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¿Faltan sacerdotes en la Amazonia?

En la Amazonia hay muchos cristianos, aunque solo un 30% de las comunidades cuenten con curas para celebrar la eucaristía. Faltan sacerdotes, obvio. ¿Obvio? ¿Es indispensable la eucaristía para que haya cristianismo? Dejemos abierta una pregunta que daría para una reflexión teológica mayor, pero el hecho de un cristianismo sin ministros sacerdotes hace pensar.

Me ha motivado escribir esta columna la carta de José Ignacio González-Faus al Papa por no haber permitido, en su Exhortación apostólica sobre la Amazonia, que se ordene a los viri probati. El teólogo bromea: propone que los sacerdotes romanos célibes dejen la Curia y vayan a Sudamérica a prestar un servicio pastoral. Sus trabajos en Roma podrían tomarlos personas laicas. Ellos, en cambio, podrían ir a los varios países amazónicos a desempeñar una labor que actualmente no cumplen.

Me tomo en serio la broma de González-Faus. No bromeo: ¿alguien imagina al Cardenal Sarah, el Prefecto para la liturgia, celebrando la eucaristía en Brasil, dándole la espalda a la gente y ofreciéndole la comunión solo en la boca? Sería una barbaridad pastoral. Pero él mismo, como nos consta que lo ha planteado, entiende de esta manera el sacerdocio.

En la Amazonia hay cristianismo sin sacerdotes. ¿De qué calidad? Solo lo sabe el Padre Eterno. Pero, en cuanto a lo que nosotros seres humanos podemos saber, un cristianismo con sacerdotes romanos probablemente se desvirtuaría. Este tipo de sacerdotes son los que aún se forman en seminarios que los desarraigan de sus culturas y de sus comunidades, y los clericalizan. Son personas que llegaron a Europa después de recibir una formación sacerdotal muy europea y vuelven a América Latina todavía más europeos. Roma está llena de casas de formación y de universidades que romanizan a los sacerdotes y les convierten en ministros del sacrificio eucarístico para el perdón de los pecados. Esta idea preconciliar restrictiva de sacerdote no ha desparecido, se ha revigorizado y constituye la fragua del clericalismo que el catolicismo actual lamenta por doquier. Mucho de esto tiene la misma Exhortación del Papa, sé que es duro decirlo.

La Amazonia no necesita sacerdotes, sino presbíteros probados por sus comunidades por haberles ayudado a vivir del Evangelio y por haberlas cuidado de las divisiones que las acechan. El único sacrificio que estas comunidades necesitan es el del amor de los que se privan a sí mismos en favor de sus hermanos y hermanas. ¿Pueden cumplir esta misión viri probati no sacerdotes? Parece que sí. ¿Pueden hacerlo las religiosas y las mujeres en general? No sabemos, pero talvez pueden hacerlo mejor que los varones. La Amazonia no necesita, por cierto, el tipo de sacerdote resacralizado que en los últimos cincuenta años terminaron por destruir las comunidades eclesiales de base (CEBs) de América Latina, la mejor de las recepciones del Vaticano II.

Estos días se ha ofrecido una interpretación benigna de La querida Amazonia. Esta Exhortación apostólica no habría excluido la posibilidad de ordenar a los viri probati, sino que habría entregado la decisión a las iglesias locales. El Papa valora, por cierto, las conclusiones del Sínodo que abordó esta temática. “No pretendo ni reemplazarlo ni repetirlo” (QA 2), afirma. Con este nuevo documento Francisco quiere completar su magisterio y presentar oficialmente el resultado del trabajo sinodal. Pero, ¿ha sido necesaria otra vuelta de tuerca para convencer a los cardenales que trancan su magisterio? ¿O para ganarles la partida con una estrategia que los descoloque? No lo creo. Como tampoco creo que fue bueno entregar a los episcopados locales la decisión de Amoris Laetitia de ofrecer la eucaristía a los divorciados vueltos a casar. Las conferencias episcopales del mundo, según me he informado, salvo muy pocas, no tuvieron en el coraje de hacerlo. ¿Ordenarán los obispos de Brasil a viri probati? ¿Lo harán en alianza con los alemanes en búsqueda de cambios ministeriales semejantes?

Se dé el paso o no se lo dé, el cristianismo en la Amazonia es una realidad con o sin curas. Es más, en aquellas comunidades donde no los haya siempre es posible desarrollar otros tipos de acciones de gracias a Dios por Jesucristo. ¿No serían posibles comidas eucarísticas con yuca y agua de coco? En Chile, Argentina y Uruguay podría hacérselo con pan y mate. Karl Rahner entreveía el desarrollo de un cristianismo mundial, abierto a estas innovaciones. Se pregunta: “¿Es necesario celebrar la eucaristía con vino de uva también en Alaska” (1980)? Otras formas de acción de gracias podrían realizarlas personas comunes, hombres y mujeres, idealmente líderes de comunidades preparados para facilitar la interpretación de la Palabra y capaces de guiar, reconciliar y animar a sus comunidades. Este servicio, de hecho, lo realizan este tipo de personas. Hay religiosas que incluso dicen confesar a los cristianos.

