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¿Hereje el Papa?

Papa anticristoFrancisco Papa fue a arreglar sus anteojos a una óptica común y corriente. ¿Hereje el Papa?

Poco tiene que ver una cosa otra. La herejía es una doctrina contraria a la fe de la Iglesia, y hereje la persona que la sostiene. No hay dogma alguno de la Iglesia que afirme que un papa no puede comprar anteojos como lo hace cualquier mortal.

Sin embargo, este episodio causa extrañeza porque las personas tienen una idea religiosa acerca de lo que un papa puede y no puede. El Papa sabía lo que hacía. Él ha sido perfectamente consciente de que su gesto es teológicamente provocador. No se ha tratado una extravagancia, aunque a alguno podrá parecerlo. Aún en el caso que el acto parezca exagerado, hemos de sospechar que tiene un filo pastoral. Francisco ha comprado unos lentes en una tienda romana en cuanto papa. Si se lo aplaude o se lo repudia, se lo hace por ser el papa.

Pues bien, a estas alturas muchos difidentes del Papa Francisco piensan que a la base de estos numeritos -estas faltas al decoro correspondiente a su investidura-, tienen una raíz heterodoxa. Pero juzgar la ortodoxia de un cristiano, más aún la de un papa, es muy riesgoso. El Papa “hereje” puede ser ortodoxo y sus acusadores, por el contrario, herejes.

En el acto de ir Francisco a una óptica, en vez de pedirle a los oftalmólogos que se trasladen al Vaticano, hay un símbolo potente del significado del cristianismo.

Remontando río arriba en la historia de la Iglesia, descubrimos que la clave de interpretación de los actos de los papas y de cada uno de los cristianos es el dogma de la Encarnación. De los primeros concilios extraemos una conclusión contundente: la unión en Cristo de Dios y del hombre no cuajó en un ser más divino que humano, sino en uno profundamente humano; uno cuya unión indisoluble con su Padre hizo de él el mejor representante de la humanidad.Jesús no fue un superhombre o un semidiós como creyó el hereje Arrio (Concilio de Nicea, año 325).

Pero hay más. Sila Iglesia piensa que el Verbo se hizo hombre, San Pablo subraya que “se hizo pobre” (1 Cor 8,9). Su manera de ser el más perfecto de los hombres fue su humildad y su opción por los pobres y alejados, como claramente enseñan los evangelios. De aquí que el gesto del Papa de arreglarse los anteojos en una óptica cualquiera está en línea con la fe de la Iglesia. Esta salida del Papa no debiera extrañar a un cristiano.

Sí debiera extrañarle una Iglesia rica, ceremoniosa, que marca a cada rato la diferencia entre lo sagrado y lo profano, y entre el clero y los laicos, porque una Iglesia así no es la del carpintero de Nazaret. Los innumerables gestos de Francisco son completamente conformes a la fe cristiana. De los cristianos no debieran sacar sino aplausos e imitaciones.

Los casos Karadima

bosquedekaradimaEl caso Karadima, entre otros casos del género, puede ser analizado desde distintos ángulos. Ofrezco una mirada teológica. No puedo excluir que Fernando Karadima haya podido hacer el bien a mucha gente. Personas cercanas podrán decir que sí. Ningún fenómeno humano es cien por ciento puro o impuro. Pero, así como es posible detectar en Karadima, y en otros líderes religiosos, una perversión psicológica, también diagnosticamos un tara teológica. A mí parecer, él, Marcial Maciel, Paul Schaefer y otros líderes espirituales menores, son caso de corrupción del “mediador”. Quien se suponía que cumplía la función de acercar las personas a Dios y Dios a las personas, resulta ser un impostor.

El mediador es impostor cuando ocupa el lugar que solo corresponde a Dios. Se impone a las personas con una contundencia y magnetismo irresistible. Las atrapa en su persona. No las remite al Dios que trascendiendo al ser humano, puede cuidar de él sin necesidad de enderezarlo a la fuerza. La patología teológica del impostor, es paradójicamente una falta de fe que oculta una sed insaciable de poder. En cualquier persona la fe puede ir y venir. Pero hay expresiones religiosas que, pareciendo fe, no lo son. El impostor, en cuanto teológicamente enfermo, no es un creyente. Pide fe en él, cuando solo debe exigirla para Dios. Cuando es sacerdote, ofrece liberación del demonio, del pecado y de la culpa, pero no cumple. Pues, cuando el impostor se apodera de los demás, cuando se adueña de las personas olvidando que ellas solo pertenecen a Dios, genera confusión en la gente y la peor de las dependencias; no genera amor, sino miedo, miedo a amar y ser amado. La víctima termina culpándose de unos pecados que no son sus pecados, sino los del abusador. De esta manera el impostor puede dinamitar los límites dentro de los cuales una persona logra organizar éticamente su vida. Él, como ídolo, con sus pretensiones de omnisciencia (todo lo sabe) y de omnipotencia (todo lo puede), como un falso dios que extrae su fuerza de los cautivos que lo tratan como a un santo, ofrece una seguridad insegura a personas inermes, desamparadas, al precio de su libertad.

