CO-PERTENENCIA INFINITA

Víctimas de la codicia

El pecado existe. El pecado colectivo también. Por ejemplo, leyes que hacen injusta a una sociedad. Estas no han salido de la nada: han sido redactadas por personas de carne y hueso. La avaricia de las personas se concreta en modos de relación egoístas. El pecado, en un tercer sentido, en su expresión cultural, facilita la comisión de pecados personales y estructurales. No está bien creer, por ejemplo, que una persona que está en la cárcel merece ser tratada de cualquier manera. El caso es que el mero conocimiento de que una persona esté entre rejas favorece que a esta se la haga sufrir, porque se piensa que así paga a la sociedad lo que le debe. Son ideas dañinas que se nos pasan por la cabeza.

La modernidad es una cultura que, como tal, facilita que las personas se relacionen de un modo egoísta, es decir, como si cada uno fuera el resultado solo de sí mismo y su único responsable. Pero sabemos que, por otra parte, la modernidad no es meramente sinónimo de individualismo. A ella debemos también grandes logros: formulación de derechos humanos, progresos en la medicina, alfabetización y cientos de otros avances.

El problema con la modernidad radica en la idea -muy extendida- de que los sujetos pueden ser dueños exclusivos del planeta. Es así que ha sido fácil, con el correr de los años, dejar a los pobres sin tierra siquiera para caerse muertos. Es verdad que el liberalismo económico moderno ha elevado las condiciones de vida de muchos pobres. Pero la codicia nos ha llevado a la situación social y medioambiental en la que estamos. La costumbre de despojar a los más pobres de un terreno en el cual, y del cual, vivir ha convertido al planeta en una especie de mina que está a punto de agotarse.

Las religiones han ofrecido a la humanidad otro modo de comprenderse a sí misma. Pero tampoco han servido suficientemente para contrarrestar la cultura avara que nos está llevando al despeñadero. El mismo cristianismo no ha sabido cultivar su fuerza crítica: no ha resistido. Los cristianos han podido hacer más por impedir la explotación despiadada de los pobres y de la Tierra; no han acogido bastante la enseñanza social de papas como Francisco que, con Laudato si’, han clamado por caridad, justicia y cuidado de la creación.

Prevalencia de una co-pertenencia

La codicia es un pecado: hace daño. El sufrimiento que puede causar a grandes multitudes y a la Tierra es la prueba de que el egoísmo de sujetos individuales contraviene la voluntad de Dios. Dios, diríamos los cristianos, ha querido que su creación sea compartida. No lo hemos hecho. Nos la hemos apropiado como si la mereciéramos. Pero ¿alguien merece un regalo? ¿Cómo es posible que uno le quite a otro el regalo que le han hecho? Esto es exactamente lo que está ocurriendo.

Sucede que el modo de compartir la Tierra creado por Dios ha perdido importancia cultural al grado de hacernos creer que las criaturas podemos existir unas sin las otras. En cambio, nos lo recuerda el Papa Francisco: “todo está relacionado”. Unos seres se deben a otros y, entre todos ellos, se da una deuda cósmica. ¿Acaso podemos ignorar que nos debemos a unas conformaciones químicas, físicas, celulares y culturales compartidas entre las personas a lo largo de generaciones o en una misma época? Necesitamos, y compartimos, un mismo oxígeno, agua, calor y frío. Las flores esperan la polinización de las abejas, mientras las abejas necesitan de sus néctares para producir miel. Nada escapa de deberle todo a lo demás.

Avanzaremos en agradecerle la Tierra al Creador si logramos ver que compartir es la manera correcta de coexistir. Lo más propio entre las obras de Dios es una pertenencia mutua. Si somos, es que opera, aunque sea calladamente, un entrelazamiento de lo uno con lo otro y una dependencia recíproca. La creación prospera, a pesar de todo, porque lleva las huellas digitales de un Dios que es amor, que se parte y se comparte. Co-pertenecemos porque nuestro único dueño es generoso. Cristo representa el modo de darse Dios Padre a su creación y de compartirse la Tierra como cuando se come un mismo pan. La eucaristía recuerda una co-pertenencia universal y, además, la anticipa.

