Archive for Columnas

Impuestos reparadores

“Los ricos roban, el Pueblo recupera”. Este grafiti de la revuelta social de octubre aterra. Todavía está en los muros del negocio de la esquina. La pandemia del COVID-19 ha agravado aún más la situación del país. ¿Qué quedará para recuperar?

La catástrofe en la que estamos, sin embargo, es ocasión para una verdadera mejoría. El país tiene una oportunidad única de hincarle el diente a la desigualdad. Pero no bastarán los US $ 12 mil millones que, a modo de respirador artificial, han de salvarlo. Llegó la hora de pelar bien el chancho. ¿Cómo? Urge modificar el concepto de impuestos.

¿Qué son los impuestos? Los que tienen más suelen creer que son una injusticia. Piensan que el Estado les sustrae lo suyo. Que les quita lo que han ganado con esfuerzo o que los priva de la herencia sagrada que les dejaron sus antepasados. Es posible, sin embargo, afinar el concepto. Entre varios aspectos que tiene la idea de impuestos debe estar la de una devolución. Miradas las cosas con lupa, a generaciones completas se les despojó de lo suyo o de lo que merecieron con sudor y sangre. ¿Se lo robaron los ricos? ¿Roban los ricos hoy? Es odioso plantear las cosas en estos términos. No se puede meter a todos los ricos en el mismo saco. Pero estos, por parejo, deben reconocer que el acervo monetario, patrimonial, social, político, cultural y religioso, contribuye significativamente a asegurar e incrementar su capital y su poder.

El caso es que los impuestos afectan a ganancias y posesiones actuales, pero no siempre se considera que, además, tienen que ver con historias de enriquecimiento injusto. Las herencias tienen rostros. Unos han heredado el color. Son rubios, ojos claros. Heredaron la manera de hablar, de caminar y de reírse. Los gustos. De padres a hijos se transmitieron apellidos y contactos. Pudieron estudiar en el colegio de sus padres, de sus abuelos. Entraron sin problema a las mejores universidades. Aún más, han llegado a sacralizar su estatus con una religiosidad que les ha hecho creer que son superiores al resto.

Los pobres, en cambio, han heredado la miseria por generaciones. Apellidos, rostros, estatura, taras, pintas, modos de saludar, modos de despedirse, ¿Algo más? Son huesos, son pieles, de pueblos originarios, de migrantes, de mineros y de campesinos. Es cierto que según los estándares quienes fueron pobres en Chile hace algunas décadas han pasado a formar parte de una gran clase media. Pero esta es vulnerable porque el Estado hoy no le asegura educación de calidad, ni vivienda, ni salud, ni pensiones dignas. Cuando termine esta pandemia, ¿seguirán esperando los herederos de los daños lo que cae de la mesa de los herederos de los privilegios?

Terminada la catástrofe el capitalismo volverá rampante. Pero el neoliberalismo, un hijo legítimo suyo, hijo que juega en favor de la acumulación de la riqueza, del prestigio y de variados privilegios, podría ser contrarrestado. El neoliberalismo (de derecha y de izquierda) ha desprestigiado a la política, ha hecho de los chilenos seres individualistas, ha liberado el voto, ha endilgado la jubilación a gentes con trabajos precarios y se ha servido del Estado para favorecer al 1% más rico de Chile. Estos poseen el 22,6 % de los ingresos y riquezas (Cepal 2019).

Se dirá que no es el momento para tocar el sistema impositivo mas que para reactivar una economía a punto de colapsar. Probablemente sí. Pero se puede remirar el concepto y, a reglón seguido, crear las condiciones para modificarlo. El país no debiera perder una oportunidad única de hacer un pacto social en serio. Los partidos políticos, hasta aquí, han dado dos grandes pasos. Falta el más importante. Pactaron un plebiscito para revisar el orden constitucional y pactaron un endeudamiento para superar la crisis del COVID-19. Ahora tendrían que concordar una idea de país más justa, a saber, una basada en un modo de entender la propiedad que integre en la noción de impuestos las restituciones debidas a las víctimas históricas de los mecanismos de acumulación y concentración de la riqueza.

