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Dios sí selecciona, pero al revés

62980014Se discute en los diarios. Amigos míos sostienen que Dios “no selecciona” por lo cual los colegios católicos no debieran hacerlo. Ellos advierten en el cambio de mentalidad que se opera en Chile un destello evangélico que debe iluminar la reforma de la educación confesional. Las nuevas generaciones no quieren exclusión en la educación. Si seleccionar equivale a excluir, los cristianos tendrían que sumarse al nuevo modo de ver la realidad y plegarse a los cambios. No han sido los católicos los que han descubierto que la selección reproduce el país clasista que tenemos, pero ellos sí han podido ver en la irrupción de la nueva generación que quiere igualdad e integración un “signo de los tiempos”: Dios está llamando a una conversión del corazón y a una transformación de la educación católica.

Las cosas son difíciles. No será fácil que los colegios de elite cambien de un día para otro. Los motivos de “selección” pueden ser varios. Algunos podrán repensarse. Lo que resulta odioso hoy, es una selección discriminatoria. Se vuelto intolerable colegios que seleccionan privilegiados, al servicio de una sociedad que clasista, estratificada e injusta. Desmontar la educación católica pagada es complejo. No se lo hará sino en años, si se lo hace. No se lo hará jamás, sin embargo, si no se sabe hacia dónde ir.

Pero, ¿por qué cambiar? ¿No se estaba todo bien así? Los tiempos evolucionan y las valoraciones también. Lo que tiene lugar en Chile, y en el catolicismo chileno, es un cambio de paradigma. Hay en curso una revolución en el modo de entender las cosas que afecta a los cristianos en su conciencia y en su mente. El país experimenta una transformación enorme de su mentalidad. Hasta ahora se pensaba que la Iglesia debía educar a una elite que pudiera sacar al país de la miseria. El contexto era muy distinto. Educar a la elite fue visto en el pasado como un valor. Difícilmente hace cien años atrás alguien pudo reparar en los efectos secundarios de una opción educacional de este tipo. Pero hoy, cuando el país dejó atrás la miseria de masas, cuando casi todos los alumnos terminan la enseñanza media y no es descabellado pensar que un pobre pueda estudiar en una universidad, que la Iglesia eduque a la elite ha comenzado a ser considerado un error e incluso un “pecado”.

No se trata de que ahora la Iglesia vaya a traicionar a una clase social, sino que se ha vuelto éticamente difícil de soportar que colegios suyos reciclen el clasismo. Siempre educó a la clase alta, pero como mal menor y sin mucha conciencia tampoco. Hoy la educación católica para los sectores privilegiados es vista por muchos como intolerable. Colegios mejores para los ricos, y colegios buenos para todos los demás, no parece bastar. La exigencia de la época es acabar con la desigualdad de la sociedad. Si se quiere terminar con ella, habrá que cerrar sus fábricas.

Pero, aun así, todavía el país no habrá llegado al cristianismo. Se nos dice: Dios “no selecciona”. A mí me parece Dios “sí selecciona”. Tomo los principales documentos de la Iglesia latinoamericana y veo reiterada con enorme fuerza la opción preferencial de Dios por los pobres. ¿Qué significa esta opción en el plano de la educación católica? No se trata solo de educar a los pobres. Esto la Iglesia lo ha hecho siempre y lo seguirá haciendo. Lo nuevo, en este nueva época, será que los católicos eduquen a los más pobres de los pobres. Esta es la selección cristiana que se necesita. La cuestión de fondo es si existe o no un colegio, y si lo habrá, en el que el sistema de admisión escoja a los niños “peores”: a los más pelusas, a los más enfermos, a los más desamparados, a los hijos de divorciados y de las madres presas. ¿Hay algún colegio cristiano que utilice los criterios que Jesús adoptaría para abrir un colegio?

Conozco tres intentos luminosos de cristianismo: el Saint George de Machuca, el San Ignacio de la matrícula diferenciada y el Marshall. A este colegio iban a dar todos los expulsados de los colegios de clase media-alta: alumnos que nadie quería, cabros problema, mariguaneros, hiperquinéticos y repitentes. Dicen que la Mary Marshall fue una mujer extraordinaria. Sus alumnos en su colegio supieron en qué consistía el Evangelio. De todos, este ha sido el colegio más cristiano que me ha tocado conocer.

Si Dios abriera hoy en Chile un colegio, abriría un Marshall. Porque Dios “sí selecciona”. Pero al revés.

¿Dónde está Dios en este desastre?

En momentos de dolor como el que azota a nuestro país,  los creyentes hemos podido preguntarnos por el sentido del mal. Incluso si “¿es responsable Dios de esta tragedia?”.

