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¿Qué han de hacer ahora los sacerdotes?

SacerdoteLa institución eclesiástica de la iglesia católica experimenta agitaciones no fáciles de sentir y menos de comprender para el común de sus integrantes. El último documento del Papa Francisco titulado Amoris laetitia, y todo el período previo de su elaboración, ha sido rico en debates, pero también en intentos de sabotaje. La tensiones se han concentrado en un punto: la actual exclusión de la comunión eucarística de los divorciados vueltos a casar.

El texto no ha podido ser suficientemente claro precisamente porque los sectores que no quieren cambios en una práctica a decir verdad secular, han presionado fuertemente al pontífice. Pero sin cambios –lo han tenido claro la mayoría de los obispos del Sínodo preparatorio- la transmisión de la fe entrar en un ciclo terminal.

Es muy significativo, por esto, que el documento pone las bases de una interpretación favorable a una innovación. El mandato de Amoris laetitia es procurar “integrar” a todos a la comunidad eclesial. El documento afirma que estas personas –aunque se encuentren en una situación anómala desde un punto de vista objetivo- pueden encontrarse en gracia, y los sacerdotes que han de tratar con ellas, en vez hacerles sentir culpables, pudieran ayudarles con los sacramentos (AL, nota 351). De regreso de la isla de Lesbos se preguntó a Francisco por esta posibilidad. Su respuesta fue: “podría decir sí, y punto”. Y remitió a la explicación mayor dada por el Cardenal Schönborn.

El caso es que los sacerdotes, en este momento, tienen una orientación de procedimiento general, pero necesitan aun indicaciones más precisas.

¿Qué debiera hacer un sacerdote al que se le acerca una persona pidiéndole participar plenamente en la Eucaristía? Mi opinión es que, por de pronto, tendría que acogerla como si no dependiera de él darle permiso para comulgar. Esta decisión, en última instancia, debiera tomarla ella en conciencia. El sacerdote, por su parte, debiera acompañarla y cooperar a que asuma esta decisión, la que puede ser ocasión de un crecimiento humano y espiritual. Será muy importante ayudar a la persona a que tome conciencia de los errores que ha podido cometer en su primer matrimonio; a evaluar si puede recuperar aun su compromiso matrimonial anterior o si el nuevo compromiso es irreversible porque, por ejemplo, sería irresponsable volver atrás habiendo nuevos hijos que educar; a examinar si realmente quiere crecer en su pertenencia eclesial o simplemente desea recuperar un derecho perdido. Dependiendo el caso, el sacerdote pudiera también recomendarle que recurra a un psicólogo que le ayude a sanar las heridas de la destrucción de su primer matrimonio y a aprender de su experiencia para que su segunda familia sea más feliz que la anterior. Una vez que la persona haya podido atar los cabos que habían quedado sueltos de su ruptura y tenga un deseo suficientemente serio de vivir su nueva relación con fidelidad y de por vida, podrá pedir al sacerdote el sacramento de la reconciliación y, este, sin hacer de administrador de justicia, tendrá que dárselo y de todo corazón.

Los sacerdotes en estos momentos estamos a la espera de que nuestros obispos o conferencias episcopales nos den criterios u orientaciones parecidas a estas. Esta es la indicación del documento: “Serán las distintas comunidades quienes deberán elaborar propuestas más prácticas y eficaces, que tengan en cuenta tanto las enseñanzas de la Iglesia como las necesidades y los desafíos locales.” (AL 199). Los sacerdotes, digo, necesitamos precisiones para cumplir con el mandado de misericordia de Amoris laetitia. Hemos sufrido mucho negando los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía a las personas que necesitaban más ayuda que nadie. Por fin llegó la hora de hacernos verdaderamente responsables de todos los católicos en vez de guardianes fieros de la doctrina.
El foso en la iglesia entre la enseñanza moral sexual y familiar, y el pensar y sentir de los fieles atraviesa todas las categorizaciones. También los sacerdotes –muchos- se alegran con la remoción de un importante obstáculo a la misión de la iglesia de anunciar a un Cristo liberador y revitalizador.

 

Carta a un hermano sacerdote

Querido amigo y hermano sacerdote,

Quiero compartir contigo algunas reflexiones que hago urgido por los escándalos que han estremecido al Pueblo de Dios y que todavía retumban este año 2013 que ya termina. No lo hago porque tenga algo que enseñar, sino por la necesidad de reflexionar juntos, de cuestionarnos juntos, de apoyarnos y salir juntos de la crisis en que se halla sumida nuestra Iglesia. No invoco ninguna autoridad moral especial.

Es verdad que la renuncia ejemplar del Papa Benedicto y las señales de cambio de Francisco nos devuelven la esperanza. Pero no podemos ocultar con ello que muchos de nosotros sacerdotes estamos estremecidos con el descrédito que padecemos. Estamos viviendo una situación de hondo dolor, desconcierto, indignación y a veces incluso de rebeldía o ánimo de revancha. La razón: los abusos sexuales, psicológicos y espirituales cometidos contra personas inocentes (menores y mayores) de parte de sacerdotes, y el retardo de las autoridades eclesiásticas para prevenir o corregir debidamente estos males. El Papa Benedicto lo dijo con todas sus letras. El Papa Benedicto forzó al episcopado y al clero mundial a cambiar por completo la mirada, y a comenzar a ver la realidad con los ojos de las víctimas. Es un giro de 180 grados. Hoy el Papa Francisco continúa la senda. Ambos nos piden terminar con todo tipo de ocultamientos, los cuales muchas veces se hicieron para salvar a la institución.

Los sacerdotes sentimos vergüenza de lo ocurrido y, sin embargo, no podemos dejar de tener una mirada respetuosa hacia nosotros mismos. Estamos pasando una de esas crisis grandes que ha tenido la Iglesia en su historia. Necesitamos hacer verdad sobre nosotros mismos, distinguiendo en qué sí y en qué no somos responsables, evitando generalizaciones y confusiones. Nuestro propio respeto y dignidad nos exige entereza para mirarnos a fondo.

