desmantelar la retórica teológica que, aun en la Escritura, no ha sido sino producción histórica kyriarcal. El «lenguaje masculino absolutizado y fosilizado acerca de D**s y Cristo», según sus palabras, debe ser «cuestionado y socavado radicalmente» (70). En particular, la hermenéutica feminista crítica denuncia las «naturalizaciones» y las «teologizaciones» de las diferencias de sexo/género, que la Escritura y la tradición han favorecido toda vez que ellas «participan en un proceso lingüístico-simbólico de ‘naturalización’ del género gramatical. No solo el lenguaje religioso, sino también el lenguaje androcéntrico en general reinserta reiteradamente los prejuicios culturales-religiosos y las relaciones sociales-kyriarcales que a su vez apoyan sus prácticas disciplinares» (71). Solo de una práctica feminista crítica que impulse una clasificación y evaluación de los rastros de la cristología bíblica emancipadora, se puede esperar una «liberación y bienestar que todavía no hayan sido realizadas plenamente en la historia» (72).

La hermenéutica bíblica de esta cristología desmantela las articulaciones kyriarcales que durante el período de elaboración de la Escritura han sido reproducidas en ella para asegurar la «subordinación de las mujeres y esposas nacidas en libertad, de esclavas y esclavos, de los jóvenes y de la comunidad cristiana como un todo al amo/señor/padre/emperador» (73), que la erudición bíblica ha demostrado que no provienen de la teología cristiana, sino del contacto del cristianismo primitivo con la cultura grecorromana. La empresa de deconstrucción de E. Schüssler Fiorenza se extiende además a la génesis del dogma cristológico. La unidad de la Iglesia, vista como condición de la unidad del imperio, habría obligado a Constantino y a los sucesivos emperadores a uniformar la interpretación de la Escritura (74).

En definitiva, el esfuerzo de deconstrucción tiene por objeto una reconstrucción, «la reconstrucción del movimiento de Jesús como movimiento emancipador de basileia» (75). E. Schüssler Fiorenza injerta el movimiento de emancipación femenino en el movimiento de Jesús en pos de aquella basileia que en los primeros tiempos del cristianismo representó un desafío para el imperio romano. De aquí que al momento de abordar el estudio de Jesús, la autora no se centre en su carácter de varón ni particularmente en su relación con las mujeres ­lo que reiteradamente hacen las cristologías feministas­, sino en su proyecto liberador. Para ella, «una identidad cristiana feminista debe articularse reiteradamente dentro de las diversas luchas emancipadoras por la visión de la basileia/la comunidad de naciones de D**s que significa bienestar y libertad para todos los habitantes de la aldea global» (76).

AL TERMINAR: LA CUESTIÓN CATÓLICA EN LAS TEOLOGÍAS CONTEXTUALES DE LIBERACIÓN

Al terminar centramos la atención en el punto probablemente más complejo, aunque mencionado solo a la pasada en lo que se ha venido planteando. El carácter católico de las teologías de los autores estudiados hace en su caso aún más apremiante la exigencia interna de cualquier teología cristiana, desde el Nuevo Testamento hasta nuestros días, de interpretar eclesialmente la revelación. Aunque la hermenéutica magisterial católica sea también ella por fuerza contextual, su función no es sectorial. La labor interpretativa magisterial no debiera entrar en disputa de igual a igual entre las múltiples interpretaciones locales, pues a ella incumbe como responsabilidad primera la unidad de la Iglesia. Pues bien, empresas hermenéuticas como las de Sobrino y Schüssler Fiorenza, al reclamar legítimamente la posibilidad de una interpretación de sus respectivas praxis, no pueden desentenderse de la interpretación obligante del magisterio eclesiástico. Puesto que en las obras vistas esta preocupación no existe, la señalamos aquí directamente. A modo de ejemplo recordamos que el Nuevo Testamento admitió diversas cristologías en la medida que la Iglesia confesó a uno y al mismo Jesucristo.

Por otra parte, acogido el aporte de teologías contextuales de liberación como estas, no hay vuelta atrás. El servicio a la unidad de la pluralidad correspondiente al magisterio no podrá apoyarse más en un acceso inmediato a la revelación. No existe un punto para interpretar privilegiado y libre, a su vez, de ser interpretado. En la medida que la hermenéutica ha sido acogida por la teología, la pretensión de poseer «el» sentido de la revelación es visto como una desmesura ideológica, funcional a un abuso del poder que cada vez menos católicos están dispuestos a soportar.

En otras palabras, el problema hermenéutico último para una teología que quiere ser católica, no parece ser la superación del fundacionalismo y del relativismo, sino el de la posibilidad de una pluralidad de interpretaciones encaminadas a la comunión y el de una interpretación común facilitadora de interpretaciones personales y sectoriales. Esta permitiría superar la Babilonia postmoderna, la de la tolerancia de múltiples interpretaciones dispares que tarde o temprano conducen al individualismo y al conflicto. Aquella, es demandada tanto por la necesidad de liberaciones sectoriales como por el reclamo de creyentes que legítimamente quieren ser cada uno un «intérprete de Cristo».

Entre cristianos el gran signo de los tiempos es el «libre examen». En nuestro campo abunda el «católico a mi manera». Miradas las cosas a fondo, lo que entre católicos pudiera constituir un acto de desobediencia o desacato, desde un punto de vista teológico no deja de tener un fundamento inconmovible e irreductible: la libertad de los hijos de Dios, el deber de obedecer solo a Dios y en conciencia. Hablamos de un dato central de la salvación cristiana. La comprensión trinitaria de la revelación tiene como origen último la obediencia libre y personal del creyente al Padre por el Hijo en el Espíritu y que, en negativo, dice: «nadie puede interpretar por mí».

Esto no obstante, el católico sabe que la jerarquía de la Iglesia tiene autoridad para «interpretar por otros». Pues bien, la mala articulación de ambos polos de esta hermenéutica conduce de hecho al más hondo conflicto de las interpretaciones en el campo católico. En la medida que la interpretación personal y la eclesial compitan en el mismo plano una contra otra, la inclinación moderna empujará a los sujetos a que dejen la Iglesia y la actitud del pícaro latinoamericano que rezará más o menos así: «ustedes hacen como que mandan y nosotros hacemos como que obedecemos». Pero cabe también la solución católica auténtica de acuerdo a la cual la interpretación personal y la eclesial compitan una con la otra, y no una contra la otra. Lo cual solo será posible cuando compitan en planos distintos, pero complementarios.

Las teologías contextuales de liberación que hemos examinado aquí no incursionan en esta materia y, por lo mismo, no resuelven el problema que representan. Si para estas teologías aquello que hay que interpretar es la praxis de liberación, su tarea católica pendiente es explicar cómo el primado de la consecución efectiva de la liberación no desquicia la comunión eclesial ni hace superfluo el magisterio que custodia la unidad de la Iglesia. Por el contrario, queda pendiente para el magisterio el ejercicio de un modo de interpretar la revelación que abandone los dogmatismos prehermenéuticos, para acompañar las búsquedas prácticas y plurales de liberación personales y sectoriales, compartiendo su oscuridad en la fe, animando sus frustraciones con la esperanza evangélica y corrigiéndolas con la caridad de quien tiene autoridad porque antes de interpretar «para los otros» no cesa de «interpretar para sí y con los otros».


* “La hermenéutica en las teologías contextuales de la liberación”, Teología y Vida, Vol, XLVI (2005), nº 1-2, pp. 56-74.

(1) Cf. David Tracy, «¿Más allá del relativismo y del fundacionalismo? La hermenéutica y el nuevo ecumenismo», Concilium 2/142 (1992) 346. La expresión «fundacionalismo» es engañosa, pues representa el esfuerzo filosófico moderno por superar el «fundamentalismo» que, aun fracasando, impide que este recupere sus pretensiones de verdad. Dice Tracy: «La creencia de los grandes pensadores modernos, desde Descartes hasta Husserl, de que la filosofía es capaz de proporcionar un «fundamento» seguro, cierto, y sin presuposiciones para todo el pensamiento y, en consecuencia, para toda la realidad, es una creencia que se ha venido abajo. Esta tentación peculiarmente moderna ­denominada ahora ‘fundacionalismo’­ está siendo cuestionada en muchas partes. La alternativa, ¡por desgracia!, es con harta frecuencia alguna clase de relativismo postmoderno, sea explícito o implícito, sea confiado en sí mismo o modesto».

(2) Cf. Robert Schreiter, Constructing local theologies, Orbis Books, NY, 1993, pp. 12-16.

(3) Se citan aquí las dos obras cristológicas principales de Jon Sobrino, Jesucristo Liberador(JL), Trotta, Madrid, 1991, y La fe en Jesucristo (FJ), Trotta, Madrid, 1999; y el libro de Elizabeth Schüssler Fiorenza, Cristología feminista crítica (CFC), Trotta, Madrid, 2000.

(4) «Los modelos de liberación analizan la experiencia vivida de un pueblo para desenmascarar las fuerzas de opresión, lucha, violencia y poder». Se concentran en los elementos conflictivos que oprimen a una cultura y en extirparlos. «En medio de la pobreza absoluta, la violencia política, la privación de derechos, la discriminación y el hambre, los cristianos se mueven del análisis social al testimonio bíblico para encontrar en estos eco, en orden a comprender la lucha en la que están empeñados o para encontrar dirección para el futuro. Los modelos de liberación se concentran en la necesidad de cambio» (R. Schreiter, o.c., p. 15).

(5) FJ., pp. 14-15.

(6) CFC., p. 30.

(7) FJ., p. 19.

(8) CFC., p. 23.

(9) FJ., p. 20.

(10) JL., p. 20.

(11) Cf. JL., p. 52-56.

(12) CFC., p. 25.

(13) La cristología de E. Schüssler Fiorenza es crítica respecto de las teologías feministas, aun cuando se ubica en su mismo cauce. Para obligarlas a ir todavía más lejos, reemplaza la categoría usual de «patriarcado» por el de «kyriarcado». Si el primero se vincula estrechamente al género masculino del «padre», el segundo alude al abuso del poder que ella combate más allá de toda cuestión de género. Este ha sido tradicionalmente, «el gobierno del emperador/ amo/ señor/ padre/ esposo sobre sus subordinados» (CFC., p. 32). Pero no todos los hombres son explotadores. «A su vez, el término ‘kyriocéntrico’ se refiere a articulaciones ideológicas que convalidan y son sostenidas por relaciones kyriarcales de dominación. Puesto que el kyriocentrismo reemplaza a la categoría del androcentrismo, la mejor manera de entenderlo es considerarlo como un marco intelectual y una ideología cultural que legitima y es legitimada por estructuras sociales y sistemas de dominación kyriarcales» (CFC., p. 32). Para E. Schüssler Fiorenza el antiguo problema del abuso del poder sobre las mujeres principalmente, pero también sobre los hombres, tiene su expresión moderna en los discursos de todo tipo que suponen la dualidad de los sexos y, tal como incautamente hacen hasta ahora las cristologías feministas, los siguen reproduciendo con su crítica a la condición de varón de Jesús y de su Padre: «El marco de sentido ‘oculto’ que generalmente rige los discursos cristológicos tanto masculino-mayoritarios como apologético-feministas, es el del sistema kyriarcal moderno de sexo/género. Este marco de sentido teórico y teológico entiende a Jesús ante todo como el Hijo varón Divino, a quien D**s, el Padre, envió a redimirnos de nuestros pecados» (CFC., p. 16).

(14) El traductor de CFC al castellano ha usado las expresiones de «muj*r» y «mujer*s» para ser fiel al énfasis inclusivo que E. Schüssler Fiorenza da a la expresión «wo/man» y «wo/men» toda vez que, según sus palabras, de esta manera «quiere llamar la atención de los lectores sobre el hecho de que aquellas estructuras kyriarcales que determinan las vidas y el estatus de las mujeres también tienen un impacto sobre los hombres de las razas, las clases, los países y las religiones subordinados, aunque de manera diferente. Por ende, la ortografía wo/men trata de comunicar que, cada vez que hablo de wo/men, no solamente quiero incluir a todas las mujeressino también a los varones oprimidos y marginalizados. Consiguientemente, wo/men debe entenderse como expresión inclusiva antes que como un término de género exclusivo universalizado» (CFC., p. 15).

(15) CFC., p. 47.

(16) CFC., p. 50.

(17) CFC., p. 51-52.

(18) CFC., p. 55.

(19) FJ., p. 19.

(20) FJ., p. 20.

(21) FJ., p. 20.

(22) CFC., pp. 27-28.

(23) CFC., p. 28.

(24) CFC., p. 28

(25) Cf. JL., pp. 25-33.

(26) Cf. Jorge Costadoat, «Interrogantes sobre la cristología latinoamericana», en Jesucristo, prototipo de humanidad en América Latina (Tercera reunión de la Comisión Teológica de la Compañía de Jesús en América Latina), México, 2001, pp. 77-84.

(27) Cf. Pedro Trigo, En el mercado de Dios, un Dios más allá del mercado, Sal Terrae, Santander, 2003.

(28) Cf. Jorge Costadoat, S.J., «La liberación en la cristología de Jon Sobrino», Teología y Vida, Vol XLIV (2003), 62-84.

(29) Cf. JL., p. 59.

(30) JL., p. 57.

(31) CFC., p. 250.

(32) CFC., p. 30.

(33) E. Schüssler Fiorenza sustituye «D-s» (G-d) por «D**s, en atención a la queja de las feministas judías que le reprocharon el contenido conservador de «D-S».

(34) CFC., p. 79.

(35) Cf. JL., p. 55.

(36) Gustavo Gutiérrez, La densidad del presente, Sígueme, Salamanca, 2003, p. 108.

(37) CFC., p. 51.

(38) Cf. Pablo Richard (ed.). La lucha de los dioses, San José, 1980.

(39) Cf. Antonio González, «Primado de la praxis», en Trinidad y liberación, UCA Editores, 1994, pp. 58-63.

(40) Cf. JL., p. 52.

(41) Cf. CFC., pp. 29-38.

(42) Cf. JL., p. 30.

(43) JL., p. 88.

(44) JL., p. 92.

(45) JL., p. 41.

(46) Cf. JL., p. 42.

(47) Cf. JL., p. 43.

(48) JL., p. 62.

(49) JL., p. 63.

(50) JL., p. 63.

(51) JL., p. 76.

(52) Cf. JL., p. 76.

(53) JL., p. 77.

(54) JL., p. 77.

(55) JL., p. 79.

(56) JL., p. 80.

(57) Cf. JL., p. 82.

(58) Cf. JL., p. 57.

(59) JL., p. 56.

(60) CFC., p. 25.

(61) CFC., p. 26.

(62) CFC., p. 26.

(63) CFC., p. 26.

(64) CFC., p. 26.

(65) CFC., p. 95.

(66) CFC., p. 96.

(67) CFC., p. 96.

(68) CFC., p. 109.

(69) CFC., p. 95.

(70) CFC., p. 227.

(71) CFC., pp. 67-68.

(72) CFC., p. 227.

(73) CFC., p. 33.

(74) Para esta autora, «la promulgación calcedónica de la doctrina de la encarnación es un buen ejemplo de cómo el kyriocentrismo y el kyriarcado se alimentan y se refuerzan mutuamente» (CFC., p. 41).

(75) CFC., p. 139.

(76) CFC., pp. 129-130.

Evangelización de la cristología popular

La Iglesia latinoamericana, desafiada por la situación de injusticia y pobreza de las grandes mayorías y estimulada por el Concilio Vaticano II, desde hace unos treinta años ha dado inicio a una nueva y profunda evangelización sin precedentes en la historia del continente. En esta empresa, tanto el Magisterio episcopal latinoamericano como la reciente Teología de la liberación han contribuido, influenciándose recíprocamente, a subsanar las deficiencias de la cristología popular. También ha incidido en este logro, el respaldo pastoral y teológico de los últimos Pontífices. Los ensayos pastorales, las intuiciones teológicas, las nuevas catequesis, las politizaciones, las exageraciones y los errores cometidos, todo el inmenso movimiento eclesial posibilitado por la participación popular en la Iglesia, ha desembocado, sumando y restando, en un mejor conocimiento de Jesucristo y en una Iglesia extraordinariamente viva, además de introducir en la cultura de los países respectivos el valor trascendente de la “opción por los pobres”, opción cuyo carácter evangélico ha sido reconocido y acogido en ultramar e incluso por culturas muy distintas.

A continuación doy cuenta sumaria de la contribución del Magisterio y de la Teología de la liberación a la evangelización de la imagen de Cristo, y termino con mis propias conclusiones acerca de algunos criterios cristológicos-pastorales que pueden orientarla.