Fernando Karadima desprestigió mediaciones muy queridas por la Iglesia: devociones sencillas como medallas y rosarios, pero también el sacerdocio y el sacramento de la confesión. La gente reconoció en la religiosidad que él tan bien gestionaba, esos caminos que la Iglesia ofrece para alcanzar a Dios. Fue fácil confundirse. Por estas vías muchas personas tuvieron, no obstante todo, una auténtica experiencia espiritual, pero otros cayeron en la trampa. Es especialmente triste la corrupción del sacerdocio en que Karadima incurrió. Su empeño consistió en valorar el sacerdocio por sí mismo. El foco de la religiosidad que él representó tuvo que ver con la vocación sacerdotal, con tener o no “zapatitos” para caminar al seminario. Los que los tuvieron, fueron considerados superiores a los demás. Pero un sacerdocio que no media, que no facilita el encuentro amoroso y libre entre las personas y Dios, que por el contrario se erige como un fin en sí mismo, es nocivo.

Jesús de Nazaret, en razón de quien la Iglesia entiende el sacerdocio, sí fue un mediador. Lo es porque facilita el encuentro libre entre el Creador y sus criaturas. Es cosa de tomar la Biblia y hojear el Nuevo Testamento: Jesús, abierto a la realidad, afectado por el sufrimiento ajeno, es que sana al leproso, da vista al ciego, cura a la mujer hemorroísa, perdona a Zaqueo y exige a cada uno que crean que su Padre los ama. Cuando es necesario dar la última señal del misterio de su vida, para que a todos quede claro que ha venido a servir y no a ser servido, se agacha y lava los pies a sus discípulos. No sacrifica personas a Dios, para ubicarse él mismo en la cúspide de una pirámide religiosa. Él es quien se sacrifica por los demás.

Para la Iglesia Jesús sí es mediador: hombre entero y Dios por completo, pero como camino de uno a otro. Ya que la unión de Jesús con Dios fue plena, él pudo ser una persona íntegra y la más generosa de todas. Por otra parte, siendo un hombre libre y liberador, pudo revelar al Dios verdadero. El Dios de Jesús es pura libertad y, por ende, compromiso puro con el prójimo.

Sin embargo, si observamos la relación de Jesús con sus discípulos constatamos una relación riesgosa. Él produce en ellos una atracción tan fuerte que perfectamente, como otros gurús y líderes espirituales, pudo aprovecharse del vínculo para convertirlos en aduladores suyos y hacer con ellos cualquier cosa. No lo hizo. En cambio, influyó en los demás desencadenando en ellos su fe y su libertad. En vez de enredar a los demás consigo mismo, compartió con cualquiera lo más suyo: un Dios que llamó “Padre nuestro”. Jesús no se predicó a sí mismo. Predicó el reino: la prevalencia del servicio sacrificado por el prójimo en el nombre de Dios.

La ascendencia excesiva de una persona sobre otra siempre merece cuidado. Por cierto, no siempre es fácil reconocer a un impostor detrás de uno que nos es presentado como mediador religioso. Todos los sacerdotes, especialmente los más carismáticos, pueden dejar atrapadas personas en su propia persona. Pero también en otros oficios y en cualquier relación humana, cabe la posibilidad del uso y abuso de las máscaras, del rol o de la investiduras.

Cambios en la religiosidad

Numerosos estudios detectan un cambio en la religiosidad. La que algún experto ha llamado “metamorfosis de lo sagrado”, sería de magnitud equivalente a la mutación religiosa que ocurrió en torno al siglo VI a. C., en India, China, Persia, Grecia e Israel, consistente en el paso de una conciencia religiosa cósmica y colectiva a una más reflexiva y personal.

La transformación actual de la religiosidad es parte de un fenómeno cultural que el informe chileno del PNUD 2002 denomina “individualización”. Esta impulsaría a los individuos a decidir por sí mismos en qué creer y a elegir libremente sus prácticas religiosas. La sociedad actual ofrece una pluralidad de posibilidades (literatura espiritual y de autoayuda, conocimiento de otras cosmovisiones, adhesión a creencias esotéricas, etc.), con la cual los sujetos elaboran su propia síntesis religiosa. Llevada al extremo, la individualización desemboca en una privatización de la religiosidad, en una actitud crítica ante las tradiciones y las autoridades eclesiásticas, pudiendo también concluir en la indiferencia o la deserción.

¿Cómo juzgar esta transformación? Hay que reconocer el valor que tiene el despliegue de la libertad personal. La gente quiere ser protagonista. No por un puro capricho, los fieles desean que se respete su conciencia. En lo hondo de esta demanda de autonomía suele haber mucha angustia e impotencia, la impresión de desamparo en una sociedad implacable y la urgencia de respuestas nuevas a problemas nuevos.

Pero no está claro que las personas puedan inventar individualmente lo que la humanidad sólo ha encontrado en común. Las iglesias son necesarias para que los individuos encaucen, corrijan y confirmen su fe. Sin su conducción, el ejercicio de la libertad religiosa suele acabar en los más raros o penosos extravíos.

