Aparecida ha sido un acontecimiento eclesial. Disponemos de un Documento conclusivo. Pero Aparecida fue también un encuentro de la Iglesia latinoamericana representada por sus obispos y en colaboración con sacerdotes, diáconos, religiosos, expertos e invitados ecuménicos.
No es intención aquí dar cuenta cabal de lo ocurrido. Tocamos un solo punto, un solo tema, porque la V Conferencia ha querido darle importancia: Aparecida llama a la Iglesia de América Latina y del Caribe a misionar. Benedicto XVI, en la carta que autoriza la publicación del Documento final, respalda esta motivación de la Conferencia: “ha sido para mí motivo de alegría conocer el deseo de realizar una Misión Continental que las Conferencias Episcopales y cada diócesis están llamadas a estudiar y llevar a cabo, convocando para ello a todas las fuerzas vivas, de modo que caminando desde Cristo se busque su rostro”.
Este artículo ofrece una reflexión que ayude a comprender esta intención misionera. Se lo hace acogiendo las sugerencias más ricas del Documento Conclusivo, teniendo en cuenta el contexto que reclama de la Iglesia una acción evangelizadora y las intuiciones de fondo de las últimas conferencias episcopales.
Necesidad de misionar
No es nuevo que la Iglesia quiera embarcarse en una tarea evangelizadora. Hay un impulso originario en el cristianismo por anunciar la salvación a todos los pueblos y a bautizarlos en el nombre del Dios trino.
En el presente concreto de América Latina, sin embargo, la necesidad urgente de misionar dice relación con una percepción de desgaste del catolicismo latinoamericano. La fe cristiana ha penetrado la cultura del continente. El cristianismo ofrece una religiosidad que alimenta la vida de nuestros pueblos. Los católicos siguen siendo una inmensa mayoría. Pero algo está cambiando. El Papa dijo al inicio de la Conferencia: “Se percibe (…) un cierto debilitamiento de la vida cristiana en el conjunto de la sociedad y de la propia pertenencia a la Iglesia católica debido al secularismo, al hedonismo, al indiferentismo y al proselitismo de numerosas sectas, de religiones animistas y de nuevas expresiones seudoreligiosas” (nº 2).
Esta situación proviene de cambios avistados hace ya cuarenta años atrás por el Concilio Vaticano II (Gaudium et Spes 4-10). Estos cambios se han agudizado. Aparecida sostiene que, en la sociedad del conocimiento, en tiempos de globalización, las personas necesitan mucho más información para funcionar, pero a la vez sufren la fragmentación de la información política, económica, científica, etc., resultándoles muy difícil unir tanta información y no frustrarse. El discernimiento de este signo de los tiempos se apoya firme en las ciencias sociales, pero no se reduce a ellas. El texto recuerda que Dios debe seguir constituyendo el fundamento de la unidad de la vida humana. Pero el problema es hoy aún mayor. En la medida que la transmisión de la fe de una generación a otra es alterada por estos fenómenos, el catolicismo latinoamericano tradicional ha comenzado a diluirse. Y, aunque el Documento no lo diga, las autoridades de la Iglesia en una sociedad pluralista y democrática no logran representar la unidad que, en nombre de Dios, están llamadas a fomentar. La misma institución eclesial tiende a ser desplazada de la arena pública. Sus noticias no son noticia. Una sociedad que funciona en otros registros parece no necesitar de una autoridad superior que la unifique.
Necesidad de un texto
Las noticias llegadas de Brasil nos hablaron de un clima espiritual de gran concordia, lo cual se debió, probablemente y entre otras cosas, al contacto con la feligresía sencilla reunida en el templo mariano y a la celebración cuidada de la Eucaristía.
Una experiencia así de rica no puede pasar inadvertida. En Aparecida primó el espíritu de comunión de una Iglesia que goza con verse reunida, rezando y bien dispuesta a anunciar a Jesucristo. En Aparecida la Iglesia recuperó algo de la identidad latinoamericana que, desde los tiempos de Helder Camara y Monseñor Larraín a nuestros días, ha debido conquistar paso a paso.
La Conferencia se realizó ensombrecida por Santo Domingo. En la IV Conferencia la interferencia del Vaticano fue traumática. El Documento que sintetizó los resultados de las conferencias locales llegó a poner entre paréntesis su “recepción”, es decir, la acogida que el pueblo de Dios hace de un concilio o de una doctrina. Aparecida no podía transformarse en otro Santo Domingo. Queda la impresión, por ello, que el resultado de la Conferencia tiene mucho que ver con la reconquista del derecho a una Iglesia latinoamericana.