1. El Magisterio Episcopal Latinoamericano del Post-Concilio

Medellín sostiene que Jesucristo es el Hijo encarnado para liberar a los hombres de todas sus esclavitudes provienentes del pecado: “la ignorancia, el hambre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano» (Justicia, 3). Este Cristo se ha identificado profundamente con los pobres (Pobreza de la Iglesia, 7). En consecuencia, Medellín invita a  reconocer a Jesucristo en los pobres explotados y rechazados (Paz, 14). Y señala su presencia en la historia, otorgando los criterios de su reconocimiento: «Cristo, activamente presente en nuestra historia, anticipa su gesto escatológico no sólo en el anhelo impaciente del hombre por su total redención, sino también en aquellas conquistas que, como signos pronosticadores, va logrando el hombre a través de una actividad realizada en el amor» (Introducción, 5).

Puebla profundiza el anuncio de Jesucristo, a la vez que corrige sus eventuales reducciones. Acogiendo la advertencia de Juan Pablo II , afirma: «No podemos desfigurar, parcializar o ideologizar la persona de Jesucristo, ya sea convirtiéndolo en un político, un líder, un revolucionario o un simple profeta, ya sea reduciendo al campo de lo meramente privado a quien es el Señor de la Historia» (178). Es decir, se rechaza toda ideologización de la imagen de Jesucristo, sea la ideologización socializante sea la ideologización intimizante. Por el contrario, Puebla nos habla de todos los aspectos de la vida de Cristo, pues espera que una liberación integral se siga de una evangelización completa y no parcial (173). Esto no obstante, Puebla destaca que los pobres son los destinatarios privilegiados de la misión de Jesús, por ser pobres no por ser buenos («cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren», 1142) y que esta misión de Jesús se verifica donde los pobres son evangelizados  (1142). Es Puebla que clama por una opción por los pobres. De paso y corrigiendo penosos paternalismos, Puebla promueve un criterio pastoral de máxima importancia cuando habla del “potencial evangelizador” que tienen los pobres para la misma Iglesia (1147).

En Santo Domingo, Juan Pablo II dio a la Conferencia y a los Documentos una fuerte tonalidad cristológica, queriendo insistir en que Jesucristo es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8), que El es la «verdad eterna», la medida de toda cultura y de toda obra humana, que El constituye una «inescrutable riqueza» de salvación.. Se insistirá en el peligro de las reducciones cristológicas. Pero la novedad y contribución cristológica mayor de Santo Domingo es la perspectiva cultural a la que se abre, desde una teología de la encarnación que afirma la presencia oculta de Jesucristo en la culturas, aún antes de cualquiera evangelización y que, en consecuencia, toda evangelización auténtica debe considerar positivamente. Dice así: «Jesucristo se inserta en el corazón de la humanidad e invita a todas las culturas a dejarse llevar por su espíritu hacia la plenitud, elevando en ellas lo que es bueno y purificando lo que se encuentra marcado por el pecado. Toda evangelización ha de ser, por tanto, inculturación del Evangelio»(13).

2. Nueva “imagen de Cristo” en América Latina

La Teología de la liberación, en comunión pero también a veces en discordia con el Magisterio latinoamericano y Pontificio, ha promovido una evangelización centrada en Jesucristo en orden a verificar en la historia del continente su salvación trascendente como liberación de todos los males que agobian a los pobres, especialmente la opresión social. Este intento ha exigido un discernimiento acerca de los “Cristos” latinoamericanos, para el cual se da como criterio interpretativo clave la reversibilidad entre Jesucristo y la liberación. Según Pedro Trigo: “Si hay verdadera liberación está Cristo. Si hay fidelidad al camino histórico de Jesús hay una verdadera liberación”[1]. Los teólogos de la liberación asumen el hecho de la conflictividad de la realidad y postulan una reconciliación escatológica que sólo es posible esperar por medio de una identificación con el Jesús histórico y con su causa, el Reino de Dios, el cual ha llegado a ser Señor de la historia luego de haber padecido en carne propia la pobreza y la injusticia, después de haber pasado por la muerte violenta y de haber sido justificado en su inocencia por su Padre en la resurrección.

En estos últimos años Jon Sobrino proclama que el hecho cristológico mayor ocurrido en América latina es el surgimiento de una nueva imagen de Jesucristo, la del “Cristo liberador”. En breve, esta imagen consiste en lo siguiente: «El tradicional Cristo sufriente ha sido visto no ya sólo como símbolo de sufrimiento con el cual poder identificarse, sino también y específicamente como símbolo de protesta contra su sufrimiento, y, sobre todo, como símbolo de liberación»[2]. Lo fundamental de esta imagen consiste en rescatar al Cristo «liberador» del Evangelio, al Jesús de Nazaret, el Jesús histórico, enviado «a predicar la buena nueva a los pobres y a liberar a los cautivos» (Lc 4,18). Pero tal vez lo más novedoso de este acontecimiento es que esta cristología exige y es indisociable de una “nueva forma de vivir la fe”: «Fe en Cristo significa, ante todo, seguimiento de Jesús«[3]. Ella ha inspirado a gente que ha llegado incluso al martirio por Cristo. Pues, habiendo sido la historia de Jesús conflictiva, habiéndose puesto él en favor de los oprimidos y en contra de los opresores, «el seguimiento de Cristo es, por esencia, conflictivo porque significa reproducir una práctica en favor de unos y en contra de otros…»[4]. Lo novedoso de esta cristología estriba, en definitiva, en que el conocimiento de Cristo no sólo impulsa a una práctica de liberación, sino que también proviene de ella. Sobrino admite que la nueva imagen de Cristo no es mayoritaria. Pero no por eso es menos importante, tanto por la relevancia histórica como por su semejanza con Jesús de Nazaret.

En América latina el nuevo anuncio de Jesucristo se ha hecho de diversas maneras, dependiendo evidentemente del contexto social y cultural preciso de que se trate. En algunas partes la nueva imagen de Cristo se ha expresado de un modo radical y dialéctico, queriendo alterar decididamente las condiciones socio-políticas de opresión. En estos casos, la ilustración acerca del Dios verdadero por medio del conocimiento de la revelación evangélica, se ha realizado con iconoclastia. Pero en otras partes la nueva imagen de Cristo ha penetrado lentamente en la fe del pueblo, sin exigencias extremas de ruptura con la fe anterior y de radicalidad en el compromiso con la nueva devoción. Juan Carlos Scannone establece la posibilidad de un vínculo fundamental entre la nueva y la vieja cristología, que no descarta las rupturas pero que subraya sobre todo la continuidad. Scannone destaca la enorme relevancia que tiene en la fe popular la imagen de Cristo Salvador e injerta en ella la nueva devoción al Cristo liberador, en orden a alcanzar una liberación de veras integral. Afirma: “Toda otra perspectiva cristológica de manual, predominantemente teórica o abstracta, toda otra que tienda a separar idealística o materialísticamente el Jesús de la historia del Cristo de la fe, o que se centre casi exclusivamente en una perspectiva política o bien prescinda espiritualísticamente de ella, no respondería a la fecunda síntesis vital encarnacionista y salvacionista que vive en el pueblo latinoamericano en su piedad. La figura nueva de Cristo Liberador cobra así su sentido pleno dentro de la mencionada perspectiva del Cristo Salvador, a la vez que rescata -a nivel de la reflexión teológica- el hecho de que es una salvación integral la que el pueblo fiel espera de Cristo y le pide a Cristo, a la par que por ella lucha y trabaja: a Dios rogando y con el mazo dando[5].

La Teología de la liberación ha profundizado en la historia de Jesús de Nazaret, lo que ha redundado en una nueva comprensión de la cruz de Cristo y de su resurreción.  En un principio, dada la gran ambigüedad que importaba la devoción popular a la Pasión de Cristo, hubo intentos por corregir este exceso con una predicación de la Resurrección alternativa a la predicación tradicional de la Cruz[6]. Pero a poco andar los teólogos de la liberación han puesto de relieve que el resucitado es el crucificado y viceversa, aun cuando es difícil encontrar entre ellos un discurso teológico que equilibre adecuadamente ambos aspectos entre sí y con el ministerio público de Jesús. El redescubrimiento de la resurrección de Cristo tiene una importancia capital para la Teología de la liberación, en cuanto ella constituye la razón de la esperanza para el pueblo sufriente y su lucha de liberación. La resurrección representa la victoria de la justicia sobre la injusticia. Ella, sin embargo, cobra toda su credibilidad en la medida que depende estrechamente del misterio de la cruz. Misterio, porque la cruz, aun cuando los teólogos de la liberación elucidan sus causas históricas, también sostienen que ella es un escándalo que en última instancia apunta a Dios mismo y, por otra parte,  que la cruz es el lugar más propio de la revelación de un Dios que no quiere el sufrimiento humano ni  la resignación ante el mal, sino que penetra la historia para liberarnos de él, revelándose a sí mismo con humildad y amor, consuelo y liberación. La Teología de la liberación, en definitiva, intenta ofrecer una nueva comprensión a la fe tradicional en el Cristo crucificado, una interpretación más lúcida respecto de las causas históricas del sufrimiento de los pobres y más cercana al Jesús de los Evangelios.

3. Criterios cristológicos para un nuevo anuncio de Jesucristo

Inspirados en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, podemos deducir un criterio cristológico-pastoral que podríamos llamar simplemente “acogida”. Un párroco de una conocida parroquia de Santiago decía que el 50% de la pastoral consiste en la acogida. Esto es, acoger a la gente con su religiosidad sea cual sea. La manera que el pueblo fiel tiene de expresar su relación con Dios es para él lo más valioso de su vida. Tenida cuenta que la religiosidad popular se desarrolla en gran medida por la nula participación que se le ha otorgado en la Iglesia, si se quiere re-evangelizar la imagen popular de Cristo será necesario no despreciar sino acoger esta devoción a pesar de sus deformidades. El punto de partida de la Encarnación es el punto de llegada de la humanidad. Dice la Escritura, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo”(Gál 4,4). Del mismo modo, la pastoral popular tiene que poner los medios que hagan sentir al pueblo fiel que la Iglesia hace suya su religiosidad, que su fe en Cristo no es ningún delito. Si Dios hace camino con la humanidad a lo largo de la historia, también la pastoral debiera acompañar a la gente sin forzar el paso, sin pedirle desde un comienzo lo que la gracia sólo produce  con el tiempo y con misericordia. La iconoclastia fracasó: las iglesias se han repoblado de sus santos. Santo Domingo, particularmente, invita a la Iglesia latinoamericana a discernir la presencia actuante de Cristo en las más diversas culturas en orden a inculturar el Evangelio en vez de aplastarlas con él.

Esto no obstante, la imagen de Cristo debe ser permanentemente anunciada. Como hemos mencionado hace poco, los límites de la devoción popular a Jesucristo son varios y se prestan a las más graves manipulaciones. ¡Cómo es posible que un continente que se confiesa cristiano sea tan tremendamente injusto! El anuncio del Misterio Pascual de Jesucristo debiera ser el principio que permita juzgar la cristología popular y, al mismo tiempo, exigir a ésta dar un paso adelante en el conocimiento del Cristo total.

El Misterio Pascual juzga no sólo la imagen deficiente de Cristo, sino también las tendencias subjetivas a utilizarlo en provecho propio o en perjuicio de los demás. La cristología intimizante (que sólo encuentra a Cristo en “el alma”), la cristología socializante (que sólo ve su presencia en el cambio de estructuras sociales), la cristología que nada más inspira resignación y sometimiento, las cristologías entusiásticas, todas ellas y otras cristologías parciales suelen ser también expresión del pecado de los que las profesan. Como bien piensa Segundo Galilea, tampoco basta la evangelización porque el pueblo entiende a Cristo a su manera. Dado que uno de los signos de los tiempos del advenimiento del  Tercer Milenio es el fortalecimiento de la religiosidad individual con menoscabo de las instituciones religiosas, es pensable que en el futuro la proliferación de imágenes recortadas y alienantes de Cristo llegue a ser muchísimo mayor que lo que hemos conocido. La exigencia de acogida será inmensa, pero todavía mayor será la de discernimiento. El juicio sin acogida no es divino, pero la acogida sin juicio no es cristiana. La pastoral popular del futuro debiera reconducir la cristología popular a la Cruz del resucitado y a la Resurrección del crucificado. El camino de Cristo exige seguirlo por todos los misterios de su vida sin quedarse parados en ninguno particular.

Es así que, tanto los últimos Papas como los teólogos de la liberación, pasando por nuestros propios pastores urgen una proclamación integral de Cristo, pues las reducciones de su figura no sólo reducen la experiencia de la integridad de su salvación, sino que son causa remota de abusos y de falsas virtudes. Para que el anuncio de Cristo sea completo, sin embargo, tampoco es suficiente que se centre en el Misterio Pascual. Es necesario, además, proclamar la Vida Pública de Jesús de Nazaret: su proyecto histórico del Reino de Dios y su intimidad con Dios Padre. Sólo en la perspectiva de la historia de Jesús y gracias a la fe en la Resurrección, es posible comprender que su muerte no es un acto macabro de Dios y que Dios no se complace con el sufrimiento humano. Tal vez la religiosidad popular intuya esta verdad, pero la acentuación unilateral de la fe en el crucificado conduce fácilmente a centrar la vida espiritual en la expiación del pecado y el temor al castigo divino, con perjuicio evidente de la vida que Dios quiere para sus hijos.

La predicación integral de Jesucristo, por último, debiera abrirse a descubrir su presencia en todo el mundo. El advenimiento del Tercer Milenio exige a la Iglesia abrirse no sólo a la diversidad cultural in crescendo, sino al entero universo de los seres. La conciencia ecológica contemporánea exigirá a la Iglesia desempolvar el anuncio del Cristo Cósmico,  para lo cual la religiosidad popular con su extraordinaria sensibilidad y fantasía podrá ofrecer nuevos símbolos y sangre nueva.

Sólo cuando la predicación de Jesucristo es íntegra, Él es la Palabra (Lógos) y la Imagen (Éikon) del Padre. Frente a los cambios culturales en curso, nos parece de suma pertinencia la recomendación pastoral del Obispo Ysern de combinar estos dos aspectos de Cristo, tal como los cánticos chilotes interpretan hasta hoy los símbolos y ritos de las fiestas religiosas.

Publicado en Revista de Ciencias Religiosas, Universidad Blas Cañas, Santiago, 1998.


[1] Pedro Trigo, Los Cristos de América Latina. Curso latinoamericano de cristianismo, Ed. Centro Gumilla, nº 10, Venezuela (s/d),  p. 3.

[2] Jon Sobrino, “Una nueva imagen y una nueva fe en Cristo”, en Jesucristo liberador,  Ed. Trotta, Madrid, 1991, p. 26.

[3] Idem., p. 27.

[4] Idem., p. 27.

[5] J.C. Scannone, Evangelización, cultura y teología, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1990,  pp. 237-238. Cf. R. Muñoz, Ronaldo Muñoz Dios de los cristianos, Ediciones Paulinas, Santiago, 1986, pp. 58-59.

[6] Cf.,  Segundo Galilea “La predicación de la cruz a los oprimidos”, Christus (México) 1975, nº 477,  pp. 36-39.

El talante social en la espiritualidad del P. Hurtado

La vocación social del Padre Hurtado tipifica su modo de vivir y de concebir la misma espiritualidad que él comparte con los jesuitas desde San Ignacio hasta nuestros días. Por una parte el talante social de la espiritualidad del Padre Hurtado es expresión de la espiritualidad ignaciana pero, dada su raigambre evangélica y en la medida que es acento original suyo, Alberto Hurtado hace también avanzar la tradición ignaciana.

 Preámbulo

 Creemos que el Bienaventurado Alberto Hurtado es un santo de nuestra época, y así esperamos que un día lo reconozca la Iglesia Jerárquica. Santo, en el sentido fuerte de la palabra: al modo como Cristo fue santo y del modo como Cristo lo santificó. Pero, además, porque pensamos que su santidad es indisociable de la época en que vivió y esto tiene directamente que ver con una santidad auténticamente cristiana que se inscribe en el dinamismo de la Encarnación del Hijo de Dios en un tiempo y lugar determinado de la historia, en vista a la salvación de los hombres. Su manera original de concebir el cristianismo como amor a Dios y a los hombres que transforma la vida humana y social en su integridad no es, pues, adjetivo, sino esencial a su santidad. Cuando el Cristo total es el analogatum princeps de la santidad -y no una idea abstracta e individualista de ella-, la solicitud del Padre Hurtado por los pobres en una época en que la miseria amenaza a inmensos sectores de la humanidad no hace del Padre Hurtado menos santo, sino más santo.

