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BOLIVIA, CUESTIÓN DE AFECTO

chile-bolivia¿Hay algo que pueda llamarse afecto entre los pueblos? Sí, por qué no. Es algo parecido al cariño entre los amigos. No al afecto entre los aliados expuesto fácilmente a la traición. Entre los pueblos sí puede darse un cierto amor. ¿No es algo así lo que sentimos por amigos de otras nacionalidades? El cariño entre personas de distintos países tiene un gusto incomparable.

¿Por qué Chile no ama a Bolivia? ¿Por qué Bolivia no ama a Chile?

Esto no es del todo verdadero. Hay bolivianos y chilenos que son grandes amigos, hay matrimonios mixtos, hay hijos e hijas que nacieron allá y que viven acá, y viceversa. ¿Podrían crecer estos afectos hasta convertirse en un tipo de amor de un país por otro? No tan rápido. Para conseguir este fin habría que poner los medios: remover los obstáculos y recurrir a la imaginación para encontrar la fórmula.

Lo primero será tener claro el fin último en una relación internacional entre vecinos: Chile y Bolivia han de vivir la fraternidad. ¿Es mucho pedir? Mucho tal vez para Chile, un país que se hizo con guerras y cuyo honor nacional estriba en sus ejércitos. Demasiado para un cristianismo chileno de baja ley que olvida que hay un solo dueño de la Tierra: el Creador. El cristiano a la chilena “cree” más bien en la propiedad privada.

¿Es Chile dueño de Chile? No es cosa de olvidar la historia y los tratados. Tampoco el arte de la política. Y sería además torpeza prescindir de la diplomacia. Tomarse el derecho internacional a la ligera tiene el peor de los pronósticos. Sin acuerdos internacionales y estipulaciones precisas, no se conseguirá nunca nada serio y duradero. Pero no se pueden confundir los planos. Unos son los medios y otros son los fines. El derecho, la política y la diplomacia son medios; la concordia, el intercambio y la paz entre los pueblos son un fin.

Si Chile quiere tener como hermana a Bolivia, tiene que invocar sus mejores sentimientos y ponerse en el lugar de los bolivianos que, contra razones jurídicas nuestras probablemente inatacables, claman una salida al mar que consideran indispensable por motivos que nosotros los chilenos no logramos comprender o despreciamos.

¿Traicionaríamos así la sangre de nuestros soldados? ¿O será que no queremos renunciar a la provincia de Antofagasta de la que hemos vivido hace más de cien años? ¿A qué le tenemos miedo? ¿A ceder? No se trata de devolver Antofagasta. El asunto no es simple.

Chile y Bolivia deben primero buscar comprenderse a nivel emocional, y después todo lo demás; y, al mismo tiempo, deben remirar todo lo demás, en vista de ponerse en el lugar del otro. Comprendiéndose uno a otro, cada país podrá ver mejor la grandeza del fin e inventar los medios.

Los chilenos creemos tener la razón porque el derecho está de nuestra parte. Pero olvidamos que la razón es irreductible al derecho. La razón se nutre también de otras fuentes y, en este caso, debe aspirar a la máxima realización posible de la fraternidad entre Bolivia y Chile. Nuestro país no puede parapetarse en el derecho para defender a muerte sus intereses. Tampoco puede renunciar a estos y al mismo derecho como si nada. Si deja de lado el miedo a perder, si apuesta en cambio a la posibilidad de ganar una gran hermana, se le abrirá la imaginación y ayudará a inventar una solución que en todo caso será obra de dos y no de uno solo.

Los Papas se equivocan

papas-1El concilio de Constantinopla III (681) condenó al Papa Honorio por negarle un voluntad humana a Cristo. Recortaba su humanidad. Un Cristo así concebido no habría sido un ser humano capaz de discernir su camino a Dios como debe hacerlo cualquier cristiano.

El papa Bonifacio VIII le aserruchó el piso al Papa Celestino. Lo obligó a renunciar.

El papa Julio II emprendió la guerra contra Francia. ¡Qué hace un papa lanza en ristre!

El papa Pío IX condenó a quienes postulaban la libertad de culto. El Estado, según él, solo debía admitir una única religión, la católica. El Vaticano II lo habría condenado a él. Este Concilio innovó en la doctrina. Admitió la libertad religiosa. Pero sería talvez un anacronismo condenar a Pío IX a posteriori. Los tiempos cambian. El peor error que la Iglesia no cambie con los tiempos.

Todos los papas han debido confesarse. Dudo que alguno no se haya considerado pecador.

Pablo VI se equivocó.

Juan Pablo II declaró líder de juventudes a Marcial Maciel. Mal. Lo engañaron. Hicieron que se equivocara.

