En un muro de la calle Alonso Ovalle con San Ignacio un grafitero escribió “Dios es ateo”. Dio en el clavo.
Es que la posibilidad de confesar a Dios en vano es tan antigua como peligrosa. No ha habido nada más dañino en la historia del cristianismo que traducir a Dios en cruzadas, privilegios y derechos sobre los demás. Hasta antes de Constantino (siglo IV), los cristianos fueron perseguidos por el Imperio. Después de la conversión del emperador, los cristianos comenzaron a perseguir a los que no lo eran.
La oración en común de los líderes de las grandes tradiciones religiosas de las últimas décadas –recuerdo la de Juan Pablo II con representantes protestantes, musulmanes, judíos y otros– apunta en la dirección contraria. No así los actos atroces de terrorismo en nombre de Dios o el inveterado colonialismo confesional. Pues bien, la globalización, que imbrica las creencias o las opone, nos exige más que nunca encontrarnos en lo fundamental. Dicho en términos coloquiales, demanda “poner la pelota en el piso”. Juguemos, pero en condiciones que nos hagan gozar a todos por parejo.
La humanidad requiere ir a la raíz. Se sea creyente o increyente, se crea esto o aquello, solo si se comparte lo más hondo de lo hondo se conseguirá una comprensión recíproca, favorable a una coexistencia y a una copertenencia dichosa. Estas son ciertamente más deseables que hacer prevalecer el propio credo sobre el de los demás.
Si creemos que hay un principio –Espíritu, lo llaman los cristianos– que genera diferenciación y convergencia de la humanidad consigo misma, un agnóstico no valdrá más que un budista ni un musulmán más que un cristiano.
“Dios es ateo”
¿Existe la posibilidad de una experiencia espiritual que pueda ser compartida? Sí la hay. Está a la mano. Se da casi en todos los seres humanos, aunque no lo sepan del todo. Si nos ubicamos en el plano meramente racional, cualquiera debe reconocer que Alguien o Algo le dio la vida, que no se merece a sí mismo; y, sub contrario, que no tiene nada que alegar si sufre y muere porque la existencia no es cuestión, en primer lugar, de justicia sino de haber sido donados a nosotros mismos.
Exactamente por esto, además, ninguno puede reclamar un derecho a apoderarse de los demás y de los bienes que hacen posible que estos sean lo que son. Podrá suceder. Por cierto, ocurre. Es cosa de ver cómo el planeta ha sido loteado y apropiado por unos pocos. Alguien troqueló en una moneda de un dólar In God we trust. Sinceridad pura. Pero si se acepta que el ser humano es un caso de gratuidad, a nadie se le puede poner precio ni aprovecharse de él
Si alguien cree que su vida es un don y piensa que la de los demás también lo es, va bien encaminado. Cualquier religión que reconozca esta convicción filosófica tendría que contribuir a que los otros credos religiosos prosperen. Si no se piensa que la vida es un don, difícilmente podrán evitarse el fanatismo, el proselitismo, el terrorismo y las guerras religiosas. Y, antes que nada, el capitalismo.
La paz, una vez más, se ha convertido en desiderátum de la humanidad. Nuevamente la religión puede reconciliar a los seres humanos o enemistarlos. Ella aportará lo mejor de sí misma si incorpora una ignorancia absoluta acerca de “Dios”, y una certeza irrebatible en que, contradiciendo a Descartes, “somos independientemente de lo que pensemos o creamos”.
Dicho en breve: el “hombre sagrado” sigue siendo el problema. Ha de tenerse en cuenta que la nuestra es una versión “sacerdotalizada” de la Iglesia Católica. Esta no ha sido ni tiene por qué seguir siendo la expresión de la Iglesia de Cristo, pues parece agotada en su capacidad de transmitir el cristianismo. En la actual figura de la Iglesia latinoamericana y caribeña, la pertenencia eclesial pasa por la persona sacra de los sacerdotes. En nuestro medio, los principales sacramentos los realizan los presbíteros. También sucede que las instituciones que oficialmente rigen la convivencia eclesial se consideran en cierto sentido divinas e irreformables.
La Iglesia latinoamericana y caribeña quiere avanzar en sinodalidad. Pero, mientras en la Iglesia no se acabe con la idea del presbítero, cura o sacerdote como “el hombre sagrado”, las relaciones intraeclesiales seguirán haciendo cortocircuito.
Estas son las expresiones más preocupantes de esta situación:
1.- El “hombre sagrado” es un problema ad intra de la Iglesia:
• El “hombre sagrado” establece relaciones insanas: el cura tiene una prestancia tal que inhibe la inteligencia y la libertad de las personas. Es insano que entre el ministro y los laicos las relaciones sean solo asimétricas (tendrían que poder ser, entre adultos, también ser simétricas).
• “El hombre sagrado” infantiliza a las personas y a la misma Iglesia, la que es guiada por pastores que tratan a los y las cristianas como ovejas (un animal poco inteligente).
• La investidura mágica de los presbíteros seduce y favorece la comisión de abusos sexuales, de conciencia y de poder como lo denuncian los informes de Australia y de Francia sobre esta materia.
• El “hombre sagrado” hace girar la Iglesia / comunidades en torno a lo que solo él puede hacer (sacramentos). Él no genera comunidades, sino “público”, “clientes” o “fieles” (gente “fidelizada”).
• El sacerdote se inciensa a sí mismo y a los demás.
2.- El “hombre sagrado” es un problema ad extra:
• Frustra la misión evangelizadora de la Iglesia: Jesús no reclamó un reconocimiento de “sacralidad”, sino que invocó su unión con su Padre como fundamento del advenimiento del reino; Jesús no tuvo la pretensión de ser “sacro”, quiso en cambio ser compasivo.
• Jesús fue víctima de una institución “autosacralizada”. Por esto, el catolicismo sacerdotalizado que tenemos es un anti-testimonio del Evangelio.
A efectos de crecer en sinodalidad se requieren una reforma de las estructuras y una conversión del corazón. Ambas se necesitan recíprocamente. Nos detenemos aquí en un solo asunto: la formación del clero (religioso y diocesano).
Deben tenerse en cuenta que en el documento Síntesis narrativa de la Asamblea eclesial latinoamericana y caribeña, se dijo: «Desterrar la clericalización. Cambiar la visión y misión de los seminarios porque es donde se forja el clericalismo» (2021, p. 135). Y, en otro lugar: «El clericalismo comienza a formarse desde el ingreso al Seminario de los candidatos al Sacramento del Orden» (p. 107). En la Iglesia del continente constatamos que la doctrina del Concilio Vaticano ha sido recibida de un modo incompleto. Es aún más preocupante que, en muchas partes, esta enseñanza ha sido simplemente olvidada. Esta falta es evidente en las Normas de formación de los seminaristas (rationes).
Como antecedente para superar el problema, hemos de recordar que el Concilio de Trento, siglos atrás (siglo XVI), supo responder a una crisis eclesial profunda causada por abusos de distinta naturaleza de los obispos y los sacerdotes. A tal efecto, creo seminarios en los que separó a los seminaristas de las demás personas; puso énfasis en el desarrollo de las virtudes de los jóvenes; subrayó que la eucaristía es un sacrificio más que una cena; hizo pasar la vida de la Iglesia a través de las acciones ejecutadas por el sacerdote (los sacramentos).
