Se presiente. La humanidad entra a una nueva era. ¿Será una era cristiana? Dos mil años de cristianismo son sin duda una razón de celebración, aunque no exenta de graves objeciones. Amén de superar las ambigüedades del pasado, el cristianismo del tercer milenio deberá enfrentar nuevos desafíos. ¿Tendrá la fe en Cristo un lugar relevante en el futuro de la humanidad?
Los que se han asomado a Internet pueden intuir que las posibilidades ofrecidas son fabulosas. Si sumamos los cambios de la cibernética a los que traerá el Genoma humano, ¿cuán diferentes llegaremos a ser? Del Genoma humano se espera el remedio de enfermedades penosísimas. Pero, ¿cabe la posibilidad de alterar lo que los filósofos llaman la “esencia” o “naturaleza” del hombre? De la conversión de los conocimientos físicos en tecnología, dicen, se esperan transformaciones tan espectaculares como las anteriores. Nunca, sin embargo, hay que ser ingenuos: los que impulsan los nuevos inventos son los mismos que concentran el poder y la riqueza en todo el mundo. La exclusión de las mayorías aumenta de modo escalofriante: mientras el quinto de la población mundial más rico dispone del 80% de los recursos, el quinto más pobre no junta más que el 0,5%. Renovados discursos sobre la libertad esconden y reciclan la esclavitud bajo nuevas figuras.
También en el plano del espíritu hay novedades. La New Age como un movimiento o una inquietud espiritual de masas, aunque se apropie el nombre, es sólo otro aspecto de la nueva era. Occidente expande el triunfo no despreciable de la libertad de conciencia y del pluralismo religioso. La globalización, entre otras cosas, consiste en una influencia mundial y recíproca de una infinidad de creencias distintas. Abunda la literatura esotérica, proliferan los grupos religiosos y las jerarquías eclesiales pierden control sobre sus fieles. Asistimos al libre mercado de la salvación. Cada uno elige lo que le sirve y deja lo que le estorba: los hedonistas optan por medios cómodos, los masoquistas por los cilicios o la ley sin interpretación. Si alguna importancia tendrá la religiosidad en la nueva era, no es claro que la tenga como un paso adelante.
No es obvio que la humanidad progrese por el mero paso de los años. Tampoco es cuestión de perfeccionar los medios, la ciencia y la tecnología, si no se acierta en los fines. En el siglo pasado hubo regresiones atroces. Got mit uns, Dios con nosotros, se leía en las hebillas de los cinturones de los soldados nazis. Tampoco es cierto que todo tiempo pasado haya sido mejor. El Papa ha pedido perdón por la Inquisición. No porque en la actualidad haya ebullición mística la invocación de Dios es, de hecho, benéfica. A Dios se lo ha usado para todo. A futuro, más que nunca nos veremos obligados a distinguir por nosotros mismos lo que viene de Dios y nos mejora, del kitsch religioso, la infantilización piadosa de la conciencia, el servicio personal a los caprichos de un gurú y tantas otras baratijas que ofrecen divinidad para tomar y llevar.
En estos tiempos nuevos, ante los nuevos sucedáneos de humanización y de divinización, ¿es Jesucristo todavía, entre tanta pista falsa, una pista segura para elegir correctamente? ¿Habrá tercer milenio? Si Cristo no sirve para elegir el bien, para aguantar el dolor lo más posible, para alcanzar el perdón, para encarar la muerte con dignidad y esperar un mundo reconciliado y mejor, no será Salvador de nadie ni merecerá reconocimiento auténtico alguno. En cualquier caso y en este particular, la pregunta, se ve, depende ya de la respuesta. No todos entienden lo mismo por “salvación”. “Para la libertad nos libertó Cristo”, dice San Pablo. De muchos modos se ha llamado a la salvación cristiana: redención, iluminación, justificación, reconciliación, etc.. Llamarla libertad o liberación tiene antigua tradición teológica y facilita su inteligibilidad en el presente. Hoy, como antaño, entre las ofertas de salvación trascendentes unas oxigenan la vida terrena y otras la asfixian. La pregunta por la vigencia de Jesucristo proviene de la convicción de que sí, de que hay un tipo de salvación tan buena, la libertad cristiana, que se la puede compartir a lo largo de los siglos. El asunto es cómo. ¿Cómo Jesucristo es concepto de libertad y no de opresión? Segundo, ¿cómo es posible verificar la libertad de Cristo en una época cada vez más liberal y cada vez menos solidaria?