Por esto mismo, cabe preguntarse si la individualización religiosa en curso no tiene que ver con que las personas no están encontrando en sus iglesias las ayudas intelectuales, emocionales, prácticas y místicas que necesitan para experimentar a Dios y ordenar su vida de acuerdo a Su voluntad.

Opino que, ante una desorientación cultural creciente, se ofrece a las iglesias una oportunidad única de acoger a tantas personas que buscan el valor trascendente de sus vidas. Pero no cualquier acogida sirve. Todo lo que se haga por darles espacio como protagonistas dotados de inteligencia y libertad, que puedan participar creativamente en la solución de sus dilemas morales, en el culto y en la organización de sus comunidades eclesiales, debiera contribuir en la dirección correcta.

Evangelización de la cristología popular

La Iglesia latinoamericana, desafiada por la situación de injusticia y pobreza de las grandes mayorías y estimulada por el Concilio Vaticano II, desde hace unos treinta años ha dado inicio a una nueva y profunda evangelización sin precedentes en la historia del continente. En esta empresa, tanto el Magisterio episcopal latinoamericano como la reciente Teología de la liberación han contribuido, influenciándose recíprocamente, a subsanar las deficiencias de la cristología popular. También ha incidido en este logro, el respaldo pastoral y teológico de los últimos Pontífices. Los ensayos pastorales, las intuiciones teológicas, las nuevas catequesis, las politizaciones, las exageraciones y los errores cometidos, todo el inmenso movimiento eclesial posibilitado por la participación popular en la Iglesia, ha desembocado, sumando y restando, en un mejor conocimiento de Jesucristo y en una Iglesia extraordinariamente viva, además de introducir en la cultura de los países respectivos el valor trascendente de la “opción por los pobres”, opción cuyo carácter evangélico ha sido reconocido y acogido en ultramar e incluso por culturas muy distintas.

A continuación doy cuenta sumaria de la contribución del Magisterio y de la Teología de la liberación a la evangelización de la imagen de Cristo, y termino con mis propias conclusiones acerca de algunos criterios cristológicos-pastorales que pueden orientarla.

1. El Magisterio Episcopal Latinoamericano del Post-Concilio

Medellín sostiene que Jesucristo es el Hijo encarnado para liberar a los hombres de todas sus esclavitudes provienentes del pecado: “la ignorancia, el hambre, la miseria y la opresión, en una palabra, la injusticia y el odio que tienen su origen en el egoísmo humano» (Justicia, 3). Este Cristo se ha identificado profundamente con los pobres (Pobreza de la Iglesia, 7). En consecuencia, Medellín invita a  reconocer a Jesucristo en los pobres explotados y rechazados (Paz, 14). Y señala su presencia en la historia, otorgando los criterios de su reconocimiento: «Cristo, activamente presente en nuestra historia, anticipa su gesto escatológico no sólo en el anhelo impaciente del hombre por su total redención, sino también en aquellas conquistas que, como signos pronosticadores, va logrando el hombre a través de una actividad realizada en el amor» (Introducción, 5).

Puebla profundiza el anuncio de Jesucristo, a la vez que corrige sus eventuales reducciones. Acogiendo la advertencia de Juan Pablo II , afirma: «No podemos desfigurar, parcializar o ideologizar la persona de Jesucristo, ya sea convirtiéndolo en un político, un líder, un revolucionario o un simple profeta, ya sea reduciendo al campo de lo meramente privado a quien es el Señor de la Historia» (178). Es decir, se rechaza toda ideologización de la imagen de Jesucristo, sea la ideologización socializante sea la ideologización intimizante. Por el contrario, Puebla nos habla de todos los aspectos de la vida de Cristo, pues espera que una liberación integral se siga de una evangelización completa y no parcial (173). Esto no obstante, Puebla destaca que los pobres son los destinatarios privilegiados de la misión de Jesús, por ser pobres no por ser buenos («cualquiera que sea la situación moral o personal en que se encuentren», 1142) y que esta misión de Jesús se verifica donde los pobres son evangelizados  (1142). Es Puebla que clama por una opción por los pobres. De paso y corrigiendo penosos paternalismos, Puebla promueve un criterio pastoral de máxima importancia cuando habla del “potencial evangelizador” que tienen los pobres para la misma Iglesia (1147).

En Santo Domingo, Juan Pablo II dio a la Conferencia y a los Documentos una fuerte tonalidad cristológica, queriendo insistir en que Jesucristo es «el mismo ayer, hoy y siempre» (Hb 13,8), que El es la «verdad eterna», la medida de toda cultura y de toda obra humana, que El constituye una «inescrutable riqueza» de salvación.. Se insistirá en el peligro de las reducciones cristológicas. Pero la novedad y contribución cristológica mayor de Santo Domingo es la perspectiva cultural a la que se abre, desde una teología de la encarnación que afirma la presencia oculta de Jesucristo en la culturas, aún antes de cualquiera evangelización y que, en consecuencia, toda evangelización auténtica debe considerar positivamente. Dice así: «Jesucristo se inserta en el corazón de la humanidad e invita a todas las culturas a dejarse llevar por su espíritu hacia la plenitud, elevando en ellas lo que es bueno y purificando lo que se encuentra marcado por el pecado. Toda evangelización ha de ser, por tanto, inculturación del Evangelio»(13).