En particular, se ha generado una desconfianza sobre nuestro celibato y nuestra vida en general, que puede interferir nuestras relaciones con los demás, y descorazonarnos a nosotros mismos. Nunca ha sido fácil ser sacerdotes y célibes, pero ahora último las dificultades que enfrentamos se han exacerbado. Al menos hasta hace poco gozábamos de cierta admiración. Esto ha cambiado. Para algunas personas, bajo el manto de “lo sacro” se esconde cierta perversión. A otras parecerá que el celibato nos desequilibra afectiva y psicológicamente, y hace que establezcamos relaciones inmoderadas con las personas. Es necesario reconocer que la mística del celibato está, al menos, aboyada.

Frente a esta situación de cuestionamiento me imagino que los sacerdotes reaccionamos o podríamos reaccionar de las siguiente maneras.

Una posibilidad es restarle importancia a la crítica y a la crisis. Cabe la posibilidad de blindarse mental y afectivamente. De defenderse en contra del ambiente adverso. Podemos parapetarnos en nuestra identidad, re-encantarnos con nuestra “elección” y echarle la culpa a quienes nos culpan: las víctimas, los medios de comunicación… Tarde o temprano la dificultad reaparecerá. Problema tapado, problema no solucionado… Si la crisis de la Iglesia no pasa por nosotros; si no nos afecta como afectaría a cualquier persona normal; si, indolentes, negamos la vulnerabilidad de nuestra humanidad, es seguro que seremos insensibles con las personas de nuestro entorno.

La otra posibilidad es acoger la crisis. Reconocer que no somos omnipotentes, sino frágiles. Talvez así Dios prevalezca en nosotros. No lo podemos ni lo sabemos todo. Acoger la crisis es hacer nuestra la crisis de la Iglesia; entrar en el desconcierto que afecta a tantos católicos; exponernos a las miradas agudas de quienes nunca nos han creído; creer que no siempre los medios de comunicación nos “tienen mala” sino que han hecho verdad sobre aquello que hubiéramos preferido que no se supiera. En caso de acoger la crisis de la Iglesia, la apertura puede acarrear una crisis personal. Si tal ocurre, sería muy normal. Tendríamos que dejar de pensar que la “consagración” inmuniza en contra de experiencias críticas. Toda experiencia es un riesgo. Toda, en cierto sentido, es un paso por la muerte. Dios puede, por esto mismo, sacarnos adelante por caminos inesperados. Acoger la crisis equivale a darnos la posibilidad de tener una experiencia espiritual a fondo. Nada impedirá que la crisis pueda terminar en “lisis” (la descomposición que acompaña a la muerte). Pero, si se entra en la crisis y no se la rehúye, probablemente se dará en nosotros un crecimiento en humanidad.

Entrar en la crisis, en nuestro caso, tiene sentido como posibilidad de profundizar en nuestra vocación. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, nos llama a dar un salto a lo desconocido. Otra vez nos “llama”. Nos llamó a ser sacerdotes y nos sigue llamando a serlo. Quien nos llamó nos vuelve a llamar. No debiera extrañarnos que se repita la experiencia de que Dios venza en nosotros a pesar de nuestra ignorancia, incapacidad, miedo y pecado. ¡Cuántas veces hemos leído en misa la historia de profetas que nunca se imaginaron que iban a hablar en nombre de Dios! “Yo no nací profeta. Era solo un campesino”, dice Amós, “y Dios me llamó a profetizar”. Superaremos la crisis si Dios nos ayuda a atravesar el río. En la Escritura esto se hace ni más ni menos que con fe. Fue y sigue siendo “anormal” ser sacerdotes. Nunca debiéramos naturalizar un llamado que en el más estricto de los sentidos es un misterio. En cualquier circunstancia, nuestro sacerdocio es más problema de Dios que nuestro. El tendrá que arreglársela, si podemos decirlo así.

La posibilidad de profundizar en nuestra vocación depende de que reconozcamos honestamente nuestra situación actual. Caben varias posibilidades:

+ Puede que nos estemos diciendo a nosotros mismos algo así como “Me engañé”. Podemos tener la impresión que de que nos equivocamos al entrar al Seminario, al emitir los votos o al recibir la ordenación.

+ Puede ser que tengamos la impresión de que las circunstancias de la Iglesia han cambiado a tal grado que no estamos en condiciones de vivir la crisis en que estamos. “Nos cambiaron la Iglesia”, dicen algunos.

+ Hemos podido llegar a reconocer que la vulnerabilidad del clero en general y la sensación de culpa compartida, “me afecta, me hace muy frágil”.  “Es más de lo que puedo soportar”.

+ Tal vez, haciendo recuerdos, concluyamos que no recibimos la formación que se requiere para ser sacerdote hoy. “Me enseñaron una religión verbal: palabras y fórmulas que ya nadie entiende”. “Hablamos en nombre de ‘la verdad’, y no nos creen”. “O de ‘la salvación’, y les resbala”. Dirá alguno: “aprendí a tratar a las personas como niños”. Y otro: “me enseñaron a cuidarme de las mujeres y he evitado que se acerquen al altar”.

+ A algún sacerdote puede darle rabia tener que enseñar una doctrina moral sexual que no convence. “Si el clero tiene dificultades, ¿cómo puedo yo exigir castidad a los demás?”.

+ Puede ser que alguien tenga problemas serios con su afectividad-sexualidad. Ha tenido caídas. Lamenta el daño que ha hecho. “No sé a quién pedir consejo”.

 + Por último, cabe la posibilidad de la resignación. Pensar que esta vida es inviable y que, sin embargo, no queda otra que seguir “arrastrando el poncho”.

Todas estas posibilidades, sin embargo, es necesario ubicarlas en un campo de comprensión más amplio. La situación particular nuestra tiene mucho en común con las crisis de cualquier ser humano. Es raro el caso de alguien que haya llegado al fin de la vida como un turista puede hacerlo. Las personas en su vida pasan por momentos de descalabro en los cuales no saben si se las tragará el mal o tendrán la suerte de que las bote la ola. Mirar a nuestro alrededor es indispensable para ponderar qué dimensiones tiene la crisis. Así podremos afrontarla sin pánico.

