Tragamos agua salada. Las acusaciones de abusos en el Colegio San Ignacio el Bosque, acusaciones por vejaciones de alumnos y acusaciones por impericia en el manejo de estas situaciones al más alto nivel, nos tienen a los jesuitas amargados.
¿Qué nos duele? Nuestros alumnos y exalumnos. Nos duele haberles hecho daño de una y de otra manera. Ellos son lo que más queremos. Nos hace sufrir, además, haber defraudado la confianza que muchas otras personas tienen en nosotros. ¿Con qué autoridad podremos a futuro continuar siendo educadores? Hoy por todas partes se ha atropellado tanto la dignidad de los demás que la palabra “autoridad” ha llegado a ser una mala palabra. Pero es un concepto clave. Sin autoridad un padre o una madre no pueden educar a un hijo. Una cosa es poder y otra autoridad. La autoridad es la ascendencia que una persona tiene sobre otras, ganada con su autenticidad y preparación, para “elevar” y “hacer crecer” (augere) a quienes dependen de ella. El autoritarismo, en cambio, es el abuso de un poder.
Las noticias a que me refiero están en los grandes medios y en las redes sociales. Todas las personas preocupadas por el tema, a estas alturas, están informadas de lo ocurrido. No me extiendo en informar a qué me refiero. Lo que se ha dicho ha sido para nosotros jesuitas humillante, no porque sean cosas falsas. No lo son. No lo son en lo fundamental, porque el río cuando baja con fuerza arrastra de todo y, en este caso, se dicen cosas inexactas, se hacen conclusiones arbitrarias, se dan por comprobadas hipótesis, etc. Lo humillante es el fenómeno en su conjunto. ¿Qué se puede decir en nuestra defensa? Cristián del Campo, nuestro Provincial, ha explicado lo que la Compañía de Jesús ha hecho a lo largo de años para proceder como jurídicamente corresponde y ha procurado ser honesto en reconocer lo que de culpa institucional tenemos. El lamento de las víctimas es más que razonable, las decisiones que los jesuitas han adoptado merecen atención. Igual así, lo ocurrido es humillante no porque hiere nuestro narcisismo –que lo hiera es lo de menos- sino porque perjudica gravemente la autoridad sin la cual es imposible cumplir nuestra tarea.
En materia de autoridad, es útil distinguir tres fuentes. A la Compañía de Jesús le da autoridad la extensa formación de su gente. Algunos son ordenados sacerdotes a los 12 o 15 años de formación. Suelen volver de las mejores universidades extranjeras con estudios de gran nivel. Antes de esto, han sin probados con experiencias en diversos apostolados: parroquias, colegios. Deben aprender a dar los ejercicios espirituales. Han pasado por tiempos de inserción en campos, hospitales, fábricas. Son personas competentes.
La segunda fuente de autoridad es la calidad moral de muchos de ellos. En general somos percibidos como personas auténticas, es decir, que respaldamos con nuestra integridad la enseñanza que impartimos. Creemos en esta, tratamos de vivirla, la comunicamos porque estamos convencidos que vale la pena. Si no tuviéramos buena fama esta enseñanza no sería creíble, pero lo es. Las personas nos creen. Tanto así como para que nuestros exalumnos la hayan hecho propia y por todas partes sean reconocidos como gente de bien, honrados y solidarios con el ser humano necesitado.
La tercera fuente de autoridad es más importante que tener buenos estudios, más que tener buena fama, es en gran medida invisible, pero es la principal. Nada nos da más autoridad que la experiencia de Dios que también los demás cristianos pueden hacer especialmente en las situaciones críticas de sus vidas. En los duros momentos que la Compañía está pasando, nos ayudará mucho a los jesuitas recordar a las personas que hemos procurado ayudar cuando sus vidas naufragan. Llegan a nosotros muchos, varios de estos exalumnos, cuando sus empresas han quebrado, cuando comienzan una nueva familia e insisten en parar una casa con las tablas que rescataron de la catástrofe que pudo acabar con ellos si no se hubieran puesto en las manos del Señor. Aquí estamos. El Señor los sacó adelante, nos sacará también a nosotros. Si los laicos que han sido purificados en la llamas del infierno vuelven de él para hablar de la vida con autoridad, los jesuitas, individuales o como cuerpo, hemos de hacer el mismo camino. Nada nos puede capacitar más para transmitir la fe a las nuevas generación que haber creído en Dios y haber sido salvados por él. San Ignacio tenía viva conciencia de que Cristo nació y murió “por mí”. Ignacio fue un pecador. Esta convicción, que debiera ser básica en los cristianos, ha llegado a serla efectivamente en mucha gente quebrada por la vida y que ha logrado recuperarse porque vivieron de su bautismo: fueron sumergidos en las aguas de la muerte, como Jesús, y emergieron de ellas con una calidad de vida que quieren compartir con los demás. Los jesuitas, que bautizamos tantos niños, tendremos ahora que extraer fuerza de nuestro propio bautismo, vivir de él y aprender de él si queremos volver enseñar con autoridad.
No es claro que individualmente o como Compañía, saldremos airosos de la experiencia en curso. Cuando las crisis arrecian, nadie sabe si se lo tragará el mal o tendrá la suerte de que lo bote la ola. Los jesuitas esperamos que nos bote la ola. La humillación es la madre de la humildad. Porque confiamos en Dios, esperamos recuperar la confianza perdida. Saldremos del mar gateando sobre la arena y tragando agua salada. Pero no lo haremos por sobrevivir simplemente, sino por amor a nuestros alumnos y exalumnos, y a tanta otra gente que participa con nosotros en comunidades, parroquias, o que acompañamos en ejercicios espirituales.
El Evangelio es para todos. Esta vez nos ha tocado a nosotros aprender en qué consiste.