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Hay tomas y tomas

11-11-3457Es fácil tomarse una universidad. La universidad es inerme. Ella no tiene un poder propio. Vive del amor a la verdad, al bien y a la belleza. Es tan frágil, que se la humilla con facilidad.

Deploro las tomas. Me afectan, me impiden estudiar; me hacen sufrir, pues me da pena ver a los estudiantes arriesgar la calidad de su formación. Todas las tomas dañan la universidad, pero no me confundo. Hay tomas y tomas, así como hay estudiantes y estudiantes.

Comprendo que haya tomas porque estamos en una circunstancia histórica particular. Son modos de reclamar cambios necesarios en la educación universitaria. Pero, ¿cómo va a ser normal que los establecimientos sean rayados y destruidos, los semestres atrasados, los académicos echados de sus oficinas? ¿Cómo no va a dar pena que el día de mañana nuestros estudiantes no encontrarán trabajo porque en su CV dirá que egresó de una universidad famosa por los disturbios?

Hay tomas y tomas también bajo otro respecto. No puedo dejar pasar que existen otros agentes que también violan la autonomía universitaria. Grandes corporaciones empresariales nacionales y extranjeras han exprimido, contra la ley, a nuestros estudiantes y a sus familias. Muchos bancos se han hecho el pino con el crédito con aval del Estado. La empresa privada, por su parte, obtiene de las universidades la investigación que les financia. Así desvían las energías intelectuales de los académicos hacia sus áreas de interés, las que no son siempre las que convienen al país. Todavía más, las universidades chilenas por muy públicas que se declaren, se han dejado regir por los estándares norteamericanos de acreditación científica. Si publicas un artículo de calidad ISI, bien. Si no, prepárate. ¿No se da cuenta la academia chilena que todo sistema de producción de conocimientos obedece intereses bien concretos? Otras universidades pueden pertenecer o haber caído en las manos de un partido político. No faltan tampoco las facultades apoderadas por un grupo de académicos reunidos en torno a una escuela científica, a unos negocios o a la edad, grupos cerrados que no dejan entrar gente nueva. La universidad chilena es bastante heterónoma. Se la toma cualquiera. También las iglesias le faltan el respeto. Un clérigo puede meter mano en ella como el verdulero acomoda las peras. Todas estas configuraciones universitarias son patológicas.

Talvez alguien piense que una toma justifica a otras tomas. Así piensan siempre los sinvergüenzas. No es honesto decir: “estos se toman la universidad por estas razones, yo también tengo razones para tomármela”.

Hay tomas y tomas, pero todas son tomas. Todas hieren la autonomía que es el alma de la universidad. Es necesario distinguir entre unas y otras, no son todas igualmente graves, pero un auténtico amor por la universidad exige luchar por su autonomía. La gran mayoría de los universitarios quiere cambios. Muchos de ellos se han movilizado. Cientos, talvez miles de académicos los apoyamos. Pero movilización, incluso los paros, no es sinónimo cualquier tipo de toma.

No todos los estudiantes que se han tomado los establecimientos destruyen las salas, queman los asientos, rompen los vidrios, se roban los data show, amenazan a sus compañeros, fabrican bombas molotov, le sacan la madre a los guardias o les pegan si les piden las credenciales. Muchos de los estudiantes que de buena fe participan en las marchas y tomas son a la vez víctimas de las mesas planas y de dirigentes que simulan amor al diálogo, y mienten sin sonrojarse.

Muchos estudiantes no participan en las re-tomas porque no quieren volver a ser usados y desechados.

La universidad es hermosa porque en ella la discusión de las ideas es la única batalla que cuenta. Pero una batalla entre académicos e incluso entre estos y sus estudiantes, es una episodio en una guerra que unos y otros ganan juntos. La verdadera universidad es el más humilde de los recintos, porque ella no funciona sin respecto máximo por quien piensa distinto. Un verdadero universitario, alguien que tiene la libertad interior para bajar al fondo de sí mismo y con honestidad reconocer que duda de sus propios conocimientos, no puede sino reconocer y reverenciar el trabajo de su colegas. Un verdadero profesor debe valorar el punto de partida real con que sus estudiantes llegan a su curso. ¡Jamás humillarlos con sus ciencia! El lenguaje de la ciencia no es el del poder. La verdad que en las universidades prevalece por la fuerza de la argumentación y de la prueba. En ellas vencen los que convencen.

La razón es la única fuerza de la universidad. El diálogo y la discusión, la fundamentación, el ensayo, la búsqueda, la equivocación, los descubrimientos son posibles en aquellas universidades que gozan de autonomía. Sin libertad no hay universidad. El miedo a los que suelen tomarse la universidad, la mata. Hay muchas maneras de tomársela, de matarla. La universidad es tan bella como indefensa. Por eso me duele verla maltratada.

Pero lucho para que los mismos poderes que hoy se apoderan de la universidad algún día cooperen en garantizar su autonomía.

La teología universitaria

Coloquio (Rosas Casale Di GirolamoLa cuestión de fondo que enfrenta la teología hoy, y que repercute en las universidades católicas, es un cambio de paradigma de enormes proporciones. La teología, para seguir siendo católica, ha debido transformarse en una reflexión sobre un cristianismo que no cesa de desarrollarse. Pero, se dirá, ¿no ha debido ser siempre así? Sí, pero este es un descubrimiento teórico del siglo XX.

Hasta el siglo XX la teología procuró ser reflexión de la revelación de Dios ocurrida en Cristo, en Palestina y en el judaísmo que precedió a Jesús, reflexión que prosperó en un mundo cultural más o menos homogéneo, la cuenca del Mediterráneo y los países europeos. Esta teología, que quiso responder a este contexto histórico y cultural, no tuvo cómo ser consciente de sus límites. No era posible concebir una teología verdaderamente distinta de la que en ese entonces se hacía, aun cuando en la tradición eclesial sí tuvo lucidez para no confundir la teología con Dios mismo. El concilio IV de Letrán, por ejemplo, sostiene que “no puede afirmarse tanta semejanza entre el Creador y la criatura, sin que haya que afirmarse mayor desemejanza”. La teología siempre ha tenido conciencia que sus afirmaciones sobre Dios son precarias.

En el siglo XX la teología, a diferencia de épocas anteriores, fue reconociendo la historicidad del ser humano y la necesidad de responder a los desafíos pastorales de contextos culturales plurales. Hoy, cuando la Iglesia prospera con nuevas fuerzas en Asia, África y otros lugares no tradicionales, y decae en Europa y el Primer mundo, ella se ha visto forzada a integrar nuevos temas y a innovar en sus formas de razonar.

La teología ha debido realizar un cambio inmenso porque, además, su reflexión no ha podido centrarse solo en lo revelado en el pasado ni tampoco en contenidos meramente teóricos. Lo decisivo hoy es comprender, a la luz de una tradición milenaria, la vida misma de los contemporáneos. Desde el punto de vista de la vida de las personas, más importante es entender lo que Dios les dice en el presente, en la actualidad, que lo que ha podido decir a otros en el pasado. Esto ha llegado a ser decisivo para la Iglesia. Así lo entienden las teologías más consistentes tanto católicas como protestantes. Por de pronto, si los agentes pastorales (de obispos a catequistas, pasando por los sacerdotes) no tienen en cuenta los esfuerzos de la teología por llegar con el Evangelio a los contemporáneos, seguirán tratando inútilmente de enseñar lo que nadie quiere aprender: formulaciones doctrinales que pudieron servir en otras épocas, pero que en la actualidad, en los nuevos contextos, se han vuelto incomprensibles. Porque una cosa es el contenido de la fe (que no puede cambiar) y otra la forma de comunicarlo (que debe cambiar).

La teología actual ha descubierto que si no considera que Dios actúa y habla en el presente, está condenada al enclaustramiento académico. Al enciclopedismo. A la erudición intrascendente. Esta situación le impedirá el diálogo con las disciplinas científicas sin la cual la teología no puede cumplir su obligación de mediar fe y razón, fe y cultura, fe y justicia.

Este es el desafío y el drama de la teología universitaria. Si ella no se ejerce en un registro radicalmente histórico, si no reconoce que la verdad eterna solo se la alcanza cuando se la busca en la temporalidad y en un diálogo humano que no puede excluir a nadie, no habrá interdisciplinariedad alguna en las universidades católicas. La religiosidad de las personas en estas universidades complementa y puede animar el trabajo científico, pero jamás suplirlo. Cuando la religiosidad de los universitarios constituye el factor determinante de la catolicidad de la universidad, se generan patologías de varios tipos, comenzando por la vigilancia de los académicos.

Es más, la teología del siglo XX, porque tuvo que asumir a fondo la historicidad del ser humano, debió mirarse ella misma desde el futuro y confesar, en consecuencia, su índole provisional. Aquello que ella debe pensar tiene un pasado, un presente y un futuro. Es decir, que la verdad a la que aspira también está aún por realizarse. En consecuencia, la formulación de todas las conclusiones tradicionales han de ser siempre reconsideradas, enriquecidas y renovadas para transmitir el Evangelio del amor –que nunca cambiará- a las futuras generaciones.

La Iglesia necesita una teología universitaria. Pero no cualquiera. Es teología universitaria una que reconoce ante las otras disciplinas la historicidad de la ciencia y la suya propia. Es universitaria, bajo otro respecto, una teología que asume una orientación pastoral: una que tiene en cuenta los esfuerzos, fracasos y perplejidades de personas concretas que crecen y disminuyen, que se recuperan y avanzan hacia el Dios que las atrae por caminos que nadie puede saber por anticipado.

¿Catolicidad de las personas o de la universidad?

Van Gogh (el buen samaritano)“Lo católico” acarrea problemas en el ámbito universitario. Cuando se confunde la misión de una universidad con las exigencias de la religiosidad cristiana, es la propia catolicidad de las universidades la que termina desprestigiándose. Pero “lo católico” puede contribuir efectivamente a la búsqueda de la verdad, objetivo y sentido de todas las universidades. Puede, cuando en “las católicas” se articulan debidamente la fe y la razón.

Cuando se hace depender la catolicidad de una uni¬versidad de la adscripción o devoción religiosa de sus alum¬nos y, sobre todo, de sus profesores, la universidad se enfer¬ma. Menciono tres patologías. Dos típicas: la simulación y la exclusión. En lo inmediato, la invocación religiosa de “lo católico” puede generar exclusión. Esto comentan en las universidades los académicos que temen ser mal mirados, o efectivamente lo son, porque no creen en Dios, no son cristianos, tienen otro credo o no están a la altura de la doctrina de la institución. Por ejemplo, hay personas que temen no obtener la titularidad si se separan y, peor aún, si se casan de nuevo. En las “católicas” ocurre también que académicos lucen su catolicismo para congraciarse con el establishment. Esta simulación es penosa, pero además enra¬rece las relaciones entre las personas, crea sospechas, genera odiosidades.

A mi juicio estas enfermedades afectan la catolicidad de las universidades católicas porque contaminan su misión. Una universidad no puede ser católica si no estimula el ejer¬cicio libre de la razón sin el cual se hace imposible llegar a la justicia y la paz social, objetivo último del quehacer univer¬sitario en la sociedad.

