Entramos a una iglesia y nos persignamos en nombre de la Trinidad. Salimos de una iglesia y hacemos lo mismo. Con un gesto tan sencillo y hermoso saludamos a nuestro Señor, nos dejamos purificar por Él y nos iluminamos en su presencia. El cristiano más sencillo lo hace y acierta con lo fundamental.
Pero si nos piden una explicación acerca de la Santísima Trinidad y qué tiene que ver su carácter trino con nuestra vida, no sabremos decir mucho. Dios o la Trinidad nos parecerá prácticamente lo mismo. La teología erró por siglos una explicación que tuviera que ver con la vida corriente de los cristianos. En vez de aclararnos las cosas, nos confundió.
Se recurrió a metáforas que arrojaran alguna luz sobre este Misterio de los misterios. Se dijo que la Trinidad se parecía al foco, a la luz y al reflejo. San Agustín habló de la mente, el conocimiento y la voluntad, tres realidades en una misma alma humana estrechamente vinculadas unas a otras. Hace poco se oyó decir a un sacerdote que un huevo se compone de cáscara, clara y yema. Esta comparación es útil para entender que en Dios no hay contradicción, pues en Él lo uno se dice bajo un respecto y lo triple bajo otro respecto. Pero la vida pide más. Se sufre mucho. Las personas necesitan que Dios realmente tenga que ver con su existencia.
Para esto la teología tuvo que dar un paso atrás. Nos recordó que los cristianos llegamos a saber que Dios es trino a partir de la historia de Jesús, a través de la irrupción de un reino que incluiría a todos sin excepción y del Espíritu de amor que lo unía con su Padre y todas las criaturas. En el acontecimiento de la vida, muerte y resurrección de Cristo aparecieron en la creación las huellas de un Dios comunitario y, al mismo tiempo, se reveló la vocación del mundo a la comunión. Los primeros cristianos descubrieron que llamando a Jesús “Hijo” el mundo habría de acercarse a Dios porque Dios se había acercado paternalmente al mundo.
Ofrezco otra representación, una que saca partido de la principal metáfora para hablar de Dios de Sagrada Escritura: “Dios es amor” (1 Jn 4, 8). En el Nuevo Testamento esta convicción contrarresta la tentación de eludir la carga del prójimo con la ilusión de amar a Dios directamente. Me permito comparar al Padre, en quien se concentra la definición de Dios, con la misma expresión “Dios es amor”; equivalgo al Hijo con el decir “Dios me ama”; y al Espíritu Santo con la idea de que “Dios nos hace amarnos unos a otros”.
Dios es amor
Llevando la mano derecha a la frente, invocamos el nombre del Señor.
La confesión de Dios como Padre implica en el cristianismo todo lo demás. De él viene el Hijo y el Espíritu, y de ambos viene el mundo y por ellos el mundo vuelve al Padre. Él representa el origen del amor y el comienzo de un mundo creado por amor.
Pero antes que una explicación, esta es una confesión de fe. En la historia de las religiones y de los credos de la humanidad no es obvio que la divinidad sea amor y si en algunos casos se la llama “padre”, puede tratarse de un ser que se divide dando origen a seres semejantes o de un ente aterrador por su poder de dar vida y de quitarla. No siempre Dios ha sido imaginado como amor. Cualquiera que lea las tragedias griegas descubrirá en ellas que “lo divino” es una población de seres favorables y desfavorables, muchos de ellos ambiguos o temperamentales. ¿Es posible creer en tales divinidades? Creer que existan, sí. La superstición tiene mucho de esto. Hagamos memoria de las veces que atribuimos un poder mágico a tocar madera, al número 13 y para qué decir al dinero, el ídolo per se. Pero, ¿podríamos creer en este tipo de poderes como confiamos en alguien que nos quiere? El diamante más hermoso del mundo no se compara con la fidelidad de un amigo o de un gran amor.
Creer que Dios es Padre, en el cristianismo, equivale a creer que “Dios es amor”, que es solo amor y que su amor triunfará sobre el mal. El mysterium iniquitatis, la maldad y el sufrimiento del mundo constituyen la objeción mayor en contra de la bondad de Dios. Solo Dios, por tanto, puede probar que es Dios. Esta es la promesa cristiana. Para los creyentes Jesús prueba que Dios triunfa sobre el mal. Cuando ellos confiesan que Dios es Padre, aseguran que pueden confiar en Él como Jesús lo hizo, y fue, por ello, liberado de la muerte. Los creyentes juran que el Señor rescatará a sus hijos de las aguas de la muerte, como sacó a Israel de Egipto y liberó a Jesús del sheol. Despiertan y se acuestan convencidos de que el Creador los precaverá del naufragio del día a día y de la tentación de sobrevivir atropellando a los demás.
Dios “me ama”
Bajando la mano hasta la boca del estómago, decimos: “y del Hijo…”, porque Dios “me ama” como amó a Jesús.