Benedicto XVI puso remedio al error anterior. Redujo a Maciel. Pero se equivocó en Aparecida (2007): enalteció la llegada del cristianismo con la Conquista de América. A los diez días tuvo que dar explicaciones.

El Papa Francisco, según los chilenos, no debió hablar del mar en Bolivia. Se esperaba que no lo hiciera. Sus propios consejeros diplomáticos han debido decirle que mejor que no. Pero este Papa es muy libre. Se salta los protocolos. No se deja presionar. Ha hablado del mar justo cuando se revisa un tema en La Haya. ¿No sabe que Chile ha querido establecer relaciones diplomáticas con Bolivia y es Bolivia que no ha querido? ¿Alguien le dijo que si insinuaba una solución justa en favor nuestros vecinos cerraba las puertas a convertirse a futuro en un mediador entre los dos país, como lo fue Juan Pablo II en el diferendo con Argentina? Se perdió esta posibilidad. Un error. ¿Uno o varios errores?

Pero también cabe la posibilidad de que Francisco no se haya equivocado. Tal vez los chilenos no hemos prestado suficiente atención a la opinión que tienen los demás países sobre nosotros. Decimos que los tratados no se tocan: pacta sunt servanda! Este es el quicio del derecho internacional. Tocarlos podría llevar el planeta al caos. Sí, pero el derecho cambia. Otra fuentes nutren la idea actual de justicia. Dicen.

El Papa ha dicho que no es injusto que Bolivia reclame. Hoy no se puede insistir tan fácilmente en que las guerras generen títulos de dominio justos. Puede ser que la apelación del Papa sea profética como otras muchas suyas. El profeta incomoda. Nunca tiene toda la razón. Es insoportable. Nadie lo acalla. Reclama justicia pero sin bajar a detalles. Si se le pide cuentas de cómo hacer las cosas seguramente no sabrá qué decir. El profeta acierta en lo fundamental y se equivoca en todo los demás.

¿Y si los chilenos fuéramos los equivocados y el Papa tuviera la razón? Los profetas apelan a la imaginación. ¿Cómo no se nos ocurrirá algo para acabar con una guerra que, según parece, no terminó bajo todos los respectos y que nunca debió ser?

Pablo VI, los pobres y la Iglesia latinoamericana

pablo vi en medellinPablo VI, recién proclamado beato por el Papa Francisco, merece un especial reconocimiento de parte de la Iglesia en América Latina. Se le debe mucho. Menciono tres méritos, pero me alargo solo en el tercero: promovió la constitución del CELAM en su primera década de vida, estimuló una evangelización de las culturas del continente y sustentó teológicamente la que Puebla llamaría “opción preferencial por los pobres”.

Fue Pablo VI el primer Papa que puso un pie en tierra americana. Esto ocurrió en Colombia en 1968. El acontecimiento catalizó un grandísimo interés. América Latina recibía al representante de su centenaria fe en Cristo; en un momento históricamente muy delicado desde un punto de vista socio-político; y justo cuando la Iglesia continental ensayaba su apropiación del Concilio Vaticano II.

En esos años, desde la Revolución cubana en adelante, la agitación socio-política y las exhortaciones a la violencia se oían en todos los países. La tensión Este – Oeste, USA – URSS, era máxima. Había motivos para la ebullición revolucionaria y también para sofocarla: durante el siglo XX se exasperó la conciencia de la situación de miseria de campesinos y obreros, y de inmigrantes en las grandes ciudades.

El Papa que venía a inaugurar la II Conferencia episcopal latinoamericana, debía dar una orientación precisa para impulsar una recepción del Concilio que se hiciera cargo de esta realidad.

Bien vale recordar con atención sus conmovedoras palabras a miles de campesinos en Mosquera:

“Porque conocemos las condiciones de vuestra existencia: condiciones de miseria para muchos de vosotros, a veces inferiores a la exigencia normal de la vida humana. Nos estáis ahora escuchando en silencio; pero oímos el grito que sube de vuestro sufrimiento y del de la mayor parte de la humanidad. No podemos desinteresarnos de vosotros; queremos ser solidarios con vuestra buena causa, que es la del Pueblo humilde, la de la gente pobre. Sabemos que el desarrollo económico y social ha sido desigual en el gran continente de América Latina; y que mientras ha favorecido a quienes lo promovieron en un principio, ha descuidado la masa de las poblaciones nativas, casi siempre abandonadas en un innoble nivel de vida y a veces tratadas y explotadas duramente. Sabemos que hoy os percatáis de la inferioridad de vuestras condiciones sociales y culturales, y estáis impacientes por alcanzar una distribución más justa de los bienes y un mejor reconocimiento de la importancia que, por ser tan numerosos, merecéis y del puesto que os compete en la sociedad. Bien creemos que tenéis algún conocimiento de cómo la Iglesia católica ha defendido vuestra suerte; la han vindicado los Papas, nuestros Predecesores, con sus célebres Encíclicas sociales y la ha defendido el Concilio ecuménico”.