Si Trento puso el acento en los sacramentos, el Vaticano II (siglo XX) lo hizo en la predicación del Evangelio. Buscó un diálogo con la Reforma protestante (que provocó la respuesta tridentina) y con la modernidad (que amenazaba a la Iglesia con arrinconarla en el fideísmo). Así exaltó la importancia de la Palabra (Dei Verbum); demandó a los presbíteros que se consagraran con prioridad a su proclamación (Presbyterorum ordinis); asimismo, quiso que las Escrituras fueran “el alma de la teología” que habría de estudiar los seminaristas (Optatam totius); subrayó la prioridad del sacerdocio común de los fieles y subordinó a este el sacerdocio ministerial, y promovió la santidad de todos los bautizados y bautizadas, queriendo acabar con los “estados de perfección” (status de superioridad de los clérigos y religiosos/as) (Lumen gentium). Además, el Vaticano II puso a la Iglesia en diálogo con las culturas y los tiempos (Gaudium et spes).
Sin embargo, el Concilio no armonizó las innovaciones teológicas referentes a los presbíteros y su formación. En los documentos convivieron las innovaciones junto con las que Trento introdujo. El Concilio toleró la contradicción. Lo más complejo ha sido no acabar con la idea de superioridad de los clérigos en virtud de su ordenación sacerdotal.
Después de unos años de experimentaciones y de crisis de identidad sacerdotal, Juan Pablo II golpeó la mesa y exigió un retroceso. El Papa, en Pastores dabo vobis (1992) – el documento que reinterpretó Optatam totius- sostuvo: “ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana” (n° 39). Según Gilles Routhier, desde entonces “por desplazamientos sucesivos, se vuelve a considerar el presbiterado, que se designa más y más a partir de la categoría sacerdotal, como un estado de perfección. Después de cincuenta años, prácticamente se ha invertido la perspectiva señalada por el Vaticano” (2014).
Recomendaciones
• Es necesario hacer una armonización teológica entre los documentos que se refieren a la identidad y misión de los presbíteros, pues ellos contienen elementos del antiguo régimen que facilitan el retorno al seminario tridentino que protege a los formandos del mundo y los envía luego a él como personas sagradas superiores a las demás.
• Es preciso que el régimen de formación no separe a los seminaristas del común de la gente, antes bien los exponga a relaciones afectivas, espirituales, intelectuales y pastorales que, según el paradigma de la Encarnación, les haga más humanos.
• La formación de los futuros ministros debe ser una responsabilidad de todo el Pueblo de Dios. Los y las católicas deben tener una palabra decisiva al momento de aceptar personas a la formación y al de concederles el sacramento del orden, además de establecer los criterios que deben regir esta larga etapa.
En el planeta tierra se están dando episodios de catástrofes medio ambientales de enormes proporciones. En América Latina las inundaciones en el sur de Brasil han hecho daños incalculables. Dicen que las de 2024 fuero peores que las de 2023.
Los vientos de 124 km por hora de días atrás en Santiago de Chile no hicieron tantos estragos como en Porto Alegre, pero son inéditos. Ellos mismos son una excelente metáfora: el día menos pensado, el viento puede arrasar con la luz, el agua, techos y personas. ¿Acaso nuestra propia vida no está expuesta a ventoleras que nos están haciendo difícil mantenernos en pie? No es solo cuestión de climas. Un virus, la creciente criminalidad, la gran minería y nuevas guerras arrasan con pueblos generando migraciones masivas. La Inteligencia artificial acelera la historia. Aumentará la velocidad de entrada a un túnel que no sabemos si tiene salida.
¿Aguantarán las raíces de los árboles santiaguinos el ciclón de 2025? ¿En qué radicaremos en nuestra existencia en lo que queda de 2024? Esta es la pregunta radical, válida igualmente para creyentes y no creyentes.
Cabe, entonces, preguntarse: ¿hay una espiritualidad tan profunda que nos permita agarrarnos a la vida como las raíces permiten a los árboles resistir los tornados? ¿Existe algún modo de existencia que nos arraigue hondo en el cosmos en el que dependen recíprocamente las piedras y el fuego, el aire y el agua, los seres vivos y los inertes, los ricos y los pobres? ¿Hay alguna manera de amarrarnos las personas de diversos credos religiosos y filosóficos en un solo hato?
Claro que sí.
Los seres humanos somos individuos espirituales. Contamos con el Espíritu para co-pertenecer y hacernos corresponsables de la más lejana de las galaxias y del suspiro del más pequeño de los átomos. El mismo Espíritu arrecia contra el ego y el egoísmo. La suerte del universo es una exigencia colectiva. La mayor pobreza es no contar con nadie.
Pero, llevadas las cosas a su origen, cualquier ser humano venido a la existencia es pobre. Esta misma condición de pobreza constituye el tocón del que brotan las ramas que resisten una vida tan difícil como la que se nos está escapando de las manos. La persona pobre -lo sea económicamente por razones de salud, de falta de vivienda, de trabajo o porque perdió a su esposa, a sus hijos; el pobre migrante, desplazado o refugiado; la gente que aloja en carpas o entre tablas a la orilla de los rieles del tren; incluso cualquiera de nosotros(as) víctima de la propia ineptitud- ha de reconocer que no es capaz de darse a sí mismo la vida y, en cambio, ha de agradecerla. Agradecerla a Alguien o a Algo. Nadie es capaz de decir “me merezco”. El agradecimiento es la más alta expresión espiritual. Es solo comparable al reconocimiento avergonzado de quien se jactó de ganarse la tierra, los humedales, la mejor de las universidades y personas que le sirvan y le tengan miedo. Ser rico es un pecado. Compartir las riquezas tampoco es ningún mérito. Corresponde.
Los pobres de espíritu -diría Jesús- solo tienen a Dios, pues se han desprendido o se desprenderán de lo que pertenece a toda la creación. Ser pobre también es un pecado, las veces que se trabaja o se roba para ser ricos. No, en cambio, cuando se lo hace para alimentar a los hijos. O tomarse un terreno. La tierra pertenece a todos por parejo.
La solidaridad es la prueba de la espiritualidad auténtica No debiera haber otra prueba de la existencia de Dios. ¡Atención teólogos(as)!
La espiritualidad radical, la inspiración de debernos la vida unos a otros y la coexistencia mutua nos hace mejores, nos une estrechamente y nos realiza como personas al nivel más profundo. Uno llega a ser alguien si reconoce su dependencia de los demás. La invocación de la vida eterna no es alienante cuando la eternidad se anticipa entre los mortales a modo de triunfo de una conjunción cósmica.
Compartir la vida espiritual de los pobres es fundamental. Ellos saben que viven de fiado y que la existencia tiene sentido cuando consiguen el pan de cada día. Las riquezas, en cambio, aíslan y desorientan. Introducen a las personas en la superficialidad. Terminan por matar a los ricos -dice la Biblia- y su acumulación mata a los pobres.
Compartir es el tema. Compartir lo que se tiene y lo que no se tiene, y recibir como si no se mereciera recibir absolutamente nada. Esta es la clave de una nueva civilización. La civilización del agradecimiento que superará a la del merecimiento.
La teología feminista constituye una revolución en teología, y está por verse si activa una revolución en la historia del cristianismo. Si este tipo de teología se ocupa de la experiencia espiritual de las mujeres, si pone atención, sigue el curso y alienta la lucha de las mujeres por su dignidad, el cristianismo, que hasta ahora solo ha procesado el camino espiritual de los varones y de los eclesiásticos, evidentemente cambiará.
En el mejor de los escenarios, esta transformación se traducirá en un verdadero aporte social y cultural. Se está lejos de tal influjo, pero las teólogas no descansan, apuestan a su posibilidad. La producción intelectual de la teología de la liberación de las mujeres es enorme. Es muy creativo e inquietante.