Creer que Dios es amor resume la experiencia espiritual de Jesús. En su vida, en su corazón, Jesús debió reconocer el camino que Israel hizo en la presencia amorosa aunque esquiva de su Padre. Él no creyó en cualquier Dios. Tuvo fe en uno que supo que lo amaba incondicionalmente, aunque en la cruz sintió su ausencia desgarradora. Pudo gritarle: “por qué me has abandonado”, pues sabía que el suyo merecía ser llamado Padre. No lo hubiera hecho de no haber oído de Él, con ocasión de su bautizo: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). El amor de Dios le hizo creer que era su Padre.
Nunca en la historia se dio que alguien supiera tan hondamente que Dios lo amara. “Soy su Hijo”, creyó Jesús, y pudo vencer el miedo, la tentación y encarar las fuerzas demoníacas que terminaron por matarlo. La experiencia del “Dios me ama” de Jesús desencadenó en él la más auténtica libertad, la energía para comprometerse sin reserva con los demás, la capacidad de devolver a sus enemigos bien por mal. Nadie ha sido más libre que él, porque no hay libertad mayor que la de perdonar. Jesús no lo hubiera hecho sin saber que su Padre lo amaba a un grado que le hacía innecesario desquitarse. En lugar de vengarse, fue creativo. Amó. Porque la alternativa a quedar ofuscado contra los demás, es mirar hacia adelante, inventar la salida y, mientras no se lo logra, no desesperar, aguantar en el amor.
Jesús enseñó a los suyos la oración del “Padre nuestro” para que también ellos supieran que “Dios me ama”. Esta fue su misión: compartir su fe. También los cristianos habrían de dirigirse a Dios como el Hijo hacía con su abbá o “papá”: en libertad, sin miedo a su castigo, confiada y creativamente. Los discípulos fueron iniciados en la experiencia filial de Jesús y llegaron a decir que el Hijo, el enviado del Padre, moría “por mí”. La resurrección acuñó en los discípulos la convicción de que esta muerte, aparentemente inútil, era la condición real de una experiencia nueva de Dios, la cual se abría a todas las criaturas comenzando por los pequeños y los arrepentidos. Esta fue a lo largo de la historia del cristianismo la experiencia de muchos de los santos. San Pablo tiene conciencia de que el Hijo murió “por mí” (Gál 2, 20). San Ignacio también conoció el “por mí” (EE 116). Mientras más cristiana sea una espiritualidad más debiera suscitar esta intuición. No es fácil llegar a tal hondura. Los cristianos solemos creer que Dios nos ama en general. Podemos incluso amar a otros con un amor singular o exclusivo, pero difícilmente oír de Él: “tú eres mi hijo amado, yo creo en ti”. Nos falta fe.
Dios nos queda grande. O nos queda chico. Depende el ángulo desde el cual lo consideremos. Nos queda chico, porque lo medimos con nuestro metro y no podemos imaginar que pueda perdonar el mal que le hacemos a los demás. “¡No puede quererme tanto!”, pensamos. Proyectamos en Él nuestra idea estrecha de justicia y lo concebimos mezquino. Lo vemos como el Dios del “pasando y pasando”. También sucede que Dios nos queda grande: no logramos abarcar su grandeza, se nos escapa completamente, no podemos imaginar que quepa en su amor la tragedia de personas y pueblos crucificados. Su misterio es más grande que lo que nosotros podemos entender por amor. Nos ama, pero dudamos que lo haga con “nombre y apellido”. La vida es cruel. No siempre es bella. Tratamos de amar como Jesús nos enseñó, pero nos cuesta mucho comprender que me ame “a mí” si tan frecuentemente experimentamos que se olvida “de mí”. No faltan los niños que lamentan la malquerencia de sus padres biológicos y claman “por qué a mí”.
Y, sin embargo, Dios es Padre de Jesús y nuestro Padre. No como un progenitor carnal ni siquiera el mejor de todos. Él es el Amor original y el Origen del amor. Talvez no hayamos llegado a la hondura místicos, pero este es el camino. Esta es nuestra fe. La mística cristiana conduce a sabernos hijos e hijas de Dios, únicos y, a la vez, tan dignos como cualquiera. El cristiano, en consecuencia, se para ante los demás con dignidad. Trata a los señores del mundo de “tú a tú”. No tiene por qué reverenciarlos. Nadie es superior a un hijo o una hija de Dios. Ninguno debiera intimidar a un bautizado en la muerte de Cristo, porque él sabe que su vida tiene un valor eterno.
Dios nos hace amarnos
La señal de la cruz va de hombro a hombro. Cruzando el pecho con la mano de izquierda a derecha, podemos decir: “Dios nos hace amarnos los unos a los otros”.
La experiencia del amor de Dios “por mí” es la experiencia del hijo. La del “amarnos unos a otros”, es la del hermano. Al rezar la oración de Jesús reconocemos que tenemos un Padre que nos hermana. Aquí está el corazón de la enseñanza del Hijo: “ámense unos a otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Jesús nos ha amado en virtud del amor que él ha experimentado de un Dios que es Padre suyo, pero también Padre nuestro. Él es Hijo y Hermano; nosotros, hijos e hijas, somos hermanos y hermanas. El reino de los cielos consiste en un tipo de fraternidad que empieza en la tierra: las comunidades que el Cristo resucitado reunió para que celebraran la eucaristía y compartieran sus bienes. La misión de la Iglesia es incluir más y más personas en la hermandad universal del Hijo.