El principal documento eclesial sobre el tema destaca que la misión de toda universidad es la búsqueda de la ver¬dad (Ex Corde Ecclesiae, 30). Las universidades católicas, a este respecto, no debieran invocar título privilegiado alguno. De hacerlo, atentarían contra su propia certeza teológica: la Iglesia cree que el Padre de Jesucristo es el Creador de la ra¬zón humana, razón de la que todas las personas gozan inde¬pendientemente de su credo. De aquí que las universidades católicas debieran entender que, de acuerdo a la misma fe cristiana, su búsqueda de la verdad no es mejor ni peor que la de los demás, sino que se caracteriza por subrayar la nece¬sidad del diálogo y del amor de la humanidad consigo mis¬ma, lo cual se consigue con aprecio de la diversidad cultural y sujeción a los métodos que sin daño de nadie la ciencia se da a sí misma. Las universidades cristianas, por esta razón, debieran ser espacios para aquella libertad de pensamiento que es posibilitada por una neta distinción de los planos de la fe y la razón que, paradójicamente, despeja el camino para una convergencia entre ambas. En estas universidades, los católicos no debieran pretender encontrar la verdad sin los no católicos. Se incurriría en un “pecado” en contra del Creador de unos y otros.

Donde hay falta de libertad, se estudia, se piensa, se dialoga y se enseña con dificultad. Por esta razón, el respeto a la conciencia y a la indagación científica, sobre todo me¬diante una institucionalidad capaz de corregir los posibles abusos, es condición para encontrar esa verdad que solo es tal cuando, por lo mismo, libera las potencialidades de todos y urge un compromiso con todos, especialmente con aque¬llos que no tienen quién investigue por ellos.

Menciono, por esto, una tercera enfermedad. La peor de todas. En nuestro medio la alianza entre la academia y la empresa privada debiera abrirse a una comprensión de la verdad humanamente más amplia, más humanizadora, que aquella que solo sirve para alimentar el capitalismo. Cuando, por el contrario, esta alianza es sellada con la colaboración de un catolicismo pío y estrecho, la injusticia social se vuelve incontrarrestable. Entonces prevalecen los intereses particu¬lares sobre la búsqueda del bien común, y la opción preferen¬cial por los pobres que debiera distinguir a las “católicas” cede a favor de la formación de los privilegiados de siempre.

Una universidad es verdaderamente católica cuando en ella la fe cristiana favorece la libertad de pensamiento y el compromiso por incluir a los excluidos o a los estigmatiza¬dos por su credo o por su vida.

Campus Oriente

Hay otro tema que tiene que ver con el Campus Oriente. Es el de la política en la UC. El homenaje a Jaime Guzmán funado por los alumnos de la Católica fue político. Fue un homenaje político a un político en una universidad católica. Este es otro tema que también hace pensar. Aquí simplemente lo enuncio.

Como universidad católica que es, la UC tiene una vocación de servicio público. Sería ingenuo, por tanto, pensar que la política no puede entrar en la universidad. La Católica, en la medida que reconozca el valor del pluralismo, del diálogo y de la crítica, tiene que admitir en ella misma la política, so pena de ofrecer un aporte muy pobre al país.

El caso es que quienes recordaban a Jaime Guzmán, académico y político, son los mismos que en dictadura no toleraban ninguna expresión política en la universidad. Eran gremialistas quienes esos años recurrieron a la violencia, en ese mismo Campus, en contra de los alumnos de Teología que protestaba contra Pinochet. Lo vi. Yo estaba allí. Lo que esos años ocurrió y lo que ocurrió la semana pasada, no puede ser visto como un arreglo de cuentas. La violencia debiera ser ajena a la universidad y a la política. Lo que está pendiente en la UC, y los integrantes de ella debemos reconocerlo, es una re-politización de una universidad católica.

¿Debe ser «política» una universidad católica? Por cierto, de lo contrario podría ser un centro de formación profesional u otra cosa. Una universidad, para ser católica, tiene necesariamente que articular Fe y Razón, Fe y Cultura, y Fe y Justicia, dimensiones estas de aquella verdad que la universidad busca bajo el título de Bien común. Bien común que los políticos procuran como representantes primeros de la sociedad, pero que también requiere de mentes universitarias abiertas, serenas, dialogantes, críticas y autocríticas que, en contacto y tomando partido por lo que está en juego en la sociedad, deben contribuir con ideas. Esto que es común a toda universidad, es particularmente «católico». Así al menos en teoría…

La UC ha logrado reconfigurar su talante político entre los estudiantes, mucho más que entre los académicos. La FEUC hace ya años que admite otras combinaciones de ideas que las que les ofrecen los partidos políticos. Entre los académicos no ocurre lo mismo. Está pendiente.

¿Qué hacer?

Los jóvenes "la llevan"

Lo que ha está ocurriendo es impresionante. Presentimos que lo es. Porque en buena medida no sabemos qué está sucediendo. Pero, como todo hecho histórico extraordinario, no se sabe dónde irá a parar. La historia chilena a estas alturas puede dar un gran salto adelante, pero también puede atascarse o involucionar a niveles penosos de deshumanización. Se ha dado. Así son las crisis importantes, en las vidas de las personas y en las de los pueblos. Los que han podido vivir a fondo una crisis, podrán ver estos acontecimientos con cautela, incluso con preocupación, pero sobre todo con serenidad y esperanza. El movimiento estudiantil, lo confieso, me llena de esperanza.

Sin ser experto en análisis socio-políticos advierto que son los jóvenes quienes predominan y, vaticino, prevalecerán. El futuro de Chile, en estos momentos, depende sobre todo de ellos. No solo de ellos. Pero contra ellos no se hará nada. Se traspasó el punto del “no retorno”. Los mayores, las personas más experimentadas de nuestra sociedad y nuestra clase política ayudarán a encauzar el futuro, queremos que lo hagan, pero el entusiasmo, la rabia y la porfía le pertenecen a la nueva generación. Ella, y no el gobierno, no la institucionalidad que contuvo por años un consenso social que nadie debiera fácilmente despreciar, ella es la que tiene la “sartén por el mango”. Son los jóvenes quienes han logrado catalizar las fuerzas políticas vivas del país, gozan de enorme simpatía en la ciudadanía y no aceptarán imposiciones de derecho o de hecho. Es una generación formidable. Brilla por su autenticidad. ¿O es esta un espejismo? ¿Un Wishful thinking?

Puede ser que las apariencias engañen. Puede ser que, a fin de cuentas, termine primando la lógica que en esta época atribuye dignidad y respeto a las personas: el consumo. El mercado ha hecho de todos nosotros “consumidores”. Lo que hoy da identidad, es poder comprar, ganar para comprar, encalillarse para comprar. Consumir. Es fácil engañarse. Puede ser que esta generación no sea, en realidad, lo generosa e idealista que quiere hacernos creer que es. Puede ser que se trate de consumidores de educación agobiados por la deuda contraída. ¿Y sus padres? ¿Están los papás pensando en la educación chilena o solo en “su hijo/a”? Esta puede muy bien ser una “revolución de los consumidores”. ¿De los aprovechadores…? Sería lamentable. Sería muy triste que los estudiantes fueran, al fin y al cabo, una generación individualista y oportunista. ¿No pudiera ser su demanda de educación universitaria gratuita un reclamo sectorial, que ellos estarían dispuestos a sostener aun a costa de recursos que debieran, en primer lugar, ir a la educación básica y secundaria? ¿No querrán perder la oportunidad de convertirse en el 10% de la capa social más rica del país, los profesionales, a costa de recaudaciones de impuestos que podrían financiar escuelas y liceos miserables?

Pero no hay que atacar al consumo así no más. El consumo también es cauce de expectativas muy legítimas. ¿Quién no quisiera adquirir un refrigerador? ¿Una lavadora? Es legítimo comprar un auto. ¿Lo es cobrar por educación? No es ilegítimo querer pagar por ella. ¡Salvar a un hijo de la educación municipal mediante el co-pago…! Aun en el caso que fuera legítimo que haya instituciones que cobren por educar, hay poderosas razones para pensar que la causa de los jóvenes es justa. En la “selva” de la educación universitaria chilena -diversidad de calidad y de precios, intereses bajos para los más ricos y altos para los más pobres, inversiones gigantes de universidades piratas, altísima inversión en marketing para encarar la feroz competencia por alumnos (marketing que termina siendo pagado por los mismos alumnos), instituciones tradicionales (no tradicionales), locales (no locales), estatales (con negocios privados), privadas con o sin investigación, y con o sin sentido de bien común, etc.-, los estudiantes piden fin al lucro, piden calidad y piden gratuidad. Piden igualdad de posibilidades, tras años de discursos políticos pro crecimiento. Crecimiento, crecimiento…, la igualdad se conseguiría por rebalse. Voces disidentes lo advirtieron: la desigualdad sostenida a lo largo de los años se convertiría en una bomba de tiempo. Los jóvenes claman contra un modelo de desarrollo cuya injusticia se manifiesta en otros ámbitos (trato a los mapuches, negocios del retail, colusión de farmacias, pesqueras y productoras de pollos, estragos en el medio-ambiente…). El problema no es propiamente el consumo. Es una institucionalidad que ha interiorizado una mentalidad mercantil en el plano de la educación, y también en otros planos, provocando una reacción alérgica y una enorme desconfianza contra los representantes del mercado.

Esto es lo que el gobierno no ha podido entender, poniendo en juego la gobernabilidad del país. El gobierno negocia, gobierna poco. Va de pirueta en pirueta. No comprende. Carece de las skills emotivas, vitales y circunstanciales para darse cuenta de lo que ocurre. Acusa a la dirigencia estudiantil de ultra, sin darse cuenta de que ha perdido autoridad y puede perder el poder. No percibe que lo que tiene delante de los ojos puede no ser una mera revolución de consumidores, sino también un cambio de mentalidad política y, no hay que descartar, una revolución a secas.

Creo que la demanda estudiantil es justa. Se dirá que es desmesurada. Se dirá que a los jóvenes también los anima el consumismo, el oportunismo, el revanchismo social, la irresponsabilidad adolescente o el ánimo de divertimento. No sería raro que estemos ante una mixtura. Las cosas humanas son así. El asunto hoy es sumarse al curso más noble del proceso. Entenderá, el que se comprometa con él. Si se crea una institucionalidad justa, y prospera la justicia, los demás asuntos que nos inquietan terminarán por ordenarse solos.

Somos ciudadanos y somos consumistas. ¿Qué ha de primar? Si me preguntan, quisiera que los chilenos fueran ciudadanos, personas capaces de pensar en clave de “país”, sensibles a las legítimas expectativas de todos. Este es el asunto principal: una re-politización de Chile, pues la política, la institucionalidad, los partidos y nuestros políticos, en estos momentos, no son capaces de contener demandas justas de participación en los bienes que nos pertenecen a todos. Este es, creo, el asunto. No hay que perderse. No hay que distraerse con los episodios de violencia, los encapuchados o los semáforos arrancados de cuajo.

El asunto –quisiera que fuera así, lo reconozco- es algo notable: despunta una generación joven de ciudadanos, una nueva generación política. Estos jóvenes luchan por “causas”. ¿Puede haber algo más extraordinario? ¿Puede el país tener una alegría mayor que saber que su descendencia está a la altura de la historia? ¿Que siendo meros estudiantes se embarcan en la ciudadanía y, remos que van, remos que vienen, aprenden a navegar?

