Querido amigo y hermano sacerdote,
Quiero compartir contigo algunas reflexiones que hago urgido por los escándalos que han estremecido al Pueblo de Dios y que todavía retumban este año 2013 que ya termina. No lo hago porque tenga algo que enseñar, sino por la necesidad de reflexionar juntos, de cuestionarnos juntos, de apoyarnos y salir juntos de la crisis en que se halla sumida nuestra Iglesia. No invoco ninguna autoridad moral especial.
Es verdad que la renuncia ejemplar del Papa Benedicto y las señales de cambio de Francisco nos devuelven la esperanza. Pero no podemos ocultar con ello que muchos de nosotros sacerdotes estamos estremecidos con el descrédito que padecemos. Estamos viviendo una situación de hondo dolor, desconcierto, indignación y a veces incluso de rebeldía o ánimo de revancha. La razón: los abusos sexuales, psicológicos y espirituales cometidos contra personas inocentes (menores y mayores) de parte de sacerdotes, y el retardo de las autoridades eclesiásticas para prevenir o corregir debidamente estos males. El Papa Benedicto lo dijo con todas sus letras. El Papa Benedicto forzó al episcopado y al clero mundial a cambiar por completo la mirada, y a comenzar a ver la realidad con los ojos de las víctimas. Es un giro de 180 grados. Hoy el Papa Francisco continúa la senda. Ambos nos piden terminar con todo tipo de ocultamientos, los cuales muchas veces se hicieron para salvar a la institución.
Los sacerdotes sentimos vergüenza de lo ocurrido y, sin embargo, no podemos dejar de tener una mirada respetuosa hacia nosotros mismos. Estamos pasando una de esas crisis grandes que ha tenido la Iglesia en su historia. Necesitamos hacer verdad sobre nosotros mismos, distinguiendo en qué sí y en qué no somos responsables, evitando generalizaciones y confusiones. Nuestro propio respeto y dignidad nos exige entereza para mirarnos a fondo.
En particular, se ha generado una desconfianza sobre nuestro celibato y nuestra vida en general, que puede interferir nuestras relaciones con los demás, y descorazonarnos a nosotros mismos. Nunca ha sido fácil ser sacerdotes y célibes, pero ahora último las dificultades que enfrentamos se han exacerbado. Al menos hasta hace poco gozábamos de cierta admiración. Esto ha cambiado. Para algunas personas, bajo el manto de “lo sacro” se esconde cierta perversión. A otras parecerá que el celibato nos desequilibra afectiva y psicológicamente, y hace que establezcamos relaciones inmoderadas con las personas. Es necesario reconocer que la mística del celibato está, al menos, aboyada.
Frente a esta situación de cuestionamiento me imagino que los sacerdotes reaccionamos o podríamos reaccionar de las siguiente maneras.
Una posibilidad es restarle importancia a la crítica y a la crisis. Cabe la posibilidad de blindarse mental y afectivamente. De defenderse en contra del ambiente adverso. Podemos parapetarnos en nuestra identidad, re-encantarnos con nuestra “elección” y echarle la culpa a quienes nos culpan: las víctimas, los medios de comunicación… Tarde o temprano la dificultad reaparecerá. Problema tapado, problema no solucionado… Si la crisis de la Iglesia no pasa por nosotros; si no nos afecta como afectaría a cualquier persona normal; si, indolentes, negamos la vulnerabilidad de nuestra humanidad, es seguro que seremos insensibles con las personas de nuestro entorno.