2. Nueva “imagen de Cristo” en América Latina

La Teología de la liberación, en comunión pero también a veces en discordia con el Magisterio latinoamericano y Pontificio, ha promovido una evangelización centrada en Jesucristo en orden a verificar en la historia del continente su salvación trascendente como liberación de todos los males que agobian a los pobres, especialmente la opresión social. Este intento ha exigido un discernimiento acerca de los “Cristos” latinoamericanos, para el cual se da como criterio interpretativo clave la reversibilidad entre Jesucristo y la liberación. Según Pedro Trigo: “Si hay verdadera liberación está Cristo. Si hay fidelidad al camino histórico de Jesús hay una verdadera liberación”[1]. Los teólogos de la liberación asumen el hecho de la conflictividad de la realidad y postulan una reconciliación escatológica que sólo es posible esperar por medio de una identificación con el Jesús histórico y con su causa, el Reino de Dios, el cual ha llegado a ser Señor de la historia luego de haber padecido en carne propia la pobreza y la injusticia, después de haber pasado por la muerte violenta y de haber sido justificado en su inocencia por su Padre en la resurrección.

En estos últimos años Jon Sobrino proclama que el hecho cristológico mayor ocurrido en América latina es el surgimiento de una nueva imagen de Jesucristo, la del “Cristo liberador”. En breve, esta imagen consiste en lo siguiente: «El tradicional Cristo sufriente ha sido visto no ya sólo como símbolo de sufrimiento con el cual poder identificarse, sino también y específicamente como símbolo de protesta contra su sufrimiento, y, sobre todo, como símbolo de liberación»[2]. Lo fundamental de esta imagen consiste en rescatar al Cristo «liberador» del Evangelio, al Jesús de Nazaret, el Jesús histórico, enviado «a predicar la buena nueva a los pobres y a liberar a los cautivos» (Lc 4,18). Pero tal vez lo más novedoso de este acontecimiento es que esta cristología exige y es indisociable de una “nueva forma de vivir la fe”: «Fe en Cristo significa, ante todo, seguimiento de Jesús«[3]. Ella ha inspirado a gente que ha llegado incluso al martirio por Cristo. Pues, habiendo sido la historia de Jesús conflictiva, habiéndose puesto él en favor de los oprimidos y en contra de los opresores, «el seguimiento de Cristo es, por esencia, conflictivo porque significa reproducir una práctica en favor de unos y en contra de otros…»[4]. Lo novedoso de esta cristología estriba, en definitiva, en que el conocimiento de Cristo no sólo impulsa a una práctica de liberación, sino que también proviene de ella. Sobrino admite que la nueva imagen de Cristo no es mayoritaria. Pero no por eso es menos importante, tanto por la relevancia histórica como por su semejanza con Jesús de Nazaret.

En América latina el nuevo anuncio de Jesucristo se ha hecho de diversas maneras, dependiendo evidentemente del contexto social y cultural preciso de que se trate. En algunas partes la nueva imagen de Cristo se ha expresado de un modo radical y dialéctico, queriendo alterar decididamente las condiciones socio-políticas de opresión. En estos casos, la ilustración acerca del Dios verdadero por medio del conocimiento de la revelación evangélica, se ha realizado con iconoclastia. Pero en otras partes la nueva imagen de Cristo ha penetrado lentamente en la fe del pueblo, sin exigencias extremas de ruptura con la fe anterior y de radicalidad en el compromiso con la nueva devoción. Juan Carlos Scannone establece la posibilidad de un vínculo fundamental entre la nueva y la vieja cristología, que no descarta las rupturas pero que subraya sobre todo la continuidad. Scannone destaca la enorme relevancia que tiene en la fe popular la imagen de Cristo Salvador e injerta en ella la nueva devoción al Cristo liberador, en orden a alcanzar una liberación de veras integral. Afirma: “Toda otra perspectiva cristológica de manual, predominantemente teórica o abstracta, toda otra que tienda a separar idealística o materialísticamente el Jesús de la historia del Cristo de la fe, o que se centre casi exclusivamente en una perspectiva política o bien prescinda espiritualísticamente de ella, no respondería a la fecunda síntesis vital encarnacionista y salvacionista que vive en el pueblo latinoamericano en su piedad. La figura nueva de Cristo Liberador cobra así su sentido pleno dentro de la mencionada perspectiva del Cristo Salvador, a la vez que rescata -a nivel de la reflexión teológica- el hecho de que es una salvación integral la que el pueblo fiel espera de Cristo y le pide a Cristo, a la par que por ella lucha y trabaja: a Dios rogando y con el mazo dando[5].

