En el fragor de la crisis universitaria a muchos, no sin razón, parecerá que la P. Universidad Católica de Chile no tiene títulos para participar en la discusión con legitimidad. A sus alumnos y académicos el asunto no los perjudica. La PUC está asegurada. Es más, nosotros mismos, los académicos de la PUC debemos reconocer que miramos la realidad a través de un velo. Nuestro habitat intelectual actual fraguó en la dictadura militar. En la PUC todavía hay miedo. ¿Por qué? Identifico dos factores: la apoliticidad que la distingue, y un catolicismo pomposo y muy controlador. Nos cuesta entender los problemas políticos. Tenemos una falla en la empatía.
Esto, afortunadamente, no es toda la realidad de la PUC. En ella siempre se ha dado también una fuerte conciencia de pertenencia a una institución con sentido social, con vocación se servicio público y “católica” en el sentido ortodoxo del término. Católica, es decir, universal; capaz de ir más allá de sus intereses inmediatos; pluralista y abierta a todos los problemas que nos puedan aquejar como personas y como sociedad.
El caso es que un grupo significativos de académicos de la PUC nos estamos reuniendo, impactados por la injusticia de la educación chilena. Han sido necesaria enormes manifestaciones, y desgraciadamente actos de fuerza y de violencia, para caer en la cuenta de lo tremendo que puede ser para una familia pobre lograr que un hijo entre a la universidad, pero que egresado de ella tenga que pagar una deuda que gravará su futuro por años. El grupo de académicos de la PUC nos hemos reunido en torno a una Declaración frente a la crisis de la educación (cf. El Mostrador).
Hablo por mí mismo, tras escuchar muchas y muy diversas opiniones. Veo que se necesitan cambios a tres niveles.
Urge legislar. Se necesita una ley justa. Comparto la Declaración: “…la búsqueda de propuestas claras y abordables de definición de objetivos precisos para el mejoramiento de la convivencia social a través del mejoramiento de la educación, nos llevan a proponer derechamente el reemplazo de la normativa universitaria vigente desde la imposición de la ley de 1981, que muchos consideramos espuria, en muchos sentidos abusiva y carente de legitimidad democrática”. En lo inmediato, necesitamos una ley que se haga cargo del incremento de los universitarios de los últimos 20 años y tenga cuenta de los sueldos misérrimos de las familias chilenas.
A mediano plazo parece que necesitamos un cambio institucional mayor. El problema de Chile es político. Las inquietudes políticas no están pasando suficientemente por los políticos. Pero no por mala voluntad de estos. La institucionalidad no contiene la realidad. Necesitamos una Constitución que encauce las demandas reales de participación de una sociedad nueva bajo muchos respectos. ¿Cuánto aguantará la actual Constitución? Parece un cántaro agrietado.
A largo plazo, o mejor, en perspectiva de gran angular, debemos discutir acerca de la persona y la sociedad que queremos formar. Existe en Chile un malestar clamoroso en contra de la mercantilización de la vida. A los mapuches les dividieron las tierras y las plantaciones de pinos les secaron las napas; a los enfermos, de noche, les subieron los precios de los remedios; a los consumidores les repactaron las deudas unilateralmente… ¡Alguna universidad, tiempo atrás, compró a otra la cartera de estudiantes!
¿Qué es lo que realmente queremos? ¿Qué país? Me hago esta pregunta como académico de la PUC. No tengo la respuesta, solo un puñado de ideas. Hago mías, por esto, las palabras de la Declaración de mis colegas: “Mantener el silencio que hemos guardado por tantos años nos hace cómplices de una situación en la cual se entrega a las leyes del mercado lo que debe ser, en cambio, un territorio custodiado por los criterios de la excelencia, la solidaridad, el servicio y la voluntad de actuar enfrentando desafíos que son propios del Chile del siglo XXI”.
Ayer por la mañana el Rector de la PUC se reunió con un grupo numeroso de profesores preocupados por la agitación universitaria. Por mi parte, asistí a la reunión con la intención de oír y formarme una opinión en un tema que reconozco que me queda grande, pero que debo conocer. Temía que el Rector pudiera tomar la palabra para sofocar nuestra inquietud. Por el contrario, agradezco ahora su llaneza para escuchar las numerosas intervenciones de los colegas y su apertura para seguir pensando.