Termino: ¿y si el cristianismo actual de la Amazonia, sin clérigos, nos llevara la delantera? No ordenar viri probati, no ordenar tampoco mujeres probadas, talvez no sea tan malo. En cualquier circunstancia, el verdadero y el mayor de los peligros podrán ser siempre los curas clericalizados que hay o que han de ser enviados a una región latinoamericana que no los necesita.

Contribución de los cristianos

Avanzamos. El temor no puede paralizarnos. Nuestra democracia es modesta, pero aguanta. Los políticos pierden a veces el tiempo en asuntos menores, pero van acertando en lo fundamental. Llegaron a un acuerdo para plebiscitar la posibilidad de un cambio de la Constitución. Todos los partidos se han inscrito por un espacio en las franjas televisivas para expresar sus puntos de vista. El Parlamento promulgará una ley de pensiones, la principal de las demandas, y una nueva ley de impuestos para financiar esta y otras necesidades. El gobierno se ha comprometido a garantizar un sueldo mínimo líquido de 300 mil.

Falta una cirugía mayor en carabineros. Han violado los derechos humanos. Han convertido la violencia en una causa aparte. Pero están en curso medidas para transformar la institución.

Me pregunto: ¿Pueden los cristianos aportar algo específico para salir de esta tremenda crisis? Por de pronto, debieran dejar la pasividad. Es el momento de la acción. Pero, en su caso especialmente, su acción debe ser provenir de una “pasión”. Esta es la clave de la parábola de Buen Samaritano.

Hoy, y siempre, lo más propio del cristianismo será padecer con los que padecen, hacerles justicia, curarlos y dejarse curar y perdonar por ellos. En la actualidad nadie necesita más de la acción samaritana que los dañinos-dañados. Quienes de tanto ser dañados, se han vuelto locos o casi, los energúmenos de la “primer línea”, los incendiarios por cuenta propia, individuos con quienes nos parece que no se puede dialogar porque les damos lo mismo. Son los combatientes que queman iglesias y centros artísticos inermes.

Ellos merecen más cariño, justicia, reconocimiento de su dignidad. Se trata de personas amargadas, resentidas, de tantos menosprecios recibidos. Nadie los vio, sus nombres nunca contaron. Son las víctimas del modelo neoliberal por el cual todavía apuesta una buena cantidad de privilegiados. Son ciudadanos enviados a “comprar flores” porque estaban baratas. Hijos del Sename. Niñas, niños, descuidados por largas horas por sus padres y madres trabajadores, ávidos por comprar un plasma, un autito. Mujeres en la cárcel, rentadas con las ganancias siderales del microtráfico. Hijos de reclusas, de familias que perdieron a su mamá. Adultos drogados, con una chelita en la mano, en torno a una fogata. Adolescentes descartados por flaites. Flaites echados a toallazos de las playas. Los sospechosos de criminales sin serlo, interrogados a causa de su pinta. Pobladores como los fueron los pobres del barrio alto erradicados y arrojados en Cerro Navia por afear el paisaje. Perdieron sus trabajos, la fuente de honor que les quedaba. Para qué seguir.

Hablo de los que, según los demás y ellos mismos pueden haber llegado a pensar, no valen nada, porque no tienen nada que perder. No le creen a nadie. Lo único que les queda es haber descubierto que son alguien destruyendo. Fueron usados como objetos. Ahora son sujetos, se han visto las caras unos a otros, “somos muchos” se han dicho, “ahora nos respetarán”, “les haremos saber qué es la humillación”. Son sujetos-objetos porque se sigue considerándolos una plaga que exterminar, seres carentes de humanidad, desalmados. En el otro lado de la barricada, se desea bloquear su subjetividad. Si otra vez se los declara objetos, será más fácil eliminarlos con buena conciencia y para siempre.

A estos, los cristianos debieran empeñarse en que se integren. ¿Nada esperan? ¿Y si esperáramos unos de otros? ¿No podemos esperar juntos lo mismo? No soy ingenuo. Sus actos violentos deben ser neutralizados por la policía. No debe permitírseles destruir el país. Pero el orden público es un medio. La recuperación de los malheridos, el respeto de su dignidad, hacer nuestras sus heridas y sus sueños, es un fin.

¿Cómo se logra algo así? “Al malo solo el cariño lo vuelve puro y sincero”, diría la Parra. Pero atención: no se puede afirmar que sean más malos que nosotros. Se requiere un amor político, diría la Nussbaum. La hora del odio es también la hora del amor. Es ahora que nuestra sociedad puede ser perdonada precisamente por quienes se les ha negado incluso la posibilidad de ser amada por ellos. Pero atención de nuevo: el perdón jamás puede ser forzado. Ha de quedar abierta la puerta a cargar con la enemistad por siempre. La negación de la reconciliación merece el mayor de los respetos.