La Teología de la liberación ha profundizado en la historia de Jesús de Nazaret, lo que ha redundado en una nueva comprensión de la cruz de Cristo y de su resurreción.  En un principio, dada la gran ambigüedad que importaba la devoción popular a la Pasión de Cristo, hubo intentos por corregir este exceso con una predicación de la Resurrección alternativa a la predicación tradicional de la Cruz[6]. Pero a poco andar los teólogos de la liberación han puesto de relieve que el resucitado es el crucificado y viceversa, aun cuando es difícil encontrar entre ellos un discurso teológico que equilibre adecuadamente ambos aspectos entre sí y con el ministerio público de Jesús. El redescubrimiento de la resurrección de Cristo tiene una importancia capital para la Teología de la liberación, en cuanto ella constituye la razón de la esperanza para el pueblo sufriente y su lucha de liberación. La resurrección representa la victoria de la justicia sobre la injusticia. Ella, sin embargo, cobra toda su credibilidad en la medida que depende estrechamente del misterio de la cruz. Misterio, porque la cruz, aun cuando los teólogos de la liberación elucidan sus causas históricas, también sostienen que ella es un escándalo que en última instancia apunta a Dios mismo y, por otra parte,  que la cruz es el lugar más propio de la revelación de un Dios que no quiere el sufrimiento humano ni  la resignación ante el mal, sino que penetra la historia para liberarnos de él, revelándose a sí mismo con humildad y amor, consuelo y liberación. La Teología de la liberación, en definitiva, intenta ofrecer una nueva comprensión a la fe tradicional en el Cristo crucificado, una interpretación más lúcida respecto de las causas históricas del sufrimiento de los pobres y más cercana al Jesús de los Evangelios.

3. Criterios cristológicos para un nuevo anuncio de Jesucristo

Inspirados en el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios, podemos deducir un criterio cristológico-pastoral que podríamos llamar simplemente “acogida”. Un párroco de una conocida parroquia de Santiago decía que el 50% de la pastoral consiste en la acogida. Esto es, acoger a la gente con su religiosidad sea cual sea. La manera que el pueblo fiel tiene de expresar su relación con Dios es para él lo más valioso de su vida. Tenida cuenta que la religiosidad popular se desarrolla en gran medida por la nula participación que se le ha otorgado en la Iglesia, si se quiere re-evangelizar la imagen popular de Cristo será necesario no despreciar sino acoger esta devoción a pesar de sus deformidades. El punto de partida de la Encarnación es el punto de llegada de la humanidad. Dice la Escritura, “al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo”(Gál 4,4). Del mismo modo, la pastoral popular tiene que poner los medios que hagan sentir al pueblo fiel que la Iglesia hace suya su religiosidad, que su fe en Cristo no es ningún delito. Si Dios hace camino con la humanidad a lo largo de la historia, también la pastoral debiera acompañar a la gente sin forzar el paso, sin pedirle desde un comienzo lo que la gracia sólo produce  con el tiempo y con misericordia. La iconoclastia fracasó: las iglesias se han repoblado de sus santos. Santo Domingo, particularmente, invita a la Iglesia latinoamericana a discernir la presencia actuante de Cristo en las más diversas culturas en orden a inculturar el Evangelio en vez de aplastarlas con él.

Esto no obstante, la imagen de Cristo debe ser permanentemente anunciada. Como hemos mencionado hace poco, los límites de la devoción popular a Jesucristo son varios y se prestan a las más graves manipulaciones. ¡Cómo es posible que un continente que se confiesa cristiano sea tan tremendamente injusto! El anuncio del Misterio Pascual de Jesucristo debiera ser el principio que permita juzgar la cristología popular y, al mismo tiempo, exigir a ésta dar un paso adelante en el conocimiento del Cristo total.

El Misterio Pascual juzga no sólo la imagen deficiente de Cristo, sino también las tendencias subjetivas a utilizarlo en provecho propio o en perjuicio de los demás. La cristología intimizante (que sólo encuentra a Cristo en “el alma”), la cristología socializante (que sólo ve su presencia en el cambio de estructuras sociales), la cristología que nada más inspira resignación y sometimiento, las cristologías entusiásticas, todas ellas y otras cristologías parciales suelen ser también expresión del pecado de los que las profesan. Como bien piensa Segundo Galilea, tampoco basta la evangelización porque el pueblo entiende a Cristo a su manera. Dado que uno de los signos de los tiempos del advenimiento del  Tercer Milenio es el fortalecimiento de la religiosidad individual con menoscabo de las instituciones religiosas, es pensable que en el futuro la proliferación de imágenes recortadas y alienantes de Cristo llegue a ser muchísimo mayor que lo que hemos conocido. La exigencia de acogida será inmensa, pero todavía mayor será la de discernimiento. El juicio sin acogida no es divino, pero la acogida sin juicio no es cristiana. La pastoral popular del futuro debiera reconducir la cristología popular a la Cruz del resucitado y a la Resurrección del crucificado. El camino de Cristo exige seguirlo por todos los misterios de su vida sin quedarse parados en ninguno particular.