Tengo ahora una primera opinión que quiero compartir con los que participamos en la reunión, y con otros que no asistieron pero que debieran interesarse. Me la he formado releyendo los apuntes que tomé. Lo hago con franqueza, pero no quiero herir a nadie.
Nuestra universidad entra en el debate universitario con los “pantalones rotos”: carece de credibilidad. No la tiene porque los “otros” no le reconocen legitimidad; y porque “nosotros” adolecemos de un vicio epistemológico que todavía no hemos podido superar: estamos cegados ante un problema que deseamos arreglar, sin antes darnos cuenta que somos sus causantes.
El síntoma de la ceguera epistemológica es, lo dijeron varios, el miedo. En la PUC aun hay miedo. Los factores de miedo, a mí entender, son dos: la apoliticidad y un tipo de catolicismo no-católico. Ambos, aliados o por separado, se hicieron fuertes en la PUC en los años de la dictadura militar y, no obstante el paso de los años, resisten y nos impiden hacer lo que nuestras mejores voluntades quieren hacer.
¿Cómo podemos pretender contribuir a una reforma justa de la educación, en vista a la edificación de un país compartido, si no reconocemos que el problema es político? ¿Que la educación tiene que ver con “todos” los asuntos sociales? Aparentemente el gremialismo despolitizó la PUC. El país estaba dividido a un grado insoportable. Pero, en realidad, el gremialismo politizó la universidad anulando su pluralismo. La “apoliticidad” de la PUC hoy inspira miedo entre los académicos, desvía la investigación, inhibe la creatividad. ¿Cómo se sale de esto? Los jóvenes sortearon esta dificultad hace muchos años. Habrá que pedirles consejo a ellos. Hay que reconocer que se necesita abrir un espacio a un pluralismo político en la PUC y que es difícil hacerlo. Lo primero que hay que reconocer es que el miedo a una re-politización de la PUC, por sí mismo, genera miedo.
El otro factor de miedo es la consolidación de un catolicismo-no-católico en la PUC, que tiene variadas fuentes, que se ha instalado a un alto nivel y que logra penetrar sinuosamente en las conciencias, en particular en las de los académicos de las ciencias humanas. El Rector, sin referirse a esto, apuntó en la dirección exacta: la posibilidad de confundir la catolicidad de una universidad (= búsqueda apasionada de la verdad, verdad que no se agota en la pluralidad de accesos que permite el Cristo poliédrico) y la piedad de las personas particulares. Fatal. Consecuencias: exclusión (de los que no están a la altura de la doctrina o vida cristiana) y simulación (de ortodoxia). Esta confusión, mezclada aún con la apolitidad mencionada, nos ha incapacitado para ver con honestidad los problemas del país y nos deslegitima ante las otras universidades y ante el país. La Iglesia es católica cuando es universal: abierta a todas las voces. La Iglesia Católica es el antónimo preciso de la secta, la agrupación que se cree poseedora de la verdad absoluta. Por lo mismo, un catolicismo-no-político es equivalente a una política-no-católica.
¿Seremos los integrantes de la PUC capaces de modificar el marco educacional de Chile fraguado en 1981? Por qué no. Eso sí, la universidad tendrá que reconocer que es un actor social que, como tal, solo puede participar en el debate político con sentido de autocrítica política. Tendrá que reconocer con dolor y vergüenza que ella fue la universidad por excelencia de la dictadura y en concreto de la implantación en Chile del neo-liberalismo que ha medido todo en dinero y ha convertido a los ciudadanos en consumidores.
Necesitamos hacer cambios. No podemos esperar que otros lo hagan por nosotros. Sea que tomemos la iniciativa sea que nos toque colaborar en ellos, los cambios deben ser “nuestros”. Pero la tradición de la Iglesia desconfía del monje que quiere reformar el convento y no quiere reformarse a sí mismo. Los cambios que haya que hacer deben comenzar con nuestra conversión.
También el diálogo para ser sincero y la misericordia para ser realmente desinteresada, necesitan un cambio en nosotros mismos. El diálogo se desprestigia cuando las partes no están dispuestas a entender la posición contraria. La misericordia también puede arruinarse cuando hace de la caridad con el prójimo un medio publicitario.
El diálogo y la misericordia, como otras virtudes, piden de nosotros hoy “recomenzar de Cristo” (Aparecida, 12). Hemos de descender muy al fondo de nosotros mismos hasta encontrar al Señor ante quien podemos reconocer sin temor que somos míseros y que nuestra Iglesia sea miserable (Benedicto XVI). Somos pecadores. Debemos convertirnos. La conciencia de pecado es una gracia que debemos pedir para sanar nuestras heridas, corregir nuestras actitudes, enderezar nuestras inclinaciones y reorientar la vida por donde el Señor quiera llevarla.