 En nuestro caso, especialmente, tendríamos que mirar al Crucificado y subir con él el Gólgota. Los sacerdotes estamos mejor entrenados que otros para entrar en las crisis en clave mística. Lo que nos toca hoy es participar en el misterio de Cristo, el Verbo que se hace carne y acaba en la cruz. Aprendamos, por fin, lo que solemos enseñar. ¿No era ya hora de hacerlo? ¿Cómo hemos podido nosotros imaginar que, en virtud de nuestra investidura, íbamos a ser eximidos de vivir pascualmente la vida? ¿Cómo hemos podido hablar de la cruz sin hablar de nosotros mismos, de lo que hay en lo más hondo de nuestra alma, de las zozobras pasadas o actuales? ¿No está cansada acaso la gente de sacerdotes que hablan como si hubieran aprendido qué es la vida en los libros del seminario, pero no por experiencias reales de fracaso y de recuperación? Bien podemos recordar al obispo que nos ordenó, entregándonos la patena y el cáliz: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

 Comenzar a vivir nuestra fe pascual y trinitariamente será el primer paso para alcanzar la autenticidad en la que descansa la autoridad. ¡No nos creen! No podemos continuar engañándonos a nosotros mismos.

 Hagamos memoria de Jesús. Su perfil psicológico –lo afirman los mejores estudios- es el de su autoridad (ezousía). No hablaba como los fariseos, que repetían lo que habían aprendido en las escuelas rabínicas, sino habiéndolo pasado todo por su corazón. No enseñaba por saberse bien la Ley, sino porque la conocía como la conoce el legislador. Jesús fue un hombre conectado con su interioridad, con sus emociones y también, es indispensable suponerlo, con su sexualidad. Lo aprendió todo en su corazón. Fue auténtico.

Dentro de sí, en su conexión con Dios, conectó el mundo fragmentado en que nació, amó a los fracasados y se encolerizó contra los hipócritas. Fue un hombre convencido de haber sido llamado.  Tan concentrado estuvo en su vocación que pudo ser célibe y sobrellevar tentaciones que lo mordieron a lo largo de la vida. Su pasión por amar a los pobres y los pecadores, como su Padre los ama, le hizo subir apasionadamente al Calvario. Temió la cruz inminente, pero el temor no le impidió seguir hasta el fin.

Los sacerdotes, si alguna vez tuvimos la convicción de que nuestra vocación es genuina, hallamos en Cristo el camino y la fuerza para recorrerlo sin marcha atrás. Solo nos queda avanzar.

 Pienso que los sacerdotes somos sacramentos de la Pasión. Nuestra historia concreta, con nuestra fragilidad y pecado, nuestra soledad a cuestas, se nutre del misterio de la Pasión de Cristo. Es así que nuestra vida tiene un valor eucarístico. Nuestra investidura sacerdotal se justifica en orden a participar apasionadamente en el padecer del mundo. La pasión del mundo es la Pasión real de Cristo.

 La Iglesia necesita sacerdotes buenos, pero no perfectos. La perfección cristiana estriba en la com-pasión. La Iglesia necesita sacerdotes misericordiosos, que conozcan la misericordia que Dios tiene con su miseria y que la practiquen pródigamente con los que más necesiten comprensión y aliento. Si pensamos que nuestro rango nos ubica en un lugar superior al de los demás, habremos entendido todo al revés. Tendríamos que estar alertas. El fariseísmo se replica y prolonga en el cristianismo como en su casa. No nos libraremos jamás de él. Seguiremos pensando que nuestra autoridad tiene más que ver con nuestra exención para vivir la vida sin tropiezos, que con una elección completamente gratuita e inexplicable. El Señor no nos ha llamado para ser mejores, sino para padecer con los que padecen, para cargar con ellos y, de tanto en tanto, dejarnos cargar por ellos. ¿O es indigno de un sacerdote reconocer alguna vez que no puede con su vida? El sacerdote es intérprete de la pasión del mundo. Negar su humanidad, su mundanidad, no lo hace mejor sacerdote, sino que lo incapacita absolutamente para serlo.

 Hemos de ser conscientes del peligro que significa para nosotros y para los demás la mezcla de intentos morales de perfección, la tara psicológica de la omnipotencia y la autosacralización del clero. Con esta mezcla solemos negar nuestra realidad humana. Nos divinizamos en sentido herético. Lo cual se traduce en sobrecargar a las personas con exigencias que no son capaces se sobrellevar.

Lo “sacro” auténtico tiene que ver con el darse Dios humanamente. Dios en la Encarnación se da a sí mismo, y por entero, en un hombre como otros hombres. Jesús fue sacro en su humanidad, jamás a pesar de ella sino en ella. Frente a Jesús tuvieron que definirse sus contemporáneos. Ellos tuvieron que discernir frente a este hombre si su proyecto del reino era de Dios o no. No les fue evidente. Unos lo siguieron, otros no; algunos lo abandonaron. Dios se nos dio en Jesús de un modo “profano”. En sentido estricto Jesús fue un laico. Su sacerdocio se hizo patente solo después de su resurrección. Pero aún así, el Nuevo Testamento sostiene, en contra de la clase sacerdotal de ese tiempo, que el sacrificio de Cristo fue existencial. Consistió en amar. Y no en autoinmolarse.

Es este sacerdocio el que Cristo comparte con todos los bautizados. El sacerdocio ministerial se justifica en razón del sacerdocio real del Pueblo de Dios. ¡Cuánto nos ha costado entender esto! Esta es, sin embargo, una indicación principal del Concilio Vaticano II a propósito de nuestra identidad. Nuestro primer deber es concentrarnos en los otros, especialmente los más desamparados, y entregarnos a ellos apasionadamente, sin nunca tratar de salvar el “ego” o el “rango”.