¿Es necesario ser cristianos para actuar con compasión? La historia dice que no. Cristo y cristianismo no son lo mismo. Cristo sufre en los crucificados. Los cristianos, no pocas veces, han sido crucificadores. Incluso las acciones que haga el país para volver a la normalidad serán inútiles, si no provienen de una pasión. Ellos, ellas, han rayado las murallas: “tu normalidad apesta”.

¿Qué hacer? No lo sé exactamente.

Críticas al Papa

Un amigo me critica por cuestionar al Papa. Dije que se comportó de un modo autoritario con los obispos chilenos. A mi amigo le parece grave que un discípulo de San Ignacio, yo, critique al vicario de Cristo en la Tierra. Y de San Ignacio, ¿no hay nada que objetar? Insisto en lo mío: Ignacio de Loyola y cualquier Papa son criticables.

Pienso que hay críticas y críticas. Si la Iglesia aspira a proclamar el evangelio en público, sus autoridades no pueden pretender sustraerse al escrutinio de sus contemporáneos. Si un cristiano, aunque sea cura, disiente con sus autoridades en el foro público, es decir, si practica la autocrítica a la luz del sol y no solo en privado –sobre todo cuando no existe absolutamente ninguna posibilidad de hacerlo de otro modo– ayuda a que el evangelio sea mejor comprendido. No hay que perderse. Lo primero es el evangelio.

Otra cosa es la intriga, la sedición, el cambulloneo. Francisco I ha debido gobernar con una contra impresionante. En público y tras las paredes, se ha tratado de boicotearlo. Su gente más cercana, sus ministros de Estado –por decirlo así– han cuestionado su ortodoxia. Lo ha hecho el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Gerhard Müller.

Hace poco otro de sus hombres de confianza, el cardenal Robert Sarah, prefecto para la Congregación para Liturgia, ha escrito un libro para trancar la exhortación apostólica que el Papa está por publicar sobre la Amazonía, la cual abriría la posibilidad del sacerdocio de algunos hombres casados. Peor aún, el principal coautor es Benedicto XVI. ¡Un ex-Papa quiere desautorizar el magisterio del Papa en ejercicio!

A mi parecer, uno de los mayores aciertos de Francisco ha sido, como lo hizo en su momento Juan XXIII, abrir las ventanas a una Iglesia que se asfixia por la falta de libertad, de diálogo y de discusión. Al poco tiempo de ser elegido dijo: “Hagan lío”. Ha podido decirlo a los jóvenes, que ven en la institución eclesiástica una rareza sin par. Pero también los adultos hemos creído que Jorge Bergoglio hablaba a nosotros. En otra oportunidad este mismo Papa, de un modo provocativo, seguramente en contra del dogmatismo de sus contradictores, ha afirmado no ser “infalible”.

Francisco ha jugado evidentemente con las palabras. No ha querido menospreciar la doctrina del Concilio Vaticano I. Se ha referido, entendemos, a palabras suyas dichas al voleo.

Sí, critico al Papa, pero autorizado por él mismo. Critico a Francisco, pero no como lo hace Benedicto y la curia romana.

Es de recordar, a este propósito, que Jesús de Nazaret encaró abiertamente a las autoridades religiosas de su tiempo: “Hipócritas, sepulcros blanqueados”, les dijo. Había gente presente en ese momento. Esta gente contó a los evangelistas lo sucedido y estos, con la intención de hacer aún más pública la crítica, pusieron el episodio por escrito.

Este mismo Papa será recordado como el de la libertad. El papa de los pobres y de la libertad. Francisco ha atinado con lo que más necesita la Iglesia en estos tiempos: aire. Aire para los oprimidos. No puede ser que personajes de otra época, sus enemigos –por poner un ejemplo– quieran olvidar la reforma litúrgica justo cuando al pueblo de Dios, incluidos muchos curas y más que nadie las religiosas, se asfixian en las misas con tanta palabrería. Hoy más que nunca se requiere, sigo con el ejemplo, continuar con el mandato del Concilio Vaticano II de reconocer el derecho de los fieles a participar en la eucaristía. ¿Cuándo llegará la hora en que las mujeres puedan, al menos, leer en ella el evangelio?

Cuando critico al Papa, es que remo con él. Colaboro con él hace rato, convencido de que sus gestos, palabras y decisiones –aunque puedan a veces ser equivocadas– abren la cancha, exorcizan el miedo, dan oxígeno, activan la imaginación, generan esperanza, provocan a los cristianos para que sean creativos. Creatividad es lo que falta. La repetición solo sirve a obsesivos compulsivos. Los cristianos, también los curas, las monjas y un sinfín de agentes pastorales, estamos cansados de ser intimidados por superiores jerárquicos que han llegado donde están porque no han pensado, no han arriesgado y, por lo mismo, ensanchan el foso de incomunicación entre ellos y el común de los cristianos.