En las circunstancias actuales, hemos de reconocer, por ejemplo, que hemos mirado a la Iglesia desde fuera. La hemos criticado con facilidad. La hemos visto solo como una institución que necesita ajustes estructurales. No hemos recordado con ternura que ella es la Esposa de Cristo. No la hemos defendido como lo haríamos con nuestra madre.
El individualismo ambiental nos atrapa. Nos hace pensar que es cosa de elegir la Iglesia, siendo que ella nos eligió a nosotros primero. ¿No fue por el bautismo que recibimos la libertad de los hijos de Dios? ¿Podemos decir tan sueltamente a la Iglesia “no intervengas en mi vida”? Hemos de reconocer que muchas veces supeditamos nuestra pertenencia a la eternidad a nuestra conveniencia inmediata. Regateamos con ella. Nos aprovechamos de ella, como quien explota una mina, la abandona cuando se agota el mineral y parte a buscar otros piques.
La conversión que necesitamos nos exigirá mucha contemplación. Será el Espíritu del Cristo resucitado quien nos cambie. Un trabajo de conversión requiere inquirir muy atentamente qué quiere Dios de nosotros. Tendremos que leer correctamente los textos. Los textos de la Sagrada Escritura en primer lugar. Cristo, el hombre del Espíritu, representa para nosotros el criterio máximo de cómo se vive en sintonía con Dios.
Pero hay otros dos textos que también tendrán que ser leídos e interpretados. Uno es el texto de la historia personal: a cada uno el Señor le ha dicho algo único, que a nadie más le ha dicho. Todos somos originales ante el Padre. Cada cual debe descubrir en su propia historia el camino que Dios va haciendo, identificar el pecado propio, sufrir la imposibilidad que es uno para sí mismo y abrirse a la nueva vida que nos será dada. San Pablo lo expresó muy bien al decir “por mí” el Señor murió en la cruz. Por otra parte, de la experiencia de haber sido resucitados en Cristo dependerá la construcción de un país y un mundo de hermanos, y de una Iglesia capaz de contribuir a esta causa.
El otro texto es la historia colectiva. Son los acontecimientos de nuestra época, en los cuales hemos de auscultar los “signos de los tiempos”. Estos solo se descubren a la mirada contemplativa, a las mentes vigilantes, a las personas empáticas y conectadas con la vibración espiritual de su generación. El Espíritu que habilita a ver más adentro, es el mismo Espíritu que va gestando cambios colectivos significativos que representan un progreso en humanidad y que la Iglesia va reconociendo como el Evangelio a la medida de la época.
A través de un ir y venir triangular entre estos tres textos, nuestra conversión podrá ser honda y responder a la pregunta por la Iglesia que el país necesita. Por medio de este trabajo contemplativo, podremos incorporar en nuestra conversión la posibilidad de que se desmorone lo que no da para más y, sin llorar, nos pleguemos a la acción del Espíritu que reforma y reconstruye la Iglesia a través de trabajadores espirituales.
Las señales de una conversión a la altura de los cambios históricos serán la humildad y la creatividad. Ella consistirá en sumarse a la acción del Creador. No podrá ser nunca una obra voluntarística y menos un título que engrandezca el ego. Un quehacer que se aparte de la empresa recreadora de Dios, solo retardará la Iglesia que andamos buscando.
Cambio santidad por humanidad. Los esfuerzos por alcanzar la santidad de personas muy bien intencionadas, pero que las veo cada día más estereotipadas, ha comenzado a darme alergia. ¿Son tan buenas como quieren parecer? Ellas saben que no lo son. Esto me consuela. Se arrepienten de sus pecados como muchos no lo hacemos. Bien. Este es su aporte. Pero la vida cristiana consiste en algo más profundo. Cambio santos por personas profundamente humanas. Prefiero decididamente personas “humanas” en los dos sentidos del término: humanas porque se consideran pecadores y humanas por ser misericordiosas con los pecadores. Por aquí creo que va lo de Jesús. No porque haya sido él un pecador. No lo fue. Su máxima humanidad excluyó una posible inhumanidad. Su humanidad, por el contrario, consistió en su misericordia. Esto es lo que no veo claramente en las personas obsesionadas con la “santidad”. Estas, por el contrario, suelen apartarse y terminar incluso considerándose superiores a los que juzgan rezagados en el camino de la perfección, si no perdidos. Me hiere su hipocresía. La hipocresía, adivino, es la plataforma de despegue de la separación de lo sagrado y lo profano, separación que da la espalda al misterio de la Encarnación.