¿Podrán los políticos innovar al respecto? ¿Les ayudarán los economistas en esta tarea? ¿Votará la ciudadanía en favor de un nuevo concepto de impuestos o seguirá votando a tontas y a locas por la derecha o por la izquierda, confundiendo la justicia social con la repartición de cajas de alimentos y bonos?

En Chile se hereda la riqueza y se hereda la miseria. Justo ahora que el país enfrenta una crisis económica y social de marca mayor, se abre la posibilidad de reparar. Es bueno que continúe la costumbre de que todos los ciudadanos sean contribuyentes. Los más pobres pagan y debieran seguir pagando el IVA o algo parecido. Pero ningún peso que impongan los más ricos debe considerarse el precio de una contraprestación ni tampoco un acto de caridad. En su caso, los impuestos debieran ser sobre todo, además de una forma de redistribuir las ganancias, un modo de restituir a los histórica y sistemáticamente defraudados.

Elogio de los políticos

Da miedo elogiar a los políticos. Lo hago con temor y contra el temor. Hoy, más que nunca, merecen un reconocimiento y un voto de confianza.

El caso es que los partidos políticos chilenos han alcanzado dos acuerdos de gran importancia en muy poco tiempo. Gracias a ellos, en cuestión de seis meses, el país ha revertido dos match point seguidos. El plebiscito en tabla de un eventual cambio de constitución no tiene precedente en la historia de Chile. Nunca la democracia chilena había creado las condiciones de su propia posibilidad. El acuerdo por apagar la catástrofe humanitaria causada por el covid-19 y reactivar la economía de hace unos días es una decisión política, sí, política, aunque sustentada por economistas y promovida por los médicos. Así deben ser las cosas. Los profesionales ponen un piso a compromisos que asumen los responsables primeros del bien común. Estos, en ambas oportunidades, han legislado para recuperar el país y enrumbarlo.

¿Ayudarán estos acuerdos a encauzar la vida en sociedad de los chilenos? La incertidumbre es hoy enorme. Pero las soluciones políticas concordadas son notables. La política es un arte difícil de entender. Cuesta hacer fe en los propios representantes porque los vemos discutir, traicionarse, denostarse unos a otros a cada rato, y luego tomar desayuno juntos como si nada hubiera pasado. Todas las profesiones tienen códigos herméticos para el común de la gente. Los expertos ciertamente son criticables, es indispensable poder hacerlo. Nuestros partidos y nuestros políticos, exasperantes en lo chico, han atinado en lo grande.

Conviene, con todo, mirar un rato la rabia contra la clase política. Sin duda la ciudadanía tiene fundamento in re para abucharlos. ¿Cómo no indignarse con las maneras de financiar sus campañas? ¿Con sus vínculos con la empresa privada? ¿Con pretender reelegirse atrayendo las cámaras? Es un dato, no una opinión, que entre los peritos de la política y el resto de la ciudadanía se ha creado un foso de incomunicación.

Pero la ciudadanía, ¿lo hace mejor? Desde que se liberó el voto, todavía ha sido posible ver un a viejo de corbata ir a las urnas a cumplir con su deber cívico. Este viejo volverá a ponerse la corbata para la elección siguiente aunque le vaya mal con la izquierda una vez y con la derecha la otra. No así una enorme cantidad de ciudadanos que no están yendo a votar. ¿Un 50 %? Muchos de estos se levantan tarde y se pasan la tarde en el sillón comiendo papas fritas, y esperando los resultados electorales. En los años próximos dispararán contra el presidente cuya elección pudieron impedir con su voto pero por confusión mental –rara mezcla de principios y de lata- no impidieron. Algunos no han acudido a votar con esta frivolidad, se han abstenido para protestar. Bien. Pero que asuman las consecuencias.

Esto no obstante, debe decirse en defensa de la ciudadanía, de la clase política y de la política en general, que la actividad sufre las consecuencias de cambios culturales y sociales mayores. Es sabido que las instituciones están en crisis. El capitalismo nos ha puesto a todos por parejo en una competencia por el dinero, ¡por la vida!, nunca vista. ¿Qué profesional puede estar al día de lo que se espera de él?