La redacción del Documento fue una opción. Pudo no habérselo escrito. Pudo haber bastado el Documento recién señalado, que había dejado una muy buena impresión. Pero se prefirió escribir un texto nuevo. El texto impulsa a una misión. Y, tal vez sin quererlo la Conferencia expresamente, la unidad, la comunión y la intención ecuménica de la Iglesia vivida en Aparecida, no solo es necesaria para misionar sino que por sí misma, en tiempos de individualismo, fragmentación y exclusión social, tiene fuerza misionera.
Una misión posible
Aparecida nos manda a misionar. El texto fue aprobado de un modo prácticamente unánime. El Espíritu sopla en esta dirección. Debemos plantearnos seriamente cómo nos convertiremos en misioneros. Si Dios ha hablado, la Iglesia latinoamericana entera tendrá que renunciar a su complacencia, revisar las modalidades pastorales que impiden la acogida del Evangelio y crear otras nuevas que lo hagan posible.
El encuentro con Cristo
La convicción básica de la Conferencia es que no se puede ser misionero si no se es discípulo y, por otra parte, que ningún discípulo puede eximirse de la misión, porque el mandato de anunciar a Jesucristo a todas las naciones está inscrito en su bautismo (Mt 28, 19).
La novedad de este planteamiento estriba en que, en las actuales circunstancias, el discípulo-misionero o el misionero-discípulo, no podrá ser tal si no tiene “un encuentro personal y comunitario con Jesucristo” (DA 11). El catolicismo se erosiona día a día, sin una auténtica experiencia de Dios en Cristo. Esta convicción estaba ya presente en los documentos anteriores. En el Documento Conclusivo se nos dice: “No resistiría a los embates del tiempo una fe católica reducida a bagaje, a elenco de normas y prohibiciones, a prácticas de devoción fragmentadas, a adhesiones selectivas y parciales de las verdades de la fe, a una participación ocasional en algunos sacramentos, a la repetición de principios doctrinales, a moralismos blandos o crispados que no convierten la vida de los bautizados” (12). Sin un encuentro vivificante con Cristo, la fe cristiana “corre el riesgo de seguir erosionándose y diluyéndose de manera creciente en diversos sectores de la población” (13).
La expresión “encuentro” para referirse a la experiencia espiritual es especialmente rica. El encuentro con Dios en uno como nosotros, el hombre Jesús y nuestro hermano, en quien se generan relaciones comunitarias simétricas y fraternas, constituye un modo muy feliz de hablar de la experiencia cristiana de Dios.
La experiencia de Dios como “encuentro” con Cristo tiene un anclaje antropológico que orienta aún mejor lo que Aparecida nos pide. Podemos decir que “encuentro” alude a lo que puede ocurrir entre dos personas. Así de simple y hermoso. Así de complejo y peligroso. Cuando el encuentro es tal que ambas personas se constituyen una a partir de la otra, se abre naturalmente a la amistad de terceras personas, constituye una comunidad y permite reconocer la comunidad que, tal vez imperceptiblemente, sostenía y posibilitaba estas relaciones.
El Documento indica dónde podremos encontrar a Cristo. En la escucha de la Palabra, en la participación en la Eucaristía, en María, en los santos, en la religiosidad popular… Todo queda supeditado, sin embargo, a un encuentro que, para ser cristiano, debe ser insustituiblemente personal. Puede faltar quien anuncie la Palabra, puede faltar quien celebre la Eucaristía, pero no puede faltar el encuentro con el prójimo. La Palabra y la Eucaristía apuntan a un encuentro de los hombres en Cristo. La lectura de la Palabra tiene una fuerza misionera extraordinaria. En torno a ella se han creado comunidades cristianas de todo tipo, en diversos sectores sociales, cuyo centro lo constituye el compartir las personas su vida. También la Eucaristía tiene una razón de ser misionera. En ella se da por excelencia la vida compartida entre hermanos en Cristo y con Cristo, que los reúne en un mismo Padre en virtud del Espíritu de amor y de comunión universal.
Pero el sello misionero último del encuentro con Cristo lo pone el encuentro con el hombre despojado y abandonado en el camino. El Buen Samaritano es el misionero cristiano (cf. Lc 10, 29-37). Pues ocurre que, de hecho, la escucha de la Palabra y con mayor razón la participación en la Eucaristía no están a la mano de tantos bautizados latinoamericanos. La Iglesia no tiene capacidad pastoral para atender tantas necesidades. Y, por otra parte, ella queda atrapada en las decisiones que ha tomado para custodiar ese encuentro con Cristo. La misa incluye y excluye. La indicación de Aparecida de encontrar el rostro de Cristo en el rostro del pobre, libera a la Eucaristía de convertirse en una reunión de privilegiados. El amor a los pobres salva a la Iglesia de sus propios límites y la encamina a su misión universal.
