Del amor “de” Dios al amor “a” Dios

La vida cristiana tiene dos movimientos: del amor “de” Dios al amor “a” Dios. Son dos tiempos que van unidos. Dios nos ama. Si no lo hiciera, simplemente no existiríamos. Segundo tiempo: amamos a Dios gracias a Él. La vida es pura gracia, don, regalo, merecimiento inmerecido. Pero los seres humanos pudiéramos no amar a Dios. De hecho, muchas veces —o rara vez— lo hacemos: si dañamos al prójimo y decimos que amamos a Dios, mentimos; si vivimos distraídos, entretenidos en mil cosas o quejumbrosos, tampoco lo hacemos. El amor “a” Dios depende del amor “de” Dios; pero sin reconocer su cuidado y cariño, sin darnos cuenta de la deuda infinita que tenemos con Él —o, peor aún, si creemos que los demás aún no nos valoran lo suficiente o que Él nos debe la existencia—, es imposible entender que hay que amar a Dios con todas las fuerzas. Dice Mateo de un fariseo, un doctor de la Ley, se acercó a Jesús:

“Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?” Él le dijo: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas.” (Mateo 22, 36-40).

Jesús responde que hay tres amores: el amor a Dios, el amor al prójimo y el amor a sí mismo. Nosotros solemos reconocer al cristianismo por el amor al prójimo; amarnos a nosotros mismos puede sonarnos narcisista, pero llegamos a entenderlo; en nuestra cultura, sin embargo, amar a Dios puede parecernos demasiado.

La cultura moderna que predomina entre nosotros no necesita de Dios. Funciona igual sin la fe cristiana ni sin las otras religiones. Por siglos la Iglesia ha podido defenderse de ella, pero tampoco lo ha hecho reconociendo suficientemente su aporte. La petición de perdón del Papa Juan Pablo II por la condena de Galileo es un hito de un giro decisivo (1992). En el siglo XX se produjo un feliz entendimiento gracias al Concilio Vaticano II (1962-1965), pero la espiritualidad cristiana quedó cargada del lado de la humanización y de la liberación, dejando de lado el primero y más importante de los tres mandamientos. Nuestro anthropos científico y técnico, que crea las condiciones de su desarrollo, no necesita a Dios; no cree en su Providencia ni en los milagros de los evangelios. “No tengo necesidad de esta hipótesis”, decía el científico Pierre-Simon Laplace para referirse a Dios.

La crisis ecológica, social y medioambiental, empero, nos lleva a concluir que es necesario revisar el itinerario moderno del cristianismo. La enseñanza de la Iglesia pudo influir más profundamente en las personas y en la sociedad en la medida en que hizo dialogar fe y ciencia. Pero esta feliz modernización del cristianismo ha llegado a su límite. La doctrina eclesial sobre la obligación de humanizar la cultura ha olvidado, en buena medida, la vida eterna.

Sin abandonar lo mejor de la modernidad científica y técnica, los cristianos y la Iglesia hemos de recuperar nuestra tradición bíblica, que nos habla de un Creador que merece ser amado por sí mismo y que, si no se lo ama, el amor humano, en muchas oportunidades, se volverá un amor intrascendente. En esto los cristianos no llevamos ventaja sobre los que no lo son. Estos también pueden reconocer el amor “de” Dios y practicar el amor “a” Dios por otras vías. Y, por esto, pueden cometer, en sus propias claves religiosas, un error semejante.

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