Otro factor más: las nuevas tecnologías de la comunicación suministran una cantidad infinita de información que permite a los ciudadanos ejercer un escrutinio de las personas calificadas, y de los políticos particularmente, muy exigente, pudiendo también ser engañadas por datos y noticias falsas.

En muy poco tiempo el país ha pasado de la capucha a la mascarilla. Con razón los chilenos arremetieron contra los políticos por haber cedido el país al neoliberalismo. Ahora último, ante un virus cachañero que exige cerrar filas en su contra, los compatriotas se han visto obligados a confiar en el gobierno. ¿Con confianza acrítica? Sería lamentable. El triunfo no está a la mano. Pero la convergencia crítica entre los ciudadanos y sus políticos, aunque no asegure la victoria, constituye el principal instrumento para lograrla.

Se barajan las cartas

Lo que ocurre se parece a un juego de naipes. Terminó una mano. Todo de nuevo. El mismo mazo. La misma posibilidad de ganar. Pero las cartas serán otras, otro el modo de jugarlas. Se barajan las cartas. Se reparten. Esta vez puede irnos mejor.

¿Qué sucede, qué sucederá dentro de poco? En lo inmediato se sienten los efectos de la catástrofe sanitaria y social del covid-19. Enfermos, muertos. Hambre. Crisis psicológicas varias. Parejas que terminarán odiándose. Niños pobres que no pueden seguir las clases por internet, evidencian la desigualdad de la sociedad en que viven, y que renuevan. Penas de todo tipo. Muchos de los que han salido de la pobreza volverán a ella. Se acabó el sueño de las vacaciones en el sur, del ranchito en la playa. Los hombres sin trabajo difícilmente se reconvertirán. Se quebrarán. La historia es conocida, basta volver a los ochenta. Las mujeres tendrán que parar la olla. Pero seguirán acumulando depresiones. Es un dato que las chilenas hoy suman una depresión tras otra.

A algunos, empero, les está yendo bien. Los vendedores de máscaras no se quejan. Se arreglaron los bigotes. Los especuladores seguramente están ganando. Son expertos en ríos revueltos. El narcotráfico está complicado, pero su resiliencia es envidiable.

Hay cosas que no cambiarán. A grandes y a niños les seguirán gustando las papas fritas. Sería extraño que alguno no haga pucheros con una película romántica. Será muy difícil controlar al capitalismo que lleva al planeta al colapso. Volveremos a una competencia feroz por la sobrevivencia y por aparentar. Nos harán comprar lo que quieran que compremos. Nos vigilarán para saber si efectivamente lo hacemos. Los algoritmos, el big data, adivinarán cada vez más los movimientos que puedan poner en peligro los intereses de la sociedad de consumo.

Pero hay también cosas que pueden cambiar para bien. En las grandes agitaciones de la historia hay algunos fuera de serie que “miran” y “ven”. Se adelantan. Abandonan lo conocido para incursionar en otros territorios. Le abren el camino a los que siguen detrás. Aunque no es necesario ser geniales para inventar nuevos y mejores modos de vivir la vida. Talvez no se podrá cambiar el “qué”, pero sí el “como”.

Es de esperar que de esta tragedia surja una humanidad de más calidad. No será posible sin una especie de conversión del corazón. ¿En qué consistirá? Es impredecible. Será preciso, en todo caso, reconocer lo principal para poner lo secundario en su lugar. Nuestras vidas se han llegado de superficialidades. Es cosa de abrir los roperos. Sobra de todo. ¿Qué es lo que de verdad nos falta?

La revoltura que experimentamos es ocasión para meditar acerca del tiempo que damos a esto y a aquello, y qué ajustes podemos hacer para aprovechar mejor las horas. Las horas son pocas. ¿De quiénes queremos encargarnos y de quiénes no podremos hacerlo? Somos limitados. Hay que reconocer que no nos dan las fuerzas para asumir cualquier responsabilidad. Un asunto de primera importancia será revisar a quiénes queremos “dar” y cómo hemos de “recibir”, porque dar es difícil, pero para recibir se requiere todavía más ojo.