Hasta hace poco el chileno medio y bien nacido lamentaba que las nuevas generaciones no quisieran inscribirse en los registros electorales para votar. ¡Gran tristeza para un país que tiene orgullo político! ¿A qué nos conduciría una generación abúlica, individualista, egoísta y hedonista? A la desintegración, sin dudarlo. Pero, ¿no era este desgano total de los jóvenes con lo electoral el antecedente exacto de un despertar arrolladoramente político? He oído de los líderes estudiantiles que luchan ya no por ellos (a punto de egresar), sino por “sus hijos”. Les creo. Creo, quiero creer, que la indiferencia política juvenil de hace poco es la contratara del extraordinario compromiso con el futuro de Chile y la alegría en la que hoy los jóvenes se reconocen a sí mismos. Espero que los jóvenes voten en las próximas elecciones. ¡Voten lo que crean en conciencia que es lo mejor para el país! Voten, y no se dejen llevar por los sectores anarcos que prefieren hacer saltar el sistema. Los “monos” ciertamente no votarán. Los “monos” y los papás que con su voto solo piensan en el bien de “su hijo/a”, pueden erosionan la democracia.

Lo que tenemos delante de los ojos es el dramático surgimiento de una nueva generación política. No sabemos si tendrá suficiente fuerza para prevalecer. Si se abrirá paso en la maraña de una clase política que ha perdido el norte ético, el individualismo consumista de alumnos y apoderados, el ánimo de vendetta social de los sectores anarquistas, o sucumbirá en el camino. Mucho dependerá de la sensatez de los mismos jóvenes para buscar las mejores ayudas para su propia organización y del diálogo, comenzando por la ayuda de los mayores que han terminado por encontrarles la razón. Casi todo dependerá de los jóvenes. Los vientos soplan en favor de sus velas.

Espero que los partidos, las coaliciones y el gobierno tengan la inteligencia para entenderlo, y hagan lo que les corresponde. El 2012 viene muy difícil.

¿Son "católicas" las universidades católicas?

Son “católicas” las universidades católicas? Difícil decirlo. En realidad, esta pregunta solo puede responderla el Padre Eterno. Si no fueran cristianas, no serían católicas. Pero solo Dios sabe qué es cristiano y qué no. Sin embargo, la pregunta nos sirve para orientarnos en lo que buscamos. Esto es, una universidad al servicio de la misión de la Iglesia.

El marco más amplio en el que se ubica el tema, es el de la relación de la Iglesia con la sociedad. La universidad católica hace real este vínculo. La universidad depende del vínculo que la Iglesia establezca con la sociedad. Pero también la Iglesia depende del vínculo que la universidad establezca con la sociedad. En este ir y venir de la Iglesia a la universidad, en la sociedad, depende el cumplimiento de la misión de la Iglesia, cual es la civilización del amor (Pablo VI).

La relación de la Iglesia con la sociedad puede darse en diversos esquemas eclesiológicos. Hasta el Concilio Vaticano II ha podido prevalecer un esquema decimonónico de confrontación y de condena de la Iglesia a la modernidad. Este planteamiento ha caracterizado una discordia estéril y nociva. Muchos de nuestros contemporáneos se han alejado de la Iglesia. Pero, por otra parte, nuestras sociedades no han llegado a conocer suficientemente el Evangelio y sacar de él todas sus consecuencias humanizadoras y socializadoras.

En el Vaticano II se hicieron presentes otros dos esquemas eclesiológicos, ambos positivos. Entonces la Iglesia se planteó en términos amistosos ante la época. En uno de ellos, todavía se acentuó la diferencia entre Iglesia y mundo: se supuso que ambos eran los interlocutores de un diálogo a favor de mayores niveles de humanidad. Pero la representación ha sido la de una realidad frente a la otra; la de un diálogo de la Iglesia “con” el mundo, en el entendido de que la Iglesia enseña y, a veces, aprende del mundo.

En un segundo esquema, también conciliar, se entendió que la Iglesia es una realidad “mundana” en el mejor sentido de la palabra. En este caso la Iglesia está “en” el mundo y el mundo “en” la Iglesia. Todo lo que ella tiene que aportar como evangelización puede hacerlo solo de un modo “mundano”. En otros términos, de un modo empático y autorreflexivo. Esto es patente en la Constitución Apostólica Gaudium et Spes:

Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón. La comunidad cristiana está integrada por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia (GS 1).

En este esquema la Iglesia no se impone a la cultura contemporánea (esquema preconciliar) ni dialoga simplemente con ella (primer esquema conciliar), sino que discierne en ella –en su propia mundanidad– los signos de los tiempos y anuncia el Evangelio en clave verdaderamente civilizadora.

Este último esquema fue posible elucidarlo en la medida que prevaleció en el Concilio la convicción teológica de la salvación universal. Lo fundamental, absolutamente esencial, pasó a ser el amor de Dios por todos los hombres y el de éstos entre sí (LG 14). El concilió reconoció explícitamente que Dios encuentra a cada uno y a cada pueblo el camino de su salvación, por vías que la Iglesia puede desconocer (AG 7). La verdad de la salvación pasó a ser un dato antropológico cumplido ya en toda la humanidad gracias al acontecimiento Jesucristo. Esto no hace superflua a la Iglesia, pero la obliga a redescubrir su ubicación en la historia y a redefinir su servicio de la humanidad.

¿Qué podrá significar este modo de entender las relaciones de la Iglesia con la sociedad y la cultura, para las universidades católicas? Por lo menos dos cosas:

  1. La universidad encuentra la verdad “en” la sociedad. Ella no tiene ninguna verdad que enseñar a nadie que haya podido ser descubierta sin los demás o por vías divinas pero no humanas. (Como ocurre con la Encarnación: a Dios lo encontramos completamente en el hombre Jesús).
  2. La universidad católica constituye un lugar de arraigo de la Iglesia en un mundo en el que la verdad, incluso la verdad de Cristo, se encuentra gracias al diálogo y la discusión, a la crítica y a la autocrítica.

La universidad católica, en realidad, no dialoga “con” la sociedad, sino “en” la sociedad. En el tejido de lo humano, social, cultural e históricamente en desarrollo, pasándolo todo sin excepción por la criba de la razón,  la universidad católica destila la verdad eterna en verdades temporales civilizadoras y, por esto mismo, preserva a la Iglesia del fideísmo, del fanatismo y de múltiples equivocaciones.

¿Son “católicas” las universidades católicas? Sí, cuando buscan la verdad que Dios nos revela humano modo, esto es, a través de todos los hombres, en la pluralidad de lo humano y en el incesante cambiar de los tiempos.

Académicos PUC: por cambios en la Educación

En el fragor de la crisis universitaria a muchos, no sin razón, parecerá que la P. Universidad Católica de Chile no tiene títulos para participar en la discusión con legitimidad. A sus alumnos y académicos el asunto no los perjudica. La PUC está asegurada. Es más, nosotros mismos, los académicos de la PUC debemos reconocer que miramos la realidad a través de un velo. Nuestro habitat intelectual actual fraguó en la dictadura militar. En la PUC todavía hay miedo. ¿Por qué? Identifico dos factores: la apoliticidad que la distingue, y un catolicismo pomposo y muy controlador. Nos cuesta entender los problemas políticos. Tenemos una falla en la empatía.

 Esto, afortunadamente, no es toda la realidad de la PUC. En ella siempre se ha dado también una fuerte conciencia de pertenencia a una institución con sentido social, con vocación se servicio público y “católica” en el sentido ortodoxo del término. Católica, es decir, universal; capaz de ir más allá de sus intereses inmediatos; pluralista y abierta a todos los problemas que nos puedan aquejar como personas y como sociedad.

 El caso es que un grupo significativos de académicos de la PUC nos estamos reuniendo, impactados por la injusticia de la educación chilena. Han sido necesaria enormes manifestaciones, y desgraciadamente actos de fuerza y de violencia, para caer en la cuenta de lo tremendo que puede ser para una familia pobre lograr que un hijo entre a la universidad, pero que egresado de ella tenga que pagar una deuda que gravará su futuro por años. El grupo de académicos de la PUC nos hemos reunido en torno a una Declaración frente a la crisis de la educación (cf. El Mostrador).

 Hablo por mí mismo, tras escuchar muchas y muy diversas opiniones. Veo que se necesitan cambios a tres niveles.

 Urge legislar. Se necesita una ley justa. Comparto la Declaración: “…la búsqueda de propuestas claras y abordables de definición de objetivos precisos para el mejoramiento de la convivencia social a través del mejoramiento de la educación, nos llevan a proponer derechamente el reemplazo de la normativa universitaria vigente desde la imposición de la  ley de 1981, que muchos consideramos espuria, en muchos sentidos abusiva y carente de legitimidad democrática”. En lo inmediato, necesitamos una ley que se haga cargo del incremento de los universitarios de los últimos 20 años y tenga cuenta de los sueldos misérrimos de las familias chilenas.

 A mediano plazo parece que necesitamos un cambio institucional mayor. El problema de Chile es político. Las inquietudes políticas no están pasando suficientemente por los políticos. Pero no por mala voluntad de estos. La institucionalidad no contiene la realidad. Necesitamos una Constitución que encauce las demandas reales de participación de una sociedad nueva bajo muchos respectos. ¿Cuánto aguantará la actual Constitución? Parece un cántaro agrietado.

 A largo plazo, o mejor, en perspectiva de gran angular, debemos discutir acerca de la persona y la sociedad que queremos formar. Existe en Chile un malestar clamoroso en contra de la mercantilización de la vida. A los mapuches les dividieron las tierras y las plantaciones de pinos les secaron las napas; a los enfermos, de noche, les subieron los precios de los remedios; a los consumidores les repactaron las deudas unilateralmente… ¡Alguna universidad, tiempo atrás, compró a otra la cartera de estudiantes!

¿Qué es lo que realmente queremos? ¿Qué país? Me hago esta pregunta como académico de la PUC. No tengo la respuesta, solo un puñado de ideas. Hago mías, por esto,  las palabras de la Declaración de mis colegas: “Mantener el silencio que hemos guardado por tantos años nos hace cómplices de una situación en la cual se entrega a las leyes del mercado lo que debe ser, en cambio, un territorio custodiado por los criterios de la excelencia, la solidaridad, el servicio y la voluntad de actuar enfrentando desafíos que son propios del Chile del siglo XXI”.

 

Ayer por la mañana el Rector de la PUC se reunió con un grupo numeroso de profesores preocupados por la agitación universitaria. Por mi parte, asistí a la reunión con la intención de oír y formarme una opinión en un tema que reconozco que me queda grande, pero que debo conocer. Temía que el Rector pudiera tomar la palabra para sofocar nuestra inquietud. Por el contrario, agradezco ahora su llaneza para escuchar las numerosas intervenciones de los colegas y su apertura para seguir pensando.

 Tengo ahora una primera opinión que quiero compartir con los que participamos en la reunión, y con otros que no asistieron pero que debieran interesarse. Me la he formado releyendo los apuntes que tomé. Lo hago con franqueza, pero no quiero herir a nadie.

 Nuestra universidad entra en el debate universitario con los “pantalones rotos”: carece de credibilidad. No la tiene porque los “otros” no le reconocen legitimidad; y porque “nosotros” adolecemos de un vicio epistemológico que todavía no hemos podido superar: estamos cegados ante un problema que deseamos arreglar, sin antes darnos cuenta que somos sus causantes.

 El síntoma de la ceguera epistemológica es, lo dijeron varios, el miedo. En la PUC aun hay miedo. Los factores de miedo, a mí entender, son dos: la apoliticidad y un tipo de catolicismo no-católico. Ambos, aliados o por separado, se hicieron fuertes en la PUC en los años de la dictadura militar y, no obstante el paso de los años, resisten y nos impiden hacer lo que nuestras mejores voluntades quieren hacer.