Las teologías feministas más cuestionadoras se han enfocado en el concepto mismo del Dios de los cristianos. Ha habido teólogas que han puesto un pie fuera del cristianismo, pues les ha parecido que la representación masculina de la divinidad es irreductible. Dado que no es inocuo referirse a Dios como Padre e Hijo, estiman que la confesión trinitaria configura al cristianismo como una religión patriarcal y androcéntrica nefasta para las mujeres.
Otras cristólogas han seguido otro curso. Han incluido la perspectiva de género en otro campo semántico. Han zafado la dificultad señalada haciendo propio el proyecto de Jesús consistente en su anuncio del Reino de Dios, proyecto liberador para las oprimidas(os) de toda condición (Elizabeth Schüssler Fiorenza, Madrid, 2000). En esta óptica, nadie en la Iglesia debiera poder invocar el género masculino para poner a las mujeres en su lugar o darles uno especial, aunque sea decoroso. ¿No pueden las mujeres ser sacerdotes porque los apóstoles eran varones? Las teólogas recurren a las teorías de género precisamente para desenmascarar este tipo de argumentaciones.
En consideración a lo anterior, es fundamental revisar qué es “salvación” en el cristianismo y cómo tiene lugar. Las teologías de la liberación han preferido el término “liberación”, para hablar de una salvación “más acá” de la historia, sin perjuicio de la que el cristianismo afirma para un “más allá”. El caso es que, aún si se libera al cristianismo de los sesgos machistas de su vocabulario trinitario, es imperioso revisar cómo se entiende que la cruz de Cristo salve/libere, pues en la teología, en la piedad cristiana y en la liturgia de la Iglesia se ha llegado a entender exactamente lo contrario. Mirar con atención qué se dice de la cruz de Cristo es fundamental para liberar a mujeres, y hombres, de una versión opresiva del mismo cristianismo.
Las cristologías feministas se han empeñado en denunciar teologías de la salvación que han facilitado el abuso contra las mujeres. En su perjuicio, los padecimientos de Cristo han sido utilizados para justificar sus sufrimientos. Las mujeres, especialmente, a partir del último milenio, han debido encontrar en el crucificado la fuerza para resistir con paciencia los atropellos y tratos indignos que los varones y, en especial los eclesiásticos, les han impuesto de un modo injusto. Joane Carlson B. y Rebbeca Parker llegan a afirmar: “El cristianismo ha sido una fuerza primordial –en la vida de muchas mujeres la principal fuerza- para moldear nuestra aceptación del abuso”. Continúan: “El cristianismo es una teología abusiva que glorifica el sufrimiento” (New York, 1989).
Las mujeres han hallado en el cuerpo lastimado, llagado y sangrante de Cristo un principio de identificación que, en vez de liberarlas de su opresión y de haberles hecho caer en la cuenta de su inocencia, ha servido para mantenerlas en su lastimosa condición y continuar aprovechándose de ellas. Ha sido mérito de las feministas, por lo mismo, haber recuperado el vínculo entre Jesús y las mujeres. Si las mujeres pueden apegarse al crucificado para encontrar en él consuelo y compañía, es porque Jesús fue clavado en la cruz por haber querido hacer suyas las consecuencias de la violencia ejercida contra los seres humanos, por haber procurado dignificar e integrar a las mujeres a una sociedad que las marginaba. Bien puede, este Jesús, generar en ellas esperanza, no menos que rebeldía para intentar su reivindicación.
A este efecto, las cristólogas han exigido volver a la historia de Jesús. Lo dice Elizabeth A. Johnson en estos términos:
“La conducta característica de Jesús de parcialidad hacia los marginados, incluía a cada momento a las mujeres como las más oprimidas de los oprimidos en cada grupo. Tratando a las mujeres con benevolencia y el respeto correspondiente a su dignidad humana, Jesús sanó, exorcizó, perdonó y restauró a las mujeres al Shalom. Su comunidad de la mesa era inclusiva, y las mujeres, tanto las pecadoras como aquellas que formaban parte de los ‘suyos’, como llamó Lucas al conjunto de sus seguidores, compartían la alegría de la próxima venida del reino de Dios” (New York 1990).
¿Qué hacer con la palabra “sacrificio”?
La invocación de la cruz como sacrificio, en perspectiva feminista, ha sacrificado a las mujeres. La palabra es odiosa para las madres, las esposas y las mujeres en general. Bien puede decirse que el término -propio de una religión antigua dos mil años- es tolerable si sirve para expresar que el único sacrificio auténtico es el del amor. A Jesús le costó caro, pagó con su vida, se entregó por entero, se “sacrificó” por liberar a las palestinas de su época. La cruz, por esto, no puede equivaler a ofrecer un sacrificio a las divinidades del Neolítico. En cambio, la contemplación de las manos y pies vulnerados de Jesús, deben recordar los motivos históricos de su crucifixión e inspirar una lucha liberadora de las cristianas por las mujeres crucificadas de un lado al otro de la tierra.
Esto dicho, la teología debe a las teólogas feministas un progreso en la ortodoxia. Esta nueva comprensión del misterio de Cristo todavía tiene mucho trabajo en mostrar que quienes, por ser mujeres, han sido tratadas como culpables siendo, en realidad, inocentes. Porque lo correcto, lo ortodoxo, es creer que el crucificado, antes que el representante de los pecadores, fue el diputado de víctimas como las enfermas, las prostitutas, las extranjeras, y toda suerte de marginadas por quienes en el Israel de la época eran los expertos en Dios.
Queda un largo camino por recorrer.
Si algunas mujeres se rebelaron y se fueron de la Iglesia Católica, otras, tal vez, se rebelen y se queden. Difícilmente la casta eclesiástica masculina entienda que se requieren cambios grandes en la Iglesia. Las cristianas que quieran seguir siendo cristianas, tendrán que doblarles la mano a las autoridades de su Iglesia y avanzar con ellas, a pesar de ellas o contra ellas.
Publicado en revista Mensaje, 714 (2022) 40-43, con el título: En la Iglesia chilena: El Cristo del Concilio
A sesenta años del inicio del Concilio Vaticano II, conviene observar la imagen de Cristo viva en el Pueblo de Dios(1). Interesa la noción más novedosa que la Iglesia chilena gestó de él, con la inspiración del Espíritu y con los documentos de tal concilio. Este Cristo, a su vez, ha indicado a nuestra Iglesia por dónde seguir.
Quedarán fuera del radio de interés de este artículo otras imágenes muy importantes de Cristo. Por ejemplo, la predominante en el pre-concilio, la de la religiosidad popular y otras que son nuevas pero no sintonizan con el Concilio. Se parte de la base de que la originalidad de esta imagen tiene que ver con la formidable ilustración acerca de Jesús impulsada por Dei Verbum, la constitución conciliar sobre la Sagrada Escritura. Este documento propició un conocimiento amplio de la Biblia de parte del Pueblo de Dios y ha favorecido una renovación cristocéntrica de la teología, de la pastoral y de la espiritualidad.
Este artículo pretende ofrecer esta imagen, a sabiendas del déficit metodológico de su intento. Faltan trabajos de campo. Las fuentes consideradas en este artículo son algunas reuniones grupales, consultas a católicas/os que vivieron su fe en la Iglesia pre-conciliar, la experiencia pastoral del autor y un par de investigaciones suyas sobre este asunto(2). Y no mucho más.
UN CRISTO PRESENTE
El Cristo del Vaticano II se hace presente en el mundo y está presente en la Iglesia. Se hace presente, se manifiesta, mira con los ojos de los pobres y llama a atender a sus miradas. No es nuevo en la historia del cristianismo ver a Cristo en el pobre. Alberto Hurtado habla de ello: «El pobre es Cristo»(3), dice. Pero en los años sesenta y siguientes, se acentuó la conciencia —que también estaba en el jesuita— de que el pobre es víctima de injusticias sociales estructurales. El cristianismo progresista quiso cambiar la organización económica de la sociedad, haciendo así real a Cristo en la actualidad.