El mismo juego, las mismas cartas. La ilusión de ganar, también la misma. Ojalá en esta mano nos concentremos en vez de chacharear.

En la actual situación de trastorno general de la vida, se nos da la posibilidad de mirar con atención para ver qué queremos más, qué queremos menos, e invertir toda la energía en seguir cada uno su estrella.

El cristianismo busca su adjetivo

Busco un adjetivo para el sustantivo “cristianismo”. De tantos cristianismos posibles, a lo largo de dos mil años, ¿qué es hoy el cristianismo?

Este, además de ser una religión, es una razón de ser de la humanidad entre otras muchas posibles. Es una que tiene la pretensión de articular fe y razón. No es mera fe. Es fe en un Dios que obliga a la razón operar como amor por el ser humano.

A los cristianos en todas las épocas les es imperioso dar a entender con palabras y con obras qué entienden por cristianismo, a riesgo de traicionar precisamente su razón de ser. ¿Cuál es el adjetivo que pudiera hacerlo comprensible en tiempos de una pandemia que hace imaginar nada menos que en el término de la especie?

Hoy se ensaya un cristianismo virtual. ¿Es este un buen adjetivo? Los contactos están vedados. No podemos contagiarnos. En su defecto, los cristianos se contactan mediante misas y oraciones virtuales. Pero mientras no puedan tocarse, hablar cara a cara y comulgar con una hostia verdadera, estos encuentros en alguna medida carecen de la participación que el Concilio Vaticano II quiso que tuviera la liturgia.

Esto mismo da pie para hablar de un cristianismo pendiente. Mientras el cristianismo sea solo virtual, algo fundamental faltará. La eucaristía está incompleta mientras haya hambre en el mundo. Pues allí está el personal de la salud que da de comer a los enfermos en la boca, a sabiendas que un estornudo puede llevarle a la tumba. Es comprensible que en los servidos públicos haya cristianos que no quieran arriesgarse. Tendrán buenas razones para excusarse. El cristianismo es cosa de testigos y no necesariamente de mártires, pero quienes ofrecen su vida para alimentar y cuidar a los demás, crean o no en Dios, le indican a los cristianos, y no solo a los cristianos, por dónde seguir. Pendiente es un buen adjetivo, pero es insuficiente porque ya ahora hay cristianas y cristianos que no temen el martirio.

Los cristianos mártires recuerdan, a la vez, un cristianismo catacúmbico. En su tiempo hubo algunos que escapaban de las persecuciones del Imperio romano escondiéndose en las catacumbas. Es obvio que los cristianos, al igual que los ateos y los agnósticos, están hoy fondeados por temor a enfermarse y por no enfermar a los demás. Se los manda la ley y se lo piden sus autoridades religiosas. Se someten a lo mandado. Es lo que hay que hacer y solo una verdadera emergencia puede autorizar su incumplimiento.

Pues bien, por esta misma razón esta norma no siempre se cumple. También se da un cristianismo a escondidas. En los sectores pobres hay personas y comunidades que ofrecen comida a gente con hambre, reparten canastas, compran balones de gas a los abuelos, se las rebuscan para llevar remedios a los enfermos. Estos cristianos corren el riesgo de que les pasen una multa. Es decir, el adjetivo catacúmbico tampoco sirve del todo. Abre la puerta a la posibilidad de no cumplir mandatos pero, una vez abierta, puede olvidar cerrarla.

En cuanto transgresivo, este cristianismo es también aguerrido, viril. Se atreve desoír una norma con tal de ser fiel a la justicia y a la caridad. Pero viril, sabemos, es una palabra ambigua. Mejor dejarla de lado porque suma en favor del catolicismo eclesiástico que pone a las mujeres a jugar en segunda división. Viril proviene del latín vir que significa varón, y que se asocia con una raíz indoeuropea, *wiro, que denomina a un hombre fuerte. Conviene prescindir de este adjetivo porque el cristianismo recién descrito tiene que ver con las enfermeras y las auxiliares, mujeres que hacen lo que hacen por amor y no solo porque se trata de su trabajo.

