El presente artículo es un esfuerzo por escrutar los cambios culturales en nuestra experiencia de cristianos comprometidos con el Señor en la vida religiosa. Hemos recibido el Evangelio como buena Noticia y buscamos caminos para anunciarlo también a otros. La cultura no la tenemos delante sin tenerla adentro, sin que ella nos reciba y sin que nosotros la reproduzcamos sucesivamente. Nosotros mismos somos la cultura que debe ser discernida. En la medida que constatamos esta verdad hemos de reformular la pregunta a partir de la cual nos aproximamos a la cultura. Ya no nos preguntamos qué está ocurriendo en el mundo en que vivimos, sino qué “nos está ocurriendo”, a nosotros, religiosos latinoamericanos en este mismo mundo. Descubrir en nosotros cómo ocurre la inculturación del Evangelio, lo cual es condición para su anuncio. De ahí el valor e importancia de responder con profundidad a esta pregunta.
Lo hacemos en la perspectiva teológica de los signos de los tiempos. Nuestra postura es esperanzada: Dios actúa y actuará en la historia a través de Cristo y de su Espíritu. Según la mente de Benedicto XVI, podríamos decir que el Verbo continúa haciéndose en nosotros “historia y cultura”. Juan XXIII nos advertiría en contra de los “profetas de calamidades”, quienes añoran el pasado y ven siempre el futuro en decadencia. Nuestro deseo es ser profetas de esperanza y ofrecer una mirada que ayude a combatir el malestar ante novedades o involuciones que pueden atemorizarnos.
Nuestra postura quiere ser lúcida. Hacemos el esfuerzo de entender los fenómenos, discerniéndolos hasta donde podemos hacerlo. Nos ayudamos para esto de las explicaciones científicas de la cultura, que nos servirán en la medida que las comprendamos a la luz de la fe. Aún así, humildemente debemos reconocer la dificultad de comprender está ocurriendo en nosotros en un mundo cuyo futuro nos resulta bastante impredecible y que vemos disputado entre fuerzas favorables y contrarias al Reino de Jesús, fuerzas que nos tironean de lado a lado. Sin embargo, reconocer esta limitación no nos libera de la responsabilidad de ofrecer, dentro los límites de lo posible, una mirada que nos permita situarnos comprometida y responsablemente como religiosos en el mundo presente. Es lo que este escrito quiere favorecer.
A continuación analizamos a la luz de la fe nuestra propia experiencia bajo cuatro aspectos, los correspondientes a cuatro signos de los tiempos.
1.- Experiencia del tiempo como “presente”
La época actual acentúa el valor del presente y ello supone tanto una oportunidad como una amenaza para la vida consagrada. Por un lado constatamos que el presente lleva las de ganar. Bajo muchos respectos los tiempos pasados no fueron mejores que los actuales, incluso para algunos ellos fueron muy malos. No los echamos de menos. Pero al mismo tiempo está en muchos de nosotros la nostalgia de gestas heroicas. Guardamos el recuerdo de un “relato”, una misión que daba en el clavo en lo que se necesitaba, hubo pastores…
Integrar la tensión que existe entre el valor del pasado y el amor al presente es un desafío que como vida religiosa debemos enfrentar. Los viejos tienden a vivir de los recuerdos, esto es así y es justo permitírselos. Pero no habría derecho a impedir que los demás, especialmente los más jóvenes, amen la vida que tienen, prueben y se equivoquen, y vayan explorando nuevas posibilidades de evangelización. Es un asunto de justicia, pero sobre todo un reclamo cultural.