 ¿Cómo podemos pretender contribuir a una reforma justa de la educación, en vista a la edificación de un país compartido, si no reconocemos que el problema es político? ¿Que la educación tiene que ver con “todos” los asuntos sociales? Aparentemente el gremialismo despolitizó la PUC. El país estaba dividido a un grado insoportable. Pero, en realidad, el gremialismo  politizó la universidad anulando su pluralismo. La “apoliticidad” de la PUC hoy inspira miedo entre los académicos, desvía la investigación, inhibe la creatividad. ¿Cómo se sale de esto? Los jóvenes sortearon esta dificultad hace muchos años. Habrá que pedirles consejo a ellos. Hay que reconocer que se necesita abrir un espacio a un pluralismo político en la PUC y que es difícil hacerlo. Lo primero que hay que reconocer es que el miedo a una re-politización de la PUC, por sí mismo, genera miedo.

 El otro factor de miedo es la consolidación de un catolicismo-no-católico en la PUC, que tiene variadas fuentes, que se ha instalado a un alto nivel y que logra penetrar sinuosamente en las conciencias, en particular en las de los académicos de las ciencias humanas. El Rector, sin referirse a esto, apuntó en la dirección exacta: la posibilidad de confundir la catolicidad de una universidad (= búsqueda apasionada de la verdad, verdad que no se agota en la pluralidad de accesos que permite el Cristo poliédrico) y la piedad de las personas particulares. Fatal. Consecuencias: exclusión (de los que no están a la altura de la doctrina o vida cristiana) y simulación (de ortodoxia). Esta confusión, mezclada aún con la apolitidad mencionada, nos ha incapacitado para ver con honestidad los problemas del país y nos deslegitima ante las otras universidades y ante el país. La Iglesia es católica cuando es universal: abierta a todas las voces. La Iglesia Católica es el antónimo preciso de la secta, la agrupación que se cree poseedora de la verdad absoluta. Por lo mismo, un catolicismo-no-político es equivalente a una política-no-católica.

 ¿Seremos los integrantes de la PUC capaces de modificar el marco educacional de Chile fraguado en 1981? Por qué no. Eso sí, la universidad tendrá que reconocer que es un actor social que, como tal, solo puede participar en el debate político con sentido de autocrítica política. Tendrá que reconocer con dolor y vergüenza que ella fue la universidad por excelencia de la dictadura y en concreto de la implantación en Chile del neo-liberalismo que ha medido todo en dinero y ha convertido a los ciudadanos en consumidores.

 

Necesitamos hacer cambios. No podemos esperar que otros lo hagan por nosotros. Sea que tomemos la iniciativa sea que nos toque colaborar en ellos, los cambios deben ser “nuestros”. Pero la tradición de la Iglesia desconfía del monje que quiere reformar el convento y no quiere reformarse a sí mismo. Los cambios que haya que hacer deben comenzar con nuestra conversión.

 También el diálogo para ser sincero y la misericordia para ser realmente desinteresada, necesitan un cambio en nosotros mismos. El diálogo se desprestigia cuando las partes no están dispuestas a entender la posición contraria. La misericordia también puede arruinarse cuando hace de la caridad con el prójimo un medio publicitario.

 El diálogo y la misericordia, como otras virtudes, piden de nosotros hoy “recomenzar de Cristo” (Aparecida, 12). Hemos de descender muy al fondo de nosotros mismos hasta encontrar al Señor ante quien podemos reconocer sin temor que somos míseros y que nuestra Iglesia sea miserable (Benedicto XVI). Somos pecadores. Debemos convertirnos. La conciencia de pecado es una gracia que debemos pedir para sanar nuestras heridas, corregir nuestras actitudes, enderezar nuestras inclinaciones y reorientar la vida por donde el Señor quiera llevarla.

 En las circunstancias actuales, hemos de reconocer, por ejemplo, que hemos mirado a la Iglesia desde fuera. La hemos criticado con facilidad. La hemos visto solo como una institución que necesita ajustes estructurales. No hemos recordado con ternura que ella es la Esposa de Cristo. No la hemos defendido como lo haríamos con nuestra madre.

 El individualismo ambiental nos atrapa. Nos hace pensar que es cosa de elegir la Iglesia, siendo que ella nos eligió a nosotros primero. ¿No fue por el bautismo que recibimos la libertad de los hijos de Dios? ¿Podemos decir tan sueltamente a la Iglesia “no intervengas en mi vida”? Hemos de reconocer que muchas veces supeditamos nuestra pertenencia a la eternidad a nuestra conveniencia inmediata. Regateamos con ella. Nos aprovechamos de ella, como quien explota una mina, la abandona cuando se agota el mineral y parte a buscar otros piques.

 La conversión que necesitamos nos exigirá  mucha contemplación. Será el Espíritu del Cristo resucitado quien nos cambie. Un trabajo de conversión requiere inquirir muy atentamente qué quiere Dios de nosotros. Tendremos que leer correctamente los textos. Los textos de la Sagrada Escritura en primer lugar. Cristo, el hombre del Espíritu, representa para nosotros el criterio máximo de cómo se vive en sintonía con Dios.

 Pero hay otros dos textos que también tendrán que ser leídos e interpretados. Uno es el texto de la historia personal: a cada uno el Señor le ha dicho algo único, que a nadie más le ha dicho. Todos somos originales ante el Padre. Cada cual debe descubrir en su propia historia el camino que Dios va haciendo, identificar el pecado propio, sufrir la imposibilidad que es uno para sí mismo y abrirse a la nueva vida que nos será dada.  San Pablo lo expresó muy bien al decir “por mí” el Señor murió en la cruz. Por otra parte, de la experiencia de haber sido resucitados en Cristo dependerá la construcción de un país y un mundo de hermanos, y de una Iglesia capaz de contribuir a esta causa.

 El otro texto es la historia colectiva. Son los acontecimientos de nuestra época, en los cuales hemos de auscultar los “signos de los tiempos”. Estos solo se descubren a la mirada contemplativa, a las mentes vigilantes, a las personas empáticas y conectadas con la vibración espiritual de su generación. El Espíritu que habilita a ver más adentro, es el mismo Espíritu que va gestando cambios colectivos significativos que representan un progreso en humanidad y que la Iglesia va reconociendo como el Evangelio a la medida de la época.

 A través de un ir y venir triangular entre estos tres textos, nuestra conversión podrá ser honda y responder a la pregunta por la Iglesia que el país necesita. Por medio de este trabajo contemplativo, podremos incorporar en nuestra conversión la posibilidad de que se desmorone lo que no da para más y, sin llorar, nos pleguemos a la acción del Espíritu que reforma y reconstruye la Iglesia a través de trabajadores espirituales.

 Las señales de una conversión a la altura de los cambios históricos serán la humildad y la creatividad. Ella consistirá en sumarse a la acción del Creador. No podrá ser nunca una obra voluntarística y menos un título que engrandezca el ego. Un quehacer que se aparte de la empresa recreadora de Dios, solo retardará la Iglesia que andamos buscando.

Cambio santidad por humanidad. Los esfuerzos por alcanzar la santidad de personas muy bien intencionadas, pero que las veo cada día más estereotipadas, ha comenzado a darme alergia. ¿Son tan buenas como quieren parecer? Ellas saben que no lo son. Esto me consuela. Se arrepienten de sus pecados como muchos no lo hacemos. Bien. Este es su aporte. Pero la vida cristiana consiste en algo más profundo. Cambio santos por personas profundamente humanas.  Prefiero decididamente personas «humanas» en los dos sentidos del término: humanas porque se consideran pecadores y humanas por ser misericordiosas con los pecadores. Por aquí creo que va lo de Jesús. No porque haya sido él un pecador. No lo fue. Su máxima humanidad excluyó una posible inhumanidad. Su humanidad, por el contrario, consistió en su misericordia. Esto es lo que no veo claramente en las personas obsesionadas con la «santidad». Estas, por el contrario, suelen apartarse y terminar incluso considerándose superiores a los que juzgan rezagados en el camino de la perfección, si no perdidos. Me hiere su hipocresía. La hipocresía, adivino, es la plataforma de despegue de la separación de lo sagrado y lo profano, separación que da la espalda al misterio de la Encarnación.

El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…

 

En la Iglesia también se da una relación entre «pertenencia» y «representación». El bautismo nos da pertenencia. La pertenencia es una necesidad humana básica. Necesitamos pertenecer. El parto nos da una pertenencia al género humano. El bautismo hace que esta pertenencia a la humanidad quede «atornillada» en nuestra pertenencia a la eternidad. No somos simplemente hijos de tal o cual papá o mamá, nativos de este pueblo o aquel, pertenecemos a la creación, Dios nos creó, a él pertenecemos, somos hijos e hijas de Dios, y hermanos y responsables de unos y otros. Pertenecer a la Iglesia es un modo más profundo de pertenecer a la humanidad. Así debiera ser. Los cristianos, en virtud del bautismo,  por formar el Cuerpo de Cristo, tendríamos que vivir nuestra espiritualidad como una suerte de empatía cósmica, consistente en un co-pertenecer nosotros a las estrellas y las estrellas a nosotros. ¿En qué otra cosa pudiera consistir vivir el amor de Dios que amar el mundo como «cosa propia», como una madre a la que le debemos todo, y que nos pertenece como ninguna…?

Esto tan hermoso se complica cuando se trata de organizarlo para que resulte. No es fácil pertenecer a los demás y que los demás nos pertenezcan, si los cristianos, nosotros al menos, no nos ponemos de acuerdo en cómo hacerlo. La Iglesia nos recibe, nos da un nombre y un pan para el camino, y también ella depende de que nosotros hagamos lo mismo con los demás, porque nosotros somos la Iglesia. Pero hay más: alguien tiene que representar este quehacer tan importante. Los cristianos necesitamos pertenecer a la Iglesia y que la Iglesia nos pertenezca, y necesitamos también que alguien nos represente, que dé la cara y saque la voz por esta manera nuestra de vivir la humanidad. Este es el sentido, dicho en cierto modo, de las autoridades eclesiales. Ellas nos representan en esta necesidad humana profunda de ser, pero también de llegar a ser hermanos y hermanas de cada persona nacida de una mujer. ¡Cosa para nada fácil!, como claramente se ve hoy, cuando los cristianos caemos en la cuenta de que nuestra condición de creyentes se aleja y aleja de la cultura contemporánea. ¿Cómo pueden nuestros obispos representarnos ante quienes no son cristianos y no nos entienden, pero además ante el contemporáneo que es cada uno de nosotros mismos, si cada vez nos cuesta más comprender el Evangelio en el único lenguaje comprensible, el de nuestra cultura, cultura en cambio progresivo y acelerado?

Tenemos la impresión de que nuestros representantes no representan esta pertenencia nuestra a la humanidad que somos hoy. Vivimos tironeados. ¿Quién nos representa? No lo hacen los políticos… O lo hacen mal. Otro tanto ocurre con los representantes que la Iglesia tiene para decirnos «así se es hombre», «así se es verdaderamente mujer». Porque esto y aquello debe adaptarse a cada época para que sea realmente evangélico, ¡y no cambia nada! Nuestra crisis, bajo este respecto, es crisis de «representación».