Todo lo dicho queda corto para expresar lo que san Pablo escribe a los Corintos. Pablo va a lo más profundo del misterio de su ministerio. Dice así:

“Y dada la extraordinaria grandeza de las revelaciones, por esta razón, para impedir que me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca. Acerca de esto, tres veces he rogado al Señor para que lo quitara de mí. Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en insultos, en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7-10).

 En el desempeño de su ministerio Pablo ha experimentado adversidades que hubiera querido no tener, pero que finalmente ha aceptado porque descubre que le ayudan a no gloriarse de lo que no debe jactarse: las revelaciones con las cuales ha sido beneficiado. Una “espina en la carne”, además de hacerlo humilde, le ayuda a descubrir que la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad humana. Esto es exactamente lo que conviene que tengamos presente nosotros mismos. En orden a cumplir con nuestro ministerio, las espinas en la carne, cualquiera sean, no son solo trabas para anunciar el Evangelio sino también mediaciones para que signifiquemos que es Dios quien hace la obra. En tiempos de tanta dificultad hay algo que permanece inalterado, a saber, que Dios sostiene a Pablo, y a nosotros, en el ministerio que nos ha encomendado.

 Ha sido el Señor quien te llamó para que dieras testimonio del Evangelio hasta el último ser humano que necesita que alguien le haga saber que es hijo e hija de Dios. Ni yo ni tú tenemos autoridad propia para el ministerio que desempeñamos. Lo que nos corresponde es confiar que quien empezó con nosotros la obra del Evangelio se encargará de terminarla no sin nosotros.

 Un abrazo

 Jorge Costadoat Carrasco

Carta a amigo y hermano sacerdote

Querido amigo y hermano sacerdote,

 Quiero compartir contigo algunas reflexiones que hago urgido por los escándalos que estremecen al Pueblo de Dios. No lo hago porque tenga algo que enseñar, sino por la necesidad de reflexionar juntos, de cuestionarnos juntos, de apoyarnos y salir juntos de la crisis en que se halla sumida nuestra Iglesia. No invoco ninguna autoridad moral especial.

 Estamos viviendo una situación de hondo dolor, desconcierto, indignación y a veces incluso de rebeldía o ánimo de revancha. La razón: los abusos sexuales, psicológicos y espirituales cometidos contra personas inocentes (menores y mayores) de parte de sacerdotes, y el retardo de las autoridades eclesiásticas para prevenir o corregir debidamente estos males. El Papa lo ha dicho con todas sus letras. El Papa ha forzado al episcopado y al clero mundial a cambiar por completo la mirada, y a comenzar a ver la realidad con los ojos de las víctimas. Es un giro de 180 grados. Nos pide terminar con todo tipo de ocultamientos, los cuales muchas veces se hicieron para salvar a la institución.

 Los sacerdotes sentimos vergüenza de lo ocurrido y, sin embargo, no podemos dejar de tener una mirada respetuosa hacia nosotros mismos. Estamos pasando una de esas crisis grandes que ha tenido la Iglesia en su historia. Necesitamos hacer verdad sobre nosotros mismos, distinguiendo en qué sí y en qué no somos responsables, evitando generalizaciones y confusiones. Nuestro propio respeto y dignidad nos exige entereza para mirarnos a fondo.

 En particular, se ha generado una desconfianza sobre nuestro celibato y nuestra vida en general, que puede interferir nuestras relaciones con los demás, y descorazonarnos a nosotros mismos. Nunca ha sido fácil ser sacerdotes y célibes, pero ahora último las dificultades que enfrentamos se han exacerbado. Al menos hasta hace poco gozábamos de cierta admiración. Esto ha cambiado. Para algunas personas, bajo el manto de “lo sacro” se esconde cierta perversión. A otras parecerá que el celibato nos desequilibra afectiva y psicológicamente, y hace que establezcamos relaciones inmoderadas con las personas. Es necesario reconocer que la mística del celibato está, al menos, aboyada.

 Frente a esta situación de cuestionamiento me imagino que los sacerdotes reaccionamos o podríamos reaccionar de las siguiente maneras.

 Una posibilidad es restarle importancia a la crítica y a la crisis. Cabe la posibilidad de blindarse mental y afectivamente. De defenderse en contra del ambiente adverso. Podemos parapetarnos en nuestra identidad, re-encantarnos con nuestra “elección” y echarle la culpa a quienes nos culpan: las víctimas, los medios de comunicación… Tarde o temprano la dificultad reaparecerá. Problema tapado, problema no solucionado… Si la crisis de la Iglesia no pasa por nosotros; si no nos afecta como afectaría a cualquier persona normal; si, indolentes, negamos la vulnerabilidad de nuestra humanidad, es seguro que seremos insensibles con las personas de nuestro entorno.

 La otra posibilidad es acoger la crisis. Reconocer que no somos omnipotentes, sino frágiles. Talvez así Dios prevalezca en nosotros. No lo podemos ni lo sabemos todo. Acoger la crisis es hacer nuestra la crisis de la Iglesia; entrar en el desconcierto que afecta a tantos católicos; exponernos a las miradas agudas de quienes nunca nos han creído; creer que no siempre los medios de comunicación nos “tienen mala” sino que han hecho verdad sobre aquello que hubiéramos preferido que no se supiera. En caso de acoger la crisis de la Iglesia, la apertura puede acarrear una crisis personal. Si tal ocurre, sería muy normal. Tendríamos que dejar de pensar que la “consagración” inmuniza en contra de experiencias críticas. Toda experiencia es un riesgo. Toda, en cierto sentido, es un paso por la muerte. Dios puede, por esto mismo, sacarnos adelante por caminos inesperados. Acoger la crisis equivale a darnos la posibilidad de tener una experiencia espiritual a fondo. Nada impedirá que la crisis pueda terminar en “lisis” (la descomposición que acompaña a la muerte). Pero, si se entra en la crisis y no se la rehúye, probablemente se dará en nosotros un crecimiento en humanidad.