Junto con reconocer la legitimidad de vivir el presente, hemos de buscar caminos para transmitir la sabiduría contenida en la historia vivida. Puede ocurrir que los jóvenes no quieran mirar al pasado porque se han cansado del “cuento” de los mayores. “Siempre lo mismo: el 11 de septiembre, Pinochet…”. En este caso, sin embargo, se corre el riesgo de no trasmitirse a la generación siguiente una experiencia importante. El hombre solo aprende de sus errores. Por otra parte, la fuga del pasado puede deberse a las culpas que nos persiguen. Tampoco están libres los jóvenes de heredar la culpa -y el disimulo- de sus padres. En Chile hay tantos que lograron pasar desapercibidos en su postura frente a las violaciones de derechos humanos, que se ha hecho normal escabullirse. Se dirá que la vida necesita del olvido; que no habría que despreciar el presente, porque seríamos injustos con la vida que se nos ofrece hoy, y que sería inútil ir a recuperar el tiempo perdido. Cabe argumentar diciendo que el presente reclama lo suyo y es justo dárselo. Que Dios nos quiere felices ya, que el placer no es pecado y que Dios nos ha hecho gozadores. Y, aún cuando hay mucho de verdad en todo esto, el olvido del pasado es arma de doble filo. Si bien no podríamos recordarlo todo, de hecho nadie tiene capacidad psíquica para algo así, no podemos olvidar que somos lo que llegamos a ser. Sin actualizar el pasado nos desmoronamos.
La otra cara de la moneda es una reminiscencia del pasado que puede conspirar contra un reconocimiento del valor del presente. No se puede descartar que algunos disfrutemos mirando al pasado, celebrando las antiguas batallas. Pero esta posibilidad no autoriza a negar la importancia de poner la mirada en los signos de “estos” tiempos. Ante todo se trata de contemplar la acción sorprendente, pero a menudo humilde, de Dios en los nuevos acontecimientos. Y, si de esto se trata, también puede haber jóvenes que, asustados con los cambios, piensen en reeditar una vida religiosa estereotipada, “más santa”. El conservadurismo puede darse en los jóvenes incluso más que en los viejos.
La experiencia del tiempo puede, además, considerarse bajo otro respecto. Los religiosos, al igual que los contemporáneos, queremos que ya ahora nuestro trabajo sea exitoso y placentero. Tal vez como nunca antes la frustración estriba en “no ser” o “no tener” lo que se quiere en el presente. La rutina es tolerable, pero no necesaria. Somos capaces de postergar la felicidad con tal de disfrutar el momento. La entretención determina el rating. La televisión es, sobre todo, diversión. Puesto que esta constituye un fin muy estimado en nuestra cultura, también nosotros preferimos entretenernos con nuestros apostolados. Hoy, en “tiempo real”, cuando el sector privilegiado de la humanidad cuenta con los medios para comunicarse inmediatamente con los demás, podemos tener un trabajo apostólico “sensacional”. En principio es legítimo. Si se puede, por qué no desearlo. La vida, las clases, el trabajo, bien pudieran serlo. No hay razones para despreciar esta posibilidad. Es perfectamente digno quererlo e intentarlo. Buscar éxito apostólico inmediato, nada tiene de malo. ¿Para qué postergar la eficacia? La formación nos tomó tantos años… Los años que nos quedan son para rendir al máximo. Lo antes, mejor. Nuestra cultura nos pide resultados ahora (ventas, puntajes, metas). Si estos están a la mano, sería absurdo renunciar a ellos.
Los tiempos nos imponen ser divertidos. Queremos ser simpáticos. Pero los aplausos suelen corromper. Más aun cuando no solo se trata de divertir a los demás, sino de divertirnos con nosotros mismos. La pretensión de entretención puede ser corrosiva de la disposición a la obediencia, de la aceptación de los trabajos que nadie quiere, de las iniciativas más inseguras, de los riesgos de la fama y demás asperezas de la misión. El inmediatismo puede arruinarnos. El “presentismo” puede segarnos el futuro.