El estudio de la espiritualidad de un hombre es complejo, más todavía tratándose de un hombre tan completo. En definitiva, sólo Dios conoce el «espíritu» de Alberto Hurtado. A esto se añade el hecho que el autor de este estudio no ha conocido al Padre más que de oídas y por sus escritos. Pero, como dice el Señor, «por sus frutos los conoceréis» y, en otra ocasión: «en esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros». La espiritualidad del Padre Hurtado es accesible a nosotros por el testimonio de sus obras y sus palabras. Es no obstante, una investigación a fondo de este tema queda pendiente. Este estudio se presenta con carácter de ensayo. Queremos sobre todo hacer ver dónde está la originalidad del místico Alberto Hurtado, destacando lo más sobresaliente de su experiencia de Dios. Muchos aspectos de su rica espiritualidad aparecerán como menos importantes, sin serlo, y algunos quedarán inevitablemente en el olvido.

I. Presupuestos de su espiritualidad

1. La historia

Si nadie más que Dios puede dar razón del origen de la santidad de Alberto Hurtado, la historia que lo precede, su familia, su Iglesia, su país también son antecedentes próximos de su santidad porque el mismo Dios se ha manifestado en ellos desde hace tiempo. Es hermoso caer en la cuenta de que nuestra tierra ha sido capaz de parir un santo. Teresita de los Andes y Laura Vicuña tampoco son una casualidad.

Alberto Hurtado Cruchaga recibió la mejor formación que Chile podía ofrecerle. Nació y fue educado en una familia aristocrática y empobrecida. Por raigambre familiar heredó una cultura riquísima en valores humanos y religiosos. En su caso, las penurias económicas no lo dañaron más de lo que lo acendraron en su estatura espiritual. Los estudios realizados en el Colegio San Ignacio -uno de los mejores de su tiempo- completaron significativamente su formación. El padre Fernando Vives -predicador incansable de la Doctrina Social de la Iglesia- dejó una huella profunda en su alma. Los estudios de leyes en la Facultad de Derecho de la Universidad Católica, amén de orientarse al sustentamiento de su familia, fortalecieron su vocación de servicio al bien común de su patria.

Pero Alberto se formó también en la calle y en la plaza. Atento a los acontecimientos sociales del Chile de su época, Alberto Hurtado salió al encuentro de las necesidades de los pobres que en ese tiempo colmaban los conventillos de Santiago y participó en política. No obstante sus obligaciones de estudiante, se dio tiempo para ocuparse de las obras sociales del Patronato de Andacollo y ser prosecretario del Partido Conservador. Además de la educación formal, la acción social fue su maestra. El contacto de primera mano con la dramática realidad de su país, y su afán por transformala cara a Dios, es la fragua espiritual de lo que el Padre Hurtado llegó a ser y de todo lo que hizo.

2. La doctrina del Cuerpo Místico, la Doctrina Social de la Iglesia y la devoción al Sagrado Corazón

En segundo lugar, recordamos como presupuesto de la espiritualidad de Alberto Hurtado la importancia que para él tuvo la teología del Cuerpo Místico, la Doctrina Social de la Iglesia y la devoción al Sagrado Corazón, que él supo combinar en una misma dirección. De la primera, el mismo Padre nos dice:

            «En este amor a nuestros hermanos que nos exige el Maestro nos precedió El. Por amor nos creó; caídos en culpa, por amor -lo que parece a muchos aún ahora una inmensa locura- el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos a nosotros hijos de Dios. El Verbo se unió místicamente al encarnarse a toda la naturaleza humana. Cristo ha querido ser el primogénito de una multitud de hermanos a quienes hace participantes de su naturaleza divina y con quienes quiere compartir su propia vida divina. Los hombres, por gracia, pasan a ser lo que Jesús por naturaleza, hijos de Dios. Aquí tenemos la razón íntima de lo que Jesús llama su mandamiento: desde la Encarnación y por la Encarnación los hombres están de derecho al menos unidos a Cristo, llamados a ser uno con El en la unidad de su Cuerpo Místico. De esta unión no está excluido ningún viviente, que si no está unido a Cristo puede estarlo: sólo los condenados quedan excluidos de esta unión» (19,27,1).

Con esta palabras, su autor asegura en una charla dada a unos 10.000 jóvenes de la AC (1943) que «ser católicos equivale a ser sociales».

Otra vertiente de inspiración perenne del Padre Hurtado es la Doctrina Social de la Iglesia, de la que se considera apóstol, en particular las encíclicas Rerum Novarum de León XIII y Cuadragessimo Anno de Pío IX. En ella fundamentará sus reflexiones sobre la propiedad y del trabajo de los obreros, la necesidad de reformas estructurales de la sociedad chilena.

Por último, también influye en su espiritualidad la devoción al Sagrado Corazón de Jesús (y al de María) a la que el joven estudiante de Sarriá quiere consagrar su vida apostólica con la perfección del beato, hoy santo, P. La Colombière. Para él esta devoción es «el Amor de Nuestro Señor desbordante, que el Amor que Jesús como Dios y como hombre nos tiene y que resplandece en toda su vida» (62,96). Ella constituye la clave de su felicidad, pues «si Jesús me ama, ¿qué me importa, pues, de lo demás?» (34,4,4-5). De acuerdo a su devoción al Sagrado Corazón se pregunta cómo amar. La convicción profunda de que Dios lo ama provoca en Alberto el deseo de hacer la voluntad de Dios amando a su vez a sus compañeros:

            «Leer cada día en una visita… un trozo del S.Evangelio y procure ver en él al S. Corazón. Gustar de preguntar y hacer hablar sobre el S. Corazón… Ver al S. Corazón en el pecho de mis hermanos (pues están en gracia) obrando por ellos, viviendo y reinando en su interior, sirviéndome, amándome, probándome por ellos. Pero en El, mi amigo divino, el que me ama, sirve y prueba. ¡Con qué amor he de responder!» (18,2,3).

Y se propone propagar esta devoción.

3. La espiritualidad ignaciana

La vida y la obra de Alberto Hurtado es la de un sacerdote de la Compañía de Jesús. En esta tradición espiritual, él perfeccionó su amor a Dios y al hombre, su servicio incondicional a la Iglesia, su devoción a María, su piedad y su oración. Alberto Hurtado fue un jesuita hecho y derecho, un jesuita sobresaliente. Su espiritualidad es la espiritualidad ignaciana realizada a la perfección. Cualquier miembro de la Compañía de Jesús podría imaginar al mismo San Ignacio ocupándose de lo que al Padre Hurtado desvelaba.

Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio son, por cierto, la matriz teológica y espiritual más determinante de su santidad. Alberto Hurtado entiende su vida entre Dios y los hombres, gracias a la clave de los Ejercicios Espirituales ignacianos. Toda su predicación, toda su actividad, son expresión y recreación de estos ejercicios: su deseo de la mayor gloria de Dios expresado en la búsqueda de su voluntad; su amor a Jesucristo y sus ansias de ser otro Cristo; la pasión por la salvación de los hombres de carne y hueso, y no sólo de sus almas; su apertura a las inspiraciones nuevas del Espíritu; su devoción a María, Madre de Jesús en su propio corazón; su respecto y amor por la Jerarquía de la Iglesia, el saberse colaborador en el apostolado de la Iglesia; su conciencia de pecado y su deseo de la santidad; su mortificación, su humildad y su alegría; la fortaleza de su voluntad y su paz interior; la búsqueda de una oración personal y afectiva. Tantas otras características de su modo de seguir a Jesucristo el Padre Hurtado las hizo suyas de los Ejercicios Espirituales, particularmente, y de la espiritualidad ignaciana en general.

De muestra, dos botones. A la base de la vida de Alberto Hurtado, y como explicación de toda su obra, hayamos el amor gratuito de Dios y por Dios. En su mes de Ejercicios Espirituales, recién entrado al noviciado, el joven Alberto glosó la explicación del llamado «Principio y Fundamento» en términos tan radicales que merece recordarse.

            «He sido creado y para conocer y amar a Dios; no para salvar mi alma; esto es consecuencia y don gratuito. Mi fin, pues es amar y servir a Dios. Debo ser todo de Dios; no seré de Dios si retengo algo para mí» (12,3,9).

El texto ignaciano dice lo mismo, pero en otros términos:

            «El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima» (EE 23).

Este es en pocas líneas el proyecto ignaciano de la santificación: el amor y servicio de Dios gratuito y desinteresado. La santidad no se busca in recto, sino que es pura obra de Dios en los que se dedican a su alabanza. Y, en tanto es buscada, no es ella el bien último:

            «Egoísmo en mis ideales sobrenaturales: no debo buscar mi perfección ni santificación por serme provechosas sino porque es el medio más seguro de glorificar a Dios y el que más le glorifica» (12,3,31).

De esto resulta que, si esta alabanza de Dios el Padre Hurtado la hizo realidad dignificando a los obreros y a los pobres, la exaltación de los obreros y los pobres no es un medio «para salvar mí alma», sino un fin buscado por sí mismo y gratuitamente. ¡Cuán contrario fue el Padre Hurtado a dar como limosna lo que se debía por justicia! Pero ni el amor ni la justicia hacia los pobres pueden ser para él medios para alcanzar la propia santidad, mas que cuando se ama y se es justo con el Cristo que nos sale al encuentro en los pobres y por puro deseo de servirlo.

En los Ejercicios de 1926, una anotación similar ancla su actividad de servicio a la voluntad de Dios en el amor antecedente de Dios, lo que equivale a fundar la ética en la mística:

            «He sido creado PARA SERVIR. Esto es consecuencia del conocimiento y amor de Dios. Es algo ACTIVO: cumplir la voluntad de Dios» (12,3,15).

Otro ejemplo de la influencia decisiva de los Ejercicios Espirituales en Alberto Hurtado es la postura que él exige de un cristiano ante el mismo Jesucristo. En un Congreso de los Sagrados Corazones de Jesús y de María (1944), luego de acicatear a los jóvenes para acudir en socorro de los desheredados con justicia y caridad, al modo de la triple pregunta ignaciana ante Cristo crucificado (EE 53), los interroga:

            «¿Qué he hecho yo por mi prójimo? ¿Qué estoy haciendo por él? ¿Qué me pide Cristo que haga por él?» (19,28,4).

En este caso interesa notar cómo donde en los Ejercicios dice «Cristo nuestro Señor delante y puesto en Cruz», aquí dice «mi prójimo». Desarrollaremos esta idea capital más adelante. Baste insistir una vez más en que la espiritualidad ignaciana suministra las vigas maestras de la espiritualidad del Padre Hurtado.

II. Espiritualidad del Padre Hurtado

1. Una mística esencialmente cristiana

Toda mística tiene en común la pretensión de ser experiencia de Dios. Se podrá discutir si la experiencia religiosa es mística en tanto fenómeno excepcional, reservado a un pequeño número de hombres, o si se trata sólo de una cuestión de grados de intensidad en la experiencia de Dios. En todo caso, lo que especifica la «mística cristiana» es la experiencia de Cristo caracterizada ya sea por la visión contemplativa, ya sea por el nacimiento de Dios en el corazón. «Todo lo demás es secundario. Sin duda hay numerosas similitudes de estructura entre las místicas de las diferentes religiones, pero en el cristianismo el contenido tiene preeminencia sobre la forma»[1]. Aún más, «la mística cristiana no es esotérica…; lo que prueba que hay ‘mística’ en el sentido de visión extática particular, no es la intensidad del sentimiento experimentado, ni tampoco la magnificencia de la visión, sino el cambio práctico de vida: sin una conversión de hecho, no hay mística cristiana» (Urs von Balthasar)[2].

Místicas cristianas ha habido muchas; no a pocas de ellas las ha acosado una desviación respectiva. Por ejemplo, los dualismos del cuerpo y del espíritu, de la fe y de la política, de los ministros y del pueblo, amenazan hasta hoy día la espiritualidad cristiana auténtica que, desde el Nuevo Testamento, ha intentado vincular el escuchar con el hacer, la oración con la acción, el conocer con el amar, la persona con la comunidad. Lo mismo habría que decir de místicas «revolucionarias» que, al valorar la dimensión libertaria del cristianismo en perjuicio de su gratuidad, reducen la experiencia religiosa a la práctica de cambio social y político.

En el Padre Hurtado hallamos una mística esencialmente cristiana por un doble título. Porque en Cristo Alberto Hurtado encuentra a Dios y porque la comprensión que el Padre Hurtado tiene de Cristo es -con perdón de la tautología- íntegramente «cristiana». Cristo es para él el Hijo eterno del Padre en el seno de la Trinidad, el Verbo que hecho carne asume para siempre la humanidad y el Cordero de Dios por su muerte y resurrección redime al mundo. Por mediación de Cristo, el Padre  Hurtado ha visto a Dios en el prójimo, particularmente en el pobre. Al a concebir la transformación del mundo a partir de los que a los ojos del mundo nada valen, los miserables, el Padre Hurtado ha puesto las bases de una nueva y más cristiana forma de ser Iglesia y de ser nación que aún está por verificarse en todo su alcance evangélico.

a) Aspectos teológicos de su espiritualidad

Todo lo dicho arriba acerca de los presupuestos de la espiritualidad ignaciana no bastan, sin embargo, para comprender su espiritualidad. El Padre Hurtado no fue un teólogo, pero con su práctica y su reflexión hizo teología o, al menos, creó en su ambiente las bases para una más profunda manera de comprender a Dios.

Hoy en día conviene recordar que no toda noción de Dios es cristiana, aun cuando se presente bajo este título. Toda vez que en un discurso religioso Jesucristo nada nuevo aporta a la noción de Dios, es decir, cuando una idea previa de la divinidad modifica hasta anular la revelación que Dios ha hecho de sí en su Hijo Jesús, no estamos ante el Dios de nuestra fe, sino ante «otro dios». Muchas veces sucede que en el hablar de Dios da lo mismo decir «Padre» o «Jesucristo». Unas veces este hecho es inocuo, pero si la no diferencia entre el «Padre» y el «Hijo» se hace en perjuicio de este último sucederá que «en el nombre de Dios» se justificarán las conductas más diversas e incluso contrarias como de hecho ha ocurrido en Chile y en la historia del cristianismo desde sus orígenes. Bajo el amparo del nombre de Dios, de su Providencia y del cristianismo se han cometido los crímenes más terribles[3].

Posiblemente el Padre Hurtado no reparó teóricamente en este tipo de distinciones. Es corriente encontrar en su predicación la identificación entre Dios y Jesucristo, pero de lo que no se puede dudar es que para Alberto Hurtado Dios es Dios al modo como en Jesucristo nos ha sido revelado. Para él, conocemos a Dios en Cristo. Corrobora de paso lo anterior la molestia que él experimentaba ante un tipo de religiosidad meramente exterior e inculta, opuesta al cristianismo verdadero. A propósito de la educación religiosa, el Padre se lamenta:

            «Hoy, por desgracia, los jóvenes, con mucha frecuencia, ignoran completamente los misterios centrales del cristianismo y hasta las oraciones más comunes. Los pocos rezos que logran rezar, muchos hasta la mitad…son deformados horriblemente, lo que demuestra que no han captado su sentido: ‘Señor mío Jesucristo, yo soy hombre verdadero, Criador del padre…’ o bien: ‘Dios pecador me confieso…’ Estas expresiones no las oye uno todos los días en esa forma burda, pero sí se descubre el fondo de ignorancia que es demasiado frecuente»[4].

Pero tampoco es suficiente que Jesucristo revele cuál es el Dios verdadero. Tampoco basta decir «Cristo»: es necesario confesar al Cristo total. La predicación unilateral del misterio pascual a menudo anula la racionalidad de la imitación del Jesús terreno que pasó por el mundo haciendo el bien. Y, por el contrario, una imitación de Jesucristo que no extrae su fuerza del misterio pascual deriva en la ilusión ingenua de creer que el hombre puede alcanzar la salvación sin Dios, por sus propios medios.

Para el Padre Hurtado Jesucristo es el Cristo total. Pero en una época en que se predica la resignación ante el sufrimiento humano bajo la inspiración del Cristo Paciente, a él se le acusa de favorecer la imitación del Jesús del Reino y de la acción. En una carta de él mismo al presbítero Don Raúl Silva Silva expone una de las muchas críticas que se le hicieron en el Seminario de Santiago, con motivo de una charla sobre la Acción Católica:

            «La exaltación de Cristo Jefe, Cristo Rey en lugar del Cristo Paciente y humilde constituye un peligro para los jóvenes, pues, infiltra en sus almas el orgullo y desvirtúa la esencia del cristianismo que está en la Redención dolorosa. La predicación de las virtudes ‘heroicas’ que hace el Asesor Nacional, ese llamado al heroísmo de la juventud, debiera reemplazarse por el llamamiento a la humildad y mansedumbre…» (68,18,1-2).