Pero hay más. También cada uno de nosotros bautizados, que pertenecemos radicalmente al género humano, somos representantes de la Iglesia. Los obispos y el Papa tienen una autoridad especial en esta materia, pero ellos y los demás participantes del Cuerpo de Cristo somos responsables en algún grado de asegurar a las demás criaturas el cuidado que Dios quiere darles. A nosotros cristianos nos toca pertenecer a la humanidad, nutrirnos de ella, aprender de ella, dejarnos querer por ella, y hacer esto mismo especialmente por aquellos que no tienen a nadie a quien puedan decir «te pertenezco», «gracias por amarme»…  Porque no podremos hacernos cargo del mundo, como Cristo lo hace, si no dejamos que la humanidad nos preceda en el amor, como el don mismo de Dios que ella es para nosotros. Así, dependiendo nosotros del mundo, el mundo podrá depender de nosotros. Lo cuidaremos, como lo hacen los hijos con sus padres ancianos, por puro agradecimiento y desinterés.

Así tal vez, representando nosotros a esta humanidad tan necesitada de co-pertenencia podremos los cristianos abrir un camino a los representantes oficiales de nuestra Iglesia, a veces más preocupados de defenderla o de evitar su colapso, que de anunciar esta Buena Noticia a los huérfanos, a las viudas, a quienes deambulan entre las estrellas buscando un pan aunque sea duro y una tumba que puedan llamar suya.

He llegado a la convicción que las «penitencias» no son buenas. Me refiero a un modo de ofrecer un auto-castigo a Dios que no tiene nada que ver con el Padre de Jesús que nos amó y liberó gratuitamente de toda violencia. Dios no necesita intercambiar la violencia que generan nuestros pecados con la violencia que supuestamente merecerían nuestros pecados, y que hipotéticamente es necesario que sean descargados en Cristo para redimirnos. El esquema violencia contra violencia no es cristiano. El esquema castigo contra castigo no es cristiano. Dios salva amorosamente en Jesús. Es verdad que él es víctima, en última instancia, de la agresión de nuestros pecados. Pero ver su muerte como un castigo grato al Padre equivale, en realidad, a corromper el concepto de la salvación cristiana. Quizás otras religiones puede recurrir a sacrificios humanos para calmar a una divinidad implacable. Para nosotros cristianos Dios no es implacable ni aplacable, sino puro amor que llora nuestra miseria, pero que también toma en cuenta nuestra miseria para liberarnos de ella.

¿Penitencias…? La vida no es una penitenciería. ¿Golpearse el pecho? ¿Autolastimarse? ¿Autoflagelarse? ¿Llegar a tener una relación con Dios sado-masoquista? ¡De locos! Es no entender nada de la bondad inaudita del Padre de Jesús. ¿Penitencias para el perdón de los pecados, tras la confesión? Entendidas así, jamás! El perdón es perdón. Si algo quedara después del sacramento de la confesión no es una «pena penal», sino hacer lo posible por reconciliarnos con quien herimos, reparar lo que aún tiene arreglo o la oración por quienes no tuvimos otra manera de amarlos que encomendárselos a Quien mejor puede cuidarlos.

Confiamos que esta crisis no nos tragará, porque nuestra esperanza radica en Cristo: el vino, viene y vendrá. Jesús nos prometió volver. Volverá. Sabemos que un día el amor triunfará. A todos les quedará claro que la historia tiene sentido, solo un sentido: el amor. Este amor, creemos, es la plenitud que deseamos y el cepillo que raspará lo que nos deshumaniza. Cristo, el hijo y el hermano, terminará de formar la familia que tanto ha querido. En el banquete del reino habrá sillas para cada uno. Lloraremos las pérdidas, nos reiremos de nosotros mismos, conversaremos sin preocuparnos del reloj.

Tendremos además que recordar que Cristo ya vino. Olvidarlo, equivale a menospreciar la tradición que nos orienta. No comenzamos de cero. Sabemos que la promesa de su venida se cumplirá porque también en otra época Dios prometió y cumplió. Israel esperó un mesías. La Iglesia lo reconoció en Jesucristo. En dos mil años de cristianismo la Iglesia ha recibido y dado un nombre en el bautismo de generaciones y generaciones de hombres y mujeres que han debido confiar en sus padres, madres, abuelos y abuelas, pues necesitaban sabiduría y testimonios para seguir caminando. De la recuperación de nuestra tradición depende el reconocimiento de nuestra identidad y vocación. Por esto encaramos el futuro con agradecimiento. Nuestra Iglesia cumple dos milenios de humanidad. La historia podrá sucumbir pero nadie nos quitará el encanto que la Iglesia ha dado a nuestra vida. Encanto, hondura y sentido. En ella hemos experimentado a fondo que no hay pecado que Dios no pueda perdonar, porque ella, consciente de su propia infidelidad y alegre de la reconciliación, nos ha esperado de vuelta tantas veces y, como el padre del hijo pródigo, no se cansará de hacerlo de nuevo. La medida de nuestra esperanza es también nuestra propia Iglesia, su amor antiguo y probado, su tolerancia con nuestra intolerancia.

Porque esto también ya es una realidad. La paz, la justicia, la misericordia y la reconciliación de Cristo las experimentamos ahora en nuestra Iglesia. El Señor está con nosotros cuando dos o más nos reunimos en su nombre, en nuestras familias y capillas. Cristo vino y vendrá, pero también viene, está cerca y entra a nuestra casa cada vez que le abrimos la puerta. Cristo resucitado está hoy presente en lo más interior de la creación, luchando contra la desesperanza y la injusticia, acompañándonos en el camino de la vida como lo hizo con los discípulos de Emaús, explicándonos las Escrituras y compartiendo con nosotros el pan. Cristo viene, ahora está viniendo. No estamos desamparados. Su presencia íntima nos hace intuir que ganaremos. No hay obstáculo insalvable. Mañana o pasado mañana saldremos adelante. Sabemos que sanaremos, que encontraremos un buen trabajo, porque la muerte tiene los días contados. El Espíritu de Cristo resucitado nos fortalece e impide que desfallezcamos.

Hoy, con todo derecho podemos preguntarnos: ¿no es acaso la hermandad practicada entre los hombres, sean cristianos, judíos, budistas o musulmanes, el camino para comprender qué significa que Dios es el Padre de Jesús? ¿No tendríamos los cristianos que “creer con otros” para creer verdaderamente en Dios? El solo cristianismo parece que no basta para creer correctamente. El cristianismo apunta más allá del mismo cristianismo. Aquí está su grandeza, en su humildad. Es la fe cristiana la que nos lleva a pensar que las distintas maneras de practicar y de entender la humanidad, en vez de restarse unas a otras, cooperan en la revelación del único Dios verdadero.

Necesitamos reflexionar sobre lo ocurrido. En esta sucesión de escándalos, no podemos cerrar los ojos hasta que todo vuelva a la calma. Tenemos que atacar los efectos en sus causas. ¿Por qué personas investidas del sacerdocio han abusado de menores? ¿Por qué sus autoridades jerárquicas han resuelto tan malamente estas situaciones? Necesitamos reflexionar, meditar y estudiar sobre lo que ha pasado para que nunca más una víctima sea desoída.

Pero esto no basta. Las aguas de la Iglesia están agitadas desde hace tiempo por otros motivos. No podemos quedarnos pegados en el tema de los escándalos sexuales. Una reflexión a fondo sobre todos los temas difíciles exige un diálogo muy amplio. La Iglesia quiere ser significativa para Chile. Todos los chilenos, por tanto, tienen algo que decir de la Iglesia. El diálogo debe darse “entre nosotros” y “con los otros”. El diálogo, para que sea franco y sincero, debe darse no solo entre sacerdotes, no solo entre sacerdotes y religiosas, o entre sacerdotes, religiosas y laicos; ha de ser un diálogo entre compatriotas creyentes y no creyentes, con un origen y un desafío común: la patria compartida es anticipo de la patria eterna que los cristianos esperamos.

Nuestra generación ha topado en cierto sentido con lo imposible. Tenemos que reconocer que como Iglesia enfrentamos dificultades superiores a nuestra fuerzas. Pero todo es posible para Dios, nos recuerda la Virgen. Es hermoso que como Iglesia, y no solo individualmente, nos veamos llamados a tener una experiencia de Cristo en común. Pero no se entra en el Misterio Pascual sin la ayuda del Espíritu. Ninguno de nosotros querrá tan fácilmente acompañar al Señor en Getsemaní, compartir su confusión y no poder salir de ella hasta sudar sangre.

Miramos el horizonte con seriedad. Nosotros mismos hemos de entender que perder el camino, es parte del camino. El dolor nos dolerá. No podremos controlar el proceso de conversión, se nos escapará de las manos, nos enredaremos, experimentaremos los desgarros propios de quienes están aferrados a seguridades que no quieren abandonar. La conversión es siempre fatigosa. Las reformas de las instituciones no lo son menos. Esto que viviremos personalmente, será además un recorrido eclesial. Ha ocurrido otras veces en otras crisis de la Iglesia. Es triste recordar los daños que en otras épocas nos hicimos entre cristianos. Hay heridas que todavía supuran. Para nuestra generación, por tanto, será muy importante preguntarnos como discernir, tomar decisiones aunque sean dolorosas y conservar la comunión. Pues no podremos avanzar con pacifismos. Jesús no lo hizo. Solo resucitado ha podido apagar la fogata que encendió con su radicalidad.

El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, se involucró con los pecadores, comió y tomó con ellos hasta comprender su vergüenza.

Catolicidad de las universidades católicas

“Lo católico” acarrea problemas en el ámbito universitario. Cuando se confunde la misión de una universidad con las exigencias de la religiosidad cristiana, es la propia catolicidad de las universidades la que termina desprestigiándose. Pero “lo católico” puede contribuir efectivamente a la búsqueda de la verdad, objetivo y sentido de todas las universidades. Puede, cuando en “las católicas” se articulan debidamente la fe y la razón.

Cuando se hace depender la catolicidad de una universidad de la adscripción o devoción religiosa de sus alumnos y, sobre todo, de sus profesores, la universidad se enferma. Menciono tres patologías. Dos típicas: la simulación y la exclusión. En lo inmediato, la invocación religiosa de “lo católico” puede generar exclusión. Esto comentan en las universidades los académicos que temen ser mal mirados, o efectivamente lo son,  porque no creen en Dios, no son cristianos, tienen otro credo o no están a la altura de la doctrina de la institución. Por ejemplo, hay personas que temen no obtener la titularidad si se separan y, peor aún, si se casan de nuevo. En las “católicas” ocurre también que académicos lucen su catolicismo para congraciarse con el establishment. Esta simulación es penosa, pero además enrarece las relaciones entre las personas, crea sospechas, genera odiosidades.

A mi juicio estas enfermedades afectan la catolicidad de las universidades católicas porque contaminan su misión. Una universidad no puede ser católica si no estimula el ejercicio libre de la razón sin el cual se hace imposible llegar a la justicia y la paz social, objetivo último del quehacer universitario en la sociedad.

Los principales documentos eclesiales sobre el tema destacan que la misión de toda universidad es la búsqueda de la verdad. Las universidades católicas, a este respecto, no debieran invocar título privilegiado alguno. De hacerlo, atentarían contra su propia certeza teológica: la Iglesia cree que el Padre de Jesucristo es el Creador de la razón humana, razón de la que todas las personas gozan independientemente de su credo. De aquí que las universidades católicas debieran entender que, de acuerdo a la misma fe cristiana, su búsqueda de la verdad no es mejor ni peor que la de los demás, sino que se caracteriza por subrayar la necesidad del diálogo y del amor de la humanidad consigo misma, lo cual se consigue con aprecio de la diversidad cultural y sujeción a los métodos que sin daño de nadie la ciencia se da a sí misma. Las universidades cristianas, por esta razón, debieran ser espacios para aquella libertad de pensamiento que es posibilitada por una neta distinción de los planos de la fe y la razón que, paradójicamente, despeja el camino para una convergencia entre ambas. En estas universidades, los católicos no debieran pretender encontrar la verdad sin los no católicos. Se incurriría en un “pecado” en contra del Creador de unos y otros.

