Jesús, en síntesis, quiere decir que Dios es humano. Humano por compartir nuestra vida y destino. Humano por amar y sufrir por la humanidad hasta el extremo. Jesús ha sido hombre mucho más que nosotros. Tan hombre como solo Dios puede serlo. Pero a unos cuesta entender que su divinidad no menoscabe su humanidad y, a otros, que un hombre como él pueda ser divino.
Jesús es tan divino, se piensa, que no ha podido ser muy humano. Sucede también lo contrario. Hoy hay tal certeza de su humanidad que resulta difícil creer que ha podido ser Dios. La Encarnación del Hijo de Dios es un auténtico misterio. Es arduo para el pensamiento hacerse a la idea de reunir en una sola persona dos magnitudes -la divinidad y la humanidad- que parecen competir entre sí. Pero en Jesús, Dios no compite contra la humanidad, compite contra el pecado para salvar a la humanidad del sufrimiento y de la muerte. La divinidad no predomina sobre la humanidad de Jesús. La perfecciona. El hombre del corazón apasionado y traspasado, Jesús, más que cualquier otra revelación, devela cómo es verdaderamente Dios y cómo se llega a ser hombre en plenitud.
La psicología de Jesús
Sea para nosotros Jesús un hombre divino, sea un Dios humano, no será fácil explicar cómo se articulan en la unidad psicológica de la persona del Hijo de Dios estos dos aspectos suyos, su humanidad y su divinidad. Su psicología humana es expresión de su “psicología” divina, pero Jesús solo humanamente se ha sabido el Hijo de Dios. El tema ha sido debatido en la historia de la Iglesia y continuará siéndolo. Hablar de su psicología sería un completo despropósito si no contáramos con algunas definiciones teológicas de la Iglesia. La enseñanza de los concilios, que interpretan la revelación en las Escrituras, nos permite hacer algunas inferencias. Hacerlas, no por curiosidad o divertimento. Nos interesa el perfil humano de Jesús para comprender nuestra propia humanidad.
Los Evangelios nos cuentan que Jesús fue admirable por su sabiduría y autoridad. Pero, ¿cómo pudo saber un hombre que nace en una pesebrera, sin hablar ni entender palabra, que él es Dios? ¿Lloraba para parecer hombre o porque efectivamente era falible? ¿Ignoraba su futuro? Bernard Sesboüé, destacado cristólogo contemporáneo, se interroga: “¿Cómo Jesús, en el curso de su vida humana pre-pascual, ha tomado y ha tenido conciencia de ser el Hijo de Dios?”.
Se equivocó Santo Tomás al conceder a Jesús de Nazaret la llamada “visión beatífica” de Dios, el conocimiento y la fruición de Dios propios de los bienaventurados en la gloria. El Hijo de Dios ha compartido en serio, y no en apariencia, nuestra historicidad. Los teólogos actuales se esfuerzan por combinar dos asuntos difíciles de compatibilizar: que Jesús ha llegado a saber históricamente, por una evolución intelectual e incluso espiritual, dirá von Balthasar, aquello que en virtud de su persona divina ha sabido desde siempre. Esto es, que su identidad era tan divina como humana; más precisamente, que su persona divina hacía de él un hombre auténtico y profundamente humano. Para explicarlo, Karl Rahner sustituye el concepto de “visión beatífica” por el de “visión inmediata” del Padre. Según Rahner, Jesús ha llegado a saber objetivamente (por medio de la experiencia y el lenguaje humano) lo que subjetivamente ha intuido desde su concepción (su ser uno con el Padre). En Jesús se ha dado una orientación radical al Padre, que le ha hecho conocer su ser persona divina y su misión trascendente desde la Encarnación, pero fue necesario que él tematizara este conocimiento a-temático en la medida que crecía y desarrollaba su vida. De modo semejante, los hombres intuimos nuestro destino trascendente. Algo parecido a esto, pero no lo mismo, sucede con el niño en la cuna: aún no tiene cómo decir lo que le pasa, pero algo le pasa, y tratará de hacerse entender gritando o riendo.
Hemos de pensar que la orientación absoluta de Jesús a Dios, a Dios como amor, constituyó el principio radical del aquel conocimiento de sí mismo y de toda la realidad, que el Espíritu, a lo largo de su vida, fue actualizando paso a paso. Este, según los teólogos, sería el “conocimiento infuso”, un conocimiento como el de los profetas o los visionarios que, en el caso de Jesús, le ha permitido comprender todo lo necesario para nuestra salvación.