Alberto Hurtado, empero, no desconoce el «hondo misterio del mal cuya razón última no acabaremos nunca de penetrar». Se pregunta: «¿no será acaso la causa más profunda del sufrimiento ‘completar lo que falta a la pasión de Cristo’, colaborar con Jesús en la redención de la humanidad?»[5]. Pero así como rechaza el «pelagianismo», rechaza sobre todo desconocer el mal del mundo y no hacer nada por suprimirlo:

            «Esta certeza de la perennidad del dolor en el mundo no nos autoriza a contentarnos con predicar la resignación y el quietismo. La resignación sólo es legítima cuando se ha quemado el último cartucho en defensa de la verdad, cuando se ha dado hasta el último paso que nos es posible por obtener el triunfo de la justicia»[6].

Alberto Hurtado da incluso otro paso adelante. En tanto educador, subraya la importancia del conocimiento «personal» de Jesucristo, y su imitación, en vez de un conocimiento meramente teórico. En Puntos de Educación (1942) señala:

            «El alma humana es un templo vivo de Dios en la cual nunca ha de faltar el cuadro de Cristo y su mirada ha de penetrar hasta el fondo de su ser moldéandolo con las virtudes propias del Redentor. El alma del joven al irse fortaleciendo ha de ir precisando también más y más la verdadera figura de Jesús. Del Jesús Niño ha de ir pasando al Jesús Adolescente, al Jesús Jefe, al Jesús Paciente. Ha de conocer un Cristo enérgico y varonil, el del sermón de la montaña, el que arroja a los mercaderes del Templo, el que calma las tempestades, el que invita a los hombres a seguirlo dejándolo todo para poseerlo a El. Y al mismo tiempo ese Cristo es el Dios bueno que acaricia al prójimo, busca la ovejita perdida, perdona a la Magdalena, defiende a la adúltera y sale en busca de Zaqueo. ¡Qué fuerzas sentirá el joven que puede dialogar diariamente con este Cristo en la Eucaristía! El director espiritual ha de procurar que los adolescentes y jóvenes conozcan la figura de Cristo no solamente de segunda mano sino directamente por medio de la Sagrada Escritura. El fin de toda dirección espiritual ha de ser sembrar el amor a Jesucristo en el corazón de los jóvenes, hacer que traben verdadera amistad con Cristo: un contacto vivo, sincero, entre El y ellos. Que se acostumbren a buscar siempre y en todo a Cristo. Jesús no ha de ser para los jóvenes un mero recuerdo, un cuadro pálido, sino una realidad viva y grande a quien someten todos sus planes, a quien descubran todas sus esperanzas y todos sus deseos, alguien que viva muy cerquita de ellos alegrándose de sus triunfos y sufriendo con ellos en sus caídas» (PE, 212-213).

El Padre Hurtado no acostumbra a teorizar sobre el Espíritu Santo, incluso lo menciona poco, mucho menos que al «Padre» y a «Cristo». Esto no obstante, el Espíritu Santo está presente en toda su concepción práctica de Dios, tal vez incluso más allá de las posibilidades teóricas de la doctrina del Cuerpo Místico. La verdadera obsesión del Padre Hurtado por descubrir la voluntad de Dios en los acontecimientos históricos y la inmensa creatividad con que responde a ella a lo largo de toda su vida, no pueden sino ser reconocidas como obra del Espíritu. Una vez al menos, él mismo confiesa:

            «Nunca he tenido una cosa menos mía que el Hogar de Cristo y la Fraternidad. El Espíritu Santo lo ha hecho todo» (64,62).

En suma, para Alberto Hurtado Dios es Amor. Pero no un amor que salva al hombre sin el hombre, sino que por el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios penetra la historia humana, como hombre vive, enseña, cura, perdona y sufre, y resucitado de la muerte continúa su misma acción redentora en los cristianos por la fuerza del Espíritu Santo. El designio último de Dios es que los hombres tengan la vida en abundancia, la vida en todos sus aspectos, que es la Vida divina: «Ego veni ut vitam habeant et abundatius habeant» (52,14,3).

b) El corazón de su espiritualidad

1.- Búsqueda de la voluntad de Dios Padre

Para Alberto Hurtado todo viene de Dios y todo se dirige a Dios. Así ve él su propia vida y cree que un cristiano debe ver la suya. La razón de ser del hombre es -según declara el Principio y Fundamento ignaciano- la alabanza y el servicio de Dios. Pero el Dios del Padre Hurtado es inseparable de su voluntad[7]. Por ello, confiesa verdaderamente a Dios quien se dispone a buscar la voluntad de Dios hasta en los acontecimientos más pequeños o tristes de la vida. En este sentido, y no otro, la búsqueda de Dios constituye la finalidad de la vida humana. En una plática a la Conferencia Episcopal (1940), afirma:

            «Esa finalidad de nuestras vidas es buscar a Dios. Buscarlo en todo, buscarlo para darnos cuenta de que es El realmente el dueño soberano, el amigo, el Padre. Quiere que lo busquemos y que lo hallemos; que lo conozcamos aquí abajo con el conocimiento obscuro de la fe; allí arriba en la luz de la gloria. Quiere que lo poseamos por el amor».

Pero esta búsqueda de Dios y de su voluntad ha de ser radical y desinteresada:

            «Pero esta búsqueda de Dios para que satisfaga el alma, ha de ser una búsqueda de Dios solo, de nada más que El. Dios solo, no sus dones, sus consuelos, los éxitos del apostolado, las almas salvadas, sino Dios y su santísima voluntad: y nada más. Buscar una creatura es buscar a Dios y algo que no es Dios, como si Dios solo no fuese suficiente»[8]

Por esta razón, la adoración es la mayor de las virtudes, en tanto el que adora renuncia a cualquier provecho y honor personal, para alabar a un Dios que sólo se lo honra cumpliendo su voluntad. Esta es la eucaristía. Para nuestro santo, existe una profunda relación entre la gratuidad de la alabanza de Dios y el empeño ético por hacer su voluntad. Una realidad es la contracara de la otra. Pero la gratuidad de la alabanza de Dios funda la segunda y no al revés, de modo que la acción humana sólo prospera en la confianza de la eficacia sobrenatural divina.

En este marco hay que entender la búsqueda apasionada de la santidad del Padre Hurtado:

            «La voluntad de Dios. La realización en concreto de lo que Dios quiere… Todo el trabajo de la vida santa, consiste en esto: en conocer la voluntad de mi Señor y Padre. Trabajar en conocerla, trabajo serio, obra de toda la vida, de cada día, de cada mañana, ¿qué quieres, Señor de mí, de mis ejercicios muy en especial? Trabajar en realizarla, en servirle en cada momento. Esta es mi gran misión, mayor que hacer milagros» (31,10,6).

Pero el horizonte de su pasión por Dios es amplísimo, se extiende a toda la historia de su época, más allá incluso de su querido Chile. En carta a Hugo Montes B. dice:

            «El olvido de Dios, tan característico de nuestro siglo, creo que es el error más grave, mucho más grave aún, que el olvido de lo social»[9].

En uno de sus últimos artículos en la revista Mensaje titulado «La búsqueda de Dios», el Padre Hurtado lamenta profundamente los males del siglo cuyo origen -a su entender- consiste en el reemplazo del sentido del Dios por el sentido del hombre: una auténtica inversión de los valores fundamentales de la vida, no ajena a los cristianos, que se traduce en múltiples aberraciones. Dice:

            «El sentido DEL HOMBRE ha reemplazado al sentido de Dios. En otros tiempos se atacó un dogma: fueron las herejías, trinitarias o cristológicas. En la época del renacimiento, el protestantismo atacó la Iglesia; el siglo XIX impugnó la divinidad de Cristo. Pero estaba reservada a nuestro siglo una negación más radical: la negación de Dios y su reemplazo por el hombre. El pecado del mundo actual, es, como en tiempos antiguos, la idolatría, ¡la idolatría del hombre!».

Y continúa:

            «Los grandes ídolos de nuestro tiempo son el dinero, la salud, el placer, la comodidad: lo que sirve al hombre. Y si pensamos en Dios, siempre hacemos de El un medio al servicio del hombre: le pedimos cuentas, juzgamos sus actos, nos quejamos cuando no satisface nuestros caprichos»[10].

Pero el fundador de la revista Mensaje no se queda en la queja crónica de los que sólo tienen ojos para condenar el mundo moderno. Imprimiendo estilo a la revista, descubre en este mismo mundo signos promisorios de búsqueda de Dios y de su presencia. «En el hambre y sed de justicia que devora muchos espíritus, en el deseo de grandeza, en el espíritu de fraternidad universal, está latente el deseo de Dios». El Padre Hurtado se admira de los trapenses que rezan en los conventos y de las religiosas del Padre Voillaume «que unen su vida de obreros en una fábrica a una profunda vida contemplativa»; de jóvenes que estudian para glorificar al Creador, de obreros de la JOC que aprenden a rezar y de intelectuales y artistas que hacen de Dios el valor supremo de sus vidas[11].

A la base de su visión sobrenatural del mundo hay en el Padre Hurtado una profunda experiencia del amor de Dios, una inmensa felicidad y un deseo por llevar a Dios a los demás:

            «Qué grande es mi vida! ¡Qué plena de sentido! Con muchos, rumbo al cielo. Darles a los hombres lo más precioso que hay: Dios. Dar a Dios lo que más ama, aquello por lo cual dio a su hijo: los hombres! Señor, ayúdame…».

Los testimonios acerca de cómo el Padre Hurtado enfrentó su enfermedad y muerte son sobrecogedores. Todo ello él lo vive como un encuentro con su Padre.

Con todo, Alberto Hurtado es conciente que no basta confesar a Dios, que aun buscándolo es posible extraviarse. Se interroga:

            «¿Cómo podemos estar ciertos de buscar realmente a Dios, de no adherir a las creaturas en medio de las cuales tenemos sin embargo que vivir? ¿Cómo saber que no nos buscamos a nosotros mismos, siendo así que tenemos en tantas cosas que tener en cuenta con nuestros intereses, nuestra salud, nuestra persona, la persona de los otros…?»[12].

La respuesta es Cristo:

            «Aquí está la clave: crecer en Cristo… Viviendo la vida de Cristo, imitando a Cristo, siendo como Cristo»[13].

2.- La asimilación íntima a Jesucristo

El Padre Hurtado encuentra a Dios en Cristo. Pero no sólo como criterio de aquello que verdaderamente conduce a Dios. Ante todo, Cristo es el amor mismo de Dios por él y por todos los hombres, su pasión más querida, el motivo ardiente de todo su apostolado. Por esto decimos que su espiritualidad es esencialmente cristiana. José Correa S.J. da testimonio de esta intimidad y de su irradiación:

            «Como en Ignacio, en el Padre Hurtado esa experiencia de Dios adquiría una connotación especial en el amor y el seguimiento de Jesucristo. Amaba a Cristo, vivía de Cristo, hablaba de Cristo. En los retiros contagiaba a Cristo; recuerdo que decía que había que ‘chiflarse por Cristo'»[14].

Con sus propias palabras, el Padre nos permite asomarnos a a sus propósitos espirituales:

            «…mi vida cristiana esté llena de celo apostólico, del deseo de ayudar a los demás, de dar más alegría, de hacer más feliz este mundo. No sólo ‘nota’ apostólica: Consagración entera en mi espíritu y en las obras… una vida sin compartimentos, sin jubilación, sin jornadas de 8 ó 12 horas. Toda la vida entera y siempre para vivir la vida de Cristo» (52,12,7).

Si el valor supremo de la vida humana es cumplir la voluntad divina, para el Padre este valor se realiza por una entrega completa a Cristo. Esta es la verdadera santificación que él busca determinadamente: la imitación de Jesucristo constituye el centro organizador de su piedad religiosa y de su vida moral. Para él, toda otra religiosidad que no se integre a partir del seguimiento personal de Cristo, aunque se diga cristiana, es insuficiente y en definitiva no sirve. Dirá:

            «Oración continua, meditación diaria, vida sacramental intensa, fervor tierno a la Madre del Amor Hermoso: sin esta vida de íntima unión con Cristo para resucitar en nosotros la responsabilidad de su misión, nada se hará»[15].

Ahora bien, el mismo Padre Hurtado plantea la pregunta: ¿qué significa imitar a Jesucristo? En una charla a los profesores de la Universidad Católica (1940), el Padre desecha cuatro posibilidades[16]. Primero, la de aquellos que se dedican al estudio del Jesús histórico e intentan repetir literalmente la vida de Cristo. Pero «el espíritu vivifica, la letra mata». Segundo, la de los que se aproximan especulativamente a Jesús, «pero no mudan su vida ante él». Una aceptación intelectual o sólo afectiva de Cristo empero «no es imitar a Cristo». Un tercer grupo de personas «creen imitar a Cristo preocupándose… únicamente de la observancia de sus mandamientos, siendo fieles observadores de las leyes divinas y eclesiásticas, escrupulosos en la hora de llegada a los oficios divinos, en la práctica de los ayunos y abstinencias». En este caso el cristianismo deriva en el fariseísmo. Pero esta tampoco es imitación de Jesucristo: «el rigorismo y el fariseísmo no son la esencia del catolicismo». Por último, hay quienes caen en el activismo apostólico y triunfalista que no tiene cuenta de la virtud oculta de Cristo en los fracasos humanos.

Para Alberto Hurtado, por el contrario, imitar a Cristo es obrar como si Cristo tuviera que obrar en su lugar. Este es el corazón de su espiritualidad en su versión activa. En su aspecto pasivo -lo veremos- su espiritualidad consiste en ver a Cristo en el prójimo, particularmente en el pobre. Esta experiencia de Dios que se traba en el Cristo que somos y el Cristo que encontramos en los demás se articula la Iglesia que en el mundo es principio de unión de todos los hombres en Dios. Sorprende cuántas veces en su predicación el Padre Hurtado insiste en proponer la pregunta «qué haría Cristo en mi lugar». El cristiano es otro Cristo. Tomamos sólo un ejemplo:

            «…supuesta la gracia santificante, que mi actuación externa sea la de Cristo, no la que tuvo, sino la que tendría si estuviese en mi lugar. Hacer yo lo que pienso ante El, iluminado por su Espíritu que haría Cristo en mi lugar. Ante cada problema, ante los grandes de la tierra, ante los problemas políticos de nuestro tiempo, ante los pobres, ante sus dolores y miserias, ante la defección de colaboradores, ante la escasez de operarios, ante la insuficiencia de nuestras obras. ¿Qué haría Cristo si estuviese en mi lugar?… Y lo que yo entiendo que Cristo haría, eso hacer yo en el momento presente»[17].

Para nuestro Padre, ésta es la perfección y la santidad cristiana. Si la santidad consiste en la adoración, se adora con una «disposición a ser instrumento de Cristo»[18]. Estamos ante una auténtica «mística de la acción» que, en tanto se alimenta del amor al Cristo total, sabe también ser contemplativa en el sufrimiento, la enfermedad y la muerte[19]. Alberto Hurtado, como San Ignacio, es un «contemplativo en la acción». En él no están disociadas la oración y su trabajo apostólico. No sucede como en otras espiritualidades en que la vida espiritual se distingue de la vida activa. Sin perjuicio de la necesidad de un contacto íntimo con Jesús, toda su actividad en Cristo es contemplación; su espiritualidad es su apostolado. Aun más, en la medida que la imitación de Cristo se nutre de las sugerencias del Espíritu Santo la acción cristiana es capaz de crear una historia nueva y mejor.

En definitiva, la santidad es vida que proviene de Cristo. El camino es sacrificado, pero el fruto es sabroso:

            «Vida rica, plena, fecunda, generosa. A ésta nos llama Cristo: es la santidad. Y Cristo quiere cristianos plenamente tales, queno cierren su alma a ninguna invitación de la gracia; que se dejen poseer por ese torrente invasor, que se dejen tomar por Cristo, penetrar de El. La vida es Vida en la medida en que se posee a Cristo, en la medida en que se es Cristo, por el conocimiento, por el amor, por el servicio».

Pero esta vida de Cristo ha de manifestarse en todas las dimensiones de la vida humana, incluida la social, la económica y la política. En una época en que se habla de revolución, la propuesta del Padre Hurtado es aún más revolucionaria porque retrotrae a la experiencia de Cristo el origen de todos los cambios sociales que es preciso realizar. En un discurso de 1941, llama a los jóvenes a «transformar cristianamente el mundo que nos rodea», los llama a «operar la gran revolución», pero no la de «motines armados, de sabotajes, de cañones», sino «la revolución de las conciencias que se orientarán hacia Cristo». La «gran revolución» no se dará sin la «pequeña revolución, la revolución de nuestra vida orientándola totalmente hacia Cristo» (19,22,1-2).