Las respuestas muy racionales a estos cuestionamientos, son indignantes para los que sufren, pero además naturalizan el mismo mal.  Es preciso comprender que tanto el mal físico como el mal moral llevan la marca del misterio, pero no es inútil, antes bien necesario hacerse estas preguntas. En la medida que tratamos de resolverlas, descubrimos alguna claridad y abrimos un campo a la creatividad.

Debemos, sin embargo, definir de qué Dios se trata. Cuando hablamos de la posibilidad de que “un dios” sea responsable del terremoto, suponemos que este “dios” puede ser el culpable directo del sufrimiento atroz de algunas personas; que este “dios” pone pruebas a las personas, como arrebatar a una madre de sus brazos a dos de sus hijos, para que ella crea por fin en su poder; que podría, si quiere, castigar a los miserables, por miserables; y a los pecadores, por pecadores; que este “dios” se divierte con su mundo y que la humanidad debe vivir, en consecuencia, expuesta a su arbitrariedad.

Ninguno de estos dioses, empero, es el Dios de los cristianos. ¿Cómo podemos saberlo? Es necesario volver a la historia. Los cristianos conocemos a Dios gracias a un hombre inocente con apariencia de castigado que creyó, sin embargo, que Dios era un Papá y que habría de reinar como un “padre nuestro”. Esta fe suya le costó la vida. ¿Cómo habría de creerse –dirían autoridades religiosas de entonces- que Dios es amor y solo amor; que ama a los que nadie ama y ofrece un perdón incondicional a los que corresponde castigar? Allí, ante la cruz, la Iglesia naciente creyó que nunca Dios fue más Dios. Por esto, cuando los cristianos delante de la cruz nos hacemos la pregunta por el origen del mal, somos desarmados por Cristo. Podemos quejarnos legítimamente contra Dios. También lo hizo Job, convencido de la bondad del Creador. Pero no contra Jesús. Hoy, Cristo, como nuestro representante, pregunta a Dios por los millares de crucificados por el terremoto: muertos, heridos, huérfanos, hambrientos, enfermos, despojados, sin-techos, cesantes… Pero el mismo Jesús constituye, a la vez, la cercanía de Dios, el consuelo y la mano amiga sobre el hombro del que lo perdió todo.

Los cristianos no incurrimos en ningún “dolorismo” cuando nos aferramos al crucificado pues lo creemos resucitado. El dolor por el dolor solo hace daño. Lo último es la resurrección, no la muerte. Pero la sola confesión de la resurrección puede resultar banal. Si los cristianos no resucitamos a los crucificados –y con los crucificados–, nuestra creencia en el Dios de Jesús se vuelve irrisoria u ofensiva. ¿Podemos decirle hoy a nuestra gente que sufre que Cristo está con ella? Sí y no. No podrían los jóvenes, si en vez de salir pala en mano a ayudar a los damnificados, se quedaran de brazos cruzados lamentándose. Sí los ancianos, si no pudieran hacer nada más que rezar con sus compatriotas: “Dios nuestro, por qué nos has abandonado”. La fe en Cristo es auténtica cuando no asfixia el escándalo del dolor inocente con razonamientos justificadores de lo injustificable.

Hoy los chilenos tendríamos que estar más atentos que nunca al inmenso amor que llevamos en la sangre y que está realizando milagros entre todos nosotros. Los terremotos en Chile son nuestro sino, pero no nuestra vocación. Estamos llamados a la solidaridad. Tal vez ni el propio Jesús habría podido explicar el origen de este desastre, pero de nuevo habría dado su vida para que creyéramos que el Amor es el sentido definitivo, a veces atrozmente oculto, de la creación. Lo más real de lo real.

Hoy los chilenos tendríamos que estar más atentos que nunca al inmenso amor que llevamos en la sangre y que está realizando milagros entre todos nosotros. Los terremotos en Chile son nuestro sino, pero no nuestra vocación. Estamos llamados a la solidaridad. Tal vez ni el propio Jesús habría podido explicar el origen de este desastre, pero de nuevo habría dado su vida para que creyéramos que el Amor es el sentido definitivo, a veces atrozmente oculto, de la creación. Lo más real de lo real.

Padre de Jesús y Padre nuestro

En el Antiguo Testamento rara vez se trata a Dios de “Padre”. Haber llamado Jesús a Dios “Abbá”, “papito”, debió parecer un exceso de confianza. Jesús habla de Él como de su Padre y nuestro Padre.

El Nuevo Testamento distingue claramente la singularidad de la relación de Jesús con Dios de la que los demás pudieran establecer con Él. Allí Jesús se sabe el Hijo amado de un modo único e irrepetible. Y, sin embargo, Jesús comparte a su Padre con otros, con nosotros, haciéndolo tan Padre nuestro como es Padre suyo. Jesús reza para que en su intimidad con Dios quepan muchos, quepan todos: “Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros”.

