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La virgen María, nana
Han causado molestia estas líneas mías sobre María. Fueron fuertes, lo reconozco. Pido que se distinga al menos a dos destinatarios: uno, el cristiano privilegiado que maltrata a la nana; otro, el cristiano privilegiado que trata bien a la nana. De estos conozco montones. Conozco nanas que no se cansan de elogiarlos. Esto lo digo con conocimiento de causa. Soy el sacerdote de una comunidad cristiana en la cual muchas de las mujeres participantes son asesoras del hogar (como les gusta que se les llame). Ellas mismas dirigen la comunidad.
Hecha esta distinción, no entiendo porque pueda sentirse aludida una persona que, porque es cristiana, exige respecto a estas mujeres. Sí debieran sentir vergüenza y dolor quienes, siendo cristianas, miran en menos y tratan mal a las personas que les sirven.
Esto dicho, pido que se lea de nuevo lo que he escrito. Una lectura atenta tendría que concluir que el Mediador de la salvación es Cristo, el Verbo hecho hombre en la humildad de la carne (como ha podido serlo el hijo de una nana). Todo rezo a María -Ave María o rosario- que implique esta convicción clave de la Iglesia (Concilio Vaticano) merece el máximo respecto. Está bien encaminado y cumple su objetivo: llegar a Cristo por su madre. Pero una piedad mariana que no conduzca al Cristo que se identifica con los pobres…
En estos términos, creo, es posible entender las palabras del Magnificat. María nos estremece. La Virgen alaba a Dios diciendo:
“Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes.
A los hambrientos los colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada” (Lc 1, 51-53)
El trato a las nanas en Chicureo y otras partes da que pensar. Da más que pensar cuando el mal-trato a las nanas es ejercido por sectores sociales cristianos. ¿Cristianos? No, anti-cristianos. El cristianismo verdadero pone las cosas patas para arriba. Es normal que los privilegiados en una sociedad consideren en menos a los demás. En la óptica de Jesús, en cambio, los despreciados son los predilectos de Dios.
¿Pudo la virgen María ser nana? Perfectamente sí. Habiendo huido a Egipto, ella, José y el niño, no sería extraño que ella haya debido trabajar. ¿Por qué no? Eran pobres. ¿Habrá cuidado niños egipcios? Si lo hizo, probablemente los amó con el mismo amor con que amó a Jesús. ¿O los amó menos porque no eran suyos? María es madre de Jesús y madre nuestra gracias al Espíritu Santo que es el amor mismo de Dios en su corazón, y el nuestro, que nos hace trascender los lazos de la carne para amar al prójimo sin discriminaciones.
Digo esto porque los cristianos que tratan a las nanas como las servidoras que ellos merecen para distinguirse entre los distinguidos, no saben que han entendido todo al revés. No los “salvarán” sus ave marías y sus rosarios, sino un hombre que no podemos descartar que haya sido hijo de una nana. Una mujer que tal vez no pudo cuidarlo varias horas en el día, porque debió cuidar niños ajenos.
María, primeriza de la humanidad
Navidad. Nace Jesús. El Hijo de Dios nace como hijo de María.
Nunca hemos tenido a Dios tan cerca que cuando un niño fue más nuestro. Jesús. Este, Jesús, es el nombre más humano de Dios. El misterio de este niño no es un enigma oscuro, indescifrable, amenazante. El único Dios verdadero se abstiene infinitamente de sí mismo, para que prospere el hombre, crezca y se agigante. En Jesús no encontramos a un gran hombre, si no al mejor de todos. En Jesús no encontramos al mejor de los dioses, sino al único Dios. El único Dios puede solo lo que él puede: hacernos más humanos, simple y radicalmente humanos. Jesús, su extraordinaria humanidad, trasparenta su origen eterno. La honda humanidad de Jesús, por otra parte, desvirtúa esas divinizaciones que nos desorientan y deshumanizan. Para reconocer dónde Dios es Dios, hay que concentrar la mirada en el pesebre, en la humildad de sus huéspedes, en el niño inerme y en la primeriza. La primeriza de la humanidad auténtica.
La “anormalidad” de la Sagrada Familia:
http://www.youtube.com/watch?feature=player_embedded&v=vKVyK_Qrl8g#!
De la Sagrada Familia a la familia humana
Es asombroso que Dios haya entrado en la vida humana mediante una familia como las nuestras. Llama la atención la normalidad de Dios. ¿De qué normalidad se trata? La familia escogida fue tan pobre, tan común, como la inmensa mayoría de las familias del planeta. Pero, en realidad, la normalidad de la familia de María, José y Jesús consistió en ser tan anormal como muchas de nuestras propias familias e incluso más. Lo más sorprendente es que Dios, en vez de intentarlo todo de nuevo y de la nada, haya contado con la desintegración de la sagrada familia, con los restos de Israel, para levantar la Iglesia, la comunidad que inaugura la familiaridad de toda la humanidad.