Con estas palabras el Padre Hurtado se adelantaba a los intentos de muchos cristianos que en los años sesenta quisieron vincular su fe al proceso de transformación social del continente, pero, a la vez los superaba por la radicalidad crítica de su proyecto.

3.- Una mística del prójimo

Si Alberto Hurtado encuentra a Dios en Cristo, encuentra a su vez a Cristo en el prójimo. Toda su espiritualidad se distingue por su amor a los demás, al punto que bien puede llamarse una «mística del prójimo». Desde que Jesús ha anunciado que el mandamiento principal de la Ley es amar a Dios y al prójimo como a sí mismo, después que San Pablo ha declarado que el que ama ha cumplido la Ley y que San Juan ha declarado mentiroso al que dice amar a Dios pero no ama a su hermano, el amor desinteresado por el prójimo tipifica al cristianismo y deviene criterio ineludible de toda mística auténtica.

La convicción de que se sirve a Cristo amando al prójimo es antigua en nuestro Padre. Desde antes de entrar en la Compañía la supo poner en práctica. Un compañero suyo dice de él: «tenía una bondad inmensa y muy delicada con los hermanos enfermos o tristes. Una mamá no lo habría hecho mejor»[20]. Como estudiante jesuita fue conocido por su compañerismo. En sus escritos espirituales él mismo se propone evitar juicios interiores contra sus compañeros, para fijarse mejor en sus virtudes. En el pecho de sus hermanos él ve al Sagrado Corazón «obrando por ellos, viviendo y reinando en su interior, sirviéndome, amándome, probándome por ellos» (18,2,3). Incluso la abnegación la entiende como servicio a los demás, y no como mera virtud abstracta (recordar viaje en tren en que el Padre Hurtado ocupa el peor asiento). Cientos de personas lo recuerdan como un hombre encantador que sabía dar oído a todos, no obstante su escasez tiempo. Un fina manifestación de su caridad la constituye su respeto por los que pensaban distinto, como ser protestantes y comunistas. Cuando fue incomprendido y criticado por sus hermanos jesuitas o por autoridades de la Iglesia, sufrió, pero al considerar a los demás como hermanos en Cristo supo decir «Contento, Señor, contento» y procuró siempre conservar la amistad.

La razón honda de este amor por el prójimo estriba en que «el prójimo es Cristo». Ya en 1926, como novicio, escribe: «…servir a todos como si fueran otros Cristos» (12,3,27). Es decir, no sólo actuar como si Cristo lo hiciera en el propio lugar, sino servir al prójimo como si éste fuera Cristo. Esta es la voluntad de Dios, ésta la santidad. El trasfondo evangélico de esta perspectiva son la parábola de Buen Samaritano (Lc 10,29-37) y la del Juicio Final (Mt 25,31-46) a las que el Padre recurre con insistencia.

Esta identificación del prójimo con Cristo, sin embargo, conviene precisarla teológicamente. Todo su vigor reside en sostener que el servicio de Dios se cumple en «el otro» como si en éste se jugara lo Absoluto. En este sentido, «el otro» nunca puede ser «medio» de la propia santificación, tentación perenne de las espiritualidades individualistas pseudo-cristianas. Pero al prójimo se lo ama en Dios, no como criatura a secas. El Padre Hurtado advierte contra este peligro contrario, que no es sino el pecado de la modernidad. Entre nosotros los hombres y Cristo debe afirmarse tanto una asimilación en virtud del Cuerpo Místico de Cristo, como una inmensa distancia y diferencia: «Es absolutamente necesario el intimar con Cristo, el sentido de una fraternidad con El, pero que nada nos haga olvidar la distancia infinita que nos separa»[21]. El «como si» de la afirmación de la identidad entre el prójimo y Cristo corrige precisamente toda lamentable confusión.

En todo caso, el aparecer de Cristo en el prójimo es el motivo que desencadena en el Padre Hurtado todo su amor y deseo de servir a los demás, porque en el prójimo como en él lo que mueve siempre es el amor universal de Dios por todos los hombres, sin exclusión:

            «Los demás hombres son amados por Dios como yo. ¡Cuánto ha hecho Jesús por salvarlos! ¿Qué será razón que haga yo por ellos? Todo sacrificio, toda oración, todo, todo hecho con amor tiene importancia y es de valor para salvar las almas» (32,4,5)[22].

4.- «El pobre es Cristo»

La gratuidad de la espiritualidad del Padre Hurtado se expresa por completo en su amor por los pobres. Si el amor al prójimo en más de un caso puede ser visto como un acto interesado, el servicio a los pobres nada más puede aparecer como un acto eminentemente gratuito. Interesarse por los pobres sólo tiene valor a los ojos de un Dios que ama lo que el mundo desprecia. Si lo que mueve a nuestro Padre es el puro deseo de la gloria de Dios, su alabanza y su servicio de Dios prueban su veracidad cuando él dedica su vida a los pobres.

Para Alberto Hurtado Cristo vive en el prójimo, pero especialmente en el pobre:

            «Tanto dolor que remediar: Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres dolientes, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes en la persona de tantos niños que no tienen a quién llamar padre, que carecen ha muchos años del beso de una madre sobre su frente. Bajo los mesones de las pérgolas en que venden flores, en medio de las hojas secas que caen de los árboles, allí tienen que acurrucarse tantos pobres en los cuales vive Jesús. ¡Cristo no tiene hogar!» (9,7,1-2).

Para el Padre Hurtado «el pobre es Cristo». Pero no es ésta una afirmación rara, delirante, en su predicación: es común, determinada, provocativa. Su espiritualidad es una «mística del pobre». Valga aquí todo lo dicho anteriormente acerca de la identificación entre Cristo y el prójimo. Por medio de la identificación de Cristo con el pobre, inspirada una y otra vez por la parábola evangélica del Juicio Final, el Padre Hurtado se anticipa proféticamente a la «opción por los pobres» de la Iglesia latinoamericana en sus conferencias de Medellín, Puebla y Santo Domingo. Quienes aman a los pobres y se abocan a sacarlos de la miseria sirven a Cristo; quienes, por el contrario, son injustos con los pobres o nada hacen por ellos, es a Cristo que desprecian. Por lo mismo, no es de extrañar que así como ha sido combatido el magisterio de la Iglesia latinoamericana por su preferencia por los pobres también lo fuera Alberto Hurtado.

Al fundar el Hogar de Cristo, el Padre Hurtado sale en socorro de los miserables que colmaban el Santiago de la época ante la pasividad y desidia del resto de sus conciudadanos. Urgía entonces dar techo, abrigo y comida caliente a niños y adultos que carecían de todo. Pero eso no bastaba. El fundador del Hogar quería para ellos un trato digno, una educación para que salieran adelante por sus propios medios, «es importante que las cosas no se regalen», decía. A los miembros de la Fraternidad del Hogar les pedía un voto de obediencia religiosa al Director, «pero sobre todo obediencia al pobre; sentir sus angustias como propias, no desansando mientras esté en nuestras manos ayudarlos. Desear el contacto con el pobre, sentir dolor de no ver a un pobre que representa para nosotros a Cristo» (64,62,3). El fundador del Hogar de Cristo es el mismo que pide justicia, lo veremos adelante.

Nuestro Padre, sin embargo, no se quedaba en palabras. El mismo bajaba los puentes del Mapocho en busca de los niños abandonados para llevarlos al Hogar. A veces le respondieron a peñascazos. El Padre se ponía a la altura de los pobres. Los abrazaba. Se quedaba a dormir con ellos. Les pedía perdón por no poder atenderlos mejor.

Al momento de su muerte, Alberto Hurtado dice: «Al partir, volviendo a mi Padre Dios, me permito confiarles un último anhelo: el que se trabaje por crear un clima de VERDADERO AMOR Y RESPETO AL POBRE, porque el pobre es Cristo»[23].

Hacia el final de su vida, en una carta al P. Arturo Gaete, expresa una intención que según parece no alcanzó a llevar a efecto, pero que -según decíamos- ha pasado a constituir el corazón del magisterio de los obispos latinoamericanos:

            «Espero escribir este verano (o comenzar?) algo sobre el sentido del pobre, yo creo que allí está el núcleo del cristianismo y cada día hay más resistencia e incomprensión a todo lo que dice pobreza» (62,93).

5.- «Contento, Señor, contento»

Pero, a diferencia de tantos defensores de los pobres que hacen de su amargura la fuerza de su lucha social, el Padre Hurtado, con el mismo corazón con que sufrió los males de su patria, el desprecio a su persona y su enfermedad, supo alegrarse en Dios en todo tiempo. Como joven se exigió a sí mismo la alegría, como adulto la estimuló en los demás; de los jefes de la Acción Católica, la urgió. Por el contrario, el Padre deploró la queja, especialmente cuando ésta consiste en lamentaciones por la fallas ajenas.

Lo característico de su alegría, sin embargo, no es su carácter psicológico. La alegría que a él sale tan espontánea y que pide a los cristianos es la que nace de la fe. Dice: «la gran receta para tener alegría es vivir de fe»[24]. Para los que tienen fe no hay razón alguna para estar tristes. Si en el momento presente se sufre, en el mismo momento hay una razón para estar contentos, pues por la fe sabemos que todo depende de Dios. Su alegría es Cristo y hacer felices a los demás. Incluso la alegría tiene en Alberto Hurtado un sentido social:

            «No basta sonreír para vivir contentos nosotros. Es necesario que creemos un clima de alegría en torno nuestro. Nuestra sonrisa franca, acogedora será también de un inmenso valor para los demás. ¿Sabes el valor de una sonrisa? No cuesta nada pero vale mucho. Enriquece al que la recibe, sin empobrecer al que la da»[25].

Aún en los peores momentos, el Padre exclama «contento, Señor, contento». Ante la noticia de su muerte, el Dr. Armas afirma:

            «Lo hallé muy tranquilo, con esa misma tranquilidad que le conocí siempre y cuando me acerqué a saludarlo, me dijo: ‘El Patrón me llama y aquí estoy listo y feliz…»[26].

2. Una mística apostólica y social

El Padre Hurtado se considera a sí mismo un apóstol de Jesucristo enviado al mundo de su época, a su país.

Al Padre lo desvela la lamentable situación del catolicismo chileno y pretende elevarlo. Pero su actitud nada tiene de sectaria: lo que directamente le importa es elevar a Chile a la vida sobrenatural. Jamás podríamos imaginar que su amor a los pobres haya sido un «medio» para el crecimiento de la Iglesia. Al contrario, de acuerdo a la gratuidad del Principio y Fundamento ignaciano hemos de imaginar que el Padre concibe a la Iglesia al servicio de la gloria de Dios que se verifica a su vez en el servicio a la salvación integral de los hombres y, en especial, de los más postergados. Pero así como el Padre Hurtado no entiende a Dios separa de su voluntad salvífica, tampoco lo entiende sin un Cuerpo del que Cristo es su Cabeza y de acuerdo al cual todos los hombres somos y debemos ser solidarios. La Iglesia es en la sociedad principio de integración de los aspectos más diversos de la vida humana según los criterios de Cristo. La del Padre Hurtado es sin duda una mística profundamente eclesial y social. La Iglesia es para él, como María, una Madre, una realidad sobrenatural y no un ente meramente sociológico. Su misión es conformar las personas y la sociedad a Cristo.

a) Apóstol de Jesucristo y de la Iglesia

El Padre Hurtado fue un sacerdote jesuita al servicio de la Iglesia. El mismo se consideró un apóstol de Jesucristo, colaborador y partícipe en el trabajo pastoral de su Iglesia, en estricta obediencia de su Jerarquía. Por esta razón, nada lo hizo sufrir más que la acusación que con ocasión de su abandono de la Acción Católica le hicieron de «falta de respeto y sumisión a la Jerarquía». Tanto en su teología como en su espiritualidad, el Padre nunca concibió su relación con Dios sin la mediación de su Iglesia y de sus pastores.

1.- «La Iglesia es Cristo»

Tal es el amor de Alberto Hurtado por su Iglesia que llega a identificarla con Cristo a un grado, al menos hoy, teológicamente exagerado. Alguna vez el Padre, hablando de la «responsabilidad frente a la Iglesia», aserta: «La Iglesia es Cristo». Y, más adelante precisa:

            «La Iglesia es Jesús, pero Jesús no es Jesús completo considerado independientemente de nosotros. El vino para unirnos a El, y formar El y nosotros un solo gran cuerpo, el Cuerpo Místico de que nos habla San Pablo…»[27].

Pero a la espiritualidad y a la predicación se conceden derechos que a la teología no se le otorgan. El Padre Hurtado no es un teólogo: es un apóstol y un profeta. La parcialidad de sus afirmaciones no tiene por objeto asegurar una doctrina teológica determinada, sino llegar al corazón de personas concretas y convencerlas de que no hay cristianismo auténtico sin la Iglesia y que la suerte de la Iglesia depende de «nosotros». Con todas las salvedades con que aceptamos la afirmación «el pobre es Cristo, aceptamos que «la Iglesia es Cristo». Pero, sobre todo, acogemos las palabras de nuestro Padre en toda su fuerza. «¿Qué es la Iglesia?», se pregunta. Responde:

            «Lo más grande que tiene el mundo, es la Santa Iglesia, Católica, Apostólica, Romana, nuestra Madre, como nos gloriamos en llamarla. ¿Qué sería del mundo sin ella? Porque es nuestra Madre, tenemos también frente a ella una responsabilidad filial: ella está a cargo de sus hijos, confiada a su responsabilidad, dependiente de sus cuidados… Ella será lo que queramos que sea…»[28].

Por la encarnación, Dios unió a sí la naturaleza humana de tal modo que «Dios pudo decir con absoluta verdad: tengo cuerpo, tengo alma, sufro, padezco… y un hombre que caminaba por las calles y tenía hambre, sed, dolor, podía decir: Soy Dios!»[29]. Esta profunda unidad de Cristo con la humanidad tuvo, sin embargo, por objeto una unidad aún mayor: la unidad nuestra con el Padre, por la cual llegamos a ser hijos de Dios. Por el bautismo pasamos a ser miembros del Cuerpo de Cristo, «en cierto sentido pasamos a ser Cristo»[30]. Luego de estas clarificaciones doctrinales, el Padre Hurtado va a lo quiere decir:

            «La Iglesia no es algo respetable, al servicio nuestro, pero extraño a nosotros mismos como la Cruz Roja o la Asistencia Pública, no, la Iglesia somos nosotros. Cristo y yo, y Uds. el GRAN NOSOTROS»[31].

De esto extrae el Padre una serie de consecuencias, como la necesidad de la unión con Cristo, la solidaridad humana y la responsabilidad en el crecimiento numérico y de vida cristiana de la Iglesia.

Según el Padre Hurtado, la misión de la Iglesia es la santificación del mundo:

            «La razón de ser de la Iglesia es santificar al mundo. Quiere extenderse para extender en ellos la santidad. No es otra la misión de la Iglesia: no es el dominio político, la construcción de soberbios edificios, la celebración de grandes congresos… todo eso en tanto cuanto ayude a la santificación de las almas, que es el único fin propio de la Iglesia»[32].

Por ello, «…al católico la suerte de ningún hombre le puede ser extraña. El mundo entero es interesante para él, porque a cada uno de los hombres se extiende el amor de Cristo…»[33]. Por amor a la salvación de los hombres, la Iglesia está abierta a reconocer la verdad más allá de sus fronteras, incluso en los que atacan a la Iglesia[34]. Este modo de ver la Iglesia en relación con el mundo, muy típica del Padre, será la que años más tarde asumirá el Concilio Vaticano II: con una aproximación crítica a los acontecimientos y problemas del siglo, la Iglesia del Concilio prefiere entrar en diálogo con el mundo moderno en vez de condenarlo sin más. He aquí la novedad del Padre Hurtado y del Concilio.

2.- Preocupación por la Iglesia

La fogocidad de la predicación de Alberto Hurtado se explica en parte por la magnitud del desastre que él advierte en el cristianismo vivido. La ignoracia religiosa, peor aún, la falta de amor a Dios y al prójimo dominan por doquier. Muy antes del Concilio Vaticano II, nuestro Padre clama ante una verdadera «apostasía de masas» o «paganización de las masas» que está teniendo lugar en el siglo XX. La pérdida casi completa para la fe de la clase obrera lo desvela desde sus años de juventud.