El ícono del cristianismo en la actualidad son estas mujeres y otras más, católicas, evangélicas, creyentes o no creyentes que, con trabajo o cesantes, han parado una olla común y, con máscaras y guantes, hacen turnos para cocinar, todo para devolver la mano a quien alguna vez hizo otro tanto por ellas. Devuelven la mano a alguien de quien quizás nunca supieron su nombre.

El cristianismo no tiene adjetivo. No tiene nombre ni apellidos. Se llama como se llaman las personas que hacen que la humanidad ame a la humanidad.

SUELTEN A LOS VIEJOS

Presumimos que la decisión de la autoridad de decretar cuarentena para los mayores de 75 es razonable. La situación es catastrófica. Los mayores de edad tienen más posibilidades de contagiarse el virus.

Pero, ¿anima al decreto el deseo de cuidar a los viejos? Si este es el caso, no termino de ver por qué la prohibición. Solo la entiendo si se trata de evitar un aumento de las demandas de auxilio, habiendo pocos medios médicos de cuidado y de cura. Las camas, los respiradores y, sobre todo, el personal de la salud en peligro de contagiarse y morir por atender a los enfermos, son limitados.

Aun así, pido que se considere lo siguiente.

Es triste llegar a viejos. Es verdad que las situaciones pueden ser muy distintas. Hay mayores felices. Los que no lo son, además de acarrear con los errores de la vida propios y ajenos, a menudo viven afligidos por la soledad, por la pobreza, por la ignorancia progresiva en la sociedad de los conocimientos y, en algunos casos, por la vergüenza de los pañales y demases. Hoy, cuando la vida se alarga fácilmente a los 90 y los 100, sus condiciones después de los 70 son muy distintas a las de épocas anteriores.

Las actuales circunstancias han agravado el penar de los viejos. Más de alguno se habrá preguntado si volverá algún día a ver el mar. ¿A irse de paseo al campo? ¿A alguno de los cajones cordilleranos? No sería raro que una abuela mantenga la ilusión de un nuevo romance. ¿Por qué no? Pero, ¿por Zoom? ¿Qué panorama puede ser para los abuelos pasar el resto de la vida jugando canasta? Siendo que, por otra parte, una de las recomendaciones médicas más importantes es que hagan ejercicio, suelten las piernas, se cansen un poco.

El momento actual es aún más exasperante para los adultos que, superando los 75, están en óptimas condiciones físicas e intelectuales, algunos como no lo habían estado nunca, para trabajar y trasmitir a los demás una experiencia invaluable. Una persona que lamentablemente ha tenido que trabajar desde los doce años con una pala y cargando sacos, a los 60 suele estar destruida. Pero los que no, los que han tenido la dicha de llegar rozagantes a los 80, deben estar airados contra la medida del gobierno. Aún tienen mucho que aportar, y que gozar. Aunque no fuera así, creen tener un derecho, si no legal, moral, a decidir qué riesgos quieren correr. ¿Que se van a morir? Claro que lo saben. Todos tenemos los años, los meses, los días, las horas y los minutos contados.

La prohibición comentada no se justifica como protección de los viejos. Es verdad que a ancianos con demencia senil es necesario impedirles algunos movimientos, cerrarles la puerta con llave para que no se arranquen de la casa, etc. A otros urge quitarles las llaves del auto. Pero para esto están sus familiares o las auxiliares del hogar. La sobreprotección para los demás casos, en realidad, para todos los casos, agobia, hace sufrir inútilmente.

Por cierto, hay mayores que igual salen. Algunos, suponemos, se escapan. Dan una vuelta a la manzana, se fuman un pucho al aire libre, vuelven. Otros necesitan salir por cuestión de sobrevivencia. A cada rato la televisión entrevista personas mayores que van a comprar verduras a la feria, a comprar un remedio, a buscar una canasta a la capilla o para colaborar en la cocina de la olla común. ¿Algún inspector municipal se atrevería a multar a estos viejos que infringen la ley? Sería absurdo. No lo hacen aunque se trate de un viejo verde.

