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El Concilio en América Latina

Los cambios que el Vaticano II produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber ofrecido la posibilidad del surgimiento de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas…

 El Concilio impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica y, por tanto, las diversidades histórico-culturales son decisivas. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el Concilio hizo lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo, todo cambio histórico, debe importarle como cosa propia.

 ¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa.

 La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: Opción de Dios por los pobres. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como Dios lo mundo, mundo al margen del cual ella no podría amar a Dios como corresponde.

 La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales. Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

 ¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). La Iglesia del Cardenal, para defender a los perseguidos independientemente de sus ideas, hizo suyo el relato del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37). La Iglesia solidaria de Enrique Alvear si inspiró en la parábola del Rey que solo se lo reconoce en los hambrientos, sedientos, desnudos,  enfermos, encarcelados… (cf. Mt 25, 31-45). Hoy nos preguntamos: ¿no podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por misión. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

 Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia de Dios completamente original en la historia del cristianismo.

 Jorge Costadoat

Publicado en Mensaje, diciembre 2012.

El Vaticano II en América Latina

Se cumplen 50 años del inicio Concilio Vaticano II. Los cambios que este concilio produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber despejado la posibilidad de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas… Digo “despejado”, porque lo que ha brotado como real no siempre ha podido prosperar.

El Vaticano II impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el concilio entendió lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo debe importarle como cosa propia.

¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa. La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: OPCIÓN DE DIOS POR LOS POBRES. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como una dimensión de sí misma. La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales.

Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Se ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). ¿No podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por vocación. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva y única en la historia de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia original de Dios.

La Iglesia necesita cambios. El Cardenal Martini, al momento de su muerte, ha señalado que la Iglesia está atrasada 200 años. ¿No sería la crisis actual la ocasión para que la Iglesia Latinoamericana pida que los cambios se hagan “desde los últimos”?

Novedad e impacto del Concilio Vaticano II

El Concilio Vaticano II ha sido una de las reuniones episcopales más importantes en la historia de la Iglesia. Entre estas, destacan los concilios que tuvieron lugar en Nicea (325), Constantinopla (381), Éfeso (449), Calcedonia (451), Constantinopla (553) y Constantinopla (680); posteriormente Trento (1545) y Vaticano (1869). El Vaticano II (1962-1965) tiene la particularidad de reunir obispos de todos los continentes. Pero, sobre todo, es importante por los temas que abordó, y el modo y la actitud con que lo hizo. La Iglesia de esos años levantó la mirada y, en vez de defenderse ante un mundo moderno que le era hostil, entró en diálogo con él en vista de anunciarle el Evangelio en términos culturalmente actualizados.

 Entre los cambios más notables que el Concilio Vaticano II impulsó, está el de haber exigido una reforma litúrgica cuya clave pasó a ser la participación en ella de los fieles (Constitución Sacramentum Concilium). Si hasta entonces se destacaba el carácter mistérico de la Eucaristía, que subrayaba la actividad del sacerdote y se basaba en una estricta separación entre lo profano y lo sagrado, la nueva liturgia pudo celebrarse en las lenguas que los participantes podían comprender. Desde entonces se abandonó progresivamente el latín. La presencia de Cristo en ella dejó de concentrarse en la hostia consagrada, reconociéndosele presente, además, en la misma Palabra de Dios y en la comunidad.

 En estrecha relación con la liturgia, el Concilio facilitó el acceso del pueblo católico a la Biblia (Constitución Dei Verbum). Hasta entonces, tras la crisis de la Reforma de Lutero, la Iglesia Católica puso demasiadas cautelas a la posibilidad de leer la Sagrada Escritura sin intermediarios. El Vaticano II, en cambio, abrió esta posibilidad como si no tuviera ningún temor a que esta fuera mal interpretada. El Concilio levantó definitivamente las precauciones que habían inhibido a los teólogos católicos de investigar las Escrituras con los métodos modernos y despejó a la Iglesia la posibilidad de muchas lecturas. Así, la Sagrada Escritura recuperó en el suelo católico la preeminencia que nunca debió perder