La causa de tales males la atribuye él al pésimo ejemplo que dan de Cristo los mismos católicos, especialmente aquellos que lo han tenido todo en la vida, riquezas, educación, seguridades, en relación a los que no tienen nada. Dirá: «los malos cristianos son los más violentos agitadores sociales»[35]. Pero, también, es causa un incorrecto modo de enseñar la fe y la escasez de sacerdotes. Hay un modo de educación religiosa formal, memorística y moralizante que, donde no estimula el fariseísmo, tampoco suscita cristianismo, especialmente entre los jóvenes. Este tipo de educación no sirve. Que todos los chilenos estén bautizados no es suficiente. Por otra parte, la escasez en Chile de sacerdotes impide mejorar esta educación religiosa y, sobre todo, hace magra la posibilidad de que los cristianos accedan a la gracia. En su obra ¿Es Chile un país católico? (1941), el Padre Hurtado sostiene que la falta de sacerdotes es el principal de los problemas, pues el sacerdote es simplemente esencial en la vida de la Iglesia[36].

Pero el Padre no se queda en la queja ni en la crítica. A él no lo mueven los «anti». En un ambiente «antiprotestante» como era el suyo, él se atreve a decir:

            «Más que campañas contra los protestantes, lo que necesitamos es una campaña positiva de cristianismo; ir al pueblo, darle a conocer nuestra santa religión, hacérsela gustar y amar para que la viva intensamente»[37].

Tratándose de la educación de los jóvenes, él propone ante todo «hacer cristianos, imágenes de Jesucristo» (22,17,1), «…no omitir medio de formar ‘Cristo con sus almas'» (ibid., 2); y, por otra parte, que sean formados para la acción. En suma, una imitación personal y activa de Jesucristo. En vez de una religión de temores y de mojigatos, el Padre Hurtado desafía a una religión de libertad, que inspira hacer grandes cosas por Cristo (Puntos de Educación, 59-60). El Padre llama a los jóvenes a considerar la posibilidad del sacerdocio porque él cree en el sacerdocio, en particular en el de sacerdotes santos. Pero, también los llama a un laicado de grandes ideales, de heroísmo, nutrido por la vida sacramental y de la gracia y orientado al bien común: bien puede un abogado, un médico, un ingeniero, un obrero, un empleado, cualquiera, ser un santo en el lugar que le toca en la sociedad. A los jóvenes de la Acción Católica les pide de un modo especial colaborar en el apostolado de la Jerarquía de la Iglesia y en obediencia a ella. De todos espera que comprendan que «ser católicos equivale a ser sociales» y que se comprometan a su modo en la transformación de la sociedad.

No obstante lo anterior, y de acuerdo con el Magisterio episcopal, el Padre Hurtado supo mantenerse lejos de la política de partidos, en contra del parecer de miembros y simpatizantes del Partido Conservador que consideraban que la Iglesia debía seguir respaldándolos y que la neutralidad del Padre sólo favorecía a la naciente Democracia Cristiana.

3.- Sumisión a la Jerarquía

Prueba de su amor a la Iglesia la dio el Padre Hurtado con su alejamiento del cargo de Asesor de la juventud de la Acción Católica. El episodio fue triste, pero fue también ocasión de que se revelara en la práctica cuán grande era la adhesión del Padre a la Jerarquía de la Iglesia.

Con la renuncia a su cargo culminó una serie de dificultades e incomprensiones que se fueron dando entre el Padre Hurtado y el Asesor General de la Acción Católica Mons. Salinas, viejo amigo suyo desde los tiempos del colegio. Pero el conflicto personal no fue sino expresión de las tensiones mayores que afligían a la sociedad y a la Iglesia.

En poco tiempo de Asesor Nacional, el Padre Hurtado hizo crecer considerablemente la Acción Católica en número y en entusiasmo. Su nueva manera de hablar de Jesucristo a los jóvenes, su preocupación por hacer conocer la Doctrina Social de la Iglesia y por exigir de la juventud un compromiso activo en la transformación de su país, amén de la fascinación personal que el Padre irradiaba por la fuerza de sus convicciones, suscitaron en torno a él múltiples suspicacias. Se le acusó por sus ideas sociales «avanzas», por su modo de entender la obediencia a la Jerarquía (en sentido activo y no meramente pasivo), por favorecer a la Falange Nacional o por su apoliticidad, por predicar la acción y no la oración, y otras cosas. Mons. Salinas se sintió pasado a llevar por la franqueza con que el Padre Hurtado le hacía saber sus opiniones.

Cuando el conflicto entre ambos se hizo insoportable, el Padre dejó su cargo preocupándose admirablemente de no exacerbar entre los jóvenes la animosidad contra la Jerarquía, antes bien los instó a respetarla y someterse en obediencia a ella, pero, además, cuidó que su amistad con Mons. Salinas no se rompiera.

Poco después de su alejamiento de la Acción Católica, escribió al mismo Mons. Salinas:

            «En cuanto a mí he revisado repetidas veces mi actitud en este punto y en resumen puedo decirte lo siguiente… Mi estima interior sobre la Jerarquía es profunda. Nuestros Prelados son los representantes de Cristo y es esto lo que debemos ver en ellos: es Su voz la que por nuestros Prelados habla, ordena, aconseja. Otra actitud no es cristiana, y, siendo ésta nuestra mirada ¿cómo no tener un profundo respeto por quienes nos gobiernan en nombre de Cristo?»[38].

Antes de la muerte del Padre Hurtado, Mons. Salinas se reconcilió con él; después de su muerte, ha dado testimonio de la santidad de su inquieto colaborador.

4.- La Compañía de Jesús

Alberto Hurtado fue un jesuita. El mejor jesuita que ha producido Chile. Uno de los jesuitas más grandes que ha tenido la Compañía de Jesús. El Padre Hurtado es un verdadero fundador de la Compañía de Jesús en Chile y esperamos que su espíritu inspire en el futuro a la Compañía universal.

Recién entrado al Noviciado, escribió a su amigo del alma Mons. Manuel Larraín:

            «Por fin me tienes de jesuita, feliz y contento como no se puede ser más en esta tierra, reboso de alegría y no me canso de dar gracias a Nuestro Señor porque me ha traído a este verdadero paraíso, donde uno puede dedicarse a El las 24 horas del día, sirviéndolo y amándolo a todas horas y donde toda acción tiene el fruto de ser hecha por obediencia. Tú puedes comprender mi estado de ánimo en estos días, con decirte que casi he llorado de gozo»[39].

Alberto Hurtado quiso a la Compañía con un profundo sentido de pertenencia, con un amor al mismo tiempo agradecido y creativo. En carta a su Provincial, el P. Lavín, le dice:

            «Creo que si alguna vez debiera dar Ejercicios a los Nuestros una plática sería consagrada a ‘sentirnos de la Compañía’; esto es a no considerar la Compañía como algo extrínseco a nosotros, de lo cual uno se queja o se alegra, sino como algo que formamos parte íntima: una especie de Cuerpo Místico en pequeño. Esta idea yo la creo y la vivo a fondo, por eso no se extrañe si me permito exponerle algunas ideas que se me ocurren a propósito de nuestros trabajos en la Vice-Provincia. Se las sugiero filialmente» (62,33).

En una plática sobre «Nuestra vocación de jesuitas», exhorta a sus hermanos a hacer de su vocación a la Compañía de Jesús el lugar de su santificación, amándola santamente. Al Padre Hurtado resulta admirable cómo la Compañía ha sabido amoldar su espíritu a las más diversas culturas, «sin empequeñerse y sin achatar a la gente» (59,2). Es posible ser jesuitas de las maneras más diversas.

El Padre da cuatro razones para amar a la Compañía. Primero, porque gracias a su extraordinaria tradición es de esperar en el futuro jesuitas aún mejores que los que hubo en el pasado. Segundo, porque la Compañía «vive en contacto con la realidad, sabiendo hacia dónde se marcha» (59,2). Tercera razón, porque hay en ella mucho trabajo. Por último, porque «la Compañía de Jesús no envejece» ya que «no tiene nada que la ate: su finalidad es ‘estar lista a acudir a todas las necesidades de la Iglesia‘» (59,3).

También dentro de la Compañía el Padre sufrió la las tensiones de su época y la incompresión a su modo de ser y de actuar. Pero sus compañeros, incluso sus contrarios, lo recuerdan como un tipo encantador: alegre, preocupado por los demás, como un santo.

Al recibir la noticia de su muerte, el Padre Hurtado responde sonriendo: «Era lo que quería saber, doy gracias a Dios de morir en la Compañía y desde el cielo los seguiré ayudando…»[40].

b) Una mística del sentido y de la integración social

La espiritualidad de un hombre tan completo como el Padre Hurtado es compleja, difícil de definir en pocas palabras. Nuestro educador y padre espiritual pretende incesantemente integrar a la persona, a la sociedad a partir de la persona, en la perspectiva de la fe ententidad ésta como imitación del Cristo total en quien el amor a Dios se verifica como amor y servicio al prójimo. Nada hay más contrario a su noción de cristianismo que las versiones individualistas, superficiales y superticiosas de la piedad. El quiere que Cristo reine en todos los aspectos de la vida humana (la sexualidad, la vida familiar, económica, social, política, cultural), por la caridad y la justicia (en medio de los conflictos más significativos de su tiempo). Prueba de esto es la enorme diversidad de actividades a las que dedicó su interés y la pluralidad de temas de que trataron sus homilías y discursos. Para Alberto Hurtado, en una época de crisis de catolicismo integral como la suya, se debe afirmar que el cristianismo tiene que ver con todos los aspectos de la vida humana:

            «El cristianimo es una actitud total del alma que requiere mirar todas las cosas con los ojos y el corazón de Cristo. Los bienes de este mundo, las riquezas, los placeres, la pobreza, el tiempo, todo debe ser estimado por su valor sobrenatural, por su carácter de medio para el fin último de la vida humana, el servicio de Dios. La gran crisis religiosa en Chile es ante todo una crisis de catolicismo integral: los hombres no ven en los que se dicen católicos al testigo de Cristo, al hombre que ama a Dios por sobre todas las cosas y a sus hermanos los hombres como a sí mismos, por amor de Dios»[41].

De la Acción Católica, el Padre esperaba lo siguiente:

            «…modificar la actitud de una persona y de la sociedad con respecto a Cristo. A los que se han acercado mediante campañas públicas, o a los que la Acción Católica ha ido a buscar, ha de darles una formación integral e intensamente cristiana»[42].

En otro lugar hemos usado la expresión «mística del prójimo» para caracterizar su espiritualidad; la expresión «mística del sentido social» fue acuñada por el Padre Hurtado[43]. Entre las principales dimensiones de esta mística tan cristiana y profética, mencionamos la siguientes.

1.- Una mística de la acción

El Padre Hurtado fue un hombre de oración, nadie lo duda. En la intimidad de la capilla, supo encontrar fervorosamente a Dios en la Eucaristía, la meditación de la Palabra de Dios, la práctica de sus Ejercicios Espirituales, la devoción a los sagrados corazones de Jesús y de María, la oración vocal, mental y contemplativa. En especial, buscó cultivar una oración afectiva y amorosa con su Señor. El Padre Hurtado fue un piadoso ejemplar, aun cuando posiblemente otros jesuitas lo aventajaron en sus prácticas religiosas.

Pero esta piedad tuvo relación directa con toda su actividad apostólica. Es más, lo propio y distintivo suyo, es haber hecho de todo su apostolado su oración. No hay dos «padres Hurtado»: el que rezaba y el que actuaba. Hay uno solo, el jesuita que es «contemplativo en la acción». Para él, toda la vida tiene una dimensión sobrenatural y no sólo la de la sacristía. Con sus propias palabras nos advierte: «adoración sobre todo en la acción (brevemente en la oración)»[44], pues «nuestro fin es la mayor gloria de Dios por la acción, i.e., hacer aquellas obras que sean de mayor gloria de Dios»[45].

Esto, sin embargo, no significa que cualquiera acción es contemplación: «nuestra obras deben proceder del amor de Dios y deben tender a unir más estrechamente las almas con Dios. Las obras que no realicen directa o indirectamente este fin no son jesuitas»[46]. Ante el dolor de la humanidad, Alberto Hurtado deplora a los que predican la resignación y el quietismo, pero también a quienes que, por remediar esos males, caen en el activismo.

A propósito del uso de los medios divinos y humanos, el Padre invoca el clásico «como si» ignaciano, que explica con sus propias palabras:

            «Antes de determinarnos, es necesario ponernos del todo en Dios como si sólo El debiese llevar las cosas al resultado deseado, y por otra parte no hay que descuidar nada de lo que puede contribuir al feliz éxito, y en el uso de los medios debemos poner todo por obra como si el éxito dependiese exclusivamente de nuestro trabajo y de nuestra industria»[47].

El Padre Hurtado en toda actividad confió por completo en la Providencia. Aún más, la provocó. Dice un testigo:

            «El padre se lanzaba, temerariamente nos parecía a nosotros los que trabajábamos con él, en nuevas y mayores empresas, confiando en la generosa respuesta de la Divina Providencia, que nunca le faltó»[48].

En sus últimos años, el Padre Hurtado sufrió los efectos del trabajo excesivo que llevaba. Lo cuenta a su Provincial en estos términos:

            «Esta acumulación de trabajos distintos me obliga a improvisar, terminar por dar el fastidio del trabajo y por desacreditar al operario. La irregularidad en las horas de acostarme y levantarme ha significado gran desmedro para mis ejercicios espirituales, que han andado muy mal: acortar la meditación, supresión de puntos, exámenes y breviario del que tengo conmutación…estoy reducido a correr y hablar» (62,35).

El Padre ve este desgaste como una situación para nada ideal, pero ella es parte de la espiritualidad de un hombre que se ha dado a los demás hasta el extremo. No se puede decir que su «menor oración» sea «menor santidad». Los que lo conocieron dicen que no lo mató el cáncer, sino el exceso de trabajo. Esta es su manera de entender el cristianismo. Esta es su santidad.

Por el contrario, la vida del Padre Hurtado nos pone en guardia contra la falsa mística de los que rezan mucho por su salvación, pero no mueven un dedo por aliviar las penurias de sus prójimos.

2.- Una mística de la reforma social

Una de las características más originales de la espiritualidad del Padre Hurtado es que, como apóstol de la Doctrina Social de la Iglesia, él se dió por entero a la transformación de la sociedad. Acudir a socorrer las necesidades inmediatas de los pobres era urgente, el dolor que le producía en el alma la miseria de los pobres lo llevó a fundar el Hogar de Cristo. Pero esto no era suficiente. Simultáneamente, y desde joven, Alberto Hurtado quiso que terminara en su patria la injusticia social, causa de esta pobreza y del alejamiento de los obreros de la Iglesia. La urgencia de realizar en Chile un orden social verdaderamente cristiano lo impulsó a crear la ASICH (Asociación Sindical Chilena), «el más difícil y tal vez el más importante de todos los trabajos» (62,42,6) que se le pidieron, y la revista Mensaje para la orientación religiosa, social y filosófica de los católicos en en mundo contemporáneo.

En su obra Humanismo Social (1947), el Padre sostiene que «la lucha social es un hecho que no necesita demostraciones»[49]. Frente a él se dan tres actitudes. La de los que «fomentan esa contienda y hacen de la lucha un instrumento de reforma social», a saber, la de los que ven a los otros como enemigos y no como hermanos. Segundo, «la de los que se abstienen en la pelea, más aún, se despreocupan de ella… quienes llegar a erigir en sistema su indiferencia». Por último, la actitud católica «que no es de lucha ni de abstención, sino de sincera colaboración social; su meta es realizar en la práctica la verdadera y auténtica fraternidad humana»[50].

A la base de esta actitud hallamos nuevamente la mística del prójimo que consiste en ver a Cristo en el pobre y actuar en su favor como Cristo lo haría en lugar nuestro, y considerar a todos los hombres como hermanos de un mismo Padre. Alberto Hurtado fundamenta su pensamiento con el Evangelio, la enseñanza de los Padres de la Iglesia y el Magisterio reciente de los últimos Papas. Todo esto, en orden a crear una «actitud social», sin la cual será inútil hablar de los problemas y de las reformas sociales.