Es así que, tanto los últimos Papas como los teólogos de la liberación, pasando por nuestros propios pastores urgen una proclamación integral de Cristo, pues las reducciones de su figura no sólo reducen la experiencia de la integridad de su salvación, sino que son causa remota de abusos y de falsas virtudes. Para que el anuncio de Cristo sea completo, sin embargo, tampoco es suficiente que se centre en el Misterio Pascual. Es necesario, además, proclamar la Vida Pública de Jesús de Nazaret: su proyecto histórico del Reino de Dios y su intimidad con Dios Padre. Sólo en la perspectiva de la historia de Jesús y gracias a la fe en la Resurrección, es posible comprender que su muerte no es un acto macabro de Dios y que Dios no se complace con el sufrimiento humano. Tal vez la religiosidad popular intuya esta verdad, pero la acentuación unilateral de la fe en el crucificado conduce fácilmente a centrar la vida espiritual en la expiación del pecado y el temor al castigo divino, con perjuicio evidente de la vida que Dios quiere para sus hijos.

La predicación integral de Jesucristo, por último, debiera abrirse a descubrir su presencia en todo el mundo. El advenimiento del Tercer Milenio exige a la Iglesia abrirse no sólo a la diversidad cultural in crescendo, sino al entero universo de los seres. La conciencia ecológica contemporánea exigirá a la Iglesia desempolvar el anuncio del Cristo Cósmico,  para lo cual la religiosidad popular con su extraordinaria sensibilidad y fantasía podrá ofrecer nuevos símbolos y sangre nueva.

Sólo cuando la predicación de Jesucristo es íntegra, Él es la Palabra (Lógos) y la Imagen (Éikon) del Padre. Frente a los cambios culturales en curso, nos parece de suma pertinencia la recomendación pastoral del Obispo Ysern de combinar estos dos aspectos de Cristo, tal como los cánticos chilotes interpretan hasta hoy los símbolos y ritos de las fiestas religiosas.

Publicado en Revista de Ciencias Religiosas, Universidad Blas Cañas, Santiago, 1998.


[1] Pedro Trigo, Los Cristos de América Latina. Curso latinoamericano de cristianismo, Ed. Centro Gumilla, nº 10, Venezuela (s/d),  p. 3.

[2] Jon Sobrino, “Una nueva imagen y una nueva fe en Cristo”, en Jesucristo liberador,  Ed. Trotta, Madrid, 1991, p. 26.

[3] Idem., p. 27.

[4] Idem., p. 27.

[5] J.C. Scannone, Evangelización, cultura y teología, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1990,  pp. 237-238. Cf. R. Muñoz, Ronaldo Muñoz Dios de los cristianos, Ediciones Paulinas, Santiago, 1986, pp. 58-59.

[6] Cf.,  Segundo Galilea “La predicación de la cruz a los oprimidos”, Christus (México) 1975, nº 477,  pp. 36-39.

¡Espíritu Santo, ven!

De vuelta en bus de Puerto Montt a Santiago, sentado y conversando con un mulsulmán, otra vez me di cuenta de la originalidad del cristianismo. El tipo era culto y fundamentalista. ¿Es posible algo así? Era médico en EE.UU. Hablaba bien. Me contó una parábola que me dejó con la boca abierta. Sentí por él una verdadera admiración. ¡Un oriental como Jesús! Pero estaba absorto en el cumplimiento al pie de la letra de las exigencias del Corán, además de otras prohibiciones de invención propia como la cafeína en las “negritas” y el bingo. No detallo otros pormenores del encuentro. Aunque sabrosos, darían para nunca acabar. Lo más interesante fue concluir que el Islam carece de lo que en el cristianismo es el Espíritu Santo; en la práctica, el Islam desconoce la libertad, el fruto más típico del Espíritu. A diferencia de Jesús, el primero de los hijos de Dios, Mahoma es el primero de los súbditos de Alá. Algo así como un Espíritu Santo que induzca amorosamente el cumplimiento de la voluntad divina en la libre conciencia de los fieles, tal como lo hizo en Jesús, en el Islam es simplemente impensable.

          Después me informé mejor. Islam significa “sumisión”. A diferencia de la revelación cristiana, de acuerdo a la cual Dios se autocomunica en todas sus obras, pero especialmente en la historia humana y más que nunca en el hombre Jesús, en sus hechos y sus palabras,  Alá “dictó” el Corán a Mahoma para que fuera observado tal cual. Es decir, para el Islam Alá no cuenta con la contribución humana para revelarse, ni con sus dichos ni con sus acciones, sólo se sirve de su profeta para señalar a sus fieles su ser trascendente y su voluntad de salvación. Tan “dictado” es el Libro Sagrado que no toca interpretarlo, ni puede ser leído correctamente sino en árabe. Lo que entendí es que en esta religión no hay más que una interpretación, lo que equivale a decir que ninguna. Y, por el contrario, concluyo que sólo una fe trinitaria –lo veremos- puede ser causa de libertad humana auténtica. No son todas las religiones lo mismo.

