Es difícil a 30 ó 35 años de distancia evaluar la importancia del Concilio Vaticano II. Normalmente los grandes concilios han terminado de ser “recibidos”, asumidos y llevados a la práctica, en cuestión de siglos. El caso del Vaticano II tomará tiempo en producir los cambios que impulsó. Por su originalidad en el modo de plantearse y desarrollar sus temas, por el consenso alcanzado en la votación de sus documentos y por la inmensa alegría que su aprobación provocó en la Iglesia, ha debido ser único y uno de los más grandes.
Más que un cuerpo de documentos compilados en un libro, el Concilio ha sido un acontecimiento eclesial con pasado, presente y futuro. Una tradición de 2000 años no avanza más que de a poco. Sin novedad se muere, sin su antigüedad pierde el rumbo. En el pórtico del Tercer Milenio corresponde a las nuevas generaciones discernir la gran Tradición de la Iglesia respecto de tradiciones, ropajes culturales y modos de ser cristiano que en el pasado verificaron la acción del Espíritu pero que hoy amenazan sofocarla.
El Vaticano II se dedicó de un modo prioritario a recomprender la identidad y la misión de la Iglesia. Juan XXIII le dio como tarea que “el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (octubre de 1962). Pablo VI explicó los fines del Concilio en los siguientes términos: “El conocimiento o, si se prefiere de otro modo, la conciencia de la Iglesia, su reforma, la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos y el coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo” (septiembre de 1963). A lo largo de sus documentos, el concilio penetra en el misterio trascendente de la Iglesia con miras a “encarnarla” otra vez en el mundo que le ha tocado vivir, época de cambios incesantes y extraordinarios, en pos de la salvación de la humanidad.
Una Iglesia espiritual
El Concilio comprende a la Iglesia en una óptica fundamentalmente espiritual.
El mismo Concilio tuvo un origen espiritual. Para la conmemoración de la conversión de San Pablo del año ‘59, el Papa Juan XXIII cuenta: “brotó en nuestro corazón y en nuestros labios la simple palabra Concilio Ecuménico”. “Un toque inesperado, un haz de luz de lo alto, una gran suavidad en los ojos y en el corazón; pero, al mismo tiempo, un fervor, un gran fervor que con sorpresa se despertó en todo el mundo en espera de la celebración del Concilio” (octubre de 1962). A lo largo de su desarrollo, los obispos participantes tuvieron la impresión de estar viviendo un nuevo Pentecostés.
Sin perjuicio del carácter concreto y visible de la institución y jerarquía eclesiástica, a lo cual se refiere abundantemente en documentos y capítulos, el Concilio destaca el origen trinitario y el talante místico de la Iglesia. En tanto Dios quiere la salvación de todos los hombres y la procura por medio de su Hijo, “la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). La sacramentalidad de la Iglesia, en consecuencia, no se reduce a siete sacramentos sino que se verifica en muchos otros gestos que no por ser humanos dejan de ser religiosos (pensemos en la solidaridad con los pobres y la lucha en defensa de los derechos humanos).
La Iglesia del Vaticano II ha querido ser carismática por diversos conceptos. La fabulosa renovación de la teología del siglo XX permitió a la Iglesia del Concilio ampliar su visión de la actuación del Espíritu en el mundo y, como resultado de ello, revalorar su relación con el mundo. Supuesto que el mundo es creación de Dios y que Dios actúa en él y no sólo en su Iglesia, la Iglesia ha de vivir atenta a los “signos de los tiempos”, procurando “discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios” (GS 11). La Iglesia, a la luz de Jesucristo, debe enseñar al mundo en qué consiste el verdadero progreso humano, pero ella misma no lo sabrá si no está dispuesta a auscultar este progreso en los acontecimientos mundanos de los que ella también es parte.
Esta visión “democrática” (y no “monopólica”) del Espíritu, la tradujo la Iglesia del Vaticano II en nuevas relaciones “hacia adentro” y “hacia fuera”. “Hacia adentro” el Concilio promueve la colegialidad del episcopado y el sacerdocio universal de todos los bautizados. La clave de la reforma litúrgica es la participación. Si hasta entonces la liturgia se centraba en la acción del sacerdote (de espaldas al pueblo), desde ahora el sacerdote encabeza la oración común y estimula la participación consciente (en lengua inteligible) de los fieles. La concelebración eucarística, además, expresa la unidad y la comunión de los ministros en torno a Cristo Sumo y Eterno Sacerdote.