Hasta hoy los teólogos de la liberación han lamentado que el concepto de “Iglesia de los pobres” no se hubiese constituido en el tema central del Vaticano II. El Cardenal Lercaro y otros más pensaban que este designaba una característica decisiva de la Iglesia de Cristo, que debía destacarse más aún en aquellos años. No fue así. No lo bastante. De aquí que se dijera que el Concilio había quedado en deuda con América latina y que Populorum progressio (1968), del mismo Pablo VI, habría sido el pago de esta deuda.

Pero hay algo aún más profundo. El Papa Montini, en aquella misma ocasión, puso bases cristológicas a la sería la “opción por los pobres” que ha llegado a constituir el nombre de la recepción del Concilio de la Iglesia en América Latina. En este mismo discurso, de un modo impresionante, Pablo VI descubre a los pobres su identidad más profunda. Lo hace en términos sobrecogedores:

“Hemos venido a Bogotá para rendir honor a Jesús en su misterio eucarístico y sentimos pleno gozo por haber tenido la oportunidad de hacerlo, llegando también ahora hasta aquí para celebrar la presencia del Señor entre nosotros, en medio de la Iglesia y del mundo, en vuestras personas. Sois vosotros un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino”.

Esos campesinos debieron ser fuertemente impresionados por las palabras de un Papa que veía en ellos un sacramento de Cristo y los saludaba con reverencia:

“No hemos venido para recibir vuestras filiales aclamaciones, siempre gratas y conmovedoras, sino para honrar al Señor en vuestras personas, para inclinarnos por tanto ante ellas y para deciros que aquel amor, exigido tres veces por Cristo resucitado a Pedro (Cf. Io. 21, 15 ss), de quien somos el humilde y último sucesor, lo rendimos a Él en vosotros, en vosotros mismos. Os amamos, como Pastor. Es decir, compartiendo vuestra indigencia y con la responsabilidad de ser vuestro guía y de buscar vuestro bien y vuestra salvación. Os amamos con un afecto de predilección y con Nos, recordadlo bien y tenedlo siempre presente, os ama la Santa Iglesia católica”.

Pablo VI, de esta manera, ponía uno de los cimientos de la que habría de ser la clave de la pastoral de la Iglesia latinoamericana y de la naciente Teología de la liberación: la preferencia de Dios por los pobres; el otro cimiento también lo pondría él, a saber, la de comprometerse solidariamente con los pobres con prácticas sociales y políticas a todo nivel. En Mosquera el Papa prometió a los pobres de todo el continente: defender su causa, denunciar las desigualdades económicas entre ricos y pobres, patrocinar la colaboración entre las naciones, dar la Iglesia testimonio de pobreza y anunciar a ellos mismos, los pobres, la bienaventuranza de la pobreza evangélica.

En esos agitados años Pablo VI pidió a los latinoamericanos no confiar en la violencia ni en la revolución. Esta podría acarrear aún peores males. Pero él mismo alentaba la organización de otras formas de lucha contra la injusticia.

Este viaje a Colombia y este discurso deben ser recordados. En ellos ha podido visualizarse la originalidad y la misión de la Iglesia en América latina, la atención a los signos de los tiempos que realizará a futuro y su actualización como “la Iglesia de los pobres”.

Más Iglesia y menos Papa

¿Por qué América latina celebra el nombramiento de Francisco? Porque es natural ser algo niños. El chovinismo es infantil. Estamos felices de que haya “ganado” uno de los nuestros. Pero hay una razón más importante. Con Francisco está en juego que se nos considere adultos, y no más niños. Los latinoamericanos estamos cansados de ser tratados como menores de edad. Con quinientos años de historia creemos que podemos hacer las cosas a nuestra manera. Llegó la hora. Justo cuando nuestra adolescencia amenazaba una ruptura fatal con la paternidad europea.

Hasta hace poco, y aún en buena medida, hemos padecido a la Santa Sede como una monarquía absoluta. Los últimos papas cuadraron la Iglesia con la doctrina. Los nombramientos episcopales, en su gran mayoría, recayeron en personas inobjetables desde un punto de vista doctrinal pero muy poco audaces, sin todo el arrojo evangélico necesario. Las presiones y el control de la curia romana han hecho que no pocos parezcan obispos asustadizos. Cuántos de ellos llegaron a las oficinas romanas acoquinados, pidiendo permiso y perdón, como si no fueran pastores en propiedad de sus diócesis. Hubieron de ser ortodoxos doctrinalmente, porque les pareció peligrosa la ortopraxis: discernir qué hacer ante los signos de los tiempos de América latina y crear, imaginar alternativas y correr el riesgo de implementarlas.