Por entonces, además, los sectores vanguardistas, inspirados en el Concilio y de la mano de la conferencia de Medellín (1968), procuraron atender los signos de los tiempos para discernir en ellos la acción de Cristo en la historia y sumarse a los cambios más significativos de la época. El método teológico del ver-juzgar-actuar, que sirvió a la Iglesia del continente para escrutar la presencia de Dios en los acontecimientos, constituyó la clave de la naciente Teología de la liberación y llegó a ser el instrumento pastoral con que las conferencias episcopales realizaron su trabajo en su contexto específico. La opción por los pobres de Medellín, formulada en estos términos por la conferencia de Puebla (1979), proseguida por las de Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007) y, finalmente, ratificada por los papas, radica en Cristo. Así lo entendió Medellín (Documento sobre la Pobreza). Puebla mandó ver en los diversos «rostros» de pobres el rostro de Cristo (DP 131-139). Las conferencias de Santo Domingo (Conclusiones 178-179) y Aparecida (65, 393, 402, 407-430) ampliaron la lista de estos rostros.
Por otra parte, en las comunidades de base y en las celebraciones eucarísticas se hizo costumbre atender a los «hechos de vida» que, compartidos, fueron la base para identificar a Cristo en la actualidad. En las comunidades cristianas de todos los sectores sociales se han recordado las palabras de Jesús: «Donde dos o más estén reunidos en mi nombre, yo estoy en medio de ellos» (Mt 18, 20).
El Cristo presente en la Iglesia chilena ha sido alguien que no juzga, que acompaña y comprende a las personas. Para muchos, es su confidente. Es en virtud de esta cercanía que los cristianas/os reprochan a las autoridades de la Iglesia su distancia y poca empatía.
EL CRISTO ATENTO A LAS NECESIDADES HUMANAS Y LIBERADOR
El Cristo del posconcilio es tanto el Jesús de los evangelios como el Señor resucitado, actuante en el presente o, como crucificado, padeciendo en las víctimas de diversos tipos de sufrimientos. La evangelización ha permitido a las católicas/os conocer y atesorar los hechos y palabras de Jesús, los episodios de su vida y sus parábolas. Los cristianos retienen en su memoria la actividad misericordiosa del Jesús atento a las necesidades humanas, sus gestos comprensivos y sus milagros.
Este fue un hombre sensible, como pueden serlo las mujeres. Por cierto, se lo recuerda querido y seguido por las mujeres por su capacidad para comprenderlas y sus actos de defensa. Se piensa que su trato con ellas era fluido. También en Chile ha calado hondo la imagen cinematográfica de quien las mujeres, e incluso él mismo, pudieron haberse enamorado. Jesús fue un verdadero ser humano.
Pero fue sobre todo el profeta que siguió adelante con su misión, pudiendo caer en tentación, haciendo suyo el sufrimiento de su pueblo, llorando con los que lloraban y dando de comer a las muchedumbres. La piedad cristiana posconciliar se nutre especialmente de las parábolas del Buen Samaritano (Lucas 10, 25-37), de la del Rey eterno (Mateo 25, 31-45) y la del Hijo pródigo (Lucas 15, 11-32). Esta ayuda a entender la bondad inaudita del Padre de Jesús.
El Cristo conciliar latinoamericano, en cuanto resucitado, suscita en el presente compromisos solidarios y políticos en favor de los oprimidos, los obreros, los campesinos y las víctimas de las dictaduras militares que azotaron el continente hasta que cesó la Guerra Fría. No ha sido novedoso en Chile que Cristo fuera visto comprometido en las causas sociales. En la comuna de Estación Central, de Santiago, una parroquia lleva el nombre de Jesús Obrero. En el preconcilio se incubaba, por ejemplo, el movimiento de los Cristianos por el socialismo. En nuestro medio no hubo sacerdotes que engrosaran las filas de la guerrilla, como los hubo en Colombia y El Salvador. Pero los hubo asesinados por la dictadura, como Joan Alsina, Gerardo Poblete, Miguel Woodward, André Jarlan y Antonio Llidó. Otros han podido identificarse con el cura del filme de Aldo Francia Ya no basta con rezar, y dejar el sacerdocio.
La dictadura militar cortó tempranamente los intentos de identificar el Reino de Dios con proyectos de trasformaciones sociales. La Teología de la liberación, en Chile particularmente, motivó la resistencia. La Iglesia del cardenal Silva y una pléyade de obispos tildados de «rojos» fueron vistos como representantes del Cristo profeta y perseguido. La Vicaría de la Solidaridad, que reunió en sus oficinas a cristianos y no creyentes, tuvo por ícono al Buen Samaritano. Enrique Alvear, con su pastoral Desde Cristo solidario construimos una Iglesia solidaria ayudó a vincular a Cristo con la Iglesia. Esta sufrió las consecuencias de su modo de entender el cristianismo. En la capital aún se conservan los restos de la capilla de la «Comunidad Cristo quemado», incendiada por agentes del gobierno. En los via crucis de la Solidaridad, que juntaban a miles de personas y que solían terminar en enfrentamientos con la policía, bombas lacrimógenas y detenciones de manifestantes, además de cantarse «caerán los que oprimían la esperanza de mi pueblo», se entonaban cantos como el «Credo nicaragüense» que identificaba a Cristo con los oprimidos, los obreros, los campesinos y los maltratados de todo tipo o el «Nosotros venceremos» (con Cristo vencedor). Esta misma fue la Iglesia que organizaba el festival «Una canción para Jesús», que movilizó a miles de jóvenes.
No ha sido nuevo en la Iglesia chilena que Cristo haya motivado fundaciones de beneficencia y variados actos de amor al prójimo. Hubo casos de mujeres notables que a comienzos del siglo XX acudían a ayudar a barrios muy modestos. En continuidad con estas mujeres, y en la senda del Concilio, también la caridad con los pobres ha podido nutrirse de la ilustración evangélica desencadenada por el Vaticano ii. La Palabra de Dios, mejor conocida en la Iglesia posconciliar, ha enriquecido la solidaridad de izquierdas y derechas.
JESÚS, UN LAICO ADULTO
No ha sido nueva la devoción de los cristianos al niño de Jesús en Navidad. Lo novedoso en esta fecha y el resto del año es el Jesús que deja Nazaret y sale a predicar, como un laico adulto, obligado a discernir su misión de anunciar el advenimiento del reino de Dios a todo tipo de personas. Es el Cristo que entró en discusiones con fariseos, escribas y saduceos, los representantes autorizados para hablar de Dios.
El fenómeno debe relacionarse con una Iglesia latinoamericana que tomó conciencia del valor del catolicismo regional y del derecho a la originalidad. La Iglesia de la recepción chilena del Concilio activó en los fieles su sacerdocio bautismal, exigiendo a los ministros estar a la altura de personas capaces de pensar su vida a la luz de la fe, y algunas veces en virtud de sus conocimientos teológicos. Los mismos obispos chilenos en el Vaticano ii no fueron comparsa de los europeos. Antes bien, participaron en él como mayores de edad.
El laicado posconciliar latinoamericano y chileno demanda horizontalidad. Pide al clero espacio, mayor protagonismo en la conducción de la Iglesia y difícilmente soporta imposiciones. Los laicos del Vaticano II han recibido una mejor formación. Los mismos habitantes de los barrios populares, que en el siglo XX aprendieron a leer, con la Biblia en sus manos han sacado sus propias conclusiones.