 Entrar en la crisis, en nuestro caso, tiene sentido como posibilidad de profundizar en nuestra vocación. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Jesús, nos llama a dar un salto a lo desconocido. Otra vez nos “llama”. Nos llamó a ser sacerdotes y nos sigue llamando a serlo. Quien nos llamó nos vuelve a llamar. No debiera extrañarnos que se repita la experiencia de que Dios venza en nosotros a pesar de nuestra ignorancia, incapacidad, miedo y pecado. ¡Cuántas veces hemos leído en misa la historia de profetas que nunca se imaginaron que iban a hablar en nombre de Dios! “Yo no nací profeta. Era solo un campesino”, dice Amós, “y Dios me llamó a profetizar”. Superaremos la crisis si Dios nos ayuda a atravesar el río. En la Escritura esto se hace ni más ni menos que con fe. Fue y sigue siendo “anormal” ser sacerdotes. Nunca debiéramos naturalizar un llamado que en el más estricto de los sentidos es un misterio. En cualquier circunstancia, nuestro sacerdocio es más problema de Dios que nuestro. El tendrá que arreglársela, si podemos decirlo así.

 La posibilidad de profundizar en nuestra vocación depende de que reconozcamos honestamente nuestra situación actual. Caben varias posibilidades:

 + Puede que nos estemos diciendo a nosotros mismos algo así como “Me engañé”. Podemos tener la impresión que de que nos equivocamos al entrar al Seminario, al emitir los votos o al recibir la ordenación.

 + Puede ser que tengamos la impresión de que las circunstancias de la Iglesia han cambiado a tal grado que no estamos en condiciones de vivir la crisis en que estamos. “Nos cambiaron la Iglesia”, dicen algunos.

 + Hemos podido llegar a reconocer que la vulnerabilidad del clero en general y la sensación de culpa compartida, “me afecta, me hace muy frágil”.  “Es más de lo que puedo soportar”.

 +Tal vez, haciendo recuerdos, concluyamos que no recibimos la formación que se requiere para ser sacerdote hoy. “Me enseñaron una religión verbal: palabras y fórmulas que ya nadie entiende”. “Hablamos en nombre de ‘la verdad’, y no nos creen”. “O de ‘la salvación’, y les resbala”. Dirá alguno: “aprendí a tratar a las personas como niños”. Y otro: “me enseñaron a cuidarme de las mujeres y he evitado que se acerquen al altar”.

 + A algún sacerdote puede darle rabia tener que enseñar una doctrina moral sexual que no convence. “Si el clero tiene dificultades, ¿cómo puedo yo exigir castidad a los demás?”.

 + Puede ser que alguien tenga problemas serios con su afectividad-sexualidad. Ha tenido caídas. Lamenta el daño que ha hecho. “No sé a quién pedir consejo”.

 + Por último, cabe la posibilidad de la resignación. Pensar que esta vida es inviable y que, sin embargo, no queda otra que seguir “arrastrando el poncho”.

 Todas estas posibilidades, sin embargo, es necesario ubicarlas en un campo de comprensión más amplio. La situación particular nuestra tiene mucho en común con las crisis de cualquier ser humano. Es raro el caso de alguien que haya llegado al fin de la vida como un turista puede hacerlo. Las personas en su vida pasan por momentos de descalabro en los cuales no saben si se las tragará el mal o tendrán la suerte de que las bote la ola. Mirar a nuestro alrededor es indispensable para ponderar qué dimensiones tiene la crisis. Así podremos afrontarla sin pánico.

 En nuestro caso, especialmente, tendríamos que mirar al Crucificado y subir con él el Gólgota. Los sacerdotes estamos mejor entrenados que otros para entrar en las crisis en clave mística. Lo que nos toca hoy es participar en el misterio de Cristo, el Verbo que se hace carne y acaba en la cruz. Aprendamos, por fin, lo que solemos enseñar. ¿No era ya hora de hacerlo? ¿Cómo hemos podido nosotros imaginar que, en virtud de nuestra investidura, íbamos a ser eximidos de vivir pascualmente la vida? ¿Cómo hemos podido hablar de la cruz sin hablar de nosotros mismos, de lo que hay en lo más hondo de nuestra alma, de las zozobras pasadas o actuales? ¿No está cansada acaso la gente de sacerdotes que hablan como si hubieran aprendido qué es la vida en los libros del seminario, pero no por experiencias reales de fracaso y de recuperación? Bien podemos recordar al obispo que nos ordenó, entregándonos la patena y el cáliz: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”.

 Comenzar a vivir nuestra fe pascual y trinitariamente será el primer paso para alcanzar la autenticidad en la que descansa la autoridad. ¡No nos creen! No podemos continuar engañándonos a nosotros mismos.

 Hagamos memoria de Jesús. Su perfil psicológico –lo afirman los mejores estudios- es el de su autoridad (ezousía). No hablaba como los fariseos, que repetían lo que habían aprendido en las escuelas rabínicas, sino habiéndolo pasado todo por su corazón. No enseñaba por saberse bien la Ley, sino porque la conocía como la conoce el legislador. Jesús fue un hombre conectado con su interioridad, con sus emociones y también, es indispensable suponerlo, con su sexualidad. Lo aprendió todo en su corazón. Fue auténtico.

 Dentro de sí, en su conexión con Dios, conectó el mundo fragmentado en que nació, amó a los fracasados y se encolerizó contra los hipócritas. Fue un hombre convencido de haber sido llamado.  Tan concentrado estuvo en su vocación que pudo ser célibe y sobrellevar tentaciones que lo mordieron a lo largo de la vida. Su pasión por amar a los pobres y los pecadores, como su Padre los ama, le hizo subir apasionadamente a Calvario. Temió la cruz inminente, pero el temor no le impidió seguir hasta el fin.

 Los sacerdotes, si alguna vez tuvimos la convicción de que nuestra vocación es genuina, hallamos en Cristo el camino y la fuerza para recorrerlo sin marcha atrás. Solo nos queda avanzar.