Pero, ¿podemos nosotros tan fácilmente decirle “Padre” a Dios? Sí y no. “Padre” designa a un ser amoroso, protector, liberador, educador, alguien que nos despeja el futuro con su imaginación; pero también puede ser un sujeto ausente, fugitivo,  chantajista, tiránico o un agresor sádico. ¿No están hartos algunos niños de maltratos sin fin? “Madre” puede ser alguien tierno, cálido, acogedor, nutriente; pero también un ser posesivo, dominante, absorbente, castrante o irracional. Nuestros “padres” y “madres” humanos ayudan, pero también dificultan nuestra relación con Dios. Ellos han fraguado nuestra personalidad a un grado tal que nuestra relación con los demás y con Dios mismo llevan las marcas y las heridas de la infancia. El tema es complejo. El Nuevo Testamento no tiene mejor categoría para hablar de Dios que la de Padre. Pero este Padre es semejante a nuestros padres y madres humanos en parte sí y en parte no.

Si es Jesús quien quiere compartir su intimidad con Dios, si es Él quien insiste que lo llamemos Padre, hay que atender a la extensión de esta filiación de acuerdo al Nuevo Testamento. Y el dato principal que poseemos del Nuevo Testamento es que, si algo sabemos del misterio de la intimidad de Jesús con su Padre, lo sabemos indirectamente, como a la pasada, a propósito de su misión: el anuncio del reino de Dios a los desamparados. Destacando la identidad divina de Jesús, el Hijo, la Iglesia aseguró el carácter trascendente y definitivo de su misión de salvador universal.

 

Por la misión a la intimidad

 

Ubiquemos la relación íntima de Jesús con su Dios en el marco de su misión. ¿Qué lugar ocupa el Padre en el corazón del Hijo? ¿Qué lugar ocupa el Hijo en el corazón de su Padre? En Dios no hay espacio para el “intimismo”. En Dios cabe la intimidad, pero no el amor excluyente, celoso y mezquino. El amor de Dios es el Espíritu que no conoce fronteras, que llega a todos, a los amigos y a los enemigos. En el corazón de Jesús está la misión del Padre de instaurar su reino de amor y justicia. En el corazón de Dios está toda la humanidad que Jesús debe hermanar bajo un mismo Padre.

Por cierto, el amor del Padre y del Hijo no se reduce a la edificación del reino. El reino, que engloba todo lo que por salvación se entiende, es “gratuito”, no “necesario”. Dios no está en deuda con nadie. Nadie tiene derecho a la salvación. Para que a todos quede claro, Dios invita al reino en primer lugar a los pobres, los que nunca han tenido derecho a nada. ¿Cómo no habría de irritar esta preferencia de Jesús a los que teniéndose por justos, despreciando a los demás, creían ganarse el favor divino? El amor espontáneo entre el Padre y el Hijo es anterior a nuestra sed de amor, perdón y trascendencia. Anterior y mayor, mil veces mayor. Este amor preserva a la actividad humanitaria del Hijo del activismo típico del self made man, el hombre que no se debe más que a sí mismo, a su trabajo. O del que vive divertido en sus gestos de beneficencia, pero reacio al influjo del prójimo, protegido de ese espacio vacío entre hombre y hombre en el que podemos ser juzgados o acogidos. Al Hijo le basta su Padre, no necesita nuestro aplauso. Su entrega es generosidad pura.

El reino es expresión del amor de Dios. Aún más, el dogma de la Iglesia recuerda que la Encarnación no es reversible, que el reino tiene principio pero no fin. El Hijo es el hombre Jesús para siempre. ¡Dios no podrá zafarse nunca más de su humanidad ni de sus criaturas! Dios es fiel hasta el final. Desde entonces la conversación del Hijo con su Padre trata de lo nuestro, se articula en palabras humanas y gestos corporales, sabe a barro, huele a humo y sudor. Desde la resurrección hasta la Parusía, Jesús clama al Padre por el desgarro del mundo y nos asegura que el reino es la única agenda del amor de Dios.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, sabemos que el Padre es para Jesús amor incondicional, total e inaudito por Él, y que Jesús extiende este amor en forma incondicional, total e inaudita a los pequeños, los enfermos, los desplazados y los pecadores. Dios ama a los que los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos menosprecian. El amor que el Padre tiene por Jesús es la causa próxima de su libertad, autoridad dice el Nuevo Testamento. Y esta libertad o autoridad Jesús la pone en juego como obediencia absoluta a la voluntad de Dios, cuando manifiesta hasta la cruz su preferencia por los fracasados y ofrece el perdón divino también a los egoístas, los sabios, los poderosos y los puritanos.