Donde hay falta de libertad, se estudia, se piensa, se dialoga y se enseña con dificultad. Por esta razón, el respecto a la conciencia y a la indagación científica, sobre todo mediante una institucionalidad capaz de corregir los posibles abusos, es condición para encontrar esa verdad que solo es tal cuando, por lo mismo, libera las potencialidades de todos y urge un compromiso con todos, especialmente con aquellos que no tienen quién investigue por ellos.

Menciono, por esto, una tercera enfermedad. La peor de todas. En nuestro medio la alianza entre la academia y la empresa privada debiera abrirse a una comprensión de la verdad humanamente más amplia, más humanizadora, que aquella que solo sirve para alimentar el capitalismo. Cuando, por el contrario, esta alianza es sellada con la colaboración de un catolicismo pío y estrecho, la injusticia social se vuelve incontrarrestable. Entonces prevalecen los intereses particulares sobre la búsqueda del bien común, y la opción por los pobres que debiera distinguir a las “católicas” cede a favor de la formación de los privilegiados de siempre.

Una universidad es verdaderamente católica cuando en ella la fe cristiana favorece la libertad de pensamiento y el compromiso por incluir a los excluidos o a los estigmatizados por su credo o por su vida.

Idea de universidad de Alberto Hurtado

Aunque la actividad universitaria no consumió sus mejores energías, Alberto Hurtado tuvo un alto aprecio de la ciencia y de la universidad. Pasó varios años en ella como estudiante y como profesor. Antes de entrar en la Compañía de Jesús se tituló de abogado. Estudió luego filosofía y teología. Finalmente se doctoró en Educación en la Universidad de Lovaina. Fue consultado para la contratación de profesores de la Facultad de Teología de la Universidad Católica, a efectos de lo cual debió visitar los principales centros europeos de educación superior, entrevistarse con las máximas autoridades y juzgar críticamente la idoneidad de numerosos teólogos. De vuelta en Chile enseñó en Pedagogía, Derecho y Arquitectura. Se le invitó a dar charlas a la universidad y opinó sobre esta con propiedad.

El P. Hurtado ha tenido una gran estima por el trabajo intelectual. Reconoce la importancia de los intelectuales para la sociedad. Los lee y los cita con frecuencia. De los intelectuales en general, incluso de quienes no comparte sus ideas, es consciente de su influjo social a través de sus ideas y de sus libros. En sus propias palabras: «Hay quienes tienen cualidades extraordinarias para pensar, exponer, escribir y muchas veces no se encuentran bien en el terreno de las realizaciones. La acción intelectual es preciosa en la crítica de los defectos y en el estudio de soluciones sociales. A veces un escritor tiene más influencia que muchos realizadores: basta mirar a Kant, Marx, Nietzsche, o si se prefieren ver influencias luminosas, las de Kempis, Tomás de Aquino, Pedro Canisio, etcétera. Cada uno de nosotros ¡cuánta gratitud no debe a escritores que han ejercido poderosa influencia sobre su vida! Un libro para muchos ha sido la ocasión de descubrir su vocación a la fe, al sacerdocio, al apostolado social»[1].

De aquí que fuera un promotor de la lectura, de la escritura, del apostolado y de la acción intelectual. No hay en él sombra de anti-intelectualismo, pero critica la erudición fatua que pueda alejar de la realidad.

Algunas pistas

La idea que Hurtado tuvo de la universidad se esclarece al ubicar a esta en el trasfondo de la crisis de su época y al considerar la teología que él esperaba que estudiaran los sacerdotes.

Epoca en crisis

Alberto Hurtado fue lúcido acerca de la ruptura entre la Iglesia y el mundo de su tiempo. Afirma: «Están desapareciendo las seguridades de un orden llamado cristiano. El vacío entre la Iglesia y el mundo se ensancha cada vez más, como lo comprueba el sacerdote que no se encierra en la sacristía y con sinceridad abre sus ojos a la vida. Él nota la tremenda extrañeza que causa su roce con su tiempo y sus contemporáneos…”[2]. Estas palabras, oídas a más de medio siglo de distancia, avisan el divorcio entre fe y cultura diagnosticado después por Pablo VI, agudizado en las últimas décadas.

Hurtado detecta una crisis que afecta a la sociedad, a la Iglesia y a la posición de esta en aquella. En cuanto sacerdote experimenta en sí mismo el quiebre de la cristiandad. Pero a él le duelen especialmente las víctimas de una sociedad católica “sólo de nombre”. El pobre en el que el P. Hurtado ve a Cristo, es el pobre de una sociedad católica injusta.

En este escenario Hurtado actuó como otros pensadores lo han hecho desde antiguo.  Jeffrey C. Goldfarb fácilmente lo ubicaría entre los intelectuales que han tenido por interlocutor primero a su propia sociedad[3]. En sus textos rastreamos una función «subversiva» y una función «cívica». Como tantos pensadores, Alberto Hurtado fue incómodo a su época. Su crítica tuvo por objeto una sociedad y un catolicismo que no cuadraban con su idea de cristianismo. Aunque en él se advierte, sobre todo, un pensamiento constructivo, la reflexión propia del pastor y del educador que colabora con otros en la misión formadora de su Iglesia.

Opinión sobre la teología

Desde otro ángulo, indirectamente, la opinión que Hurtado tiene de la teología ayuda a entender la importancia que le otorga a la ciencia y a la universidad. Ante la crisis de la sociedad que le es patente en la miseria de los pobres, Alberto Hurtado formula un concepto de la formación sacerdotal cuestionante.

No sin cuidado desliza críticas a los sacerdotes. Algunas remontan a la teología que han recibido como la fuente remota de cierta indolencia y ceguera conque desempeñan su oficio. En privado se queja a Pío XII contra los obispos no tanto porque los vea del lado de los conservadores, como por una especie de incapacidad para darse cuenta de lo que sucede[4]. Pues bien, la teología que él exigirá para la formación de los sacerdotes tendría que curar de raíz este defecto.

La teología, según Hurtado, debiera capacitar a los sacerdotes para ver con los ojos de la fe la realidad en toda su amplitud. Tendría que ser una teología amplia, estudiada en conexión con otras disciplinas humanísticas y científicas, y arraigada en la experiencia espiritual. Si la teología no pone en contacto con Dios, con el mundo y consigo mismo, Hurtado pensaría que las desconexiones que ella produce son la prueba de su extravío. Hurtado no se deja fascinar por la cientificidad de la teología. La critica, si esta no es sabiduría que dé vida a la Iglesia y al mundo.

La universidad

Alberto Hurtado se refiere a la universidad a propósito de los profesores y de los alumnos universitarios. En este sentido sus opiniones sobre ella tienen algo de indirecto.

Hurtado levanta críticas contra la universidad. Se queja de la formación de meros profesionales. Concentra la acusación en profesores carentes de visión de conjunto: “En muchas cátedras, sobre todo en las más técnicas, hay el peligro que el profesor se considere el especialista y nada más, y dé su ramo con total abstracción del conjunto de la enseñanza y sin colaborar armónicamente a obtener el ideal universitario”[5]. En otro plano lamenta la mala calidad de la enseñanza universitaria estatal. Del Estado, además, pide libertad para una enseñaza universitaria católica.

Misión de la universidad

No hay que buscar en Alberto Hurtado una definición técnica de la misión de la universidad. En uno de los mejores párrafos que consagra a esta da muestras de un concepto rico, clásico y moderno de ella. Afirma: “la Universidad debe ser el cerebro de un país, el centro donde se investiga, se planea, se discute cuanto dice relación al bien común de la nación y de la humanidad. Y el universitario debe llegar a adquirir la mística de que en el campo propio de su profesión no es sólo un técnico, sino el obrero intelectual de un mundo mejor”[6]. Si de la formación del sacerdote Hurtado pide un contacto más amplio con el mundo, a la universidad le exige ponerse directamente al servicio de la sociedad en la que se inserta.

Alberto Hurtado lleva las cosas al extremo. En medio de la sociedad la universidad cumple una función pensante, pero también agitadora. Sus palabras son estremecedoras: “la universidad ha de mantener vivo en el alumnado el sentido del inconformismo perpetuo ante el mal y ha de alentarlo a protestar con los hechos, con la voz, con la pluma… y cuando otra cosa no puede, al menos en el fondo de su conciencia”. Continúa su discurso a universitarios: “no depende de nosotros el que una masa enorme de gentes continúe mal alimentada, mal alojada… pero al menos no tratemos de pactar con el mal, no nos acostumbremos, seamos la voz permanente de la justicia”[7]. La cuestión social está al centro de su visión del quehacer universitario.

Hurtado conserva la idea clásica de universidad y aboga por ella. La universidad se debe a la verdad una y universal que tiene en Dios su razón última de ser. Por ello no puede concebirla sin una facultad de teología, la primera de las ciencias. Alguien pudiera pensar que su postura es intolerante cuando sostiene: “no podrá haber jamás universidad de ciencias sin facultad de teología, ni facultad universitaria sin la ciencia de Dios…”[8]. Pero Hurtado está  lejos del integrismo. Su propia teología le permite captar la articulación virtuosa de la revelación de Dios a través de la historia de la salvación cristiana y a través de la creación entera. Es esta percepción aún más honda de la realidad la que subyace a estas otras palabras en las que no ve incompatibilidad, sino necesaria vinculación y compenetración, entre la teología y las demás ciencias universitarias: “Los dos métodos: el experimental (inductivo y analítico), y el teológico (de autoridad y deductivo), ¡con cuanta frecuencia se miran con recelo… y se anatemizan no en virtud de principios basados en la ciencia criticada, sino en prejuicios de la propia… Que no anatematicen. Que tengan respeto y simpatía por la otra ciencia. Que sepan que verdad no se opone a verdad. Que o el dogma es mal entendido o la conclusión científica no lo es”[9].

Y en otro lugar afirma: “La teología como tal es teoría. Debe hacerse viva. Se hace viva cuando se pone en relación con la realidad concreta, con el arte, con la ciencia, con la literatura, con las corrientes espirituales de la vida. El teólogo que no esté familiarizado con la plenitud de las manifestaciones del LOGOS en la vida construirá castillos en el aire. Su tarea consiste en fecundar los esfuerzos del espíritu humano con la levadura del Evangelio”[10].

En la misma línea espera de los universitarios católicos una “síntesis” entre la doctrina de la Iglesia y la realidad concreta conocida a través de las especialidades, síntesis que se traduzca a su vez en soluciones sociales efectivas.

Formación de personas integrales

Para él la universidad se debe derechamente a la transformación de la sociedad en perspectiva social y de bien común, pero esto no se logrará sino a través de personas formadas integralmente y capaces de una visión de conjunto. “La Universidad ha de formar hombres, antes que todo. Hombres, no archivos ambulantes ni grandes eruditos. La actitud principal del profesor ha de ser la de dar una visión de conjunto. No un mero hábito, sino una visión de conjunto. La Universidad debe dar ese hábito hacia la verdad. Sabiduría no es erudición. La mera erudición es pesada, amontona ladrillos como una fábrica”[11].