El riesgo del fundamentalismo

     Pero, ¿estamos libres los cristianos del fundamentalismo? No, nadie. Contra el fundamentalismo no hay más remedio que el Espíritu Santo, ¿pero cuántos gozan de su libertad? Suele suceder que se reduce el cristianismo a otra religión más, otro código más de verdades de fe, reglas morales y ritos sacramentales, como si fuese mejor exorcizar los peligros de la existencia que correr el riesgo de crear algo nuevo. Es decir, una religiosidad parecida a la que aplastó a Jesús y de la que Jesús logró, en principio, liberarnos. Otra religión más de las que pretenden eximir al ser humano de hacer su propia historia, legislándole por anticipado todos los pasos posibles, contestándole con antelación cualquier cosa antes de dejarlo en la duda, como si la fe consistiera en un catálogo de respuestas más que, en la incertidumbre e interrogantes que nos pone la vida, confiar radicalmente en Dios y en su Palabra.

          Este riesgo tiene su historia. El conflicto que llevó a Jesús a la muerte fue en primer lugar religioso. Quienes instigaron la eliminación de Jesús fueron los piadosos: los sacerdotes, fariseos y escribas que no aceptaron que Jesús predicase un Reino cimentado en el amor ilimitado de Dios por la humanidad. ¿Cómo tolerar que alguien relativizara la importancia de la Ley? El “ungido” con el Espíritu, Cristo, transgredió el Sábado en favor de hombres y mujeres concretos que, en situaciones concretas, requerían un gesto concreto del amor de Dios. Más grave aún, los expertos religiosos no soportaron que Jesús cuestionara la justicia de Dios con parábolas como las del “hijo pródigo” y los “trabajadores de la viña”. Que Jesús compartiera la mesa con los publicanos, los pobres y las prostitutas, llevando la bendición divina a ellos, los excluidos por la Ley, avivó la furia de los piadosos que lo acusaron de hacer el bien con la energía del Diablo y no del Espíritu.

 

          Tampoco los discípulos de Jesús fueron capaces de un seguimiento adulto de su maestro. Hasta el último momento esperaron que un mesías omnipotente, remplazándolos, restituyera la independencia política de Israel por la vía de la fuerza. Sólo después de su resurrección descubrieron que “para la libertad los había libertado Cristo”: que la historia había que hacerla con la fuerza y según la inspiración del Espíritu, en vez de endilgársela a Dios simplemente o huir de ella, refugiándose en una observancia pueril de preceptos y castigos.

          A lo largo de 2.000 años, sin embargo, muchos cristianos hemos recaído en los mismos  males, con la esperanza de que Dios recompense nuestro servilismo. Se olvida que vivir de acuerdo a la voluntad de Dios, a su Palabra, es mucho más amplio y más exigente que hacerlo de acuerdo a su Ley. Pareciera que la revelación de un Dios trino no hubiera agregado nada a la historia religiosa de la humanidad. Sucede que muchos se persignan en el nombre de la Trinidad, pero no sospechan el alcance práctico de la fe trinitaria. Por cierto,  es difícil entender cómo Dios pueda ser uno y trino a la vez. Se reza a Dios igual que a Cristo, a la Virgen y a los Santos, etc., y se le piden favores lo mismo a El que a una animita o a una reliquia. Dios que es grande y bueno se las arregla para entendernos. Pero para aclararnos el camino y la manera, es que decidió la Encarnación.

El camino cristiano

          Si nos fijáramos en la historia de Jesús y en Jesús tratáramos de articular nuestra relación con Dios, todo sería más fácil. ¡El es el camino! Captaríamos, por ejemplo, que en el Nuevo Testamento al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo corresponden funciones muy distintas, aunque concurrentes a una misma misión, la misión de Jesucristo. ¿Cuál es el lugar de los cristianos en su relación con Dios? El de Cristo, el Hijo predilecto del Padre. El cristiano es otro “cristo” y otro “hijo”. El Espíritu Santo nos hace participar de la filiación divina de Jesús para que también nosotros imitemos la bondad del Cristo crucificado. Gracias al Espíritu de Jesús resucitado, los cristianos proceden del Padre y, seguros de su amor paternal, vuelven al Padre por el camino de la cruz.

          ¿Y la Ley qué? ¿Fue abrogada? Para nada. Lo que fue la Ley para el judaísmo, es Cristo para los cristianos. Cristo es el cumplimiento de la Ley. Las proposiciones de fe, las normas éticas y los ritos sacramentales del cristianismo son de algún modo Cristo, pero no agotan su personalidad. Son medios de Cristo en la medida, y sólo en la medida, que facilitan el encuentro con un Dios que nos quiere porque nos quiere y no porque a través de ellos pudiéramos canjear su cariño. Esta es la Ley de Cristo: Dios es para el hombre y el hombre para Dios. La libertad que el Espíritu de Jesús resucitado suscita en nuestros corazones y conciencias, libertad que es la gracia más típica del cristianismo, explica que los cristianos no deberían vivir en el terror a equivocarse, sino en la confianza para atreverse a cosas todavía mayores que las prescritas por la Iglesia.