Pero Jesús no actúa “programado” como un burócrata sin iniciativa. Misión no es programación. El amor del Padre hace a Jesús obedecer libre y creativamente a lo mandado. ¡Nadie ha superado jamás a Jesús en fantasía! Jesús obedece a su misión inventándola, como un poeta. Jesús fue un poeta. Pero a diferencia de algunos poetas que pasan por la vida sin comprometerse con nadie, el amor que funda a Jesús hace de Él un hombre valiente para entrar en conflicto con la religiosidad hipócrita de su época. El amor del Padre hace que Jesús saque adelante su causa con arrojo, pero por la vía pacífica. En Jesús el amor prevalece sobre el miedo. Prevalece también sobre la violencia, hija del miedo. En su corazón hay una libertad y una generosidad más fuertes que la muerte.

Vistas las cosas desde la misión de Jesús, su abandono por el Padre “era necesario”. ¿Fue su muerte un mandato sádico de Dios? No ¿Un acto suicida o narcisista del Hijo? Tampoco. La muerte de Jesús es indirectamente querida por el Padre y por Jesús mismo. Lo directamente querido por ambos es la vida, el reino, el perdón de los pecadores, el indulto de la adúltera digna de pena de muerte, la denuncia de la injusticia, y la cancelación de la muerte. Los únicos que buscaron derechamente la muerte de Jesús fueron el Sanedrín, los romanos y esa multitud representante de la gente aprovechadora de todos los tiempos que, desilusionada, gritó: “Crucifícale”. ¿No pudo su Padre evitar a Jesús este trago tan amargo?  Tanto amó el Padre a Jesús que respetó su libertad. Tanto amó a la humanidad que le entrego lo más querido. ¿No pudo Jesús eludir la cruz? Tal fue su amor por su Padre que Jesús no pudo echar pie atrás, sino que soportó la orfandad más radical y el abandono del mejor de los padres. Tal fue su amor por la humanidad que, inocente, experimentó en lugar de la humanidad la consecuencia propia del pecado: la muerte. En la cruz la confrontación de Dios y las fuerzas del mal es abierta. Allí no cupo negociación alguna. Dios no transa con el mal. Los vicarios del mal hicieron lo suyo, lo de siempre: para salvar la nación, se excusaron a sí mismos y sacrificaron al inocente. Gritando a su Padre: “Por qué me has abandonado”, Jesús solidarizó con las víctimas de la historia humana y reveló que Dios no puede ser indiferente a su dolor.

Vistas las cosas en la perspectiva de la misión, la resurrección hace entrar a Jesús definitivamente en la intimidad de su Padre y con Él entramos nosotros. Los textos del Nuevo Testamento vinculan la resurrección de Jesús con nuestra propia resurrección. En la resurrección de Jesús, el Padre convalida la valentía de su Hijo por nuestra cobardía; la justicia de su reino por el acaparamiento de la tierra; su cálida compañía por la soledad de las masas; la obediencia de su Jesús por la frescura de los que deambulan como si no hubiera Dios; la gratuidad de su entrega por la mezquindad con que unos a otros nos pasamos la cuenta.

De la intimidad a la misión

 

Dios ha demorado toda la vida de Jesús, desde María hasta la resurrección, para abrirnos también a nosotros un espacio en su intimidad. Ni el Padre es egoísta ni el Hijo celoso. De ellos brota el Espíritu de amor que disipa en nosotros la sensación de orfandad que nos hace aferrarnos a la vida de cualquier manera, haciendo ídolos de personas, sacralizando la propia acción o reclamando atenciones desmesuradas. En la intimidad del Padre los hijos no tienen derecho a nada. Nada les falta, abundan en todo. Son libres. Juegan. Ni mendigan ni exigen, simplemente son. Son señores de la vida y de la muerte, como Jesús. Y, como Jesús, misioneros de la paternidad de Dios por el mundo.

Hablamos del misterio, hablamos con atrevimiento. ¡Quién conoce la intimidad entre Jesús y su Padre! Pero no podríamos callar pues el misterio de Jesús, el misterio de Dios es el misterio del amor. No un secreto revelado a los sabios. No los vericuetos oscuros del alma de una divinidad sentimental y ofendible. Tampoco una suprema fuerza sideral autónoma, autista e impersonal. Hablamos de una gratuidad tan incomprensible que trasciende el negocio humano, los cálculos políticos, el regateo con de la gracia, la sectarización de la Iglesia; se trata de un amor que “hacia adentro” es insobornable y “hacia afuera” manirroto. Su enigma es tan sencillo como una buena noticia que urge anunciar a los pequeños y los humildes.