 En la Constitución Lumen Gentium la Iglesia se autodefinió en términos de “sacramento” y de “pueblo de Dios”. Por una parte, ella misma quiso ser un “sacramento”, es decir, “un signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Con lo cual su presencia en el mundo también habría de ser significativa para la justicia y la paz. Por otra parte, en cuanto “Pueblo de Dios”, se quiso enfatizar la igualdad fundamental entre todos los bautizados. En adelante, el sacerdocio ministerial ha debido ponerse al servicio de la actualización del sacerdocio común de los fieles. Asimismo, la Iglesia del Concilio ha querido mirar a las otras iglesias, credos y culturas en términos respetuosos y amistosos. No obstante las diferencias reales en cuanto a conocer o no conocer al Dios de Jesucristo, en última instancia, lo decisivo ha pasado a ser la caridad. Puesto que Dios ha amado a la humanidad en Cristo, el amor entre los seres humanos hace de “sacramento” de la misma salvación. Sin amor, aun los católicos se apartarían de la salvación. Con amor, por el contrario, incluso los no creyentes accederían a Dios. En lo inmediato, la Iglesia intensificó el trabajo ecuménico (con las otras iglesias cristianas) y el diálogo interreligioso (con las otras religiones).

 Con esta batería de conceptos teológicos, el Concilio quiso comprender la relación de Iglesia con el mundo en términos de diálogo, y no de confrontación (como no lo había sido en el último siglo). Con la Constitución Gaudium et Spes, la Iglesia quiso responder a los signos de los tiempos, entre los cuales los cambios a todo nivel –cambios, por lo demás, acelerados-, parecían la principal característica de la época. El documento abordó los temas angustiosos y candentes, tratando siempre de ofrecer una respuesta humanamente razonable, haciendo discernimiento de ellos de acuerdo a su conocimiento de Cristo. La Iglesia, en este texto, no solo tuvo una relación cordial con el mundo, sino que ella misma se consideró parte de este mundo y, en consecuencia, tal discernimiento de lo humanizante y de lo deshumanizante tuvo que hacerlo consigo misma.

 Este documento tuvo un impacto enorme en la Iglesia latinoamericana. Los obispos reunidos en Medellín (1968), de un modo semejante a como lo hicieron los obispos en Roma, observaron la realidad de nuestro continente y declararon que el signo de los tiempos era aquí una pobreza injusta y masiva. En las sucesivas conferencias de Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007), la Iglesia del continente insistió en el valor decisivo de su “opción preferencial por los pobres”. Este es el nombre, dicho en pocas letras, de la recepción del Vaticano II en América Latina.

 Las demás constituciones y decretos, en muchos casos, han sido comprendidos en la perspectiva de esta opción, con lo cual ha comenzado a surgir en esta parte del planeta una Iglesia propiamente latinoamericana. Esta ha querido ser la “Iglesia de los pobres”, presente en comunidades de bases en los barrios populares, en las cuales la celebración eucarística ha cobrado una importancia decisiva para la participación de los fieles, pues en ellas ha sido posible comprender sus vidas a la luz de la lectura de la Palabra de Dios.

 No se puede pasar por alto que la Iglesia universal, a poco del término del Concilio, puso freno a una serie de iniciativas que parecieron muy audaces. Se ha vuelto, a veces, a actitudes y planteamientos pre-conciliares. Karl Rahner, destacado teólogo alemán, llegó a hablar de un “invierno eclesial”. La Iglesia latinoamericana, como las iglesias de Africa y Asia, no ha podido realizar una auténtica inculturación del Evangelio. Ella continúa siendo muy occidental y, en particular, muy romana. Pero, a largo plazo, nuestra esperanza es que el futuro del cristianismo en América Latina consista en una inculturación del Evangelio realizada desde los pobres. En esta clave, pensamos, debieran abordarse los otros grandes asuntos: la secularización, la integración de la mujer, los cambios en la religiosidad, los reclamos ecológicos y las demandas de los pueblos originarios.

Vaticano II y signos de los tiempos

Hace cincuenta años, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. En 1959 el “papa bueno” encendió una fogata solo comparable a los concilios de Jerusalén (siglo I), Nicea (siglo IV), Calcedonia (siglo V) y Trento (siglo XVI).

 Su realización no fue fácil. Uno tras otro, los documentos preparados por la curia romana fueron descartados. La teología de que dependían no sirvió ya para comprender la época. El Papa abrió la ventana al pensamiento de una generación de teólogos que por esos años ya destacaban, aunque algunos de ellos habían sido sancionados. Los nuevos expertos profundizaron en el dogma del alcance universal de la salvación en Cristo y en la actuación histórica del Espíritu Santo. Se otorgó un estatuto positivo a la historia humana. El mundo, en principio «salvado», debió considerarse lugar de la redención actual de Dios. Lo decisivo para la salvación, en esta óptica, pasó a ser el amor.