El Padre dirige su mirada a la realidad amarga del sufrimiento humano. Se fija en el dolor de los pobres, pero no sólo en el de los pobres. Para ello se sirve del auxilio de la ciencias sociales, de las estadísticas. Baja a detalles increíbles, se duele de todo. La guerra europea. «¡El hambre! ¿Quién de nosotros ha tenido hambre? A lo más algunas veces apetito…»[51]. La corrupción moral. La apostasía de masas. «Tenemos aún en Chile un 25% de la población adulta analfabeta…»[52]. «De 420.000 obreros que hay en Santiago, 100.000 viven en conventillos, y 320.000 en piezas, pocilgas y mediaguas». «La falta de leche en cantidad suficiente trae trastornos que producen la sordera»[53]. «La Inspección General del Trabajo estimaba a fines de 1938, en 828.000 el número de obreros que ganaban menos de $ 10 diarios»[54]. Ante la miserable situación en que viven las familias más pobres, se pregunta:

            «¿Podrá haber moralidad? ¿Qué no habrán visto esos niños habituados a esa comunidad absoluta desde tan temprano? ¿Qué moral puede haber en esa amalgama de personas extrañas que pasan la mayor parte del día juntos, estimulados a veces por el alcohol? Todas las más bajas y repugnantes miserias que pueden describirse son realidad, realidad viviente en nuestro mundo obrero. ¿Hasta dónde hay culpa? O mejor, ¿de quién es la culpa de esta horrible situación…?»[55].

Todos estos problemas se agravan por factores espirituales: «la tremenda crisis de valores morales y religiosos por que atraviesa nuestra patria»[56]. Algunos siguen pensando que la fe está fuerte: se equivocan. «La fe cristiana…se va debilitando casi hasta desaparecer en algunas regiones»[57]. La educación religiosa no sirve. Mientras no se enseñe la religión del amor al Padre y a nuestros hermanos los hombres todo será inútil. Muchos cristianos pudientes son cristianos «solamente de nombre». Rara vez van a misa y se lo pasan en fiestas: «paganismo con un manto social de cristianismo». Las disoluciones matrimoniales abundan y aumentan. Las masas vuelven al paganismo. Dice: «La gran amargura que nuestra época trae a la Iglesia es el alejamiento de los pobres, a quienes Cristo vino a evangelizar de preferencia»[58]. Frente al comunismo, la actitud del Padre es crítica, para nada ingenua, pero leal:

            «Aun al atacar al comunismo lo hemos de hacer con criterio cristiano, no por lo que perjudica nuestros intereses, sino por lo que contradice nuestros principios, por su concepción del hombre, de la vida y del más allá. Aun a este adversario que no respeta al catolicismo, lo hemos de juzgar con inmensa lealtad. Nada más contrario al cristianismo que ese ataque cerrado a todo lo que sea elevación del proletariado»[59].

Según el Padre Hurtado, el más grave de los problemas es la escasez de sacerdotes de la Iglesia chilena, ya que sin sacerdotes no se puede configurar la patria a Cristo.

De todo lo anterior, concluye el Padre que el orden social existente tiene poco de cristiano. Queriendo Dios nuestra santificación, «¿cómo santificarse en el ambiente actual si no se realiza una profunda reforma social?»[60]. Esta reforma debe proceder de una vida interior intensa que «lejos de excluir la actividad social» la haga «más urgente». «La fidelidad a Dios si es verdadera debe traducirse en justicia frente a los hombres»[61].

En adelante, el Padre Hurtado, tal vez sin mucho orden, trata de diversos temas atingentes a la reforma social que él auspicia: la práctica de la justicia, el aprecio del trabajo y del trabajador, el sentido social y el sentido de responsabilidad, la riqueza y la pobreza, la sobriedad de vida y la vida social, el trato de amistad, el primado del amor, la acción social (Acción Católica, acción política, acción cívica, acción profesional, acciones escondidas…), la vida escolar como medio de formación social y el espíritu de iniciativa y sentido social. En suma, una infinidad de aspectos que van desde los más simples modos de la buena educación a la reforma política de las estructuras de posesión y distribución de los bienes de la tierra, todo en vista a crear un orden social cristiano.

3.- Una mística para el alma de Chile

De San Francisco dicen que es el más santo de los santos y el más italiano de los italianos. De modo semejante, la santidad de Alberto Hurtado creció en proporción directa con su amor cada vez más intenso por Chile. El fue un chileno de tomo y lomo, un jesuita enamorado perdido de su patria. En alguno de sus escritos el poeta Vicente Huidobro afirma que lo que a Chile le falta es «un alma». De la justicia de esta sentencia, Dios dirá. Pero nuestra intuición más querida es que el Padre Hurtado ha dado a este país «un alma», la suya propia, que, descartado todo nacionalismo enfermizo, todavía está por configurar nuestro genio entre las naciones, según la inspiración de Cristo.

Es admirable como Alberto Hurtado se hace Padre niños más pobres de su patria:

            «¡Pobres seres humanos tan hijos de Dios como nosotros, tan chilenos como nosotros! ¡Hermanos nuestros en la última miseria! Bajo esos harapos y bajo esa capa de suciedad que los desfigura por completo se esconden cuerpos que pueden llegar a ser robustos y se esconden almas tan hermosas como un diamante. Hay en sus corazones un hambre de cariño inmenso, y quien llegue a ellos por la puerta del corazón puede adueñarse de sus almas» (10,9).

En la fe en Cristo, el Padre Hurtado descubre una fuerza integradora de su país. Por el contrario, el debilitamiento de la fe es visto como una amenaza contra la patria:

            «Todo lo que tienda a disminuir esa fe, da fuerzas a la gran bestia que ruge en el fondo de nosotros y que hace del hombre el lobo del hombre. Todo lo que debilite la fe, debilita la Patria. Luchar contra Cristo es luchar contra Chile» (19,27,4).

Pero la fe en Cristo verifica su autenticidad en la medida que se traduce en sacrificios de caridad y justicia hacia los demás compatriotas. La tarea es urgente, el peligro es inminente:

            «Querámoslo o no, en esta hora del mundo ha estallado una revolución social, la más violenta de la historia. Antes que explote en Chile, anticipémonos nosotros a quitar todo pretexto a esas querellas. Hagamos voluntariamente los sacrificios necesarios, y que los niños de hoy sean educados en un ambiente de mayor sobriedad, con un criterio de justicia social y caridad que los capacite para hacerlos constructores del mundo nuevo edificado sobre la fe de Jesucristo» (HS, 148).

Estas palabras del Padre fueron proféticas. La revolución estalló y fue sofocada. No sabemos cuán violenta pudo haber sido de haber triunfado, pero sí conocemos la violencia con que fue reprimida y el dolor e la injusticia enormes que padecen hasta nuestros días los que la perdieron.

Pero estas palabras siguen siendo proféticas. Hoy Chile se encuentra en una situación privilegiada para superar la pobreza, tal vez como nunca antes en su historia. Y, sin embargo, todavía hay millones de hijos de Dios que la sufren, mientras otros, hermanos suyos, viven para hacerse cada vez más ricos. Los que han consagrado su alma al dinero no tienen nada que ofrecer a Chile. En la fe sabemos que el Padre Hurtado sigue vivo, ayudando a Chile a salir de la miseria; aún más, dando su alma profundamente cristiana a la patria. Esta fue su santidad:

            «Dios quiere hacer de mí un santo

            quiere tener santos estilo siglo XX…

            estilo Chile, estilo abogado, pero que reflejen plenamente su vida» (52,14,5).

Por nuestra parte, hemos de soñar un país de hermanos a partir del amor y la justicia con el pobre. Hemos de soñar a nuestra propia patria viviendo en justicia, paz y colaboración con las naciones vecinas y hermanas. Es preciso apostar por la hermandad universal, aunque todos los pronósticos nos digan que es dato seguro hacerlo por una clase, raza o cultura determinada. Esto no se ha hecho, no lo suficiente. Chile es un país clasis y discriminador. Inspirados en la mística del Padre Hurtado, podemos hacer de Chile un país cristiano, porque hasta ahora no lo ha sido más que de nombre o muy poco, casi nada.

Hacemos nuestros las palabras de Gabriela Mistral: «Démosle al Padre Hurtado un dormir sin sobresalto y una memoria sin angustia de la chilenidad, criatura suya y ansiedad suya todavía»[62].

A modo de conclusión: la lucha de las interpretaciones

El Padre Hurtado no fue comprendido en su época, muchos no comprenden hoy día su santidad y otro tanto sucederá en el futuro. Su santificación tuvo relación directa con las encrucijadas sociales de su tiempo y los ataques que sufrió tuvieron como causa la originalidad de su concepción del cristianismo en una época cristiana sólo en apariencia. Se dijo que sus ideas eran demasiado «avanzadas»; se le acusó de «comunista». En nuestros días, unos conjuran su figura reduciendo su santidad a prácticas devotas que sin duda otros cumplieron mejor que él. En el futuro, muchos levantarán su retrato en los Ministerios para asegurarse el puesto. Si en dos mil años la imagen de Cristo ha sido manipulada en las direcciones más inverosímiles, no será raro que suceda los mismo con uno de sus discípulos.

El estudio realizado permite excluir una serie de interpretaciones equivocadas de su espiritualidad. El Padre Hurtado no fue un «dominico» (con todo el respeto y amor que nos merecen los que proceden «de la contemplación al apostolado»): él contempló a Dios en los pobres y su apostolado fue su contemplación más típica. El Padre Hurtado no fue un «limosnero» que ocultó la injusticia de su sociedad con obras de una caridad hipócrita. El Padre Hurtado no hizo más «milagros» que los que proceden de la caridad sin límites a todas las personas sin distinción. El Padre Hurtado no fue un «revolucionario» que pretende subvertir la sociedad por la eficacia de la fuerza armada. El Padre Hurtado no fue un «comunista». El Padre Hurtado no fue un «beato» en el sentido corriente del término, pero sí reprodujo en su vida las Bienaventuranzas de Jesús.

Los que siguen pensando que la pobreza es un elemento integrante de la Providencia divina, no comprenderán al Padre Hurtado. Para los que no ven a Cristo en el pobre, su espiritualidad seguirá siendo una herejía.

Pero, los que creemos que el Padre Hurtado fue una visita de Dios a nuestra tierra sabemos que él es un santo de los grandes, un gigante espiritual, un místico radicalmente cristiano. Su modo de entender el cristiano cuestiona a fondo todo lo que hasta ahora se ha entendido por espiritualidad, mística y santidad entre nosotros. Esperamos que Chile y su Iglesia se atrevan a reconocerlo con obras más que con palabras.

Jorge Costadoat S.J.

Publicado en Persona y Sociedad, nº 3 (1994) 120-146; y en Cuadernos de Espiritualidad, nº 93, 1995.


    [1] Dicctionnaire de Théologie, dirigido por Peter Eicher, Paris, 1988, p. 445.

    [2] Id…, p. 445.

    [3] Según el Padre Hurtado, «los malos cristianos son los más violentos agitadores sociales» (HS, p. 68).

    [4] Humanismo Social, Santiago, 1984, p. 59.

    [5] HS, p. 32.

    [6] HS, p. 32.

    [7] «¡Deus Optimus Maximus! La Grandeza inmensa de Dios dominando los mundos todos, los hombres, mi vida, y tratando de tener los oídos abiertos para conocer su Santísima Voluntad, norma de toda mi vida. Para el sacerdote, lo mismo que para el seglar, esta voluntad divina es la suprema realidad» (52,12,5).

    [8] A. Lavín, Espiritualidad del Padre Hurtado S.J., 1977, p. 22.

    [9] A. Lavín, Espiritualidad del Padre Hurtado S.J., 1977, p. 28.

    [10] A. Lavín, La espiritualidad del Padre Hurtado S.j., Santiago, 1977, p. 14.

    [11] A. Lavín, o.c., p. 17-18.

    [12] A. Lavín, o.c., p. 24.

    [13] O.c., p. 24.

    [14] «Rasgos ignacianos del Padre Hurtado», Mensaje, 411, p. 325.

    [15] A. Lavín, o.c., p. 41.

    [16] Cf., A. Lavín, o.c., p. 30ss.

    [17] A. Lavín, o.c., p. 24-25. En otra ocasión afirma: «Y con inmenso valor -eso es tener fe- arrojar la red, lanzarme a realizar el plan de Cristo, por más difícil que me parezca… por más que me asalten temores… Seguir a Cristo y realizar sus designios sobre mí. Ser otro Cristo y obrar como El, dar a cada problema SU SOLUCIóN… Cayendo en la cuenta que Cristo y yo somos UNO: QUE TRABAJAMOS» (52,12,6-7).

    [18] A. Lavín, o.c., p. 29.

    [19] En el momento de su muerte, el Padre pide a Mons. Carlos González que le lea el texto paulino: «Para mí, vivir es Cristo. Todo lo considero basura comparado con el amor de mi Señor» (Positio, p. 490).

    [20] A. Lavín, Lo dicho después de su muerte, Santiago, 1980, p. 431.

    [21] A. Lavín, o.c., p. 29.

    [22] En un folleto sobre el Hogar de Cristo, dirá: «Cristo vive en la persona de nuestros prójimos. Nada más grande que ponerse a su servicio. Nada más noble que sacrificarse por El y por ellos» (9,7,28).

    [23] Positio, p. 338.

    [24] Positio, p. 381. En otra ocasión dice: «La alegría no depende de fuera, sino de dentro. El católico que medita su fe, nunca puede estar triste. ¿El pasado? Pertenece a la misericordia de Dios. ¿El presente? A su buena voluntad ayudada por la gracia abundante de Cristo. ¿El porvenir? Al inmenso amor de su Padre celestial» (HS, p. 166).

    [25] HS, p. 167.

    [26] Positio, p. 488.

    [27] A. Lavín, o.c., p. 37.

    [28] A. Lavín, o.c, p. 36-37.

    [29] O.c, p. 38.

    [30] O.c., p. 38.

    [31] O.c., p. 38.

    [32] A. Lavín, o.c, p. 40.

    [33] A. Lavín, o.c., p. 39.

    [34] «Esta (la Iglesia) nunca rechaza la menor partícula de verdad que encuentra en el mundo. ¿No ha hablado acaso León XIII del alma de verdad que esconde todo error? Todo lo que es verdadero interesa a la Iglesia, ella lo reconoce como suyo y se apresura a darle un lugar en la síntesis de su doctrina. Poco importa que estas doctrinas vengan de campos opuestos y aun que ellas hayan sido elaboradas con intención de dañarla» (Positio, 104).

    [35] HS, p. 68.

    [36] «La misión del sacerdote engloba la del maestro, confidente, amigo, abogado, defensor de los débiles, apoyo de los pobres. Al sacerdote se le pide todo: la formación de la piedad, la solución de los problemas más difíciles de la vida, organizar obras sociales y, sobre todo, comunicar a las almas, mediante los sacramentos, la gracia que ennoblece y eleva al hombre al plano divino. Sin sacerdotes, no hay sacramentos; sin sacramentos, no hay gracia, no hay divinización del hombre, no hay cielo. Por eso se ha dicho con razón que nada hay tan necesario como la Iglesia y en la Iglesia nada necesario como los sacerdotes» (p. 128-129). Esta última tesis teológica es muy discutible, pero que en ese entonces era común y que explica el fervor con que el Padre promovió las vocaciones sacerdotales.

    [37] O.c, p. 127.

    [38] A. Lavín, o.c., p. 46.

    [39] A. Lavín, o.c., p. 82.

    [40] Positio, p. 487.

    [41] La crisis sacerdotal en Chile, p. 12. En otra ocasión, afirma: «La espiritualidad cristiana en nuestro siglo se caracteriza por un deseo ardiente de volver a las fuentes, de ser cada día, más genuinamente evangélica, más simple y más unificada en torno al severo mensaje de Jesús. La espiritualidad contemporánea se caracteriza también por la irradiación de sus principios sobrenaturales a todos los aspectos de la vida, de modo que la fe repercute y eleva no sólo las actividades llamadas religiosas, sino también las llamadas profanas. Por haber redescubierto, o la menos por haber acentuado con fuerza extraordinaria el mensaje gozoso de nuestra incorporación a Cristo con la consiguiente divinización de nuestra vida y de todas sus acciones, nada es profano sino profundamente religioso en la vida del cristiano» (Conferencia sobre el «Cuerpo Místico: distribución y uso de la riqueza», 24,9).

    [42] ¿Es Chile un país católico? o.c., p. 177-178.

    [43] HS, 118.

    [44] Positio, p. 88.

    [45] O.c., p. 88.

    [46] O.c., p. 88.

    [47] Positio, p. 199.

    [48] Positio, p. 323.

    [49] Humanismo Social, Santiago, 1984, p. 15.

    [50] O.c., p. 16.

    [51] HS, p. 34.

    [52] HS, p. 37.

    [53] HS, p. 44.

    [54] HS, p. 45-46.

    [55] HS, p. 51.

    [56] HS, p. 53.

    [57] HS, p. 53.

    [58] HS, 67.