La misión de la universidad se desliza a la del universitario. Es esta la “del estudioso que traduce esos ideales grandes del hombre de la calle en soluciones técnicas, aplicables, realizables, bien pensadas. Hacerlo es la mayor obra de caridad que puede hacer un hombre, pues es la caridad social, pública”[12].

Hurtado empalma la formación de personas con la necesidad de un tipo de desarrollo científico universitario específicamente cristiano. No es lo más propio de la universidad formar personas caritativas. Por ser cristianos y universitarios al mismo tiempo, profesores y alumnos cumplen una tarea que solo ellos pueden llevar a efecto. A saber, “la caridad del universitario debe ser primariamente social: esa mirada al bien común. Hay obras individuales que cualquiera puede hacer por él, pero nadie puede reemplazarlo en su misión de transformación social. De aquí cada uno en su profesión orientada a su misión social”[13]. Esto implica una formación mucho más amplia de la que normalmente exige cada carrera.

¿Habrían debido estos universitarios trabajar para hacer de Chile “un país católico”? Depende qué se entienda por esto. A Hurtado no le interesa reflotar la cristiandad: no apoya a ningún partido político católico en particular, funda la ASICH como una asociación política para-sindical y expresa un profundo respeto por las iglesias protestantes. Los textos en que Hurtado se refiere a la universidad lo  único que afirman es su fin social. Es posible imaginar, en consecuencia, que habría agradado al P. Hurtado que los universitarios trabajaran por hacer de Chile un país católico solo y en la medida que ellos procuraran en primer lugar hacer de Chile un país más justo.


[1]  Humanismo Social, Editorial Salesiana, Santiago, 1984, p. 184.

[2] S40y11: “La formación del sacerdote”.

[3] Cf., Jeffrey C. Golfarb Los intelectuales en la sociedad democrática, Cambridge University Press, Madrid, 2000.

[4] Cf., S62y02: “Discurso a Pío XII”.

[5] S40y09: “Profesores universidad católica”.

[6] S40y07: “Misión del universitario”.

[7] S08y10: “Misión del universitario”

[8] S40y09.

[9] S40y09.

[10] S40y11.

[11] S40y09.

[12] S08y10.

[13] S22y24: “Lo que ha de despertar la universidad en sus alumnos”.

Diversos carismas en la Universidad Católica

Nos hemos reunido diversas espiritualidades cristianas presentes en la Universidad Católica con la intención de “remar juntos”. Queremos mirar el futuro para enfrentarlo de acuerdo al carisma particular de cada uno. Nos hemos reunido algunos, en realidad somos muchos más. No somos los más importantes. Tampoco los mejores. Lo que importa es que la Iglesia sea “católica”, es decir, plural en su fidelidad a Cristo y universal en su deseo de hacer de este mundo el reino de Dios. Lo mejor que puede suceder es que con la creatividad de Cristo y con la libertad que gesta en nosotros su Espíritu podamos inventar “la tierra nueva y los cielos nuevos” según el querer de nuestro Padre.

¿Por qué diversos carismas? La Iglesia puede rastrear en su propia historia cómo se fueron dando innumerables versiones del cristianismo. Los cristianos de las diversas épocas debieron discernir los signos de su tiempo para responder con fantasía a la voluntad de Dios. En el fondo de esta historia la Iglesia encuentra en la Sagrada Escritura y en su propia Tradición las razones teológicas de tanta variedad. ¿No sería más fácil que todos fuéramos franciscanos? ¿No bastaría imitar al santo más fascinante de todos los tiempos? De ninguna manera, ¡qué aburrido! Si hubiera que hacer un resumen de resumen de las razones teológicas que impiden la uniformidad, yo diría que Dios, que nuestro Dios no es autorreferente y menos autista. Dios es trino, en Dios cabe la diversidad. El Padre no se ama a sí mismo más que amando a su Hijo y, en su Hijo, al mundo que ha creado y que pretende transfigurar porque lo ama de veras, y no por aparentar tolerancia. Si Dios no es autorreferente, si hay espacio para el juego en Dios, no hay una sola manera de ser hombre ni una sola manera de ser cristiano. Si hay algo típico del cristianismo es la multiplicidad de interpretaciones del  amor de Dios. ¿Qué es lo cristiano? Una interpretación espiritual de Cristo. Mejor, varias interpretaciones de Cristo. Nada hay más ajeno al cristianismo que el sectarismo, pensar que el propio grupo, que la propia espiritualidad es “la” Iglesia. La secta destruye a las personas porque absorbe su libertad, porque les niega la posibilidad de confesar a Jesucristo con la imaginación.

¿Por qué diversos carismas? Esta pregunta obliga a mirar al pasado, a la historia de la Iglesia y de la teología. Si se trata de mirar al futuro debemos preguntarnos: ¿Para qué diversos carismas? En breve, habría que decir que Dios suscita diversos carismas para la comunión. ¿Qué comunión? La comunión entre nosotros mismos, por cierto, la de las diversas espiritualidades y grupos dentro de la Iglesia. Pero esta comunión no basta. Jesús es el Señor de la historia, no sólo el Señor de la Iglesia. Jesús es el Señor de toda la humanidad, no sólo de los bautizados y creyentes. Hay que tener presente que es incluso riesgoso decir: “Somos cristianos, qué más queremos”. Arriesgamos “remar juntos, pero al revés”, en la dirección contraria. Cuando en la Iglesia la Jerarquía, las diversas espiritualidades y las personas singulares se cierran al amplio mundo del cual nunca dejarán de formar parte, cuando la Iglesia no es misionera en el mundo sino un modo para protegerse del mundo, su comunión es el principio de la corrupción de la misión de Jesucristo.

Si los carismas son para una comunión bastante más amplia que un compartir entre los cristianos, es preciso echar una mirada al mundo al cual la Iglesia pertenece y el cual ella debe reunir en el amor de Cristo. Y la primera constatación que salta a la vista es que el mundo está dividido y malherido. Y también la Iglesia, al formar parte del mundo, experimenta en ella misma estos males. Los diversos carismas, en consecuencia, colaboran en la misión de Cristo en la medida que persiguen la comunión trabajando por la justicia y la reconciliación. Los recelos y resquemores que puedan darse entre schöenstatianos y legionarios, entre ignacianos y Opus Dei son un “pelo de la cola”, en relación a las grandes divisiones y los enormes problemas que tiene hoy Cristo para reconciliar el mundo en el amor. ¿Con quiénes cuenta el Señor para revertir la perversa distribución de la riqueza? El dinamismo de concentración de los bienes de la tierra –tal vez sea lo único en lo que no se equivocó Marx- no se detiene, continúa. Un sexta parte de la humanidad capta el 80 % de la productividad. Los activos de las 200 personas más ricas del mundo son superiores al ingreso combinado del 41% de la población mundial. ¿Han sacado uds. la cuenta de cuántos dolares diarios gastan para vivir? 1.200.000.000 de seres humanos viven con menos de un dólar al día. Yo mismo hago cálculos y me avergüenza pensar que vivo con 13 veces más.

Sobre el problema específico de la concentración de los dones y riquezas de la creación, cabe recordar al Papa cuando en Tertio Millennio Adveniente explica los alcances del Jubileo en la Sagrada Escritura. A propósito de la obligación que existía en Israel de hacer descansar la tierra, liberar a los esclavos y perdonar las deudas a los que no podían pagar, comenta: “Si Dios en su Providencia había dado la tierra a los hombres, esto significaba que la había dado a todos. Por ello las riquezas de la creación se debían considerar como un bien común a toda la humanidad. Quien poseía estos bienes como propiedad suya era en realidad sólo un administrador, es decir, un encargado de actuar en nombre de Dios, único propietario en sentido pleno, siendo voluntad de Dios que los bienes creados sirvieran a todos de un modo justo. El año jubilar debía servir de este modo al restablecimiento de esta justicia social”. El año jubilar en el que estamos es una razón de inmensa alegría para la Iglesia por muchas razones. Pero en cuanto a la situación de los pobres, es otro año para llorar y pedir perdón.

Miremos todavía más lejos. El mundo actual es aún más complejo. Hacemos nuestra aparición en el Tercer Milenio justo cuando el hombre, por medio de la ciencia y de la técnica, aspira a administrar las fuerzas recónditas de la física y los mecanismos más íntimos de la biología y de la conciencia. Pero, ¿es por ello más humano? El hombre ilustrado del Tercer Milenio es en buena medida un “nuevo rico”: no carece de ninguno de los adelantos de la electrónica, pero tiene “los pantalones rotos”. Es más individualista, más hedonista, más egoísta. Distingo a este hombre de otros hombres que no son necesariamente así, porque aunque no lo sean, la cultura y los dinamismos sociales de los cuales es prácticamente imposible zafarse, les impulsarán a ser así: ricos en medios y pobres en fines.

El mundo actual ofrece inmensas posibilidades de comunión, pero al mismo tiempo amenaza a la humanidad con rupturas nunca antes imaginadas. Algunos ejemplos:

– Se han multiplicado los medios con los cuales la humanidad puede satisfacer sus necesidades fundamentales. Para tantos crece la expectativa de vida, de educación, de salud, de comunicación. Pero los pecados del pasado, sumados a los del presente, hacen prácticamente imposible la solidaridad internacional. En Africa las pocas ayudas no llegan a los que más las necesitan: faltan caminos y sobra corrupción.

– Cuántos adelantos industriales, cuántos productos distintos en los supermercados, qué maravilla de herramientas, qué versatilidad de juegos y recreaciones… Y, sin embargo, las grandes potencias disponen de un arsenal atómico para volar la tierra varias veces. Hace veinte años escuché que 50 veces. En veinte años habremos progresado, ¿pero en qué dirección?

– Los adelantos en la biología prometen superar un sinfín de enfermedades penosísimas. Pero descifrando el código genético la humanidad tendrá en sus manos la posibilidad de alterar gravemente su propia naturaleza.

– Los medios de comunicación superan todo tipo de barreras: territoriales, espaciales, culturales, morales. Colón demoró 70 días en cruzar el Atlántico. Hoy lo hacemos en cuatro horas. A San Francisco Javier las cartas al Japón le llegaban después de 2 años. Hoy un e-mail al Asia tarda un segundo. Pero estamos cada vez más solos. No somos capaces de hacernos cargo de los que tenemos más cerca. ¿Cómo nos vamos a hacer responsables de los que habitan la otra cara de la tierra? Y contemplamos inmutables en la “tele” a los estudiantes chinos, masacrándoselos en una plaza, mientras nosotros, entre otras cosas, comemos un lomito con una Coca-Cola.

– La “pantalla” nos capta por enteros. Buenas películas, conciertos, finales del fútbol y del tenis. Si no es la “tele” que tiene embrujados a niños y adultos, es el computador. ¡Cuantas posibilidades! La “pantalla” lo ofrece todo. Internet es biblioteca y emporio, mercado de valores y zafari, capilla y prostíbulo, economía de tiempo, de dinero, artefacto de contactos, de bromas simpáticas y contagios calamitosos. A nadie que yo sepa se le ha ocurrido casarse con la “pantalla” y pedir hijos en adopción. Pero no me extrañaría que suceda.

– Algunos datos son simplemente malos. El sobrecalentamiento de la tierra hace decir a algunos científicos que bastaría que la temperatura media se elevara en 5 grados para que desapareciera todo tipo de vida.