 La Iglesia del Vaticano II miró el mundo con ojos nuevos. Por los rieles tendidos por el primer concilio Vaticano (siglo XIX) que había exigido compatibilizar la fe y la razón, este segundo concilio Vaticano, en vez de condenar los cambios culturales y los resultados de las ciencias modernas, quiso comprenderlos. Y, yendo aún más lejos, en vez de fijarse en los errores de los no cristianos, miró a estos con simpatía, quiso dialogar y aprender ellos.

Fue una revolución teológica que implicó una recomprensión de la Iglesia. Esta tomó mayor conciencia de ser “sacramento” y “pueblo de Dios”. Con lo primero se indicó que la Iglesia debía ser signo e instrumento de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Con lo segundo, ella se ubicó en un plano de humildad, caminando con toda la humanidad hasta el final de la historia.

Desde entonces, el Vaticano II ha dividido las aguas entre quienes desean cambios en la Iglesia y los que no. Pero es difícil situar a unos aquí o allá. Los documentos del Concilio fueron aprobados por abrumadora mayoría. Su recepción entre los fieles también ha sido muy mayoritaria. En cualquiera de los católicos, sin embargo, pueden aflorar actitudes pre-conciliares, dependiendo del asunto de que se trate. Pero cuando ellos deploran el mundo sin más, rechazan lo fundamental del Concilio.

Esta postura se evidencia en ideas intolerantes o sectarias. Así, algunos creen que si la Iglesia posee la verdadera salvación, a los otros –miembros de otras religiones o etnias, los agnósticos o los ateos, modernos o postmodernos– solo cabe convertirse al cristianismo. Probablemente, muchos no se identifiquen con esta postura. Pero, en línea con ella, se suele dar una concepción de la relación de la Iglesia con el mundo de tipo unidireccional de enseñanza-aprendizaje que, sin mala voluntad, los católicos traducen en exigencias de comportamientos o en acciones que los no católicos perciben como impositivos. Y, cuando no se trata de imposición sino de defensa, los mismos católicos enfrentan a la Iglesia con la época, como si la Iglesia tuviera a la época delante de ella, y no dentro de ella. Los que piensan de este modo, no reparan en el alto costo que tiene el repudio de la propia humanidad.

 La postura conciliar, en cambio, entiende que la Iglesia ha participado de la salvación del mundo. Ella, por tanto, debe discernir en la ambigüedad de las acciones humanas los signos de los tiempos inspirados por Dios. Esto, en el supuesto de que los católicos no tienen “la verdad”. Tienen a Cristo, pero como Evangelio que, vitalizando a la humanidad sin exclusión, obliga a explorar con todos las vías de la conversación y comunión universales.

A cincuenta años de la convocación del Vaticano II, cabe discernir nuevos signos de los tiempos: la libertad y el pluralismo, la operación de los medios de comunicación, la informatización del conocimiento, los despliegues de la tecnociencia, la economía del crecimiento ilimitado, el cambio de paradigma en la moral sexual, las metamorfosis de la religiosidad y la sustentabilidad ecológica de la Tierra. La aceptación del concilio exige –a diferencia de la mirada condenatoria– descubrir en estos acontecimientos la voluntad del Creador de unos y otros.

La Iglesia en cambio

El Papa Juan XXIII abrió las ventanas del Vaticano para que entrara aire fresco. ¿Qué tuvo en mente al hacerlo? Una visión y una intuición. Vio que el mundo moderno cambiaba en todas las direcciones. Intuyó que la Iglesia debía cambiar. Los 2500 obispos que fueron congregados al Concilio Vaticano II vieron e intuyeron lo mismo. Se necesitaban cambios. Y la Iglesia, desde hace 50 años, cambió.

Sin embargo, la Iglesia no dejó de ser lo que siempre ha sido. El concilio Vaticano II no cambió nada esencial. Simplemente, puso lo esencial en juego en la época que le tocó. Se expuso al modo de sentir y de pensar de sus contemporáneos y, así, quiso comunicarles a Jesucristo en términos comprensibles. Los cambios llegaron en catarata. En la misa primó la participación de los fieles. La promoción del conocimiento de la Palabra de Dios permitió un conocimiento directo de las fuentes del cristianismo. Los católicos establecieron relaciones de diálogo con la cultura y procuraron ser factores de unidad de la humanidad. El reconocimiento del valor de la libertad religiosa despejó el camino al reconocimiento del valor de las otras creencias.

