El film de Fernando Meirelles “Los dos papas” vale la pena. Las actuaciones son espléndidas. Los diálogos, muy pertinentes, teológicamente lúcidos. Meirelles hace queribles a dos personajes muy controvertidos.
Pero, por lo mismo, conviene aclarar que se trata de una ficción. Estos encuentros papales no consta que se hayan dado, aunque ambos papas representan bien dos modelos eclesiológicos para nada ficticios. El intento del director es muy meritorio, pues al simbolizar la diversidad y el conflicto como características constitutivas de la Iglesia, hace explicable su existencia milenaria.
Sin embargo, si uno observa con atención la escena de las “confesiones” que los papas hacen uno al otro, en ellas no aparecen los pecados de gobierno y los que aparecen como pecados no está del todo claro que lo hayan sido. Benedicto confiesa a Jorge Bergoglio haber encubierto a Marcial Maciel. Este pecado es menos grave en su caso que en el de Juan Pablo II. Se sabe que, mientras Juan Pablo II fue papa, Ratzinger tuvo el informe de Maciel en su escritorio y no pudo hacer nada. Era su subalterno. Pero, apenas fue elegido papa, Benedicto sancionó a Maciel. Bergoglio, por su parte, confiesa un tormento más que un pecado. Aquí y allá se le ha acusado de haber traicionado a los sacerdotes Jorio y Jalics, torturados durante la dictadura argentina. Pero no es claro, y la película lo muestra, que los haya traicionado.
Independientemente de la culpabilidad que cabe atribuir a estos dos papas en estos hechos, ellos sí son culpables de otros pecados. Mejor dicho, son responsables de un asunto mayor: el modo como han implementado el Concilio Vaticano II. El caso es que ni uno ni otro han comprendido que la apuesta aperturista del Concilio ha implicado una democratización de su institucionalidad. Si en tiempos de monarquías absolutas la Iglesia Católica se instituyó como una monarquía de este tipo, en tiempos de democracias la Iglesia ha debido acoger este valor político. Por no haberlo hecho, ninguno de los últimos papas ha representado adecuadamente la unidad de la Iglesia. Si esta es la principal de sus responsabilidades, la han cumplido de un modo vertical y uniformando las diferencias culturales.
¿Es este un “pecado” grave? Sí, porque el Vaticano II es uno de los concilios más importantes de la Iglesia en dos mil años y, en todo caso, se trata del acontecimiento eclesial en el cual la Iglesia estableció qué se entiende por fe en Jesucristo a estas alturas de la historia.
El Cardenal Ratzinger, Benedicto XVI, fue el intérprete más importante del Concilio y su cancerbero. El papa alemán, sin embargo, aunque participó activamente en la redacción de los documentos conciliares, relativizó luego la importancia del Vaticano II, despreció la reforma litúrgica y se convirtió en el mejor representante de las fuerzas conservadoras adversas (aunque no pactó con los lefevristas). Juan Pablo II y Ratzinger cuadraron los nombramientos episcopales exigiendo una adhesión rígida a la doctrina. Los que se ajustaban a ella podían hacer carrera. Los candidatos más libres quedaron en el camino. Los teólogos progresistas fueron castigados.
¿Cuál fue el asunto de fondo? El Cardenal Ratzinger defendió una idea estrecha de la tradición de la Iglesia, identificándola más de la cuenta con la versión europea de la misma (griega, latina y germánica), y motejando de relativistas las interpretaciones más creativas de esta tradición. Esta postura, en la práctica, dificultó el ecumenismo y los intentos de desarrollo de una Iglesia policéntrica. Algo así como una Iglesia organizada en torno a polos culturales diversos (Asia, África, América Latina, Europa y Oceanía, como fue la Iglesia de los antiguos patriarcados de Jerusalén, Roma, Antioquía, Alejandría y Constantinopla), ha podido parecerle peligroso para la unidad de la fe. La Iglesia latinoamericana sufrió las consecuencias. La Iglesia en América Latina en los años sesenta había experimentado una renovación sin precedentes, alentada por el Concilio y atenta a sus propios signos de los tiempos. Su interpretación inculturada latinoamericana del Evangelio, a decir verdad, nunca fue aceptada por el Cardenal Ratzinger.
Bergoglio, en cambio, ha sido el mejor representante de la “opción por los pobres” de la Iglesia Latinoamericana. Aunque de formación tradicional, Francisco, de hecho, ha interpretado bien a la Iglesia de América Latina en la tarea de acoger creativamente el Vaticano II. Los teólogos de la liberación, obnubilados con un papa que declara querer “una Iglesia pobres para los pobres”, han celebrado sus discursos y gestos. Pero estos no siempre han reparado en que el modo de gobierno de Bergoglio es justamente lo que ha impedido que surja en el continente una iglesia regional auténticamente latinoamericana. Los latinoamericanos estamos felices con un papa que representa nuestros anhelos de justicia y que, por otra parte, impulsa una “iglesia en salida”, una iglesia que le da la comunión a los divorciados vueltos a casar y una iglesia en la que ni el papa teme decir que puede equivocarse.
Pero, los chilenos lo sabemos muy bien, Francisco ha sido un papa autoritario. Los laicos de Osorno nunca recibieron de él una petición de perdón por el trato que les dio. Los obispos chilenos tampoco fueron bien tratados. Bergoglio en la Catedral les predicó contra el clericalismo. Pero, a reglón seguido, los mandó llamar a Roma como si fueran monaguillos, les pidió la renuncia y les hizo volver a Chile completamente desautorizados. En otras palabras, nuestro líder de la opción por los pobres, aunque nos duela reconocerlo, también es clericalista. Es decir, también tiene un modo romano absolutista de entender la institucionalidad eclesiástica; un modo que, en última instancia, aniquila los procesos de inculturación regional del Evangelio. Su gran proyecto evangélico, lamentablemente, puede fracasar cuando asuma el próximo papa.
En otras palabras, Benedicto y Francisco comparten el mismo “pecado”. La versión monárquica, estatal y romana de la Iglesia impide el desarrollo de una Iglesia verdaderamente “católica”, es decir, universal. Mientras no haya un cambio estructural de grandes proporciones, el divorcio diagnosticado en varias iglesias locales entre la institución eclesiástica y el común de católicos no cesará.