La otra posibilidad es acoger la crisis. Reconocer que no somos omnipotentes, sino frágiles. Talvez así Dios prevalezca en nosotros. No lo podemos ni lo sabemos todo. Acoger la crisis es hacer nuestra la crisis de la Iglesia; entrar en el desconcierto que afecta a tantos católicos; exponernos a las miradas agudas de quienes nunca nos han creído; creer que no siempre los medios de comunicación nos “tienen mala” sino que han hecho verdad sobre aquello que hubiéramos preferido que no se supiera. En caso de acoger la crisis de la Iglesia, la apertura puede acarrear una crisis personal. Si tal ocurre, sería muy normal. Tendríamos que dejar de pensar que la “consagración” inmuniza en contra de experiencias críticas. Toda experiencia es un riesgo. Toda, en cierto sentido, es un paso por la muerte. Dios puede, por esto mismo, sacarnos adelante por caminos inesperados. Acoger la crisis equivale a darnos la posibilidad de tener una experiencia espiritual a fondo. Nada impedirá que la crisis pueda terminar en “lisis” (la descomposición que acompaña a la muerte). Pero, si se entra en la crisis y no se la rehúye, probablemente se dará en nosotros un crecimiento en humanidad.
Entrar en la crisis, en nuestro caso, tiene sentido como posibilidad de profundizar en nuestra vocación. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, nos llama a dar un salto a lo desconocido. Otra vez nos “llama”. Nos llamó a ser sacerdotes y nos sigue llamando a serlo. Quien nos llamó nos vuelve a llamar. No debiera extrañarnos que se repita la experiencia de que Dios venza en nosotros a pesar de nuestra ignorancia, incapacidad, miedo y pecado. ¡Cuántas veces hemos leído en misa la historia de profetas que nunca se imaginaron que iban a hablar en nombre de Dios! “Yo no nací profeta. Era solo un campesino”, dice Amós, “y Dios me llamó a profetizar”. Superaremos la crisis si Dios nos ayuda a atravesar el río. En la Escritura esto se hace ni más ni menos que con fe. Fue y sigue siendo “anormal” ser sacerdotes. Nunca debiéramos naturalizar un llamado que en el más estricto de los sentidos es un misterio. En cualquier circunstancia, nuestro sacerdocio es más problema de Dios que nuestro. El tendrá que arreglársela, si podemos decirlo así.
La posibilidad de profundizar en nuestra vocación depende de que reconozcamos honestamente nuestra situación actual. Caben varias posibilidades:
+ Puede que nos estemos diciendo a nosotros mismos algo así como “Me engañé”. Podemos tener la impresión que de que nos equivocamos al entrar al Seminario, al emitir los votos o al recibir la ordenación.
+ Puede ser que tengamos la impresión de que las circunstancias de la Iglesia han cambiado a tal grado que no estamos en condiciones de vivir la crisis en que estamos. “Nos cambiaron la Iglesia”, dicen algunos.
+ Hemos podido llegar a reconocer que la vulnerabilidad del clero en general y la sensación de culpa compartida, “me afecta, me hace muy frágil”. “Es más de lo que puedo soportar”.
+ Tal vez, haciendo recuerdos, concluyamos que no recibimos la formación que se requiere para ser sacerdote hoy. “Me enseñaron una religión verbal: palabras y fórmulas que ya nadie entiende”. “Hablamos en nombre de ‘la verdad’, y no nos creen”. “O de ‘la salvación’, y les resbala”. Dirá alguno: “aprendí a tratar a las personas como niños”. Y otro: “me enseñaron a cuidarme de las mujeres y he evitado que se acerquen al altar”.
+ A algún sacerdote puede darle rabia tener que enseñar una doctrina moral sexual que no convence. “Si el clero tiene dificultades, ¿cómo puedo yo exigir castidad a los demás?”.
+ Puede ser que alguien tenga problemas serios con su afectividad-sexualidad. Ha tenido caídas. Lamenta el daño que ha hecho. “No sé a quién pedir consejo”.
+ Por último, cabe la posibilidad de la resignación. Pensar que esta vida es inviable y que, sin embargo, no queda otra que seguir “arrastrando el poncho”.