¿Cómo lo hizo? Ciertamente, Juan XXIII no imaginó nunca lo que resultaría de su decisión. A poco andar, los documentos preparados por la curia romana fueron desechados por la asamblea de los obispos. Hubo un instante en el cual la Iglesia no supo por dónde seguir. Pero la fe fue más fuerte. El Papa abrió un amplio espacio a la libertad, a la argumentación, a la discusión, a las nuevas teologías y a la imperiosa necesidad de rezar en búsqueda de lo que el Espíritu quería cambiar. Los obispos creyeron en ellos mismos. Descubrieron, unos con otros, que podían pensar lo que hasta entonces no había sido pensado. Las respuestas del pasado no servían para las preguntas del presente. Pablo VI tuvo la sabiduría de conducir a los congregados a aprobar los documentos con un amplísimo consenso. El nuevo Papa creyó en el debate y esperó a que se produjera el entendimiento entre las distintas posiciones. Todos juntos tuvieron la valentía y la tenacidad que la creatividad les requería. Sabían que estaba en juego el futuro del cristianismo. Apostaron a Dios. No habría vuelta atrás.

¿Qué puede decirse de la aceptación del Concilio a 50 años de su apertura? Su acogida por parte de los católicos ha sido prácticamente unánime. Los cambios han sido impresionantes. Desde 1965, año en que concluyó el Vaticano II, la misma Iglesia católica ha sido apropiada en versiones plurales. Desde entonces la Santa Sede ha tenido dificultades para contener el surgimiento de cristianismos asiáticos, africanos, primermundistas, y movimientos y teologías liberacionistas de varios tipos. Los latinoamericanos sacamos adelante una Iglesia que optó decididamente por los pobres, por los perseguidos, los torturados, los desaparecidos… El Concilio abrió las ventanas a un catolicismo plural y, por tanto, difícil de reunir. No debe extrañar que las interpretaciones del Vaticano II se hayan multiplicado.

En los próximos tres años, un tema importante de la discusión eclesial será el de las interpretaciones del Concilio. ¿Fidelidad a la letra y a la tradición? ¿Fidelidad al espíritu y a los nuevos tiempos? ¿Fidelidad al Cristo que actúa en todos y en todas las épocas? El conflicto de las interpretaciones es legítimo. No debiera asustar. Tiene un origen trascendente. En cuanto a lo esencial, la única ruptura es la lefebvrista. Monseñor Lefebvre rompió con la Iglesia porque no entendió que, si los tiempos cambiaban, la Iglesia debía también cambiar. El lefebvrismo prefirió ser fiel a una noción estrecha y equivocada de Tradición, antes que a la Iglesia que con el concilio Vaticano II no quiso repetirse.

No obstante, el repliegue eclesial hacia el pasado no ha carecido de fuerza. Se ha hablado incluso de un «invierno eclesial». Hay señales de involución litúrgica preocupantes. El concilio impulsó búsquedas y experimentaciones. La audacia y los intentos frustrados generaron miedo e inseguridad. No debiera sorprender que muchos se asustaran. Volver a lo conocido es siempre comprensible. Por otra parte, si hace 50 años atrás los cambios culturales eran inauditos, estos han entrado en un proceso de aceleración exponencial. La humanidad entera experimenta un cambio de paradigmas gigantesco. La globalización extrema los contactos, o los contagios. Todas las tradiciones y las instituciones son relativizadas. Entran en crisis o en decadencia, sobreviven o mueren.

La Iglesia católica en particular se halla en una situación compleja. Benedicto XVI ha hablado abiertamente de crisis. En el caso de esta iglesia, el desprestigio de la autoridad compromete la credibilidad de su misión. Los casos de abusos sexuales del clero han minado la confianza de los fieles en la persona de los sacerdotes y en la validez de su enseñanza; han agravado la sospecha de la cultura en la articulación institucional del cristianismo. Todo esto ha sido posible en una sociedad que opera en un registro completamente nuevo. A saber, el de las comunicaciones abiertas, a veces controladas y otras incontroladas, el mundo de las innumerables redes interpersonales y el de los medios de comunicación social, el del espacio público en el que la imagen predomina sobre el concepto y la transparencia sobre la censura. ¿Cómo es posible en este contexto hablar sin dificultades en nombre de “la verdad”? El nuevo foro público –fuera del cual lo que existe no existe- no da tregua. En él, conviven sin problema el error y la verdad, el odio y el amor, la difamación y el legítimo derecho a expresarse en libertad. En este contexto, la Iglesia suele salir derrotada.  Pero si los católicos, en cuanto católicos, no se expresan, restándose a la argumentación pública de sus convicciones, el Evangelio no será anunciado. Si, por el contrario, corren el riesgo de hacerlo, habrá inevitables malas interpretaciones. El anuncio, sin embargo, podrá seguir adelante.