El vértigo a la libertad que el Vaticano II generó, ha sido probablemente la causa del encogimiento de nuestras iglesias. Recién cuando empezábamos a forjar una Iglesia auténticamente latinoamericana, con nuestra teología propia, comunidades y liturgias adecuadas a nuestra realidad cultural, nos cortaron las alas. Castigaron a nuestros teólogos. Encerraron a los seminaristas en claustros que los protegían de sus contemporáneos, cuando no de su propia humanidad. Todo debió ajustarse milimétricamente a una sola visión, a la única manera de pensar posible, la de la Curia, que explotó el nombre del Papa a tal grado que terminó por corromper el prestigio de la Santa Sede. En pos de la unidad, todos debimos ser iguales. Se nos obligó a cerrar filas frente a un mundo adverso y en contra del pluralismo; debimos, así, neutralizar nuestra propia diversidad.  Nos habíamos ilusionado con el Concilio, pues respondía a nuestro anhelo de Iglesia católica más profundo. A fuerza de miedo, empero, se nos hizo retroceder a antes del Vaticano II. Los pontífices no parecían deberle nada a nadie. Por el contrario, los demás debían considerarse deudores de su beneplácito.

Francisco, en cambio, asume pidiendo la bendición del pueblo de Dios. No se cita a sí mismo. Cita a las conferencias episcopales de todas las regiones eclesiásticas del planeta. La diferencia es radical. Como “obispo de Roma”, restringiéndose a su diócesis hará posible que los demás obispos del mundo puedan respirar y hacerse cargo de las suyas sin temor a equivocarse. Él, el Papa, habla sin papeles. Puede equivocarse. Las improvisaciones y gestos espontáneos son ocasión de errores, quién no lo sabe. Pero así da el ejemplo contrario. Un Papa falible libera a los cristianos, a la jerarquía y al clero de la necesidad de ser infalibles y de la maldición de aparentarla. Francisco, no teme ponerse una nariz de payaso para identificarse con quienes transmiten el Evangelio jugando, alegrando la vida a niños y personas devorados por la tristeza. Un papa que juega, con una pelota roja en la cara, sí es infalible. Atina con la libertad cristiana, cuando el criterio último de su actuación es el amor. La infalibilidad evangélica estriba en el amor. Busca la manera de liberar a los demás para que también estos puedan hacerse responsables de sus vidas y de la de los demás con inventiva, con más discernimiento que con anatemas.

A Francisco le falta una sola cosa: desaparecer. Hasta el momento ha hecho las cosas bien, porque a causa de su audacia probablemente ha cometido más de un error. Sus errores autorizan a ensayar y a equivocarse. ¿Tendrá su sucesor que parecérsele? Ojalá que sea él mismo y no un imitador de Francisco. Lo decisivo será que Francisco mengüe en importancia para que prosperen las iglesias de todo el mundo. Que lo haga ahora, que deje  instalada la tendencia. Para que su sucesor no se angustie con “salvar” la Iglesia en vez de inventar, no sin todas las iglesias, un mundo nuevo, mejor, más hermoso, más libre.

El Papa, ¿rehabilita a Romero o reaviva el conflicto?

Francisco Papa ha desbloqueado el proceso de canonización de Oscar Arnulfo Romero. ¿Qué significa esta noticia? ¿Por qué se ha usado la palabra “desbloquear”?

Monseñor Romero fue obispo de San Salvador. El día 24 de marzo de 1980 un francotirador contratado por la extrema derecha, desde fuera de la iglesia, le metió un balazo en el corazón mientras celebraba la eucaristía. Esos años se desencadenaba en el país la guerra civil. Romero sabía que lo podían asesinar. Había solidarizado con los pobres, en especial los campesinos víctimas de la injusticia social y de la violencia militar. El pueblo salvadoreño le llamaba “la voz de los sin voz”. Lo amenazaron. No se calló. Continuó hasta el fin con sus homilías y sus transmisiones radiales. No paró de denunciar las atrocidades cometidas contra gente inocente. El fue uno más entre cientos de cristianos mártires, antes y después de esa fecha. En 1989 fue masacrada una comunidad jesuita completa. Seis profesores universitarios, la cocinera de la casa y su hija. Ignacio Ellacuría, el rector de la UCA, fue eliminado por su rol clave en las negociaciones por la paz entre el gobierno y la guerrilla.