En suma, no sé exactamente qué debiera estar prohibido por ley. Solo pido que suelten a los viejos apenas se pueda hacerlo.

Los otros como peligro

Los otros siempre han sido un peligro. Pero hay peligros buenos y peligros malos. “Huele a peligro”, canta Myriam Hernández. No sé en qué sentido lo dice. No me acuerdo del resto de la canción, pero la expresión pone los pelos de punta.

Me tincan dos cosas. Una, que alguien se comienza a enamorar de una persona que tiene ya un compromiso definitivo. En este caso, se trata de un riesgo que es aconsejable evitar. La otra, que alguien se enamora de una persona libre, sin un vínculo de por vida con nadie. Es un peligro distinto, en este caso el que nos entre en la vida otro, otra, que nos desordene el corazón, la cabeza. Si es así, el riesgo hay que correrlo. ¿Siempre? Habrá que verlo. Pero es claro que de eso depende la mayor de las felicidades. Son oportunidades que es mejor no dejarlas pasar.

Vivimos una situación muy peligrosa. No es algo completamente nuevo. El otro, la persona que tenemos delante nos resulta amenazante. Incluso gente muy querida puede contagiarnos el COVID-19, la enfermedad y la muerte. Un amigo, una hija, un empleado, la jefa… el peligro es mortal. No es extraño que unos seres humanos puedan acabar con sus semejantes, recordemos las guerras y los genocidios, pero se nos había olvidado la lepra, otras epidemias y pandemias, experiencias tremendas en que el “prójimo” nos amedrentó, aterrorizó y llegamos, incluso, a considerarlo nuestro enemigo.

Tenemos miedo. Evidentemente hemos de evitar los contagios, por los otros más que por nosotros, diría un cristiano. Héroes, heroínas, se acercan al martirio. Es mucho lo que debemos a ese ejército de personal de la salud, funcionarios públicos, repartidores en bicicleta y tanta gente que ayuda a conjurar la amenaza del virus.

Tienen mucho más miedo, por cierto, las personas mayores. A algunas las atemoriza morir. Obvio. A otras, que las puedan encerrar de por vida, que ni siquiera las dejen despedirse de sus nietos. Tienen, tenemos miedo y pena.

Con todo, estimo que la situación que padecemos no es el peligro mayor. El peor de los enemigos consiste en encerrarnos en nosotros mismos, impidiendo entrar a nadie, pensando que adentro nuestro podemos escapar de los demás. Esta, en realidad, es una trampa. El ego, sin los demás, termina por devorarse a sí mismo. Hace daño a los otros por acción u omisión y, tarde o temprano, se arruga y huye incluso de su sombra. El ego desarrolla estrategias para librarse de aquellos que cree que le pueden perjudicar. “Cuídate”, dice a sus semejantes. Pero esta bella expresión puede expresar amor y, a la vez, todo lo contrario. En ella también asoma un “hazte cargo de ti mismo”: yo, ego, no quiero que me toques. “No me toques”. Al ego no le gusta el tacto, no se contacta con los demás, porque le pueden pedir plata, tampoco se contacta consigo mismo, porque puede descubrir precisamente que es egoísta.

“Huele a peligro”. Este olor marea nos aturde. A pesar de todo no estábamos tan mal. Veníamos haciéndonos cargo de las demandas del estallido social, pero se nubló el cielo y arrecia un temporal de bichos, alertas y recomendaciones, que nos hacen esquivar las manillas y las miradas.

Pero si se trata de poner las cosas en orden, el más penoso de los peligros no es que los demás nos toquen, que los toquemos, sino irse a la tumba intactos. ¿Se entiende? Nada habrá más triste que volver a levantar el mundo segregado en que hemos vivido, clasista e injusto. Por el contrario, una época mejor puede advenir. ¿Por qué no?