Y sobre Chile, más precisamente, al menos dos cosas:

– Hemos avanzado como nunca en la superación de la pobreza. La Iglesia ha logrado meter en la cultura el respeto por los derechos humanos y el valor de cualquier persona. Aún cuando quedan problemas serios por resolver, progresamos en democratización. Pero el Dios Dinero, Mammón como lo llamaba Jesús, seduce los espíritus de ricos y pobres. Lo que la gente quiere es plata. Plata y seguridad.

 – Como país estamos a la cabeza de América Latina. Nos miran y se admiran. Nos admiran y nos “creemos la muerte”. Nos jactamos de ser los mejores, olvidamos a los mapuches, y hacemos penosos esfuerzos por parecer europeos. Con un solo avión F16 que queremos comprar para defendernos de los vecinos, cubriríamos de sobra el presupuesto del Hogar de Cristo durante un año entero. El Hogar de Cristo tiene en Chile 733 sedes. Cada día atiende 20.000 personas. ¿Hacia dónde vamos? Urge reconocer nuestra identidad mestiza e invertir en diplomacia y amistad con vecinos que son tan hijos de Dios como nosotros.

Nuestro contexto inmediato es la Universidad Católica. Hace más de 50 años el Padre Hurtado, egresado de Derecho y profesor de esta misma Universidad, frente a los grandes dolores de su época, en un discurso a los universitarios de la Católica les decía: “Lo que necesita el mundo hoy es una generación que ame”. En ese entonces el Padre Hurtado lamentaba lo mismo que hoy lamenta el nuevo Rector de la Católica: la universidad se ha especializado en formar profesionales, pero no personas con vocación de servicio. Lo que está faltando son personas con una profunda formación humana y cristiana, altamente capacitadas para el servicio de la Iglesia y del país.

A mi parecer es preciso conectar esta preocupación del Rector con el tema que hoy día nos reúne. Las distintas visiones cristianas para el hombre del 2000 debieran concurrir en una honda transformación de nuestra universidad con el propósito común de una reconciliación de nuestro mundo de acuerdo a las exigencias de Cristo.

¿Por dónde comenzar? ¿Cómo los distintos carismas, espiritualidades y movimientos dentro de la Universidad pueden cooperar para enfrentar este desafío? Creo que hay que empezar por Cristo. No hay otro Mediador entre Dios y los hombres que Jesucristo. Cada cual, cada persona y cada movimiento cristiano debiera articular su relación con Dios y con el mundo en Cristo. No es posible “bypasear” a Jesús. No hay espiritualidad cristiana que no pase por Cristo. Pero también en esto hay que poner cuidado. No es posible adherir a la persona de Jesús al margen de lo que constituyó la pasión de su vida: convertir este mundo en el reino de Dios. Cuando se lo intenta, se cae en el “intimismo”. Pero tampoco es posible dedicar la vida al reino, a anunciar la buena noticia del amor de Dios a los pobres y los pecadores, sin un contacto humano profundo y asiduo con la persona de Jesús. El “activismo” aleja de Dios tanto como el “intimismo”. Ni la piedad “intimista” ni la piedad “socializante” son auténticamente cristianas. En última instancia, Jesús se traduce en el reino y el reino implica a Jesús.

Las diversas espiritualidades y modos de ser cristianos solamente podremos reconocernos y “remar juntos” en la medida que, cada cual con su estilo busque al Padre común donde el Padre se deja encontrar: en su Hijo que trabaja y sufre por hermanar a toda la humanidad. Es cosa de tomar los Evangelios y ver que en ellos Jesús representa una novedad radical. Dios entra en la historia alterando por completo el modo de entender la vida y las relaciones humanas. Al hijo mayor de la parábola, hombre cumplidor y religioso que no entiende que su padre celebre el regreso del hijo pródigo, Jesús lo invita a entrar en la fiesta. Dios ama a los que los demás nos dicen que no merecen ser amados. Dios paga a los jornaleros de la última hora infinitamente más de lo que los cálculos mezquinos tienen por justo. Si Dios ama a los que normalmente son despreciados, este mundo no puede seguir siendo el mismo. Si Jesús toma partido por los que lloran, por los cojos, por los ciegos, por los lisiados, por los leprosos, por los endemoniados, por los perseguidos, por los pisoteados, por los encarcelados, por las mujeres, por las prostitutas, por los publicanos, por las viudas, por los niños, por los ladrones, por los agobiados y por los que han perdido toda esperanza, es que Dios es la mayor causa de alegría de este mundo porque son ellos la inmensa mayoría de los seres humanos. Jesús anuncia el reino como un banquete y una fiesta. Este es el jubileo que proclama al comienzo de su actividad pública. San Lucas cuenta que le entregaron el volumen del profeta Isaías y leyó: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (4,18-19).

Sin embargo, no es obvio que los distintos carismas, espiritualidades o movimientos en la Católica cooperemos en la causa de Cristo por el mero hecho de llamarnos cristianos. Para que esta cooperación tenga lugar, deberíamos vencer dos tentaciones muy nuestras: la fuga mundi y la acumulación de privilegios.

La fuga mundi fue un propósito explícito en el surgimiento de las grandes familias religiosas de las cuales nuestros actuales carismas son nietos y bisnietos. Cuando el cristianismo llegó a ser religión oficial del Imperio Romano, terminadas las persecuciones, hubo cristianos que, escandalizados por la mundanización de la fe y deseosos de expresar el “martirio” de otra manera, “dejaron el mundo” y partieron al desierto para vivir allí su cristianismo. Con el correr de los años la fuga mundi se tradujo en un desprecio y un desinterés por el mundo. Se enfatizó la importancia de la “salvación privada”, en perjuicio de la “salvación de todos”. A la espiritualidad cristiana le ha tomado siglos volver a mirar el mundo, a querer y a trabajar por su redención. Tratándose de los estudiantes de la Universidad Católica, si quieren aspirar a la perfección cristiana por la vía de los diversos carismas, tendrán que cuidarse de una fuga mundi que, en su caso, se nutre de otras motivaciones. ¿Cuáles?  Chile es un país clasista y racista. Siendo los alumnos de la Católica los jóvenes más privilegiados de Chile, llevan en la sangre la inclinación a reciclar una sociedad clasista y racista. En este país la fuga mundi se verifica como fuga de los pobres, fuga de los rotos, fuga de los mapuches…en definitiva, fuga de Cristo que no llama a huir, si no que a ir al encuentro de aquellos que la sociedad despoja y margina. La Católica no evangelizará a Chile si no entra en contacto con los pobres, los destinatarios primeros de la novedad radical del Evangelio, si no se deja evangelizar por ellos.

La otra tentación es acumular privilegios. Nuestra Universidad capta los alumnos con más altos puntajes de la PAA, los cuales a la vez provienen de los mejores colegios de Chile. Desde un punto de vista mundano, la Universidad Católica es el mejor lugar en este país para conservar privilegios y aumentarlos.¡Qué difícil es que un estudiante de la Católica, hombre o mujer, aspire a renunciar a las posibilidades futuras que le ofrece la vida y la Universidad, para dedicar su vida a terminar con la miseria, a hundirse en la investigación de las relaciones de paz entre los países, a evangelizar las ciencias, a pensar un mundo alternativo, a ser un buen funcionario público aunque sea mal pagado, a seguir a Cristo por la senda de la vida sacerdotal o religiosa! Es tan difícil como que un rico entre en el reino de los cielos. Los privilegios son una tentación poderosa contra la Universidad Católica, profesores y alumnos. La adhesión a una espiritualidad, cuando no mueve a regalar la vida a Cristo, se convierte en otro privilegio, otro recurso más para asegurarse la vida frente a un mundo que nos amenaza con su dolor.

No podemos “echarnos tierra a los ojos”. La Católica tiene mucho de colegio de barrio alto. Los colegios del barrio alto tienen algunas virtudes no despreciables. Ofrecen protecciones importantes contra un ambiente maleado. Pero la Universidad no puede ser otro colegio, no puede volver a ser una cápsula de cristal o una especie de casita de muñecas. No veo cómo los diversos movimientos puedan ser un aporte a la Universidad si no nos ayudan a abrirnos al mundo que Cristo quiere reconciliar, corrigiendo en sus miembros la tentación soterrada de acaparar la vida mediante una profesión de prestigio y una práctica religiosa impecable pero individualista.

Con todo, hago memoria y me vienen a la mente las palabras del Angel Gabriel a María: “Ninguna cosa es imposible para Dios”. Entré a la Católica a estudiar Derecho el año 1977. Otra vez ingresé el ’82 para estudiar Filosofía y Teología. El ’94 volví como profesor de Teología. En todos estos años he conocido a muchos profesores y exalumnos que se han destacado al servicio del país y de la Iglesia. El desafío que tenemos por delante es en sentido estricto imposible de alcanzar con nuestras fuerzas. Pero para el Espíritu Santo no hay nada imposible. Con su ayuda podemos inclinar esta Universidad servicio generoso de la causa de Cristo.

Los diversos carismas, movimientos e iniciativas cristianas particulares son expresión del Espíritu. El Espíritu es el amor de Dios que hace que cada uno exprese al máximo la originalidad que Dios le ha dado para compartirla con los demás. Mientras más Espíritu más originalidad. La Universidad tiene una enorme necesidad de pluralidad de carismas. Nadie puede pretender “arrancarse con los tarros”. Nada habría más insensato que algún grupo particular tratará de “tomarse” la Católica. La tolerancia es el mínimo. El máximo es la colaboración. Hay que aspirar al máximo. Para lo que tenemos por delante se requerirán muchas visiones distintas. Mientras más interpretaciones de Cristo, mejor. Pero de Cristo, no otras imágenes acomodadas de Él.

Unos mirarán el futuro a partir de una experiencia de Dios que pone énfasis en la meditación de la Palabra o en el amor a la Virgen; otros en el discernimiento de la voluntad de Dios; algunos se aferrarán más a la riqueza de la Tradición de la Iglesia;  ojalá no falten los que subrayen la importancia de la oración, de la acción social, de la liturgia o del trabajo. Una diversidad así es acervo de “sentido”: modos distintos de sentir el mundo pero convergentes en una misma dirección. Hoy se necesitan muchas ideas nuevas, y compartirlas y echarlas a la discusión. Los diversos movimientos de espiritualidad harán el juego a la Universidad en la medida que la ayuden a ser Católica: plural hacia adentro y universal en su servicio hacia fuera. Urge que surja en nuestro medio una generación que se deje cuestionar por los acontecimientos de la época, que se haga preguntas, que no se contente con cualquier respuesta, que sea capaz de entrar en el debate de los grandes problemas, que invente alternativas, que sea valiente y  desprendida. Me parece que los diversos movimientos debieran ampliar su propuesta de “camino de perfección”, animando a su gente a la batalla intelectual por un mundo mejor dentro y fuera de la Universidad.

Termino. Los diversos carismas y espiritualidades son fruto del Espíritu de Jesús para reconciliar el mundo con Dios y a los hombres entre sí. Dentro de la Universidad Católica ellos expresan la misión amplia de la Iglesia que no es otra que la misión de Cristo. La santidad no consiste en no cometer errores. Tampoco consiste en preocuparse del prójimo “por cumplir”. La santidad consiste en amar. Amar como amó Jesús, gratuita y desinteresadamente a todos, pero en especial a los que nadie ama.  “Lo que necesita el mundo hoy es una generación que ame”. La santidad consiste en buscar el reino y su justicia, aunque para lograrlo se cometan muchos errores y haya que pedir perdón muchas veces. ¡Perdón!