El optimismo es un don psicológico. La esperanza, en cambio, es cuestión de fe: exige acciones para que lo imposible sea posible. Quien tiene esperanza sabe que el triunfo no está a la mano, pero está convencido, convencida, de que sin su trabajo, sin su lucha, lo único seguro es la derrota. La persona movilizada por la esperanza apuesta con los mismos medios de que dispone el optimista, pero su fin es trascendente: sabe que el éxito no se dará sin ella, consciente sin embargo que depende de factores y sobre todo de personas que nunca dominará. A diferencia de esta, el optimista no saca fuerzas del futuro, sino del pasado. Su inclinación anímica a encontrarlo todo bueno probablemente es heredada; o se apoya en una serie de capacidades e instrumentos, también en cálculos, en estadísticas, que lo convencen de que los objetivos son alcanzables.
En Chile hoy, cuando sobran las razones para el pesimismo, los adultos, más que los jóvenes, tendrían que hacer memoria de los grandes fracasos de sus vidas. ¿Cómo es que salimos adelante cuando se quemó la casa, se derrumbó el matrimonio y la familia, se desvaneció el sacerdocio, quebró la empresa o nos devoró el cáncer o la depresión? Esta gente tiene un tesoro de fe –no siempre reconocido- que urge desenterrar. El mismo Chile debe recordar qué hizo para salir de la dictadura, la crisis más grave de su historia en cinco siglos, incluida la de la Independencia. ¿Cómo los políticos, aun vilipendiados por ser políticos, acordaron una estrategia, el Acuerdo Nacional para la transición a la Democracia plena (1985), que le devolvió al país el futuro? Si, recuperada la Democracia, muchos de estos políticos se movieron por el mero optimismo, actuaron mal; pero si todavía pueden volver al registro de la esperanza, nadie mejor que ellos, porque sobrevivieron al naufragio, porque tragaron mucha agua salada, tienen algo que aportar.
¿Qué hacer? ¡Basta de lloriqueos! Possunt quia posse videntur, decían los antiguos: “Pueden porque les parece que pueden”. Es necesario creer en la Democracia, es decir, crearla, recrearla, reinventarla. En otras épocas el ser humano debió creer en la monarquía o en otras formas de gobierno. Creer en la Democracia hoy exige sumarse a la lucha de los políticos, de los partidos políticos y de las instituciones estatales de que dispone el país, actuando en contra de las plagas extremas del populismo y de la anarquía. No es posible confiar simplemente en la capacidad instalada del país, como si la crisis tuviera que terminar en algún momento. Nadie debiera torpedear el Acuerdo por la Paz social y una nueva Constitución del 15 de noviembre, antes bien, es imperioso apoyar a quienes les costó caro firmarlo, fueran de derecha o izquierda, viejos o jóvenes. Los partidos en la actualidad, sabemos, procuran cumplir su obligación con enormes dificultades internas y externas. Merecen un voto de confianza. Habrá que criticarlos, pedirles accountability, pero que lo hagan aquellos ciudadanos que se aprestan a votar en el próximo plebiscito y no quienes ese día, echados en un sillón, contemplarán el curso los acontecimientos por la televisión con la deportiva ilusión de que se cumplan sus peores pronósticos.
La fe en la Democracia en 2020 exige votar y reconocer la legitimidad del voto contrario; demanda discutir con los jóvenes, airadamente si fuera necesario, por el futuro de Chile; necesita de gente que genere una cultura de respeto a la opinión de los demás y que tenga el coraje moral de respaldar el uso de la fuerza contra la violencia de quienes, en vez de dialogar y discutir, han optado por destruir y destruir. La fuerza, ejercida racionalmente por el Estado, respetuosa de los derechos humanos, es legítima; la policía y las fuerzas armadas existen para controlar el inextirpable instinto de muerte y caos que carcome a las personas y a las sociedades. Se necesita de la fuerza pública para defendernos de los que incendian la ciudad y apedrean las ventanas; y, si es el caso, para contrarrestar a los trolls y los funeros, personas funestas, expertas en insultos, calumnias y fake news. La Democracia arraiga en aquellos lugares en los que prevalecen los tratos respetuosos.
En suma, nada necesita más el país, si de esperanza en su futuro se trata, que recuperar la acción política; que se politicen unos y se repoliticen otros. Un paso decisivo será que los viejos, en vez de quejarnos contra la irresponsabilidad de los jóvenes, los “con-venzamos” de que tenemos concordar las condiciones básicas de una convivencia racional y pacífica. Será necesario “vencerlos”, “con” su colaboración; y dejarnos “vencer” “con” sus sueños por lo imposible. Todo indica que entre las generaciones hace mucho rato que no nos estamos entendiendo. Es ahora, cuando el pesimismo prevalece y nos deprime, cuando el optimismo tirita, cuando el individualismo es el peor enemigo, el momento de la esperanza. Llegó su hora. La hora de la fe. La fe que crea las condiciones del incesante triunfo de la humanidad sobre sí misma.