Todas estas posibilidades, sin embargo, es necesario ubicarlas en un campo de comprensión más amplio. La situación particular nuestra tiene mucho en común con las crisis de cualquier ser humano. Es raro el caso de alguien que haya llegado al fin de la vida como un turista puede hacerlo. Las personas en su vida pasan por momentos de descalabro en los cuales no saben si se las tragará el mal o tendrán la suerte de que las bote la ola. Mirar a nuestro alrededor es indispensable para ponderar qué dimensiones tiene la crisis. Así podremos afrontarla sin pánico.
En nuestro caso, especialmente, tendríamos que mirar al Crucificado y subir con él el Gólgota. Los sacerdotes estamos mejor entrenados que otros para entrar en las crisis en clave mística. Lo que nos toca hoy es participar en el misterio de Cristo, el Verbo que se hace carne y acaba en la cruz. Aprendamos, por fin, lo que solemos enseñar. ¿No era ya hora de hacerlo? ¿Cómo hemos podido nosotros imaginar que, en virtud de nuestra investidura, íbamos a ser eximidos de vivir pascualmente la vida? ¿Cómo hemos podido hablar de la cruz sin hablar de nosotros mismos, de lo que hay en lo más hondo de nuestra alma, de las zozobras pasadas o actuales? ¿No está cansada acaso la gente de sacerdotes que hablan como si hubieran aprendido qué es la vida en los libros del seminario, pero no por experiencias reales de fracaso y de recuperación? Bien podemos recordar al obispo que nos ordenó, entregándonos la patena y el cáliz: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.
Comenzar a vivir nuestra fe pascual y trinitariamente será el primer paso para alcanzar la autenticidad en la que descansa la autoridad. ¡No nos creen! No podemos continuar engañándonos a nosotros mismos.
Hagamos memoria de Jesús. Su perfil psicológico –lo afirman los mejores estudios- es el de su autoridad (ezousía). No hablaba como los fariseos, que repetían lo que habían aprendido en las escuelas rabínicas, sino habiéndolo pasado todo por su corazón. No enseñaba por saberse bien la Ley, sino porque la conocía como la conoce el legislador. Jesús fue un hombre conectado con su interioridad, con sus emociones y también, es indispensable suponerlo, con su sexualidad. Lo aprendió todo en su corazón. Fue auténtico.
Dentro de sí, en su conexión con Dios, conectó el mundo fragmentado en que nació, amó a los fracasados y se encolerizó contra los hipócritas. Fue un hombre convencido de haber sido llamado. Tan concentrado estuvo en su vocación que pudo ser célibe y sobrellevar tentaciones que lo mordieron a lo largo de la vida. Su pasión por amar a los pobres y los pecadores, como su Padre los ama, le hizo subir apasionadamente al Calvario. Temió la cruz inminente, pero el temor no le impidió seguir hasta el fin.
Los sacerdotes, si alguna vez tuvimos la convicción de que nuestra vocación es genuina, hallamos en Cristo el camino y la fuerza para recorrerlo sin marcha atrás. Solo nos queda avanzar.
Pienso que los sacerdotes somos sacramentos de la Pasión. Nuestra historia concreta, con nuestra fragilidad y pecado, nuestra soledad a cuestas, se nutre del misterio de la Pasión de Cristo. Es así que nuestra vida tiene un valor eucarístico. Nuestra investidura sacerdotal se justifica en orden a participar apasionadamente en el padecer del mundo. La pasión del mundo es la Pasión real de Cristo.
La Iglesia necesita sacerdotes buenos, pero no perfectos. La perfección cristiana estriba en la com-pasión. La Iglesia necesita sacerdotes misericordiosos, que conozcan la misericordia que Dios tiene con su miseria y que la practiquen pródigamente con los que más necesiten comprensión y aliento. Si pensamos que nuestro rango nos ubica en un lugar superior al de los demás, habremos entendido todo al revés. Tendríamos que estar alertas. El fariseísmo se replica y prolonga en el cristianismo como en su casa. No nos libraremos jamás de él. Seguiremos pensando que nuestra autoridad tiene más que ver con nuestra exención para vivir la vida sin tropiezos, que con una elección completamente gratuita e inexplicable. El Señor no nos ha llamado para ser mejores, sino para padecer con los que padecen, para cargar con ellos y, de tanto en tanto, dejarnos cargar por ellos. ¿O es indigno de un sacerdote reconocer alguna vez que no puede con su vida? El sacerdote es intérprete de la pasión del mundo. Negar su humanidad, su mundanidad, no lo hace mejor sacerdote, sino que lo incapacita absolutamente para serlo.