Este mismo laicado ha reaccionado airadamente contra los abusos sexuales, de conciencia y de poder del clero, y el encubrimiento con que la dirigencia eclesiástica ha querido salvar su autoridad. En los últimos quince años los católicos chilenos han disminuido en aproximadamente un tercio y, en tres décadas, un 40%. Entre los jóvenes de la clase alta, la que más ha dispuesto de clero, el abandono de la iglesia de sus padres ha sido una estampida. Estos laicos no creen necesitar a una casta de sacerdotes fijada en los temas sexuales y, a la vez, gravemente inauténtica.
Pero esta caída en la pertenencia católica no se ha debido exclusivamente a estos escándalos. La secularización de la sociedad chilena se ha acelerado. La Iglesia chilena, al igual que en otras partes del mundo, experimenta un proceso de exculturación sin retorno(4). Lo que alguna vez fue obvio ya no lo es. Durante la pandemia, por ejemplo, católicos devotos no podían entender que el gobierno permitiera a la gente ir a los malls y no a los templos. Mucha de esta gente habría considerado una rareza que el gobierno cediera a presiones de las dirigencias eclesiásticas.
A partir de los años sesenta las mujeres, desde el momento que pudieron controlar su fecundidad, dieron un salto en autonomía sin precedentes históricos. La jerarquía de la Iglesia no supo discernir un mega-signo de los tiempos. La condena y oposición eclesiástica a los métodos artificiales para impedir la concepción ha parecido al laicado irracional. Muchas mujeres se fueron de la Iglesia. Otras siguieron en ella con fuertes sentimientos de culpa. Este ha sido su tema en el confesionario. Las católicas hoy, en virtud de una convicción adulta, no toman en serio la enseñanza magisterial y, como el resto de los católicos, casi no se confiesan.
Las católicas y los católicos hoy pueden concluir: «Cristo sí, la Iglesia no». ¿Qué tan adulta es esta sentencia? Dependerá de cómo se la entienda. Se deja entrever, en todo caso, que los cristianos no encuentran en la institucionalidad eclesiástica al Cristo en el que creen. Muchos se declaran en rebeldía en nombre de un Jesús que no acepta imposiciones infantiles.
CRISTO, AMIGO DE «LOS OTROS»
El Concilio Vaticano II quiso restablecer relaciones con las iglesias y comunidades de la Reforma protestante. Se ha tratado de una deuda que al tiempo del Vaticano II tenía casi quinientos años.
La «Catequesis familiar chilena» —que exige, a niñas/os y apoderados, dos años de preparación para la primera comunión— ha tenido un enorme impacto evangelizador. La columna de su método es cristológico. El Jesús del posconcilio chileno es el profeta de Galilea, que anuncia la buena noticia del Reino de Dios. Él ha sido visto como un evangelizador. El mayor aprecio por la Palabra ha facilitado que, especialmente los metodistas pentecostales, sean vistos como «hermanos». Los católicos chilenos no se ríen más de ellos y, además, van dejando atrás el complejo que les produce su manejo de la Biblia. Por otra parte, el ecumenismo de la Iglesia chilena posconciliar ha tenido expresiones prácticas muy importante. En su momento, luteranos y católicos defendieron juntos a las víctimas de las violaciones de los derechos humanos. Los cristianos de distintas denominaciones han creado movimientos ecuménicos como la Renovación carismática y Cristianos para un mundo nuevo (Fondacio). En el Te Deum de septiembre los católicos han acogido en las catedrales a las otras iglesias y comunidades cristianas para rezar juntos por la patria.
Además de ecumenismo, el Concilio ha estimulado en la Iglesia chilena un encuentro con las otras religiones. Cristo, de algún modo, deja de ser un factor de superioridad y, en cambio, suscita una valoración de ellas en términos de igualdad. Cae, por lo mismo, la consideración de paganos de los pueblos originarios. Últimamente se valora su espiritualidad. En ellos se intuye, de algún modo, la presencia del Espíritu de Cristo.
PREGUNTAS AL CIERRE
Los cristianos creen que Jesús continúa hablando y revelándose en la historia a través de su Espíritu. Aún es necesario descubrir esta presencia en el postconcilio chileno. Hay algunas preguntas que, a este respecto, pueden servir:
¿Cómo afecta la exculturación —el arrinconamiento o creciente insignificancia del cristianismo en la cultura— a la concepción actual de Cristo? Dos campos de búsqueda importantes son la experiencia espiritual personal y el espacio público.
¿Cuánto ha sido acogido el Cristo que nos deja el Concilio Vaticano II y, en particular, el que aquí hemos esbozado, en la religiosidad popular? Podemos pensar, por ejemplo, en los bailes religiosos del norte del país.
(1) Sobre el Cristo del Concilio, ver Salvador Gil Canto, Cristo en el Concilio Vaticano II. Una relectura a los cincuenta años (Salamanca: Secretariado trinitario, 2015). (2) Jorge Costadoat, «La imagen de Cristo de Edith Cabezas», Teología y vida LVI, n.o 4 (2015): 407-29; Jorge Costadoat, «El cristianismo de Hilda Moreno. Un estudio de caso», Cuadernos de teología IX, n.o 1 (2017): 126-54. (3) S03 y 01b, S10 y 08; S10 y 18. (4) Daniele Hervieu-Léger, Vers l’implosion? Entretiens sur le présent e l’avenir du catholicisme (Paris: Seuil, 2022). 54ss.
A estas alturas la comunidad científica internacional está de acuerdo con que la catástrofe medioambiental inminente es el gran tema. Pregúntesele también a los brasileros anegados de Rio Grande do Sul o a los habitantes de Nueva Delhi que han debido soportar más de cincuenta grados de calor.
¿Qué hacer? ¿A quién corresponde hacerlo? Ayudará combinar ciencia + sabiduría; y, en lo inmediato: técnica + conversión. La ciencia y la técnica son instrumentos indispensables para revertir el curso a la catástrofe. La sabiduría, por su parte, exige una conversión del corazón, un giro en la mirada o un nuevo modo de experimentarse en el mundo indispensable para modificar el rumbo, una transformación subjetiva que integre el sentir de la Madre Tierra.
Son dos saberes diferentes que debe conjugárselos para forjar otra civilización o, al menos, en el campo doméstico, estilos de vida más humanos. Es inimaginable pretender salir de la debacle en marcha sin la ciencia y la técnica. Pero, aún en el caso que a la larga el planeta se nos escape de las manos, siempre será posible sanarlo y mejorarlo en el propio “metro cuadrado”, es decir, en ese reducido lugar del que nos ocupamos, el jardín, la distinción entre basuras o el tipo de envases que usamos.
Hemos llegado a esta situación –opinión no solo mía– por haber confiado ciegamente en que la mera ciencia/técnica podían, por sí solas, ofrecer a la humanidad el sentido de la vida. La articulación entre este tipo de conocimiento y las sabidurías humanistas, filosóficas y teológicas que no se ha dado hasta ahora, debiera intentarse en adelante para frenar urgentemente el calentamiento global.
Si queremos gestar otra humanidad, es preciso avanzar en los dos frentes, comenzando por desarrollar una mística del “metro cuadrado”. Por pequeña que sea nuestra conversión –no dejar correr el agua de la llave, no comprar plásticos, acabar con el consumo superfluo, evitar los viajes en avión, ahorrar luz, aprovechar la energía solar en lo que se pueda, restaurar la vegetación y usar los medios públicos de locomoción–, esta será la más importante, ya que, sin ella, los cambios “macro” no se darán. Sin lo “micro”, lo “macro” no se conseguirá.