Es difícil decir qué sea una familia “ideal”, aunque una buena idea de familia ayuda a buscarla, a encontrarla y, por cierto, a disfrutar de tantos bienes que ella facilita. Pero la familia ha cambiado mucho a lo largo de la historia. A veces pudo ser la tribu. Otras, un familión que incluía a primos, tíos y abuelos. Ahora último parece legítimo excluir a los ancianos. Los cambios que se avizoran para el futuro próximo son preocupantes. En lo inmediato, vistas las cosas de cerca advertimos que en las familias hay problemas: discordia entre los esposos, violencia con los hijos, un adolescente drogadicto, una soltera embarazada, el marido cesante, la madre estresada, más de un abuso sexual, etc. Los roles cambian. Una mujer suele hacer de pater familias de un grupo humano considerable. Tantos que viven en soledad, en cambio, consideran familiares a sus animales… ¿Cuánto dura una familia? ¿Cómo hay que considerar a los separados vueltos a casar o los que nunca se han casado y viven juntos? Aunque se diga que tales irregularidades no constituyen “familia”, a ellos la sagrada familia abre otra oportunidad.
La sagrada familia tuvo un comienzo crítico y un final dramático. Hagamos memoria. Dios mismo hizo las cosas difíciles al pedir a María ser madre virgen de Jesús. El castigo para una novia que quedara esperando de otro hombre era morir apedreada. María se arriesgó. Antes de tomarla como esposa, José pudo denunciarla, estaba en su derecho, quién sabe si quiso hacerlo. El parto fue a lo pobre. Los primeros años transcurrieron en el exilio. Dice la tradición que José murió poco después. La familia quedó trunca. Posiblemente la Virgen y el niño partieron a vivir de allegados con otros parientes, arrinconados, pidiendo permiso y perdón por cada respiro. Por último, el mismo Jesús, la luz de los ojos de María y la esperanza de liberación de su pueblo, murió condenado a muerte con la peor de las penas. A los pies de la cruz, la Virgen contempló el fracaso final de su familia. María supo en carne propia lo que significa perderlo todo, marido e hijo.
La sagrada familia compartió la suerte de nuestras familias, incluso la suerte de las familias más golpeadas. Pero en algo fue muy distinta. En ella Dios predominó de principio a fin. Por la fe de María predominó en María. Por la justicia de José prevaleció en José. Por la dedicación completa de Jesús a las cosas de su Padre, nunca antes ni tampoco después el amor de Dios estuvo tan a la mano. Pero fue a través del fracaso de la sagrada familia, así de increíble, que supimos de la familiaridad de Dios con toda la humanidad. El día que Jesús dijo a María, señalando desde la cruz a su discípulo más joven: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y a Juan: “Ahí tienes a tu madre”, la Iglesia despuntó como la nueva familia humana. Comprendieron entonces los demás discípulos, muchos de los cuales habían dejado padres, esposas e hijos por el reino, que también ellos tenían a la Virgen por madre y por Abbá al Padre de Jesús, y que su misión no era otra que anunciar al mundo su hermandad más profunda. La Iglesia representa la superioridad de la familia humana sobre la familia sanguínea. La Iglesia es la humanidad que pone en práctica la vocación de toda comunidad, grande como el entero género humano o pequeña como un piño de mendigos, a comenzar de nuevo pero no de cero, sino con los que somos, mediante la acogida y el perdón.
Para los que han tenido una familia más anormal de lo normal, para las familias quebradas y para los quebrados por su familia, la Iglesia es el Evangelio puesto al día, la mejor de las noticias. Con lo que quedó de la sagrada familia, María y el hijo muerto en sus brazos, Dios comenzó de nuevo. En Pentecostés, por la efusión del Espíritu de Jesús resucitado sobre los apóstoles reunidos otra vez con María, Dios inauguró la Iglesia para que extendiera su paternidad a todas las razas de la tierra. Partos, medos, elamitas, mesopotámicos, judíos y capadocios, habitantes del Ponto, de Asia, de Frigia, de Panfilia y de Egipto, venidos de Libia, forasteros romanos, cretenses y árabes, fueron invitados a integrarse a la comunidad naciente, la nueva sagrada familia, abierta a todos, principiando por los pobres, los predilectos del reino. Este fue y éste es el Evangelio: buena nueva también para los extraños. La Iglesia anuncia el Evangelio cuando en ella encuentran un hogar los que nunca han tenido un hogar o lo perdieron, las viudas, los huérfanos, los solteros, las temporeras, las “nanas”, los allegados, los divorciados, los exilados, los inmigrantes y los refugiados, lleguen solos o tomados de la mano, con o sin los papeles al día, creyendo ojalá o queriendo creer al menos que Dios es Padre e incluso Madre.