Además de lo anterior, el presente reclama su derecho porque el futuro es incierto: el trabajo es inseguro; los compromisos definitivos fallan; el progreso se ha vuelto peligroso; las guerras están siempre a la espera; la manipulación genética da escalofríos; las posibilidades de involución económica y cultural están a la puerta. No se puede mirar hacia adelante más que con anteojeras, oteando selectivamente lo que cada cual pueda buenamente forjar para sí y los suyos más cercanos. No es fácil pedir a todos que piensen en clave de “bien común”. Si no fuera por la fe, tendríamos poderosas razones para desanimarnos: la lenta renuncia al Concilio Vaticano II y una Iglesia seca en pastores y profetas; congregaciones que se pasman; centros de formación que se concentran. No nos faltan documentos orientadores… Pero el mal espíritu nos convence de que estamos en retirada.
¿Para qué entonces pensar en el futuro si ahora podemos sacar partido a lo que tenemos? Podemos agachar la cabeza y trabajar… Podemos hacernos de una parroquia personal, crear un archivo de direcciones que nos contacten a diario, incursionar en las páginas web o generar algunas amistades más jóvenes que nos mantengan al día… Porque si lo que manda es el presente, si lo que nos mueve es la obsesión por el reconocimiento actual, no podemos soñar a 100 años plazo. Y no podemos hacerlo, porque el futuro a 100 ó 200 años, más que nunca, es un albur.
En esta clave cultural de temporalidad una inculturación del Evangelio tiene mucho paño que cortar. ¿Cómo anunciar en este tiempo al Señor de la historia? Esta es la pregunta. El mismo Señor podría respondernos, “buscad el Reino y su justicia, y el resto se les dará por añadidura”. A lo cual se podría agregar: el Reino es el kairós cumplido con la Encarnación, el acontecimiento decisivo que redime el pasado y abre el futuro porque revela que este mundo no es mero mundo, sino creación de un Dios providente y responsable de sus criaturas; el Reino es Jesús que ama sin arredrarse ante la muerte, y es Cristo que, resucitado, ubicado ahora al centro del universo y de la historia, por medio del Espíritu, abre la cultura a su dimensión trascendente; el Reino es la eucaristía como memoria passionis, como recuerdo de las víctimas del pasado, y como anticipo del perdón y de la reconciliación que redimen a la experiencia egoísta, mezquina y timorata del presente. El Señor podría también decirnos, el Reino de los cielos se parece a una semilla de mostaza o a un hombre que buscaba perlas finas…
2.- El pluralismo
El pluralismo es signo de estos tiempos. La emergencia de nuevos sujetos humanos y el reconocimiento de sus derechos civiles y sociales no puede no ser visto como una señal de la Providencia. Incluso donde el pluralismo no es resguardado jurídicamente, representa un valor cultural considerable. Hoy se tiene alta estima de la opinión de los demás y de sus estilos de vida, lo cual supone un aprecio por la apertura mental y el diálogo como vía de entendimiento. La tolerancia se erige como una expresión precisa del reconocimiento que cada cual merece en virtud de su diferencia personal, racial, cultural o religiosa. La actitud de aprecio de las diferencias gana los corazones y produce variados modos de convivencia. Pero cuando no se llega a tanto, nuestra cultura valora la tolerancia como una virtud mínima que favorece el entendimiento pacífico. Concomitante con todo esto, quiéraselo o no, en Occidente prevalece el “libre examen” y el reciente “giro hermenéutico de la razón”. La verdad que nutre la libertad, exige una interpretación y quien dice tenerla, es sospechoso de querer imponerse a los demás.
Muchos religiosos nadamos bien en estas aguas, sintonizamos fácilmente con el reclamo a la libertad de conciencia y los movimientos sociales liberacionistas. Nos gusta que la gente sea protagonista de sus vidas y no nos asusta, al contrario, promovemos que las personas lo intenten probando y equivocándose. La verdad, en definitiva, es Jesucristo, el acontecimiento escatológico que nadie puede acaparar y que todos sin excepción deben encontrar en sus propias vidas y culturas a lo largo del tiempo.