La integración de los saberes es la clave. Pues tampoco puede bastar una mística de lo pequeño que se desentienda de la suerte del resto de los seres del planeta. La falsa mística es siempre individualista. El egoísmo aliena de los demás y, como sin estos no hay futuro, la falsa mística también conducirá al desastre.
En estas circunstancias, es menester observar la experiencia espiritual de los medioambientalistas. No hablo de activistas que son cristianos o pertenecientes a otros credos. Me refiero a esos hombres y mujeres que, como los profetas de Israel, han sido ignorados, ridiculizados por décadas, e incluso martirizados por las empresas mineras y madereras extractivistas, como consecuencia de su compromiso medioambiental. Es cierto que hay varias formas de ecologismo. La mejor de ellas ha sabido conjugar aquellos dos órdenes de conocimientos. Algunos de ellos, como intelectuales orgánicos, nos llevan la delantera en los estudios y la generación de nuevos conocimientos, a la vez que en tomarse la calle para protestar y denunciar.
Unos últimos ejemplos: quizás alguien no pueda dejar de comer carne, pero puede pasar de la bencina a la electricidad y colaborar con las acciones mencionadas anteriormente; por lo menos grite al Estado para que no siga entregándole los humedales a la empresa privada.
El amor de Dios por los pobres es una convicción cristiana. La Iglesia es infalible cuando opta por los pobres. Esto no quiere decir que Dios deplore a los ricos y, en consecuencia, los y las cristianas deban hacer lo mismo. De los ricos, y aun de los mismos pobres, Dios espera y estimula su conversión.
Fundamento bíblico
Esta convicción de la Iglesia arraiga en las Sagradas Escrituras. Israel tuvo viva conciencia de haber sido un pueblo liberado de la opresión de la esclavitud por quien terminó de reconocer como el único Dios misericordioso y justo. En el futuro, los y las israelitas habrían de ser con los huérfanos, las viudas y los extranjeros tal como Dios había sido con ellos. Jesús anunció a los pobres la llegada del Reino: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido para anuncia a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18). Declaró a los pobres que habrían de ser felices por el mero hecho de ser pobres (Lc 6, 20). La práctica misericordiosa de Jesús, sus acciones de sanación y sus enfrentamientos con los líderes de su época, lo cual terminó por costarle la vida, está ampliamente acreditada en el Nuevo Testamento. Incluso en el Magníficat quedó la huella del conflicto: “A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1, 53). Pero Jesús también anunció una bienaventuranza a los “pobres de espíritu” (Mt 5, 3). A sacer, gente que, como los pobres, confiaban en Dios y, a la vez, hacían propia las opciones de Jesús. Bien puede decirse que los “pobres de espíritu” son aquellos que optan por los pobres.
Lugar en la Revelación y la Tradición
Esta Revelación neotestamentaria ha sido transmitida por la Iglesia a lo largo de más de dos mil años[1]. Entre otras pertenencias culturales y religiosas, la Tradición de la Iglesia se reconoce en una sensibilidad y un amor a los pobres que a muchos ha podido desconcertar. Lamentablemente aun cristianos y cristianas suelen rechazarla. Pero los más grandes santos y santas indican a la Iglesia el camino de la fe auténtica.
En la antigüedad son de recordar las palabras de Juan Crisóstomo: “¿Deseas honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frío y desnudez” (homilía sobre Mateo 5,3-4). También otros santos/as: santa Rosa de Lima, san Vicente de Paul, santa Isabel de Hungría, Alberto Hurtado y Madre Teresa de Calcuta. A algunos, el cuidado y la defensa de los pobres les ha costado la vida. San Oscar Romero representa a numerosos/as mártires.
Últimamente el Concilio Vaticano II repetidas veces ha insistido en esta prioridad que tiene para la Iglesia los pobres. Lumen Gentium ofrece este ejemplo: “Cristo fue enviado por el Padre a «evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos» (Lc 4,18), «para buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo” (Lumen gentium, 8; 38, 41; GS 1, 63, 69, 88; SC 5).).
La recepción latinoamericana y caribeña del Concilio
La Iglesia Latinoamérica y caribeña no ha sido original al haber optado por los pobres. La suya es una nueva versión de la Tradición. La novedad estriba en haber recibido el Vaticano II en estos términos. Las iglesias de otros continentes han podido llegar a sus propios hallazgos teológicos. Estas iglesias, sin embargo, han de reconocer en el modo latinoamericano de entender el amor de Dios por los pobres valor universal.
La segunda conferencia general del episcopado reunida en Medellín (1968) hizo de la justicia social la condición para evitar la violencia que asolaba el continente: “Si el cristiano cree en la fecundidad de la paz para llegar a la justicia, cree también que la justicia es una condición ineludible para la paz… América Latina se encuentra, en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada” (La Paz 16). Pablo VI confirmó documento final de Medellín y él mismo, haciéndose presente en Colombia con motivo de un Congreso Eucarístico, dijo a los campesinos de Mosquera: “El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino”[2].
La III Conferencia general reunida en Puebla (1979) hizo suyo este compromiso de Pablo VI y de Medellín (DP 1134). Le dio el nombre de “Opción preferencial por los pobres” (DP 1134ss). La Iglesia ha de reconocer su dignidad, sea auspiciando su derecho a luchar por sí mismos, sea como personas capaces de evangelizar a la misma Iglesia (DP 1147). También Juan Pablo II confirmó las conclusiones de esta conferencia. Es más, el papa polaco promovió decididamente esta opción en sus numerosos viajes por el mundo.
Años después, Juan Pablo II confirmó las conclusiones de la IV Conferencia (1992). La reunión episcopal realizada en Santo Domingo, en continuidad con Medellín y Puebla, renovó el llamado a una opción por los pobres y amplió considerablemente la lista de Puebla de los rostros de Cristo encarnados en personas concretas (DP 31-40), en quienes la Iglesia ha de reconocer el nombre de Cristo (DSD 178).
En la V Conferencia celebrada en Aparecida (2007), Benedicto XVI, en su discurso inaugural, sostuvo: “la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9)”[3]. El documento final registró estas palabras del Papa (DA 393). Y, en línea con las conferencias anteriores, amplió de un modo prácticamente ilimitado la lista de los rostros de diversos tipos de pobres en los cuales se ha de reconocer el rostro de Cristo (DA 65, 393, 402-407-430).
Ahora último el papa Francisco ha encarnado esta opción en persona. La ha proclamado en sus discursos por doquier, pero sobre todo significándola con gestos proféticos. Ella ha tenido un lugar prioritario en sus principales documentos (Evangelii Gaudium, Laudato si’, Fratelli tutti). Su expresión “cuánto querría una Iglesia pobre y de los pobres” ha caracterizado su pontificado. En los comienzos del siglo XXI, cuanto la humanidad enfrenta el peligro de su extinción, y la de muchas otras especies, el Papa ha pedido “escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres” (LS 49).
Conclusión
La Opción por los pobres es inherente al cristianismo. No se puede ser cristiano si no se opta por quienes Dios ama con predilección. Esta convicción, que en cierto sentido representa la recepción del Vaticano II de la Iglesia en América Latina y el Caribe, también puede serlo en otros continentes.
Jorge Costadoat
[1] Cf. Vincenzo Paglia, Storia della povertà. La rivoluzione della carità dalle radici del cristianesimo alla Chiesa di Papa Francesco, Saggi Rizzoli, Milano, 2014.
La tragedia de la pandemia del COVID 19 levantó la pregunta por el tipo de cristianismo que vendría después y por la modalidad de Iglesia que debiera estar a la altura de las nuevas circunstancias.
