
La misión de las universidades católicas se comprende y justifica como un servicio a la misión de la Iglesia. Es tanto un servicio como una expresión de la fe eclesial. La Iglesia, por su propia naturaleza, es universitaria. Puede que no siempre haya universidades católicas —de hecho, en algunos tiempos y lugares no las ha habido—, pero allí donde los cristianos articulan fe y razón para continuar el anuncio del Reino de Dios inaugurado por Jesús, la universidad católica existe en forma germinal.
Esta relación entre fe y razón es inherente al cristianismo, pues este sostiene que el Salvador del mundo participó en la creación. Por ello, la fe de la Iglesia necesita de la razón para explicar sus contenidos, así como la fe conduce a la razón a su plenitud. Según Juan Pablo II, no hay “motivo de competitividad alguna entre la razón y la fe: una está dentro de la otra, y cada una tiene su propio espacio de realización” (Fides et ratio 17).
Más aún, allí donde el cristianismo exige el uso de la razón al servicio de la evangelización, esta debe entenderse como un esfuerzo en la búsqueda de una verdad que solo lo es cuando sirve a toda la humanidad, y no únicamente a una élite. La fe cristiana salvaguarda la búsqueda universitaria de la verdad al introducir en las universidades el saber de los excluidos. La intuición evangélica del valor revolucionario de la sabiduría de los ignorantes (1 Corintios 1,25; Mateo 11,25-26) debe recibir el más alto reconocimiento en las universidades católicas. Estas han de asumir, en su episteme y en su epistemología, la lucha inteligente de los representantes del Crucificado por ganarse la vida y sobrevivir a la luz de su fe.
Del mismo modo, si las universidades se deben a una verdad universal, han de abrirse al aporte pensante de todo ser humano y, en particular, al de las distintas disciplinas científicas. Las universidades católicas tienen que valorar la sabiduría humana y las ciencias modernas por una doble razón: por aspirar a ser universidades y por querer ser cristianas. La evangelización, hoy como siempre, no debe incurrir en el fundamentalismo. El magisterio necesita de las universidades católicas para orientar a los cristianos de manera inteligente, y no sólo en virtud de argumentos de autoridad.
En nuestro contexto latinoamericano, la búsqueda de la verdad al servicio de una evangelización que asuma la opción de Dios por los pobres ha entreverado la tensión entre la universidad napoleónica (al servicio del Estado) y la humboldtiana (al servicio libre de la razón), hasta llegar, en los extremos posibles, a la universidad guevarista y la neoliberal. Aún hoy, el rostro del Che Guevara aparece en las protestas estudiantiles que buscan poner la universidad al servicio de una revolución social, muchas veces resistentes al escrutinio libre de la razón en los claustros. Por otro lado, existen universidades aparentemente neutrales que, en realidad, buscan la verdad “en sí” y no “para sí”, sino para las oligarquías locales que, en el continente más desigual del mundo, necesitan investigación y personal preparado. Es una vergüenza que las universidades católicas latinoamericanas de élite reproduzcan las distancias económicas, sociales y culturales que afligen a nuestros países.
Yendo más lejos, en el contexto global, el mayor desafío de nuestro tiempo es evitar la catástrofe ecológica, social y medioambiental que consume al planeta. En escasos años, las universidades, felizmente, han comenzado a operar en el horizonte del Antropoceno. Nos alejamos del Holoceno, un período extraordinario del planeta en el que se dieron las condiciones óptimas para la vida, y entramos en una era marcada por la conciencia de que el ser humano es responsable de un desastre que puede conducir a la sexta extinción masiva de la vida terrestre. Este es el mayor signo de los tiempos de nuestra época. Hoy la Tierra es “el pobre” que merece una atención prioritaria. A diez años de la publicación de Laudato si’, son de recordar las palabras del Papa Francisco:
“El ambiente humano y el ambiente natural se degradan juntos, y no podremos afrontar adecuadamente la degradación ambiental si no prestamos atención a causas que tienen que ver con la degradación humana y social. De hecho, el deterioro del ambiente y el de la sociedad afectan de un modo especial a los más débiles del planeta: ‘Tanto la experiencia común de la vida ordinaria como la investigación científica muestran que los efectos más graves de todas las agresiones ambientales los sufre la gente más pobre’” (Laudato si’ 48).
¿Está emergiendo en las universidades del mundo una nueva revolución científica, como la que describió T.S. Kuhn? La única revolución verdaderamente importante sería aquella que integre el conocimiento y la transformación del cosmos en el marco de un nuevo humanismo capaz de gestar otro tipo de civilización. Si las universidades católicas pueden hacer una contribución específica en este campo, será por la convicción de que este mundo es creación de Dios y de que, para dar razón de esta fe, deben hacer ciencia al servicio del cuidado de la Tierra y en respaldo de las luchas de quienes sobreviven o a penas pueden terminar el mes.
