Da miedo elogiar a los políticos. Lo hago con temor y contra el temor. Hoy, más que nunca, merecen un reconocimiento y un voto de confianza.
El caso es que los partidos políticos chilenos han alcanzado dos acuerdos de gran importancia en muy poco tiempo. Gracias a ellos, en cuestión de seis meses, el país ha revertido dos match point seguidos. El plebiscito en tabla de un eventual cambio de constitución no tiene precedente en la historia de Chile. Nunca la democracia chilena había creado las condiciones de su propia posibilidad. El acuerdo por apagar la catástrofe humanitaria causada por el covid-19 y reactivar la economía de hace unos días es una decisión política, sí, política, aunque sustentada por economistas y promovida por los médicos. Así deben ser las cosas. Los profesionales ponen un piso a compromisos que asumen los responsables primeros del bien común. Estos, en ambas oportunidades, han legislado para recuperar el país y enrumbarlo.
¿Ayudarán estos acuerdos a encauzar la vida en sociedad de los chilenos? La incertidumbre es hoy enorme. Pero las soluciones políticas concordadas son notables. La política es un arte difícil de entender. Cuesta hacer fe en los propios representantes porque los vemos discutir, traicionarse, denostarse unos a otros a cada rato, y luego tomar desayuno juntos como si nada hubiera pasado. Todas las profesiones tienen códigos herméticos para el común de la gente. Los expertos ciertamente son criticables, es indispensable poder hacerlo. Nuestros partidos y nuestros políticos, exasperantes en lo chico, han atinado en lo grande.
Conviene, con todo, mirar un rato la rabia contra la clase política. Sin duda la ciudadanía tiene fundamento in re para abucharlos. ¿Cómo no indignarse con las maneras de financiar sus campañas? ¿Con sus vínculos con la empresa privada? ¿Con pretender reelegirse atrayendo las cámaras? Es un dato, no una opinión, que entre los peritos de la política y el resto de la ciudadanía se ha creado un foso de incomunicación.
Pero la ciudadanía, ¿lo hace mejor? Desde que se liberó el voto, todavía ha sido posible ver un a viejo de corbata ir a las urnas a cumplir con su deber cívico. Este viejo volverá a ponerse la corbata para la elección siguiente aunque le vaya mal con la izquierda una vez y con la derecha la otra. No así una enorme cantidad de ciudadanos que no están yendo a votar. ¿Un 50 %? Muchos de estos se levantan tarde y se pasan la tarde en el sillón comiendo papas fritas, y esperando los resultados electorales. En los años próximos dispararán contra el presidente cuya elección pudieron impedir con su voto pero por confusión mental –rara mezcla de principios y de lata- no impidieron. Algunos no han acudido a votar con esta frivolidad, se han abstenido para protestar. Bien. Pero que asuman las consecuencias.
Esto no obstante, debe decirse en defensa de la ciudadanía, de la clase política y de la política en general, que la actividad sufre las consecuencias de cambios culturales y sociales mayores. Es sabido que las instituciones están en crisis. El capitalismo nos ha puesto a todos por parejo en una competencia por el dinero, ¡por la vida!, nunca vista. ¿Qué profesional puede estar al día de lo que se espera de él?
Otro factor más: las nuevas tecnologías de la comunicación suministran una cantidad infinita de información que permite a los ciudadanos ejercer un escrutinio de las personas calificadas, y de los políticos particularmente, muy exigente, pudiendo también ser engañadas por datos y noticias falsas.
En muy poco tiempo el país ha pasado de la capucha a la mascarilla. Con razón los chilenos arremetieron contra los políticos por haber cedido el país al neoliberalismo. Ahora último, ante un virus cachañero que exige cerrar filas en su contra, los compatriotas se han visto obligados a confiar en el gobierno. ¿Con confianza acrítica? Sería lamentable. El triunfo no está a la mano. Pero la convergencia crítica entre los ciudadanos y sus políticos, aunque no asegure la victoria, constituye el principal instrumento para lograrla.