El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros…
En la Iglesia también se da una relación entre “pertenencia” y “representación”. El bautismo nos da pertenencia. La pertenencia es una necesidad humana básica. Necesitamos pertenecer. El parto nos da una pertenencia al género humano. El bautismo hace que esta pertenencia a la humanidad quede “atornillada” en nuestra pertenencia a la eternidad. No somos simplemente hijos de tal o cual papá o mamá, nativos de este pueblo o aquel, pertenecemos a la creación, Dios nos creó, a él pertenecemos, somos hijos e hijas de Dios, y hermanos y responsables de unos y otros. Pertenecer a la Iglesia es un modo más profundo de pertenecer a la humanidad. Así debiera ser. Los cristianos, en virtud del bautismo, por formar el Cuerpo de Cristo, tendríamos que vivir nuestra espiritualidad como una suerte de empatía cósmica, consistente en un co-pertenecer nosotros a las estrellas y las estrellas a nosotros. ¿En qué otra cosa pudiera consistir vivir el amor de Dios que amar el mundo como “cosa propia”, como una madre a la que le debemos todo, y que nos pertenece como ninguna…?
Esto tan hermoso se complica cuando se trata de organizarlo para que resulte. No es fácil pertenecer a los demás y que los demás nos pertenezcan, si los cristianos, nosotros al menos, no nos ponemos de acuerdo en cómo hacerlo. La Iglesia nos recibe, nos da un nombre y un pan para el camino, y también ella depende de que nosotros hagamos lo mismo con los demás, porque nosotros somos la Iglesia. Pero hay más: alguien tiene que representar este quehacer tan importante. Los cristianos necesitamos pertenecer a la Iglesia y que la Iglesia nos pertenezca, y necesitamos también que alguien nos represente, que dé la cara y saque la voz por esta manera nuestra de vivir la humanidad. Este es el sentido, dicho en cierto modo, de las autoridades eclesiales. Ellas nos representan en esta necesidad humana profunda de ser, pero también de llegar a ser hermanos y hermanas de cada persona nacida de una mujer. ¡Cosa para nada fácil!, como claramente se ve hoy, cuando los cristianos caemos en la cuenta de que nuestra condición de creyentes se aleja y aleja de la cultura contemporánea. ¿Cómo pueden nuestros obispos representarnos ante quienes no son cristianos y no nos entienden, pero además ante el contemporáneo que es cada uno de nosotros mismos, si cada vez nos cuesta más comprender el Evangelio en el único lenguaje comprensible, el de nuestra cultura, cultura en cambio progresivo y acelerado?
Tenemos la impresión de que nuestros representantes no representan esta pertenencia nuestra a la humanidad que somos hoy. Vivimos tironeados. ¿Quién nos representa? No lo hacen los políticos… O lo hacen mal. Otro tanto ocurre con los representantes que la Iglesia tiene para decirnos “así se es hombre”, “así se es verdaderamente mujer”. Porque esto y aquello debe adaptarse a cada época para que sea realmente evangélico, ¡y no cambia nada! Nuestra crisis, bajo este respecto, es crisis de “representación”.
Pero hay más. También cada uno de nosotros bautizados, que pertenecemos radicalmente al género humano, somos representantes de la Iglesia. Los obispos y el Papa tienen una autoridad especial en esta materia, pero ellos y los demás participantes del Cuerpo de Cristo somos responsables en algún grado de asegurar a las demás criaturas el cuidado que Dios quiere darles. A nosotros cristianos nos toca pertenecer a la humanidad, nutrirnos de ella, aprender de ella, dejarnos querer por ella, y hacer esto mismo especialmente por aquellos que no tienen a nadie a quien puedan decir “te pertenezco”, “gracias por amarme”… Porque no podremos hacernos cargo del mundo, como Cristo lo hace, si no dejamos que la humanidad nos preceda en el amor, como el don mismo de Dios que ella es para nosotros. Así, dependiendo nosotros del mundo, el mundo podrá depender de nosotros. Lo cuidaremos, como lo hacen los hijos con sus padres ancianos, por puro agradecimiento y desinterés.