Cabe preguntarse: ¿Abrir de nuevo las ventanas o cerrarlas para siempre?  El Concilio Vaticano II ha sido ampliamente acogido por la Iglesia, e incluso ha sido celebrado por las otras iglesias, por las otras religiones y también por muchos no creyentes. Aun así, no ha producido hasta ahora todos los cambios que son necesarios. Ha puesto las bases para que estos ocurran. Esto es lo importante. Pero los cambios no se darán automáticamente. No es necesario abrir las ventanas de nuevo. Están abiertas. Tratar de cerrarlas, eso sí sería fatal. Se avanza con los contemporáneos o se los culpa de los cambios. Se los condena en nombre de la verdad o se corre el riesgo de encontrar el Evangelio con ellos, unos “con” otros y unos “en” otros. El Evangelio es patrimonio de la humanidad. Nadie puede comprenderlo y vivir de él, eximiéndose de la época y del intercambio cultural con los coetáneos. 

El Concilio Vaticano II

Es difícil a 30 ó 35 años de distancia evaluar la importancia del Concilio Vaticano II. Normalmente los grandes concilios han terminado de ser “recibidos”, asumidos y llevados a la práctica, en cuestión de siglos. El caso del Vaticano II tomará tiempo en producir los cambios que impulsó. Por su originalidad en el modo de plantearse y desarrollar sus temas, por el consenso alcanzado en la votación de sus documentos y por la inmensa alegría que su aprobación provocó en la Iglesia, ha debido ser único y uno de los más grandes.

            Más que un cuerpo de documentos compilados en un libro, el Concilio ha sido un acontecimiento eclesial con pasado, presente y futuro. Una tradición de 2000 años no avanza más que de a poco. Sin novedad se muere, sin su antigüedad pierde el rumbo. En el pórtico del Tercer Milenio corresponde a las nuevas generaciones discernir la gran Tradición de la Iglesia respecto de tradiciones, ropajes culturales y modos de ser cristiano que en el pasado verificaron la acción del Espíritu pero que hoy amenazan sofocarla.

            El Vaticano II se dedicó de un modo prioritario a recomprender la identidad y la misión de la Iglesia. Juan XXIII le dio como tarea que “el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (octubre de 1962). Pablo VI explicó los fines del Concilio en los siguientes términos: “El conocimiento o, si se prefiere de otro modo, la conciencia de la Iglesia, su reforma, la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos y el coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo” (septiembre de 1963). A lo largo de sus documentos, el concilio penetra en el misterio trascendente de la Iglesia con miras a “encarnarla” otra vez en el mundo que le ha tocado vivir, época de cambios incesantes y extraordinarios, en pos de la salvación de la humanidad.

Una Iglesia espiritual

 

            El Concilio comprende a la Iglesia en una óptica fundamentalmente espiritual.

El mismo Concilio tuvo un origen espiritual. Para la conmemoración de la conversión de San Pablo del año ‘59, el Papa Juan XXIII cuenta: “brotó en nuestro corazón y en nuestros labios la simple palabra Concilio Ecuménico”. “Un toque inesperado, un haz de luz de lo alto, una gran suavidad en los ojos y en el corazón; pero, al mismo tiempo, un fervor, un gran fervor que con sorpresa se despertó en todo el mundo en espera de la celebración del Concilio” (octubre de 1962). A lo largo de su desarrollo, los obispos participantes tuvieron la impresión de estar viviendo un nuevo Pentecostés.

            Sin perjuicio del carácter concreto y visible de la institución y jerarquía eclesiástica, a lo cual se refiere abundantemente en documentos y capítulos, el Concilio destaca el origen trinitario y el talante místico de la Iglesia. En tanto Dios quiere la salvación de todos los hombres y la procura por medio de su Hijo, “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). La sacramentalidad de la Iglesia, en consecuencia, no se reduce a siete sacramentos sino que se verifica en muchos otros gestos que no por ser humanos dejan de ser religiosos (pensemos en la solidaridad con los pobres y la lucha en defensa de los derechos humanos).