El acceso a la intimidad entre Jesús y su Padre, en vez de encerrarnos en el pietismo individualista de esta época nos lanza de nuevo al mundo para verificar en el mundo la vocación común de hijos e hijas de Dios. No son las diferencias de raza, ideología, cultura o religión las diferencias principales. Desde los orígenes de la humanidad venimos repitiendo la discordia de Caín y Abel. Somos enemigos, pero estamos llamados a ser hermanos. Lo somos por vocación, no lo somos por historia. Jesús es nuestro hermano mayor pero, para ser precisos, queremos que lo sea. El Espíritu cultiva en nosotros el amor que nos hace mirar con indulgencia a los que nos dañaron. El Espíritu nos llena de coraje para luchar por la verdad y la justicia. El Espíritu nos hermanará. Entenderemos entonces que Jesús no vino a quitar la vida a sus enemigos, sino a dársela. Ese día el legislador abolirá la pena de muerte, porque comprenderá que el amor de Dios incluye la clemencia y excluye la venganza.

¡Venga a nosotros tu reino!, rezamos en la intimidad al Padre, su Hijo y sus hijos. El reino de justicia y misericordia es el hogar de los hermanos, nuestra misión y la tierra prometida.

Jorge Costadoat S.J.  Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.

¿Castigo divino?

El castigo es una realidad cotidiana. Unos castigos son vistos como necesarios. Otros, como nocivos. Son requeridos por la justicia o la venganza. Se los usa para disuadir.  Los esposos pueden castigarse uno al otro de maneras sutiles e indignas. Para educar a los niños, se los castiga.

«Dios castiga, pero no a palos», se oye. Pero, ¿necesita Dios castigar? ¿No será que decimos que lo hace para castigarnos unos a otros con la autorización de un ejemplo divino? En la tradición religiosa judía y cristiana conservada en las Sagradas Escrituras, varias veces se mencionan castigos divinos. Pero, si se admite que la Biblia no es un «cajón de sastre» del que cualquiera saca lo que le conviene, descubriremos que lo único que Dios quiere para sus criaturas es la vida. Aún cuando Dios amenaza a su pueblo con castigos, éstos no son sino la consecuencia última del pecado humano. Dios solo salva. Cuando anuncia castigos, es que advierte a la humanidad de su autodestrucción.

La novedad más extraordinaria del judío Jesús es haber revelado que su Dios es Amor tan radical que jamás castigaría a sus hijos y, por ende, merece una confianza total. Por eso Jesús lo llama «Papá». Porque creía en su bondad. Para que también sus discípulos confiaran en Él sin temor alguno, les enseñó el «Padre Nuestro». Lo dice San Juan en otros términos: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor. Nosotros amemos, porque Dios nos amó primero» (1 Jn 4, 18-19).

Es cierto que a nosotros, pobres seres humanos, nos cuesta prescindir de los castigos. Por ello, al recordar que Dios no castiga, desautorizamos al menos que se use su nombre para justificar la violencia de nuestros métodos; además, precavemos a la religiosidad de la tentación al masoquismo;  por último, nos permitimos esperar un «cielo» para después de la muerte. Pues el «infierno», si alguno lo habita, será creación humana, no divina. Para ganarnos el corazón, Dios no ha necesitado hacernos daño.

El cristianismo responde al mal del mundo con amor más que con palabras. Jesús apostó su vida para que lucháramos contra el mal. Compartiendo la convicción de Jesús en la bondad de su Padre, prueban los cristianos que Dios es digno de fe. Amando como Jesús, sobrellevando solidariamente los castigos que los seres humanos se propinan unos a otros, los cristianos erradican la violencia de la historia y, con Jesús, anuncian a un Dios completamente bueno.

Jorge Costadoat S.J. Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Santiago, 2004.

El movimiento del Amor trino

Entramos a una iglesia y nos persignamos en nombre de la Trinidad. Salimos de una iglesia y hacemos lo mismo. Con un gesto tan sencillo y hermoso saludamos a nuestro Señor, nos dejamos purificar por Él y nos iluminamos en su presencia. El cristiano más sencillo lo hace y acierta con lo fundamental.

Pero si nos piden una explicación acerca de la Santísima Trinidad y qué tiene que ver su carácter trino con nuestra vida, no sabremos decir mucho. Dios o la Trinidad nos parecerá prácticamente lo mismo. La teología erró por siglos una explicación que tuviera que ver con la vida corriente de los cristianos. En vez de aclararnos las cosas, nos confundió.