Así tal vez, representando nosotros a esta humanidad tan necesitada de co-pertenencia podremos los cristianos abrir un camino a los representantes oficiales de nuestra Iglesia, a veces más preocupados de defenderla o de evitar su colapso, que de anunciar esta Buena Noticia a los huérfanos, a las viudas, a quienes deambulan entre las estrellas buscando un pan aunque sea duro y una tumba que puedan llamar suya.
He llegado a la convicción que las “penitencias” no son buenas. Me refiero a un modo de ofrecer un auto-castigo a Dios que no tiene nada que ver con el Padre de Jesús que nos amó y liberó gratuitamente de toda violencia. Dios no necesita intercambiar la violencia que generan nuestros pecados con la violencia que supuestamente merecerían nuestros pecados, y que hipotéticamente es necesario que sean descargados en Cristo para redimirnos. El esquema violencia contra violencia no es cristiano. El esquema castigo contra castigo no es cristiano. Dios salva amorosamente en Jesús. Es verdad que él es víctima, en última instancia, de la agresión de nuestros pecados. Pero ver su muerte como un castigo grato al Padre equivale, en realidad, a corromper el concepto de la salvación cristiana. Quizás otras religiones puede recurrir a sacrificios humanos para calmar a una divinidad implacable. Para nosotros cristianos Dios no es implacable ni aplacable, sino puro amor que llora nuestra miseria, pero que también toma en cuenta nuestra miseria para liberarnos de ella.
¿Penitencias…? La vida no es una penitenciería. ¿Golpearse el pecho? ¿Autolastimarse? ¿Autoflagelarse? ¿Llegar a tener una relación con Dios sado-masoquista? ¡De locos! Es no entender nada de la bondad inaudita del Padre de Jesús. ¿Penitencias para el perdón de los pecados, tras la confesión? Entendidas así, jamás! El perdón es perdón. Si algo quedara después del sacramento de la confesión no es una “pena penal”, sino hacer lo posible por reconciliarnos con quien herimos, reparar lo que aún tiene arreglo o la oración por quienes no tuvimos otra manera de amarlos que encomendárselos a Quien mejor puede cuidarlos.
Confiamos que esta crisis no nos tragará, porque nuestra esperanza radica en Cristo: el vino, viene y vendrá. Jesús nos prometió volver. Volverá. Sabemos que un día el amor triunfará. A todos les quedará claro que la historia tiene sentido, solo un sentido: el amor. Este amor, creemos, es la plenitud que deseamos y el cepillo que raspará lo que nos deshumaniza. Cristo, el hijo y el hermano, terminará de formar la familia que tanto ha querido. En el banquete del reino habrá sillas para cada uno. Lloraremos las pérdidas, nos reiremos de nosotros mismos, conversaremos sin preocuparnos del reloj.
Tendremos además que recordar que Cristo ya vino. Olvidarlo, equivale a menospreciar la tradición que nos orienta. No comenzamos de cero. Sabemos que la promesa de su venida se cumplirá porque también en otra época Dios prometió y cumplió. Israel esperó un mesías. La Iglesia lo reconoció en Jesucristo. En dos mil años de cristianismo la Iglesia ha recibido y dado un nombre en el bautismo de generaciones y generaciones de hombres y mujeres que han debido confiar en sus padres, madres, abuelos y abuelas, pues necesitaban sabiduría y testimonios para seguir caminando. De la recuperación de nuestra tradición depende el reconocimiento de nuestra identidad y vocación. Por esto encaramos el futuro con agradecimiento. Nuestra Iglesia cumple dos milenios de humanidad. La historia podrá sucumbir pero nadie nos quitará el encanto que la Iglesia ha dado a nuestra vida. Encanto, hondura y sentido. En ella hemos experimentado a fondo que no hay pecado que Dios no pueda perdonar, porque ella, consciente de su propia infidelidad y alegre de la reconciliación, nos ha esperado de vuelta tantas veces y, como el padre del hijo pródigo, no se cansará de hacerlo de nuevo. La medida de nuestra esperanza es también nuestra propia Iglesia, su amor antiguo y probado, su tolerancia con nuestra intolerancia.