¿Estará de acuerdo Francisco con mi modo de ver las cosas? Si no lo está, es que no he entendido nada de su pontificado. Sin libertad para pensar, opinar y disentir, no hay verdad. Sin aquella verdad que se obtiene con un trabajo fatigoso por entender el misterio de Cristo, la Iglesia traiciona al hombre libre que fue Jesús.

Ninguna revolución en marzo

Cunde el susto por marzo. Algunos se dedican a aterrorizar a los demás. ¿Se repetirá la violencia desatada en octubre del 2019? Tal vez está en curso una revolución, podrá alguien pensarlo. Pero habría que aclarar qué se entiende por revolución, pues ha habido varias y de naturaleza muy distinta.

La salida de Buda del hinduismo fue revolucionaria. Un hombre hizo con su religión una filosofía espiritual. La irrupción de un monoteísmo trinitario dentro del monoteísmo judío también fue revolucionaria. El cristianismo, además, transformó la escatología: la Iglesia naciente sostuvo que en el juicio final triunfaría el amor. Pero no. No creo que en marzo pueda estallar una revolución de tales magnitudes.

Otras revoluciones han ocurrido en la filosofía occidental. Por ejemplo, el triunfo de Parménides sobre Heráclito que sirvió para evitar los cambios y los brotes de rebelión o el triunfo de Kierkegaard sobre Hegel, que rescató la impredictibilidad de la libertad de las garras de la razón. También la superación de las filosofías de la sustancia y del sujeto gracias a la fenomenología, que invita a pensar la realidad como manifestación que se nos da y nos transforma y no como un objeto separado. ¿Alguien espera algo equivalente para marzo? Lo dificulto.

Galileo probó con su telescopio la hipótesis de un sistema planetario. Desde entonces los seres humanos invertimos la visión: de mirar las estrellas desde la Tierra pasamos a observar esta desde aquellas. Newton dio otra vuelta a la tuerca de la revolución científica moderna: estableció que la Tierra y el universo son regidos por las mismas leyes. Revoluciones científicas así de importantes es imposible que se den en marzo.
Tal vez en marzo tendrá lugar el desencadenamiento de la violencia, propio de las revoluciones sociales. La explosión social de octubre fue de este tipo. Nos dejó una pregunta: ¿no estará en curso una gran revolución social subterránea que todavía no muestra todos sus dientes?

La Revolución Francesa cambió los ejes de estructuración de la sociedad europea. Terminó con la separación en tres estados: nobleza, clero, Estado llano y asignó de otra manera la propiedad. Dividió en tres los poderes políticos y estableció derechos universales.
A escala latinoamericana, la Revolución Cubana instauró con las armas el comunismo en el área de influencia del capitalismo norteamericano. La revolución en libertad de Eduardo Frei Montalva y la revolución socialista de Salvador Allende fueron la alternativa democrática a la gesta del Che y de Fidel. Pero la Revolución “silenciosa” de la que habló en su momento Joaquín Lavín, y que él mismo auspició, acabó con el sentido comunitarista de las de Frei y Allende. El neoliberalismo de los Chicago boys convirtió a los chilenos de ciudadanos en consumidores. Le dio una estocada certera a la política.

Dudo que en marzo vaya a tener lugar una revolución. Me gustaría que hubiera una, por cierto pacífica, que revirtiera la revolución de la dictadura. Pero dudo que ocurra. Un millón doscientas mil personas reunidas en la Plaza Baquedano, ¿fue una concentración de ciudadanos(as) chilenos(as) que velan por los intereses del país o por los particulares de cada uno? Me apena pensar que ha sido más una aglomeración de individuos –que reclaman al Estado derechos– que una reunión de personas que saben que se deben al prójimo y a Chile. Se escucha: “El pueblo unido jamás será vencido”. Otra vez se alza la demanda por derechos sociales y por la dignidad de los tiempos de la Unidad Popular. Pero en la actualidad, la que parece que “jamás será vencida” es la prioridad del interés individual sobre el colectivo

Por cierto, es impensable que un país chico pueda sustraerse a las reglas del juego de una globalización internacional. La revolución económica iniciada con las tropas por el general Pinochet es una expresión más del arrollador triunfo del capitalismo mundial. No debe extrañar que Lavín vuelva a ser el mejor candidato. Si de individualismo se trata, unos irán a darle el voto en la primera elección que se presente y, otros, exactamente por el mismo motivo, no irán a sufragar.

No habrá revolución en marzo. No lo creo. Tiendo a pensar que las chilenas y los chilenos, como solemos hacerlo con la vida, avanzaremos con las contradicciones. Avanzaremos, en vez de retroceder, si contrarrestamos lo más posible las tremendas injusticias sociales generadas por el neoliberalismo que fue cautelado por una Constitución implantada con dolo. Saldremos adelante, en primer lugar, si en vez de menospreciar nuestra democracia, fortalecemos los partidos y dejamos de menospreciar a nuestros políticos.