“Hacia fuera” la Iglesia del Vaticano II busca la unidad con las otras confesiones cristianas, con las demás religiones y con toda la humanidad, en las cuales también advierte su vocación a Cristo y reconoce gracia para alcanzarlo. Lejos de considerar a los demás herejes y condenados, afirmando empero la necesidad de la Iglesia Católica, el lenguaje del Concilio hacia los “hermanos”, “parientes” y “vecinos” religiosos, como hacia los ateos y cualquier ser humano, es respetuoso, amistoso e incluso cariñoso. Consciente de lo que separa, el Concilio busca lo que une y no excluye a nadie.
Por esos años la Iglesia, tal vez como nunca en toda su historia, gozó de independencia política para establecer su doctrina. La Iglesia del Vaticano II tuvo libertad -don de la Modernidad, según Juan XXIII, pero sobre todo don del Espíritu- y quiso ser libertaria. Dio acceso directo a la lectura de la Biblia. Derogó el Índice de libros prohibidos. Contó con la iniciativa de los laicos. En Dignitatis Humanae, uno de sus documentos más progresistas, exigió de los Estados independencia política y libertad de conciencia no sólo para sí misma y sus fieles, sino también para cualquier religión y para todo hombre en general. Acabó así con la ilusión de la cristiandad, la utilización del poder político para implantar la Iglesia y la utilización de la Iglesia para asegurar los intereses del Estado. Los obispos del Concilio, en fin, tuvieron la libertad y la suficiente fe en Dios para poner en juego la sabiduría del cristianismo en el debate universal de los valores.
La Iglesia del Vaticano II, como templo del Espíritu, no sólo se sabe santificada por Cristo su esposo, sino que aspira a la santidad. Los papas quisieron su reforma. Sobre todo, el concilio abrió a manos llenas la posibilidad de la santidad a los laicos. Si antes del Concilio prevalecía la teología de los “estados de perfección”, según la cual los clérigos y los religiosos llevaban la delantera a los laicos “por definición”, ahora con María a la cabeza la santidad compete a todos por igual.
Es el Espíritu Santo, por último, el que otorga a la Iglesia del Concilio un carácter histórico y dinámico. La Iglesia entronca con el pueblo de Israel y desde la Nueva Alianza sellada en Cristo, constituye el nuevo Pueblo de Dios, tiene a Cristo por cabeza y camina humildemente en la historia con el resto de la humanidad, siguiendo la inspiración del Espíritu, y sólo al final de esta peregrinación histórica alcanzará la perfección y la plenitud definitivas.
Una Iglesia servidora
La Iglesia del Vaticano II no es autorreferente, está centrada en Cristo y abierta al mundo por el cual Cristo ha dado su vida. Ella tiene hacia el mundo los mismos sentimientos de Cristo. Decía Pablo VI: “Que lo sepa el mundo: la Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito, no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo” (septiembre de 1963). La Iglesia no se entiende más que procurando que este mundo alcance el Reino inaugurado por Cristo. La Iglesia es mundo y es Reino: es ya Reino en el mundo y mundo en vía de convertirse en Reino (cf. LG 5).
Si la salvación de la humanidad es el servicio más propio de la Iglesia, el Vaticano II se caracteriza por proclamar que esta salvación es universal y terrena. La Iglesia católica es necesaria, no superflua para la salvación del mundo, pues ella tiene la interpretación auténtica de qué se entiende por Cristo y qué no, y porque en ella se dan todos los medios dispuestos por Cristo para la salvación. Junto con esta doctrina, el Concilio cuenta también con otra doctrina, aparentemente contradictoria, según la cual hay verdad cristiana, bajo otros nombres, en las distintas culturas y religiones, porque la gracia de la salvación alcanza a toda la humanidad por vías sólo por Dios conocidas. El Vaticano II pasará a la historia por haberse atrevido a proclamar que Dios quiere y puede la salvación de todos los hombres, encomendando a la Iglesia el desafío de hacer inteligible esta verdad con hechos y palabras inserta en la historia humana.