Pero nosotros mismos comenzamos a experimentar las consecuencias de un pluralismo que, mal entendido, llevan al individualismo y, de este, a la fragmentación anímica y social, al relativismo y a la pérdida del sentido de la vida. El pluralismo es signo de los tiempos pero, sub contrario, también lo es la crisis de la unidad. El signo de los tiempos es la libertad, la búsqueda de la autonomía, su reivindicación y su reconocimiento político y jurídico. Pero, en el reverso de esta moneda, las sociedades naturales o elegidas, las autoridades y las instituciones, experimentan una presión que compromete a veces esa unidad que, en última instancia, es condición de posibilidad de aquella misma libertad y de los derechos que la salvaguardan.
El nefasto individualismo nos ha entrado en la sangre, debemos reconocerlo. La pluralidad convertida en individualismo nos arrastra a relativizar las relaciones con los demás, hasta desinteresarnos por ellos o simplemente utilizarlos. En este caso el pluralismo, paradójicamente, se devora a sí mismo. El relativismo nos amenaza cuando absolutizamos un valor que solo es tal en referencia a otros valores. Entonces, perdemos de vista que nuestra historia es un camino de humilde tras una verdad que verdaderamente dé consistencia y sentido a nuestra vida. Por el contrario, la atomización pluralística de la verdad, y subrepticiamente, la apropiación de toda verdad sirve a nuestros mezquinos intereses. Es curioso advertir que el relativismo moral se amiga con un tipo de tolerancia que, a corto plazo parece deseable, pero a fin de cuentas resulta deletéreo. Allí donde se pasa del respeto a los demás a la indiferencia ante los demás, con mayor razón cuando se desvirtúa un principio neutral y universal que regule sus relaciones, el tan querido pluralismo acaba en el predominio de los fuertes sobre los débiles.
La verdad y la justicia exigen la relatividad y excluyen el relativismo. Ellas relacionan a unos con otros, son el resultado de la relación de unos y otros, y sucumben en cambio cuando unos prescinden o se imponen a otros. En realidad, no hay auténtico pluralismo fuera de los cauces del bien común, esto es, de la unidad como comunión.
El pluralismo se adentra en nosotros y nos exige tomar una posición política. En primer lugar, produce efectos benéficos en personas a las que la sociedad ofrece ser miembros suyos, reconociéndoles el derecho a un lugar digno, a condiciones morales y materiales mínimas para desempeñarse, y a mecanismos para progresar. En segundo lugar, el pluralismo consigue estos bienes mediante una articulación política democrática. En una sociedad pluralista y democrática las personas, por lo general, se sienten consideradas y capacitadas para participar en algún grado en la toma de decisiones acerca del bien común. El pluralismo mengua, en cambio, en los regímenes políticos dictatoriales o autoritarios, con las conocidas secuelas de miedo e inhibición en las personas. El pluralismo y la democracia se dan la mano, especialmente cuando en la sociedad los medios de comunicación social hacen de ágora en el cual los ciudadanos pueden enterarse de los asuntos comunes y formarse una opinión en relación a las posiciones en disputa. Por supuesto que las sociedades, aun siendo pluralistas y democráticas, no gozan de toda la transparencia que las personas necesitan ni están libres de la manipulación mediática de los dueños de los medios. Pero en ella los motivos de malestar y frustración son más visibles, y dan menos pie a los rumores que tanto enrarecen la confianza que la convivencia requiere.
El pluralismo, ni siquiera asegurado democráticamente, garantiza la realización que las personas demandan. Pues en sociedades en las que lo plural acaba en la atomización, allí donde los procesos de individuación conducen a la conversión de las personas (relacionadas) en individuos (aislados), el paso a soledad y a la exclusión está muy cerca. Las sociedades latinoamericanas malamente integradas, con o sin democracias, experimentan la pobreza como exclusión. Esta, según Aparecida, no es cosa solo de “‘explotados’, sino ‘sobrantes y “desechables’” (DA 65).