Monseñor Romero ha sido la figura más conflictiva de la Iglesia en América Latina. Unos niegan que su martirio haya sido martirio. Ser asesinado por motivos sociales no les parece martirio. Creen que la fe no tiene que ver con la política. Les impresiona que lo hayan matado mientras celebraba la misa. Pero no ven una conexión entre la eucaristía y la solidaridad del obispo con las víctimas de la violencia. El problema, dicen los partidarios del obispo, es qué se entiende por martirio. Estos, por su parte, hablan de él como de San Romero de América. Lo hacen provocativamente. Si la Santa Sede no quiere reconocer su cristianismo, ellos sí lo hacen. Si algún día la Santa Sede sí lo reconoce, será porque ellos lo hicieron primero. El catolicismo liberacionista latinoamericano ve a la jerarquía aliada con los católicos enemigos de Romero.

Ahora se avisa que el estudio de su santidad ha sido “desbloqueado”. ¿Qué pretende el Papa Francisco con rehabilitar a un hombre conflictivo? Talvez alguno de los cardenales electores piense que se lo escogió para reformar la Curia, pero no para reformar la Iglesia. Esta palabra “desbloquear” no se le escapa a un obispo de la Curia romana. No sería extraño que Francisco la haya usado antes que el obispo vocero. La causa de canonización de Romero no había podido avanzar. Había sido intencionalmente detenida. ¿Quién la bloqueó? Alguien no quiso reconocer al obispo de El Salvador el significado que su vida y su martirio tienen en América Latina.

Dejemos de lado esta hipótesis. Tal vez haber “bloqueado” la tramitación del proceso de Romero ha sido un acto bien intencionado. ¿Por qué no? La prudencia ha podido indicar a los papas anteriores, o a algún prefecto romano, que exaltar la figura de este mártir habría provocado agitaciones mayores entre la Iglesia y los gobiernos latinoamericanos, y al interior de ella misma. Pongámonos en este caso. La Iglesia jerárquica, testigo de las atrocidades padecidas por los cristianos de El Salvador, frenó la canonización de Romero. Ella perfectamente ha podido querer quitar fuego a circunstancias que habrían ocasionado todavía más crímenes de personas inocentes. ¿No pudo así actuar en conciencia? ¿Ser responsable?

 ¿Por qué entonces Francisco quiere ahora apurar la canonización de un mártir? ¿Para qué rehabilita a Romero? Se me ocurren dos cosas.

 Francisco sabe que las injusticias sociales son hoy tan reales como lo fueron en América Latina durante el siglo XX. Lo han dicho los obispos latinoamericanos en Aparecida (Brasil, 2007). Las injusticias han podido mutar, pero continúan. El sabe, además, que la misión de la Iglesia en el continente es el mismo continente. En esto y no otra cosa consiste su misión evangelizadora. La Iglesia en esta parte del mundo, especialmente después del Concilio Vaticano II, ha tomado conciencia de que a Cristo se le anuncia cuando se libera a los pobres de sus miserias y se les reconoce su dignidad eterna. La rehabilitación de un obispo, hasta ahora ninguneado por las élites católicas, es, además de un acto de justicia con la persona de Romero, un gesto simbólico favorable a la Iglesia que hizo suya la opción de Dios por los pobres. Francisco no es ingenuo. Al desbloquear la causa del mártir más popular de América Latina, pone de nuevo a la Iglesia en la senda de la lucha por la justicia sin la cual la fe cristiana se desvirtúa. La misión de la Iglesia es América Latina. Si en el continente se multiplican hoy los modos de ser pobre; si el nombre de la pobreza hoy es la “exclusión” que afecta no solamente a los explotados, sino a los “sobrantes” y los “desechables” (Aparecida, 65), la eventual canonización de Oscar Romero es un campanazo de alerta. ¿De reclutamiento?

 Si Francisco quiere dar este campanazo, ¿es que desea que recrudezcan los conflictos ético-religiosos en el continente? No sé quién pudiera pensar algo así. Pero el Papa no ignora que un cristianismo enardecido contra la injusticia puede nuevamente originar mártires. En el caso de Francisco debe recordarse que él también tiene una poderosa razón para actuar en conciencia: Jesús es para los cristianos el primer mártir. Si a Jesús lo mataron por su amor a los marginados y sus gestos liberadores hacia víctimas inocentes, los cristianos hoy no pueden esconderse entre las polleras de la Santa Madre Iglesia por miedo al conflicto social.

 Desbloquear la causa de Romero es un acto conflictivo. Bloquearla también lo ha sido. Hemos de creer que ni en este ni en aquel caso ha habido mala intención. Nadie nos obliga a pensar mal. Pero sí debemos reconocer que el conflicto es una realidad histórica. Y que lo decisivo es, en última instancia, con quién se está y contra qué se combate.

La novedad del Concilio para América Latina

La novedad del Concilio para América Latina: http://peregrinos-robertoyruth.blogspot.com/2012/09/la-novedad-del-concilio-vaticano-ii.html

 

¿Un Papa para América Latina?