 Pienso que los sacerdotes somos sacramentos de la Pasión. Nuestra historia concreta, con nuestra fragilidad y pecado, nuestra soledad a cuestas, se nutre del misterio de la Pasión de Cristo. Es así que nuestra vida tiene un valor eucarístico. Nuestra investidura sacerdotal se justifica en orden a participar apasionadamente en el padecer del mundo. La pasión del mundo es la Pasión real de Cristo.

 La Iglesia necesita sacerdotes buenos, pero no perfectos. La perfección cristiana estriba en la com-pasión. La Iglesia necesita sacerdotes misericordiosos, que conozcan la misericordia que Dios tiene con su miseria y que la practiquen pródigamente con los que más necesiten comprensión y aliento. Si pensamos que nuestro rango nos ubica en un lugar superior al de los demás, habremos entendido todo al revés. Tendríamos que estar alertas. El fariseísmo se replica y prolonga en el cristianismo como en su casa. No nos libraremos jamás de él. Seguiremos pensando que nuestra autoridad tiene más que ver con nuestra exención para vivir la vida sin tropiezos, que con una elección completamente gratuita e inexplicable. El Señor no nos ha llamado para ser mejores, sino para padecer con los que padecen, para cargar con ellos y, de tanto en tanto, dejarnos cargar por ellos. ¿O es indigno de un sacerdote reconocer alguna vez que no puede con su vida? El sacerdote es intérprete de la pasión del mundo. Negar su humanidad, su mundanidad, no lo hace mejor sacerdote, sino que lo incapacita absolutamente para serlo.

 Hemos de ser conscientes del peligro que significa para nosotros y para los demás la mezcla de intentos morales de perfección, la tara psicológica de la omnipotencia y la autosacralización del clero. Con esta mezcla solemos negar nuestra realidad humana. Nos divinizamos en sentido herético. Lo cual se traduce en sobrecargar a las personas con exigencias que no son capaces se sobrellevar.

 Lo “sacro” auténtico tiene que ver con el darse la trascendencia en la inmanencia. Dios en la Encarnación se da a sí mismo, y por entero, en un hombre como otros hombres. Jesús fue sacro en su humanidad, jamás a pesar de ella sino en ella. Frente a Jesús tuvieron que definirse sus contemporáneos. Ellos tuvieron que discernir frente a este hombre si su proyecto del reino era de Dios o no. No les fue evidente. Unos lo siguieron, otros no; algunos lo abandonaron. Dios se nos dio en Jesús de un modo “profano”. En sentido estricto Jesús fue un laico. Su sacerdocio se hizo patente solo después de su resurrección. Pero aún así, el Nuevo Testamento sostiene, en contra de la clase sacerdotal de ese tiempo, que el sacrificio de Cristo fue existencial. Consistió en amar. Y no en autoinmolarse.

 Es este sacerdocio el que Cristo comparte con todos los bautizados. El sacerdocio ministerial se justifica en razón del sacerdocio real del Pueblo de Dios. ¡Cuánto nos ha costado entender esto! Esta es, sin embargo, una indicación principal del Concilio Vaticano II a propósito de nuestra identidad. Nuestro primer deber es concentrarnos en los otros, especialmente los más desamparados, y entregarnos a ellos apasionadamente, sin nunca tratar de salvar el “ego” o el “rango”.

 Todo lo dicho queda corto para expresar lo que san Pablo escribe a los Corintos. Pablo va a lo más profundo del misterio de su ministerio. Dice así:

 “Y dada la extraordinaria grandeza de las revelaciones, por esta razón, para impedir que me enalteciera, me fue dada una espina en la carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca. Acerca de esto, tres veces he rogado al Señor para que lo quitara de mí. Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí. Por eso me complazco en las debilidades, en insultos, en privaciones, en persecuciones y en angustias por amor a Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor 12, 7-10).

 En el desempeño de su ministerio Pablo ha experimentado adversidades que hubiera querido no tener, pero que finalmente ha aceptado porque descubre que le ayudan a no gloriarse de lo que no debe jactarse: las revelaciones con las cuales ha sido beneficiado. Una “espina en la carne”, además de hacerlo humilde, le ayuda a descubrir que la fuerza de Dios se manifiesta en la debilidad humana. Esto es exactamente lo que conviene que tengamos presente nosotros mismos. En orden a cumplir con nuestro ministerio, las espinas en la carne, cualquiera sean, no son solo trabas para anunciar el Evangelio sino también mediaciones para que signifiquemos que es Dios quien hace la obra. En tiempos de tanta dificultad hay algo que permanece inalterado, a saber, que Dios sostiene a Pablo, y a nosotros, en el ministerio que nos ha encomendado.

 Ha sido el Señor quien te llamó para que dieras testimonio del Evangelio hasta el último ser humano que necesita que alguien le haga saber que es hijo e hija de Dios. Ni yo ni tú tenemos autoridad propia para el ministerio que desempeñamos. Lo que nos corresponde es confiar que quien empezó con nosotros la obra del Evangelio se encargará de terminarla no sin nosotros.

 Un abrazo

Jorge Costadoat Carrasco

La crisis del sacerdote

La actual crisis de la Iglesia afecta al sacerdote. El sacerdote está en crisis, puede estarlo y puede incluso ser conveniente que lo esté. Hay casos y casos. La crisis tiene que ver con la ruptura entre fe y cultura detectada por Pablo VI, con la crisis institucional que afecta a la Iglesia (como a otras instituciones de esta época) y con la desconfianza que despierta el sacerdote (por los escándalos de abuso espirituales, psicológicos y sexuales).

 Todo esto, sin embargo, es ocasión de un crecimiento espiritual significativo para los mismos sacerdotes. Tengo las siguientes razones para pensarlo:

 1)      La investidura sobrenatural del sacerdote ha podido cubrirlo de un orgullo sacro que no corresponde a la humildad evangélica. En la medida que ya no cuente con este tipo de orgullo, podrá trasparentar mejor el Evangelio.

 2)      La investidura sobrenatural del sacerdote encandila a muchas personas, privándolas de la autonomía que caracteriza especialmente a los adultos. En tanto el sacerdote no enceguezca a nadie con su prestancia podrá cumplir mejor su misión de hacer crecer a las personas en conciencia y libertad.