Esto se aplica tanto al interior de nuestras comunidades como en el modo de situarnos como religiosos en el mundo actual. Podemos hacer de nuestras instituciones espacios de pluralismo y diálogo fecundo, capaces de fortalecer la pertenencia de nuestros miembros, potenciar a las personas y comprometernos en un proyecto común o permitir que nos gobiernen tendencias autoritarias que inhiben y marginan. Podemos contribuir con una sociedad democrática o hacernos cómplices de sistemas que no lo son y que finalmente conducen a la pobreza que excluye y margina a muchos. Lo que no podemos es pensar que lo propio nuestro es la neutralidad frente a estos dinamismos: necesariamente siembro o desparramo.
La polaridad entre la pluralidad y la unidad es estructural en el ser humano. En la filosofía remonta a la clásica distinción entre lo uno y lo múltiple. En las religiones el problema se replica y, en el cristianismo, encuentra en la respuesta trinitaria su mejor articulación. En la Encarnación el Hijo asume la creación en toda su diversidad; bajo otro respecto, en Dios las personas no son anteriores ni posteriores a la comunidad, sino que esta se constituye por una comunión recíproca, mutua y perijorética, en virtud del amor que Dios es y que le permite manifestarse. Constituirnos en espacios que afirmen la pluralidad en la unidad, es el gran desafío. Solo seremos constructores de aquello que seamos como vida religiosa. A nosotros religiosos nos toca vivir este misterio y anunciarlo a las personas y a la sociedad.
3.- La era de la tecnociencia
Uno de los signos de los tiempos más poderosos de nuestra era es la tecnociencia, su capacidad para transformar la realidad e impactar en las personas. La tecnociencia consiste en la amalgama de la investigación científica y la tecnología, y, a la vez, de ésta con la economía de producción de bienes. La técnica siempre buscó eficacia (capacidad transformar) y eficiencia (optimización de los recursos). En la modernidad la técnica se sirve de una ciencia que objetiviza la realidad en cifras matemáticas. La industria invierte en investigación con el propósito de trasformar la realidad en bienes que se transan en el mercado. La realidad, en virtud de la capacidad de la tecnociencia, tiene un valor tasable en cifras económicas.
Si bien el desarrollo tecnológico, bajo el impulso económico, ha mejorado inmensamente las condiciones de vida de la humanidad, también ha traído para la ciencia una pérdida de gratuidad. Uncida al carro de la técnica, que a su vez está al servicio del capitalismo, la búsqueda desinteresada de la verdad y la contemplación de la verdad, en definitiva, ocupan un lugar marginal en la cultura. Lo real es mensurable, controlable, manipulable y, por último, comercializable. Lo que vale es el producto de la tecnociencia que se transa en el mercado. Por esta vía, los medios se transforman en fines. Las metas de la vida humana -metas que en la perspectiva de la antropología cristiana no pueden ser sino gratuitos- se desdibujan. La ingeniería genética, por ejemplo, promete lo imposible a los desafíos de la salud, tras lo cual las personas quieren vivir a cualquier costo. Y así en otros campos. Los padres y las madres, otro ejemplo, trabajan horas extras, con horarios cambiados, ahorrando para que sus hijos sean universitarios, pero dejando a veces a sus hijos en el más completo abandono. La sustitución de los fines por los medios, por los instrumentos, por lo “secundario”, desquicia a nuestra sociedad. La utopía materialista se nutre de la máxima capitalista del progreso ilimitado, todo lo cual tiene efectos profundos en la psiquis de las personas. Y, de paso, aun elevando la calidad de vida de las masas, necesariamente excluye a los que no pueden pagar su participación en esta cultura.