La multiplicación de los focos de violencia y de guerras que estallan por doquier, también hace relevante tal pregunta. ¿Estamos ya, según el decir de Francisco, en la Tercera guerra mundial? No lo creo, pero no puedo excluir que llegue a tener lugar. Tal es la acumulación de armamento atómico que esta será, sin duda, la última de las guerras, grandes o chicas. En este último tiempo tenemos delante de los ojos a Rusia contra Ucrania, a Israel contra el pueblo Palestino, un abierto genocidio, y detrás de estos conflictos y de tantos otros, a EE.UU.
Estos y otros fenómenos escalofriantes, como puede serlo el desarrollo de una Inteligencia Artificial que se autonomice, han de ser emparentados al cataclismo inminente del sistema eco y socio ambiental. La especie humana y otras especies vivas se extinguen. La Tierra, puede estar experimentando la sexta extinción masiva. En el Pérmico-Triásico murieron el 96% de las especies marinas. La extinción de los dinosaurios tuvo lugar a fines del período Cretácico.
El escenario es el de un acabo mundi. ¿Qué hacer? La respuesta a esta pregunta es teórica en principio y, en definitiva, práctica. No debiera extrañar, por tanto, que la teología deba volver a ocuparse de la apocalíptica judeo-cristiana.
De entrada, debe considerarse que la palabra apocalipsis tiene mala prensa. Pero una mala compresión de la apocalíptica debe ser distinguida respecto de su concepto original. La mala apocalíptica alimenta temores paralizantes. Tal puede ser su impacto en la psiquis que hace que las personas bajen los brazos y se echen a morir. La versión religiosa mala de la apocalipsis ve en los tsunamis, ciclones, guerras, terremotos, inundaciones y plagas, un castigo divino por los pecados de la humanidad. El dios de las sectas apocalípticas suele entregar a un gurú el relato del fin del mundo y el dominio de las mentes de personas incapaces de pasar a otra acción que a la de distribuir panfletos alucinantes.
La buena apocalíptica, todo lo contrario, mueve a la acción con mayúscula. Su origen es bíblico. Surgió unos 150 años a.C. Se contiene en la literatura que quiso hacer justicia a los mártires macabeos que resistieron los intentos por helenizarlos. A las generaciones siguientes, los libros apocalípticos prometieron que un día, al fin del mundo, habría un juicio que rehabilitaría a las víctimas de la injusticia. El libro del Apocalipsis del Nuevo Testamento entronca con esta tradición. Este es un canto al Cristo que fallará en favor de los cristianos perseguidos y matados por el Emperador romano. Ellos, gracias a esta promesa, tuvieron esperanza y resistieron como si fuera razonable vivir en un mundo amenazante.
En el mismo Jesús se reconocen rasgos claramente apocalípticos. Su propia espiritualidad israelita radica en la tradición de los jasidim, la de aquellos macabeos que esperaron un juicio final y una resurrección de los muertos. Jesús apareció en la Galilea de su época anunciando la llegada del Reino de Dios. El fin, comenzado con él, era inminente. En su caso, a diferencia del Bautista que anunciaba un castigo divino, su predicación se caracterizó por ser una buena noticia fragmentada en una variedad ilimitada de bienaventuranzas ofrecidas ampliamente a todos y, en primer lugar, a quienes la vida misma les era una mala noticia.
El contexto histórico actual justifica desempolvar el pensamiento apocalíptico. Si se trata de enderezar el curso de la historia, si queremos dar otro sentido a nuestra existencia colectiva, es preciso, sobre todo, recuperar la idea de tiempo propio de la apocalíptica para oponerla a la visión moderna del tiempo, pues la modernidad opera como si el futuro de la humanidad fuera a ser siempre mejor por el mero desarrollo de la ciencia y de la técnica. Esta óptica, aún viva, comienza a ser cuestionada. En lo inmediato, no se puede seguir creyendo que los costos sociales del progreso moderno justifiquen un éxito futuro para toda la humanidad. La misma pandemia, por ejemplo, ha dejado a la vista las enormes desigualdades que las modernizaciones han provocado. No hay futuro para los pobres si en la actualidad no se ejecutan acciones que modifiquen su suerte. Si en algún momento se acusó al cristianismo, con o sin razón, de constituir una fuga mundi a una trascendencia alienante, igualmente alienante debe considerarse en el presente la fuga mundi al futuro que todavía ofrece, como si no hubiera ya fracasado, la versión capitalista de la modernidad.
En otras palabras, en el siglo XXI, la recuperación de la apocalíptica bíblica debiera contribuir a sustituir el paradigma temporal de la modernidad. Lo hará si combate su idea de un tiempo lineal que favorece una visión ilusoria del futuro. Su futuro no tiene futuro. Es una promesa imposible de cumplir porque no incorpora en el presente las condiciones antropológicas y cosmológicas de su posibilidad. La buena apocalíptica, por el contrario, en vez de vociferar publicitar una ilusión ofrece esperanza; promete a la humanidad un triunfo más allá de la historia a quienes, ahora, hagan algo por interrumpir el curso al desastre. Es así que la antigua idea de un juicio final recobra la validez. Si hay un juicio, hay un sentido. Si hay un sentido, corresponde practicarlo. El caso es que la historia puede tener un sentido distinto que el que le ha dado la cultura gestada por quienes se han ido apoderando de la tierra y extrayendo de ella, sin piedad, todo lo que puedan convertir en dinero.
Un nuevo sentido de la historia, sin embargo, demanda una modificación de la praxis cristiana que concrete una conversión del corazón a una irrupción de Dios en el presente. A saber, los cristianos tendrían que volver a vivir su vida sub specie aeternitatis, conjugando en el presente el tiempo increado con el tiempo creado, comprometiéndose en el salvataje del mundo. Frente a la fuga mundi terrorífica de la mala apocalíptica y la fuga mundi a un futuro ilusorio de la versión capitalista de la modernidad, los cristianos pueden extraer de su visión teológica, un amor mundi consistente en mirar la realidad como creación de un Dios que lo ama y que llama a recuperarlo cuanto antes. La praxis cristiana, en este sentido, tendría que enfrentar a ambas fuga mundi.
Al efecto, se dan dos tipos de praxis complementarias o, más bien, se da una sola praxis con dos aspectos. Uno es el aspecto interior, personal, que comienza con una conversión del corazón. En las actuales circunstancias se requiere un cambio de mentalidad. Esta, a la vez, exige experiencias nuevas que se dejen inspirar por las experiencias tenidas por otros. Si la figura actual de desarrollo de la humanidad se considera fracasado, debe saberse que ha habido otras figuras de las cuales todavía hay mucho que aprender, como las de los pueblos originarios.
El otro aspecto de esta praxis es el político. El desafío, en este caso, es ir más lejos de las derechas e izquierdas regidas por el paradigma del progreso moderno. El desafío político en la perspectiva de una correcta apocalíptica será, en primer lugar, ofrecer justicia a las víctimas social y mundialmente consideradas, a personas y pueblos crucificados, y por esta vía a toda la humanidad. Si de política se trata, quienes se enrolen en esta causa tendrán que estar dispuestas(os) a ser resistidos precisamente por ir contracorriente.
Todo lo anterior no es nada de fácil de realizar pues requiere de un paso ulterior. Para consistir en una praxis auténticamente cristiana, se necesita articular fe y razón, fe y cultura, fe y ciencia; sin estas articulaciones será imposible que ella relacione fe y justicia. Si las personas, las universidades católicas y la teología no intentan tales articulaciones, la separación de los planos de la temporalidad y la eternidad conducirá derecho a la mala apocalíptica y a la práctica de aquella fuga mundi que endilga a Dios la salvación de su creación, excusando a sus aterrados devotos de hacer algo para colaborar en su liberación.