          La Iglesia es un anticipo del Reino de la libertad. Las verdades de fe pueden decirse de mil manera, con tal de que expresen que Dios es bueno y nunca malo. Las normas morales lo mismo: la madre de cinco hijos, depresiva, esposa de un marido incontinente, alcohólico y cesante, delibera bien si en conciencia decide no tener más hijos y, en consecuencia, elige de los medios a la mano el menos malo. En virtud de la libertad cristiana se ha visto a sacerdotes encabezando tomas de terrenos cuando ningún otro se ha sacrificado por eliminar los bolsones de miseria. En fin, la creatividad infinita de Dios debería inspirar tantas liturgias distintas cuantos sean los bienes recibidos y la participación verdadera de sus hijos lo requiera.

         ¿Pero está libre la Iglesia de las sectas?  Siendo la secta la modalidad comunitaria del fundamentalismo, hay que reconocer que conductas sectarias y sectas cristianas las ha habido siempre en la historia de la Iglesia, y el peligro acosa a cualquiera de sus comunidades. Rabindranath Tagore nos ilumina: “Todas las sectas dicen -y lo dicen con orgullo- que la verdad, abandonando a todos los demás, se ha refugiado en ellas”. En la secta la interpretación de la verdad es una transgresión y los no elegidos están equivocados. El sectario concluye: “El error no tiene derechos”. En el peor de los casos, todo se reduce a la opinión de un gurú, ¡a sus caprichos!, y a su veneración. La secta, aunque no lo confiese, pretende el poder. En ella se juzga a los demás para dominar a los demás, porque el que tiene la verdad, se dice, tiene la obligación de hacerla prevalecer. Sin embargo, nada hay más contrario a la libertad cristiana y a la catolicidad de la Iglesia que el sectarismo.

          De dos maneras la Iglesia ha sabido precaverse del sectarismo. Primero, reconociendo y no escandalizándose de la fragilidad de su propia humanidad. La santidad de la Iglesia consiste en su permanente conversión. “Santa prostituta”, la llamaron con cariño los Padres de los primeros siglos. Pero, además, aprendiendo a discernir la verdad en las otras religiones y culturas, en cualquier ser humano por perdido que se encuentre. Nadie está tan perdido, cree esta Madre, para no tener siquiera una pizca de razón. Por esto, la Iglesia ha debido esforzarse no sólo en anunciar que Jesucristo es la verdad, sino también en reconocer que esta verdad, el Espíritu la gesta incluso, y abundantemente, más allá de sus muros. No todas las religiones dan lo mismo. En ninguna parte como en el cristianismo la libertad es tan valorada. Pero también las otras religiones, toda la humanidad está en camino de la libertad y tiene derecho a ella. También los musulmanes, aunque se priven de las “negritas” y el bingo, saben algo que podríamos aprender de ellos.

 

Publicado en Jorge Costadoat Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001, 192pp.

Cambios en la religiosidad

Numerosos estudios detectan un cambio en la religiosidad. La que algún experto ha llamado “metamorfosis de lo sagrado”, sería de magnitud equivalente a la mutación religiosa que ocurrió en torno al siglo VI a. C., en India, China, Persia, Grecia e Israel, consistente en el paso de una conciencia religiosa cósmica y colectiva a una más reflexiva y personal.

La transformación actual de la religiosidad es parte de un fenómeno cultural que el informe chileno del PNUD 2002 denomina “individualización”. Esta impulsaría a los individuos a decidir por sí mismos en qué creer y a elegir libremente sus prácticas religiosas. La sociedad actual ofrece una pluralidad de posibilidades (literatura espiritual y de autoayuda, conocimiento de otras cosmovisiones, adhesión a creencias esotéricas, etc.), con la cual los sujetos elaboran su propia síntesis religiosa. Llevada al extremo, la individualización desemboca en una privatización de la religiosidad, en una actitud crítica ante las tradiciones y las autoridades eclesiásticas, pudiendo también concluir en la indiferencia o la deserción.

¿Cómo juzgar esta transformación? Hay que reconocer el valor que tiene el despliegue de la libertad personal. La gente quiere ser protagonista. No por un puro capricho, los fieles desean que se respete su conciencia. En lo hondo de esta demanda de autonomía suele haber mucha angustia e impotencia, la impresión de desamparo en una sociedad implacable y la urgencia de respuestas nuevas a problemas nuevos.

Pero no está claro que las personas puedan inventar individualmente lo que la humanidad sólo ha encontrado en común. Las iglesias son necesarias para que los individuos encaucen, corrijan y confirmen su fe. Sin su conducción, el ejercicio de la libertad religiosa suele acabar en los más raros o penosos extravíos.

Por esto mismo, cabe preguntarse si la individualización religiosa en curso no tiene que ver con que las personas no están encontrando en sus iglesias las ayudas intelectuales, emocionales, prácticas y místicas que necesitan para experimentar a Dios y ordenar su vida de acuerdo a Su voluntad.

Opino que, ante una desorientación cultural creciente, se ofrece a las iglesias una oportunidad única de acoger a tantas personas que buscan el valor trascendente de sus vidas. Pero no cualquier acogida sirve. Todo lo que se haga por darles espacio como protagonistas dotados de inteligencia y libertad, que puedan participar creativamente en la solución de sus dilemas morales, en el culto y en la organización de sus comunidades eclesiales, debiera contribuir en la dirección correcta.