Hemos de ser conscientes del peligro que significa para nosotros y para los demás la mezcla de intentos morales de perfección, la tara psicológica de la omnipotencia y la autosacralización del clero. Con esta mezcla solemos negar nuestra realidad humana. Nos divinizamos en sentido herético. Lo cual se traduce en sobrecargar a las personas con exigencias que no son capaces se sobrellevar.
Lo “sacro” auténtico tiene que ver con el darse Dios humanamente. Dios en la Encarnación se da a sí mismo, y por entero, en un hombre como otros hombres. Jesús fue sacro en su humanidad, jamás a pesar de ella sino en ella. Frente a Jesús tuvieron que definirse sus contemporáneos. Ellos tuvieron que discernir frente a este hombre si su proyecto del reino era de Dios o no. No les fue evidente. Unos lo siguieron, otros no; algunos lo abandonaron. Dios se nos dio en Jesús de un modo “profano”. En sentido estricto Jesús fue un laico. Su sacerdocio se hizo patente solo después de su resurrección. Pero aún así, el Nuevo Testamento sostiene, en contra de la clase sacerdotal de ese tiempo, que el sacrificio de Cristo fue existencial. Consistió en amar. Y no en autoinmolarse.
Es este sacerdocio el que Cristo comparte con todos los bautizados. El sacerdocio ministerial se justifica en razón del sacerdocio real del Pueblo de Dios. ¡Cuánto nos ha costado entender esto! Esta es, sin embargo, una indicación principal del Concilio Vaticano II a propósito de nuestra identidad. Nuestro primer deber es concentrarnos en los otros, especialmente los más desamparados, y entregarnos a ellos apasionadamente, sin nunca tratar de salvar el “ego” o el “rango”.
Todo lo dicho queda corto para expresar lo que san Pablo escribe a los Corintos. Pablo va a lo más profundo del misterio de su ministerio. Dice así:
“Y dada la extraordinaria grandeza de las revelaciones, por esta razón, para impedir que me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca. Acerca de esto, tres veces he rogado al Señor para que lo quitara de mí. Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en insultos, en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7-10).
En el desempeño de su ministerio Pablo ha experimentado adversidades que hubiera querido no tener, pero que finalmente ha aceptado porque descubre que le ayudan a no gloriarse de lo que no debe jactarse: las revelaciones con las cuales ha sido beneficiado. Una “espina en la carne”, además de hacerlo humilde, le ayuda a descubrir que la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad humana. Esto es exactamente lo que conviene que tengamos presente nosotros mismos. En orden a cumplir con nuestro ministerio, las espinas en la carne, cualquiera sean, no son solo trabas para anunciar el Evangelio sino también mediaciones para que signifiquemos que es Dios quien hace la obra. En tiempos de tanta dificultad hay algo que permanece inalterado, a saber, que Dios sostiene a Pablo, y a nosotros, en el ministerio que nos ha encomendado.
Ha sido el Señor quien te llamó para que dieras testimonio del Evangelio hasta el último ser humano que necesita que alguien le haga saber que es hijo e hija de Dios. Ni yo ni tú tenemos autoridad propia para el ministerio que desempeñamos. Lo que nos corresponde es confiar que quien empezó con nosotros la obra del Evangelio se encargará de terminarla no sin nosotros.
Un abrazo
Jorge Costadoat Carrasco