            La Iglesia del Vaticano II ha querido ser carismática por diversos conceptos. La fabulosa renovación de la teología del siglo XX permitió a la Iglesia del Concilio ampliar su visión de la actuación del Espíritu en el mundo y, como resultado de ello, revalorar su relación con el mundo. Supuesto que el mundo es creación de Dios y que Dios actúa en él y no sólo en su Iglesia, la Iglesia ha de vivir atenta a los “signos de los tiempos”, procurando “discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios” (GS 11). La Iglesia, a la luz de Jesucristo, debe enseñar al mundo en qué consiste el verdadero progreso humano, pero ella misma no lo sabrá si no está dispuesta a auscultar este progreso en los acontecimientos mundanos de los que ella también es parte.

            Esta visión “democrática” (y no “monopólica”) del Espíritu, la tradujo la Iglesia del Vaticano II en nuevas relaciones “hacia adentro” y “hacia fuera”. “Hacia adentro” el Concilio promueve la colegialidad del episcopado y el sacerdocio universal de todos los bautizados. La clave de la reforma litúrgica es la participación. Si hasta entonces la liturgia se centraba en la acción del sacerdote (de espaldas al pueblo), desde ahora el sacerdote encabeza la oración común y estimula la participación consciente (en lengua inteligible) de los fieles. La concelebración eucarística, además, expresa la unidad y la comunión de los ministros en torno a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote.

            “Hacia fuera” la Iglesia del Vaticano II busca la unidad con las otras confesiones cristianas, con las demás religiones y con toda la humanidad, en las cuales también advierte su vocación a Cristo y reconoce gracia para alcanzarlo. Lejos de considerar a los demás herejes y condenados, afirmando empero la necesidad de la Iglesia Católica, el lenguaje del Concilio hacia los “hermanos”, “parientes” y “vecinos” religiosos,  como hacia los ateos y cualquier ser humano, es respetuoso, amistoso e incluso cariñoso. Consciente de lo que separa, el Concilio busca lo que une y no excluye a nadie.

            Por esos años la Iglesia, tal vez como nunca en toda su historia, gozó de independencia política para establecer su doctrina. La Iglesia del Vaticano II tuvo libertad -don de la Modernidad, según Juan XXIII, pero sobre todo don del Espíritu- y quiso ser libertaria. Dio acceso directo a la lectura de la Biblia. Derogó el Índice de libros prohibidos. Contó con la iniciativa de los laicos. En Dignitatis Humanae, uno de sus documentos más progresistas, exigió de los Estados independencia política y libertad de conciencia no sólo para sí misma y sus fieles, sino también para cualquier religión y para todo hombre en general. Acabó así con la ilusión de la cristiandad, la utilización del poder político para implantar la Iglesia y la utilización de la Iglesia para asegurar los intereses del Estado. Los obispos del Concilio, en fin, tuvieron la libertad y la suficiente fe en Dios para poner en juego la sabiduría del cristianismo en el debate universal de los valores.

            La Iglesia del Vaticano II, como templo del Espíritu, no sólo se sabe santificada por Cristo su esposo, sino que aspira a la santidad. Los papas quisieron su reforma. Sobre todo, el concilio abrió a manos llenas la posibilidad de la santidad a los laicos. Si antes del Concilio prevalecía la teología de los “estados de perfección”, según la cual los clérigos y los religiosos llevaban la delantera a los laicos “por definición”, ahora con María a la cabeza la santidad compete a todos por igual.

            Es el Espíritu Santo, por último, el que otorga a la Iglesia del Concilio un carácter histórico y dinámico. La Iglesia entronca con el pueblo de Israel y desde la Nueva Alianza sellada en Cristo, constituye el nuevo Pueblo de Dios, tiene a Cristo por cabeza y camina humildemente en la historia con el resto de la humanidad, siguiendo la inspiración del Espíritu, y sólo al final de esta peregrinación histórica alcanzará la perfección y la plenitud definitivas.

Una Iglesia servidora

 

            La Iglesia del Vaticano II no es autorreferente, está centrada en Cristo y abierta al mundo por el cual Cristo ha dado su vida. Ella tiene hacia el mundo los mismos sentimientos de Cristo. Decía Pablo VI: “Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito, no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo” (septiembre de 1963). La Iglesia no se entiende más que procurando que este mundo alcance el Reino inaugurado por Cristo. La Iglesia es mundo y es Reino: es ya Reino en el mundo y mundo en vía de convertirse en Reino (cf. LG 5).