 

 

Esperanza sí, lágrimas no más

El optimismo es un don psicológico. La esperanza, en cambio, es cuestión de fe: exige acciones para que lo imposible sea posible. Quien tiene esperanza sabe que el triunfo no está a la mano, pero está convencido, convencida, de que sin su trabajo, sin su lucha, lo único seguro es la derrota. La persona movilizada por la esperanza apuesta con los mismos medios de que dispone el optimista, pero su fin es trascendente: sabe que el éxito no se dará sin ella, consciente sin embargo que depende de factores y sobre todo de personas que nunca dominará. A diferencia de esta, el optimista no saca fuerzas del futuro, sino del pasado. Su inclinación anímica a encontrarlo todo bueno probablemente es heredada; o se apoya en una serie de capacidades e instrumentos, también en cálculos, en estadísticas, que lo convencen de que los objetivos son alcanzables.

En Chile hoy, cuando sobran las razones para el pesimismo, los adultos, más que los jóvenes, tendrían que hacer memoria de los grandes fracasos de sus vidas. ¿Cómo es que salimos adelante cuando se quemó la casa, se derrumbó el matrimonio y la familia, se desvaneció el sacerdocio, quebró la empresa o nos devoró el cáncer o la depresión? Esta gente tiene un tesoro de fe –no siempre reconocido- que urge desenterrar. El mismo Chile debe recordar qué hizo para salir de la dictadura, la crisis más grave de su historia en cinco siglos, incluida la de la Independencia. ¿Cómo los políticos, aun vilipendiados por ser políticos, acordaron una estrategia, el Acuerdo Nacional para la transición a la Democracia plena (1985), que le devolvió al país el futuro? Si, recuperada la Democracia, muchos de estos políticos se movieron por el mero optimismo, actuaron mal; pero si todavía pueden volver al registro de la esperanza, nadie mejor que ellos, porque sobrevivieron al naufragio, porque tragaron mucha agua salada, tienen algo que aportar.

¿Qué hacer? ¡Basta de lloriqueos! Possunt quia posse videntur, decían los antiguos: “Pueden porque les parece que pueden”. Es necesario creer en la Democracia, es decir, crearla, recrearla, reinventarla. En otras épocas el ser humano debió creer en la monarquía o en otras formas de gobierno. Creer en la Democracia hoy exige sumarse a la lucha de los políticos, de los partidos políticos y de las instituciones estatales de que dispone el país, actuando en contra de las plagas extremas del populismo y de la anarquía. No es posible confiar simplemente en la capacidad instalada del país, como si la crisis tuviera que terminar en algún momento. Nadie debiera torpedear el Acuerdo por la Paz social y una nueva Constitución del 15 de noviembre, antes bien, es imperioso apoyar a quienes les costó caro firmarlo, fueran de derecha o izquierda, viejos o jóvenes. Los partidos en la actualidad, sabemos, procuran cumplir su obligación con enormes dificultades internas y externas. Merecen un voto de confianza. Habrá que criticarlos, pedirles accountability, pero que lo hagan aquellos ciudadanos que se aprestan a votar en el próximo plebiscito y no quienes ese día, echados en un sillón, contemplarán el curso los acontecimientos por la televisión con la deportiva ilusión de que se cumplan sus peores pronósticos.

La fe en la Democracia en 2020 exige votar y reconocer la legitimidad del voto contrario; demanda discutir con los jóvenes, airadamente si fuera necesario, por el futuro de Chile; necesita de gente que genere una cultura de respeto a la opinión de los demás y que tenga el coraje moral de respaldar el uso de la fuerza contra la violencia de quienes, en vez de dialogar y discutir, han optado por destruir y destruir. La fuerza, ejercida racionalmente por el Estado, respetuosa de los derechos humanos, es legítima; la policía y las fuerzas armadas existen para controlar el inextirpable instinto de muerte y caos que carcome a las personas y a las sociedades. Se necesita de la fuerza pública para defendernos de los que incendian la ciudad y apedrean las ventanas; y, si es el caso, para contrarrestar a los trolls y los funeros, personas funestas, expertas en insultos, calumnias y fake news. La Democracia arraiga en aquellos lugares en los que prevalecen los tratos respetuosos.

En suma, nada necesita más el país, si de esperanza en su futuro se trata, que recuperar la acción política; que se politicen unos y se repoliticen otros. Un paso decisivo será que los viejos, en vez de quejarnos contra la irresponsabilidad de los jóvenes, los “con-venzamos” de que tenemos concordar las condiciones básicas de una convivencia racional y pacífica. Será necesario “vencerlos”, “con” su colaboración; y dejarnos “vencer” “con” sus sueños por lo imposible. Todo indica que entre las generaciones hace mucho rato que no nos estamos entendiendo. Es ahora, cuando el pesimismo prevalece y nos deprime, cuando el optimismo tirita, cuando el individualismo es el peor enemigo, el momento de la esperanza. Llegó su hora. La hora de la fe. La fe que crea las condiciones del incesante triunfo de la humanidad sobre sí misma.