Encuentro con el pobre
Aparecida ha querido “ratificar y potenciar” (396) la opción preferencial por los pobres. Los pobres de hoy son sobre todo aquellos que “no son solamente explotados sino sobrantes y desechables” (65). La V Conferencia confirma la índole cristológica de la opción por los pobres. En tres oportunidades el Documento detalla in extenso cuáles son hoy los rostros latinoamericanos que merecen una atención especial (cf., 65, 402, 407-430). Estos son los rostros de Cristo. Un cristiano no puede eludirlos. Afirma el texto: “El encuentro con Jesucristo en los pobres es una dimensión constitutiva de nuestra fe en Jesucristo. De la contemplación de su rostro sufriente en ellos y del encuentro con Él en los afligidos y marginados, cuya inmensa dignidad Él mismo nos revela, surge nuestra opción por ellos” (257). Los pobres remiten a Cristo, porque es Cristo que se identifica con ellos: “todo lo que tenga que ver con Cristo, tiene que ver con los pobres y todo lo relacionado con los pobres reclama a Jesucristo” (393).
Según Aparecida hay muchas maneras de ser pobre en América Latina. Se podría pensar que el concepto mismo de pobre ha sido descrito hasta desvirtuárselo. Pero no. La importancia dada a los innumerables rostros de pobres corre en paralelo a la convicción de Aparecida –presente de punta a cabo en el Documento- acerca del carácter “no-optable” de la “opción”. No hay cristianismo que pueda esquivar la mirada del Cristo pobre porque es precisamente esta la primera mirada que debiera captar nuestra atención.
La V Conferencia nos lleva aún más lejos. Citando al Papa, nos recuerda que hay otra pobreza, la peor de todas, la de no reconocer la condición antropológica básica de todo ser humano ante el misterio de Dios y de su amor, que “es lo único que verdaderamente salva y libera” (405). Es pobreza no reconocer nuestra pobreza. Reconocerla, en cambio, constituye la condición sine qua non de relaciones humanas fundadas en un Dios que ama a todos sin exclusión. El encuentro con el pobre anticipa y esclarece un encuentro entre personas independientemente su origen y condición. Tiene de suyo, por tanto, un alcance universal.
La pregunta misionera es entonces cómo anunciar al pobre el Evangelio de la vida. Pero, hay una pregunta anterior. Es esta: ¿cómo dejar que el pobre nos mire y nos diga que Dios no quiere su sufrimiento? Sólo puede haber misión cristiana allí donde las personas que se encuentran se enriquecen mediante un empobrecimiento recíproco. Aún más, la misión cristiana se constituye en misión universal cuando consiste en encuentros con aquellos que evitamos encontrar, con esos rostros y esas miradas que han sido eludidos porque habría sido demasiado oneroso hacerse cargo de ellas. Esta misión tiene sentido, en definitiva, porque hay un mundo de víctimas que necesitan que se les anuncie el Evangelio. Víctimas inocentes que, por otra parte, comprenden mejor el Evangelio y son sus primeros misioneros. Para Aparecida los pobres son sujetos, son protagonistas, son capaces de evangelizarnos (cf., 398).
¿Cómo hacer…?
El Documento puede ser releído preguntándose cómo es efectivamente posible aquel encuentro personal y comunitario con Cristo. Por lo mismo correspondería preguntarse: ¿cómo se forman misioneros, cristianos en general, seminaristas, religiosas capaces de encontrarse con los demás? ¿Cómo se aprende a mirar a los que en la sociedad o en la misma Iglesia son mal mirados? ¿Qué tipo de comunidades facilitan encontrarse unos con otros?
Convendría tener en cuenta que allí donde la Iglesia promueva y favorezca encuentros con Cristo pobre, será de veras misionera porque, en tiempos de desintegración social y soledad, responderá a la mayor de las necesidades con comunidades solidarias y fraternas.
Muchas otras cosas se pueden decir de Aparecida. Si se lee su Documento en la perspectiva de su intención misionera, tendrá que reconocerse que mantener invariada la opción preferencial por los pobres por cuarenta años, desde Medellín hasta ahora, probablemente constituya a futuro la causa más importante de que América Latina continúe siendo cristiana.