Todos los Papas han sido europeos u oriundos de la cuenca del Meditarráneo. Han tenido la cultura que fraguó en esa región del mundo gracias al entrecruce de culturas como la hebrea, la griega, la latina y la germánica. Benedicto XVI ha sido un Papa muy europeo con todas las virtudes y límites que esto tiene. Benedicto ha heredado un cristianismo de dos mil años en su máxima expresión cultural. Pero, ya que el Evangelio no se agota en las culturas en las que se verifica, pues inculturarse en otras culturas. Puede, en principio, haber un cristianismo asiático, africano, latinoamericano, etc. Lo que ha sido difícil para Benedicto es, en cuanto responsable de la unidad de la Iglesia, abrir la puerta a cristianismos no europeos. Si hasta ahora la Tradición del Evangelio ha sido europea cuesta entender que pueda haber una liturgia, una moral, un derecho canónico e incluso una teología dogmática que se configuren en otras gramáticas culturales.

 Karl Rahner, uno de los principales teólogos del Concilio Vaticano II, ha sostenido una tesis de enorme importancia. Una de las tensiones principales que está experimentando la Iglesia hoy, es que en el Concilio, por primera vez en la historia la Iglesia, se ha actualizado como iglesia mundial. En el Vaticano II el Magisterio operó con representantes venidos de todas las partes de la tierra. Hasta entonces no se había tenido sino una versión occidental del cristianismo. Desde ahora, la Iglesia ha comenzado a sentir con fuerza la tensión de llegar a ser una Iglesia inculturada en las diversas regiones del planeta, sin dejar de ser la Iglesia judeo-cristiana y luego greco-latina y europea de siempre.

 En palabras del mismo Rahner: “Bajo el respecto teológico existen en la historia de la Iglesia tres grandes épocas, la tercera de las cuales apenas ha comenzado y se ha manifestado a nivel oficial en el Vaticano II. El primer período, breve, fue el del judeocristianismo; el segundo, de la Iglesia existente en áreas culturales determinadas, a saber, en el área del helenismo y de la cultura y civilización europea. El tercer período es en el cual el espacio vital de la Iglesia, en principio, es todo el mundo”.

 Rahner no es tan simple como para reducir solo a tres las grandes etapas de la historia de la Iglesia. Admite muchas subdivisiones de esta historia. Pero, su triple distinción nos sirve para ubicarnos en la tercera etapa y entender qué está realmente ocurriendo. Aquí y allá hay intentos de levantar una iglesia asiática, africana, etc. La presión mayor es a pasar a un catolicismo plural, policéntrico; un catolicismo en el cual haya varias versiones culturales de iglesias adultas. Este proceso claramente comenzó en América Latina. La recepción que Medellín comenzó a hacer del Vaticano II, fue sucesivamente desarrollada en las conferencias de Puebla (1979), Santo Domingo (1992) y Aparecida (2007). Roma ha fomentado este proceso, pero a veces también lo frenado o intervenido.

 Una de las preguntas que se hacen muchos católicos latinoamericanos ante la elección del próximo Papa, es si favorecerá o dificultará el despliegue de una Iglesia auténticamente latinoamericana. Digo, “una de las preguntas”, porque hay otras preguntas cuyas respuestas interesan tanto aquí como allá. Evidentemente que, en la medida que en América Latina la cultura predominante es secular, también en este continente interesa la postura del Papa ante temas como la sexualidad, homosexualidad, los matrimonios, la bioética, la mujer, la transparencia, la rendición de cuentas, la democracia y la justicia social.

 En América Latina, con Monseñor Manuel Larraín y Helder Camera a la cabeza, grandes impulsores de la participación latinoamericana en el Concilio, la Iglesia ha hecho un camino extraordinario. En cincuenta años el Vaticano II ha sido ampliamente acogido. En la liturgia, por ejemplo, ha sido posible pasar del latín al español y al portugués; se ha dado enorme importancia a la lectura de la Palabra de Dios, a la cual ha llegado a tener acceso gente humilde que recién aprende a leer; y el canto litúrgico ha admitido instrumentos “profanos” como la guitarra; en suma, la participación de los fieles –el criterio clave de la reforma conciliar- se ha cumplido. A esto hay que sumar dos hechos extraordinarios y distintivos.

Primero, la convicción espiritual y teológica de la Iglesia latinoamericana de la Opción de Dios por los pobres. Este es sin duda el nombre de la recepción que ha hecho América Latina del Concilio. Las cuatro conferencias mencionadas insisten en ella. Benedicto XVI la confirma en Aparecida en términos rotundos: esta opción es inherente a la fe en Cristo. No se puede ser cristiano si no se opta por los pobres. Esta opción explica el apoyo de las iglesias locales a los movimientos sociales, las iglesias mártires como la de El Salvador y la Iglesia chilena enfrentada a la Dictadura.