Entrevista en Religión Digital

Entrevista en Religión Digital:

https://www.religiondigital.org/america/Jorge-Costadoat-mujer-capitalismo-america-latina-teologia-francisco-reformas_0_2186181365.html

Dos papas, un mismo pecado

El film de Fernando Meirelles “Los dos papas” vale la pena. Las actuaciones son espléndidas. Los diálogos, muy pertinentes, teológicamente lúcidos. Meirelles hace queribles a dos personajes muy controvertidos.

Pero, por lo mismo, conviene aclarar que se trata de una ficción. Estos encuentros papales no consta que se hayan dado, aunque ambos papas representan bien dos modelos eclesiológicos para nada ficticios. El intento del director es muy meritorio, pues al simbolizar la diversidad y el conflicto como características constitutivas de la Iglesia, hace explicable su existencia milenaria.

Sin embargo, si uno observa con atención la escena de las “confesiones” que los papas hacen uno al otro, en ellas no aparecen los pecados de gobierno y los que aparecen como pecados no está del todo claro que lo hayan sido. Benedicto confiesa a Jorge Bergoglio haber encubierto a Marcial Maciel. Este pecado es menos grave en su caso que en el de Juan Pablo II. Se sabe que, mientras Juan Pablo II fue papa, Ratzinger tuvo el informe de Maciel en su escritorio y no pudo hacer nada. Era su subalterno. Pero, apenas fue elegido papa, Benedicto sancionó a Maciel. Bergoglio, por su parte, confiesa un tormento más que un pecado. Aquí y allá se le ha acusado de haber traicionado a los sacerdotes Jorio y Jalics, torturados durante la dictadura argentina. Pero no es claro, y la película lo muestra, que los haya traicionado.

Independientemente de la culpabilidad que cabe atribuir a estos dos papas en estos hechos, ellos sí son culpables de otros pecados. Mejor dicho, son responsables de un asunto mayor: el modo como han implementado el Concilio Vaticano II. El caso es que ni uno ni otro han comprendido que la apuesta aperturista del Concilio ha implicado una democratización de su institucionalidad. Si en tiempos de monarquías absolutas la Iglesia Católica se instituyó como una monarquía de este tipo, en tiempos de democracias la Iglesia ha debido acoger este valor político. Por no haberlo hecho, ninguno de los últimos papas ha representado adecuadamente la unidad de la Iglesia. Si esta es la principal de sus responsabilidades, la han cumplido de un modo vertical y uniformando las diferencias culturales.

¿Es este un “pecado” grave? Sí, porque el Vaticano II es uno de los concilios más importantes de la Iglesia en dos mil años y, en todo caso, se trata del acontecimiento eclesial en el cual la Iglesia estableció qué se entiende por fe en Jesucristo a estas alturas de la historia.

El Cardenal Ratzinger, Benedicto XVI, fue el intérprete más importante del Concilio y su cancerbero. El papa alemán, sin embargo, aunque participó activamente en la redacción de los documentos conciliares, relativizó luego la importancia del Vaticano II, despreció la reforma litúrgica y se convirtió en el mejor representante de las fuerzas conservadoras adversas (aunque no pactó con los lefevristas). Juan Pablo II y Ratzinger cuadraron los nombramientos episcopales exigiendo una adhesión rígida a la doctrina. Los que se ajustaban a ella podían hacer carrera. Los candidatos más libres quedaron en el camino. Los teólogos progresistas fueron castigados.

¿Cuál fue el asunto de fondo? El Cardenal Ratzinger defendió una idea estrecha de la tradición de la Iglesia, identificándola más de la cuenta con la versión europea de la misma (griega, latina y germánica), y motejando de relativistas las interpretaciones más creativas de esta tradición. Esta postura, en la práctica, dificultó el ecumenismo y los intentos de desarrollo de una Iglesia policéntrica. Algo así como una Iglesia organizada en torno a polos culturales diversos (Asia, África, América Latina, Europa y Oceanía, como fue la Iglesia de los antiguos patriarcados de Jerusalén, Roma, Antioquía, Alejandría y Constantinopla), ha podido parecerle peligroso para la unidad de la fe. La Iglesia latinoamericana sufrió las consecuencias. La Iglesia en América Latina en los años sesenta había experimentado una renovación sin precedentes, alentada por el Concilio y atenta a sus propios signos de los tiempos. Su interpretación inculturada latinoamericana del Evangelio, a decir verdad, nunca fue aceptada por el Cardenal Ratzinger.

Bergoglio, en cambio, ha sido el mejor representante de la “opción por los pobres” de la Iglesia Latinoamericana. Aunque de formación tradicional, Francisco, de hecho, ha interpretado bien a la Iglesia de América Latina en la tarea de acoger creativamente el Vaticano II. Los teólogos de la liberación, obnubilados con un papa que declara querer “una Iglesia pobres para los pobres”, han celebrado sus discursos y gestos. Pero estos no siempre han reparado en que el modo de gobierno de Bergoglio es justamente lo que ha impedido que surja en el continente una iglesia regional auténticamente latinoamericana. Los latinoamericanos estamos felices con un papa que representa nuestros anhelos de justicia y que, por otra parte, impulsa una “iglesia en salida”, una iglesia que le da la comunión a los divorciados vueltos a casar y una iglesia en la que ni el papa teme decir que puede equivocarse.