La cultura científica y técnica funciona en clave teleológica. Se mueve por utopías intramundanas. Concibe el futuro como mera transformación de una realidad que excluye el don gratuito que son las personas para sí mismas y es, por definición, aun cuando no lo sea por declaración, atea. No extraña, en consecuencia, que los cristianos más lúcidos de su condición vivan incómodos en este mundo. El cristianismo opera en un registro escatológico. Para la fe cristiana el fin de la historia se cumplió ya en Cristo, de un modo completamente gratuito, y está por verificarse en plenitud a través de un progreso que depende del uso de la razón, de la ciencia y de la técnica, pero que se ordena a la gloria de Dios, a la alabanza del creador, que ocurre mediante un compartir gratuito entre los seres humanos. Los cristianos no son optimistas ante el futuro, tienen esperanza, que no es lo mismo. Construyen el futuro, pero incardinando la óptica teleológica del progreso en la matriz escatológica que requiere la tendencia secular a la utopía, la corrige y la lleva a plenitud. Para los cristianos la muerte, la enfermedad, el deterioro no son males absolutos. Tiene una dimensión creatural que, en Cristo, hace las veces de condición para alcanzar una vida más plena.
También a los religiosos la tecnociencia nos seduce. Aunque la espiritualidad cristiana abunda en recursos para centrar las cosas en la gratuidad del amor de Dios, algo sucede que nos fascinan los medios. No podemos carecer del computador de última generación. A veces nos consideramos tan necesarios que nuestro gasto per capita puede alcanzar para sustentar a más de una familia pobre. Se nos puede olvidar que el éxito que verdaderamente importa no se ha debido nunca a los instrumentos sino a la gracia de Dios, la cual a menudo necesitó más el martirio que muchos aparatos.
Suele ocurrir que predomina en nosotros el paradigma teleológico por sobre el escatológico. Los separamos, pero luego no podemos unirlos y terminamos quedándonos con históricamente predominante. Este nos persuade: somos tan necesarios que nos cuesta enfermar, envejecer y morir. Pero también se dan casos de religiosos que no se aferran a la vida. Así significan el Reino. Nuestro mundo tiene enorme necesidad de un testimonio de gratuidad y abandono en la Providencia.
4.- La metamorfosis de la religiosidad
La humanidad, especialmente Occidente, asiste a una de las transformaciones religiosas más grandes de su historia. La metamorfosis de la religiosidad es equivalente a la del tiempo eje, aquel período que se extendió por unos mil años, antes y después de Cristo, en el que cuajaron las grandes religiones monoteístas. Los factores del cambio pueden ser muchos. La globalización ha incidido en una fluidez y una compenetración de los credos y de las prácticas religiosas. Si bien esto es algo que no ocurre por primera vez en historia, se presenta como una fuerza que enriquece y amplía las posibilidades de encuentro con Dios acorde con las nuevas maneras de sentir el mundo como no se había visto nunca.
Las religiones tradicionales han entrado en crisis. Las instituciones religiosas se agrietan. Sus dirigentes pierden autoridad ante sus fieles. Estos quieren elegir por sí mismos qué creer y a quién obedecer. Predomina en el ambiente un amplio pluralismo. Y, como revés de la trama, un individualismo que acarrea soledad y desorientación. La cultura, los mismos cambios religiosos, han dejado a las personas sin la base cultural que da sentido a sus vidas. Rota la unidad tradicional del mundo que las acogió al nacer, las personas vagan entre ofertas de espiritualidad y agrupaciones que les otorguen contacto con Dios e identidad. Tienen hambre de autocomprensión y de reconocimiento, pero no lo sacian solo con emancipación religiosa, eligiendo y sintetizando solas sus creencias. Han ido a buscar dentro de ellas mismas, se han ensimismado y han sucumbido al intimismo, para saltar luego afuera queriendo encontrar a Dios en aventuras colectivas novedosas (esotéricas o sectarias) o ultra tradicionales (que les ofrecen religiosidad que no está, sin embargo, a la altura de los cambios culturales en curso).