Porque esto también ya es una realidad. La paz, la justicia, la misericordia y la reconciliación de Cristo las experimentamos ahora en nuestra Iglesia. El Señor está con nosotros cuando dos o más nos reunimos en su nombre, en nuestras familias y capillas. Cristo vino y vendrá, pero también viene, está cerca y entra a nuestra casa cada vez que le abrimos la puerta. Cristo resucitado está hoy presente en lo más interior de la creación, luchando contra la desesperanza y la injusticia, acompañándonos en el camino de la vida como lo hizo con los discípulos de Emaús, explicándonos las Escrituras y compartiendo con nosotros el pan. Cristo viene, ahora está viniendo. No estamos desamparados. Su presencia íntima nos hace intuir que ganaremos. No hay obstáculo insalvable. Mañana o pasado mañana saldremos adelante. Sabemos que sanaremos, que encontraremos un buen trabajo, porque la muerte tiene los días contados. El Espíritu de Cristo resucitado nos fortalece e impide que desfallezcamos.
Hoy, con todo derecho podemos preguntarnos: ¿no es acaso la hermandad practicada entre los hombres, sean cristianos, judíos, budistas o musulmanes, el camino para comprender qué significa que Dios es el Padre de Jesús? ¿No tendríamos los cristianos que “creer con otros” para creer verdaderamente en Dios? El solo cristianismo parece que no basta para creer correctamente. El cristianismo apunta más allá del mismo cristianismo. Aquí está su grandeza, en su humildad. Es la fe cristiana la que nos lleva a pensar que las distintas maneras de practicar y de entender la humanidad, en vez de restarse unas a otras, cooperan en la revelación del único Dios verdadero.
Necesitamos reflexionar sobre lo ocurrido. En esta sucesión de escándalos, no podemos cerrar los ojos hasta que todo vuelva a la calma. Tenemos que atacar los efectos en sus causas. ¿Por qué personas investidas del sacerdocio han abusado de menores? ¿Por qué sus autoridades jerárquicas han resuelto tan malamente estas situaciones? Necesitamos reflexionar, meditar y estudiar sobre lo que ha pasado para que nunca más una víctima sea desoída.
Pero esto no basta. Las aguas de la Iglesia están agitadas desde hace tiempo por otros motivos. No podemos quedarnos pegados en el tema de los escándalos sexuales. Una reflexión a fondo sobre todos los temas difíciles exige un diálogo muy amplio. La Iglesia quiere ser significativa para Chile. Todos los chilenos, por tanto, tienen algo que decir de la Iglesia. El diálogo debe darse “entre nosotros” y “con los otros”. El diálogo, para que sea franco y sincero, debe darse no solo entre sacerdotes, no solo entre sacerdotes y religiosas, o entre sacerdotes, religiosas y laicos; ha de ser un diálogo entre compatriotas creyentes y no creyentes, con un origen y un desafío común: la patria compartida es anticipo de la patria eterna que los cristianos esperamos.
Nuestra generación ha topado en cierto sentido con lo imposible. Tenemos que reconocer que como Iglesia enfrentamos dificultades superiores a nuestra fuerzas. Pero todo es posible para Dios, nos recuerda la Virgen. Es hermoso que como Iglesia, y no solo individualmente, nos veamos llamados a tener una experiencia de Cristo en común. Pero no se entra en el Misterio Pascual sin la ayuda del Espíritu. Ninguno de nosotros querrá tan fácilmente acompañar al Señor en Getsemaní, compartir su confusión y no poder salir de ella hasta sudar sangre.
Miramos el horizonte con seriedad. Nosotros mismos hemos de entender que perder el camino, es parte del camino. El dolor nos dolerá. No podremos controlar el proceso de conversión, se nos escapará de las manos, nos enredaremos, experimentaremos los desgarros propios de quienes están aferrados a seguridades que no quieren abandonar. La conversión es siempre fatigosa. Las reformas de las instituciones no lo son menos. Esto que viviremos personalmente, será además un recorrido eclesial. Ha ocurrido otras veces en otras crisis de la Iglesia. Es triste recordar los daños que en otras épocas nos hicimos entre cristianos. Hay heridas que todavía supuran. Para nuestra generación, por tanto, será muy importante preguntarnos como discernir, tomar decisiones aunque sean dolorosas y conservar la comunión. Pues no podremos avanzar con pacifismos. Jesús no lo hizo. Solo resucitado ha podido apagar la fogata que encendió con su radicalidad.
El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, se involucró con los pecadores, comió y tomó con ellos hasta comprender su vergüenza.