Por último, en consecuencia, ha de reconocerse en Cristo un “conocimiento adquirido”. Por este cualquier ser humano se apropia experiencialmente del mundo. Su reverso es, por cierto, la ignorancia, la prueba y posibilidad de equivocarse. Por muy sabio que haya sido el niño delante de los doctores en el Templo, el mismo Lucas cuenta que “Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52). La Epístola a los Hebreos señala que “aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer” (Hb 5, 8).
Jesús ha podido ignorar muchas cosas. ¿Cómo pudo saber que la tierra es redonda y que gira alrededor del sol? En ese tiempo todos pensaban que era plana. Nada dice el Nuevo Testamento, pero desde el momento que él mismo dice: “Mas de aquel día y hora (del juicio), nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino solo el Padre” (Mc 13, 32), hemos de imaginar que Jesús comparte con nosotros una ignorancia bastante significativa. Sin embargo, lo que no se puede decir es que Jesús haya tenido una ignorancia que le haya impedido saber quién era y cuál era su misión (Papa Gregorio Magno, año 600).
A propósito de su voluntad y libertad caben otras preguntas: ¿pudo Jesús decir a su Padre “Este cáliz yo no lo bebo” (cf., Lc 22,42)? ¿Pudo desobedecerle? ¿Pudo pecar? Y si no podía pecar, ¿qué clase de libertad tuvo?
El concilio de Calcedonia definió que Jesús, el Hijo de Dios, era perfectamente Dios y perfectamente hombre. El concilio de Constantinopla III (años 680/681) aclaró que Jesús tiene una voluntad humana auténtica, y que opera en sintonía con las exigencias de la voluntad divina. Constantinopla III estableció que en Jesucristo hay dos actividades y dos voluntades, humana y divina respectivamente, contra el parecer del Patriarca Sergio y del Papa Honorio. Estos, por cerrar toda posibilidad de pecado en Cristo, exigían se reconociese nada más una actividad (Sergio) y una voluntad (Honorio), impidiendo -posiblemente sin intención- que nuestra salvación fuese querida y actuada por el mismo hombre.
El concilio, sin embargo, no explicó cómo se adecuaba perfectamente la voluntad humana de Jesús con la voluntad de su Padre. Se limitó a afirmar los datos fundamentales de la revelación: la integridad de la humanidad de Jesús y su carencia de pecado (cf. Hb 4,15). También otros concilios insistirán en que Jesús no pecó ni tuvo pecado original (Toledo el año 675 y Florencia el 1442). Se dirá, además, que no participó de nuestra concupiscencia (Constantinopla II el 553), aquella consecuencia del pecado que, no siendo pecado, persiste incluso en los bautizados, inclinándolos a pecar (Trento el 1546).
El Salvador no pecó, fue inocente. Pero conoció la tentación, aunque la suya no fue como la nuestra, contaminada de concupiscencia. La Epístola a los Hebreos señala que fue “tentado en todo igual que nosotros” (Hb 4,15). Pero, ya fueran las tentaciones mesiánicas del desierto (cf. Mt 4, 1-11) ya la de Getsemaní (cf. Lc 22, 29-46), Jesús las rechazó para hacer la voluntad de su Padre.
¿Cómo explicar la libertad de Jesús frente a su Padre? Conviene distinguir dos aspectos de la libertad: la libertad como libre arbitrio y como autodeterminación en razón del amor. Gracias al libre arbitrio, como en un supermercado, “elegimos” entre diversas posibilidades mejores y peores, inocuas desde un punto de vista ético. Pero existe una libertad más profunda, la de “elegirse” y “aceptar ser elegido” para un bien mayor: la libertad de los que nos esclaviza para escoger lo que verdaderamente nos realiza: el amor interpersonal, una sociedad justa… Jesús ha gozado de libertad plena, de ambas libertades. Pero en su caso es tanto lo que Jesús ama la voluntad de su Padre, consistente en el predominio de su inmensa bondad, que no ha podido elegir otra cosa que dar su vida por amor. ¿Acaso podríamos convencer a un enamorado empedernido que su querida no le conviene, que mejor piense en otra? Imposible. Recordemos también en la tenacidad de los santos…De modo semejante, en virtud de su libre arbitrio Jesús ha podido elegir entre diversas posibilidades que favorecían la consecución de su misión. Pero respecto de su misión su autoderminación fue completa. Por su amor extraordinario a su Padre y a nosotros, Jesús vivió absorto en su misión y no pudo sino llevarla a cumplimiento por la entrega de su vida.