La invocación del Espíritu Santo, en este sentido, impide que la experiencia de amor de Dios “por mí” conduzca al individualismo, al egoísmo y a toda suerte de superioridad sobre los demás. Por ser hijos vamos por la vida con la frente en alto. Nadie puede humillarnos. Pero tampoco nosotros debiéramos humillar a los otros. El Espíritu nos recuerda que compartir la condición filial de Jesús no constituye ningún título especial. Los cristianos no tenemos privilegios ni derechos sobre el resto. Nuestro mayor deber consiste en declarar la igual dignidad de la familia humana.
Hermoso, pero difícil. La vida es difícil. Desde hace mucho rato la raza humana se disputa el pan peor que cualquier animal. No es nuevo que la inseguridad o la ambición impulsen a algunos a acaparar sin medida. El dinero trastorna. El tiempo se ha convertido en la más cara de las monedas. Los padres trabajan horas extras, descuidan a sus hijos y cambian los minutos que pudieran dedicar a escucharlos por una bicicleta. Incluso en cosas de religión cunde el egoísmo. A veces podremos experimentar el gozo de darle la paz al prójimo en la misa. Pero probablemente no querremos que nos importune más de la cuenta. Mientras tanto rezaremos para que el Señor nos asegure las tantas cosas que tenemos que agradecerle. Nos decimos “Dios me ama”, pero nos vamos quedando solos…
No basta decir “Dios me ama”. Hay modos incorrectos de entender las cosas. La conciencia de este amor debe ser corregida por la obligación del amarnos y perdonarnos. La convicción del “Dios me ama”, bien encaminada, conduce al “Dios me perdona” y al “Dios me reconcilia” con los hermanos. La experiencia del “por mí” implica el perdón. Supone, además, algo irritante: Dios ama a nuestros enemigos. Nada puede descolocarnos más a los que siempre tenemos la razón, a nosotros los ofendidos, víctimas inocentes, que el Señor ame a los que nos han hecho sufrir. Nos parecerá injusto, poco serio. ¡Nos hicieron daño! Nos molesta que no se los castigue, que no se compense la pena que nos causaron. Pero, para la fe cristiana, las cosas son así. Dios perdona a nuestros ofensores. Los ama. Él puede lo imposible: ser misericordioso y justo a la vez. Hará justicia, pero a su modo y no al nuestro. Rehabilitó a Jesús, pero no le ahorró la muerte.
El Espíritu actúa donde quiere, en la Iglesia y fuera de la Iglesia. El Espíritu integra la sociedad, empareja las desigualdades odiosas. Pero, al mismo tiempo, destaca la originalidad de cada persona, valora su independencia, la de cualquier comunidad, la de todas las naciones. El amor con que Dios nos hace amarnos, impide considerar que los cristianos seamos mejores que los musulmanes, los gitanos… El Espíritu es el Espíritu. Circula como el viento. Dios Espíritu Santo prefiere a los despreciados y llora por la conversión de los arrogantes.
Diversidad y comunión
En toda sociedad humana hay un doble movimiento a la unidad y a la diversidad. En cada nación, en la Iglesia, en cualquier institución o comunidad de personas Dios mismo genera unidad en la diversidad y promueve las diferencias aunque la unidad peligre, porque para el bien común es importante el aporte de unos y otros. El Espíritu va de lado a lado, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, de la unidad en el nombre del Padre a la diversidad en el nombre del Hijo. Los cristianos invocamos el nombre del Espíritu Santo para que prevalezca en el mundo la unión, pero no cualquier unión: la comunión, sí; la uniformidad, no. Somos Cristo y Cristo es uno. Uno con nosotros y nosotros comiendo, llorando y riendo unos con otros.
El Espíritu se las arregla para suscitar la unión amorosa entre quienes son iguales por ser hermanos y distintos por ser hijos. Él promueve nuestra originalidad como una riqueza que debe ser compartida. Pues en la alegría y en la pena, compartiéndonos, comulgamos con el Cristo que apostó por la bondad de Dios y ganó en Pentecostés. Ese día se iluminó la mente a los hombres venidos de todas las partes de la tierra, hablaron en las distintas lenguas y se entendieron.
Dios acredita su bondad a través de la Iglesia y la fraternidad universal, esta y aquella obras del Espíritu Santo. La hermandad conjura al mysterium iniquitatis, revela que “el amor es más fuerte” (Juan Pablo II). Los creyentes comprueban la inocencia de Dios ante el mal del mundo. Triunfando sobre el miedo al fracaso y la soledad, unidos, ellos dan testimonio de un Dios que merece fe, el Padre de Jesús y el Creador del universo.
Hay gente que pasa delante de una iglesia y se persigna. Cuando lo hace redime el mundo, porque este simple gesto de Amor trino amarra el cielo con la tierra.