Se recurrió a metáforas que arrojaran alguna luz sobre este Misterio de los misterios. Se dijo que la Trinidad se parecía al foco, a la luz y al reflejo. San Agustín habló de la mente, el conocimiento y la voluntad, tres realidades en una misma alma humana estrechamente vinculadas unas a otras. Hace poco se oyó decir a un sacerdote que un huevo se compone de cáscara, clara y yema. Esta comparación es útil para entender que en Dios no hay contradicción, pues en Él lo uno se dice bajo un respecto y lo triple bajo otro respecto. Pero la vida pide más. Se sufre mucho. Las personas necesitan que Dios realmente tenga que ver con su existencia.

Para esto la teología tuvo que dar un paso atrás. Nos recordó que los cristianos llegamos a saber que Dios es trino a partir de la historia de Jesús, a través de la irrupción de un reino que incluiría a todos sin excepción y del Espíritu de amor que lo unía con su Padre y todas las criaturas. En el acontecimiento de la vida, muerte y resurrección de Cristo aparecieron en la creación las huellas de un Dios comunitario y, al mismo tiempo, se reveló la vocación del mundo a la comunión. Los primeros cristianos descubrieron que llamando a Jesús “Hijo” el mundo habría de acercarse a Dios porque Dios se había acercado paternalmente al mundo.

Ofrezco otra representación, una que saca partido de la principal metáfora para hablar de Dios de Sagrada Escritura: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). En el Nuevo Testamento esta convicción contrarresta la tentación de eludir la carga del prójimo con la ilusión de amar a Dios directamente. Me permito comparar al Padre, en quien se concentra la definición de Dios, con la misma expresión “Dios es amor”; equivalgo al Hijo con el decir  “Dios me ama”; y al Espíritu Santo con la idea de que “Dios nos hace amarnos unos a otros”.

Dios es amor

Llevando la mano derecha a la frente, invocamos el nombre del Señor.

La confesión de Dios como Padre implica en el cristianismo todo lo demás. De él viene el Hijo y el Espíritu, y de ambos viene el mundo y por ellos el mundo vuelve al Padre. Él representa el origen del amor y el comienzo de un mundo creado por amor.

Pero antes que una explicación, esta es una confesión de fe. En la historia de las religiones y de los credos de la humanidad no es obvio que la divinidad sea amor y si en algunos casos se la llama “padre”, puede tratarse de un ser que se divide dando origen a seres semejantes o de un ente aterrador por su poder de dar vida y de quitarla. No siempre Dios ha sido imaginado como amor. Cualquiera que lea las tragedias griegas descubrirá en ellas que “lo divino” es una población de seres favorables y desfavorables, muchos de ellos ambiguos o temperamentales. ¿Es posible creer en tales divinidades? Creer que existan, sí. La superstición tiene mucho de esto. Hagamos memoria de las veces que atribuimos un poder mágico a tocar madera, al número 13 y para qué decir al dinero, el ídolo per se. Pero, ¿podríamos creer en este tipo de poderes como confiamos en alguien que nos quiere? El diamante más hermoso del mundo no se compara con la fidelidad de un amigo o de un gran amor.

Creer que Dios es Padre, en el cristianismo, equivale a creer que “Dios es amor”, que es solo amor y que su amor triunfará sobre el mal. El mysterium iniquitatis, la maldad y el sufrimiento del mundo constituyen la objeción mayor en contra de la bondad de Dios. Solo Dios, por tanto, puede probar que es Dios. Esta es la promesa cristiana. Para los creyentes Jesús prueba que Dios triunfa sobre el mal. Cuando ellos confiesan que Dios es Padre, aseguran que pueden confiar en Él como Jesús lo hizo, y fue, por ello, liberado de la muerte. Los creyentes juran que el Señor rescatará a sus hijos de las aguas de la muerte, como sacó a Israel de Egipto y liberó a Jesús del sheol. Despiertan y se acuestan convencidos de que el Creador los precaverá del naufragio del día a día y de la tentación de sobrevivir atropellando a los demás.

Dios “me ama”

Bajando la mano hasta la boca del estómago, decimos: “y del Hijo…”, porque Dios “me ama” como amó a Jesús.

Creer que Dios es amor resume la experiencia espiritual de Jesús. En su vida, en su corazón, Jesús debió reconocer el camino que Israel hizo en la presencia amorosa aunque esquiva de su Padre. Él no creyó en cualquier Dios. Tuvo fe en uno que supo que lo amaba incondicionalmente, aunque en la cruz sintió su ausencia desgarradora. Pudo gritarle: “por qué me has abandonado”, pues sabía que el suyo merecía ser llamado Padre. No lo hubiera hecho de no haber oído de Él, con ocasión de su bautizo: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). El amor de Dios le hizo creer que era su Padre.