La salvación anunciada por el Concilio, además de universal se caracteriza por ser terrena. El fin de la humanidad es por cierto la vida eterna. Sin embargo, el Concilio ha procurado mostrar la relevancia que tiene la expectativa del “más allá” celestial para el “más acá” terrenal. También por esta razón el Vaticano II pasará a la historia. Pablo VI se pregunta sobre el “valor humano” del Concilio: “¿ha desviado acaso la mente de la Iglesia en Concilio hacia la dirección antropocéntrica de la cultura moderna? Desviado, no; vuelto, sí”. Esta solicitud humana es pastoral. Sigue el Papa: “La mentalidad moderna, habituada a juzgar todas las cosas bajo el aspecto del valor, es decir, de su utilidad, deberá admitir que el valor del Concilio es grande, al menos por esto: que todo se ha dirigido a la utilidad humana; por tanto, que no se llame nunca inútil una religión como la católica, la cual, en su forma más consciente y más eficaz, como es la conciliar, se declara toda en favor y en servicio del hombre” (diciembre de 1965).
El concilio en América Latina
Además de “espiritual” y “servidora”, la Iglesia del Concilio ha querido ser “católica”. Desde el Vaticano II en adelante asistimos a un episodio extraordinario en la historia del cristianismo. La Iglesia de Juan XXIII y Pablo VI no sólo ha buscado integrar otros modos de ser Iglesia de Cristo, sino que ha auspiciado decididamente su surgimiento, como si no temiera que la diversidad reventara la unidad. Desde entonces y en todas partes, se habla de la Iglesia latinoamericana, la Iglesia europea, la Iglesia africana, la Iglesia asiática, etc. Y el estímulo a la colaboración en Conferencias Episcopales ha llevado incluso a hablar de Iglesia chilena, brasileña, mexicana. En otras palabras y aunque las tensiones de los últimos años parezcan desmentir esta tendencia, el Concilio legitimó la posibilidad de expresar la fe y vivir la eclesialidad en distintas culturas, y no sólo al modo europeo y romano. Los padres conciliares tuvieron la teología suficiente para advertir que la unidad se juega a un nivel más profundo, que la comunión es posible en diversos grados y que si la Iglesia no es “universal” arriesga convertir la institución en secta y la revelación cristiana en cifra esotérica.
Salvo raras excepciones, el Concilio en América Latina fue muy bien recibido. Hasta ahora ha sido fuente de inspiración y de cambios eclesiales y pastorales extraordinarios. A poco de su conclusión, la Conferencia episcopal de Medellín asumió el desafío de aplicar el Concilio en el Continente. Por la misma senda abierta por el Vaticano II, la Iglesia latinoamericana quiso auscultar los signos de los tiempos en el territorio americano. También en América Latina la Iglesia se ha pensado a sí misma en su contexto preciso. Bajo el impulso del Concilio se han desarrollado múltiples esfuerzos teológicos por reflexionar sobre el Continente, sobre su historia y sobre la tarea que los cristianos tienen en él.
En las Conferencias Episcopales siguientes de Puebla (1979) y Santo Domingo (1992), aparte de los conflictos de distintos sectores eclesiales por llevar las aguas al propio molino, predomina la misma intuición de fondo: una nueva evangelización de América Latina supone una latinoamericanización de su Iglesia. Si al abrirse a los acontecimientos de los años sesenta Medellín exigió verificar la salvación eterna como liberación de los pobres; si al profundizarse el contacto de la Iglesia con los pobres Puebla proclamó una “opción preferencial” por ellos; en Santo Domingo la Iglesia latinoamericana, cada vez más consciente de la diversidad, originalidad y riqueza de la humanidad del Continente, exige una inculturación del Evangelio, una adecuación y no una imposición del Evangelio a las diversas culturas.
La Teología de la Liberación ha estado a la base de la transformación de la Iglesia latinoamericana, habiéndose nutrido a la vez de ella. Por cierto, la relación de los teólogos latinoamericanos con los pastores, en especial con Roma, ha sido tensa y difícil. Pero así como no cabe imputar desviaciones mayores a la fe a un movimiento de vida y reflexión cristiana que, impulsado por un Concilio Ecuménico, avanza entre pruebas y errores, tampoco puede negarse que Juan Pablo II en persona ha sido también un gran promotor de este cristianismo latinoamericano.
En fin, del Vaticano II no es posible echar pie atrás sin dar la espalda a los graves desafíos actuales a la fe que lo justificaron y sin renunciar a la extraordinaria renovación eclesial que ha generado entre nosotros y tantas otras partes.