Pero, los chilenos lo sabemos muy bien, Francisco ha sido un papa autoritario. Los laicos de Osorno nunca recibieron de él una petición de perdón por el trato que les dio. Los obispos chilenos tampoco fueron bien tratados. Bergoglio en la Catedral les predicó contra el clericalismo. Pero, a reglón seguido, los mandó llamar a Roma como si fueran monaguillos, les pidió la renuncia y les hizo volver a Chile completamente desautorizados. En otras palabras, nuestro líder de la opción por los pobres, aunque nos duela reconocerlo, también es clericalista. Es decir, también tiene un modo romano absolutista de entender la institucionalidad eclesiástica; un modo que, en última instancia, aniquila los procesos de inculturación regional del Evangelio. Su gran proyecto evangélico, lamentablemente, puede fracasar cuando asuma el próximo papa.

En otras palabras, Benedicto y Francisco comparten el mismo “pecado”. La versión monárquica, estatal y romana de la Iglesia impide el desarrollo de una Iglesia verdaderamente “católica”, es decir, universal. Mientras no haya un cambio estructural de grandes proporciones, el divorcio diagnosticado en varias iglesias locales entre la institución eclesiástica y el común de católicos no cesará.

El triunfo de la paz

Estamos agotados. Han sido meses muy desgastantes. Ha habido exceso de violencia, demasiada destrucción. La gente comienza a crisparse. Trolls por todos lados, funos a la vuelta de la esquina. Bocinas. Manotazos. Los mismos que celebramos los cambios por venir, anhelamos que vuelva la paz porque nos estamos avinagrando por dentro y se nos puede ir el país de las manos.

Navidad: los cristianos cantarán “noche de paz, noche de amor”. Las últimas semanas por todos lados hemos escuchado a Víctor Jara: “El derecho de vivir en paz”. Pero, ¿habrá paz la noche del 25? ¿Habrá paz para el invierno del 2020?

La celebración navideña no asegura nada. El mismo Jesús complica las cosas. Si uno contempla el pesebre, debe recordar que de allí salió el varón que, en algún momento, de un modo intempestivo, dijo: “No piensen que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer la paz sino la espada” (Mt 34). Jesús fue conflictivo. Lo mataron personas malas, sí, pero él las provocó. El anuncio de Jesús de la misericordia infinita de Dios resultaba intolerable a los administradores del Templo. El niño del pesebre fue un Jesús insoportable. Si no se tiene en cuenta esto, la paz que invocaremos esta Navidad será fatua.

¿Qué hacer para conseguir una paz duradera, una que nos aliente durante el 2020? ¿Qué hacer para que predominen en nosotros estas otras palabras del Cristo resucitado: “La paz esté con ustedes” (Jn 20, 21)?

Encontré un graffiti que me ha dejado pensando: “Mata tu paco interior”. Las ciudades están llenas de expresiones violentas contra los carabineros, frases justas e injustas, sentencias que muchos policías no merecen, pero dejemos de lado este tema.

Esta sentencia “Mata tu paco interior” tiene un mérito espiritual. Sí, espiritual: hace mirar el mal que anida en el propio corazón; el mal que mata porque nos mata. El graffiti es un llamado a un combate espiritual. Por una parte, nos invita a triunfar sobre el miedo a quienes nos violentan. Hay pacifismos que, en realidad, son pura cobardía. Irenismos. Por otra parte, nos pide que reconozcamos que también nosotros podemos ser violentos. Cualquiera ser humano lleva un “paco” adentro, un enemigo interno, un abusador que castiga a los demás porque nos castiga a nosotros primero. Opino que estos dos triunfos dentro de nuestra alma son senderos obligados a la auténtica paz. No solo matar en el corazón el odio, el rencor y la violencia es una victoria; también lo es superar los miedos que nos impiden luchar por la justicia.

Esta Navidad los cristianos, y cualquiera que quiera sumarse, tiene la oportunidad de acumular paz para un 2020 que también puede ser violento. Se me ocurre que delante del pesebre podemos hacer dos ejercicios espirituales. Uno, concentrarse en el daño que han sufrido los dañinos. Convendría hacer memoria de las personas damnificadas por un país acostumbrado a la violencia cultural y social. Cristo crucificado, de algún modo, los representa a todos ellos. Otro ejercicio espiritual puede ser pedirle al niño que nace, por ejemplo, que nos dé la grandeza de tolerar que en el plebiscito de abril próximo gane la opinión contraria a la nuestra. ¿Seremos, desde ya, capaces de soportar tranquilos esta posibilidad? ¿Practicaremos la democracia del corazón, fuente interior de la democracia política? Antes que esto, ¿seremos capaces de entender, por ejemplo, que haya gente mapuche que no vaya a votar?