La misericordia de Jesús
Hemos argumentado como si fuese necesario probar que Jesús fue hombre. Si esta óptica es comprensible entre los fieles creyentes absortos en la sublimidad del Señor, ella suele ser incomprendida por la mentalidad contemporánea que se pregunta más bien cómo ha podido Jesús ser Dios. En adelante destacamos cómo la perfección de la humanidad de Jesús no consiste principalmente en haber compartido en todo nuestra naturaleza humana, sino en haberla puesto en juego hasta la muerte, revelando de este modo cuál es su sentido e, indirectamente, cómo es el Dios que promueve su realización definitiva. Esperamos así dar razón de cómo Jesús es Dios y de cómo el hombre llega a ser realmente hombre. De paso nos haremos una idea de cómo Dios es Dios.
En el lenguaje corriente, se dice de alguno que es humano porque es frágil, porque peca e reincide en su pecado. Pero también se dice que es humano alguien cercano a las demás personas, porque tiene capacidad de comprender y de perdonar al caído. “Humano” porque, sin ser cómplice, se involucra con las penalidades del prójimo y, para ayudarlo a superarlas, comparte su destino. Este concepto de humanidad se aplica a Jesús antes que a nadie. Porque, si asumiendo una psicología humana con todas sus posibilidades y limitaciones Jesús es uno más de nosotros, en tanto hizo entrar personalmente en la historia el amor compasivo de Dios no fue uno más, sino el mejor de todos. Es Jesús misericordioso, y no el promedio de los hombres, lo que determina qué significa “ser humano”.
Atendamos a su historia. Jesús centró su predicación en el anuncio del reinado de Dios: la cercanía de la bondad inaudita e incomprensible de Dios. Jesús vivió para su Padre y para el reinado de la bondad de su Padre entre nosotros (cf. Mc 1, 14-15). Los destinatarios primeros de este Reino fueron los pobres y los pecadores.
Jesús predicó el Reino a los pobres (cf. Lc 4, 14-19). El nacimiento pobre de Jesús en Belén no es un dato circunstancial de su vida, sino que constituye todo un símbolo de una humanidad compartida con los preferidos de Dios (cf. Lc 1, 46-56). Jesús se identificó con los pobres. Los “pobres de espíritu”, al igual que Jesús, alcanzan la perfección evangélica más que en no cometer errores, más que en no experimentar la duda y el sufrimiento, conmoviéndose, confundiéndose con las víctimas de la “inhumanidad” y actuando en favor de ellas. La perfección evangélica ama incluso al enemigo, consiste en ser “misericordiosos como Dios es misericordioso” (Lc 6, 36).
Jesús también ofreció el Reino a los despreciados por pecadores, aquellos que no estaban en condiciones de cumplir con el moralismo de los fariseos y a los que violaban la Ley sin más (cf. Lc 5, 29-32). Prueba de la gratuidad del Reino es que se ofrece precisamente a quienes no tienen ni bienes ni obras que intercambiar por él. Pero Jesús va todavía más lejos. Sin abolir la Ley, trasgrede la letra de la Ley cuando su rigidez atenta contra su sentido benigno originario (cf. Jn 8, 1-11).
Nada ilustra mejor la humanidad de Jesús que los amigos que tuvo y los lugares que frecuentó. Se rodeó de los marginados de su época. A sus discípulos los escogió de entre todo tipo de personas, principalmente gente humilde. Tuvo incluso discípulas mujeres, insólito en la antigüedad. Se le acusó de “comilón y borracho” porque tomaba y bebía con gente de mala fama, y se lo despreció por codearse con publicanos y dejarse acariciar por prostitutas (cf. Lc 7, 33-50). Jesús anticipó el sentido de la Eucaristía compartiendo la mesa con los “malditos”, los pecadores y los pobres. Los fariseos, en cambio, comían entre ellos, los “justos”.
Con esto, Jesús, no avalaba la miseria moral. Con su conducta se nos ha revelado que el misterio de la Encarnación se verifica muy por dentro y no por encima de la historia humana. El mal, para Jesús, no se extirpa sin conocer en carne propia sus efectos, como tampoco se disipa el dolor sin dolor. Jesús “manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), como un mísero, inaugura el Reino liberando de unos y otros males, pero sin suprimir en sus beneficiarios la inexcusable respuesta personal. Si la bendición del Reino no se impone a los pobres, mas requiere de ellos la aceptación voluntaria, la maldición de Jesús a los ricos ha de entenderse no como una condena (cf. Lc 6,24-26), sino como un llamado al arrepentimiento.