Nunca en la historia se dio que alguien supiera tan hondamente que Dios lo amara. “Soy su Hijo”, creyó Jesús, y pudo vencer el miedo, la tentación y encarar las fuerzas demoníacas que terminaron por matarlo. La experiencia del “Dios me ama” de Jesús desencadenó en él la más auténtica libertad, la energía para comprometerse sin reserva con los demás, la capacidad de devolver a sus enemigos bien por mal. Nadie ha sido más libre que él, porque no hay libertad mayor que la de perdonar. Jesús no lo hubiera hecho sin saber que su Padre lo amaba a un grado que le hacía innecesario desquitarse. En lugar de vengarse, fue creativo. Amó. Porque la alternativa a quedar ofuscado contra los demás, es mirar hacia adelante, inventar la salida y, mientras no se lo logra, no desesperar, aguantar en el amor.

Jesús enseñó a los suyos la oración del “Padre nuestro” para que también ellos supieran que “Dios me ama”. Esta fue su misión: compartir su fe. También los cristianos habrían de dirigirse a Dios como el Hijo hacía con su abbá o “papá”: en libertad, sin miedo a su castigo, confiada y creativamente. Los discípulos fueron iniciados en la experiencia filial de Jesús y llegaron a decir que el Hijo, el enviado del Padre, moría “por mí”. La resurrección acuñó en los discípulos la convicción de que esta muerte, aparentemente inútil, era la condición real de una experiencia nueva de Dios, la cual se abría a todas las criaturas comenzando por los pequeños y los arrepentidos. Esta fue a lo largo de la historia del cristianismo la experiencia de muchos de los santos. San Pablo tiene conciencia de que el Hijo murió “por mí” (Gál 2, 20). San Ignacio también conoció el “por mí” (EE 116). Mientras más cristiana sea una espiritualidad más debiera suscitar esta intuición. No es fácil llegar a tal hondura. Los cristianos solemos creer que Dios nos ama en general. Podemos incluso amar a otros con un amor singular o exclusivo, pero difícilmente oír de Él: “tú eres mi hijo amado, yo creo en ti”. Nos falta fe.

Dios nos queda grande. O nos queda chico. Depende el ángulo desde el cual lo consideremos. Nos queda chico, porque lo medimos con nuestro metro y no podemos imaginar que pueda perdonar el mal que le hacemos a los demás. “¡No puede quererme tanto!”, pensamos. Proyectamos en Él nuestra idea estrecha de justicia y lo concebimos mezquino. Lo vemos como el Dios del “pasando y pasando”. También sucede que Dios nos queda grande: no logramos abarcar su grandeza, se nos escapa completamente, no podemos imaginar que quepa en su amor la tragedia de personas y pueblos crucificados. Su misterio es más grande que lo que nosotros podemos entender por amor. Nos ama, pero dudamos que lo haga con “nombre y apellido”. La vida es cruel. No siempre es bella. Tratamos de amar como Jesús nos enseñó, pero nos cuesta mucho comprender que me ame “a mí” si tan frecuentemente experimentamos que se olvida “de mí”. No faltan los niños que lamentan la malquerencia de sus padres biológicos y claman “por qué a mí”.

Y, sin embargo, Dios es Padre de Jesús y nuestro Padre. No como un progenitor carnal ni siquiera el mejor de todos. Él es el Amor original y el Origen del amor. Talvez no hayamos llegado a la hondura místicos, pero este es el camino. Esta es nuestra fe. La mística cristiana conduce a sabernos hijos e hijas de Dios, únicos y, a la vez, tan dignos como cualquiera. El cristiano, en consecuencia, se para ante los demás con dignidad. Trata a los señores del mundo de “tú a tú”. No tiene por qué reverenciarlos. Nadie es superior a un hijo o una hija de Dios. Ninguno debiera intimidar a un bautizado en la muerte de Cristo, porque él sabe que su vida tiene un valor eterno.

Dios nos hace amarnos

La señal de la cruz va de hombro a hombro. Cruzando el pecho con la mano de izquierda a derecha, podemos decir: “Dios nos hace amarnos los unos a los otros”.

La experiencia del amor de Dios “por mí” es la experiencia del hijo. La del “amarnos unos a otros”, es la del hermano. Al rezar la oración de Jesús reconocemos que tenemos un Padre que nos hermana. Aquí está el corazón de la enseñanza del Hijo: “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Jesús nos ha amado en virtud del amor que él ha experimentado de un Dios que es Padre suyo, pero también Padre nuestro. Él es Hijo y Hermano; nosotros, hijos e hijas, somos hermanos y hermanas. El reino de los cielos consiste en un tipo de fraternidad que empieza en la tierra: las comunidades que el Cristo resucitado reunió para que celebraran la eucaristía y compartieran sus bienes. La misión de la Iglesia es incluir más y más personas en la hermandad universal del Hijo.