La paz de resucitado sea con ustedes.

¿UNA REVOLUCIÓN DENTRO DE ESTA REBELIÓN?

Fue una rebelión. La violencia fue inaudita. La alegría, también. Los columnistas más serios reconocen que es temprano para dar explicaciones concluyentes.

Hablan los muros: “Cuando la tiranía es ley, la revolución es orden”. ¿Una revolución dentro de una rebelión? El terremoto del 2010, dicen, movió el eje de la tierra. La explosión de octubre pasado nos ha alterado la vida probablemente para siempre. Fue como si se expresaran las más diversas rabias al mismo tiempo. ¿Había ocurrido algo así? Las transformaciones en curso parecen revolucionarias. Puede que lo sean.

Una de estas tiene que ver con las condiciones materiales de la vida. La ciudadanía ha reaccionada airada porque, por años, se ha sentido engañada, abusada, oprimida, maltratada y herida en su dignidad, y tiene pruebas para demostrarlo. Se nos dice que “Chile será la tumba del neoliberalismo”. En las otras personas, los chilenos nos hemos reconocido que somos un pueblo. Rebrota la importancia de lo comunitario, de lo social. ¿De la solidaridad? ¿De cargar unos con otros? Talvez. Pero es difícil imaginar que el individualismo que genera el liberalismo económico que nos convierte en consumidores vaya a disiparse muy rápido.

Otra transformación se da en el plano de las identidades. La homogeneidad uniformante revienta. La heterogeneidad exige derechos. Hablan las murallas: “Marcho para que la diversidad también importe”. Las mujeres, las minorías sexuales y los pueblos originarios reclaman indignados un merecido reconocimiento. Ha sido impresionante ver flamear la bandera mapuche por doquier. Será muy difícil, esta vez, negarse a restituir a los mapuche el carácter de pueblo que la República les quitó el siglo XIX.

Tercera transformación: se acusan cambios significativos en las relaciones de poder. Se desconoce autoridad a quienes tienen poder o investidura. Las instituciones apenas encausan las demandas ciudadanas. A los soldados se les trata sin miedo, a cualquiera dirigente se le saca la madre, a los curas para qué decir. Talvez nunca antes la distancia generacional había sido tan acentuada. Jóvenes y viejos tenemos la cabeza formateada de otra manera. Pero, quizás, las nuevas generaciones se politicen y voten por una nueva Constitución. Si no lo hacen, estaremos verdaderamente en problemas.

Una cuarta transformación, me extiendo en ella, es de índole espiritual. En el campo católico, hace rato que la jerarquía eclesiástica no canaliza las necesidades más hondas de los fieles. Aun antes de la enorme crisis debida a los abusos sexuales y encubrimientos del clero, los católicos no encuentran en sus líderes los representantes que interpreten con creatividad el Evangelio. Entre los obispos y los curas por un lado, y los fieles, por otro, se ensancha un foso de incomunicación y de incomprensión.

La fatiga de las instituciones tradicionales mediadoras del sentido, como es el caso de la estructura de gobierno en la Iglesia católica, sin embargo, no impide la actividad del Espíritu fuera de ella, para decirlo en términos cristianos. La rebelión de octubre, estoy convencido, también ha sido una explosión espiritual de un pueblo que exige su dignidad. Es cierto que algunas de las expresiones del descontento son aterradoras, deplorables y para nada espirituales. Pero, como en la vida misma de las personas, en los acontecimientos sociales es necesario discernir lo que tiene un valor trascendente, distinto de lo que no lo tiene y, aún más, encontrarlo en aquello que parece pura porquería.

Los grafitis a veces dicen verdades muy hondas. Incluso en expresiones perturbadoras puede haber un genuino desahogo espiritual: “K viva el Kaos”, “Organiza tu caos”, “@sentir solo sentir” o “Mata tu paco interior”. El anarquismo, y el nihilismo que suela animarlo, guarda algún parentesco con el Jesús que no creyó más que en Dios, y lanzó amenazas contra el templo de Jerusalén y los sacerdotes que traicionaban su razón de ser. A estos los desafió sin respeto: “No quedará piedra sobre piedra”. En las baldosas de la plaza Victoria, a metros de la catedral de Valparaíso entera pintarrajeada, un inspirado escribió: “Hasta que valga la pena vivir”. La vida ha de tener sentido. Si no lo tiene, la lucha es el camino para encontrarlo.

El curso que seguirá la explosión social es desconocido. Habrá de entendérsela lo más posible. Pero aún sin muchas claridades, a tientas, será preciso gobernar un proceso que si no es revolucionario merece considerárselo como tal, sea porque la violencia debe ser frenada en seco sea porque los cambios señalados, si se los encausa, pueden fortalecer extraordinariamente la convivencia y las instituciones.

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