El mesianismo de Jesús fue diverso de los mesianismos de sus contemporáneos. El proyecto de Jesús de la prevalencia de Dios no aparecería en la historia sin sus destinatarios, a la fuerza y por obligación, pero tampoco sin hacer suyas las consecuencias de su rechazo y el misterio del mal puro y simple. En la medida que Jesús pretendió derechamente la erradicación del egoísmo y la miseria, no tuvo más alternativa que cumplir su misión como el Siervo humilde y sufriente de Isaías, que eliminaría el mal cargando con él. En tanto Cristo subvirtió la religiosidad de su época rebelándose contra la distorsión de la Ley y del Templo, debió atenerse a las consecuencias. Su muerte “era necesaria” (Lc 24, 26). No porque estuviera programada. Jesús no fue a ella como un autómata. El dio su vida, no se la quitaron (cf. Jn 10, 18). “Era necesaria”, dice la Escritura, en el sentido de que Dios ha querido a la humanidad al más alto de los precios. En su Hijo, Dios mismo se expuso a la terrible posibilidad de ser rechazado. Dios no ha podido sino amarnos. Dios no querido otra cosa que la vida de Jesús y la nuestra. Pero, para amarnos en serio, no pudo más que renunciar a su Hijo. A Jesús lo asesinaron. El Padre no quiso la muerte de Jesús ni la ejecutó. Pero trocó su significado. Al resucitar a Jesús, convirtió este crimen en la prueba de su perdón incondicional. No sacralizó la cruz, sino todo lo contrario. Con la resurrección, Dios hizo justicia a Jesús. Desacralizó, así, la inveterada costumbre de divinizar la violencia y las instituciones que la ejercen para, como diría Caifás, “salvar a la nación” (Jn 11, 50).
Jesucristo es el hombre. El Espíritu Santo extiende en la historia lo sucedido con Jesús. Dios salva la humanidad con el hombre Jesús, pero no sin nosotros. No sin nuestra opción libre, sino con nuestra libertad. Liberando nuestra libertad de su inclinación a la inhumanidad y del miedo a la muerte.
Conclusión
El Concilio Vaticano II profundizó en la humanidad del Hijo de Dios, con el propósito de hacer universalmente comprensible la salvación: “Con su encarnación, Él mismo, el Hijo de Dios, en cierto modo se ha unido con cada hombre. Trabajó con manos de hombre, reflexionó con inteligencia de hombre, actuó con voluntad humana y amó con humano corazón. Nacido de María Virgen, se hizo verdaderamente uno de nosotros, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15) (Gaudium et Spes, 22). No por ser humano, Jesús ha dejado de ser divino. No debiéramos temer su humanidad. Más cuidado habría que tener con una concepción de su divinidad alérgica a la Encarnación. No para salvarnos de la humanidad sino de la inhumanidad, Dios ha entrado en la historia como un hombre verdadero y el mejor de los hombres. Las reticencias a aceptar que Jesús es hombre, más que salvaguardas de la fe son expresiones sospechosas de fe auténtica.
Si no fuera por el hombre Jesús, por su comportamiento histórico y su rehabilitación final, no sabríamos que el pecado no forma parte de la naturaleza humana. Tampoco habríamos llegado a creer que Dios es inocente de su muerte y la de tantos otros que rezaron “Dios mío, por qué me has abandonado” (Mc 15, 34). Dos cosas para nada obvias. Gracias a Jesucristo conocemos quién es Dios verdaderamente y qué es lo que realmente humaniza. Por medio del hombre Jesús corregimos la idea de un “dios” abusador, justiciero o vengativo, y preservamos a la humanidad de lo que la deshumaniza.
Pero, en definitiva, no basta creer en abstracto en la identidad de naturaleza del resucitado con nosotros ni tampoco basta conocer su extraordinaria actuación terrena. Es preciso tomar parte en su compromiso con la humanidad caída, identificándose con la pasión de su vida: su misión de anunciar la misericordia de Dios, rehabilitando a los pobres y perdonando a los pecadores. Esta es ya tarea del Espíritu: replicar de un modo creativo la praxis humanizadora y liberadora de Jesús de Nazaret, muerto y resucitado por anunciar el amor de Dios por todos (cf. Gaudium et Spes, 22).
Jesucristo solidario y misericordioso, crucificado y resucitado es el Hombre. Mientras más este hombre influya en nosotros, más razones habrá para creer que Dios es bueno.