 3)      El nuevo planteamiento crítico/adulto de los católicos ante la Iglesia recordará al sacerdote que su sacerdocio ministerial está al servicio del sacerdocio común de los fieles.

 4)      La exposición a la mirada cauta de las personas sobre él le obligará a reconocer límites entre ambos. Esto facilitará establecer entre ellos relaciones formales que encaucen debidamente la expresión ideas y la manifestación de afectos. El amor entre el sacerdote y las personas podrá ser más intenso y honesto, libre de confusiones y dependencias malsanas.

 5)      Las sospechas y aprensiones que despiertan en la gente su condición sacerdotal le harán participar de la suerte de tantas personas a las que se las desprecia siendo inocentes. El tiene culpas personales, pero la manera como se da hoy el sacerdocio y los graves abusos cometidos por otros sacerdotes no son responsabilidad suya. Por tanto, él debe tomar el maltrato como una injusticia, con lo cual se verá forzado a conectarse con la injusticia del mundo. Sin este contacto nadie está capacitado para ser sacerdote.

 6)      El sacerdote, al verse obligado a poner entre paréntesis su “rol oficial”, podrá asomarse a su propia humanidad y conectarse con la vida del común de las personas, siempre vulnerable y frágil, siempre necesitada de cura y de perdón. Así podrá aprender mejor de la vida y podrá predicar también más desde la vida que desde sus conocimientos estudiantiles.

 7)      La crisis obligará al sacerdote a recordar, reconocer o descubrir que su vocación al sacerdocio es cosa de Dios antes que suya propia. Tendrá que entender por fin que su vocación sacerdotal no es natural ni merecida.

 8)      El sacerdote, no pudiendo aferrarse a su sacralidad o a su prestigio social estará más obligado a depender de Dios. A Dios, por otra parte, le será más fácil hacerle comprender qué es realmente la vida, especialmente la de quienes son humillados en su dignidad y difamados; y podrá, en definitiva, ejercer con pertinencia su labor de conductor, de liturgo y de educador.

 9)      El sacerdote tendrá que ser culto. Habrá de estar al día en teología y atender de cerca los signos de los tiempos, lo cual se consigue estudiando y leyendo. El sacerdote ignorante desorienta. Puede ser incluso un peligro. Los laicos son hoy más cultos y más críticos que antes. No aceptarán de él cualquier respuesta o prédica. Ellos le preguntarán por lo que significa hoy el Evangelio para sus vidas. El, por su parte, tendrá que explicar cómo ha de entenderse la doctrina de la Iglesia de modo que traduzca el Evangelio en Buena noticia, en vez de ser ella una enseñanza rara o un factor de culpa.

 10)  En la medida que el sacerdote crezca en conciencia de que es Dios quien sostiene su vocación sacerdotal, tendrá que darse cuenta de que no es omnipotente y, por tanto, que no debe tratar de serlo ni de parecerlo. Liberado de ambos males, con su debilidad y su ignorancia estará en mejores condiciones de ser sacramento de la pasión de Cristo; como verdadero ser humano compartirá la impotencia de los crucificados de la vida, los entenderá “con el estómago” y los representará valientemente delante del Creador.

 11)  En la medida que el sacerdote pueda comprobar exactamente en qué estriba su vocación y en qué no; si vuelve a responder al llamado primero del Señor y termina con la rutina en que ha se ha convertido su vida; si pierde las falsas seguridades en que se había asentado su vida, triunfará sobre miedo y ganará libertad para jugarse por entero por los pobres (pobres materiales, pobres fieles y pobres infieles). Adquirirá libertad como para cumplir una función profética incluso ante las autoridades de su Iglesia.

 12)  Todo lo anterior debiera convertir al sacerdote un ser humano auténtico, lo cual no significa otra cosa que vivir el bautismo a un grado radical. Esto significa que ha de ser un hombre como lo fue Jesús, digno como cualquier hijo de Dios y hermano de cualquier persona que nace en este mundo. El sacerdote que actualice su bautismo en la muerte y resurrección de Cristo, no tendrá que pedir reconocimientos de autoridad ante nadie. Al ver su autenticidad, los demás reconocerán espontáneamente su autoridad.

 13)  Un sacerdote auténtico podrá amar a rienda suelta. Su autoridad, en definitiva, no le vendrá más que de amar. Podrá establecer relaciones de amistad con mujeres sin “cartas tapadas”. Sus amistades con mujeres le harán más humano, más hombre. Podrá, en general, establecer relaciones cariñosas simétricas y asimétricas según las distintas edades, las que le llenaran el corazón de ese amor del que nadie puede prescindir sin renunciar a Dios mismo.

De regalo de Pascua, un sacerdote

Sucedió la Pascua recién pasada. Un niño de siete años pidió de regalo un traje y utensilios de sacerdote. Su papá quiso complacerlo. Recorrió todas las jugueterías y no encontró nada. Quién se extraña: cualquier padre normal anda en busca de disfraces militares, médicos o espaciales. Acudió a las tiendas de artículos religiosos, y nada. Cuando explicó su intención, lo miraron con recelo. Le pidieron el carnet. ¿Por qué? No le interesó averiguarlo, siguió buscando sin éxito, hasta que decidió él mismo fabricar el regalo.

            Pidió a una costurera que le hiciera un alba, un cíngulo y una estola. La misma costurera le cosió un corporal y dos purificadores. El padre continuó su empeño: compró una copa metálica que podría hacer de cáliz y un platillo como patena. Compró también un cuaderno de tapa dura que adornó con una cruz, y las figuras del buey, el león, el águila y el ángel. En su interior y a su modo, transcribió la misa entera. Como si estas cosas no bastaran, el padre inventó para su hijo un juego de salón parecido al Metrópolis o a las carreras de caballos. Trabajó con amor y cuidado, tratando de inculcar en su hijo el amor por el sacerdocio.