Dependerá de nuestras generaciones abrirnos a los prójimos, a su originalidad, a su encanto y a sus depresiones, a sus historias recordadas y por recordar, y dejar que nos desorden la casa y nos mejoren. El nombre de una nueva época podría ser “generosidad”. Esta es la vocación del género humano. El peligro que nos aterra no debiera tragarse a la humanidad. Todo depende de qué se entienda por peligro.

EL DISCERNIMIENTO DE JESÚS

CURSO IMPARTIDO POR BOSTON COLLEGE

LA EXPERIENCIA ESPIRITUAL DE JESÚS

CURSO IMPARTIDO POR BOSTON COLLEGE

Tentación de fuga mundi

Toda época tiene su fuga mundi. El ser humano localizado en territorios, radicado en el tiempo que le ha tocado vivir, experimenta la tentación epocal de escapar de los horrores que lo amenazan. El miedo colectivo genera guerras, predicciones atroces, voces de vírgenes, inmolaciones masivas lideradas por fanáticos que ofrecen salvaciones extraplanetarias. La buena apocalíptica estimula la lucha contra las adversidades. Contra los imperios, los tiranos. Es movida por la esperanza del triunfo. La mala apocalíptica, en cambio, inspira una huida del mundo, una fuga mundi. 

¿Cuál es la nuestra? La tentación que provoca el covid19. Segunda, la causada por la catástrofe medioambiental, la extinción de las especies y la transformación de la Tierra en un vertedero. Los chilenos, si sumamos a estas la explosión social y la sequía, nos dan ganas de irnos no importa a dónde, de fugarnos. ¿Qué hacer?

Hay dos fugas posibles: una allí afuera, otra acá adentro. La fuga “allí afuera” se da simbólicamente en la calle. Se nos dice: “distancia social”. ¡Quién puede discutir que se trata de una recomendación sensata! El problema es que la tentación de allí fuera, tentación de romper la distancia social, de abrazar a los amigos, de hablarle a alguien en la oreja, es menos grave que la de eternizarse en las distancias o a quedarse a vivir en el mundo virtual. La mayor tentación de la calle es valerse del cumplimiento de una cuarentena tan razonable, terminando por acostumbrarse a huir de los demás; de ese, de esa, que no quiero que me contagie su pena, su necesidad que tiene de mí, de entrar en mi corazón y conmoverme. La peor tentación en la calle es consolidar la segregación social típica de ciudades grandes como Antofagasta, Viña, Santiago, Concepción, Puerto Montt… Porque es lamentable que la crisis del coronavirus multiplique los guetos y nos inmunice contra los contactos más profundos. Nada habrá más triste que creer que una persona un enferma; ni algo más que alguien sano.

La otra tentación ocurre “acá adentro”, en nuestra interioridad. Se trata de la fuga mundi clásica; la de la vida monacal. En el cristianismo, el monacato principió con una huida de las ciudades de aquellos cristianos que rechazaron la unión del Imperio romano con la Iglesia, y se fueron a buscar a Dios a desiertos libres de políticos. En las religiones, en las espiritualidades, pero también en la cultura, se nos ofrece una fuga al interior. Somos tentados de salvarnos de males que nos acechan y aterran, mediante sistemas de evasión. La falsa mística es un caso emblemático de la fuga mundi. Su motivación principal es encontrar el fundamento de la existencia con prescindencia de mediaciones estéticas y éticas, comunitarias y sociales; sin pasar por el prójimo, cargar con él, con su dolor y su capacidad de cuestionar nuestras mentiras, comenzando con nuestra fingida impecabilidad. Para el creyente como para el ateo, la tentación de incursionar “acá adentro” como si solo en el fondo nuestro fuera posible conectarse con nuestra razón de ser, también es engañosa. En su caso esconde un interés por no contactarse con la realidad porque le es amenazante; o porque quiere cínicamente aprovecharse de ella. La cuarentena, el encierro, ofrece un tiempo para la meditación. Pero no cualquier meditación sirve para amar más el planeta, el país, la ciudad y sus periferias.