La invocación del Espíritu Santo, en este sentido, impide que la experiencia de amor de Dios “por mí” conduzca al individualismo, al egoísmo y a toda suerte de superioridad sobre los demás. Por ser hijos vamos por la vida con la frente en alto. Nadie puede humillarnos. Pero tampoco nosotros debiéramos humillar a los otros. El Espíritu nos recuerda que compartir la condición filial de Jesús no constituye ningún título especial. Los cristianos no tenemos privilegios ni derechos sobre el resto. Nuestro mayor deber consiste en declarar la igual dignidad de la familia humana.

Hermoso, pero difícil. La vida es difícil. Desde hace mucho rato la raza humana se disputa el pan peor que cualquier animal. No es nuevo que la inseguridad o la ambición impulsen a algunos a acaparar sin medida. El dinero trastorna. El tiempo se ha convertido en la más cara de las monedas. Los padres trabajan horas extras, descuidan a sus hijos y cambian los minutos que pudieran dedicar a escucharlos por una bicicleta. Incluso en cosas de religión cunde el egoísmo. A veces podremos experimentar el gozo de darle la paz al prójimo en la misa. Pero probablemente no querremos que nos importune más de la cuenta. Mientras tanto rezaremos para que el Señor nos asegure las tantas cosas que tenemos que agradecerle. Nos decimos “Dios me ama”, pero nos vamos quedando solos…

No basta decir “Dios me ama”. Hay modos incorrectos de entender las cosas. La conciencia de este amor debe ser corregida por la obligación del amarnos y perdonarnos. La convicción del “Dios me ama”, bien encaminada, conduce al “Dios me perdona” y al “Dios me reconcilia” con los hermanos. La experiencia del “por mí” implica el perdón. Supone,  además, algo irritante: Dios ama a nuestros enemigos. Nada puede descolocarnos más a los que siempre tenemos la razón, a nosotros los ofendidos, víctimas inocentes, que el Señor ame a los que nos han hecho sufrir. Nos parecerá injusto, poco serio. ¡Nos hicieron daño! Nos molesta que no se los castigue, que no se compense la pena que nos causaron. Pero, para la fe cristiana, las cosas son así. Dios perdona a nuestros ofensores. Los ama. Él puede lo imposible: ser misericordioso y justo a la vez. Hará justicia, pero a su modo y no al nuestro. Rehabilitó a Jesús, pero no le ahorró la muerte.

El Espíritu actúa donde quiere, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. El Espíritu integra la sociedad, empareja las desigualdades odiosas. Pero, al mismo tiempo, destaca la originalidad de cada persona, valora su independencia, la de cualquier comunidad, la de todas las naciones. El amor con que Dios nos hace amarnos, impide considerar que los cristianos seamos mejores que los musulmanes, los gitanos… El Espíritu es el Espíritu. Circula como el viento. Dios Espíritu Santo prefiere a los despreciados y llora por la conversión de los arrogantes.

Diversidad y comunión

En toda sociedad humana hay un doble movimiento a la unidad y a la diversidad. En cada nación, en la Iglesia, en cualquier institución o comunidad de personas Dios mismo genera unidad en la diversidad y promueve las diferencias aunque la unidad peligre, porque para el bien común es importante el aporte de unos y otros. El Espíritu va de lado a lado, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, de la unidad en el nombre del Padre a la diversidad en el nombre del Hijo. Los cristianos invocamos el nombre del Espíritu Santo para que prevalezca en el mundo la unión, pero no cualquier unión: la comunión, sí; la uniformidad, no. Somos Cristo y Cristo es uno. Uno con nosotros y nosotros comiendo, llorando y riendo unos con otros.

El Espíritu se las arregla para suscitar la unión amorosa entre quienes son iguales por ser hermanos y distintos por ser hijos. Él promueve nuestra originalidad como una riqueza que debe ser compartida. Pues en la alegría y en la pena, compartiéndonos, comulgamos con el Cristo que apostó por la bondad de Dios y ganó en Pentecostés. Ese día se iluminó la mente a los hombres venidos de todas las partes de la tierra, hablaron en las distintas lenguas y se entendieron.

Dios acredita su bondad a través de la Iglesia y la fraternidad universal, esta y aquella obras del Espíritu Santo. La hermandad conjura al mysterium iniquitatis, revela que “el amor es más fuerte” (Juan Pablo II). Los creyentes comprueban la inocencia de Dios ante el mal del mundo. Triunfando sobre el miedo al fracaso y la soledad, unidos, ellos dan testimonio de un Dios que merece fe, el Padre de Jesús y el Creador del universo.

Hay gente que pasa delante de una iglesia y se persigna. Cuando lo hace redime el mundo, porque este simple gesto de Amor trino amarra el cielo con la tierra.