 Segundo, e indisociablemente vinculado a lo anterior, la Iglesia latinoamericana ha desarrollado una teología propia, es decir, un pensar la propia experiencia histórica y creyente con autonomía. La Teología de la liberación latinoamericana le ha dado a la Iglesia adultez, pues le ha ayudado a reflexionar su amor a los pobres. Si América Latina ha dependido intelectual y teológicamente por quinientos años, los teólogos latinoamericanos han procurado acabar con esta minoría de edad.

 Las resistencias de Roma -en el horizonte de la tesis de Rahner- son explicables. La postura del Papa Benedicto frente a la Teología de la liberación fue oscilante. Se opuso a ella con vigor en sendos documentos los años 1984 y 1986. En más de una ocasión sancionó a alguno de sus teólogos y prácticamente todos tienen carpeta en la Congregación para la Doctrina de la Fe. Sin embargo, recién el año pasado, nombró Prefecto de esta Congregación a Gerhard Müller, gran amigo de Gustavo Gutiérrez (el “padre” de esta teología), con quien en 2005 escribió la obra Del lado de los pobres. Teología de la liberación.

 Muchos, no todos, los católicos latinoamericanos quisiéramos que el nuevo Papa nos ayude a alcanzar la mayoría de edad.

El Concilio en América Latina

Los cambios que el Vaticano II produjo en la Iglesia han sido muy grandes. Entre los más importantes de todos, está el haber ofrecido la posibilidad del surgimiento de iglesias regionales: asiáticas, africanas, latinoamericanas…

 El Concilio impulsó grandes cambios en la Iglesia universal, uno de los cuales fue comprender que ella es una realidad histórica y, por tanto, las diversidades histórico-culturales son decisivas. Si en otros tiempos se había subrayado la distinción y separación entre la Iglesia y el mundo, el Concilio hizo lo contrario: destacó que la Iglesia debe arraigar tan hondamente en la humanidad que todo lo que acontezca en el mundo, todo cambio histórico, debe importarle como cosa propia.

 ¿En qué ha consistido la novedad de una Iglesia “latinoamericana” propiciada por el Concilio? Los católicos latinoamericanos aparecieron entre las demás iglesias como adultos. Lo que ha despuntado en 50 años es una Iglesia que ha podido pensar por sí misma, sin tener ya que depender intelectual y teológicamente de Europa.

 La Iglesia latinoamericana puso a prueba la manera histórica de auto-comprenderse “en” el mundo en Medellín (1968). En esta conferencia episcopal, la Iglesia latinoamericana, más que aplicar el concilio, lo continuó. ¿Qué resultó? Una apertura a lo que estaba ocurriendo en el continente, cuyo resultado fue encontrar que en “sus” países la injusticia social constituía una “violencia institucionalizada”. La Iglesia entró en los conflictos de la época y, en vista a su resolución, tomó partido por los pobres. Si hubiera que poner un nombre a la recepción del concilio hecha por la Iglesia en América Latina éste sería sin lugar a dudas: Opción de Dios por los pobres. Pues bien, esta convicción teológica ha pasado a configurar la identidad de una Iglesia que se atrevió a amar al mundo como Dios lo mundo, mundo al margen del cual ella no podría amar a Dios como corresponde.

 La Iglesia latinoamericana se identificó con los pobres y tal vez llegue a ser un día “la Iglesia de los pobres” (como quiso Juan XXIII, Manuel Larraín y, aún antes, Alberto Hurtado). Tal vez, digo, porque las resistencias internas y externas han sido muy fuertes. Lo que ha estado en juego desde entonces, es que si esta Iglesia opta por los pobres, los pobres han de ser en ella protagonistas y no personajes secundarios; han de pesar, en consecuencia, en el modo de sentir, pensar y decidir en las cuestiones eclesiales. Esta “Iglesia de los pobres”, en estos 50 años, ha sido a veces una realidad y en algunos lugares de América Latina lo sigue siendo. En las comunidades cristianas populares se ha dado un fenómeno rara vez visto en la historia eclesial: personas que, sabiendo apenas leer y escribir, con la Biblia en la mano, han comprendido su existencia personal, social y política. Entre ellos se ha dado una fervorosa conciencia de parecerse a los primeros cristianos que se reunían en casas, y no en grandes templos, para celebrar la eucaristía. Entre estas personas, en países centroamericanos, ha habido mártires como los hubo en los primeros tiempos del cristianismo.