Volvió el frío. Se duerme en la calle a cero grado. ¿Es un derecho la vida? Antes que un derecho, es una obligación. Es obligatorio vivir. Me explico.
Se trata de una obligación pre-ética. A nadie puede hacérsele responsable de vivir. Nuestro estómago manda comer. Nuestros pulmones, respirar. Hasta la última gota de nuestra sangre demanda al corazón poder circular. Nadie es culpable de vivir antes de poder hacerse responsable de decidir qué hacer con la existencia que recibió, con la vitalidad que le apremia a vivir. La ética recién comienza cuando un ser humano goza de libertad. Antes de esto, es fundamentalmente inocente.
¿Es culpable quien muere de frío en la calle? Y un niño que nace en la cárcel, ¿es responsable de este estigma? De mayor, preferirá evitar que se sepa. Así, podrá sobrevivir en una sociedad que lo culpará de por vida. Este y aquel son inocentes. Lo serán incluso si roban para comer. No puede serles imputable. ¿A partir de qué momento robar es un pecado?
La sociedad dirá que merecen una pena. Los neutralizarán entre rejas y sin calefacción. Si mueren de frío, allá ellos.
No se les dirá, pero se lo pensará o, inconscientemente, se justificará cualquier sentencia de los tribunales menos la que los favorezca. Los jueces son presionados por los medios. ¿Y los parlamentarios? Estos tienen otras prioridades para postergar la ley que facilite su inserción social como ciudadanos de primera y no de última categoría.
Así, volverán a delinquir. Por mi parte, espero que roben para sobrevivir. Así cumplirán con su obligación de vivir, diría Santo Tomás.
Nuestros parlamentarios hacen gárgaras con los derechos humanos, pero no reparan en que en esas cárceles hay personas, niños que nacen y son criados en prisión, contraviniéndose la Constitución de la República; y que, en vez de enclaustrar a mujeres madres o embarazadas, debieran legislar para que estas cuiden mejor a niños(as) que, así como van las cosas, se convertirán en delincuentes dentro de poco o terminarán durmiendo a cielo raso tapados con frazadas. ¡Total, son indigentes!, quizás piensen algunos honorables de la Cámara o el Senado.
A los reclusos(as) se les obliga a heredar la culpa, como si fuera poco heredar la miseria.
Los honorables de izquierda son los principales responsables de esta situación porque ellos enarbolan la bandera de la representación de los oprimidos. De los de derecha, en cambio, ¿qué se puede esperar? La mayoría se dice cristiana, pero se ha mimetizado con una sociedad dominada por los todopoderosos y por una clase media que aspira a ser rica.
¿Qué es ser cristiano?
Da lo mismo. De hecho, da lo mismo. Es cosa de ver a los cristianos ante el televisor lamentando tanto asalto. En vez, podrían interesarse en sacar la más gente posible de las cárceles y allanar una inserción digna y benéfica en la sociedad.
¿Son cristianos quienes piensan que hay que construir más cárceles? Seguramente sí. El cristianismo en Chile es un concepto vacío. La prueba está a la vista. Esta sociedad todavía hace gárgaras de cristianismo, aunque no tiene idea de las prioridades de Jesús.
Este 2024, se cumplen 300 años del nacimiento de Kant y 60 del término del Concilio Vaticano II.
La relación de estos dos eventos es importante, pues la Iglesia, con el Concilio, especialmente, hace espacio a la Ilustración, que Kant representa, en el modo de entenderse a sí misma y su misión.
En su ensayo titulado “Qué es la Ilustración”, Kant se refiere al momento en que la humanidad comienza a pensar por sí misma. El filósofo se sirve del caso del sacerdote para explicar el fenómeno. Distingue entre el “uso privado de la razón”, es decir, cuando el presbítero debe explicar a los fieles lo que enseña su iglesia; y el “uso público de la razón”, a saber, cuando el mismo sacerdote debe explicar la fe de su iglesia en el foro público. En el primer caso, tiene la obligación de representar a las autoridades de su institución; en el segundo, debe someterse al escrutinio racional del común de los mortales y no puede pretender propagar creencias que nadie entiende.
¿Qué hay de esto hoy en la Iglesia Católica?
La Iglesia, hasta nuestros días incluso y en varias oportunidades, ha invocado la fe, la palabra bíblica de Dios, para contrarrestar el uso libre de pensar de sus contemporáneos y para condenar las novedades de la Modernidad. Galileo. La Revolución francesa. La democracia. Exclusiones a causa del género.
El Concilio constituye, en principio, la superación de esta actitud y de la ceguera eclesiástica a los avances de las ciencias naturales, sociales y políticas. En este acontecimiento, extraordinario en la historia de la Iglesia, esta establece un diálogo con la Modernidad. No la condena, como solía hacerlo los siglos anteriores. Por el contrario, quiere evangelizar los tiempos realizando un discernimiento de los métodos y de los resultados del uso de la razón, y ha exigido a los católicos salir de la minoría de edad.
El Vaticano, entre otros muchos logros, enalteció el valor de la conciencia y de libertad, e hizo suya la historicidad del ser humano en la consecución de la verdad. Esta, desde entonces, no ha podido ser concebida como caída del cielo. El Concilio constató que, en virtud del uso libre de la razón, la Iglesia puede y debe progresar en el conocimiento de Cristo, lo cual ha implicado sacar las consecuencias de su fe en Dios para la vida real de los católicos en el presente.
El Vaticano II, como expresión de lo anterior, facilitó el surgimiento de iglesias regionales adultas. La Iglesia latinoamericana aprovechó la oportunidad. Hasta entonces había sido expuesta a la colonización religiosa europea y al infantilismo. Desde entonces ha intentado liberarse de la dependencia intelectual y eclesiástica respecto de la curia romana.
Marcos Mc Grath, a la sazón, decano de la Facultad de Teología, lamentaba el infantilismo de la Iglesia de la región: “Esta inmensa porción del cristianismo que es Latinoamérica, ya no puede seguir en una fase de infantilismo intelectual, recibiendo hasta los últimos puntos y comas de su pensamiento, de otras tierras. Lo que es la doctrina, lo que es magisterio, los caminos seguros de teología que la Iglesia romana nos señala, todo ello será nuestra base. Sin embargo, es imprescindible que logremos nuestra propia expresión de estas verdades y estos valores frente a lo que nos rodea, aquí en donde la suerte de casi la mitad de los cristianos del mundo está en juego” (1961).
El caso es que la Iglesia del continente se sintió autorizada para mirar y pensar su propia realidad. Surgió la Teología de la liberación. Primera vez en su historia que la Iglesia de América Latina y el Caribe, en su conjunto, ha pensado por sí misma. La tensión con Roma ha sido máxima. La sede romana ha sancionado a sus representantes. Muchos de los teólogos(as) han sido intimidados, sancionados y excluidos de los centros de estudio. Por otra, la Sante Sede ha alineado los nombramientos episcopales mediante el miedo a salirse de la ortodoxia.
¿En qué estamos?
Juan Pablo II y el Cardenal Ratzinger, luego Benedicto XVI, recortaron las alas al catolicismo moderno latinoamericano. Inhibieron una evangelización a la altura de los tiempos. El Papa Francisco, en este contexto, puede ser llamado el “Papa de la libertad”. Su opción por una Iglesia de los pobres, en su mejor expresión, exige a los pobres mismos que piensen, que razonen, que saquen las consecuencias liberadoras de su fe, y entren en los templos con la frente en alto, como lo haría Kant.