            Si la salvación de la humanidad es el servicio más propio de la Iglesia, el Vaticano II se caracteriza por proclamar que esta salvación es universal y terrena. La Iglesia católica es necesaria, no superflua para la salvación del mundo, pues ella tiene la interpretación auténtica de qué se entiende por Cristo y qué no, y porque en ella se dan todos los medios dispuestos por Cristo para la salvación. Junto con esta doctrina, el Concilio cuenta también con otra doctrina, aparentemente contradictoria, según la cual hay verdad cristiana, bajo otros nombres, en las distintas culturas y religiones, porque la gracia de la salvación alcanza a toda la humanidad por vías sólo por Dios conocidas. El Vaticano II pasará a la historia por haberse atrevido a proclamar que Dios quiere y puede la salvación de todos los hombres, encomendando a la Iglesia el desafío de hacer inteligible esta verdad con hechos y palabras inserta en la historia humana.

            La salvación anunciada por el Concilio, además de universal se caracteriza por ser terrena. El fin de la humanidad es por cierto la vida eterna. Sin embargo, el Concilio ha procurado mostrar la relevancia que tiene la expectativa del “más allá” celestial para el “más acá” terrenal. También por esta razón el Vaticano II pasará a la historia. Pablo VI se pregunta sobre el “valor humano” del Concilio: “¿ha desviado acaso la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna? Desviado, no; vuelto, sí”. Esta solicitud humana es pastoral. Sigue el Papa: “La mentalidad moderna, habituada a juzgar todas las cosas bajo el aspecto del valor, es decir, de su utilidad, deberá admitir que el valor del Concilio es grande, al menos por esto: que todo se ha dirigido a la utilidad humana; por tanto, que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y más eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre” (diciembre de 1965).

El concilio en América Latina

            Además de “espiritual” y “servidora”, la Iglesia del Concilio ha querido ser “católica”. Desde el Vaticano II en adelante asistimos a un episodio extraordinario en la historia del cristianismo. La Iglesia de Juan XXIII y Pablo VI no sólo ha buscado integrar otros modos de ser Iglesia de Cristo, sino que ha auspiciado decididamente su surgimiento, como si no temiera que la diversidad reventara la unidad. Desde entonces y en todas partes, se habla de la Iglesia latinoamericana, la Iglesia europea, la Iglesia africana, la Iglesia asiática, etc. Y el estímulo a la colaboración en Conferencias Episcopales ha llevado incluso a hablar de Iglesia chilena, brasileña, mexicana. En otras palabras y aunque las tensiones de los últimos años parezcan desmentir esta tendencia, el Concilio legitimó la posibilidad de expresar la fe y vivir la eclesialidad en distintas culturas, y no sólo al modo europeo y romano. Los padres conciliares tuvieron la teología suficiente para advertir que la unidad se juega a un nivel más profundo, que la comunión es posible en diversos grados y que si la Iglesia no es “universal” arriesga convertir la institución en secta y la revelación cristiana en cifra esotérica.

            Salvo raras excepciones, el Concilio en América Latina fue muy bien recibido. Hasta ahora ha sido fuente de inspiración y de cambios eclesiales y pastorales extraordinarios. A poco de su conclusión, la Conferencia episcopal de Medellín asumió el desafío de aplicar el Concilio en el Continente. Por la misma senda abierta por el Vaticano II, la Iglesia latinoamericana quiso auscultar los signos de los tiempos en el territorio americano. También en América Latina la Iglesia se ha pensado a sí misma en su contexto preciso. Bajo el impulso del Concilio se han desarrollado múltiples esfuerzos teológicos por reflexionar sobre el Continente, sobre su historia y sobre la tarea que los cristianos tienen en él.

            En las Conferencias Episcopales siguientes de Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), aparte de los conflictos de distintos sectores eclesiales por llevar las aguas al propio molino, predomina la misma intuición de fondo: una nueva evangelización de América Latina supone una latinoamericanización de su Iglesia. Si al abrirse a los acontecimientos de los años sesenta Medellín exigió verificar la salvación eterna como liberación de los pobres; si al profundizarse el contacto de la Iglesia con los pobres Puebla proclamó una “opción preferencial” por ellos; en Santo Domingo la Iglesia latinoamericana, cada vez más consciente de la diversidad, originalidad y riqueza de la humanidad del Continente, exige una inculturación del Evangelio, una adecuación y no una imposición del Evangelio a las diversas culturas.

            La Teología de la Liberación ha estado a la base de la transformación de la Iglesia latinoamericana, habiéndose nutrido a la vez de ella. Por cierto, la relación de los teólogos latinoamericanos con los pastores, en especial con Roma, ha sido tensa y difícil. Pero así como no cabe imputar desviaciones mayores a la fe a un movimiento de vida y reflexión cristiana que, impulsado por un Concilio Ecuménico, avanza entre pruebas y errores, tampoco puede negarse que Juan Pablo II en persona ha sido también un gran promotor de este cristianismo latinoamericano.