Noción de Cristo
El cómo tiene dos pasos. Un paso depende de la noción que tengamos de Cristo. Si con Dios los hombres suelen avalar cualquier cosa, con Cristo lo mismo. El futuro del cristianismo depende de una idea correcta de Cristo. Y, en un segundo paso pero tan fundamental como éste, el futuro del cristianismo depende de la identificación de los cristianos con la persona de Jesús y de su fidelidad a su misión trascendente.
La noción de Cristo proviene de dos datos principales que, más allá del lenguaje arcaico en que se expresan, persiguen el modo en que un hombre puede llegar a ser sí mismo en plenitud. Son datos revelados, esto es, axiomas de la fe irreductibles a experimentos positivistas, parecidos a las convicciones sobre el origen y sobre el fin conscientes o inconscientes que orientan a cualquier mortal en su vida. Estos son, uno la Encarnación del Hijo de Dios y otro, el Misterio Pascual.
De acuerdo al dogma de la Encarnación, la fe cristiana sostiene que en Cristo el Absoluto se identificó en un hombre, que nunca Dios se dio tan por entero como en Jesús. Este dogma de la fe debiera corregir el modo de pensar de los que opinan que entre Dios y la humanidad hay una oposición de principio, sea aquellos que optan por la humanidad porque no logran ver la compatibilidad, sea los que profesan que para acceder a Dios hay que dejar de ser hombres, evadirse, evaporarse, reencarnarse en otros seres, todo lo cual suele traducirse en sometimiento al tirano de turno o a los designios paralizantes del Zodiaco. Que Jesús sea el Hijo de Dios quiere decir que Dios no compite contra nosotros sino con nosotros, que Jesús es Dios de parte nuestra. Pero como uno de los nuestros, igual a nosotros, sin trampas. No como un “superman” al que la policía puede encargarle tareas imposibles al común de los mortales. Las Escrituras Sagradas enseñan que el omnipotente se hizo impotente, que el omnisciente llegó a ignorar incluso el día del juicio final; aun cuando haya textos de la misma Escritura que, por destacar la sublimidad de Jesús, nos juegan malas pasadas, como por ejemplo, “la tempestad calmada”. Jesús cumplió su misión sin magia, como nosotros, con fatiga e incertidumbre del futuro. Los grandes concilios dogmáticos de la antigüedad vetaron la idea griega de que Dios fuera inconmovible ante el sufrimiento por una parte y, por otra, prohibieron creer que Jesús hubiese sido dotado de poderes extra-humanos, en virtud de los cuales en cualquier momento de su vida terrena hubiera podido actuar de acuerdo a su divinidad “bypaseando” a su limitada humanidad. La diferencia de Jesús con nosotros no fue percibida en su exceso de divinidad, sino de humanidad: consistió en la libertad radical del hombre que, sabiéndose el Hijo amado incondicionalmente por Dios, entregó la vida para combatir el mal sin negociar con el mal. La diferencia estuvo en la libertad de Jesús, en su autenticidad, autoridad diría el Nuevo Testamento.
La noción de Cristo se perfecciona en el Misterio Pascual. En el hecho de su cruz y de su resurrección de la muerte, la Iglesia antigua descubrió que Jesús había sido igual a nosotros en todo, pero no en el pecado. Si la Encarnación destaca la semejanza de Dios con nosotros, el Misterio Pascual marca la desemejanza. Si en la cruz la inhumanidad de los hombres revela la crueldad al máximo, es porque en ella Jesús se muestra todavía más humano que nosotros. En Cristo Dios no se identifica con la humanidad sin más, sino con las víctimas. Es a los que lloran, los hambrientos, los jornaleros, las mujeres, los extranjeros, los paralíticos, los ciegos, los locos, los endemoniados, los inútiles y los marginados, que Jesús trae la alegría liberadora del Reino. El dolor de Jesús es el dolor de los pobres. Su lugar, el de los pobres. Su vergüenza, la de los pobres. Jesús toma parte del mysterium iniquitatis no como causa, sino como víctima inocente, solidaria con la inmensa mayoría de las víctimas del abuso de la libertad. Con el resto de la humanidad Jesús se identifica en cuanto pecadora: la culpa de los opresores es la culpa de Jesús. En la cruz el inocente parece culpable. A Jesús lo tratan como parece normal tratar a un culpable, destruyéndolo. Pero Jesús no hace pasar a otros la maldición que padece, no busca venganza: exculpa, sufre y bendice. Lo que nadie vio, lo que sólo después se aclaró, es que la cruz era el sentido de la libertad: nadie es más libre que el que perdona a sus enemigos y también por ellos da la vida. “En la luz asumí su oscuridad y mi batalla fue por sus dolores”, dice Neruda de su hermano, “del hombre que me amó sin encontrar otro modo de hablarme sino herirme”. Si este poema no lo inspiró la fe cristiana, ilumina en buena medida lo más grande y lo más difícil de explicar de todo el cristianismo.