            El día de Navidad todos tuvieron su regalo. Pedrito fue el primero en abrir el suyo. Se puso el alba y la estola, y bendijo al papá, la mamá, a hermanos, primos y tíos. La estola era bordada en colores vivos. Su padre le pasó el cáliz y le explicó que debía jugar con él con sumo respeto. Como hostia bastaría pan corriente. Pero habría que comérselo todo, y no dejarlo endurecer ni extraviar.

            El padre ansioso tomó el juego en sus manos y explicó sus reglas. Consistía en un circuito largo y sinuoso, que representaba el prolongado camino a la santidad sacerdotal. El circuito incluía dos partes: la primera, dedicada a la preparación al sacerdocio y, la segunda, al ejercicio del sacerdocio. Para alcanzar la ordenación sacerdotal, había que responder a las siguientes tarjetas, dependiendo de la suerte de los dados: 

            * Un sacerdote es un profesor que enseña porque escucha: Verdadero o Falso.

            * Un sacerdote es una mamá con una fantasía gigante para contar cuentos y para responder a todo tipo de preguntas: V o F.

            * Un sacerdote es un mendigo contradictorio, que debe pedir limosnas para los pobres y rechazar favores de los que recortan a los pobres su salario: V o F.

            * Un sacerdote es un vigía que debe estar alerta para ser interrumpido en cualquier momento del día y de la noche, por una mujer machucada por su marido o un marido traicionado por su esposa que se siente solo y necesita que lo abracen fuerte para seguir respirando: V o F.

            * Un sacerdote es un temerario que no lo detiene la noche ni la enfermedad; que pasa los puentes a oscuras y cruza los callejones peor afamados; que le sonríe al obispo porque lo quiere y no porque tema perder la parroquia que tiene a su cargo: V o F.

            * Un sacerdote es un papá que se deja pasar algunos penales para enseñar a los niños a jugar a la pelota: V o F.

            En la parte segunda, el jugador que hubiere recibido la estola del sacerdote, debía avanzar hasta la meta de la santidad sorteando un sinfín de dificultades. Si los dados le fueren adversos, podría caer en un espacio malhadado. En él se leería, por ejemplo:

* SACERDOTE RETA A LOS QUE SE CONFIESAN: VUELVE AL PUNTO DE PARTIDA.

* SACERDOTE BUSCA EN LAS CARTERAS DE LAS SEÑORAS, ENTRE LOS COLORETES Y LAS ESCOBILLAS, FRASCOS, PASTILLAS…: LOS DEMÁS SACERDOTES LE TIRAN LAS OREJAS.

* SACERDOTE INSCRITO EN PARTIDO POLÍTICO: AUNQUE ALEGUE QUE SE TRATA DE UN PARTIDO INSTRUMENTAL, PIERDE UNA JUGADA.

* De todas, la sentencia más drástica sería la siguiente: SACERDOTE TRANSFORMA EL EVANGELIO EN UNA LEY: ¡PIERDE EL JUEGO! SE LE RETIRAN LOS DADOS Y LA FICHA.

            Pero sólo algunos espacios connotaban una censura. Caer en otros constituiría el deseo de todo sacerdote-jugador. Por ejemplo:

* SACERDOTE MÁS HUMANO QUE DIVINO: AVANZA CINCO ESPACIOS.

* SACERDOTE LLORA CON LAS PELÍCULAS ROMÁNTICAS: JUEGA DOS VECES.

* SACERDOTE HACE SUYA TODA LA DESGRACIA DE SU GENTE, COME MAL, DUERME PEOR, PERO DE ÉL NADA MÁS SALEN PALABRAS DE ALIENTO: ¡AVANCE HASTA LA META!

            En el cuaderno decorado con los símbolos de los evangelistas, donde venía incluido el Orden de la Misa, el papá a su manera le escribió un canon que decía:

            “Tomen y coman todos de él,  porque este pan es más que pan:  soy Yo mismo hecho pan,  alimento de alegría para todos los que sufren y vienen a mí.  Pan mío y vida mía, para que nadie olvide  que mientras haya hambre en el mundo, el hambriento Soy Yo”.

             Las demás prescripciones eucarísticas subrayaban la importancia de acoger a los fieles y dar espacio a sus vidas en la liturgia. Tanta importancia adquiría la participación comunitaria, que los signos de solidaridad y reconciliación harían pensar más en una fiesta que en una ceremonia protocolar.

            Pedrito estaba radiante. Varias instrucciones del juego no las entendía, pero se las haría explicar. El papá estaba igual de contento o más. Sin embargo, un tío observaba esta situación rígido como si se hubiera tragado un plumero. Conteniendo los nervios, categórico en sus ideas, sentenció:

 – “¡Simulación!”

 – “¿Cómo?”, dijo el papá.

 – “La Iglesia prohíbe la simulación”. El tío sacó de un bolsillo el Código de Derecho Canónico y leyó a los presentes: ‘Quien simula la administración de un sacramento, debe ser castigado con una pena justa’ (1379). Recordó a los presentes algo que todos ignoraban, menos él: que el Código castiga a los que juegan a ser sacerdotes, diciendo misas o perdonando pecados.

          El papá tomó el Código, leyó los artículos pertinentes y de un tirón arrancó las páginas que trataban del asunto. Quién sabe si para camuflar su arrebato, posiblemente ni él sabría decirlo, hizo chayas del papel y las arrojó como nieve sobre el árbol de Pascua. El episodio fue incómodo para los mayores, indiferente a los niños concentrados en los juguetes.

           Esa noche el tío canonista fingió estar enfermo del estómago y no probó bocado. Serio como siempre, urdía el modo de denunciar a su cuñado y suspender la catequesis de primera comunión a su hijo. Avinagrado, el padre comió con desgano.

            El niño, en cambio, se comió toda la comida y rápido, ¡ilusionado! Que lo más importante esa noche, ¿sólo esa noche?, era ser sacerdote.

Pub: Jorge Costadoat, Cristo para el Cuarto Milenio. Siete cuentos contra veintiún artículos, San Pablo, Santiago, 2001.