
El cristianismo no se ha ido. Más de un millón y medio de personas peregrinó a Lo Vásquez, en Chile. El número de fieles aumentó. Pero ¿podrán los cristianos preñar con Cristo la cultura adveniente? Teóricamente, sí. Sociológicamente, nadie lo sabe.
El cristianismo moderno es producto de un diálogo e interacción con los mejores valores de la cultura predominante de los últimos doscientos años. La fe en la Encarnación del Hijo de Dios ha traducido la salvación en procesos de humanización y liberación. El Cristo “moderno” ha reivindicado a seres humanos oprimidos. Cuando no lo ha hecho, cuando ha sido incluso una tranca para estos procesos, es que se ha alejado de su misión evangelizadora. Es verdad que no siempre los cristianos en la modernidad han sido simplemente reaccionarios. También ha habido, por otra parte, algunos que han resistido proféticamente secularizaciones deshumanizantes. Es preocupante, en todo caso, que el cristianismo moderno, al igual que la misma modernidad, haya topado techo y, si no se convierte, seguirá aupando la cultura que hace inhabitable el planeta.
Dicho en titulares: la ciencia y la técnica modernas que destruyen la Tierra no dan para más; el cristianismo antropocénico, tampoco.
Pero la fe judeocristiana tiene recursos infinitos para verificar la salvación con otros modos de habitar el planeta. Se abre la posibilidad de un giro impresionante en la historia del cristianismo: si recupera la conciencia de deberse el mundo a un Creador y, por tanto, de tener los cristianos que glorificarlo con el cuidado de su creación, podrá triunfar sobre la tentación moderna de hacerles creer que se merecen la Tierra. El cristianismo tolerante con el capitalismo, para qué decir, hace todo lo contrario: no se sorprende del don de nuestra madre Tierra; olvidó que el planeta ha de ser compartido con amor entre todas las creaturas. El Creador estableció una co-pertenencia entre los animales y las plantas, entre el agua y el sol, entre la química, la física y el tiempo. La humanidad hoy despierta a esta realidad, sale de una clase de ateísmo materialista. Los cristianos se desperezan.
La Navidad, si es ocasión de celebrar al Creador que se nos da terrenal, corporal, temporal y gratuitamente en Jesús, prepara un giro civilizatorio mayor. Nuevos cristianos, si llega a haberlos, podrán, como lo hicieron en la Antigüedad, abrir un futuro en vez de cerrarlo o subirse al carro de la victoria, llegando tarde con su contribución y bendiciendo logros ajenos.
Nadie sabe qué pasará. Pero nuestra civilización tiene una pistola al pecho: está obligada a poner al ser humano en el lugar que le corresponde en el cosmos al que pertenece y del que nunca debió emanciparse. El cristianismo tiene su hora. Si aún puede hablar de la eternidad, que no sea para alienarnos del mundo o para despejar el terreno a la explotación del planeta como si este fuera una mera cantera. Es triste constatar que las personas de nuestro tiempo creen que el cariño de la madre Tierra hay que merecérselo. Compiten por ella y se la quitan unos a otros.
¿Tiene futuro el cristianismo? Tal vez se encienda nuevamente. Los cristianos, a este efecto, han de generar una forma de ser humanos que se tome muy en serio la sorpresa de la vida, que sean conscientes de coexistir entre los demás seres vivos e inertes; que lleguen a saberse amados por la Tierra antes de amarla ellos a ella interesadamente.
“Gloria a Dios en la Tierra y paz a los hombres de buena voluntad”. Paz a los hombres y demás creaturas que no quieren más guerra. En vez de apurarse a quitarse el globo terráqueo, armonía cósmica por los siglos de los siglos.