 ¿Una Iglesia “desde abajo”, una ilusión…? Esto es lo que ha despuntado en la América Latina post-conciliar como lo más novedoso. Ha asomado un Iglesia inspirada en aquellas palabras revolucionarias de Jesús: “los últimos serán los primeros y los primeros serán los últimos” (cf. Mt 20, 1-16). La Iglesia del Cardenal, para defender a los perseguidos independientemente de sus ideas, hizo suyo el relato del Buen Samaritano (cf. Lc 10, 29-37). La Iglesia solidaria de Enrique Alvear si inspiró en la parábola del Rey que solo se lo reconoce en los hambrientos, sedientos, desnudos,  enfermos, encarcelados… (cf. Mt 25, 31-45). Hoy nos preguntamos: ¿no podría haber una liturgia, una enseñanza moral y un derecho canónico que extraigan su vitalidad de la experiencia de mundo de los postergados, los abandonados, los desamparados, los fracasados y, para colmo, frecuentemente tenidos por culpables siendo inocentes? Lo que la Iglesia no ha podido ser en los hechos, sí lo debe ser por misión. La Iglesia latinoamericana, en la medida que ha configurado su identidad original optando por los pobres, no sólo asoma como adulta, sino que indica a las otras iglesias qué sentido tiene el cristianismo.

 Esta Iglesia ha empezado a ser adulta por esta experiencia mística colectiva de haber descubierto que “Dios opta por los pobres” y, sobre todo, porque ha comenzado a pensar por sí misma. El Concilio, que animó a la Iglesia a comprometerse con las luchas históricas de sus contemporáneos, estimuló también el surgimiento de una teología propia. En 500 años de existencia prácticamente no había habido teología en América Latina. Desde Medellín hasta ahora, la producción teológica latinoamericana ha sido impresionante, y no cesa. La teología latinoamericana, y la Teología de la liberación en particular, ha favorecido en este sentido, el nacimiento de una Iglesia que, sin dejar de ser la que siempre ha sido, puede elevar a conciencia y a concepto una experiencia de Dios completamente original en la historia del cristianismo.

 Jorge Costadoat

Publicado en Mensaje, diciembre 2012.

Latinoamerica, injusta y cristiana

“En Latinoamérica reina la desigualdad”, es el título de un artículo de un matutino en sus páginas interiores. En base a un estudio del Banco Mundial, se afirma algo aún más preciso: “Latinoamérica es la zona de mayor desigualdad en el mundo”. Se ofrecen cifras. Se sugieren al voleo algunas explicaciones. Lo que no dice el artículo -no le toca decirlo, lo digo yo-, es que América Latina es también la región más cristiana del mundo. Europa ha preferido llamarse “postcristiana”.

Si viniera una delegación de marcianos a la tierra podría buscar la correlación entre estos dos datos: el espacio geográfico donde hay más injusticia es aquel que los terrícolas llaman “cristiano”. Uno de los marcianos podría decir: “Nada que ver. Que Latinoamérica sea el continente más injusto puede deberse a otros factores. Por lo demás, no sabemos si el cristianismo deba incidir o no en la política y la economía”. Algunos terrícolas le encontrarían razón.  No faltaría incluso el cristiano que piense que el cristianismo es irrelevante para la configuración de un mundo más justo. Otro de los marcianos podría contradecirlo: “No estoy de acuerdo. No se puede descartar que Cristo sea un monstruo que quiera apoderarse del universo y que haya comenzado por reinar en América Latina”. ¿Qué le responderíamos?

Los marcianos son muy lógicos.  Es fácil pitar a los terrícolas, pero a los marcianos no. Si respondemos que Cristo no es un monstruo sino todo lo contrario, que a él lo crucificaron los monstruos y que los cristianos luchan contra los monstruos para que la tierra sea compartida entre todos los hombres, los marcianos no nos creerían. Probablemente dirían que los cristianos se dividen en engañadores y en engañados. Sospecharían que los engañadores, en nombre de su “dios crístico”, convencen a los demás del valor eterno del sacrificio y del progreso, y que los engañados les creen, haciendo de su miseria su virtud.

Podríamos, en cambio, ser sinceros. Sin escudarnos en la complejidad de factores que producen la desigualdad en América Latina,  tendríamos que reconocer que los cristianos hemos sido incapaces de llevar a la práctica el mundo que Cristo soñó; que nosotros mismos hemos hecho de la fe cristiana una salsa barata para adobar todo tipo de platos; que algunos de los nuestros han desvirtuado absolutamente el Evangelio mediante una doble adoración de Dios y del dinero. En defensa de Cristo recordaríamos que, mientras unos acumulan lo que les sobra, los pobres comparten de lo que les falta.

Publicado en Jorge Costadoat Si tuviera que educar a un hijo… Ideas para transmitir la humanidad, Ediciones ignacianas, Santiago, 2004.