    [59] HS, p. 69.

    [60] HS, p. 89.

    [61] HS, 82.

    [62] Mensaje, 411, 1992, p. 308.

El catolicismo ante la individualización

Se agradece el informe del PNUD 2002 sobre los cambios de la religiosidad: es respetuoso de las pertenencias religiosas, valora su contribución a la cultura y, en lo que respecta a la Iglesia Católica, su diagnóstico debe considerarse importante para la inculturación del Evangelio. Esto, empero, con una cautela: la experiencia religiosa es irreductible a una definición de la cultura que se pone al servicio del “desarrollo humano”. La religiosidad debiera contribuir a la convivencia social, pero su valor excede cualquier funcionalidad empírica.

Del informe del PNUD podrían tratarse varios puntos: aquí nos detendremos en el de la individualización como amenaza y como oportunidad para la Iglesia Católica. Del modo como se encare este fenómeno dependerá que el catolicismo represente un obstáculo o una contribución a la elaboración del Nosotros colectivo que el informe persigue.

1.- Descripción del fenómeno

El informe del PNUD 2002 señala que los profundos cambios culturales se traducen en un fenómeno de individualización de los chilenos. Esta significa que “cada  persona debe definir por sí misma las elecciones, valores y relaciones que hacen su proyecto de vida. Es el resultado de la valoración social de la autonomía personal, de la pérdida de autoridad de las tradiciones y del aumento de alternativas en los modos de vida”[1]. En principio la individualización es vista como un bien y una oportunidad. “Constituye un gran aliciente para la expansión de la libertad, la tolerancia y los derechos cívicos”[2]. Pero si ella no es sostenida por la colectividad puede ser “fuente de agobio, soledad y frustración”[3], de lo que puede seguirse un debilitamiento de la entera sociedad.

A los comienzos del siglo XXI el proceso de individualización se ha profundizado, complicando la adquisición de la identidad personal: “Las identidades de clase, religiosas o políticas, aquellas que a mediados del siglo XX permitían a los individuos definir el contenido central de su proyecto vital, han pasado a ser elementos más bien secundarios. Y ningún otro referente parece ocupar hoy su lugar”[4].

La individualización es un proceso complejo que puede acabar bien si logra integrar las demandas de socialización con las de autenticidad personal, pero puede terminar mal si ella desemboca en una exacerbación de un Yo consistente en una afirmación de sí “carente de referentes colectivos fuertes y en oposición al entorno de sistemas y opiniones al que se atribuye el origen del Yo inauténtico”[5].

En este sentido, la individualización constituye un desafío al catolicismo. El PNUD postula la siguiente hipótesis: “la experiencia religiosa está cambiando bajo el impacto de los cambios culturales generales del país y,…en general, lo hace en la misma dirección en que avanzan los otros procesos: hacia la privatización de la construcción de sentido”[6].  La práctica religiosa católica tiende a desinstitucionalizarse. No nos parece, sin embargo, que la individualización conduzca de suyo a la desinstitucionalización. Preferimos ver en ella una oportunidad que se ofrece a las iglesias de acoger las demandas más auténticas de la subjetividad de unas personas que suelen extraviarse en su solitaria búsqueda del sentido de sus vidas.

Del mismo modo como la individualización afecta de diversa manera a los distintos sectores sociodemográficos, al hablar de catolicisimo, caracterizado por el reconocimiento de la sucesión apostólica y su expresión sacramental, hay que considerar varias y a veces muy diversas experiencias religiosas. La religiosidad popular, las generaciones católicas renovadas por el Concilio Vaticano II, la piedad tradicional de los barrios altos de Santiago, las comunidades de base inspiradas por Medellín y Puebla, los movimientos laicales y el creciente número de los “católicos a su manera”, son afectados por la individualización de modos distintos.

Del catolicismo, en consecuencia, y de la mutación general de la religiosidad de la que no puede escapar, no tenemos sino una idea general. En cada caso se requeriría un estudio especial. Con todo, no se puede desconocer que la individualización en curso afecta a Occidente en su conjunto y que la Iglesia Católica debe reconocer este fenómeno si quiere anunciar el Evangelio como una auténtica “buena noticia” para los hombres y mujeres de hoy. La “metamorfosis de lo sagrado” que afecta a la religiosidad occidental es tan grande -según Juan Martín Velasco- como la que tuvo lugar en el llamado “tiempo eje”, en torno al siglo VI a.C. y durante un milenio, en China, India, Persia, Grecia e Israel, y que se caracterizó por el paso de la conciencia religiosa cósmica a la reflexiva y de la conciencia colectiva a la de la identidad personal individual[7].

2.- La individualización como amenaza y como oportunidad

a)      Como amenaza

Este despliegue de la autonomía individual de los fieles en la medida que desemboca en una desinstitucionalización de la experiencia católica de Dios, representa un menoscabo de la autoridad de la jerarquía eclesiástica. A los pastores de la Iglesia Católica no puede darles lo mismo que los católicos tomen de la tradición religiosa y de sus enseñanzas lo que les sirve y dejen de lado lo que no. No extrañará que algunos católicos, sacerdotes o laicos, vean en la individualización un “pecado” de individualismo. En su caso, la inclinación natural será condenar el fenómeno y la cultura que lo propicia. Pero tampoco extrañará que muchos fieles vean en esta y otras condenaciones parecidas, la mera defensa de un poder que se resiste a ser compartido con los que reclaman una experiencia más libre y más personal de Dios. El informe del PNUD detecta la emergencia de una mirada crítica de los fieles sobre las iglesias.

Aun en el caso que la demanda de una experiencia subjetiva de Dios tenga mucho de individualismo, aun cuando la jerarquía eclesiástica no condene el fenómeno, el catolicismo no es inmune a la fuga persistente de adeptos, al descontento de algunos católicos con el modo de ejercer la autoridad de ciertos pastores, a la prescindencia de las normas de la moral sexual y familiar de hombres y mujeres, a la obtención de la identidad personal en el mercado y mediante el consumo, y a la pérdida del sentido trascendente de la Iglesia especialmente entre los jóvenes.

En un mundo vapuleado por cambios rápidos y profundos que crean mucha inseguridad, es probable que la Iglesia Católica conserve (no sin oscilaciones) un alto nivel de confianza entre otras instituciones. Pero no cualquier modo de asegurarse en la vorágine sirve. La religiosidad puede facilitar fugas hacia el pasado y el futuro, u ofrecer un refugio presentista. Es decir, falsas seguridades. Si el “libre examen” luterano ha pasado a ser un ingrediente cultural que muchos católicos hoy no tienen ante sí, sino dentro de sí, la Iglesia Católica ofrecerá verdadera seguridad a las búsquedas personales de Dios en la medida que integre positivamente este dato en su esfuerzo evangelizador. Al efecto ella debiera discernir en la metamorfosis “liberal” de la religiosidad contemporánea la acción del Creador, para corregirla y encauzarla en la dirección que el mismo Creador quiere darle. Por el contrario, el catolicismo como principio de identificación meramente contracultural no parece tener futuro. Podría tenerlo, pero como by pass del dogma de la Encarnación, si obliga a los sujetos a cargar con una escisión irreconciliable entre fe y cultura.

b)      Como oportunidad

La individualización o subjetivación es una amenaza, pero también una oportunidad para el cristianismo y para el catolicismo en particular. Aún más, al discernir en este fenómeno aquella libertad personal que por un título particular el cristianismo ha introducido en la historia de la cultura universal, la individualización representa una apelación “cristiana” a las iglesias cristianas. Al menos en este sentido la modernidad golpea las puertas de las iglesias como quien llama a su propia casa. Por el contrario, la importancia de la libertad para el cristianismo es tan grande que una condena indistinta de la individualización que hoy la enarbola significaría para las iglesias una especie de suicidio. Precisamente porque se trata de un proceso que merece discernirse en su valor, dado que no asegura que los individuos consigan su realización por sí solos y menos mediante la exacerbación de un Yo contestatario de la tradición común, se ofrece a las iglesias una posibilidad extraordinaria de mediar con sus tradiciones y comunitariamente una experiencia religiosa que de otro modo podría seguir cualquier curso privado posible.

Por cierto, lo que hoy se entiende por libertad no coincide exactamente con la libertad cristiana. La matriz de la libertad los cristianos la heredan de la fe en el Dios de Abraham, Isaac y Jacob. El mismo Dios que ha liberado a Israel de Egipto es quien ha creado libremente el mundo y ha dotado al hombre y a la mujer de libertad creadora. Un Dios trascendente y liberador, es el Dios que establece una Alianza de co-pertenencia con su pueblo, de acuerdo a la cual Israel, su elegido, debe responder de sus actos ante Dios mediante la observancia de unos mandamientos que actualizan su bondad.

Esta libertad, inseparable de la misericordia de Dios, los cristianos confiesan que ha hecho irrupción en la historia en Jesucristo, la autocomunicación libre más plena de Dios mismo y condición de posibilidad última de la respuesta libre del hombre al Dios que lo ama. La salvación cristiana recibe muchos nombres.  Uno de ellos es el de “libertad” y de “liberación”. “Para la libertad nos libertó Cristo”, sostiene San Pablo (Gal 5, 1ss). Cristo comunica su libertad. “Donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad” (2 Cor 3, 17). La libertad cristiana tiene una estructura cristológica, a saber, pascual y trinitaria. Como hijos en el Hijo, los cristianos vienen del Padre y vuelven al Padre, por el camino del amor crucificado abierto por Cristo, el hombre verdadero, pero no sin su libertad y creatividad que el Espíritu Santo del resucitado infunde en sus corazones para conducirlos a la verdad completa (cf. Jn 16, 13).

En virtud de su fe los cristianos saben que Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2, 4), que Cristo ha revelado que la verdad de Dios es amor (cf. 1 Jn 4, 8) y que el Espíritu impulsa interiormente a los seres humanos sin exclusión a practicar esta verdad mediante el diálogo y la cooperación. Nada debiera ser más contrario al cristianismo que la pretensión de poseer exclusivamente la verdad, porque los testigos auténticos de la verdad la buscan en libertad en una historia que se hace con otros hombres y la historia no ha terminado. Dios aún no es “todo en todos” (1 Cor 15, 28).

En lo inmediato, el reclamo de libertad de la individualización de la experiencia religiosa es una oportunidad para que la Iglesia de Cristo, testigo de la verdad a lo largo de los siglos, acoja “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren…” (GS 1). Al deseo de protagonismo de los hombres y mujeres de hoy es inherente el desamparo, la enfermedad, la soledad, el fracaso laboral y matrimonial, la ruptura de familias y de naciones, la vergüenza de la marginación, como también el anhelo de un mundo más justo y fraterno. Las enormes transformaciones culturales atizadas por el desarrollo tecnológico y la globalización, estimulan en las personas búsquedas de respuestas nuevas a problemas nuevos. La mentalidad y la sensibilidad han cambiado. La oportunidad de que se trata exige de las iglesias una apertura a los sujetos concretos de este cambio de época, para lo cual será necesario hacerlos participar activa y creativamente en el discernimiento de la liturgia, la moral y el gobierno de sus iglesias que mejor represente la nueva humanidad que el Espíritu de Cristo está gestando en ellos.

Dicho en forma sintética: las iglesias se encuentran ante la oportunidad paradójica de reconocer que sus fieles son “personas”. Si la libertad en la cultura occidental tiene una poderosa raigambre judeo-cristiana, Occidente debe a la tradición cristiana el concepto de “persona” como uno de sus mejores aportes. En virtud de su origen cristológico y trinitario, es “persona” humana un sujeto distinto que, en libertad y verdad, se estructura “a partir de otros” y “para los otros”. Del espacio que los fieles católicos tengan en su Iglesia como “personas” dependerá, nos parece, la  inculturación del Evangelio de la libertad y el futuro de la misma Iglesia.

3.- El catolicismo como obstáculo y como contribución

 

a)      Como obstáculo

 

El informe del PNUD analiza “los cambios de las identidades y pertenencias religiosas” en la perspectiva del aporte que la religiosidad institucionalizada puede hacer a la elaboración del Nosotros colectivo nacional. De la privatización de la religiosidad, de la atomización de la sociedad en general, no se espera nada bueno. “Las formas asociales de la individualización pueden verse reforzadas por una tendencia privatista de la religión, y hacer aún más difícil la construcción de imaginarios colectivos”[8]. Por el contrario, de la mediación religiosa comunitaria de la subjetividad personal con todas sus expectativas y contradicciones ideológicas y emocionales, depende el aporte que la Iglesia puede hacer al país en su conjunto.

Una mala mediación eclesial de la experiencia religiosa, además de bloquear el despliegue de la individualidad de los fieles, puede constituir derechamente un estorbo a la convivencia nacional. Evidentemente que no se trata de un “todo o nada”. No existe la institución perfecta. En el extremo de las posibilidades, la Iglesia y la sociedad no pueden sino mirar a las sectas con desconfianza. La pretensión de posesión de una verdad que se impone absolutamente a la libertad de las personas, representa un peligro pequeño o grande para la entera sociedad, dependiendo del poder de la agrupación y de su voluntad política. Entre este extremo a veces posible y la imposible perfección de la institucionalidad eclesial, el PNUD detecta una molestia con la Iglesia Católica por “el ejercicio de las influencias tradicionales en los círculos de poder”[9] que los católicos no podemos pasar por alto.

b)      Como contribución

Desembocamos aquí en un punto clave. Legítimamente el informe del PNUD reclama por más democracia. El deseo de protagonismo que unos mismos sujetos tienen por el doble título de ser cristianos y de ser ciudadanos en una sociedad abierta, exige hoy que la Iglesia Católica reconozca que la democracia constituye un valor cultural por sí misma, y no un mero medio entre otros medios de organización política. La importancia de este reconocimiento tiene valor precisamente en el evento que nos convoca: necesitamos una democracia que permita a todos, también a las minorías religiosas o filosóficas, entrar en el debate de los mínimos culturales y jurídicos que garantizan la convivencia en justicia y paz. Sólo la democracia salvaguarda el pluralismo. El tema es complejo, pero más vale apostar a la posibilidad de un entendimiento entre los que pertenecemos a diversas tradiciones religiosas y humanistas, que entregar la configuración ética de la democracia al libre juego de fuerzas en el mercado de las creencias.

Nuevamente vemos en esto una oportunidad para la Iglesia Católica. También la democracia debe sus mejores valores, al menos remotamente, al cristianismo. La libertad, la igualdad y la fraternidad son valores centrales del Evangelio. La opción preferencial de Dios por los pobres proclamada  por los obispos latinoamericanos engarza con la sensibilidad social de la democracia contemporánea. El concepto cristiano de “persona”, mencionado más arriba, puede dotar a la democracia de un principio de respeto trascendente por el ser humano individual y de articulación de la convivencia a través del diálogo y la búsqueda de la comunión.

Los índices de adhesión a la democracia en Chile son preocupantes. Los distintos credos no debieran desentenderse de este dato. La Iglesia Católica puede hacer un aporte decisivo a la cultura democrática, si no a la democracia directamente. Lo hará si ella misma llega a ser más democrática[10]. No es cuestión de importar acríticamente un modelo político. La Iglesia no carece de fuentes propias para inventar los mecanismos de acogida de la individualización que de hecho ocurre en los fieles católicos y dar a ellos mayor participación en lo que atañe a su experiencia religiosa y en la organización de su propia Iglesia.

Al término del Vaticano II el Papa Pablo VI, navegando entre los que acusaban una inclinación antropocéntrica del Concilio y los que no veían en la fe cristiana más que una alienación, afirmaba: “que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre” (diciembre de 1965). Al tenor de estas palabras, creo que los católicos debiéramos colaborar hasta instalar la democracia en la idea del Nosotros colectivo, como condición de posibilidad de una sociedad en la que podamos vivir en justicia y paz creyentes y no creyentes, judíos y cristianos.

Jorge Costadoat S.J.

Esta ponencia fue presentada en el VII Encuentro de diálogo interreligioso organizado por la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el 20 de noviembre de 2003. En esta ocasión el título de la convocación fue “La identidad y experiencia religiosa en el Chile de hoy”.


[1] PNUD 2002, p. 189.

[2] Ibidem, p. 189.

[3] Ibidem, p. 189.

[4] Ibidem, p. 190.

[5] Ibidem, p. 202.

[6] Ibidem, p. 239.

[7] Cf. Juan Martín Velasco “Metamorfosis de lo sagrado” y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander, 1998 p. 10ss.

[8] Ibidem, p. 241.

[9] Ibidem, p. 240.

[10] Cf. Gastón Pietri El catolicismo desafiado por la democracia, Sal Terrae, Santander, 1999, p. 203.