La queja

Autosuficiencia, codicia, ¿qué más sigue? Lamentaciones.

Hay otra expresión de inadecuación entre los seres humanos que piensan que no deben nada a nadie y la voluntad de un Dios que ha creado un mundo que solo alcanza su plenitud cuando se reconoce que las criaturas coexistimos: la queja.

Cuando crees que te has ganado la Tierra con tu esfuerzo, que has podido competir por ella con quienes han perdido la carrera a causa de su ineptitud o flojera, tenderás a quejarte por no haber ganado todas las batallas; porque has perdido terrenos a manos de otros; o porque todavía no tienes lo suficiente. La competencia contra los demás nos hace infelices y quejumbrosos, porque nunca nada nos será suficiente para saciar nuestra voracidad. Quien se considera triunfador suele convertirse en un ser amargado. Los demás le son competidores a los que tiene que vencer. Pero prescindir de estos es como dispararse a los pies: nadie te aplaudirá de un modo alegre y agradecido; si alguno te celebra, lo hará de un modo interesado. Querrá subirse al carro de tu victoria. Será un adulón. No sabrás que la verdadera alegría se halla en ser derrotados por el amor de cada uno de los seres por lo que son y no por su utilidad. Se ama de verdad cuando no se puede no amar. El mérito no existe. El amor verdadero lo disipa. El ser humano, digámoslo así, está condenado a compartir. Nació con este mandato. Del cumplimiento de este mandato depende su verdadero éxito.

La creación y los demás no son útiles, pero sí necesarios. Sin ellos no habríamos llegado a ser lo que somos. Pero no podemos usar a las demás criaturas como si no merecieran un reconocimiento agradecido, un cariño y un cuidado. Toma lo que necesitas de la creación. Revisa, eso sí, con qué actitud lo haces. ¿Porque te lo mereces? Es equivocado pensar que es lógico tener servidores. La única servidumbre que vale es la de las personas que, como Jesús, se han convertido en siervos generosos y alegres de los demás. La esclavitud por amor es el antónimo de la esclavitud por miedo a quien te puede poner el pie encima. Nadie te puede oprimir. Libérate. Pero no para oprimir a los demás.

Esta lógica del dominio —la que hace imaginar que unos pueden adueñarse de otros— desemboca siempre en lo mismo: la queja. Y la queja es patológica: daña a esclavos y esclavistas. Los esclavos lloran porque no tienen el coraje de liberarse; los esclavistas se quejan porque no han podido explotar suficientemente a sus sirvientes. Se lamentan de un modo parecido, pues comparten la misma falsa creencia: que unos pueden ser poseídos por sus pares; que es legítimo hacerlo porque ese es su premio, su trofeo incuestionable.

Deudas y agradecimientos

Si reconocemos que pertenecemos unos a otros porque pertenecemos a Dios, hemos de ver todo al revés.

Si miras al pasado, ¿a quiénes debes qué cosa? A un padre o a una madre que tal vez ni siquiera conociste; a alguien que se hizo cargo de ti, te enseñó a hablar, a pedir permiso y perdón, y a rezar; a generaciones y generaciones de seres humanos que se han esforzado por sacar adelante a la humanidad.

Perteneces a Dios, tienes una deuda cósmica con él. La pagarás agradeciendo la comida que comes, el trigo, la tierra, el agua, la luz que hizo posible esos ñoquis y ese vino que bebes alegremente. Si Dios es tu dueño, nunca te faltó nada. Solo te toca reconocerlo y agradecerlo. El reconocimiento de tu deuda con la tierra te hará brillar en el universo.

Mira al futuro. Tu vocación es la alegría de llegar a compartir el cosmos entre todas las criaturas. Esta es tu condena. La vida es una cadena eterna hacia la felicidad. Te falta mucho o poco para alcanzar la eternidad. No llores. Sé feliz, te diría Jesús sentado en la colina de las Bienaventuranzas. “Te lo mando”, insistiría. “Felices los que lloran porque serán consolados” (Mt 5); “felices los pobres porque de ustedes es el Reino de los Cielos” (Lc 6).

Perteneces a Dios, todo te pertenece. Perteneces a todo, ya que Dios te ama y te cuida.

Comments are closed.