El ambiente religioso católico acusa estas tendencias. Hoy se caracteriza, sobre todo, por una enorme fragmentación. Desde el Concilio a esta parte se han abierto muchas posibilidades de identificación, de agrupación y de oración. El problema es la falta de comunicación que suele darse entre las diversas modalidades de ser católicos. Algunas veces se ha operado una suerte de sectarización de las pertenencias que conspira gravemente contra la catolicidad de la Iglesia y el espíritu de comunión en la pluralidad. El secularismo predominante ha liberalizado los vínculos tradicionales de la unidad, estimulando reacciones preconciliares de repliegue a lo conocido y de condena del mundo actual y de toda novedad. Estas reacciones se han vuelto militantes cuando encuentran en el compromiso social de la Iglesia una amenaza a posiciones adquiridas. La derechización de la Iglesia es una amalgama de miedo a los cambios y de búsqueda de reconocimiento, de amor a Dios y de necesidad de ungüento religioso a privilegios sociales injustificables.
La recepción del Vaticano II sigue siendo el gran desafío de la Iglesia Católica y, en ella, el gran desafío para nosotros como consagrados. A cincuenta años de su convocación, están aun presente las tensiones que lo requirieron; sobreviven los que ganaron y los que perdieron, y sus descendientes. El Concilio impulsó el surgimiento de una Iglesia latinoamericana, estimuló una obra de evangelización impresionante y gatilló el nacimiento de la primera teología propiamente local. La Iglesia Católica en América Latina ha cambiado de rostro.
Muy pocos discuten abiertamente los postulados dogmáticos y pastorales del Vaticano II, pero en la práctica las cosas son distintas. El predominio de la modernidad tardía y la incertidumbre acerca del futuro de la humanidad, han revitalizado, como reacción, a esa generación de “anti-modernistas” que no se dio cuenta que la Iglesia tenía que cambiar y que hicieron lo posible por bajarle el perfil o sabotear el Concilio. Estos son los seguidores de Lefebvre, pero también muchos otros cuya actitud eclesial ante el mundo actual se caracteriza por el miedo y por insistir en la superioridad del sacramento por sobre la inculturación del Evangelio. Muy preocupante, en este sentido, es la nueva generación de obispos y de sacerdotes que actúan como si el sacerdocio ministerial fuera más importante que el sacerdocio común de los fieles. La novedad del Vaticano II consistió en lo contrario. De aquí que este olvido haya desembocado en la formación de un clero que tiene dificultades para comprender los cambios culturales. No hay duda que la actual crisis del catolicismo latinoamericano detectado en Aparecida -aunque Aparecida no lo reconozca- tiene mucho que ver con el nuevo sacerdote que ni conoce bien la doctrina ni la interpreta correctamente; que asegura la celebración de la eucaristía, pero deja caer las comunidades de base; que encara el mundo como enemigo y no como obra de un Dios que sigue creando.
En estos tiempos se presenta a la Iglesia una oportunidad única de anunciar el Evangelio a una humanidad huérfana de trascendencia y de pertenencia. La Iglesia es un punto de referencia al que, no obstante todas sus inconsecuencias, los contemporáneos dirigen la mirada esperando de ella una iluminación o un juicio. Los gobiernos quedan cortos en la oferta del sentido. A los Estados no les corresponde pedir “amor” a los ciudadanos ni tampoco ofrecer “compasión” o dar “toques de magia” a la vida humana.
En suma, a los cristianos nos une una doble lealtad, al mundo como creación de Dios y a la Iglesia como Pueblo de Dios. En este pueblo, uno entre los otros pueblos que Cristo ya ha redimido, debemos aguantar variadas tensiones. Todos estamos en camino. La impaciencia y la desesperación por la lentitud con que se avanza son comprensibles, pero no debieran apartarnos de lo fundamental: la Iglesia, los religiosos en ella, tiene que significar en el mundo su hondo deseo de unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre sí (LG 1). Esta unidad es obra del Espíritu y se anticipa como una comunión que, no se puede olvidar, solo se alcanzará en plenitud con la Parusía.