Que Dios no compite contra la humanidad sino con la humanidad, es lo que captaron los testigos de la resurrección de Jesús. Los primeros discípulos no pudieron expresar más que con ingenio poético la experiencia de una certeza inequívoca: Dios no abandona a las víctimas. La Pascua fue para ellos el quicio de la libertad de Cristo: la culminación de la libertad de Jesús en la cruz y el comienzo de su propia liberación de toda forma de esclavitud. Se hicieron valientes, desafiaron a la religiosidad del temor, entendieron algo de veras novedoso: que Dios no necesita que le hagan sacrificios humanos para amar y perdonar, sino que El mismo se expone al mal, lo cataliza y lo padece hasta el extremo, para impedir que los hombres otra vez se aseguren la existencia traicionándose y vengándose unos de otros. Inaugurada la esperanza de un mundo radicalmente alternativo y confiable, la Iglesia naciente, desafiada en su imaginación, se supo convocada a inaugurar una nueva era, más divina: más humana.
La resurrección cierra el ciclo del Redentor con la salvación de la creación. La noción de Cristo es todavía más amplia. En un lenguaje metafórico que a nuestra mentalidad empirista le cuesta entender, los antiguos identificaron a Cristo con el Logos mediante el cual Dios creó el mundo. Lo que aquí importa retener es que el Salvador es el Creador. La resurrección del hombre Jesús representa la recuperación y el máximo despliegue cosmológico. Si el primer hombre, Adán, fue al menos cómplice en el origen del mal que hizo fracasar el paraíso, la meta de la libertad, Cristo resucitado, el hombre nuevo goza con todas las cosas y lucha porque algún día la humanidad entera comparta su alegría.
Experiencia de libertad
Supuesta una noción de Cristo suficientemente ortodoxa y adecuada a los tiempos precisos, el cristianismo se juega en una identificación personal con Jesús y en la asimilación práctica de su causa. Más que una noción de Dios la fe cristiana es una versión de Dios. Quién es Beethoven sin un pianista que lo interprete… ¿Y puede haber algo más opuesto a la interpretación que la copia, la reproducción literal? El futuro del cristianismo pende de la interpretación que los cristianos hagan de Cristo. ¿Serán estos capaces de abrirse a la nueva era, de encarnarse en ella, de correr con ella el riesgo del fracaso que la amenaza? ¿Podrán verter a Cristo en un arte nuevo, en una nueva moral, en una esperanza alternativa de mundo? No es aventurado pensar que si el cristianismo agota su creatividad, si opta por la falsa seguridad de la copia tradicionalista, por la condena a priori de cualquier novedad, si renuncia al Espíritu, no servirá más que como texto de estudio de arqueólogos o, en el mejor de los casos, ofrecerá sus templos de museo. La creatividad, como el Espíritu, es inherente al cristianismo. Sin el Espíritu, Jesús no habría inventado el camino de regreso a su Padre entre la Encarnación y la Pascua, pero tampoco habría sido posible la libertad que proviene de Él para que el cristiano, alter Christus, haga su propia historia. La pertinencia de la fe cristiana depende de la teoría, pero en última instancia proviene del Espíritu que inspira en el cristiano, con originalidad, la praxis de Jesús. La fe en la Encarnación, en los tiempos nuevos, pide a los cristianos protagonismo.