            En fin, del Vaticano II no es posible echar pie atrás sin dar la espalda a los graves desafíos actuales a la fe que lo justificaron y sin renunciar a la extraordinaria renovación eclesial que ha generado entre nosotros y tantas otras partes.

A cincuenta años de la convocatoria del Vaticano II

Hace cincuenta años, Juan XXIII convocó al Concilio Vaticano II. En 1959 el “papa bueno” encendió una fogata solo comparable a los concilios de Jerusalén (siglo I), Nicea (siglo IV), Calcedonia (siglo V) y Trento (siglo XVI).

 Su realización no fue fácil. Uno tras otro, los documentos preparados por la curia romana fueron descartados. La teología de que dependían no sirvió ya para comprender la época. El Papa abrió la ventana al pensamiento de una generación de teólogos que comenzaban a destacar por esos años. Los nuevos expertos profundizaron en el dogma del alcance universal de la salvación en Cristo y en la actuación histórica del Espíritu Santo. Se otorgó un estatuto positivo a la historia humana. El mundo, en principio salvado, debió considerarse lugar actual de la redención de Dios. Lo decisivo para la salvación, en esta óptica, pasó a ser el amor.

La Iglesia del Vaticano II miró el mundo con ojos nuevos. Por los rieles tendidos por el primer concilio Vaticano (siglo XIX) que había declarado la compatibilidad entre la fe y la razón, este segundo concilio Vaticano, en vez de condenar los cambios culturales y los resultados de las ciencias modernas, quiso comprenderlos. Y, yendo aún más lejos, en vez de fijarse en los errores de los no cristianos, miró a estos con simpatía y quiso dialogar con ellos.

Fue una revolución teológica que implicó una recomprensión de la Iglesia. Esta tomó mayor conciencia de ser “sacramento” y “pueblo de Dios”. Con lo primero se indicó que la Iglesia debía ser signo e instrumento de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí. Con lo segundo, ella se ubicó en un plano de humildad, caminando con toda la humanidad hasta el final de la historia.

Desde entonces, el Vaticano II ha dividido las aguas entre quienes desean cambios en la Iglesia y los que no. Pero es difícil situar a unos aquí o allá. Los documentos del Concilio fueron aprobados por abrumadora mayoría. Su recepción entre los fieles también ha sido muy mayoritaria. En cualquiera de los católicos, sin embargo, pueden aflorar actitudes pre-conciliares, dependiendo del asunto de que se trate. Pero cuando ellos deploran el mundo sin más, rechazan lo fundamental del Concilio.

Esta postura se evidencia en ideas intolerantes o sectarias. Así, algunos creen que si la Iglesia posee la verdadera salvación, a los otros –miembros de otras religiones o etnias, los agnósticos o los ateos, modernos o postmodernos– solo cabe convertirse al cristianismo. Probablemente, muy pocos se identifiquen con esta postura. Pero, en línea con ella, se suele dar una concepción de la relación de la Iglesia con el mundo de tipo unidireccional de enseñanza-aprendizaje que, sin mala voluntad, los católicos traducen en exigencias de comportamientos o en acciones que los no católicos perciben como impositivos. Y, cuando no se trata de imposición sino de defensa, los mismos católicos enfrentan a la Iglesia con la época, como si la Iglesia tuviera a la época delante de ella, y no dentro de ella. Los que piensan de este modo, no reparan en el alto costo que tiene el repudio de la propia humanidad.

La postura conciliar, en cambio, entiende que la Iglesia ha participado de la salvación del mundo. Ella, por tanto, debe discernir en la ambigüedad de las acciones humanas los signos de los tiempos inspirados por Dios. Esto, en el supuesto de que los católicos no tienen “la verdad”. Tienen a Cristo, pero como Evangelio que, vitalizando a la humanidad sin exclusión, obliga a explorar con todos las vías de la conversación y comunión universales.

A cincuenta años de la convocación del Vaticano II, cabe discernir nuevos signos de los tiempos: la libertad y el pluralismo, la operación de los medios de comunicación, la informatización del conocimiento, los despliegues de la tecnociencia, la economía del crecimiento, el cambio de paradigma en la moral sexual, las metamorfosis de la religiosidad y la sustentabilidad ecológica de la Tierra. La aceptación del concilio exige –a diferencia de la mirada condenatoria– descubrir en estos acontecimientos la voluntad del Creador de unos y otros.