La fuga mundi es una tentación antigua y vigorosa. Siempre tendrá futuro. Pero es un engaño y hace daño. Es una ilusión pensar que podemos llegar a nosotros mismos, a construirnos como personas y como humanidad, si no interactuamos con los demás, si no nos encargamos de ellos y ellas ni tampoco dejamos ser cargados sobre sus hombros. Pues el peor de los males es el mundo que podemos levantar sin los otros. Sin estos no hay nada que valga la pena. Porque adentro de nosotros mismos, cuando no hay nadie, en realidad no hay nada. Solo olor a opio quemado. Humo y algunos virus en vías de extinción.

Tiempo de maduración

No todo es malo. El encierro a muchos ha dado tiempo. Unos se desesperan. Otros comienzan a tostarse. Nada que hacer. Casi nada. Se puede, no obstante cierta exasperación, reflexionar sobre nuestra vivencia del tiempo. ¿Por qué? Porque es pésima.

El capitalismo tiene muchos nombres. Uno de ellos es “economía de la competencia”. La economía que predomina en el mundo nos pone a competir con los más rápidos. ¿Quiénes ganan? Los más veloces. ¡Todo se acelera! Pero la aceleración de la vida nos está matando.

Necesitamos tiempo para ganarle el quién vive a los demás, para quitarles el espacio. El espacio tiene que ser abarcado, copado, lo antes posible. Quien no se apura, pierde tierra, casa, trabajo, mujer, esposo y tantas oportunidades. Dicho al revés, los rápidos se apoderan del planeta. Los más veloces consumen ávidamente. Tragan. El consumo se ha vuelto frenético. Las cosas tienen los minutos contados. Se programa su obsolescencia. Nosotros mismos nos adelantamos al vencimiento de los productos comprando novedades.

Además, nos gusta hacernos presentes a los acontecimientos en tiempo real. Ahora, ya en este instante, queremos saber qué está ocurriendo en China, en Francia, seguir un partido del Barcelona. Las distancias las reducimos a cero. No es posible que otros vean lo que hay que ver sin que lo veamos nosotros. Pasamos así de evento en evento sin aburrimiento posible. Pero de tanta entretención terminamos por perder la capacidad de gozar con serenidad aquellas cosas cuya atención merece, para unos, una hora; y para otros, dos o más. No duramos con esto ni aquello, con esta ni aquel. Mal podemos durar con nosotros mismos.

Pero si nada dura, ni las cosas ni nosotros, ¿hay algo que madure?

El impacto de la “economía de la competencia” es brutal en la psiquis de las personas. ¿Me equivoco? No lo creo. Lo experimento. La aceleración general de la vida carcome las relaciones humanas. ¿Quién puede cargar con los lateros? Pocos, cada vez menos. ¿Soportar a un marido que no aporta, se levanta sin despertador y pasa las horas criticando a los políticos? ¿Quién carga con quién? Muchos. Pero, ¿hasta cuándo? Si nos demoramos con alguien, perderemos.

El impacto en los niños podemos suponer que es enorme. ¿Les enseñan sus padres a esperar? Los niños hoy tienen problemas para madurar. No digo que no lo hagan. Pero les cuesta más que lo que costó a otras generaciones. ¿Aprenderán a retardar la satisfacción de los deseos si todo lo quieren lo antes posible? ¿Si sus padres se lo conceden porque de lo contrario no los sacarán de apuros con la computadora? Las pataletas “la llevan”. El frenesí, los llorones. Mucho llanto, poco puchero. Las personas inmaduras, las que no duran, se vuelven insoportables y así, insoportables, anticipan el fracaso de un mundo que nos ha sido dado para compartirlo y gozarlo con los demás, pero con calma.

Algo podemos aprender, entre otras muchas otras cosas más, en los encierros que se nos imponen y que responsablemente asumimos. Obligan a aprender ejercicios físicos. Sí. Son útiles para sacar músculos psíquicos. También. Pero sobre todo sirven para unirse espiritualmente con los que, a causa de su lentitud, han quedado abajo del carro de la victoria y de la vida sin más.