Pero no hay “seguimiento de Cristo” sin Misterio Pascual: hacer el bien es el anverso de la lucha contra el mal. El futuro del cristianismo como cristianismo -no como persistencia política o decorativa-, exigirá que los cristianos anticipen el fin de los tiempos, participando en la lucha de Cristo por arrebatar la historia al hedonismo, al consumismo, a los ídolos del sexo sin compromiso, de la violencia y el poder, con las armas del amor limpio, fraterno, inerme y agónico. Habrá que contar que con el término “libertad” se designan conceptos diversos e incluso contrarios; que el antiguo Leviatán hace gala en la nueva era de liberalismo económico, político y moral; que la nueva bestia, el Anticristo no invoca la libertad como solidaridad sino como individualismo y capricho de los que quieren hacer lo que se les dé la gana, y lo pueden, expropiando al resto sus posibilidades. El liberalismo es la ideología del antojo, la carta magna del abuso del poder. ¿Podrán los cristianos doblegar a un enemigo así de poderoso y tan seductor que a ellos mismos engatusa y promete facilidades? ¿Podrán zafarse de su fascinación por el dios Dinero para optar de una vez por todas por el Dios de los pobres?
La historia parece perdida. Los poderosos son cada vez más ricos. La multiplicación de las espiritualidades no es garantía de nada. En varios casos es otro buen negocio. A los cristianos toca elegir la diferencia, mejor dicho inventarla. Lo harán si atinan con su misión y su identidad. La misión es la liberación, la identidad es la libertad. A la identidad se llega por la misión y a la misión por la identidad: la libertad de los hijos de Dios, como fraternidad y no como individualismo, es condición y meta. En camino tras la liberación de la humanidad del dolor y de la culpa que culmina en la cruz, Jesús se supo el Hijo amado y uno con su Padre desde siempre. Pero de aquí extrajo el amor, la confianza, la valentía, el juego, la poesía, en una palabra, la libertad que le llevaron a interesarse desinteresadamente por un prójimo tan personal como universal. Sobre esta pista los cristianos descubrirán que la libertad se reconoce en la gratuidad. La pista es experimentar a Dios como un Padre que, entre la Encarnación y la Pascua, se percibe como puro amor gratuito, como pura autoridad y pura autorización, para que sus hijos se responsabilicen de un mundo que, habiendo sido creado para ser compartido, es tristemente disputado.
La diferencia cristiana
En suma, está por verse que la nueva era vaya a ser tan nueva. La esperanza inquebrantable que guía la praxis cristiana hasta más allá de la historia no excluye que más acá la historia termine mal. Los verdaderos problemas de la humanidad no han sido resueltos. Si hasta ahora los cristianos no han puesto la diferencia, tendrán que hacerlo en el futuro. Así, en la medida que se vea la diferencia, quedará claro que no cualquier religión “salva” y que el nihilismo no es inocuo. Pero el espíritu sectario da mordiscos feroces a los cristianos. No por nada la modernidad ha pretendido liberar a los hombres de mitos, supersticiones, charlatanerías, de la Iglesia, y de Dios. A los cristianos corresponde verificar a Dios como una nueva humanidad, interpretando la divinidad de Jesús como el hombre que ama la vida, la propia y la ajena, apasionadamente. A ellos toca probar que la cruz de Cristo no ha sido una “pasión inútil”. Esta es la diferencia.
La diferencia es la libertad. Pero no el fetiche de la libertad, el liberalismo. Pues la libertad no se reduce a la posibilidad psíquica de elegir entre alternativas como ocurre en el mercado. Tampoco se agota en el cumplimiento de normas abstractas. Tratándose de una decisión entre alternativas, consistiendo en una decisión ética, la libertad antes que nada es el poder de autodeterminarse por completo, no tanto “elegir” sino “elegirse” y “aceptar ser elegido” para compartir y gozar el mundo en común, en vez de aprovecharse con egoísmo de él. De la libertad cristiana se espera la creación de relaciones humanas fraternas, inspiradas en el banquete que ha puesto Cristo como destino final de la creación y que la Eucaristía anticipa en esta historia con la celebración del perdón y la fracción de un pan que debiera alcanzar para todos y sobrar.
A los cristianos toca poner la diferencia, pero no sólo a ellos. ¿Cómo han de dialogar y cooperar los cristianos con los otros amantes de la libertad auténtica, religiosos o agnósticos, tan incoherentes como ellos mismos o más? Esta colaboración es tan importante que, de no ser posible, el cristianismo quedará pendiente en su aspiración de amor universal, quizás, por otro milenio.